Las Gaceta del FCE. Marzo de 2008

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ISSN: 0185-3716
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Marzo 2008
Número 447
Zen
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Jorge Luis Borges
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Bodhidharma
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D. T. Suzuki
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Ming-pen
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James H. Austin
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Víctor Kuri Gil
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Marguerite Yourcenar
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Yukio Mishima
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Nicolás Gómez Dávila
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Entrevista a Sergio Pitol
Poema
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Matsuo Basho
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Sumario
Poema
Matsuo Basho
El Budismo
Jorge Luis Borges
La entrada en el Camino por el fundador del Zen
Bodhidharma
Los Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, I
D. T. Suzuki
Lo similar y lo diferente
Ming-pen
Misticismo, Zen, Religión y Neurociencia
James H. Austin
Un maestro chino
Víctor Kuri Gil
De cómo fue salvado Wang-Fo
Marguerite Yourcenar
Mis últimos veinticinco años
Yukio Mishima
El reaccionario auténtico
Nicolás Gómez Dávila
Entrevista a Sergio Pitol
Ernesto Herrera y Moramay H. Kuri
El Derecho Penal a juicio. Diccionario crítico,
(coordinadores Gerardo Laveaga
y Alberto Lujambio)
Por Juan Carlos Gómez Martínez
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Ilustración de portada: Retrato de Basho
por Buson.
Ilustraciones de interiores tomadas del libro El arte
chino de Lubor Hájek, editado por el fce, 1966.
número 447, marzo 2008
la Gaceta 1
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de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.
Distribuida por el propio Fondo de
Cultura Económica.
ISSN: 0185-3716
¿Qué es el zen? No es precisamente una religión, tampoco una filosofía a secas, ni
siquiera podemos decir que es una vía espiritual, porque el propio concepto de espíritu se desvanece —al igual que todos los objetos que conforman nuestras vidas—
cuando la mente iluminada lo nombra. Entonces ¿cómo abordar esta enigmática visión del mundo? La respuesta es tan sencilla como compleja: debemos “abandonar
todas las suposiciones”. Éste es el gran poder y la penetrante inteligencia que despliega el pensamiento zen. No dar nada por sentado, excepto, tal vez, la propia “nada”, e
incluso ésta debe quedarse en una especie de suspensión del juicio. Los maestros zen
enseñan que el Camino carece de direcciones determinadas; es más, enseñan que la
iluminación es una cuestión absolutamente personal y que ningún precepto que ellos
esgriman sirve de algo. El iluminado es aquel que, de súbito, se percata de que todo
lo que lo rodea —incluidos sus pensamientos— es una ilusión. Pero esto no quiere
decir que se niegue la existencia y ya. La vida sigue su curso, y el iluminado continúa
su vida como un hombre más, pero con una pequeña diferencia: él ya no está atrapado por los condicionamientos, los apegos y las necesidades de la llamada “realidad”.
No hay bien ni mal. El bien y el mal son productos del deseo del hombre por tratar
de darle sentido al entorno en el que vive. Para el zen, no pasan de ser un soplo en la
penumbra. Se dice que el objetivo del zen, o chan en chino, o dhyana en sánscrito (las
tres palabras significan “meditar”), es vaciar la mente y encontrar el origen común de
todo, el “vacío” del que deriva la exuberante sucesión de objetos y eventos que tejen
la trama del diario transcurrir. Pero “vacío” no tiene la misma connotación que para
un occidental común y corriente, es decir, no es una ausencia de objetos. “Vacío” es
una simple palabra para sugerir o señalar algo que es innombrable, irrepresentable,
pero que a la vez es pura plenitud. Hoy en día, cuando la estrechez de miras moderna y occidental promete instaurarse como la única soberana, el pensamiento zen, en
cambio, se perfila como un necesario respiro de inteligencia y paz.
Este número de La Gaceta apuesta por este “respiro”, y para ello presenta algunas
de las voces más apreciables del zen. Dos grandes maestros, Bodhidharma y Mingpen nos muestran el sentido originario del zen, sin ningún tipo de interpretaciones
occidentalizadas. Jorge Luis Borges hace una breve narración del inicio del budismo
zen. D. T. Suzuki comenta los cuadros del maestro Kaku-an Shi-en. James H. Austin
relaciona el zen, el misticismo y el cerebro. Víctor Kuri realiza un espléndido retrato
del maestro chino Lu K’uan Yü. Marguerite Yourcenar nos deleita con su entrañable
personaje Wang-Fo.
Pero, siguiendo los preceptos del zen, donde incluso las cosas más disímiles están
conectadas, también se incluyeron otros textos, de temas diversos. Yukio Mishima
hace una crítica feroz a los valores modernos y occidentales. El colombiano Nicolás
Gómez Dávila, de quien Gabriel García Márquez dijo alguna vez: “si yo no fuera
comunista pensaría en todo y para todo como él”, probablemente uno de los ensayistas más importantes y más olvidados de Latinoamérica, nos regala un texto extraordinario titulado El reaccionario auténtico. Y por último, contamos con una entrevista a
Sergio Pitol, para celebrar su cumpleaños 75. G
Correo electrónico
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2 la Gaceta
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Poema*
Matsuo Basho
* Matsuo Basho, Sendas de Oku, traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya, fce, México, 2005.
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la Gaceta 3
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El Budismo*
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Jorge Luis Borges
Llegamos ahora al budismo zen y a Bodhidharma. Bodhidharma fue el primer misionero, en el siglo sexto. Bodhidharma se
traslada de la India a la China y se encuentra con un emperador
que había fomentado el budismo y le enumera monasterios y
santuarios y le informa del número de neófitos budistas. Bodhidharma le dice: “Todo eso pertenece al mundo de la ilusión;
los monasterios y los monjes son tan irreales como tú y como
yo”. Después se va a meditar y se sienta contra una pared.
La doctrina llega al Japón y se ramifica en diversas sectas.
La más famosa es la zen. En la zen se ha descubierto un procedimiento para llegar a la iluminación. Sólo sirve después de
años de meditación. Se llega bruscamente; no se trata de una
serie de silogismos. Uno debe intuir de pronto la verdad. El
procedimiento se llama satori y se trata de un hecho brusco,
que está más allá de la lógica.
Nosotros pensamos siempre en términos de sujeto, objeto,
causa, efecto, lógico, ilógico, algo y su contrario; tenemos que
rebasar esas categorías. Según los doctores de la zen, llegar a la
verdad por una intuición brusca, mediante una respuesta ilógica. El neófito pregunta al maestro qué es el Buddha. El maestro le responde: “El ciprés es el huerto”. Una contestación del
todo ilógica que puede despertar la verdad. El neófito pregunta por qué Bodhidharma vino del Oeste. El maestro puede
responder: “Tres libras de lino”. Estas palabras no encierran un
sentido alegórico; son una respuesta disparatada para despertar, de pronto, la intuición. Puede ser un golpe, también. El
discípulo puede preguntar algo y el maestro puede contestar
con un golpe. Hay una historia —desde luego tiene que ser
legendaria— sobre Bodhidharma.
A Bodhidharma lo acompañaba un discípulo que le hacía
preguntas y Bodhidharma nunca contestaba. El discípulo trataba de meditar y al cabo de un tiempo se cortó el brazo izquierdo y se presentó ante el maestro como una prueba de que
quería ser su discípulo. Como una prueba de su intención se
mutiló deliberadamente. El maestro, sin fijarse en el hecho,
que al fin de todo era un hecho físico, un hecho ilusorio, le
dijo: “¿Qué quieres?”. El discípulo le respondió: “He estado
buscando mi mente durante mucho tiempo y no la he encontrado”. El maestro resumió: “No la has encontrado porque no
existe”. En ese momento el discípulo comprendió la verdad,
comprendió que no existe el yo, comprendió que todo es irreal.
Aquí tenemos, más o menos, lo esencial del budismo zen.
* Fragmento de “El budismo” de Jorge Luis Borges, en Siete
noches, fce, México, 2001
4 la Gaceta
Es muy difícil exponer una religión, sobre todo una religión
que uno no profesa. Creo que lo importante no es que vivamos
el budismo como un juego de leyendas, sino como una disciplina; una disciplina que está a nuestro alcance y que no exige
de nosotros el ascetismo. Tampoco nos permite abandonarnos
a las licencias de la vida carnal. Lo que nos pide es la meditación, una meditación que no tiene que ser sobre nuestras culpas, sobre nuestra vida pasada.
Uno de los temas de meditación del budismo zen es pensar
que nuestra vida pasada fue ilusoria. Si yo fuera un monje budista pensaría en este momento que he empezado a vivir ahora,
que toda la vida anterior de Borges fue un sueño, que toda la
historia universal fue un sueño. Mediante ejercicios de orden
intelectual nos iremos liberando de la zen. Una vez que comprendamos que el yo no existe, no pensaremos que el yo puede
ser feliz o que nuestro deber es hacerlo feliz. Llegaremos a un
estado de calma. Eso no quiere decir que el nirvana equivalga
a la sensación del pensamiento y una prueba de ello estaría en
la leyenda del Buddha. El Buddha, bajo la higuera sagrada,
llega al nirvana, y, sin embargo, sigue viviendo y predicando la
ley durante muchos años.
¿Qué significa llegar al nirvana? Simplemente, que nuestros
actos ya no arrojan sombras. Mientras estamos en este mundo
estamos sujetos al karma. Cada uno de nuestros actos entreteje
esa estructura mental que se llama karma. Cuando hemos llegado al nirvana nuestros actos ya no proyectan sombras, estamos libres. San Agustín dijo que cuando estamos salvados no
tenemos por qué pensar en el bien o en el mal. Seguiremos
obrando el bien, sin pensar en ello.
¿Qué es el nirvana? Buena parte de la atención que ha suscitado el budismo en el Occidente se debe a esta hermosa palabra. Parece imposible que la palabra nirvana no encierre algo
precioso. ¿Qué es el nirvana, literalmente? Es extinción, apagamiento. Se ha conjeturado que cuando alguien alcanza el
nirvana, se apaga. Pero cuando muere, hay gran nirvana, y
entonces, la extinción. Contrariamente, un orientalista austriaco hace notar que el Buddha usaba la física de su época, y la
idea de la extinción no era entonces la misma que ahora: porque se pensaba que una llama, al apagarse, no desaparecía. Se
pensaba que la llama seguía viviendo, que perduraba en otro
estado, y decir nirvana no significaba forzosamente la extinción. Puede significar que seguimos de otro modo. De un
modo inconcebible para nosotros. En general, las metáforas de
los místicos son metáforas nunciales, pero las de los budistas
son distintas. Cuando se habla del nirvana no se habla del vino
del nirvana o de la rosa del nirvana o del abrazo del nirvana. Se
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a
a
lo compara, más bien, con una isla. Con una isla firme en medio de las tormentas. Se lo compara con una alta torre; puede
comparárselo con un jardín, también. Es algo que existe por su
cuenta, más allá de nosotros.
Lo que he dicho hoy es fragmentario. Hubiera sido absurdo
que yo expusiera una doctrina a la cual he dedicado tantos años
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—y de la cual he entendido poco, realmente— con ánimo de
mostrar una pieza de museo. Para mí el budismo no es una
pieza de museo: es un camino de salvación. No para mí, pero
para millones de hombres. Es la religión más difundida del
mundo y creo haberla tratado con todo respeto, al exponerla
esta noche. G
la Gaceta 5
a
La entrada en el Camino
por el fundador del Zen*
a
Bodhidharma
Para entrar en el camino hay muchas vías, pero esencialmente
son de dos clases, designadas como el principio y la conducta.
Entrar a través del principio consiste en alcanzar la fuente
por medio de las enseñanzas y la profunda creencia de que
todos los seres vivos tienen la misma y verdadera naturaleza
esencial, pero está velada por los elementos exteriores y las
ideas falsas, y no puede manifestarse por entero. Si abandonas
la falsedad y vuelves a la realidad, morando en un estado de
imperturbable observación, sin un yo ni un otro, considerando
lo ordinario y lo sagrado por igual, persistiendo firme e inamoviblemente, sin dejarte llevar por otras persuasiones, armonizarás profundamente con el principio. No albergar falsas concepciones, estar sereno y no luchar, se llama entrar en el
Camino a través del principio.
Entrar por medio de la conducta se refiere a las cuatro prácticas que incluyen todas las demás. ¿Cuáles son las cuatro
prácticas? La primera es la compensación de la oposición. La
segunda, adaptarse a las condiciones. La tercera, no buscar
nada. La cuarta, actuar de acuerdo con la verdad.
La práctica de la compensación de la oposición significa que
cuando la gente que cultiva el Camino se ve acosada por el
sufrimiento, debe pensar cómo en otras vidas pasadas olvidó lo
fundamental y persiguió lo trivial durante innumerables siglos,
fluyendo con las oleadas de las existencias, generando mucha
enemistad y odio, creando un sinfín de ofensas y sufrimientos.
Aunque ahora pueda ser inocente, ve que su sufrimiento no es
algo que los dioses inflijan a los humanos, sino el fruto de sus
acciones negativas del pasado. Por tanto, lo acepta satisfecho,
sin mostrar animadversión ni quejarse. Las escrituras dicen:
“Al experimentar el sufrimiento no se siente ansiedad, porque
se posee el perfecto conocimiento”. Cuando desarrollas esta
actitud, estás en armonía con el Camino. Progresar en él al
comprender la oposición se denomina la práctica de compensar la oposición.
La segunda es la práctica de adaptarse a las condiciones. Los
seres vivos no tienen un yo absoluto sino que están influidos
por las condiciones y acciones. Sus experiencias de dolor y
placer surgen de las condiciones. Aunque reciban unas excelentes recompensas, como la prosperidad y la fama, éstas son
sólo los efectos de causas pasadas que ahora reciben. Cuando
las condiciones se agoten, volverán a quedarse sin nada, así que
¿por qué tendría uno que alegrarse? La ganancia y la pérdida
surgen de condiciones, en la mente no aumenta ni disminuye
nada. Cuando la influencia de la alegría no te agita, mantienes
una profunda armonía con el Camino; se denomina la práctica
de adaptarse a las condiciones.
La tercera es la práctica de no buscar nada. La gente mundana vaga siempre, apegándose codiciosamente aquí y allí.
Esto se denomina buscar. El sabio comprende que el principio
de la verdad absoluta es contrario a lo mundano. Al no luchar,
se mantiene mentalmente sereno y se adapta físicamente a los
cambios del destino.
Todo cuanto existe está vacío, no hay nada que desear. Las
bendiciones y las maldiciones se siguen siempre unas a otras.
