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DON CENIZO Y… DOCE MÁS
Lic. Juan Sabines Guerrero
GOBERNADOR DEL ESTADO DE CHIAPAS
Mtro. Alfredo Palacios Espinosa
DIRECTOR GENERAL
Ulises Mandujano Nájera
Lic. Marvin Lorena Arriaga Córdova
COORDINADORA OPERATIVA TÉCNICA
Lic. María Luisa Dighero Gutiérrez
DIRECTORA DE PUBLICACIONES
© ULISES MANDUJANO NÁJERA
ILUSTRACIONES: ARCADIO ACEVEDO
/
ENRIQUE ALFARO
CUIDADO EDITORIAL
• Dirección de Publicaciones
DISEÑO
• Mónica Trujillo Ley
FORMACIÓN ELECTRÓNICA
• Mario Alberto Palacios Álvarez
CORRECCIÓN DE ESTILO
• Roberto Rico/Juan Alberto Ruiz B.
DON CENIZO Y…
DOCE MÁS
Primera edición
D.R. © 2001
Segunda edición
D.R. © 2008 Consejo Estatal para las
Culturas y las Artes de Chiapas, Boulevard Ángel Albino Corzo No. 2151,
fraccionamiento San Roque, Tuxtla
Gutiérrez, Chiapas. C.P. 29040.
ISBN: 978-970-697-234-7
HECHO EN MÉXICO
C O N S E J O E S TATA L PA R A L A S C U LT U R A S Y L A S A RT E S D E C H I A PA S
2 0 0 8
CONTENIDO
A
MANERA DE PRÓLOGO
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10
El hombre que llegó con la ceniza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15
Una de animalitos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26
El circo africano con el Che Garufa’s . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27
María Sabina y yo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
Anastacio Sántiz “Gallo” . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
¿Yo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 42
El combatiente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Ronu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
14 de febrero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
El Dandy Pérez
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59
¡Culturales! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
Trampero, S.A. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 70
La revancha . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 80
Sobrinos, S.A. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 86
AGRADECIMIENTOS
SINCEROS
Para los bolonautas…
Adolfo Ruiseñor
Alejandra Maya
Arkadeo Acevedo
Arturo Nucamendi
Enrique Alfaro
“El Chambalín” (a) Víctor Pérez
“El Flaco” Guerra
“El Muelas” Gutiérrez
“El Pato” Vera
Jesús Ortega
Manolo Montura
René Delios
Robertoni Gómez
Wlbester Alemán
A mis correctores de mentiras:
Checo Peña †
Jorge Mandujano
Manolo Ruiseñor
Quincho Vásquez †
Sergio E. Espinosa
A Martha E. Cabrera, por su aguante
Y a todos los que hicieron posible este bodrio.
A mi familia entera…
Porque todos ustedes me hacen falta,
por su comprensión, amor
y por aguantarme tantas tarugadas
DON CHE GARUFAS
(A) ULISES MANDUJANO NÁJERA
“CONDE DE TOLÁN Y MARQUÉS
DEL VALLE DE CINTALAPA”
Abril 29 de 1946
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
NO LOGRO ENTENDER ESTO, no sé qué es, pero algo me preocupa
como todos los días cuando al abrir los ojos siento miedo de
incorporarme de la cama, y esto es porque antes me atreví
a dudar si podría hacerlo con esa seguridad de siempre.
Hoy no sé si soñé o en realidad mi abuela vino a verme
desde su tumba cuando yo dormía, o quizás ni eso, pero lo que
sí sé es que hablé con ella tanto tiempo que me atrevo a pensar que no dormí en toda la noche. Fue tan larga la plática que
hoy pienso en esos años desde que ella se nos fue y que han
compensado las largas horas que hablamos, cada minuto de
esta larga e inolvidable noche, cada segundo, cada instante.
Es muy cierto que me preocupa grandemente esta visita,
tan oportuna y en el mejor momento, y más aún al saber
que fui la elegida. Pues ahora sé que es a mí a quien quería
ver, pero ¿por qué tan larga y precisamente esta noche?
Sus escasos cabellos trenzados con anchos listones, como la última vez; su pequeña sonrisa igual que sus ojos, esa
falda tan amplia mostrando un discreto encaje de sus fustanes tan blancos y almidonados aún.
Así fue su presencia en esta larga noche, en la que al verme, me abrazó como siempre lo hacía. Me preguntó por
todos con poco interés de saber detalles, ahora comprendo
por qué fue así: ella lo sabe todo.
Sin embargo, se refirió a él con gran preocupación; ese
personaje al que tiempo atrás ella le nombrara “El Pelón
Choco”. ¿Qué sucede?, repitió de nuevo al tiempo que sacaba de dentro de su amplia camisa de olanes de encajes finos
un rollo de papel con extensas líneas apenas visibles para
mí, porque no lograba ver con claridad ni entender lo que
decía ese enorme legajo de papel.
Al mismo tiempo aquella confusión y la misma pregunta: ¿qué es esto que no logro entender?
Al fin comprendí su duda y sabiendo lo que quería, empecé a contestar a todas sus preguntas. Le dije: abuela, a mí me
pasó lo mismo, yo tampoco comprendía, pero al igual que tú
no tenía con quién platicar, como cuando era niña y recordaba que la casa de pronto se transformaba al escuchar una serie
de conversaciones confusas para mí, ya que a mi edad no
entendía la mejor conversación, la más importante, pues nadie
coincidía en la misma forma de pensar, de actuar, de gritar. Sólo sé que todos colaboraban en ese revuelco de cosas raras que
provocaba siempre la visita de “El Pelón Choco”, o de ese “Julano” como tú decías. Su presencia era tan larga en la casa y
sus ojos como prendidos con una mecha que siempre me confundía al verme a través de esos lentes simulados, porque sé
que eran para disfrazar una personalidad que él estaba lejos de
tener. Esos lentes que provocaban miedo y que además eran
para mí como un misterio que apenas esta noche creo que
descubrí. Sólo recuerdo eso, su presencia, y luego su tan larga
y anunciada partida. Y cuando todo volvía a la normalidad, la
misma cosa, la misma vida… el “Julano” venía de nuevo a visitarnos y algunas veces a quedarse por largo tiempo.
Pero también pasó a ser una costumbre, porque tú, abuela, te encargabas siempre de mantener en orden mis senti-
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A MANERA DE PRÓLOGO
“Quizás sueño. Nada más”
“Sólo queda recurrir a la
memoria en estos tiempos”
Con dedicatoria a una
persona especial.
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
mientos y los equilibrabas tan bien que cuando el “Julano”
se iba, sentía que lo extrañaba, y muchas veces que lo quería, que hasta pensaba en su regreso.
Pero ese sentimiento se fue con el tiempo, pues fue tan
larga la espera que el “Julano” jamás volvió y tú, mi pobre
abuela, falleciste sin verlo de nuevo.
Hoy sé con certeza el motivo que tuvo mi abuela para
salir de su tumba y venir a verme, queriendo esperar que
como antes me refugiara en ella, con ese miedo que siempre de niña le manifestaba cuando él se presentaba en casa.
Sin embargo, hoy no fue así, porque en esta ocasión fui yo
la que calmó sus nervios y toda su preocupación al decirle:
Abuela, él regresó cuando tú te fuiste, regresó de nuevo,
pero al verlo ya no tuve miedo, porque al fin lograba entender lo que él hablaba, porque sus gritos ya no me asustaban,
porque en sus pláticas yo penetraba, y con tristeza a veces
en ti me refugiaba, queriendo platicarte las cosas que él me
contaba. Pero, abuela, yo no sé lo que hacías. Hoy comprendo que tú no me escuchabas. Ese “Julano” vino muchas
veces, y fíjate que en muchas ocasiones me quiso engañar,
porque queriendo que no lo descubriera se envolvía en mil
disfraces, pero jamás pudo disfrazar su mente, sus sentimientos; sus palabras eran las mismas, eso lo delataba. Lo
reconocí tantas veces como lo oí.
