ponencia - Archivo General de la Nación

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Palabras pronunciadas por el Dr. Carlos Zubillaga
en el acto de recepción por parte del
Archivo General de la Nación
del archivo personal del Dr. Juan Alejandro Apolant
(15-6-2016)
El acto de recepción por parte del Archivo General de la Nación del archivo personal de Don
Juan Alejandro Apolant constituye un motivo de regocijo para la comunidad académica, al tiempo
que da pie para algunas reflexiones que refieren a la labor de quien produjo la documentación que
hoy pasa a la custodia definitiva del Estado, a las razones de su inserción en nuestra sociedad, y al
compromiso que asumió de contribuir al conocimiento del pasado de la tierra en la que se asentó
con su familia y en la que falleció hace ya más de cuatro décadas. Se trata de consignar, breve pero
claramente, la importancia del legado que Apolant dejó al Uruguay, porque es obligación de quien
recibe lo que otro ofrece generosamente -sin aspiración de contrapartida alguna- testimoniar el
agradecimiento debido.
Don Juan llegó a nuestro país porque en el de su nacimiento se estaba gestando la inicua
tragedia que provocó el nazismo. Él, que era un hombre de paz, un universitario con aguda
percepción de la realidad social, un devoto del valor de la familia y de la amistad, puso distancia de
un ambiente opresivo en el que los avances del autoritarismo y de la irracionalidad resultaban
claramente perceptibles. La acogida en un Uruguay que no disfrutaba por entonces de la plenitud de
su vida democrática, pero en el que las voces contrarias al ascenso del nazi-fascismo expresaban a
un mayoritario caudal de la población, le permitió encauzar su vida, con dedicación a actividades
comerciales que hasta entonces le habían sido ajenas, pero en las que su tenacidad y don de gentes
le permitieron logros estimables.
Fue a partir de estas experiencias, de su sólida formación intelectual, y de la vinculación de
parentesco que al correr de los años se estableció con familia uruguaya, que Apolant comenzó a
preocuparse por el proceso demográfico (en la perspectiva de la ciencia genealógica) que había
dado lugar a la formación de lo que dio en llamar la familia uruguaya. Poco más de dos décadas le
bastaron para transformar su inquietud original por la genealogía de sus nietos uruguayos, en un
caudal de conocimientos sobre la Historia colonial rioplatense, que asombró a los cultores de la
disciplina, aportó títulos fundamentales a la historiografía, innovó en la concepción teórica de la
ciencia genealógica, abatió mitos, señaló errores, y ofreció con generosidad sin par orientación
heurística a los investigadores del futuro.
Si hubiera que señalar los rasgos salientes de la personalidad de Don Juan me inclinaría por
enfatizar estos tres: bonhomía, rigurosidad, generosidad. Él fue -como diría Antonio Machado con
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inigualable precisión: en el buen sentido de la palabra, bueno. De carácter y comportamiento
afable, sencillo, honrado. Mentar su rigurosidad intelectual es casi innecesario: lo movió un deseo
vehemente de descubrir los hechos, de conferirles sentido, sin ataduras a tradiciones, ni
compromisos con la frivolidad (que tantos escollos había puesto al cultivo de la Genealogía en el
Río de la Plata). Acucioso, inquieto, diligente; su tarea fue extraordinaria por su volumen y por su
precisión. Carlos Real de Azúa (tan sagaz en sus calificativos), dijo de la obra de Apolant que tenía
el toque de lo benedictino. Pero la bonhomía y la rigurosidad se fundieron en él en una de las
actitudes que no suelen abundar en el mundo académico: la generosidad. Apolant ofreció
generosamente a sus colegas, a sus lectores, a cuantos se le acercaran con inquietud compartida, el
fruto de su labor. Atesoré -como tantos, sin duda- entre mis papeles, las minuciosas indicaciones
que me brindó sobre fuentes, episodios y circunstancias referidos a investigaciones que tenía en
curso, siendo yo, como era entonces, apenas un principiante en estas lides historiográficas. En ese
sentido, Apolant ejerció un magisterio informal; no necesitó de cátedra para hacerlo, le valió su
oficina de la Ciudad Vieja y su hogar de la calle Berro; el resto lo puso el don de la gratuidad que
presidía su quehacer intelectual.