Vivir en el mundo es como estar en una casa envuelta en llamas, toda la existencia corpórea implica dolor, ¿quién puede
hallar la paz? Al comprender este punto dejamos de apegarnos
a todo cuanto existe, dejamos de pensar y buscar cosas. Las
escrituras dicen: “Buscar algo siempre es doloroso: no buscarlo
es gozoso”. No buscar nada es claramente la conducta del Camino, de ahí que se denomine la práctica de no buscar nada.
La cuarta es la práctica de actuar de acuerdo con la verdad.
El principio de la pureza de la naturaleza esencial se denomina
verdad. Según este principio, todas las apariencias están vacías;
de modo que la contaminación, el apego, esto o aquello no
existen. Las escrituras dicen: “En la verdad no hay seres, porque está libre de la ignorancia de los seres. En la verdad no hay
un yo, porque está libre de la ignorancia del yo”.
Por tanto, si el sabio puede creer en este principio, debe
actuar de acuerdo con la verdad. La esencia de la verdad no es
tacaña: al ser caritativa consigo misma, con la vida y los bienes,
la mente no tiene pesar. Liberado de la personalidad y las cosas
vacías, independiente y sin apego, con el único propósito de
deshacerte de la ignorancia, edificando a la gente informalmente, esto constituye tu propia práctica, lo cual puede también ayudar a los demás. Puede asimismo embellecer el sendero de la Iluminación.
Del mismo modo que esto es cierto con respecto a la caridad, también lo es con respecto a las otras cinco perfecciones
o senderos de trascendencia. Practicar los seis senderos de
trascendencia para liberarse de las ideas falsas, sin objetivar las
prácticas, es lo que se llama la práctica de actuar de acuerdo
con la verdad. G
* Thomas Cleary, Zen Básico. Los pasajes esenciales de los grandes
maestros, traducción de Nuria Martí, Oniro, Barcelona, 2001.
6 la Gaceta
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a
Los Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, I*
D. T. Suzuki
Nota preliminar
Se dice que el autor de estos “Diez Cuadros del Pastoreo del
Buey” es un maestro Zen de la Dinastía Sung, conocido como
Kaku-an Shi-en (Kuo-an Shih-yuan), perteneciente a la escuela Rinzai. También es el autor de los poemas y palabras de introducción que acompañan los cuadros. Sin embargo, no fue el
primero que intentó ilustrar, por medio de cuadros, etapas de
la disciplina Zen, pues en su prefacio general de los cuadros se
refiere a otro maestro Zen llamado Seikyo (Ching-chu), probablemente coetáneo suyo, quien empleó al buey para explicar
su enseñanza Zen. Pero, en el caso de Seikyo, el desarrollo
gradual de la vida Zen era indicado mediante un progresivo
blanqueo del animal, que terminaba con la desaparición de
todo el ser. En esto había sólo cinco cuadros, en vez de diez
como los de Kaku-an. Kaku-an juzgó que esto era algo que
inducía a error, pues el círculo vacío se constituía en meta de la
disciplina Zen. Alguien podría considerar al mero vacío como
de importancia total y como final. De allí sus mejoras que dieron por resultado los “Diez Cuadros del Pastoreo del Buey”,
como los que ahora tenemos.
Según un comentarista de los Cuadros de Kaku-an, hay otra
serie de los Cuadros del Pastoreo del Buey, de un maestro Zen
llamado Jitoku Ki (Tzu-te Hui), que aparentemente conoció la
existencia de los Cinco Cuadros de Seikyo, pues los de Jitoku
son seis en total. El último, el número 6, va más allá de la etapa
del absoluto vacío, donde termina el de Seikyo; el poema dice:
“Hasta más allá de los últimos límites se extiende un pasadizo
Por el que él vuelve entre los seis reinos de la existencia;
Cada asunto mundano es una obra budista,
Y dondequiera que va, encuentra su ambiente hogareño;
Como gema brota hasta el barro,
Como oro puro brilla hasta el horno;
Por el camino sin fin (de nacimiento y muerte) camina, suficiente, hacia sí mismo,
En cualquier asociación que se halle, se desplaza pausadamente desapegado.”
El buey de Jitoku se va tornando más blanco que el de Seikyo, y en este aspecto particular ambos difieren de la concepción de Kaku-an. En este último no hay un proceso de blanqueamiento. En Japón, los Diez Cuadros de Kaku-an circularon
* D. T. Suzuki, Manual de Budismo Zen, traducción de Héctor V.
Morel, Editorial Kier, Buenos Aires, 1992.
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ampliamente, y en la actualidad todos los libros de pastoreo de
bueyes los reproducen. El primero pertenece, según creo, al
siglo xv. Sin embargo, parece que hubo en boga una edición
diferente, una perteneciente a la serie de cuadros de Seikyo y
Jitoku. El autor es desconocido. La edición con el prefacio de
Chung-hung, 1585, tiene diez cuadros, cada uno de los cuales
está precedido por un poema de Pu-ming. En cuanto a quién
fue este Pu-ming, el mismo Chung-hung declara su ignorancia. En estos cuadros, el colorido del buey cambia junto con su
manejo por parte del pastor. Se reproducen aquí los raros impresos chinos originales, traduciéndose también al español los
versos de Pu-ming.
De manera que, hasta donde puedo identificarlas, hay cuatro variedades de Cuadros del Pastoreo del Buey: 1) de Kakuan; 2) de Seikyo; 3) de Jitoku, y 4) de un autor desconocido.
Los “Cuadros” de Kaku-an aquí reproducidos son de Shubun, un sacerdote Zen del siglo xv. Los cuadros originales se
conservan en Shokokuji, Kioto. Fue uno de los máximos pintores en blanco y negro del periodo Ashikaga.
Los Diez Cuadros del pastoreo del Buey, I, de Kaku-an
I
La Búsqueda del Buey. La bestia nunca se extravió. ¿De qué
vale buscarla? La razón de que el pastor no se halle en íntimos
términos consigo mismo se debe a que él mismo violó su naturaleza más recóndita. La bestia se perdió porque el pastor se
apartó de la senda, siguiendo sus engañosos sentidos. Su hogar
se aleja cada vez más de él desvíos y encrucijadas se confunden
continuamente. El deseo de ganancia y el temor a la pérdida
arden como fuego; las ideas sobre lo recto y lo equivocado
brotan como falangio.
Sólo en el yermo, perdido en el bosque, ¡el muchacho busca, busca!
Las aguas bullentes, las montañas distantes y el sendero sin
fin;
Exhausto y desesperado, no sabe dónde dirigirse,
Sólo oye las cigarras de la tarde que cantan en los bosques
de arces.
II
Huellas a la vista. Con ayuda de los sutras e indagando en las
doctrinas, llegó a entender algo, halló las huellas. Ahora sabe
que los vasos, por variados que sean, son todos de oro, y que el
mundo objetivo es el reflejo del Yo. Empero, no puede distinguir lo bueno de lo que no lo es, su mente está aún confundida
la Gaceta 7
a
sobre la verdad y la falacia. Como todavía no traspuso la puerta, se dice provisionalmente que advirtió las huellas.
Junto al arroyo y bajo los árboles están dispersas las huellas
del que se perdió;
Crecen tupidos los pastos de dulce aroma. ¿Él halló el camino?
Por más lejos que vague la bestia por las colinas,
Su nariz llega a los cielos y nadie puede ocultarla.
III
Buey a la vista. El pastor halla el camino por el sonido que
oye; de ese modo, ve dentro del origen de las cosas, y todos sus
sentidos están en orden armonioso. Éste está presente manifiestamente en todas sus actividades. Semeja la sal en el agua y
la cola en el color. (Está allí aunque no se lo pueda distinguir
como una entidad individual.) Cuando dirija la vista apropiadamente, descubrirá que no es otro que él mismo.
Más allá, en una rama se posa un ruiseñor que canta alegremente;
El sol es cálido, y sopla una suave brisa, verdes son los sauces en la orilla;
El buey está allí totalmente a su lado, en ningún sitio ha de
ocultarse;
Con su espléndida cabeza ornamentada con imponentes
cuernos ¿qué pintor podrá reproducirlo?
IV
La captura del buey. Perdido largo tiempo en el yermo, el
pastor encontró finalmente al buey y le echa mano. Pero, debido a la avasalladora presión del mundo externo, es difícil
controlar al buey. Éste siente añoranza por el viejo campo de
dulce aroma. La naturaleza salvaje todavía es indómita y rechaza por completo la opresión. Si el pastor desea ver al buey en
total armonía con él, con seguridad ha de usar generosamente
el látigo.
Con toda la energía de sus ser, el pastor sujetó por fin al
buey:
¡Pero cuán salvaje es la voluntad de éste, cuán ingobernable
su poder!
Ocasionalmente, marcha arrogante por la meseta
Cuando, de pronto, se pierde de nuevo en un nebuloso e
impenetrable paso de la montaña.
V
Pastoreo del buey. Cuando se desplaza un pensamiento, lo sigue otro, y luego otro: así se despierta una caravana interminable de pensamientos. A través de la iluminación, todo esto se
vuelca en la verdad; pero la falsedad se afirma cuando reina la
confusión. Las cosas no nos oprimen debido a un mundo objetivo sino a una mente que se engaña a sí misma. No hay que
dejar flojo el cabestro, hay que mantenerlo ajustado, sin consentir vacilaciones.
El pastor no ha de separarse de su látigo ni de su cuerda,
No sea que el animal vague, distante, en un mundo de suciedades;
Cuando se lo cuida apropiadamente, crecerá puro y dócil;
Por sí solo seguirá al pastor, sin cadena, sin nada que lo
ate.
8 la Gaceta
a
VI
Regreso al hogar, montado en el buey. La lucha ya pasó; al hombre no le preocupan más la ganancia ni la pérdida. Tararea una
tonada campestre de leñadores, entona aires sencillos de niños
pueblerinos. Montado en el lomo del buey, sus ojos se fijan en
cosas que no son de la tierra, que no son terrenas. Aunque lo
llamen, no volverá su cabeza; aunque se lo supliquen, no quedará más rezagado.
Montado en el lomo del buey, sus ojos se fijan en cosas que
no son de la tierra, que no son terrenas. Aunque lo llamen, no volverá su cabeza; aunque se lo supliquen, no
quedará más rezagado.
Montado en el animal, se encamina lentamente hacia su
hogar:
Envuelto en la niebla vespertina, ¡cuán armoniosamente se
desvanece la flauta!
¡Entonando una acompasada cancioncilla, su corazón se
llena de júbilo indescriptible!
¿Es preciso decir que ahora él es uno de los que conocen?
VII
Olvidado el buey, el hombre queda solo. Los dharmas son uno y
el buey es simbólico. Cuando se sabe que lo que se necesita no
es el señuelo ni la red para pájaros sino la liebre o el pez, eso
se parece al oro separado de la escoria, a la luna que surge libre
de nubes. El rayo luminoso único, sereno y penetrante, brilla
incluso antes de los días de la creación.
Montado en el animal, por fin está de regreso en su hogar,
Donde hete aquí que el buey no está más; el hombre, solo,
se sienta, sereno.
Aunque el rojo sol está alto en el cielo, él todavía sueña, en
sosiego,
Bajo un techo de paja, yacen ociosamente su látigo y su
soga.
VIII
Buey y hombre desaparecen de la vista.1 Queda de lado toda
confusión y sólo reina la serenidad; ni siquiera subsiste la idea
de santidad. No cavila sobre dónde está el Buda, y con rapidez
desecha pensar sobre dónde hay no-Buda. Cuando no existe
forma de dualismo, ni siquiera un ser de mil ojos logra detectar
una escapatoria. Santidad ante la cual los pájaros ofrecen flores
no es sino una farsa.
Todo está vacío: el látigo, la soga, el hombre y el buey:
¿Quién podrá siquiera examinar la vastedad del cielo? Sobre
el horno que arde en llamas, no puede caer ni un copo de
nieve:
Cuando subsiste este estado de cosas, está manifiesto el espíritu del antiguo maestro.
1 Es interesante notar lo que sobre esto tiene que decir un filósofo
místico: “El hombre se convertirá en verdaderamente pobre y tan
libre de su voluntad de criatura como lo era cuando nació. Y yo os
digo, por la verdad eterna, que mientras deseéis cumplir la voluntad
de Dios, y tengáis algún deseo de eternidad y Dios, en ese lapso no
sois verdaderamente pobres. Sólo tiene verdadera pobreza espiritual
quien nada quiere, nada sabe, nada desea.” (De Eckhart, como lo cita
Inge en Light, Life and Love.)
número 447, marzo 2008
a
IX
Vuelta al Origen, de regreso a la Fuente. Desde el principio
mismo, puro e inmaculado, el hombre nunca ha sido afectado
por la mancilla. Observa cómo crecen las cosas, mientras mora
en la inmóvil serenidad de la no-afirmación. No se identifica
con las transformaciones de apariencia máyica (que siguen alrededor de él), ni aprovecha nada de sí (lo cual es artificialidad).
Las aguas son azules, las montañas son verdes; sentado solo,
observa las cosas que experimentan cambios.
Volver al Origen, retornar a la Fuente: ¡éste ya es un paso
en falso!
Mucho mejor es quedarse en casa, ciego y sordo, sin mucho
alboroto;
Sentado en la choza, no toma conocimiento de las cosas
externas,
Observa las corrientes que fluyen nadie sabe adónde;
y las flores color rojo vivo ¿para quién son?
X
Ingreso en la ciudad con las manos que confieren la bienaventuranza. La puerta de su cabaña pajiza está cerrada y ni los más
sabios le conocen. No se captarán vislumbres de su vida interior; pues él recorre su camino sin seguir los pasos de los antiguos sabios. Llevando una calabaza2 penetra en el mercado;
apoyado en su cayado3 llega a su casa. Se le encuentra acompañado por bebedores de vino y carniceros; todos se convirtieron
en Budas.
Desnudo el pecho y descalzo, penetra en la plaza del mercado;
Embadurnado con barro y cenizas, ¡qué amplia es su sonrisa!
No es necesario el poder milagroso de los dioses,
Pues le basta tocar para que los árboles muertos florezcan
en plenitud.
2
Símbolo del vacío (sunyata)
No tiene propiedades suplementarias porque sabe que el deseo
de poseer es la maldición de la vida humana.
3
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Los Diez Cuadros del Pastoreo del Buey, II
1. Díscolo
Con sus cuernos fieramente proyectados en el aire, la bestia
resopla.
Corriendo locamente por los senderos montañosos, ¡se extravía cada vez más y más!