Mi abuela interrumpió nuevamente enseñándome el
rollo de papel que traía. ¿Qué es esto?, preguntó otra vez, al
tiempo que lograba identificar su contenido, viendo las
letras borrosas de esa máquina copiadora barata y de mal
uso que uno utiliza donde le alcanza el tiempo en las afueras
de la ciudad o cerca de los panteones. Eso, eso tampoco me
asusta, abuela, porque, te repito, él ha regresado tantas
veces que la última vez lo hizo para quedarse definitivamente, y ahora sé que se quedará hasta el día en que yo muera.
Pero déjame decirte, abuela, que esta vez trae un disfraz de
gente común, de gente pensante –como tú decías de los
que son inteligentes– porque, te diré que lo que no hizo de
danzante lo vino a hacer de viejo. Eso también tú me lo
decías, ¿lo recuerdas?
Regresó con ese disfraz un poco ya maltratado por el
tiempo, tan maltratado que hasta los lentes que antes usaba
para su personalidad ya están bastante devaluados por la
moda, y creo que se esforzó tanto para ponerse ese disfraz
que parece que hasta ni veía, porque los lentes ya no le
entraban y creo que hasta les rompió una pata para poderlos colocar en esos repliegues de cuero que aparecen en su
cara, creo yo, por la vejez del pobre.
Pero, fíjate, abuela, que también a él le pasó lo que a mí
en aquellos mis tiempos de infancia, porque también él
tuvo que convivir con diferentes idiomas, con diferentes
charlatanes de palabrerías como tú les llamabas, con diferentes gritos, con esas diferentes formas de mirar, con esas
clases de sonrisas que no te dicen nada, o quizás te digan
mucho, pero que tampoco él entendía. Pero con la diferencia de que él no te tuvo a ti para refugiarse entre tus faldas,
y cubrirse la cara por vergüenza o por miedo; tampoco tuvo
tu calor, tus besos, tus consuelos. Él tuvo que enfrentarse
solo, y soportar todo lo que le sucedía a diario desde su llegada, y yo, abuela, sentada en una mesa, cerca de él, le
observaba a diario, y muchas veces lo vi enloquecer y muchas otras ocasiones pensé que se iría de nuevo, pero no fue
así, abuela, él logró enfrentarse a esa vida y a muchas situaciones que lo aturdían, y logrando vencer ese temor, decidió
ponerse el último disfraz que le quedaba, que le gustó, que
se veía bonito; el que se guarda para las grandes ocasiones
o quizás para la gloria o quizás para la muerte. Siento pena
al decirte, abuela, que si lo ves de nuevo te costará trabajo
reconocerlo, porque él ya no es el que tú conocías y porque
trae puesto ese nuevo disfraz que ya nunca se quitará. Así
es, abuela, vete tranquila y no te preocupes por él ni por mí,
porque así como lo ves el “Julano” ya es escritor, y desde
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
este momento sólo le queda seguirse adornando con los miles de accesorios que éstos utilizan.
Sentí entonces de nuevo los brazos de mi abuela, y sobre
mis hombros sudorosos una gota rodaba. No sé si esa lágrima fue de dolor o de alegría, lo que sí sé es que esta gota
recorrió todo mi cuerpo y con esa agradable sensación abrí
los ojos. Y es por eso que hoy que me quiero levantar, no lo
logro, pues no sé lo que pasó; si soñé, o en realidad es cierto que mi abuela vino a visitarme.
Jamás lo entenderé. Lo que sí sé, y es cierto, es que sobre
mi mesita de macramé que cuelga cerca de mi cama está el
mismo rollo de papel con una dedicatoria especial para mí:
de parte del “Julano”.
Ganador del 3er. lugar del certamen
El hombre que llegó con la ceniza*
ARMANDO DUVALIER.
¡Próximamente!
¿Quién lo premió?
¿Acaso “El negro”?
O mi querido Alex
O tal vez la Koki
Creo que también la Pol intervino!
¡BRAVO!
“Pude haber sido arqueólogo,
pero me disgusta desenterrar el pasado”
colonia rodeada de cerros, lejos del mar;
su camino era pésimo y por eso pocos fuereños llegaban a
ella. No tenía lugares de interés histórico, salvo la fábrica de
hilados y tejidos “La Providencia”, quizá, la primera en
América Latina, y donde muchos años después rodarían la
película Rincón Brujo. Contaba con una cantina propiedad
de Carlos Aguilar y con tres prostitutas, tan viejas, que no
despertaban el mínimo interés. Tenía dos únicas entradas o
salidas, según se las viera, pero siempre que alguien llegaba
o se iba, a la hora que fuera, por el ladrido de los perros que
aún hoy son muchos, se sabía. Se podía ir a caballo, a pie o
en carreta a Cintalapa, El Horizonte, Cinco Cerros y Rizo de
Oro, por citar algunos sitios; había camino para carretas y
TOLÁN
MAYI MANDUJANO
DE
ORTEGA.
31 de julio de 1990
ERA UNA PEQUEÑA
* Cuento ganador del primer lugar del certamen local de “Cuentos y leyendas del
Valle de Cintalapa”, 1990.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
veredas –que eran más cortas– hacia la fábrica a cuyos
lados cursaban arroyos y ríos.
Fue el primer domingo de marzo, un día después de los
siete en que cayó la ceniza. La junta semanal se celebraba en
la Casa del Pueblo. Nadie supo cómo llegó, pues los perros
no ladraron, pero cuando habló para pedir que se le permitiera quedarse en el pueblo, sintieron el impacto de la presencia de aquel hombre. Dice don Rodulfo Escandón que daba
placer ver la arrogancia, la gracia y donosura con que caminaba; su torso hercúleo y desnudo se cimbraba cual joven
bestia; tenía algo de salvaje, rústico pero elegante. El aire despeinaba sus cabellos que colgaban hasta sus hombros; sus
ojos eran amarillos como de felino. Luego luego levantó los
suspiros de las mujeres y la admiración de los hombres;
pronto llegó a ser “estimado por los varones y amigo de las
hembras”, relata doña Paulina González.
—Si me permiten quedarme podré ayudarles en todo lo
que pueda; no daré problemas, mi carruaje está averiado y
necesito tiempo para componerlo; soy solo y mi lugar de
origen está muy lejos. No necesito casa, dormiré en cualquier parte –explicó.
Nadie dijo nada. Don Rutilo Mantecón, como era su costumbre, esta vez no preguntó ni le interesó saber de dónde
era, ni cómo había llegado; mucho menos saber su nombre.
Casi en forma automática se aprobó su estancia, y al poco
rato estaba ya jugando pelota. De ahí fue que surgió su
apodo: “Don Cenizo”.
“¿Por qué?”, preguntó Librado Palacios. “Porque llegó
con la ceniza”, contestó Chente Toledo.
Los animales se murieron por causa de la ceniza: vacas,
cerdos, pollos, todos menos los perros. No se podía salir de
Tolán pues la ceniza había cubierto todos los caminos; los ríos
y los arroyos eran lodazales; se perdieron las cosechas y comenzó a escasear la comida. Días después los perros comenzaron a servir de alimento. Y luego… nada, nada qué comer.
La junta se hizo en el campo de pelota; las mujeres rezaban, los niños lloraban de hambre y los hombres blasfemaban.
—Usted, don Cenizo, ¿qué puede hacer? –preguntó Roque Altamirano.
—¿Qué quieren comer? –contestó éste.
—Aunque sea senso –dijo Próspero Cruz.
—Pues senso será –sentenció don Cenizo–. Preparen
machetes, palos y hachas; manden unos propios a los ranchos y colonias vecinas del valle porque mañana a estas
horas habrá senso para todos.
Hasta el hambre se les olvidó de la risa que les causó;
pero cuando vieron la seriedad y la firmeza de don Cenizo,
comenzaron a murmurar.
—Ni que fuera tan fácil matar a los sensos. A esos nunca
se les para si no se detiene su tamborcito; además, seguro ya
han de haber muerto todos.
—Estamos tan débiles que no podremos ni trepar el
cerro para buscarlos.
—Y todavía don Cenizo quiere que se vengan a reír de
nosotros los vecinos.
—Créanlo o no, mañana habrá senso para todos –terminó diciendo don Cenizo.
Los demás comenzaron a caminar hacia sus casas, arrastrando los pies, jalando a sus hijos que, inexplicablemente,
ya no lloraban ni pedían comida.