Su abundante producción (entre 1966 y 1975, es decir, en menos de una década: ocho libros
y seis folletos), avalada por labor heurística cumplida en repositorios nacionales, regionales y
europeos, y por una permanente comunicación epistolar con colegas o corresponsales que tenían
acceso a archivos públicos o privados, le permitió cubrir un universo inconmensurable de fuentes.
Tarea en la que tuvo el apoyo permanente, silencioso pero eficaz, de su esposa Ellen Segall, a quien
resulta ineludible mencionar hoy, por cuanto no pocas de las páginas manuscritas que componen los
registros realizados en largas jornadas de archivo (particularmente en el General de Indias, de
Sevilla) y sus ulteriores transcripciones mecanografiadas, y que integran la papelería que se
incorpora en esta donación, fueron parte de su diligente colaboración.
Cuando uno se enfrenta a la masa documental que manejó Apolant en sus obras (y aquí hay
testimonios fehacientes de ella), y más aún cuando se manejan sus textos, arborescentes, con
infinitas remisiones y referencias cruzadas, asombra la capacidad realizadora del investigador en
tiempos pre-informáticos. Se trata de uno de los valores que hace inusual a su producción, que
evidencia la singularidad de su metodología y que, de alguna forma, opera como factor de
emulación para las nuevas generaciones de investigadores. Estas tienen a disposición indicios más
que suficientes para encarar indagatorias referidas a la Demografía histórica, a la Historia social y
económica, a la Historia de las mentalidades, a la Antropología cultural, a la Historia de las
migraciones, entre otros campos de especialización a los que Apolant contribuyó desde su trajinar
heurístico. Consciente de ese valor potencial que su tarea poseía, en una modesta nota al pie del
Prefacio y Exposición del trabajo, que abría la primera edición de Génesis, Apolant pautaba a modo
de ejemplo algunos de los temas que podían explorarse en su obra: diferencias familiares, bigamia,
matrimonio por conveniencia, causas por calumnias y difamación, juego prohibido, favoritismo
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judicial y administrativo, abigeatos, mutualistas de entierro, evolución de parajes... Como para que
ningún lector del momento pudiera pensar que los temas que le acuciaban eran novedosos, Apolant
desplegaba estos antecedentes de dos siglos atrás, llamando a reflexión sobre los procesos de larga
duración
Pero todos estos señalamientos no alcanzarían a fijar con precisión el aporte historiográfico
de Apolant, si dejáramos de lado la afirmación democratizadora del sujeto colectivo cuyo abordaje
encaró. En ese sentido, confirió un aire renovador a los estudios genealógicos del período colonial,
aventó definitivamente las pretensiones aristocratizantes que habían inspirado buena parte de la
producción precedente de autores argentinos y uruguayos, dio cuenta del complejo entramado de la
sociedad en gestación a lo largo del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX, convocó en su
evocación a todos: cualquiera fuera su origen étnico, su condición económica y social, su estatuto
jurídico, el bando al que adhirió o las creencias que sustentó. Al mismo tiempo, develó los secretos
hasta entonces “bien guardados” por la tradición (infidelidades, criminalidad, filiaciones naturales,
traiciones, enfermedades, prejuicios), no pour épater le bourgeois -como dirían los decandentistas y
simbolistas franceses-, sino para dar cuenta de un tiempo y unas costumbres efectivos (y no
supuestos) que cierta pedagogía al uso había envuelto con un manto de ingenuidad y ñoñería. Todo
en búsqueda de superar barreras cronológicas, culturales o ideológicas que habían inhibido el
conocimiento de la realidad social, al tiempo que auspiciado anacronismos de toda laya. Aunque
pueda parecer extraño, en la actitud de Apolant hay un reflejo mucho más nítido del pensamiento
igualitarista de Artigas que en buena parte del discurso historiográfico tradicional, porque en ese
protagonismo colectivo sin exclusiones que reflejan las páginas de sus libros (Génesis de la Familia
Uruguaya y Operativo Patagonia, para referir las dos producciones fundamentales), encarna el
mundo de los más infelices a que aludía el Reglamento Provisorio de 1815.