Una oscura nube se esparce por la entrada del valle,
¡Y quién sabe cuánta hierba fina y fresca pisotea con sus
salvajes cascos!
2. Se inicia la disciplina
Poseo una soga de cáñamo con la que le atravieso la nariz;
Frenéticamente intenta una vez escaparse pero recibe rudos
y repetidos latigazos.
La bestia se resiste a que la eduquen, con todo el poder que
existe en una naturaleza salvaje y díscola.
la Gaceta 9
a
Mas el rústico pastor no cesa de jalar su manea ni su látigo
siempre listo.
a
Pero el cuidador todavía no le tiene plena confianza,
Sujeta aún su soga de cáñamo con la que el buey está ahora
atado a un árbol.
3. Sujeto
Gradualmente sujeta, la bestia ahora está contenta con que
se la dirija por la nariz.
Cruzando el arroyo, caminando por el sendero montañoso,
sigue cada paso de su jefe.
Su guía mantiene ajustada la soga en su mano, sin dejarla ir;
Durante todo el día se mantiene alerta, casi sin saber qué es
la fatiga.
5. Domado
Bajo el verde sauce y junto al viejo arroyo de la montaña,
El buey es puesto en libertad para que se solace.
Al atardecer, cuando una niebla gris desciende sobre el pastizal,
El pastor se dirige a su hogar con el animal que le sigue
tranquilamente.
4. Vareo
Tras largos días de instrucción, empieza a manifestarse el
resultado y la bestia es vareada.
Finalmente su naturaleza tan salvaje y díscola es domeñada,
se tornó más sumisa;
6. Sin trabas
En el verde campo, la bestia, contenta, pasa su tiempo ociosa;
Ahora no se necesita el látigo ni ninguna clase de restricción;
También el pastor, sin prisa, se sienta bajo el pino,
Ejecutando una armonía de paz, inundado de júbilo.
10 la Gaceta
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a
a
7. Sin interferencias
El arroyo primaveral fluye lánguidamente bajo el sol vespertino, junto a la orilla de sauces alineados.
En la brumosa atmósfera, se observa que la hierba del prado
crece tupida.
Cuando tiene hambre, pasta; cuando tiene sed, bebe; mientras, el tiempo se desliza dulcemente
Y el pastor, sobre la peña, dormita durante horas, sin advertir nada de lo que ocurre alrededor de él.
8. Todo está olvidado
La bestia, totalmente blanca, está ahora rodeada por las
blancas nubes.
El hombre está perfectamente tranquilo y despreocupado,
igual que su compañía.
Las blancas nubes, impregnadas de luz lunar, proyectan
debajo sus blancas sombras.
Las blancas nubes y la brillante luz lunar siguen, cada cual,
su curso de desplazamiento.
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9. La Luna Solitaria
La bestia no está en ninguna parte, y el pastor es dueño de
su tiempo;
Él es una nube solitaria que se deja llevar suavemente por
los picos montañosos;
Batiendo palmas, canta alegremente bajo la luz de la luna,
Pero recuerda que todavía queda un postrer muro que obstruye su caminata hacia el hogar.
10. Ambos han desaparecido
Hombre y animal han desaparecido, no dejaron rastros.
La brillante luz lunar está vacía, sin sombras, con la totalidad de los diez mil objetos en ella.
Si alguien preguntara qué significa esto,
Contemple los lirios del campo y su verdor fresco, de dulce
aroma. G
la Gaceta 11
a
Lo similar y lo diferente*
a
Ming-pen
En la escuela Zen hay una clase de estudiantes brillantes que
empiezan alcanzando una cierta comprensión de las palabras
de los maestros y después se basan totalmente en ella. Entonces, si los maestros no tienen tiempo para preguntarse si están
o no iluminados, dejan que se vayan por el momento.
Llegados a este punto, dichos estudiantes enseñan lo que
han percibido a los demás; ahora ya no desean que nadie dude
de las sentencias, sólo valoran el conocimiento fácil. Así es
como se envuelven unos a otros en una telaraña de visiones
intelectuales. Cuando hablan parece que enseñen zen, pero sus
acciones están totalmente desconectadas de él.
Hay una clase de principiantes ignorantes y lentos que oyen
que para estudiar el zen uno debe meditar sobre una sentencia
y evocar un gran sentimiento de duda, después de lo cual podrá
obtener una repentina percepción interior, y entonces se dedican durante veinte o treinta años a meditar firmemente sobre
una sentencia, continuamente desde el principio hasta el final,
sin estar dispuestos a abandonarla. Con el tiempo, de repente
sus ilusiones se desvanecen por completo y alcanzan el Despertar.
Después de ello quieren que cualquier estudiante que acuda
a ellos en busca de ayuda, medite sobre las sentencias, experimente un sentimiento de duda y se concentre en ellas. Esta
clase de maestros, aunque sea difícil progresar con ellos en la
percepción interior, no acaban, sin embargo, estropeando la
naturaleza de la gente.
Desde que existen las escuelas de zen, aunque afirmaran limitarse a señalar la mente humana, han empleado una gran
cantidad de distintos métodos. Basándose en el principio de
limitarse a señalarla, los maestros han guiado a sus discípulos
de distintas maneras según la disposición de la gente y la propia experiencia personal que tuvieron de la Iluminación; sin
embargo, en cada caso el supremo principio y el final último
han sido los mismos: la gran labor de comprender y liberarse
del nacimiento y la muerte, y nada más.
Las personas tienen mentalidades muy distintas y no todas
pueden “cagar enseguida y acabar de una vez”. Hay sentencias
para que uno pueda seguir teniendo en cuenta a los demás después del Despertar, y otras para ver que se debe seguir practicando después de alcanzar la percepción interior: están concebidas para los casos en que el Despertar no ha sido completo y
los practicantes conservan aún distintos apegos y no pueden resolver los puntos difíciles ni deshacer las ataduras de los demás.
Por tanto, hay recomendaciones para tener en cuenta a los
demás o practicar más, pero para los que han alcanzado la plena Iluminación, esas enseñanzas ya no existen.
Aunque los antiguos no meditaran sobre frases modelo ni
generaran el sentimiento de duda, debe recordarse que antes
de iluminarse tenían una actitud totalmente distinta de la gente actual. Si no enseñaras a ésta a mantener un concentrado
esfuerzo, no habría nadie que no se quedara sentado envuelto
en una telaraña de ideas ilusorias.
Un hombre del pasado dijo: “Depender de otos para obtener el conocimiento traba la puerta de tu propio despertar”. El
Sutra de la completa Iluminación dice: “Si la gente de la era degenerada desea alcanzar el Camino, no le hagas perseguir la
Iluminación, ya que aumentará su conocimiento pasado y con
ello alimentará la idea que tiene de sí misma”. G
* Thomas Cleary, Zen Básico. Los pasajes esenciales de los grandes
maestros, traducción de Nuria Martí, Oniro, Barcelona, 2001.
12 la Gaceta
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a
a
Misticismo, Zen, Religión y Neurociencia*
James H. Austin
En la amplia y total extensión de esa ciencia eminentemente desafiante,
la historia de las ideas, no hay un área más permanentemente provocativa que el misticismo.
E. O’Brien¹
Del misticismo se ha dicho a menudo que comienza en la bruma y
termina en el cisma.
Robert Masters y Jean Houston²
Deberíamos comenzar con palabras occidentales familiares y
reglas establecidas. Ellas ayudarían a aclarar lo que es el misticismo, lo que no es, y si el zen es una de sus formas. Después
necesitaríamos definir la religión. En el proceso podemos decidir si el budismo zen es una clase de religión. Finalmente
preguntemos: ¿La neurociencia sostiene alguna relación constructiva con el misticismo, la religión o el zen?
No existe un lugar en el que el misticismo sea siempre bien
recibido. Durante milenios ha sido sospechoso, pues en tiempos antiguos el místico (mystes, un iniciado) era alguien iniciado en un secreto, y por ende alguien que causaba inquietud en
los ritos esotéricos. La palabra aún nos inquieta. Conjura en sí
misma asociaciones oscuras, creencias ocultas, prácticas misteriosas. El escéptico común conviene con Samuel Johnson en
que “Donde comienza el secreto o el misterio, el vicio y la
bellaquería no están lejos”.3 Aquí definimos el misticismo en el
sentido más general como la práctica constante del reestablecimiento, mediante las más profundas intuiciones, de la relación directa de uno con el supremo principio de realidad universal. Abundan otras versiones. William James sostenía que
una “conciencia de iluminación” era la marca esencial de un
estado místico.4 Para Underhill, el misticismo era la “ciencia
de lo fundamental, la ciencia de la unión con el absoluto y nada
más”.5 Para Dumoulin, el verdadero misticismo significaba
“una relación inmediata con la realidad espiritual absoluta”.
Incluía todos nuestros esfuerzos para elevarnos a nosotros mismos a esa “esfera supersensorial, supercósmica” que es inmediatamente experimentada.6 Para Keller, el misticismo era “la
búsqueda, propia de cada religión y llevada dentro de cada religión por algunos de sus adeptos, después de una total aprehensión de lo que esa religión define como el conocimiento
* James H. Austin, M. D. Zen and the Brain. Toward an Understanding of Meditation and Consciousness, The MIT Press, Cambridge,
Massachussets/Londres, Inglaterra.
1 E. O’Brien, Varieties of Mystic Experience, Holt, Rinehart & Winston, Nueva York, 1964.
2 R. Masters and J. Houston, The Varieties of Psychedelic Experience,
Holt, Reinhart & Winston, Nueva York, 1966.
3 S. Johnson, en S. Bent (comp.), Familiar Short Sayings of Great
Men, Houghton Mifflin, Boston, 1987, p. 311.
4 William James, The Varieties of Religious Experience, Longmans,
Green, Nueva York, 1925, p. 313.
5 E. Underhill, Mysticism, Dutton, Nueva York, 1961, p. 74.
6 H. Dumoulin, A History of Zen Buddhism, Beacon Press, Boston,
1969, pp. 4, 13.
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más alto y más íntimo disponible a sus adherentes”.7 Cuando
aquí hablamos de misticismo su alcance no incluye el espiritualismo, el supernaturalismo o cualquier otra actividad que se
crea que doble cucharas o que de otra forma suspenda las leyes
físicas conocidas del universo.
En todo el mundo las tradiciones místicas tienden a caer en
al menos dos categorías. Una escuela sostiene que la deidad
principal o fuerza creativa yace fuera de sus adeptos. Tiene el
sentido de moverse a través de escenarios que llevan arriba y
fuera hacia su divina presencia. El concepto cristiano sigue esta
orientación general. Desde su perspectiva, cuando a una persona se le ha otorgado esta aprehensión intuitiva de la realidad,
es un don de la gracia concedido desde arriba.
Las escuelas de misticismo budista, incluido el zen, reflejan
la segunda orientación. Enseñan que el principio universal, o
naturaleza de Buda, existe no sólo dentro de cada persona sino
en todas partes.
Algunos observadores aseveran que hay una tercera categoría, la de las religiones proféticas. Es ejemplificada por algunas
formas de judaísmo, Islam y cristianismo evangélico que practican una intensa adoración devocional. Las concepciones
proféticas vigorosas tienden a ser altamente inspiradoras y estimulantes. Prestan una interpretación diferente, numinosa, a la
experiencia religiosa. Aquí, “numinosa” implica el sentido de
haber encontrado la presencia sagrada de la divinidad. La persona tiene la impresión de ser afectada significativamente por
algo que es al mismo tiempo totalmente diferente de cualquier
otra cosa y completamente otro que su propio ser. En el contexto meditativo budista, el relámpago de una experiencia mística decisiva es menos violento que el impacto de una revelación típica en el contexto profético, y su tono es definitivamente
impersonal.8
Johnston observa que en el misticismo cristiano se observa
una clase especial de concentración. Es aquella en que la adoración está urgida por suposiciones de amor que brotan fuera
de la fe.9 En contraste, el concepto budista zen es abandonar
todas las suposiciones. Ya estando fuera de ellas, los aspirantes
intensifican directamente su concentración, durante retiros
7 C. Keller, “Mystical literature”, S. Katz, (comp.) Mysticism and
Philosophical Analysis, Sheldon, Londres, 1978, p. 79.
8 W. Kaufmann, Critique of Religion And Philosophy, Torchbook,
Harper & Row, Nueva York, 1972.
9 W. Johnston, The Still Point. Reflections on Zen and Christian Mysticism, Fordham University Press, Nueva York, 1970.
la Gaceta 13
a
meditativos y por sus esfuerzos, a solucionar el acertijo de un
koan. (Por ejemplo: “¿Cuál es el sonido de una mano?”) Las
concepciones cristiana y budista también parten de premisas
diferentes. Si la prédica es fundamentalista, el mensaje cristiano puede sonar como esto: “Tú eres un pecador, necesitas arrepentirte y ser salvado por Cristo”. Las enseñanzas budistas tienden a oírse así: “Todos sufrimos, pero si llevas una vida recta y
meditas, tus propios esfuerzos te llevarán lejos de esa angustia”.
¿Es el zen una forma de misticismo? Eugen Herrigel creyó
que en efecto había una forma de misticismo budista. Su rasgo
distintivo era el hacer hincapié en “una preparación metódica
para la vida mística”.10 Por otra parte resulta instructivo trazar
los pasos por medio de los cuales las opiniones sobre el zen de
D. T. Suzuki se desarrollaron durante su larga, influyente carrera. En el comienzo, hacia 1906, escribió: “No hay duda de
que [el misticismo] es el alma de la vida religiosa”.11 Sobre el
zen él también se refirió a que “sus doctrinas, hablando ampliamente, son las de un misticismo especulativo”.12 Más tarde, en
1939, escribiría, “No estoy seguro de si el zen puede ser identificado con el misticismo”.13 Más adelante, “Esos maestros
zen no son místicos, y su filosofía no es el misticismo”.14 Aunque él haya expresado tales tempranas opiniones, hacia 1939
Suzuki había llegado a creer que el zen era “un producto completo único de la mente oriental, que se rehúsa a ser clasificado
bajo ninguna etiqueta conocida, bien sea una filosofía o una
religión, o una forma de misticismo tal como es generalmente
conocido en Occidente”.15 Mi sentir es que el zen cae no sólo
dentro sino cerca del corazón de las definiciones generales de
misticismo anotadas antes. Con todo, el zen es difícil de ubicar
tanto por aquellos que están adentro como por los que están
afuera de él. Por qué esto es así será cada vez más claro.