Se paró en el cerrito donde hoy está la capilla de la
Guadalupana; alzó los brazos y luego señaló rumbo al sur. Allá
abajo, en el campo de pelota, la muchedumbre lo vio hacer
extraños movimientos mientras el tiempo seguía pasando.
—¡Qué tomada de pelo!
—Nos está agarrando de pendejos.
—¡Cuánta gente de fuera!
—Y más que está llegando.
—Parece como cuando celebramos las fiestas.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
—Don Cenizo ha de estar bien loco.
—¡Puta madre, yo me voy!
De pronto comenzó a oírse un estruendo; un ruido acaso
como el que producen diez mil cabezas de ganado, me dijo
después Toño Toledo; se veía allá por el rumbo de la finca “La
Valdiviana” la polvareda de ceniza, y se oscureció como si
fuera a caer un gran porrazo de agua. Brangán, brangán, brangán, se oía como a quince leguas; después enfilaron hacia el
rancho “El Horizonte”. ¡Se van, se van!, gritaba la gente. Y don
Cenizo seguía alzando los brazos y señalando hacia la manada
que torció para entrar al pueblo, justo por donde hoy está la
presa. Eran miles de bestias que provocaban ese ruido ensordecedor. El tamborcito, senso que guiaba a la manada, era el
más chico, pero a la vez el más viejo. Atrás venían otros doce
tamborcitos, guías de otras tantas manadas. Al llegar al centro
de la explanada se detuvieron el más viejo y los otros doce. La
sensada comenzó a dar vueltas en torno a ellos. La gente no
salía de su asombro; la estupidez se advertía en todos los rostros. En tanto, don Cenizo bajó del cerro, llegó hasta el círculo
que formaba la manada, acarició al más viejo y a los otros
doce y entonces los trece se echaron a sus pies y toda la sensada se detuvo. La muchedumbre estaba prácticamente paralizada al contemplar aquel prodigio. Yo no lo vi, pero me contó
Leomar Trejo que don Cenizo estaba llorando cuando dijo:
—Maten a los que puedan, porque en una hora se irán.
Y, como dice una canción, “comenzó la gran masacre”.
Tolán y sus vecinos comieron senso durante tres meses y
aún les sobró carne.
El primero que se volvió loco fue Angelito Toledo, un
muchacho de veinte años; en su familia no había antecedentes de caso alguno de locura. Llegó cantando; venía del rumbo del rancho “El Zapotillo” y cantaba con voz gangosa algo
que se entendía como “tigua, tigua, te amo mucho” y eso era
todo. Repetía el mismo estribillo al grado que, años después, se
le vio recorrer las calles de Arriaga cantando eso mismo.
El segundo fue Rey David Solís, quien llegó del mismo
rumbo. Éste declamaba: “Tizigua, Tizigua, te amo”, para
luego ser víctima de ataques epilépticos. Al volver en sí, regresaba a lo mismo: “Tizigua, Tizigua, te amo”.
Se comenzó a rumorar que la Tizigua era un alma en
pena que enamoraba a los hombres jóvenes para después
volverlos locos.
Jesús Chaparro venía como a las cinco de la tarde en un
precioso caballo, “Pajarillo”, orgullo de su padre, cuando al
pasar por un arroyo vio a una mujer que, inclinada, parecía
estar lavando ropa. Se acercó a ella.
—Señora, es tarde, ¿no se va? Voy a Tolán, si quiere la
ayudo…
La mujer sacó las manos del agua; entre ellas traía la cabeza de un hombre que, aunque se estaba ahogando, reía estúpidamente. La mujer volvió a ver a Jesús, chamaco de trece
años, quien al detallar con su atónita mirada la cara de la
dama quedóse estático. Dice él que hasta hoy no ha visto rostro más hermoso, rostro que instantes después comenzó a
transformarse en una calavera, mientras que desde esos
labios ya descarnados, fue proferida una horripilante y burlona carcajada.
“Pajarillo”, hasta entonces imperturbable, más que correr,
voló y brincando las trancas pasó por el corral y no paró hasta
estar dentro de la casa. A Jesús lo “soplaron” y lo “ramearon”
durante siete días, mañana y tarde; estaba tan mal que nadie se
acordó de su caballo, el cual murió al amanecer del octavo día.
Hubo otros más que en esos días enloquecieron, pero ya
nadie se acuerda de sus nombres.
Los familiares de los locos, por su parte, fueron hasta don
Cenizo para pedirle que hiciese algo, pues aquella infame
mujer seguiría volviendo locos a los pocos hombres jóvenes
que aún quedaban cuerdos. Le contaron lo poco que sus
locos, en sus momentos de lucidez, decían de ella:
—Es de cabello largo y usa vestido negro.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
—No. Lleva vestido blanco y es de cabello corto.
—¡Es bellísima!
—Tiene ojos de tigre.
—Su risa es cristalina.
—Sus dientes son blanquísimos.
—Con esos pormenores, no más que la vea y el loco seré
yo –advirtió don Cenizo.
Estos versos –que me prestó el hijo del tío Villo Roque, quien
era el dueño de la marimba en aquel tiempo– comenzaron
a aparecer por el rumbo donde salía aquella mujer, pegados
en las piedras o clavados en los árboles. Por las tardes se oía
la potente voz de don Cenizo y la marimba del tío Villo
(marimba que hoy se encuentra en Villa Morelos, en casa de
Chico Zárate), con sus hijos: Antonio, José y Ricardo –que
eran sus bajeros–, tocar esos versos allá en el monte, las
cañadas, los cerros, los arroyos y los ríos; como también en
la noche se oía la guitarra destartalada de Ricardo González,
junto al compa Conchi Pino, haciendo trío con don Cenizo,
cantando los mismos tristes versos en los mismos lugares.
Aquella tarde llegó don Cenizo en un alazán tostao. Precioso animal –recuerda don Rubén Natarén. Traía en ancas a
un ángel, una preciosidad de mujer, con la cual durante un
mes se les vio tan enamorados que los familiares de los locos
se olvidaron de su pena. “Parecían recién casados”, refirió
alguna vez doña Lucha Flores. Más adelante dijo don Beto
Lázaro: “Aquella mujer, la Tizigua, como le llamaban, se volvió loca de repente; recorrió las calles saltando, gritando y
bailando”. Neto Ocaña, en cierta ocasión, la vio irse con
rumbo a Cinco Cerros, no corriendo, acaso flotando; nunca se
le volvió a mirar, ni hubo nuevos casos de locura. “Don
Cenizo le pagó con la misma moneda”, afirma Chú Márquez.
Igual se dice que una vez Raúl Cruz salió de la cantina de
don Carlos Aguilar, como a eso de las doce de la noche. Que
entonces rumbo a su casa le surgieron las ganas de cagar, por
lo que se hizo a un lado del camino –su morada se hallaba en
las orillas de Tolán. Se dice que en esas condiciones estaba
cuando advirtió ese sonido característico (que aun hoy se
aprecia): “uchss, uchss, ¡cochi!”, dijo, y la cocha (recuerdan
sus hijos que les contó un día) era del tamaño de un becerro
de año. La cocha se le vino encima, mordiéndolo y pateándolo, para luego perderse en el monte. Al otro día, se supo, vieron a Raúl Cruz entrar a Tolán golpeado y mordido y con su
chaqueta “de ojillo”, su pantalón azul “cuero del diablo” y
su camisa “cabeza de indio”, completamente destrozados.
La cocha “enfrenada” atacó a Jorge Figueroa, mejor conocido como “La Borrega”, y a don Aureliano (que era el “punteador” de la chicha) y a otros más, que sería largo enumerar.
Pocos eran ya los que se atrevían a salir por las noches, por
temor a encontrarse con la cocha “enfrenada”. Las mujeres,
felices.
Y comenzó el rumor de que la cocha “enfrenada” era doña
María Altagracia Nangularí, de quien se decía tenía pacto con
el diablo, pues la vio doña Elena Rincón cuando, antes de las
doce de la noche, se metió al monte, quitándose la ropa para
luego transformarse de mujer a cocha “enfrenada”. Decíanle
“enfrenada” porque en el hocico traía algo parecido a un
freno, tal y como los dientes de oro que tenía doña María
Altagracia. Decían que atacaba a los hombres en venganza
porque su marido, don Chon Tipacamú, le pegaba cuando lle-
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Escribí tu nombre en una playa,
vino la ola y lo borró.