Esa misma decisión de hacer del hombre común un protagonista de la historia y poner sobre
sus conductas y conflictos una lente que permita ampliar su significado en el contexto más general
de la sociedad y la cultura a que pertenece, llevó a Don Juan a incursionar en la microhistoria. Su
libro Instantáneas de la época colonial (1971) es un ejemplo de esa opción teórica. No se trató de
un anecdotario, sino de un abordaje sutil y penetrante en el quehacer cotidiano, en los prejuicios que
daban sentido a desavenencias y conflictos, en la médula misma de una sociedad en gestación,
sometida al rigor de unas pautas morales y jurídicas que solían estrellarse contra la realidad. Con la
misma pretensión que medio siglo antes llevara a Eileen Power a escribir su notable Gente de la
Edad Media, Apolant ofreció en los tres bocetos de sus Instantáneas (“Sirve a señor y sabrás de
dolor. Historia de un infeliz”, “El primer suicidio en Montevideo”, y “Una tormenta en un vaso de
agua”), todos ellos ambientados al promediar el siglo XVIII, una imagen intensa de los desafíos que
al quehacer personal presentaba la vida en un modesto enclave urbano de la frontera imperial
hispánica.
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La circunstancia que nos reúne hoy tiene una protagonista: Ellen Apolant, hija de Don Juan,
que en su momento fungiera como correctora de estilo en castellano del autor políglota, y que tras el
fallecimiento de su madre se convirtiera en custodio celosa del legado paterno. Celosa pero
generosa, como su progenitor: por ello en el año 2000 cedió en préstamo al Departamento de
Historiología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, de la Universidad de la
República, una parte sustancial de la papelería que hoy recibe el Archivo General de la Nación. Un
seminario de grado entonces dirigido por mí sobre El aporte de Juan Alejandro Apolant a la
renovación historiográfica uruguaya, permitió el ordenamiento y clasificación de ese repositorio
parcial. Entre los estudiantes que participaron de esa experiencia directa con los documentos de
diversa naturaleza que integraban el archivo personal de Don Juan, se contó el Dr. Juan Andrés
Bresciano, que nos acompaña esta mañana y que ejerce ahora la Dirección de aquel Departamento.
Fue una ocasión no común, la de estudiantes universitarios trabajando sobre la obra de un
historiador, teniendo a mano su correspondencia, sus notas de archivo, sus esquemas de trabajo, sus
borradores, sus primeras versiones de textos (corregidas una y otra vez, en insaciable búsqueda de
precisión). Porque es necesario señalarlo: el primer crítico de Apolant fue Apolant mismo. Al efecto
basta comparar la primera y la segunda edición de Génesis (separadas por una década escasa): la
segunda -que resultó a la postre, póstuma- es una versión corregida y aumentada de la primera. El
trabajo realizado sobre aquélla fue de tal entidad, que la ulterior resultó, de alguna forma, una obra
nueva. Eso habla de un rigor investigativo excepcional, al tiempo que de una humildad (la de
considerar provisorio el saber logrado y esforzarse por perfeccionarlo), tanto como de una pasión
por la disciplina abordada. Porque sólo con pasión, es decir, con empeño vehemente por la ciencia
ejercida es posible alcanzar un grado semejante de excelencia.
Para concluir, asumo el deber de expresar la viva complacencia que los historiadores
sentimos hoy por este tránsito documental hacia el principal repositorio público del país. La tarea
técnica del personal del Archivo General de la Nación pondrá a la brevedad en servicio para
consulta un caudaloso conjunto de fuentes que tiene todavía -más allá de la utilización que en su
hora le diera Don Juan- un enorme potencial para la hermenéutica en un campo disciplinario que ha
venido renovándose y diversificándose. Estoy seguro de que mejor destino no habría soñado este
generoso exponente de la historiografía uruguaya, llegado desde su Alemania natal para vivir en
esta tierra y descubrirle un pasado. De alguna forma esa fue la manifestación de su empatía con las
gentes que lo habían precedido en el hábitat de su elección.
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