Preguntemos, entonces ¿con cuáles definiciones del término religión están de acuerdo los occidentales? Mientras nos
acercamos al tercer milenio de nuestra era cristiana, muchas
personas reconocen que una religión no tiene por qué imitar
toda forma familiar eclesiástica, doctrinal o institucional que
hemos desarrollado tan intensamente en Occidente. William
James definió la religión como “los sentimientos, actos, y experiencias de hombres individuales en su soledad, siempre que
comprendan por sí mismos el permanecer en relación con lo
que sea que consideren lo divino”.16 Luckmann y Geertz definen la religión como “un conjunto de símbolos cuyo objetivo
es ofrecer un esquema interpretativo único para explicar la
realidad última”.17 Comúnmente, nuestro diccionario de definiciones más simple dice que religión es un sistema de fe o
culto profesado o practicado por sus adherentes. De nuevo, el
budismo zen se ajusta a esas definiciones. Pero el camino del
zen ciertamente no es una religión sólo para los domingos.
10
E. Herrigel, The Method of Zen, Vintage, Nueva York, 1974,
p. 14.
11
D. Suzuki, Studies in Zen, Delta, Nueva York, 1955, p. 21.
Ibid, p. 11.
13 Ibid, p. 74.
14 Ibid, p. 76.
15 Ibid, p. 84.
16 James, op. cit., p. 31.
17 T. Luckman and C. Geertz, citado en A. Greeley, The Sociology
of the Paranormal. A Reconnaisance, Sage Research Paper, vol.3, series
90-023, Beverly Hills, Calif., 1975, p. 56.
12
14 la Gaceta
a
Hace especial hincapié en la práctica de la conciencia momento a
momento en la vida diaria a través de todos los días de la semana.
El aspirante serio del zen se embarca en un viaje continuo de
toda la vida en la dirección de convertirse en un ser humano
completamente desarrollado.
Mucha gente supone que un neurocientífico tendrá un acercamiento a los temas místicos con mayor objetividad que un
místico. En la práctica, tales distinciones no son siempre pertinentes. Los científicos raramente son cien por ciento analíticos. Más bien cuando comienzan a trabajar, frecuentemente
emplean la más subjetiva de las premisas, por lo que hacen sus
avances más creativos mediante saltos intuitivos.18 Pero sea lo
que fuere que tengan en común, la ciencia tiende a sostener el
misticismo con el brazo extendido. La corriente principal de la
tradición académica del Occidente no se siente a gusto con
nada que juzgue como irracional. También sostendrá que ningún cerebro puede criticar el misticismo con el rigor intelectual requerido una vez que ha condescendido lo suficiente para
inclinarse hacia lo místico.
Algunos científicos esenciales también le temen al misticismo, y por buenas razones. Sintiéndose a sí mismos los más
honestos en la búsqueda del grial científico, trabajan en el laboratorio primero para reunir un cuerpo valioso de datos,
después para interpretarlos lógica, seriamente. Así que su meta
es siempre resolver paradojas, no, ciertamente, crearlas con
deliberación. No sorprende que esos científicos instintivamente rechacen a los místicos. Los místicos hacen más que crecer
a gusto con las paradojas. Algunos hablan de ellas. Y cuando lo
hacen sueltan largas sartas de metáforas arcanas desde un mundo oculto que ningún científico puede entender.
Los siglos pasados vieron a los místicos como reclusos de
ojos salvajes que usaban cabello largo y afectada vestimenta
simple, a veces andrajosa. Sabemos hoy que las experiencias
místicas ocurren comúnmente en, por lo demás, personas “normales” sanas. Además, un número en aumento de ellas siguen
una u otra tradición mística, meditan regularmente, tanto solos
como con otros, y participan en retiros religiosos ocasionales.
Así que el problema no es si el místico asiste a una iglesia
formal o profesa cualquier doctrina establecida. El punto crítico tiene que ver con qué sucede en verdad —momento a momento— dentro de esa amplia definición de religión desarrollada arriba. En esto estaríamos totalmente de acuerdo con
Andrew Greeley, un clérigo católico con un doctorado en sociología. Greeley concluye que el místico llega a ser verdaderamente religioso cuando él o ella finalmente conoce “la forma
en que verdaderamente son las cosas”.19 En el zen, esta corta
frase también describe el especial conocimiento, ese más profundo entendimiento, que sirve como un criterio válido para que
una persona sea “religiosa”. “La manera en que verdaderamente son las cosas” expresa la profunda intuición de que la realidad
última, ligada con lo sagrado, vive en el eterno aquí y ahora.
Albert Schweitzer fue golpeado una vez por una intuición
semejante. Esta profunda “reverencia por cualquier clase de
vida” llevó a transformar el modo en que vivía y trabajaba como
médico misionero en África. Schweitzer desarrolló su propia
18 J. Austin, Chase, Chance and Creativity. The Lucky Art of Novelty,
Columbia University Press, Nueva York, 1978, p. 166.
19 Greeley, op. cit.
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a
a
versión de lo que era un místico. El místico, sugirió, era una
persona que vivía entre lo temporal y lo terreno, aunque perteneciente a lo eterno y supraterreno, habiendo trascendido cualquier división entre los dos.20 Pero trampas semánticas y suposiciones acechan en el interior de tales consideraciones. ¿Cómo
sabemos que hay una “eternidad”? ¿Qué quiere decir verdaderamente “supraterreno”? Las preguntas no terminan allí. El
misticismo en sí mismo está abierto ampliamente a retos en
otros terrenos. La ontología preguntará de él: ¿Qué son los
primeros principios del ser, y cómo se interrelacionan con la
verdadera naturaleza de la realidad? La gnoseología probará:
¿Cómo llegamos verdaderamente a saber, y qué límites tiene
ese conocimiento? Poniéndolo de otra forma, ¿son las experiencias místicas “meramente subjetivas”? O son intuiciones
correctas que revelan nuestra naturaleza básica existencial más
profunda. Sólo en el último caso las experiencias serían venta-
nas válidas hacia una “realidad última” en sentido objetivo absoluto. Nadie lleva esos temas a la imprenta.
Mientras tanto, el lector advierte una omisión vital: ¿Qué
pasa con Dios en tales preguntas? Greeley sugiere que la experiencia mística no necesariamente implica una intervención
especial divina.21 Ningún Dios toma posesión de nadie, por así
decirlo, cuando el sujeto es sólo un testigo pasivo en la experiencia. En cambio, Greeley concluye que lo que sí toma posesión son “profundos poderes normalmente latentes en la personalidad humana”. Ésos son los poderes que “producen en
nosotros experiencias de conocimiento e intuición que simplemente no están disponibles en la vida diaria”.
La forma judeo-cristiana de monoteísmo sitúa su abovedada
deidad en lo más alto. Ruth Feller Sasaki describe la concepción del budismo zen del más alto principio universal como
venido de otra dirección.
20 A. Schweitzer, The Mysticism of Paul the Apostle, Macmillan, Nueva
York, 1960.
21 A. Greeley, Ecstasy, A Way of Knowing, Prentice-Hall, Englewood Cliffs, Nueva Jersey, 1974.
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la Gaceta 15
a
El zen sostiene que no hay un dios externo que haya
creado ni al universo ni al hombre. Dios —si puedo pedir
prestada esa palabra por un momento—, el universo y el
hombre forman una existencia indivisible, un total absoluto.
Sólo Esto-es. Todo y cualquier cosa que se nos aparece
como una entidad individual o fenómeno, bien sea un planeta o un átomo, un ratón o un hombre, no es sino una
manifestación temporal de Esto bajo una cierta forma; cada
actividad que toma lugar, bien sea un nacimiento o la muerte, el amor o desayunar, no es sino una manifestación temporal de Esto que se presenta como actividad. Cada uno de
nosotros somos como una célula en el cuerpo del Gran Yo.
[Habiendo llegado a ser esta célula] realiza sus funciones, y
muere, transformada hacia otra manifestación.22
En breve, la intuición del zen contempla este “Gran Yo”, no
a Dios.
Si es así, entonces ¿de dónde viene la experiencia de este Gran
Yo? La premisa de este libro es que debe venir del cerebro, porque el cerebro es el órgano de la mente. Sostiene la misma perspectiva si surgen experiencias místicas o elevadas de forma espontánea, cultivada o inducida por drogas. Nuestra tesis es que
un entrenamiento meditativo previo y la práctica diaria ayudan
a liberar funciones básicas neurofisiológicas preexistentes. Esta
tesis conducirá a la siguiente proposición: las experiencias místicas surgen cuando funciones normales se reagrupan en nuevos
conjuntos.
Desde tal punto de vista el cerebro está primero, su fenómeno mental, después. R. W. Sperry es alguien que propone articuladamente este tipo de perspectiva “arriba-abajo”.23 Sus
profundas opiniones desarrolladas en el contexto de su investigación, ganadora del premio Nobel, sobre animales y pacientes
cuyos hemisferios fueron divididos, dejándolos con lo que se
llamó un cerebro separado. Sperry retoma la interfase entre
ciencia y religión en los puntos en donde James los dejó. Comienza su propia tesis con una nota optimista. Él cree que las
neurociencias ya han rechazado el reduccionismo y el determinismo mecanicista por un lado, y los dualismos por el otro.
Como resultado encuentra que el camino es ahora claro “para
un enfoque racional a la teoría y la prescripción de valores, y a
una fusión natural de ciencia y religión”.
Para llegar a sus conclusiones, Sperry hace más que evitar
aquellos dualismos que podrían considerar al cerebro y la mente como dos entidades separadas. Él también rechaza el puro
fisicalismo. ¿Por qué? Porque éste sostiene la tesis inaceptable
de que “todas las interacciones de alto nivel, incluidas las del
cerebro, son susceptibles de ser reducibles y explicables, en
principio, en términos de las fuerzas fundamentales últimas de
a
la física”. Muchos otros aparte de Sperry ya han encontrado
faltas en los determinismos materialistas y físicos. ¿Cómo nos
ayuda saber sólo sobre quarks, moléculas o el alto contenido de
agua en el cerebro? La teoría cuántica sola no nos permite
predecir el modo en que todos ellos actúan juntos para permitirle al cerebro funcionar como el órgano de la mente.
En lugar de eso, Sperry sostiene que nuestro cerebro funciona de manera que va más allá de las fuerzas elementales de
la física. En un sentido muy real, tenemos sutilezas personales
que van más allá de nuestros quarks. Tal punto de vista implica
que todo nuestro cerebro desarrolla nuevas propiedades, propiedades emergentes. Son propiedades generadas sólo por interacciones dentro de un sistema más amplio visto como un
todo, no por las acciones de un pequeño constituyente aislado.
Las propiedades emergentes son siempre mucho más que la
suma de sus partes. Tomemos por ejemplo las nuevas propiedades emergentes del H2O. Nunca podríamos imaginar que el
agua sea un líquido si conociéramos sólo las propiedades de sus
dos gases constitutivos, el hidrógeno y el oxígeno.
Además, en sus niveles fisiológicos más altos de procesamiento emergente, nuestro cerebro también desarrolla notables propiedades causales nuevas. Éstas son propiedades del más
alto nivel que pueden operar en la forma arriba-abajo. Ellas
causan que las cosas cambien en los niveles psico-químicos y fisiológicos más bajos. Ya sea que tales propiedades emerjan consciente o subconscientemente, actúan para transformar sucesos
corriente abajo, regulando nuestros sistemas de valores y las
maneras en que nos comportamos.
La tesis de Sperry se expande en este principio general de
“causación hacia abajo”. Desde este punto de vista, él entonces
presenta su apreciación alternativa de la forma en que las cosas
son en verdad. Esto simplemente significa “que propiedades
más altas en cualquier entidad, bien sea una sociedad o una
molécula, invariablemente imponen [su control causal] sobre
las propiedades más bajas de sus infraestructuras”. Él concibe
estas más altas entidades como “realidades causales por derecho propio”. En consecuencia, ellas tampoco estarán nunca
determinadas completamente por las propiedades causales o
sus componentes, o por las leyes que gobiernan sus interacciones, o por los sucesos al azar de la mecánica cuántica. Así que
lo que revela finalmente la neurociencia moderna a Sperry es
una clase diferente de universo jerárquico centrado en el cerebro. Un universo “controlado por una rica profusión de poderes emergentes cualitativamente diversos que llegan a ser gradualmente complejos y competentes”. G
Traducción de Víctori Kuri Gil
22
R. Sasaki, “Zen: A method for religious awakening”, citado en N.
Ross, The World of Zen. An East-West Anthology, Vintage, Nueva York,
1960, p. 18.
23 R. W. Sperry, “Changing Priorities”, Annual Review of Neuroscience, 1981, 4:1-15.
16 la Gaceta
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a
a
Un maestro chino
Víctor Kuri Gil
Poco ha trascendido a la curiosidad de sus lectores occidentales
la vida del maestro chino Lu K´uan Yü, nacido en Cantón en
1898. Este hombre también llamado Charles Luk, (nombre
elegido tal vez por sus amigos budistas ingleses) quiso enseñar
el Dharma (verdad) e instruir a Occidente sobre diversos aspectos de la filosofía y prácticas chinas de autoeducación, como
le gustaba a Luk designar a las escuelas y sectas del budismo (el
maestro utilizaba la palabra secta en su sentido recto, sección,
rama de un todo mayor), así como al yoga taoísta, del que también se ocupó, sin mencionar lo suficiente su labor de difusión
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A mi hermano Eduardo
histórica, de gran interés, pues realizó, entre otras muchas, la
traducción al inglés del texto La transmisión de la lámpara, que
incluye la sucesión cronológica basada en la memoria del mito,
la leyenda y la tradición, “Los cuarenta gathas de transmisión”
o poemas (gatha) con los que los budas y patriarcas del zen
transmitieron el Dharma y el título de maestro. Asimismo, La
transmisión de la lámpara (siglo x a. C.), contiene la definición
más antigua que se haya hecho del chan (zen), como doctrina
transmitida fuera de las escrituras, “de mente a mente”, sin
mediación de palabras ni códigos escritos, tal como el Buda
la Gaceta 17
a
Sakyamuni lo hizo, al dar a su discípulo Mahakasyapa una flor
en reconocimiento a su profunda comprensión, expresada en
una sonrisa, en lugar de un discurso, convirtiéndolo en el primer patriarca indio del chan. Chan es una palabra china que se
deriva de la pronunciación china de la palabra sánscrita Dhyana. La japonesa “zen” es la derivación de chan, y al parecer
todas significan “meditar”. (Al respecto existe una detallada
explicación lingüístico-fonética realizada por Taizen Deshimaru en Internet.) Remarcábamos la labor de Lu K’uan Yü para
señalarlo como uno de los más completos expositores de todo
aquello que antecede y parte del momento de la transmisión
misma, y que es el cuerpo doctrinario que abarca a los budas
anteriores al Sakyamuni y a los patriarcas posteriores indios y
chinos, justo hasta Hui-Neng, el sexto y último patriarca del
chan, genealogía que debería ser parte de una enseñanza integral del zen. Como en el caso del maestro D. T. Suzuki, cuya
monumental obra representa el fundamento del conocimiento
del zen en Occidente y que por ende ignorarlo equivale a desestimar la base racional de la transmisión (que sin ser irracional
—evitamos ese término porque lo tememos—, involucra una
particular o especial comprensión), la obra del maestro Luk,
igualmente grande, auténtica y reveladora, complementa —con
su enseñanza de la matriz del chan u origen chino de la doctrina budista macerada en la sangre taoísta— de manera sustancial, la parte escrita del zen básico.