Grabé tu nombre en una piedra,
vino el polvo y lo cubrió.
Grabé tu nombre en mi pecho,
y aquí lo llevo siempre inscrito en mi corazón.
Tizigua te llamas, Tizigua te amo,
Tizigua de mi amor.
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
gaba “bolo” (es decir, un día sí y el otro también). Fueron
ahora los hombres quienes acudieron a ver a don Cenizo para
que hiciese algo en contra de la mentada cocha “enfrenada”,
pero las mujeres le pidieron que la dejara en paz, toda vez
que sus maridos estaban llegando temprano a casa.
Luego entonces, al no encontrar a quién atacar, la cocha
se dio por comer un pollito; en las tres noches siguientes
acabó con todas las aves del corral de doña Pumpita Soto
para seguir devorando pollos, porque “cocha que come pollo,
ni aunque le quemen la trompa” (así lo afirmaba uno de los
Gout, dueños se decían de la fábrica “La Providencia”).
Fue entonces que a don Cenizo se le inquirió:
—¿Qué puede hacer contra la cocha “enfrenada”?
—Vamos a ver si la desenfreno –sentenció.
Dice Mingo “La Burra”, que él vio cuando don Cenizo
encontró las ropas de doña María Altagracia; y las llenó de
espinas, les untó miel y las puso a buen recaudo. Luego él
se quitó las suyas y se transformó en perro, un terrible perro
feroz y grande como la cocha misma; siguió entonces su
rastro hasta encontrarla, y la pelea entre el perro y la cocha
llegó a ser tan cerrada, que los mismos árboles donde se
hubieron azotado quedaron inclinados para siempre. Así, la
cocha huyó en busca de su ropa y al no encontrarla, procedió a guarecerse en una cueva donde el perro la tuvo tres
días sin darle descanso. Al llegar el día siguiente, el perro la
dejó salir, cansada, hambrienta y sangrante; la cocha a
duras penas encontró su ropa; con la prisa, no se dio cuenta de las espinas y las hormigas que volvieron a herir sus
carnes. Doña María Altagracia guardó cama más de un mes
y después abandonó Tolán.
Mario Magochi tenía cinco años de edad cuando jugó por
primera vez con los duendes, unos niños encuerados que
salían a las doce del día, según explicó más tarde, y que lo
golpeaban si él quería dejar de jugar; acaso traviesos le
escondían sus juguetes y lo agarraban a porrazos por nada.
No fue el único en sufrir ese calvario, hubo también otros
niños que hablaron de los duendes y también llegaron a sus
casas golpeados. “¡Ellos son… ellos son!”, gritaban y señalaban, pero ningún adulto fue capaz de verlos. Días después
los niños comenzaron a volverse tartas, es decir, hablaban
como tartamudos y sosos a la vez.
—Y bien, don Cenizo, el problema ahora son los duendes.
—Bueno, esta vez necesito un baúl grande; encárguenle a
don Maximiliano Castillejos (que era el juguetero oficial) trompos zumbadores, tres docenas de canicas, baleros y tiradores.
Wulfrano Escobar, se dijo, vio a don Cenizo transformarse en niño para luego perderse entre los huertos y el arroyo.
Lo que sucedió después, bien lo cuenta Mario Magochi:
“Don Cenizo jugó con cinco duendes al trompo, a las canicas, al balero y a la puntería con los tiradores, les ganó en
todos los juegos. Después, al decirles que jugarían a las
escondidas, fue que un duende se quedó para buscarlos y los
demás se escondieron. Cuando le tocó el turno a don Cenizo,
Chendo Castillejos –se supo luego– abrió el baúl y los duendes se metieron adentro. Don Cenizo se limitó a cerrar esa
singular valija, a ponerle llave, a subirla a una carreta y tirar
el delicado cargamento en la represa de la fábrica “La
Providencia” (represa que, según dicen, está encantada hasta
la fecha). Así de fácil, terminó diciendo Mario Magochi.
Para las fiestas de ese año se invitó, como siempre, a
todos los ranchos y colonias vecinas; las carreras de caballos, de cintas y las peleas de gallos siempre llamaban la
atención, además de los encendidos juegos de pelota.
En las carreras de jamelgos, por ejemplo, se esperaba la
presencia de los charros de la Costa, entre ellos, los hermanos Nájera (Delfino, Nacho, Pedro y Manuel), quienes esta
vez traían consigo a sus hermanas Anita, Petrona y María,
mujeres que gozaban de la fama de ser las más hermosas
del Valle y de la Costa. Mientras que aquellos sujetos, hombres de a caballo, bragados y nobles como pocos, de armas
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
tomar, buenos en cualquier terreno, en las carreras de alazanes, en las carreras de cintas, en los gallos, en todo, tradicionalmente eran los mejores y, por si duda quedare, a
menudo empuñaban la guitarra y alardeaban con su potente y afinada voz seduciendo hasta a la mujer más impasible.
Tenían lo suyo, pues, diría luego Zaraín Díaz.
En el primer día del baile de aquellas inolvidables celebraciones, don Cenizo experimentó un raro estremecimiento al ver en mitad de la rotonda a una mujer cuyo nombre
era Petrona. Fue entonces cuando por primera vez se le
nubló la vista y por un momento, viose envuelto en el delirio. Cuando hubo reaccionado acaso era ya demasiado
tarde; Petrona ya bailaba con don Jesús M. Pardo, un gallardo aventurero, con los mismos o más atributos que los hermanos Nájera, de quienes se había ganado el respeto, en
tanto había competido con ellos a lo largo de los años, y
también con ellos había compartido el dulcísimo sabor del
triunfo y la espesa amargura de la derrota.
Al día siguiente, en las carreras de cintas, Petrona hubo
fungido como madrina del evento. Don Cenizo, por su
parte, buscaba llamar su atención provocando hechos verdaderamente raros. Como, por ejemplo, el que don Manuel
Martínez bailara, se cayera y caminara como un borracho,
estando en su completo juicio; o que a los que bailaban
cerca de ella, bebiéndose una cerveza, se les aparecieran
dentro de la botella imágenes de santos, sapos y culebras.
Se dice que don Cenizo desapareció hasta la marimba e
hizo ver a unos marimberos que, de manera harto ridícula,
movían los bolillos por el aire sin que dejara de escucharse
la música. Todos vieron el gesto de don Cenizo cuando éste
levantó un brazo señalando a unos zopilotes que, luego de
volar a gran altura, descendieron para bailar al son de la
marimba invisible delante de Petrona; además, le hicieron
caravanas a la niña que acaso don Cenizo jamás tendría en
sus brazos. El gesto de don Cenizo, Petrona no lo advirtió
para nada; estaba ciega, ciega de amor por don Jesús M.
Pardo, con quien tiempo después terminaría casándose.
Al verse humillado y comprender que todo era inútil, que
nada ya podía hacer para seducir a Petrona, don Cenizo
comenzó a beber licor, inusual en él. Bebió así durante cinco
días de feria; fue entonces cuando se arrastró como culebra,
brincó como sapo, ladró como perro, cacareó como gallina
y lloró como hombre por tan imposible amor.
Dice mi tío Nacho que al quinto día toda su arrogancia y
donosura habían desaparecido por completo en aquel hombre; pocos fueron los bolos que lo vieron caminar, casi arrastrándose, con la cabeza gacha, rumbo al monte.
Beto Jerónimo cuenta precisamente que vio salir del
matorral algo así como un cohete, al estilo de los de Chiapa
de Corzo, el cual se perdió en el infinito. El estruendo que
provocó el petardo fue tan fuerte que creyó que se debía al
efecto de su cruda quíntuple.
Nadie lo volvió a ver. De los que aún viven, nadie olvida
a don Cenizo. Y si alguien le preguntara a doña Petrona
acerca de él, ella siempre habrá de contestar lo mismo:
—Nunca lo vi. Ni a él ni a sus mentados zopilotes.
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VALLE
DE
CINTALAPA, CHIAPAS.
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Una de animalitos
El circo africano en el Che Garufa’s
rápido, tan rápido, tan rápido, que no se
ve, sólo se siente. No lo detiene nada ni nadie. Si encuentra
un muro en su camino, tiene la facultad de remontarlo.