A pesar de que todo libro de zen empieza por advertir al
lector sobre la inutilidad de toda práctica que no sea la del zazen (meditación en cierta postura), es decir la necesidad de
“desaprender”, apartarse de los estímulos intelectuales como
libros y especulaciones filosóficas, la verdad es que para llegar
a aprovechar el tiempo de meditación, y más si no se tiene un
buen maestro a la mano, es indispensable intentar hacerse de
una sólida cultura “de antecedentes” relativos al zen, su espíritu y su sabor peculiar, y en eso la obra de Luk como la de Suzuki son ineludibles.
La paradoja parece ser inevitable, así como la lectura crítica
de los muchos (buenos) libros (esenciales) con que se adquiere
un fundamento previo a la decisión de “sentarse a meditar”.
Tal vez de esa manera cumplimos con la advertencia del maestro Suzuki cuando nos pide a los occidentales que no abandonemos las bases de nuestra cultura y pretendamos orientalizar-
18 la Gaceta
a
nos por la mera forma, o los gestos, o las gesticulaciones. El
cultivo y el discernimiento nos pueden ayudar a saber servirnos
con provecho del zen. La iluminación buscada, acaso, como
remarcaba justamente Hui-Neng en su gatha, ya se tiene y no
se puede perder. Si se busca la iluminación de la iluminación
(Novalis decía que todos los hombres son genios y el llamado
genio, era el genio del genio), es válido hacerlo, pero por los
medios idóneos y alejados de imposturas y deformaciones al uso.
El maestro Luk, frente a la tendencia del logro de la meditación como fin último, abogaba por la sobriedad compasiva y
recordaba que el sila, la moralidad, una de las prácticas preceptivas budistas básicas, debía estar tan presente en la enseñanza
como la cuenta de la respiración o la observación de la postura,
si bien es cierto que el logro del “vacío” supone la superación
de los “defectos de carácter” como dicen en AA. Aunque éste
puede ser un punto neurálgico que exigiría hacer distinciones
y precisiones, lo que a su vez nos llevaría de nuevo al señalamiento de Luk y a la apreciación del sistema de preceptos
como está.
El maestro Luk poseyó la budeidad de manera integral, su
conocimiento de todas las formas de autorrealización budista
del gran y del pequeño vehículo, como lo demuestra su libro
Secretos de la meditación china, era profunda, pues el budismo
goza de un variado registro de formas y recursos, aparte de una
gran adaptabilidad y flexibilidad para con todo tipo de mentes,
ya que, supone, en el fondo todas son una sola, la mente del
Buda.
Su gran obra, Ch’an and Zen Teaching (Enseñanzas chan y
zen) de 1961, en tres tomos, aún está esperando traductor al
español y cuando se vierta a nuestro idioma, seguro será parte
de lo que ya es un canon de “clásicos” traducidos del zen, que
afortunadamente no ha dejado de aumentar desde las versiones
de las obras de D. T. Suzuki. Pienso en Paul Wienphal, Eugene Herrigel, Chang Chen-chi, Edward Conze, Taizen Deshimaru, Shunryu Suzuki, para mencionar algunos. Las obras
pueden variar, no obstante el zen se abre camino entre gustos,
sensibilidades y subjetividades diferentes. Lo que importa es la
“nada”. Alguien cantaba “One light, the light that is one though
the lamps be many” (“Una luz, la luz que es una aunque las
lámparas sean muchas”.) Una de esas lámparas sin duda es Lu
K’uan Yü. G
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a
a
De cómo fue salvado Wang-Fo*
Marguerite Yourcenar
El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling iban sin rumbo
por los caminos del reino de Han.
Avanzaban lentamente, pues Wang-Fo se detenía de noche
a contemplar los astros, de día a mirar las libélulas. Llevaban
poca carga, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas, y no
las cosas mismas, y ningún objeto del mundo le parecía digno
de adquirirse, salvo pinceles, botes de laca y tintas de China,
rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres, pues Wang-Fo
cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo y despreciaba las monedas de plata. Su discípulo Ling, encorvado
bajo el peso de un saco lleno de esbozos, doblaba la espalda con
respeto como si cargara la bóveda celestial, pues ese saco, para
Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en
primavera y del rostro de la luna en verano.
No había nacido Ling para recorrer los caminos junto a un
anciano que se apoderaba de la aurora y capturaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre, la hija única de un
comerciante en jade que le había heredado sus bienes, maldiciéndola porque no había sido varón. Ling había crecido en
una casa en la que la riqueza eliminaba los azares. Esta existencia protegida y llena de cuidados lo había hecho tímido: temía
a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando
cumplió quince años, su padre le buscó una esposa y la escogió
muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo
lo consolaba de haber alcanzado la edad en que la noche sirve
para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su
discreción al extremo de morirse y su hijo quedó solo en la casa
pintada de bermellón, junto a su joven esposa, que sonreía sin
cesar, y a un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling
amó a aquella mujer de corazón límpido como se ama un espejo que no se empaña nunca, un talismán que siempre protege.
Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía
moderadamente a las acróbatas y las bailarinas.
Una noche, en una taberna, tuvo como compañero de mesa
a Wang-Fo. El anciano había bebido a fin de encontrar un estado adecuado para pintar a un borracho; su cabeza se inclinaba como si se esforzara en medir la distancia entre su mano y
la taza. El alcohol de arroz había soltado la lengua de este taciturno artesano y esa noche Wang hablaba como si el silencio
fuese un muro y las palabras colores destinados a cubrirlo.
* Marguerite Yourcenar, Cuentos orientales, traducción de Nicole
Vaisse, Universidad Autónoma de Zacatecas, México, 1989.
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Gracias a él, Ling conoció la belleza de las caras de los bebedores difuminadas en el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes lamidas por los lengüetazos desiguales del fuego y el exquisito color de rosas de las manchas
de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos.
Una ráfaga de viento destrozó la ventana; el aguacero penetró
en el cuarto. Wang-Fo se inclinó para que Ling admirara la
raya lívida del relámpago y Ling, maravillado, dejó de temer a
la tempestad.
Ling pagó la cuenta del viejo pintor y como Wang-Fo estaba sin dinero y sin techo, humildemente le ofreció alojamiento.
Regresaron juntos; Ling llevaba una linterna, su luz proyectaba
en los charcos fulgores inesperados. Aquella noche, sorprendido, Ling supo que los muros de su casa no eran rojos como lo
había creído, sino que tenían el color de una naranja a punto
de pudrirse. En el patio, Wang-Fo advirtió la forma delicada
de un arbusto, al que nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven dejándose secar la cabellera.
En el pasillo, siguió embelesado la marcha titubeante de una
hormiga por la hendidura de la muralla, y el horror de Ling
hacia esos bichos se desvaneció. Entonces, comprendiendo que
Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en el cuarto donde su padre y su madre habían muerto.
Hacía años que Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de
una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna
mujer era bastante irreal como para servirle de modelo, pero
Ling podía hacerlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo
habló de pintar a un joven príncipe tirando con un arco al pie
de un gran cedro. Ningún joven del presente era bastante
irreal como para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su
propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la
retrató con traje de hada entre las nubes del poniente, y la joven lloró pues era presagio de muerte. Cuando Ling empezó a
preferir los retratos que de ella hacía Wang, el rostro de su
mujer empezó a marchitarse, como la flor que lucha contra el
viento cálido o las lluvias de verano. Una mañana, la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chal
que la ahorcaba flotaban entreveradas con sus cabellos; parecía
aún más delgada que de costumbre y pura como las bellas que
cantaban los poetas de los tiempos idos. Wang-Fo la pintó por
última vez porque le gustaba aquel tinte verde que cubre el
rostro de los muertos. Su discípulo Ling trituraba los colores
y esta tarea exigía tanta atención que se olvidaba de verter lágrimas.
Ling vendió uno tras otro sus esclavos, sus jades y los peces
la Gaceta 19
a
de su fuente para procurar al maestro botes de tinta púrpura
que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la abandonaron y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo
estaba cansado de una ciudad donde ya los rostros no podían
enseñarle ningún secreto de fealdad o de belleza, y maestro y
discípulo fueron vagando juntos por los caminos del reino de
Han.
Su reputación les precedía en los pueblos, en las puertas de
los fuertes y bajo el pórtico de los templos en los que se refugian, al caer la noche, los peregrinos temerosos. Se decía que
Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus retratos por un último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros les suplicaba que les pintara un perro guardián y los señores querían
de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a WangFo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. Wang
se regocijaba ante estas opiniones diferentes que le permitían
estudiar a su alrededor expresiones de agradecimiento, de miedo o de veneración.
Ling mendigaba la comida, vigilaba el sueño del maestro y
aprovechaba su éxtasis para masajearle los pies. Al amanecer,
cuando el anciano estaba aún dormido, salía a cazar tímidos
paisajes disimulados detrás de los ramos de juncos. De noche,
cuando el maestro, desanimado, arrojaba los pinceles al piso, él
los recogía. Cuando Wang estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le enseñaba sonriendo el robusto tronco de un
viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling aparentaba escucharlo humildemente.
Un día, al ponerse el sol, llegaron ante los suburbios de la
ciudad imperial y Ling buscó para Wang-Fo un albergue donde pasar la noche. El anciano se cobijó en sus harapos y Ling
se acostó junto a él para calentarlo, pues la primavera acababa
apenas de nacer y el piso de tierra apisonada estaba todavía
helado. Al amanecer, unas fuertes pisadas retumbaron en los
pasillos del albergue; se oían los susurros del dueño y gritos de
mando en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar
que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida
del maestro. Sin dudar que venían a arrestarlo, se preguntó
quién ayudaría mañana a Wang-Fo a atravesar el vado del siguiente río.
Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba reflejos azules o rojos
en los cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba en sus
hombros, y los más feroces de pronto rugían sin razón. Dejaron caer pesadamente la mano en la nuca de Wang-Fo, que no
pudo menos que notar que sus mangas no correspondían al
color de sus abrigos.
Sostenido por su discípulo, Wang-Fo siguió a los soldados,
tropezando por el camino disparejo. La gente agrupada se burlaba de esos dos criminales, quienes seguramente eran llevados
a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con un gesto salvaje. Sus manos amarradas sufrían y
Ling, desesperado, miraba sonriendo a su amo, lo que para él
era una manera más tierna de llorar.
Llegaron al umbral del palacio imperial cuyos muros violetas se alzaban a la luz del día como una pared de crepúsculo.
Los soldados condujeron a Wang a través de innumerables
salas cuadradas o circulares cuya forma simbolizaba las estaciones, los puntos cardinales, el macho y la hembra, la longevidad,
las prerrogativas del poder. Las puertas emitían una nota musical al girar sobre sí mismas de modo que se recorría toda la
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a
gama al atravesar el palacio de oriente a poniente. Todo concurría para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanas, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas aquí
habían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los
ancestros. Por fin, el aire se hizo más escaso; el silencio era tan
profundo que un prisionero bajo tortura no se hubiera atrevido
a gritar. Un eunuco levantó la cortina; los soldados temblaron
como mujeres, y el pequeño grupo entró a la sala del trono
donde se hallaba el Hijo del Cielo.
Era una sala desprovista de muros, sostenida por macizas
columnas de piedra azul. Un jardín se desplegaba del otro lado
de los troncos de mármol y cada flor contenida en sus bosques
pertenecía a una rara especie traída de ultramar. Pero ninguna
tenía perfume, por temor a que los aromas perturbaran la meditación del Celeste Dragón. Por respeto al silencio en el que
se sumergían sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y se había ahuyentado también
a las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del
mundo para que el viento, que pasaba sobre perros reventados
y cadáveres en los campos de batalla, no pudiera permitirse
rozar la manga del Emperador.
El Celeste Maestro estaba sentado en un trono de jade y sus
manos estaban arrugadas como las de un anciano, aunque apenas tenía 20 años. Su vestido era azul para figurar el invierno y
verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero
impasible como un espejo colocado demasiado alto y que sólo
reflejara los astros y el implacable cielo. A su derecha se hallaba su Ministro de Perfectos Placeres y a su izquierda su Consejero de Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al
pie de las columnas, afinaban el oído para recoger el menor
sonido de sus labios, había tomado la costumbre de hablar
siempre en voz baja.
—Celeste Dragón —dijo Wang-Fo protestando—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano, soy como el invierno. Tienes diez mil vidas; sólo tengo una y está por acabar.
¿Qué te he hecho? Amarraron mis manos que nunca te ocasionaron daño.
—¿Me preguntas qué me has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo
el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de
llorar. Levantó la mano derecha y los reflejos del piso de jade
la volvieron glauca, semejante a una planta submarina. WangFo, maravillado por esos largos dedos finos, buscó en sus recuerdos si no había hecho, del Emperador o de sus ascendientes, algún mediocre retrato que mereciera la muerte. Pero era
poco probable, pues Wan-Fo hasta ahora casi no había frecuentado la corte de los emperadores prefiriendo las chozas de
los campesinos o, en las ciudades, los barrios de las cortesanas
y las tabernas de los muelles donde pelean los cargadores.
—¿Me preguntas qué me has hecho, viejo Wang-Fo? —volvió a decir el Emperador inclinando su delgado cuello hacia el
anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero, como el veneno de los demás sólo puede escurrirse en nosotros por nuestros nueve orificios, para enfrentarte con tus culpas debo pasearte por los corredores de mi memoria y contarte mi vida. Mi
padre había reunido una colección de pinturas en el cuarto más
secreto del palacio, pues él pensaba que los personajes de los
cuadros deben ser sustraídos de la vista de los profanos ante
quienes no pueden bajar los ojos. En esas salas fui criado, viejo
Wang-Fo, porque habían organizado la soledad alrededor de
mí de modo que creciera en ella. Habían apartado de mí la
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a
agitada marea de mis futuros súbditos, para evitar a mi candor
la salpicadura de las almas humanas y nadie tenía el permiso de
pasar ante mi puerta por temor a que la sombra de aquel hombre o aquella mujer se extendiera hasta mí. Los pocos viejos
servidores que me habían otorgado se hacían presentes lo menos posible; las horas giraban en círculos; los colores de tus
pinturas renacían con el alba, palidecían con el crepúsculo. De
noche, cuando no lograba dormir, las miraba y, durante cerca
de diez años, las miré cada noche. De día, sentado en una alfombra cuyo dibujo conocía de memoria, mis manos vacías descansando en mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las alegrías que me procuraría el porvenir. Me representaba al mundo
con el país de Han en medio, semejante a la monótona y profunda llanura de la mano surcada por las fatales líneas de los
Cinco Ríos. Alrededor, el mar en el que nacen los monstruos
y, más lejos aún, las montañas que soportaban al cielo. Y, para
ayudarme a representar todas estas cosas, utilizaban tus pinturas. Me hiciste creer que el mar era como el vasto manto de
agua desplegado en tus telas, tan azul que al caer una piedra en
él, no puede más que transformarse en zafiro; que las mujeres
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se abrían y se cerraban como flores, semejantes a las criaturas
que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus
jardines; y que los jóvenes guerreros de fina cintura que vigilan
los fuertes fronterizos eran a su vez flechas que podían atravesar tu corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me
separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar
las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos.
Mandé preparar mi litera: sacudido por unos caminos de los
que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos de mujeres
semejantes a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es a su vez
un jardín. Los guijarros de las playas me asquearon de los océanos; la sangre de los torturados es menos roja que la granada
de tus telas; la miseria de las aldeas no me deja ver la belleza de
los arrozales; la carne de las mujeres vivas me repugna como la
carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros, y
la risa grosera de mis soldados me da náuseas. Me mentiste
Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón
de manchas confusas, tiradas al vacío por un pintor insensato,
continuamente borradas por nuestras lágrimas. El reino de
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a
a
Han no es el más hermoso de los reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es
aquel donde tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil
Cuevas y de los Diez Mil Colores. Sólo tú reinas en paz sobre
montañas cubiertas de nieve que no puede derretirse, y sobre
campos de narcisos que no pueden morir. Por eso, Wang-Fo,
busqué el suplicio reservado para ti, cuyos sortilegios me asquearon de lo que poseo y me dieron el deseo de lo que jamás
poseeré. Y para encerrarte en la única celda de la que no podrás
salir, decidí que te quemen los ojos, porque tus ojos Wang-Fo,
son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que
tus manos son los dos caminos de diez encrucijadas que te llevan al corazón de tu imperio, decidí que te cortasen las manos.
¿Me has entendido, viejo Wang-Fo?
Al oír la sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón
un cuchillo despostillado y se arrojó sobre el Emperador. Dos
guardias lo detuvieron. El Hijo del Cielo sonrió y añadió en un
suspiro:
—También te odio, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro.
22 la Gaceta
Ling dio un brinco hacia adelante para evitar que su sangre
fuera a manchar el vestido del maestro. Uno de los soldados
levantó su sable y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca,
como una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y
Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata
que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra
verde.
El emperador hizo una seña y dos eunucos secaron los ojos
de Wang-Fo.
—Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y enjuga
tus lágrimas, porque no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros para que la poca luz que les queda no se
empañe con tu llanto. Porque no deseo tu muerte sólo por
rencor, no quiero verte sufrir sólo por crueldad. Tengo otros
proyectos, viejo Wang-Fo. En mi colección de tus obras, tengo
una admirable pintura en la que las montañas, el estuario de los
ríos y el mar se reflejan, sin duda infinitamente pequeños, pero
con una evidencia que los objetos mismos no pueden igualar,
como las figuras que se reflejan en una esfera. Pero esta pintura no está terminada, Wang-Fo, y tu obra maestra está sólo
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esbozada. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado
en un valle solitario, te fijaste en un pájaro que paseaba o en un
niño que perseguía al pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas
del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las ondas.
No terminaste las franjas del abrigo del mar, ni la cabellera de
las algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas
de luz que te quedan en terminar esa pintura, que así contendrá los últimos secretos acumulados en el transcurso de tu
larga vida. No dudo de que tus manos, casi desaparecidas, temblarán en la tela de seda y el infinito penetrará en tu obra a
través de esos cortes de la desgracia. Y no dudo de que tus ojos,
casi aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Éste es mi proyecto, viejo Wang-Fo, y puedo
obligarte a que lo cumplas. Si te niegas, antes de quitarte los
ojos, haré quemar todas tus obras y entonces te encontrarás
como un padre cuyos hijos han sido asesinados y a quien se le
ha destrozado la esperanza de posteridad. Pero, si quieres, puedes creer que esta última orden es sólo un efecto de mi bondad,
porque sé que la tela es la única amante que jamás hayas acariciado. Y ofrecerte pinceles, colores y tintas para ocupar tus
últimas horas, es como ofrecer una mujer a un condenado a
muerte.
El emperador movió el dedo meñique y dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en la que Wang-Fo
había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo enjugó
sus lágrimas y sonrió porque ese pequeño esbozo le recordaba
su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual
Wan-Fo ya no podía aspirar. Sin embargo, algo faltaba, pues
en la época en que Wang-Fo lo había pintado, todavía no había
contemplado bastante las montañas, ni las rocas que bañan en
el mar sus flancos desnudos, y no se había compenetrado lo
suficiente en la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo eligió uno de
los pinceles que le presentaba un esclavo y empezó a extender
sobre el mar inacabado amplias pinceladas azules. Un eunuco,
en cuclillas a sus pies, trituraba los colores; se desenvolvía bastante mal con ese trabajo y más que nunca Wang-Fo sufrió por
la ausencia de su discípulo Ling.
Wang empezó por pintar de rosa la punta del ala de una
nube posada sobre una montaña. Luego añadió a la superficie
del mar unas pequeñas arrugas que hacían más profundo el
sentimiento de su serenidad. El pavimento de jade se humedecía singularmente, pero Wang-Fo, absorbido por su pintura,
no se daba cuenta de que trabajaba sentado en el agua.
La menuda barca, aumentada por las pinceladas del pintor,
ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de distancia, rápida y viva como un batir de alas. El ruido se acercó, llenó
suavemente toda la sala, luego cesó y las gotas temblaban inmóviles, suspendidas en los remos del barquero. El hierro rojo
destinado a los ojos de Wang se había apagado en el brasero
del verdugo desde hacía largo tiempo. Los cortesanos, con el
agua hasta los hombros, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua llegó por fin al nivel del
corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera
podido oír la caída de unas lágrimas.
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Y era, en efecto, Ling. Tenía puesto su viejo vestido de todos los días y su manga derecha llevaba todavía la rasgadura
que no había tenido tiempo de zurcir por la mañana antes de
la llegada de los soldados. Pero alrededor del cuello tenía una
extraña bufanda roja.
Wang-Fo le dijo suavemente mientras pintaba:
—Te creía muerto.
—Estando vivo usted —dijo Ling respetuosamente—,
¿cómo podría morir?
Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se
reflejaba en el agua, de modo que Ling parecía navegar en una
cueva. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en
la superficie como serpientes y la cabeza pálida del Emperador
flotaba como un loto.
—Mira, discípulo mío —dijo Wang-Fo con melancolía—.
Estos desdichados van a perecer, si no están ya muertos. Nunca pensé que hubiera suficiente agua en el mar como para
ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer?
—No temas, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se
encontrarán secos y ni siquiera recordarán que sus mangas
hayan estado mojadas. Sólo el Emperador guardará en el corazón un poco de amargura marina. Esta gente no está hecha
para perderse en el interior de una pintura.
Y añadió:
—El mar está hermoso, el viento favorable, los pájaros marinos hacen sus nidos. Vámonos, Maestro mío, hacia el país
allende el mar.
—Vámonos—, dijo el viejo pintor.
Wang-Fo agarró el timón y Ling los remos. Otra vez la
cadencia de los remos llenó toda la sala, firme y rítmica como
un latido de corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente alrededor de las grandes rocas verticales que volvían a
ser columnas. Pronto, sólo unos escasos charcos brillaron en
los hoyos del pavimento de jade. Los vestidos de los cortesanos
estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de
espuma en la franja de su abrigo.
El rollo de seda acabado por Wang-Fo estaba colocado en
la mesa baja. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco dejando tras ella un ligero surco que se cerraba en el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos
hombres sentados en la barca, pero se divisaba todavía la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fo flotaba al viento.
El pulso de los remos se desvaneció, cesó, borrado por la
distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, con la mano
sobre los ojos, miraba cómo se alejaba la barca de Wang que ya
no era más que una mancha imperceptible en la palidez del
crepúsculo. Una neblina de oro se levantó y se desplegó sobre
el mar. Por fin, la barca dio vuelta alrededor de una roca que
cerraba la entrada a la alta mar; la sombra de un acantilado cayó
sobre ella; el surco se borró de la superficie desierta y el pintor
Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en
este mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar. G
la Gaceta 23
a
a
Mis últimos veinticinco años*
a
Yukio Mishima
Cuando pienso en mis últimos veinticinco años me maravillo
de cuán vacíos han sido. No puedo decir que realmente he
“vivido”. Sólo los atravesé tapándome la nariz.
Aquello que odiaba hace veinticinco años continúa sobreviviendo con obstinación, si bien bajo formas levemente distintas. No sólo sobrevivió sino que se propagó y se infiltró con
enorme virulencia en todo Japón. Se trata del terrible virus de
la democracia de posguerra y de la hipocresía que generó.
Yo alimentaba la esperanza de que las hipocresías y los engaños desaparecieran con el final de la ocupación norteamericana, pero fue sólo una ilusión. Por el contrario, sorprendentemente, los japoneses han elegido convertirlos en parte de su
naturaleza y los han introducido en la política, la economía, la
sociedad y hasta en la cultura.
Desde 1945 hasta 1957 se pensó que yo era un tranquilo
partidario del “arte por el arte”. Yo me limitaba a sonreír con
desprecio. Un joven, en cierto modo frágil como era yo, no
conocía otro medio para oponerse que sonreír con desprecio.
Luego comencé a sentir que debía luchar precisamente contra
mis sonrisas irónicas, contra mi cinismo.
En estos veinticinco años los conocimientos sólo me dieron
infelicidad. Todas mis alegrías surgieron de otra fuente.
Es verdad que continué escribiendo novelas. Y también numerosas obras teatrales. Pero para un autor acumular escritos
equivale a acumular excrementos. La literatura no me ha ayudado en absoluto a ser más sabio. Y ni siquiera a transformarme en un maravilloso idiota.
En cierto modo, tengo el orgullo de haber mantenido durante estos veinticinco años cierta pureza ideológica, aunque en el
fondo no puedo considerarlo un gran mérito. No sufrí la prisión, no derramé mi sangre para conservarme fiel a mis ideas. Y,
por otra parte, mi negación a traicionarlas puede ser una prueba
de cierta testarudez un poco obtusa más que la demostración de
una dúctil y sutil sensibilidad. Un examen más profundo pondría de manifiesto mi carencia de “tenacidad viril”. Pero en el
fondo todo ello no tiene la menor importancia.
La pregunta que me obsesiona es si he cumplido lo que
había prometido. No hay duda de que con mi negación y mi
crítica he prometido algo. No soy un político, y mantener la
palabra empeñada no significa para mí procurar a alguien ventajas reales; sin embargo, estoy obsesionado día y noche por la
sensación de no haber cumplido aún una promesa más necesa-
* Yukio Mishima, Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis, traducción de Martin Raskin Gutman, Palmyra, Madrid, 2006.
24 la Gaceta
ria e importante que las de los políticos. En algunas ocasiones
me sentí tentado por la idea de sacrificar incluso la literatura
con tal de cumplir esa promesa. Tal vez sea un reflejo de “orgullo viril”, pero no hay duda de que el haber vivido tranquilamente durante estos veinticinco años de democracia, obteniendo ventajas de ella a pesar de mi desaprobación, hiere mi
espíritu desde hace largo tiempo.
Volviendo a mi problema individual, en estos veinticinco
años he seguido un plan bastante extraño, que por otra parte
no ha sido suficientemente comprendido. No me importa,
dado que no lo emprendí para obtener comprensión. Mi proyecto era conceder el mismo valor a mi cuerpo y a mi espíritu
y ofrecer una demostración práctica de ello, destruyendo así de
raíz las ilusiones del modernismo literario.
Es un antiguo sueño mío fundir, mediante un acto de voluntad, los extremados contrastes de la fragilidad del cuerpo y de
la fuerza de la literatura, de la debilidad de la literatura y de la
solidez del cuerpo: una empresa probablemente jamás intentada ni siquiera por los escritores europeos, y cuyo cumplimiento me habría permitido, como escribió Baudelaire, “ser el
verdugo y el ajusticiado”. La época moderna comenzó tal vez
cuando en la distancia entre el objeto y el sujeto se descubrió
la soledad y el perverso orgullo del artista. Pero este significado de “moderno” puede aplicarse también al mundo antiguo, a
poetas como Otomo no Yakamochi1 y a autores trágicos como
Eurípides.
Durante estos veinticinco años he encontrado muchos amigos y perdido otros tantos. La responsabilidad de ello debo
atribuírsela únicamente a mi egoísmo. No busco la virtud de
la tolerancia y por ello tendré el mismo destino que Akinari
3
Ueda2 y Gennai Hiraga .
A menudo me pregunto cómo, a pesar de ser más bien rudo
y bastante oscuro, no logro alcanzar el estado del “placer vulgar”. No amo mucho la vida. A no ser que luchar continuamente contra los molinos de viento signifique amar la vida.
En estos veinticinco años he perdido una por una todas mis
esperanzas, y ahora que me parece haber llegado al final de mi
1 Poeta y político del siglo viii.
2 Escritor, poeta y estudioso de la literatura antigua (1734-1809),
fue autor de los famosos Cuentos de lluvia y de luna y Luna de las lluvias.
3
Vivió entre 1726 y 1779. Dotado de un ingenio versátil, construyó una asombrosa máquina eléctrica que, pese a todo, no le valió
los favores del sogún. Decepcionado, prefirió dedicarse a la literatura.