Avanza por los más estrechos intersticios del mundo, porque este animalito es medio gato, que no gata; y medio
ratón, que no rata. Sus huesos cartilaginosos se acomodan
ante todo desafío.
Cuando el diluvio, Noé no lo registró en su bitácora, porque –como ya dije– es tan rápido, que no lo vio siquiera
subirse al arca.
Este animalito es el responsable de que la humanidad no
fenezca. Hay quienes lo conocen como amor. Yo, simplemente, lo nombro… ¡Quiero!
LLEGARON REPARTIENDO BOLETOS PARA el circo. Nunca supe cuántos eran
porque salían 2 y entraban 4 o entraba 1 y salían 3; también
llegaron payasos, changos, enanos y el elefante más pequeño
del mundo: medía 60 centímetros. Además, todos eran negros. Siempre que les pasaba su servicio de botana hacían un
griterío de la chingada y cuando estaban comiendo entonaban cánticos y se juntaban y rodeaban la mesa como lo hacen los jugadores de futbol americano antes de cada jugada.
Así entró la noche y mis empleados fueron yéndose. Me
quedé solo, porque a esa hora ya no sirvo ninguna botana.
Fue entonces cuando alguien de ellos pidió cigarros. Me
ofrecí para buscarlos, toda vez que eran de esas marcas que
casi no se encuentran en los tendajones. Demoré acaso
como 30 minutos en regresar y antes de llegar a mi establecimiento fue que pude percibir los cánticos y ver luego que
apenas estaban sentándose.
Casi entrando, me pidieron la cuenta. Les noté nerviosos,
como si tuvieran vergüenza o temor. Pagaron y salieron con
la noche. Levanté las sillas y comencé a barrer el piso, que
es de arena; lo barro, lo aplano y recojo las servilletas, colillas y restos de botanas. Me gusta que esté listo para que al
día siguiente lo riegue y así dé la sensación de frescura.
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EXISTE UN ANIMALITO, TAN
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Cuando llegué a la mesa que ocuparon los africanos me
percaté de que la tierra estaba demasiado removida, como
si la hubieran escarbado. Comencé a rasarla para aplanarla
y lo primero que apareció fue un bracito, luego otro, después una mano, enseguida otra (todos aplastados y chupados). Unos ojos saltones, llenos de tierra, me miraban… De
esa forma fue que corrí como loco a mi refrigerador, sólo
para comprobar que aquellos desgraciados convidados se
habían devorado mis cangrejos de Alaska, que me costaron
un ojo de la cara en un conocido centro comercial…
María Sabina y yo*
Por frecuentar a los
malos, los buenos cambian.
PAÑCATANTRA.
(Texto sánscrito anterior a nuestra era)
REBELDES SIN CAUSA habían desaparecido. Elvis se fue con
ellos. Llegamos al hippismo, al amor y paz, a los Beatles y a
los Rolling; cambiamos las botas por huaraches, las chamarras por túnicas, el copete envaselinado por la melena, las
navajas y cadenas por el Nuevo Testamento, la cerveza en
bote por los “toques”, y el acto sexual íntimo por el amor
en manada.
No eran pocos, pues, los chavos que hablaban maravillas
de los hongos de María Sabina, sacerdotisa de la gran
Hermandad Blanca. Mientras tanto, nosotros aquí, de pránganas, sin hacer otra cosa que pasonearnos, tanto que la
cárcel ya parecía nuestra casa, donde entrábamos y salíamos, dizque por “excesos con la juanita”; todo eso y mi “tra-
LOS
* Tercer lugar del concurso nacional de cuento “Armando Duvalier”.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
bajo” me llevaron a conseguir el oficio No. 842/65 que, entre
otras cosas, reza así:
—Cheko, júntate a la family que nos vamos a Huautla.
—¿A Huautla, la de María Sabina?
—Así es. Dile a Rudy que te haga una lista de lo que
vamos a necesitar para dos semanas. Por lo demás, mínimo
dos kilos, ¿eh?
Con varios kilos extra en nuestras mochilas, el Cheko,
Pancho, Toño, Rudy, Ariel, Koky, Cary, Blanca, Norma, Renata
y Rebeca, hermosas gemelas, tan idénticas que ni en la intimidad sabíamos quién era quién, estábamos listos para el primer
aventón. Fue así que entonces llegó “El Chapalita”, un chavo
de 15 años de edad, 1.80 de estatura, 70 kilos de peso, güero,
ojiverde, que tocaba la guitarra y cantaba, simpático él, y con
una vitalidad que cualquiera que no lo conociera apostaría a
que estaba bien “pasado”, cuando el pobre no había fumado
acaso nunca ni “alacranes”. Era sano, en cuerpo y alma, la verdad yo lo quería como a un hermano, lo sobreprotegía.
—¿Bajo la responsabilidad de quién va este chamaco?
—¿Cómo de quién?
—Tú traes el oficio.
—Pero yo no voy a andar de pilmama; además, no me
gustaría que se me (en)drogara!
—Ay, sí… ay, sí, mira quién lo dice; ¿y tu dicho qué?
Dónde quedó aquello de “Mariguanos, los soldados; la gente
decente se da sus toques. Borrachos, los albañiles; los chidos nos tomamos la copa”. Además, él ya pidió permiso
hasta por tres meses. Así es que no mames, cabrón.
—Okey, okey, pero que conste que yo me opuse, ¿eh?
Cuando subíamos por una vereda nos topamos con un
gringo que venía corriendo cuesta abajo, y antes de que me
atropellara, alcancé a observar que aquel sujeto echaba
espuma por la boca y tenía los ojos desorbitados.
—¡Aguas con el “meco”, trai rabia –gritó Toño.
—Está cruzadísimo; se pasó el muy güey –agregó
Rebeca.
—Se pasó, pero de frente, porque si lo agarro le quito la
rabia –dijo “El Chapalita”, que yacía en el piso por el empujón que le propinó el gringo.
Al fin llegamos a Huautla, uno más de los miserables
pueblos que existen en México. Lo vimos desde lo alto de
un cerro, ya bien “pachecos”. Era el paraíso: todo verde.
Alcanzábase a oír el rumor de un río que avanzaba coronado por un precioso arco iris. Una leve música levitaba desde
el fondo del pequeño valle, donde se erigía el pueblo miserable. Recuerdo entonces mi cabello largo, amarrado con
una cinta zoque; mi chamarra blanca, sin mangas, con dos
pares de plantas de pies pintadas en la espalda, unas hacia
arriba y las otras invertidas, en posición de coito; mi panta-
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A LAS AUTORIDADES CIVILES Y MILITARES
FEDERALES, ESTATALES Y MUNICIPALES.
P r e s e n t e.Por este conducto, me permito solicitar su colaboración y
comprensión para el portador del presente, C. Ulises Nangularí Sol, a fin de que se le permita que PORTE, USE Y COMPARTA
Cannabis índica, que es lo mismo que marihuana, mota, yesca, juanita, mostaza, mosca y anexas, ya que al señor Nangularí le sirve de inspiración para su trabajo, toda vez que
es… ¡poeta!
Por la atención prestada al presente, reitero mi agradecimiento.
ATENTAMENTE
JUAN DE LA COTONA
SECRETARIO GENERAL DE GOBIERNO.
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
lón vaquero y mis huaraches de suela ancha, con las
correas también pintarrajeadas. Hoy que veo a los grupos
de teporochos, recuerdo que en aquel valle había cientos
parecidos a ellos: caminaban como zombis, casi todos
hablaban en monosílabos.
No podíamos hacernos presentes ante doña María
Sabina, toda vez que no recibía a cualquiera. Entonces, fue
así que se nos ocurrió hablar con el jefe del Consejo, quien
venía siendo una suerte de Comisariado Ejidal. No hablaba
español; le mostré el oficio, y al ver el águila del escudo, nos
llevó inmediatamente con la señora. Resultó ser sobrino
suyo, no como otros que se decían serlo y sólo vendían hongos que daban dolor de cabeza, vómito y fiebre durante
más de tres días.