Encarcelado por haber matado a un discípulo, se suicidó ayunando.
número 447, marzo 2008
a
a
viaje estoy asombrado por el inmenso derroche de energía que
he dedicado a esperanzas totalmente vacuas y vulgares. Si hubiese concentrado la misma energía en desesperar, tal vez habría obtenido algo más.
No puedo continuar alimentando esperanzas para el Japón
futuro. Cada vez crece más en mí la certeza de que, si nada
cambia, “Japón” está destinado a desaparecer. En su lugar quenúmero 447, marzo 2008
dará, en una punta del Asia extremo-oriental, un gran país
productor, inorgánico, vacío, neutral y neutro, próspero y cauto. Con los que consideran que ello puede ser tolerable, prefiero ni siquiera hablar.
(Artículo publicado en el diario Sankei el 7 de julio de 1970.) G
la Gaceta 25
a
El reaccionario auténtico*
a
Nicolás Gómez Dávila
La existencia del reaccionario auténtico suele escandalizar al
progresista. Su presencia vagamente lo incomoda. Ante la actitud reaccionaria el progresista siente un ligero menosprecio,
acompañado de sorpresa y desasosiego.
Para aplacar sus recelos, el progresista acostumbra interpretar esa actitud intempestiva y chocante como disfraz de intereses o como síntoma de estulticia; pero solos el periodista, el
político, y el tonto, no se azoran, secretamente, ante la tenacidad con que las más altas inteligencias de Occidente, desde hace
ciento cincuenta años, acumulan objeciones contra el mundo
moderno. Un desdén complaciente no parece, en efecto, la
contestación adecuada a una actitud donde puede hermanarse
un Goethe a un Dostoievski.
Pero si todas las tesis del reaccionario sorprenden al progresista, la mera postura reaccionaria lo desconcierta. Que el reaccionario proteste contra la sociedad progresista, la juzgue, y
la condene, pero que se resigne, sin embargo, a su actual monopolio de la historia, le parece una posición extravagante.
El progresista radical, por una parte, no comprende cómo
el reaccionario condena un hecho que admite, y el progresista
liberal, por otra, no entiende cómo admite un hecho que condena. El primero le exige que renuncie a condenar si reconoce
que el hecho es necesario, y el segundo que no se limite a abstenerse si confiesa que el hecho es reprobable. Aquel lo conmina a rendirse, éste a actuar. Ambos censuran su pasiva lealtad a
la derrota.
El progresista radical y el progresista liberal, en efecto, reprenden al reaccionario de distinta manera, porque el uno
sostiene que la necesidad es razón, mientras que el otro afirma
que la razón es libertad. Una distinta visión de la historia condiciona sus críticas.
Para el progresista radical, necesidad y razón son sinónimos: la razón es la sustancia de la necesidad, y la necesidad el
proceso en que la razón se realiza. Ambas son un solo torrente
de existencias.
La historia del progresista radical no es la suma de lo meramente acontecido, sino una epifanía de la razón. Aun cuando
enseñe que el conflicto es el mecanismo vector de la historia,
toda superación resulta de un acto necesario, y la serie discontinua de los actos es la senda que trazan, al avanzar sobre la
carne vencida, los pasos de la razón indeclinable.
El progresista radical sólo adhiere a la idea que la historia
* Ensayo publicado en la Revista de la Universidad de Antioquia,
número 240, abril-junio de 1995.
26 la Gaceta
cauciona, porque el perfil de la necesidad revela los rasgos de
la razón naciente. Desde el curso mismo de la historia emerge
la norma ideal que lo nimba.
Convencido de la racionalidad de la historia, el progresista
radical se asigna el deber de colaborar a su éxito. La raíz de la
obligación ética yace, para él, en nuestra posibilidad de impulsar la historia hacia sus propios fines. El progresista radical se
inclina sobre el hecho inminente para favorecer su advenimiento, porque al actuar en el sentido de la historia la razón
individual coincide con la razón del mundo.
Para el progresista radical, pues, condenar la historia no es,
tan solo, una empresa vana, sino también una empresa estulta.
Empresa vana porque la historia es necesidad; empresa estulta
porque la historia es razón.
El progresista liberal, en cambio, se instala en una pura
contingencia. La libertad, para él, es sustancia de la razón, y la
historia es el proceso en que el hombre realiza su libertad.
La historia del progresista liberal no es un proceso necesario, sino el ascenso de la libertad humana hacia la plena posesión de sí misma. El hombre forja su historia imponiendo a la
naturaleza los fallos de su libre voluntad.
Si el odio y la codicia arrastran al hombre entre laberintos
sangrientos, la lucha se realiza entre libertades pervertidas y
libertades rectas. La necesidad es, meramente, el peso opaco de
nuestra propia inercia, y el progresista liberal estima que la
buena voluntad puede rescatar al hombre, en cualquier instante, de las servidumbres que lo oprimen.
El progresista liberal exige que la historia se comporte de
manera acorde con lo que su razón postula, puesto que la libertad la crea; y como su libertad también engendra las causas que
defiende, ningún hecho puede primar contra el derecho que la
libertad establece.
El acto revolucionario condensa la obligación ética del progresista liberal, porque romper lo que la estorba es el acto
esencial de la libertad que se realiza. La historia es una materia
inerte que labra una voluntad soberana.
Para el progresista liberal, pues, resignarse a la historia es
una actitud inmoral y estulta. Estulta porque la historia es libertad; inmoral porque la libertad es nuestra esencia.
El reaccionario, sin embargo, es el estulto que asume la
vanidad de condenar la historia, y la inmoralidad de resignarse
a ella.
Progresismo radical y progresismo liberal elaboran visiones
parciales. La historia no es necesidad, ni libertad, sino su integración flexible.
La historia, en efecto, no es un monstruo divino. La polvanúmero 447, marzo 2008
a
a
reda humana no parece levantarse como bajo el hálito de una
bestia sagrada; las épocas no parecen ordenarse como estadios
en la embriogenia de un animal metafísico; los hechos no se imbrican los unos con los otros como escamas de un pez celeste.
Pero si la historia no es un sistema abstracto que germina
bajo leyes implacables, tampoco es el dócil alimento de la locura humana. La antojadiza y gratuita voluntad del hombre no
es su rector supremo. Los hechos no se amoldan, como una
pasta viscosa y plástica, entre dedos afanosos.
En efecto, la historia no resulta de una necesidad impersonal, ni del capricho humano, sino de una dialéctica de la voluntad donde la opción libre se desenvuelve en consecuencias necesarias.
La historia no se desarrolla como un proceso dialéctico
único y autónomo, que prolonga en dialéctica vital la dialéctica
de la naturaleza inanimada, sino en un pluralismo de procesos
dialécticos, numerosos como los actos libres y atados a la diversidad de sus suelos carnales.
Si la libertad es el acto creador de la historia, si cada acto
libre engendra una historia nueva, el libre acto creador se pronúmero 447, marzo 2008
yecta sobre el mundo en un proceso irrevocable. La libertad
secreta la historia como una araña metafísica la geometría de
su tela.
La libertad, en efecto, se aliena en el mismo gesto en que se
asume, porque el acto libre posee una estructura coherente,
una organización interna, una proliferación normal de secuelas. El acto se despliega, se dilata, se expande en consecuencias
necesarias, de manera acorde con su carácter íntimo y con su
naturaleza inteligible. Cada acto somete un trozo de mundo a
una configuración específica.
La historia, por lo tanto, es una trabazón de libertades endurecidas en procesos dialécticos. Mientras más hondo sea el
estrato donde brota el acto libre, más variadas son las zonas de
actividad que el proceso determina, y mayor su duración. El
acto superficial y periférico se agota en episodios biográficos,
mientras que el acto central y profundo puede crear una época
para una sociedad entera.
La historia se articula, así, en instantes y en épocas: en actos
libres y en procesos dialécticos. Los instantes son su alma fugitiva, las épocas su cuerpo tangible. Las épocas se extienden
la Gaceta 27
a
como trechos entre dos instantes: su instante germinal, y el
instante donde la clausura el acto incoativo de una nueva vida.
Sobre goznes de libertad giran puertas de bronce.
Las épocas no tienen una duración irrevocable: el encuentro
con procesos surgidos desde mayor hondura puede interrumpirlas, la inercia de la voluntad puede prolongarlas. La conversión es posible, la pasividad familiar. La historia es una necesidad que la libertad engendra, y la casualidad destroza.
Las épocas colectivas son el resultado de una comunión
activa en una decisión idéntica, o de la contaminación pasiva de
voluntades inertes; pero mientras dura el proceso dialéctico en
que las libertades se han vertido, la libertad del inconforme se
retuerce en una ineficaz rebeldía. La libertad social no es opción permanente, sino blandura repentina en la coyuntura de
las cosas.
El ejercicio de la libertad supone una inteligencia sensible a
la historia, porque ante la libertad alienada de una sociedad
entera el hombre sólo puede acechar el ruido de la necesidad
que se quiebra. Todo propósito se frustra si no se inserta en las
hendiduras cardinales de una vida.
Frente a la historia sólo surge la obligación ética de actuar
cuando la conciencia aprueba la finalidad que momentáneamente impera o cuando las circunstancias culminan en una
conjuntura propicia a nuestra libertad.
El hombre que el destino coloca en una época sin fin previsible, y cuyo carácter hiere los más hondos nervios de su ser,
no puede sacrificar, atropelladamente, su repugnancia a sus
bríos, ni su inteligencia a su vanidad. El gesto espectacular y
huero merece el aplauso público, y el desdén de aquellos a
quienes la meditación reclama. En los parajes sombríos de la
historia, el hombre debe resignarse a minar con paciencia las
soberbias humanas.
El hombre puede, así, condenar la necesidad sin contradecirse, aunque no pueda actuar sino cuando la necesidad se derrumba.
Si el reaccionario admite la actual esterilidad de sus principios y la inutilidad de sus censuras, no es porque le baste el
espectáculo de las confusiones humanas. El reaccionario no se
abstiene de actuar porque el riesgo lo espante, sino porque
estima que actualmente las fuerzas sociales se vierten raudas
hacia una meta que desdeña. Dentro del actual proceso las
fuerzas sociales han cavado su cauce en la roca, y nada torcerá
su curso mientras no desemboquen en el raso de una llanura
incierta. La gesticulación de los náufragos sólo hace fluir sus
cuerpos paralelamente a distinta orilla.
Pero si el reaccionario es impotente en nuestro tiempo, su
condición lo obliga a testimoniar su asco. La libertad, para el
reaccionario, es sumisión a un mandato.
28 la Gaceta
a
En efecto, aun cuando no sea ni necesidad, ni capricho, la
historia, para el reaccionario, no es, sin embargo, dialéctica de
la voluntad inmanente, sino aventura temporal entre el hombre y lo que lo trasciende. Sus obras son trazas, sobre la arena
revuelta, del cuerpo del hombre y del cuerpo del ángel. La
historia del reaccionario es un jirón, rasgado por la libertad del
hombre, que oscila al soplo del destino.
El reaccionario no puede callar, porque su libertad no es
meramente el asilo donde el hombre escapa del tráfago que lo
aturde, y adonde se refugia para asumirse a sí mismo. En el
acto libre el reaccionario no toma, tan sólo, posesión de su
esencia.
La libertad no es una posibilidad abstracta de elegir entre
bienes conocidos, sino la concreta condición dentro de la cual
nos es otorgada la posesión de nuevos bienes. La libertad no es
instancia que falle pleitos entre instintos, sino la montaña desde la cual el hombre contempla la ascensión de nuevas estrellas, entre el polvo luminoso del cielo estrellado.
La libertad coloca al hombre entre prohibiciones que no
son físicas e imperativos que no son vitales. El instante libre
disipa la vana claridad del día, para que se yerga, sobre el horizonte del alma, el inmóvil universo que desliza sus luces transeúntes sobre el temblor de nuestra carne.
Si el progresista se vierte hacia el futuro, y el conservador
hacia el pasado, el reaccionario no mide sus anhelos con la historia de ayer o con la historia de mañana. El reaccionario no
aclama lo que ha de traer el alba próxima, ni se aferra a las últimas sombras de la noche. Su morada se levanta en ese espacio
luminoso donde las esencias lo interpelan con sus presencias
inmortales.
El reaccionario escapa de la servidumbre de la historia, porque persigue en la selva humana la huella de pasos divinos. Los
hombres y los hechos son, para el reaccionario, una carne servil y mortal que alientan soplos tramontanos.
Ser reaccionario es defender causas que no ruedan sobre el
tablero de la historia, causas que no importa perder.
Ser reaccionario es saber que sólo descubrimos lo que creemos inventar; es admitir que nuestra imaginación no crea, sino
desnuda blandos cuerpos.
Ser reaccionario no es abrazar determinadas causas, ni abogar por determinados fines, sino someter nuestra voluntad a la
necesidad que no constriñe, rendir nuestra libertad a la exigencia que no compele; es encontrar las evidencias que nos guían
adormecidas a la orilla de estanques milenarios.
El reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas
eternas. G
número 447, marzo 2008
a
a
Entrevista a Sergio Pitol
Fotografía de Moramay Herrera Kuri
Ernesto Herrera y Moramay H. Kuri
Viajero constante, Sergio Pitol abandona el país en los sesenta
y se queda con la imagen de una Ciudad de México en crecimiento. Para celebrar el cumpleaños de este gran escritor,
conversamos brevemente con él. Transcribimos aquí esta conversación a manera de homenaje.
S.P.—Cuando me fui, la Ciudad de México tenía cinco millones de habitantes o cinco y medio. Cuando volví del extranjero, no la reconocía porque Hank González había hecho los
ejes viales y destruido muchas de las fachadas clásicas. Antes de
irme, cuando vivía en la Ciudad de México, el centro era el
centro, es decir, donde estaban los cafés, los teatros, la música
y todo lo demás; y al volver, con esto de los ejes viales, me
sentí totalmente desubicado, no encontraba nada.
H.—Usted, cuando regresa, ¿adónde se va a vivir?
S.P.—Al sur, a una casa que tenía en Coyoacán. Coyoacán
me gustaba muchísimo. Luego estuve tres años aquí, cuando
decidí volver a México. En esa época ya estaba la inversión
térmica y cuando llegaba me bloqueaba la nariz y los ojos. Yo
trabajaba desde las cinco hasta las doce de la mañana y con eso
de la inversión térmica no podía escribir, sobre todo por las
molestias en los ojos. Un día me fui a Jalapa, que es la capital
de Veracruz, y entonces me quedé una semana y me gustó
tanto que decidí quedarme a vivir allá. Hasta mi perro Sacho
se sentía mal en México, había que llevarlo al doctor cada semana porque sangraba mucho. Cuando nos fuimos a vivir a
Jalapa, nunca se volvió a enfermar…
número 447, marzo 2008
H.— ¿Por el momento no está escribiendo nada?
S.P.—No, no, hasta que esté bien.
H.—¿Todavía escribe a mano?
S.P. —A mano totalmente.
H.—¿Y después contrata una secretaria?
S.P. —No, yo después lo paso a la máquina y tengo un secretario que me lo pasa en la computadora y le da el toque final.
H.—O sea que nunca ha dejado de escribir a mano.
S.P. —No. Ahora sí quiero aprender a usar la computadora,
bueno, no para escribir pero sí para navegar en la red, en el
Internet. Buscar y aprender y todas esas cosas.
H.—Es muy fácil.
Entrando en materia, su Trilogía del Carnaval, usted lo ha
dicho, resultó un poco a posteriori, de un modo inconsciente
usted fue construyéndola.
S.P.—Sí, el primer libro de la trilogía, El desfile del amor,
surgió de la siguiente manera: yo tenía como dos años haciendo notas. Cuando llegué a Praga, en la Embajada donde trabajaba, no tenía demasiadas cosas que hacer, entonces tuve la
oportunidad de escribir esta novela, teníamos muy poco trabajo, así que en las tardes y muchas noches me sentaba a escribir
y, de ahí, de todas esas notas que tenía, saqué personajes e historias y lo reescribí muy rápido. Yo solía escribir muy lento,
pero quizá porque estaba pensando en algunas otras cosas, me
tardé cinco meses en escribirla, cinco meses que para mí fueron como dos años o dos años y medio. Y es que no encontraba el tejido de esos personajes que tenía ya hechos, los veía a
la Gaceta 29
a
todos pero no encontraba el hilo. Entonces fue magnífico,
porque pareció que las musas de pronto aparecieron y pusieron
una cosa ahí alrededor, me invadieron. Resulta que me invitaron de la Secretaría de Relaciones Exteriores de Checoslovaquia a una exposición, porque era el centenario de un escritor
y periodista que se llamaba Egon Erwin Kirsch. Yo sabía que
había sido muy importante no sólo en Checoslovaquia sino en
todo el centro de Europa, él fue una especie de iniciador del
Nuevo Periodismo, del involucramiento de las técnicas literarias en el quehacer del periodismo. Además fue un gran viajero, desde niño estuvo en Alemania, Francia, Estados Unidos,
etcétera. Fue autor de muchas crónicas, actualizando cosas, por
ejemplo, que sucedieron hace 400 años.
Las autoridades checas me insistieron mucho para que fuera
a esta inauguración y ahí, paseando por una de las salas, de
pronto vi que estaban Silvestre Revueltas, Frida Khalo, Diego
Rivera y otras grandes personalidades de la cultura y del medio. De pronto me di cuenta, al ver la primera reproducción de
una casa, de que era idéntica a otra que estaba a dos cuadras de
mi casa en Coyoacán. Y lo que pasaba es que el artista estuvo
aquí muchos años, durante la guerra, porque él era judío y
México lo alojó, le dio asilo, con otras varias personalidades
que fueron exiliados de sus países. Así que me quedé ahí un
rato observando a la gente y ya no vi la exposición. Eso era
como estar en otro mundo. Luego, de vuelta a casa, paré en
una cafetería y les pedí a los meseros unos papeles y ahí me
quedé como dos horas hasta que encontré todo lo que había
estado buscando para mi historia; todo lo que antes había unido y además ese elemento de la guerra, de los exiliados, y empecé de nuevo. Además yo nunca había podido, en los cuentos
y en las dos novelas anteriores, hacer diálogos, yo más bien
describía todo, y desde ahí, sin ninguna dificultad, puse los
diálogos y tesituras a los personajes, primero a uno, luego a
otro… Después lo mandé a Anagrama y a ERA, que son mis
editores, y recibí el Premio Herralde, que entonces me abrió
muchas puertas al relativo éxito del que gozo actualmente.
Y, en el viaje que yo hice, que luego sería el libro El viaje,
conocí a la señora que sería la protagonista de Domar a la divina garza…
Hice entonces miles de notas y cuando llegué a Georgia,
caminando en un parque, recordé a esa señora a la que había
conocido un mes antes en Moscú y empecé a escribir la parte
más importante, como la base del Tríptico. Esto fue casi un
carnaval, pero no sabía que desembocaría en esa trilogía.
H.—Entre El desfile del amor y Domar a la divina garza, se
tardó lo que más o menos era su tiempo normal, pero entre
Domar a la divina garza y La vida conyugal fue muy rápida la
escritura.
En esta segunda trilogía, publicada por Anagrama, usted
llevaba sus notas, es decir sus cuadernos, etc., y esto ya no era
estrictamente un apunte sino más bien una obra acabada.
S.P. —Llegué a México, como les comentaba, con el Tríptico y quise buscar algo en mis cajones, las viejas cosas, algún
prólogo que había hecho, las conferencias que había dado y
todo lo que tuviera ya terminado. Esos libros a veces son nulos,
a veces, no siempre… y fue, ahí lo digo en El arte de la fuga,
donde empezó todo para esta segunda trilogía. Resulta que fui
a Guadalajara para ir a un psicólogo…
H.—Ah, sí, Federico.
S.P.—Sí, Federico, que en realidad no era un psicólogo sino
30 la Gaceta
a
alguien que me iba a hipnotizar. Me lo había recomendado
Juan Villoro, porque su cuñado le platicaba cosas extraordinarias de este señor, como, por ejemplo, que un poeta muy bueno
se bloqueó y no pudo escribir más, no pudo hacer ni una línea
en dos años, entonces recurrió a Federico y lo curó inmediatamente, jajajajajajaja, y de ahí se puso a escribir como loco y
cosas así, y yo me dije, “bueno, si eso es posible, voy a verlo,
debe de haber alguna cosa que me ayude a dejar de fumar”…
H.—Ah, era para dejar de fumar, yo pensé que era porque
usted también estaba bloqueado…
S.P. —No, era para dejar de fumar, pero también era para
sentir cómo se siente un desbloqueo, y la verdad es que fue una
experiencia muy violenta, muy fuerte. El ver a mi madre cuando la sacaron del agua muerta.
H.—Claro, porque usted cuenta que en un punto de la hipnosis volvió a esta casa, a Veracruz, donde estaba con su hermano y eso lo llevó al momento en que vieron a su madre
ahogada…
S.P.—Pero nosotros desde que éramos niños íbamos a esa
casa que usted menciona, era de unos parientes muy cercanos
y nunca me había acordado de eso. El grito que di fue porque
nosotros habíamos ido con mi madre a visitar a esta gente,
habíamos ido con el hermano de mi madre y su madre a hacerle una fiesta, y fue en esta última parte en la que me acordé de
mí viendo todo y sentí la impotencia de ese momento de descubrir que mi madre había muerto.
Ya hacía poco que mi padre había muerto y luego mi madre… y pensé, la verdad, que nos habían regalado. Después
estuve durante muchas semanas digiriendo el asunto de la hipnosis, y toda esa experiencia y como que empecé a quitar información, sentía que nada tenía sentido, entonces empecé a recordar que había estado en tal lado o en este otro, y luego lo
escribí, y de ahí salió la trilogía.
H.—A la manera proustiana ¿no?
S.P. —Sí, sí, algo así…
H.—Pero entonces Federico lo llevó a esta regresión, pero
por lo que vemos no lo ayudó a dejar de fumar….
S.P. —Jajajajaja, pues no, en realidad no. Fíjese que Federico me dijo, “vas a ver muchas cosas, van a ser cosas que te van
a doler y te van a llevar a ver en dónde empezaste a fumar,
desde cuándo, en qué circunstancias, etc., porque es muy importante, porque esto no es una hipnosis tradicional… vas a ver
toda tu vida como en una película”, y sí, vi toda mi vida, jajajajaja, pero no dejé de fumar, vi mi película con un cigarro en la
boca…
H.—Además, en esta trilogía como que desparecen las secciones tradicionales…
El último, El mago de Viena ya no tiene los títulos ni nada,
es un camino continuo. Ahí también se hace una construcción
que es importante, donde también, como en El Carnaval, caben las cosas trágicas
S.P. —El viaje me gustó escribirlo enormemente, después de
salir de la cama y del desayuno me pasaba todo el día escribiendo; es muy radical porque hay cosas del stalinismo. Dentro de
todo este realismo, la imaginación literaria siempre está presente… Por esta trilogía me dieron el Premio Cervantes.
Sergio, cansado de hablar, aunque sonriendo, dio por terminada la plática, pero nos dejó la promesa de regalarnos un
nuevo libro cuando se sienta mejor. G
número 447, marzo 2008
a
a
El Derecho Penal a juicio.
Diccionario crítico
Juan Carlos Gómez Martínez
Mucha tinta ha corrido en torno a temas
como aborto, juicios orales, legalización
de las drogas, tolerancia cero o violencia
intrafamiliar. La mayoría han sido tratados de manera técnica y poco entendible
para el gran público, por lo que mucha
gente de diversas esferas sociales, culturales y económicas se pregunta constantemente: ¿qué piensa tal o cual personaje acerca de alguno de estos temas?
Para responder lo anterior, el Instituto Nacional de Ciencias Penales recientemente publicó el libro El Derecho Penal
a juicio. Diccionario crítico, en el que políticos, jueces y abogados de todas las corrientes y tendencias abordan estos y muchos temas más con una característica
muy especial: exponen su posición personal respecto a cada uno de ellos.
Esta obra editorial, ideada y coordinada por Gerardo Laveaga y Alberto
Lujambio, contiene los comentarios de
134 autores acerca de 74 temas considerados de gran sensibilidad en el ámbito
de la justicia y la seguridad pública. En
dichas opiniones el lector no encontrará
complejas argumentaciones jurídicas,
propias de la tradicional tramitología
judicial, sino una postura individual expresada en unas cuantas líneas que muestran el conocimiento, experiencia y particular visión que del mundo tiene cada
uno de sus autores.
De esta manera, en el controvertido
tema del aborto —acerca del cual próximamente la Suprema Corte de Justicia
se pronunciará— el estudioso, pero también el periodista, el científico social o el
lego en materia jurídico-penal que se
acerque a las páginas de este libro podrá
conocer que existen autores que sostienen que el legislador no está obligado
constitucionalmente a penalizar conductas —según el ministro de la Suprema
Corte de Justicia, Jesús Gudiño Pelayo—, o que la libertad reproductiva
prevista en el artículo cuarto de la Constitución puede y debe extenderse a la
número 447, marzo 2008
El Derecho Penal a jucio. Diciconario crítico,
coordinado por Gerardo Laveaga y Alberto Lujambio,
inacipe, México, 2008
decisión de la mujer para no tener a un
hijo en contra de su voluntad, como sostiene Miguel Carbonell. También hay
quienes, como José Hidalgo Murillo,
catedrático de la Universidad Panamericana, consideran esta práctica como una
sinrazón médica y legal cuya defensa
demerita el valor de la vida.
El tratamiento de la “tolerancia cero”
es un excelente ejercicio de opinión jurídica sobre las bases de democracia y tolerancia mutua, algo poco frecuente en
el medio legal mexicano. Como ejemplos de ello, el lector conocerá la breve
pero contundente opinión de Susana Barroso Montero, de que la introducción
de esta práctica —unida a la de la “impunidad cero” — debe ser la bandera que
guíe el combate al delito; asimismo, otro
se encontrarán opiniones —como las de
Fernando Serrano Migallón— en el sentido de que sólo es una solución “mediática”, o la de Sergio García Ramírez, que
cuestiona severamente el sentido de la
frase, y se pregunta: “¿Qué es lo que no
toleraremos?”.
La eutanasia es otro de los temas que
también proporciona un rico y diverso
material para la discusión, cambio o mantenimiento de posturas acerca de la última decisión de una persona ante el infortunio de enfrentar un drástico cambio en
sus circunstancias vitales, y que se pregunta cómo y cuándo morir. Felipe Gómez Mont atribuye a una reprobable
“inercia religiosa” el que esta práctica aún
no haya sido aceptada en nuestro país. En
esta línea de pensamiento progresista,
Luis de la Barreda considera que no es
racional y, por ende, “humano” imponerle a alguien el deber de vivir, y mucho
menos que el Estado intervenga en ello.
En contraste, Manuel Espino, haciéndose eco de medievales tesis tomistas, considera que como nadie es dueño de la vida
o la muerte, lo que se debe hacer es proporcionar asistencia material y espiritual
a un enfermo en fase terminal, cuyo su-
frimiento y el de sus seres queridos está
por debajo de la inviolabilidad de la vida.
Y qué decir de los juicios orales, previstos en la mal llamada “reforma judicial” que, en unas semanas más, se
aprobará en el Congreso de la Unión,
respecto a los cuales hay autores —como
el presidente de la Corte, maestro Guillermo Ortiz Mayagoitia— que advierten acerca de los inconvenientes que esta
clase de procedimientos generarán en
las tareas de los juzgadores (sobre todo
en el número de sentencias que pudieran llegar a dictarse); mientras que otros
—como Raúl Carrancá— destacan la
necesidad de adoptar esta clase de juicios, pero de manera gradual, con lo que
se abriría la posibilidad de revivir la olvidada “oratoria forense”, gracias a la cual
miles de abogados se verían forzados a
hablar y escribir de modo medianamente correcto.
En el dogmático mundo del Derecho,
pocas obras han sido concebidas para
fomentar el debate y la discusión. Por lo
general, todos los libros contienen conceptos que pretenden encajonar la realidad en unas cuantas palabras, y si la primera no cabe en ellas es porque se está
ante la presencia de un hecho sui generis.
¿Por qué siempre es más importante etiquetar que buscar explicaciones?
El Derecho Penal a juicio. Diccionario
crítico es un libro que no debe faltar en el
escritorio tanto del estudioso de las Ciencias Penales, como de los analistas de la
problemática nacional, en el que se encuentran reunidos comentarios de académicos de gran erudición, como René
González de la Vega, José Roldán Xopa
y Ulises Schmill; voces siempre autorizadas como la de Gabriel Larrea, el ministro Genaro Góngora o la de Ricardo
Franco Guzmán; abogados conocedores como Jorge Nader o Juan Velásquez,
y jóvenes con ideas frescas y propositivas como Edgar Zurita o Ernesto
Luquín. G
la Gaceta 31
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