Me sentí privilegiado al ser uno de los doce que en la
siguiente sesión oirían las palabras sabias de la oaxaqueña
del huipil blanco y las enaguas floreadas. Una viejecilla insignificante, aparentemente, llena de arrugas, cuyos ojos tenían
una vivacidad indescriptible, a grado tal que no parpadeaban.
Primero, individualmente pasamos para que nos hicieran una especie de examen (así me pareció) a fin de determinar si éramos dignos de pertenecer a la gran Hermandad
Blanca, que no es ninguna religión sino toda una filosofía
descendiente de múltiples civilizaciones anteriores a la
nuestra, y que conformaba lo que alguna vez se llamó la
Atlántida. Además, me dijo esa sacerdotisa, entre otras
cosas, que yo tenía conciencia cósmica y que debía desarrollarla, que vivía en una etapa de rebeldía, y que debía ser
bueno, que no significa débil, tonto o manipulable.
Más adelante, en la sesión del grupo, esa mujer nos
habló de la cábala, de la teoría del Big-Bang, de cómo surgió
la vida, de que lo primordial es cómo vivimos y lo que hacemos cada día. Nos enseñó a ver las cosas bellas, a convivir
con nuestros semejantes y a enseñarles, con las herramientas que ella nos estaba proporcionando, a vivir una vida
mágica, porque cualquiera puede ser bueno encerrado en
una cueva, “pero recuerden siempre –dijo–, que después
de una noche oscura, siempre… llega un dorado amanecer”.
Al final, preparó mi platón con los “doce hongos de la sabiduría” y así fue que salí a compartirlo con mis compas. “El
Chapalita”, en contra de mi voluntad, comió de todos, igual
que yo, porque para cada hongo señalado había trece raciones.
Hoy vivo y revivo nuevamente con claridad todo lo que
pasó cuando abrí los ojos; vi las estrellas hermosas; oí una
música tan bella que jamás he vuelto a escuchar, era algo
fuera de lo normal, y entonces percibí la música, ¡la vi! Vi la
música que venía hacia mí como un torrente de estrellas,
acaso una cascada, un chorro de música y estrellas que
comenzaron a entrarme por los ojos, las orejas, la boca y la
nariz; sentía hermoso, estaba feliz. Dentro de mi cuerpo continuaba fluyendo vertiginosamente la cascada de música y
estrellas; experimentaba un gozo muy cercano al éxtasis,
y momentos después, ya no cabían más, estaba completamente lleno. Luego llegó el tormento, aquellas estrellas
intentaban salir de mí con todo y signos musicales. Sentía
cómo las puntas de las estrellas querían abrirme la carne en
busca de su libertad. Adentro, destrozaban mis intestinos,
recorrían hasta el último rincón de mi cuerpo, a través de
mis venas que se iban desgarrando antes de llegar al corazón, y éste explotara en cientos de miles de fragmentos. El
dolor fue intensísimo; la piel de mis brazos y la cubierta de
mi estómago se estiraban formando puntas como de flechas.
No podía gritar ni abrir los ojos, porque otros cientos de
miles de estrellas con música intentaban entrar en mi cuerpo,
que estaba entrando en una especie de abandono e incapacidad, al no resistir más aquel martirio fundido con el placer.
Al recobrar el conocimiento, abrí los ojos y nuevamente
las estrellas y los signos musicales volvían a entrar en mi
cuerpo, produciéndome felicidad y gozo inenarrables, para
luego sentir el tormento de mi carne y mis venas abiertas y
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mis intestinos destrozados, en donde por partes se veía chorrear el desperdicio nauseabundo de mi cuerpo, que volvía
a caer en el sopor, y después, el desmayo.
Cada vez que abría los ojos el fenómeno se repetía y
aquel gozo, toda esa felicidad que sentía, se volvió terror
y pánico, pues ya sabía el final: el secreto era no abrir los
ojos, pues una vez abiertos, me faltaban manos para tapar
los huecos de mi cuerpo por donde las estrellas y su música se atropellaban para entrar. Tuve miedo cuando me di
cuenta de que jamás volvería a abrir los ojos. Una angustia
se adueñó de mí con tan sólo pensar que jamás volvería a
ver todo lo que me rodeaba, lo bello y lo feo, todo eso que
de alguna forma llamamos vida. En esos instantes me acordé de mi madre, y quise fijar su rostro, pero se me fue escurriendo entre la sangre y la mierda.
Estaba botado en posición fetal; veía mi cuerpo desde el
infinito. Estaba al otro lado del río, lejos de donde había
comido los hongos. Nunca supe cómo crucé; poco a poco
me fui acercando a mi cuerpo para fundirme en él. Como
pude me paré, casi a rastras me metí al río, pues estaba
batido de lodo y mierda de vaca. Después caminé un largo
tramo hasta encontrar el puente y cruzarlo, y reunirme al
fin con mis compañeros. Faltaba ¡¡¡“El Chapalita”!!!
—¿Alguien vio al “Chapalita”? –curioseé.
—Pensamos que andaba contigo –me respondieron–. No
ha dado color desde que te desapareciste hace tres días.
—Yo lo vi con una gringa –dijo Renata–, al menos eso
me pareció.
—Lichis, no te saques de onda, ahora lo buscamos –agregó Ariel.
Lo buscamos durante dos días y fue inútil. Por fin iniciamos el regreso. Cuando llegamos a la altura en donde habíamos
encontrado al gringo con rabia, un grupo de rescate estaba
sacando el cuerpo en completo estado de descomposición;
por momentos, su rostro putrefacto era casi idéntico al ros-
tro siempre sonriente de “El Chapalita”. Yo sentía que algo
se estaba rompiendo dentro de mí.
—¿Qué pasa, Lichis?, “póngase” para que no se me raje
–dijo el Cheko.
—¡No! No quiero, si supieras lo mal que me siento, cabrón.
—¿Es por “El Chapala”, Lichis? Pero deja que lo agarre, le
voy a dar una madriza para que aprenda a avisar que ya se
va a regresar –dijo el Cheko, queriéndome consolar.
—La verdad es que el cabrón ha de estar feliz en su casa,
y tú aquí de llorón, ándele, póngase mi Lichis.
Lo encontré años después en una esquina. Se balanceaba
de izquierda a derecha y viceversa, y de pronto detenía el
ritmo; movía sus manos hacia el frente, imitando a los pistoleros del oeste, cuando iban a guardar el arma. ¡Chapalita…
Chapalita!, le grité. Corrí hacia él y lo abracé, llorando. No
me tomó en cuenta. Seguía el balanceo y sus extraños movimientos con la mirada perdida en el infinito. Estaba flaquísimo y aparentaba el triple de edad. Lo zarandeé, lo golpeé de
rabia, tal vez por impotencia, o quizá, por culpa. Desde ese
día paso las noches en este furgón que me sirve de cueva,
contando las horas, esperando a que amanezca…
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
EL HOMBRE ABRIÓ LOS ojos y creyó que frente a él se encontraba
un retén o una partida militar o, ¿cómo es que se llama?
Estaba “bolo” o tal vez “crudo”, percibió que sus botas estaban mojadas, ¿cómo llegó ahí? ¿Por qué se hallaba en ese
lugar ante los soldados?
Escuchaba pasar los camiones y los autos; había una
carretera de por medio. Estaba recargado en la pared y giró
su rostro hacia la luz que descubría la banqueta, cuando se
percató de un letrero que indicaba: “Ómnibus Cristóbal
Colón”. ¿Se encontraba esperando a alguien? ¿Iba a viajar?
¿Cuándo fue que se durmió?
A su alrededor no había nadie; a un lado del ¿retén?, ¿partida militar o destacamento?, se agrupaban cuartos y oficinas
en tanto que en una pared vecina se leía un rótulo donde se
consignaba: “Siempre fieles a la Patria”. Se percató del cambio de guardia; un acto para su gusto nada marcial. Pareciera
que los soldados estuvieran jugando pues se aventaban los
rifles sin la presencia de oficial alguno. ¿Se sonrió?
Estaba amaneciendo, pudo darse cuenta por el arribo de
una sombra que le pidió un cigarrillo. Encontró un paquete
en su bolsa, ¿fumaba? La sombra se sentó por ahí en una
posición en la cual sus largos brazos estrechaban sus piernas,
¿hacía frío o se trataba de la llovizna? Hasta ese momento
pudo darse cuenta de que una ligera lluvia estaba cayendo
suavemente pero él sentía calor; entre la neblina de su bolera recordó que en su tierra nativa ¿tierra?, sí hacía frío
Mientras tanto, los soldados comenzaban a formarse. No
había respeto, se empujaban unos contra otros, se tiraban
de las gorras; es más, muchos de ellos tenían sus camisolas
hacia fuera. El sol comenzaba ya a disparar sus primeros
resplandores cuando otra pálida sombra llegó y abrió las
puertas del local. Su mente no alcanzaba a comprender qué
hacía él ahí, sentado, con la luz del sol justo a sus pies; la lluvia había huido.
El bochorno que se levantaba de la carretera hizo que se
sintiera húmedo, pegajoso, como la miel que se cultiva en su
tierra. La sombra que antes le pidió un cigarro había desaparecido por completo. A su lado tenía una pequeña mochila
negra que, al tocarla, advirtió caliente. Escuchó ¿escuchó?,
que llamaban a los pasajeros que viajaban con destino a
Tapachula y Arriaga, y entonces un rayo de entendimiento
penetró en su cabeza. ¡Estaba en Cintalapa!, la cabecera económica del valle chiapaneco.
Las ideas y los recuerdos se le atropellaron de golpe, se
sintió aturdido, hacía esfuerzos por recordar el motivo de su
ingesta alcohólica; cosa que, añoraba, no realizaba desde
hacía más de siete años. ¿Por qué estaba en Cintalapa?
Como si se tratara de una película, se vio caminando sin
rumbo por el centro de esa localidad, cuando advirtió a
aquella mujer. Primero se la encontró de frente, luego la
miró por detrás, después de perfil; asustado, pensó que no
podía ser otra que aquella, esa misma que perdió allá en su
tierra y de la cual el viejo Antonio dijera alguna vez: “la
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Anastacio Sántiz “Gallo”
“…De hoy en adelante yo soy mano.
y tú sólo cartas marcadas has de ver”
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
podrás encontrar en cualquier parte del mundo y cuando la
veas no te asustes”. Decidió seguirla en el curso de cuya
acción creyó sentir que “su película” retrocedía quince años.
Entonces se vio en su paraje, donde vivía, cuando también
percibió que en ese momento cualquier cosa le extasiaba,
fuera pájaro, fuera río, fuera flor. Tanto así que creía que
hasta el suelo y la selva cantaban y bailaban con él; que los
dioses tutelares derramaban sus lágrimas al son de la música del viento, como cuando a él le atacaba un dolor dulce en
el bajo vientre, o como cuando suspiraba delicadamente y a
escondidas, y el corazón comenzaba a latirle con prisa. Y
todo esto porque su mirada se había cruzado con la de ella,
cuando iba por agua al río. “Ese pájaro quiere tuna”, escuchó decir al Antonio (en esa lengua que tiene fama de oírse
como el canto de los pájaros). Él era huérfano, a su familia
la asesinó “los ejército” en Bachajón.
El viejo Antonio pidió al “prencipal” del paraje que interviniera para la entrega de la muchacha, para que ésta le
calentara el petate a su sobrino. De acuerdo con la costumbre, en la primera visita que hicieron a su vecino y prójimo
Juan Gómez Pato no les aceptaron los regalos. Fue entonces
cuando Pato dijo:
Mi hija es “jaragana”, terca, necia, paleta y chata.
Y el tío Antonio respondió:
Yo sé que las flores no son para mi sobrino, que tiene
ojos, “jocico” y pelo de cochi, pero lo único que sabe es trabajar la tierra. No sé por qué siendo tonto se le ha metido
en la cabeza esa muchacha.
Conociendo el rito, el “prencipal” agregó:
Ustedes los padres no ven lo bueno de sus hijos, pero
siendo ustedes honestos y justos, ellos, si les dan la oportunidad, serán igual que sus padres.
En la segunda visita a su vecino y prójimo, Juan Gómez
Pato, aunque eran más los regalos, tampoco fueron aceptados porque así lo marcaba el ritual; sin embargo, bebieron
bastante aguardiente. Fue hasta la tercera reunión, de acuerdo con el protocolo insustituible, que de buen modo se
aceptaron los presentes, así como la petición de boda.
Al año con seis meses exactos germinó la semilla de la
joven pareja. Él se convirtió en padre y dueño de una familia. Pero justo a los tres años de esa avenencia se fue su prietita, su chata, su “jaragana” querida. Se fue porque, según la
tía Chofi, que era la partera, el niño venía al revés y ni esperanzas de llevarla con un médico. Eran 15 horas de bajadas
y de subidas.
Antes de cumplir cuatro y entrar a los cinco años, su hijo,
su única carne, como él le decía (pues el viejo Antonio había
muerto tres meses atrás por causa de una diarrea), se unió
a los ángeles celestes.
Él tenía veinte años de edad, era viudo y estaba solo. Así
comenzó su desgraciado andar por el camino del aguardiente, del “posh”, trago ese que convierte, la mayor parte de las
veces, a los hombres en algo peor que bestias. Recordó
entonces que le dijeron que el alcohol era la muerte, y para
muchos el infierno se hallaba aquí, en la tierra misma.
Le dijeron que los que habían sufrido mucho, que los que
nada tienen, a ellos debía dárseles el cielo o la gloria aquí en
la tierra y no prometerles que luego de su muerte llegaría la
recompensa. Que si él nada tenía, podía dar la vida para
que otros tuvieran una vida digna. De ese modo fue que se
unió a los “compas”, quienes igual que él no poseían nada.
Qué bonito hablaban, hacían y enseñaban cosas justas;
mostraban y señalaban el camino de la Gloria, la cual pertenecía desde hace más de quinientos años sólo a unos cuantos. Los que nada tienen serían uno, un ejército de un solo
brazo, la fuerza de un hombre que es multitud. En consecuencia, le dijeron que unidos harían parir con las armas un
nuevo mundo donde todos serían una gran familia, donde
cupieran todos, todos tendrían voz y voto y los que mandaran, mandarían obedeciendo.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Su película regresó a Cintalapa; entonces vio a la mujer
entrar a un restaurante-bar llamado “Las internacionales”, a
donde él también se introdujo. Un ¿hombre? o ¿mujer?, que
salió de la penumbra le disparó la pregunta:
¿Qué va a tomar?
A lo que él repuso:
¿Hay que tomar un trago para hablar con una mujer?
Así es, le contestó.
De tal modo que pidió una botella de licor y que llamasen a aquella mujer.
Así, a su mesa llegó Yadira de Francia o Jazmín de Palestina o Petruvska de Rusia o Yesenia de Bélgica; todas indígenas. Unas del municipio de Jiquipilas; otras de Carranza o
de Chicomuselo; eso sí, ninguna, aunque se le parecían, era
su prietita, su chata, su “jaragana”. Y bebió hasta perderse.
Entonces el bip-bip-bip que provenía de su mochila golpeó sus recuerdos y lo situó de nuevo en el presente. Había
llegado a Cintalapa dos meses atrás, con ocho “compas”,
hombres murciélago igual que él, con la misión de cortar
con segueta, todas las noches, hasta hacerla caer, la estructura superior de un puente estratégico para su causa. De
nueva cuenta el sonido se hizo escuchar desde su mochila,
dentro de la cual metió la mano para extraer un radio de
banda civil, para apretarle un botón y poder escuchar en su
dialecto la siguiente expresión:
Capitán Gallo, capitán Gallo. ¡Misión cumplida! Puente
Las Flores caído, repito, puente Las Flores caído, un tráiler y
una camioneta en el fondo del río. Corte y vámonos. Corte
y vámonos.
Chiapas, México. Diciembre de
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1993.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
dice mi madrina que dijo mi madre, cuando
le dijeron lo que había parido.
De todos modos el tiempo pasó y los casos y las cosas
fueron marcándome y moldeándome.
Antes de que cumpliera cinco años, mi padre fue por el
pan y jamás volvió; en poco tiempo mi madre consiguió un
querido más joven que ella, trabajador y honrado.
Yo dormía con mi madre, mis hermanos, los mayores
–hombre y mujer– en el piso sobre un petate.
Las primeras noches, cuando mi madre lo jalaba para
que la zangoloteara, él decía: “todavía están despiertos los
niños, aguarda un rato”.
Tiempo después comenzó a llegar borracho y ya no
esperaba tanto tiempo para iniciar sus movimientos de
calentamiento y entre pase y pase, una mano fina se desli-
zaba como por equivocación acariciando mis senos y mi
entrepierna. Siempre creí y lo sigo creyendo –lo juro–, que
era para hacerme dormir.
Dos años después nació mi hermano menor; mis hermanos mayores ya hacían entre ellos lo que mi madre y mi
padrastro practicaban con escaso recato.
Me tocó dormir en la cama nueva con mi padrastro,
quien proseguía con su fina mano ese juego de tocar mis
senos y mi entrepierna, mi entrepierna y mis senos, justo
hasta esa noche cuando sentí la punta de uno de sus esmirriados dedos introducirse en mi “osito”. Esa ocasión di un
brinco y pegué un grito, aunque muy pronto me fui calmando, para que la operación volviera a repetirse con otro brinco y otro grito, que hasta el amanecer se fueron apagando.
En las mañanas, con ironía, mi padrastro acostumbraba
fastidiar a mi madre con la frase: “¡esta cama no rechina,
cómo me gusta!”.
La vecina, quien tenía mi edad, también corrió igual
suerte. Cuando ésta molía maíz por inercia movía sus caderas y su padrastro la tomaba por la espalda, sacaba su “ese”
y se lo recargaba por detrás. Ella, tanto como yo, no usábamos calzones; así que mi vecina tapaba con su pequeño vestido el instrumento aquel para después soltarse a reír. Por
las noches, mi padrastro hacía lo mismo, sólo que cuando
yo me quería reír él siempre callaba mi risa con su mano.
En esos tiempos mi hermano, con cara de enojo y voz
ronca, me decía que había visto y oído lo que hacía con Temo,
o mejor dicho Artemio, como se llamaba mi padrastro. Amenazaba siempre con negarme su perdón, hasta el día en que
éste hubo llegado por arte y gracia de mi himen roto con tiempo y con mejor modo por causa suya. Desde entonces, jamás
volví a amar sin advertencia, tuve que hallar sostén en la facilidad de las cosas; en la ausencia de todo compromiso posible.
Mi maestro era un tipo chaparro y gordo; tenía esa enfermedad que comienza por decolorar la punta de los dedos y la
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¿Yo?
A la Qüija y damas que la acompañan
Aunque fue de todos, nunca tuvo
dueño que condicionara su razón de ser
ALBERTO CORTÉS.
PUTA TENÍA QUE SER,
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
palma de las manos –vitiligo, dicen que se llama. Once años
había cumplido el día en que me castigó. Esa ocasión me
tomó el brazo y con la otra mano me jaló la oreja. Sus manos
eran suaves, de fineza y tacto extraordinario. Luego de aquel
castigo comenzó a darme clases en privado, en su casa.
Entonces fue del Kamasutra a las ciencias naturales; vino
de Nerón y su incendio a Roma, hasta un tal Bonaparte y su
chaqueta. Llegó a los toros y sus manoletinas, las chicuelinas y su estocada final; brincó al futbol y sus tiros de castigo y de ahí a la “tuya, mía, toma, te la presto, acaríciala”.
Apenas pasaron unos años para que yo comprendiera eso
de las ciencias y humanidades que, según él me decía,
explicaban todo lo que pasaba.
Cuando sentí por primera vez, a los catorce años, algo
pegajoso en mi entrepierna, mi maestro me dijo que debía
ignorar mis sentimientos y que mi enseñanza terminaba justo
en ese momento, porque, más allá de descubrir mi capacidad
de ser madre, no sería él quien terminara por responsabilizarme de un posible embarazo. Pobre él, aún lo recuerdo con
cariño, era respetuoso, honrado, leal y decente. Jamás me
enseñó arriba de la cama, donde dormía con su esposa.
Y así comenzaron a llegar los novios, los chamaquitos que
quieren jugar a grandes, quienes ni bien han trazado los primeros pasodobles y ya se mancharon los pantalones. También hicieron acto de presencia quienes se hacen los duros,
fuman cigarros y toman cervezas y luego más tarde, cuando
les pides que te levanten, luego luego lloran porque les va a
pegar su mamá. Además están los que a fuerza de besarte y
tocarte, quieren que cedas y cuando lo haces, entonces se
ponen a rezar. Los hombres casados mienten siempre, dicen
que les vale chinches su mujer, pero cuando ella los descubre,
hasta se le hincan. Los hay quienes te prometen casa, sustento y vestido y a los tres días se les acaba la plata.
Los hombres mayores, poseedores de cincuenta mil
experiencias, tratan de enseñarte la vida y el arte del amor,
pero a la hora buena no se “paran” ni para sacarte a bailar.
A fin de cuentas todos son inútiles y castrados de cuerpo y
alma y con alcohol en las venas.
Sin embargo, un día apareció Pelaggio, un joven de veinticinco años, “chulada de barraco”, quien trabajaba en un
banco con ideas modernas cuando me lo presentaron. El contacto de nuestras manos hizo que sintiera yo algo parecido a
ese escalofrío que dicen se siente cuando llega el amor. Sus
manos eran de terciopelo puro. Se me quedó mirando con
una sonrisa que invitaba a todo, acercó sus labios a mi oído
y me dijo esa vez: “eres muy, muy guapa; me gustas, lástima
que soy ajena”.
Con Pelaggio, la amistad fue en grande; coincidimos en
muchas cosas, sobre todo las relativas a los hombres.
Pobrecitos, decíamos, nos dan lástima, tan desprotegidos,
tan huérfanos, que nosotros tenemos que darles todo, todo
y más.
En una de nuestras recurrentes pláticas, me dijo: “Mira
tus grandes ojos aceitunados, tus labios rojos y carnosos,
esas pestañas grandes y quebradas; tu piel canela, tus medidas casi perfectas, y así, ¡igual que yo de… estúpida! No
somos capaces de pedir más de lo que los hombres nos
dan. Tú tienes dieciocho, yo veinticinco, pronto comenzaremos a caducar. Pidamos un poco más a los hombres; en
pocas palabras, vendamos y cobremos mejor nuestros
conocimientos y exprimámoslos con nuestras experiencias
hasta no dejarles jugo alguno”.
Meses después ascendieron de puesto y cambiaron de
sucursal bancaria a Pelaggio. Cambiamos el pueblo por la
ciudad y puerto de Coatzacoalcos, primo hermano del tres
veces heróico puerto de Veracruz. Gigante, enorme y con
industrias, barcos y mil y una cosas más que nos dejaban
boquiabiertas a Pelaggio y a mí. Nos adaptamos casi inmediatamente al ritmo de vida de aquel puerto. Pelaggio me
usaba o creía usarme; me conseguía amigos jóvenes y ma-
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Ulises Mandujano Nájera
duros. Los jóvenes primero tenían que ser “amigos” suyos y
luego míos. Los viejos, iguanas ranas.
Una ocasión, un arquitecto, mayorcito él, como de cincuenta y pico de millones de pesos, le preguntó por mí a
Pelaggio. Se dice que a Pelaggio le brillaron los ojitos y algo
de súbito le saltó a la mente. Me dijo: “Cuidado, gatita, es
diferente, y por las preguntas que ha hecho, creo que va por
otro carril, así que no des nada ni recibas nada; aprieta las
piernas, cierra tu corazón y abre tu mente”.
Cuando tuve la oportunidad de conocerlo, toda mi carne
vibró. Sus manos eran unos ositos de peluche. Se trataba del
tipo que no es huérfano, que no es imbécil, que sabe lo que
tiene, que sabe lo que quiere y sabe cómo conseguirlo.
Tanto así que derechito y al ojo me espetó: ¿Quieres casarte
conmigo? A lo que yo contesté ¿quién? ¿Yo? ¡Que ya yo!
Don Cenizo
El combatiente*
Para Pau y sus hijos
AQUÍ ESTOY, VIENDO PASAR el tiempo por esa ventana cuadrada, de
veinte por veinte, recordando los días felices de las calles
metamórficas de la colonia y mentándole la madre al Bruce
Lee con sus técnicas de combate a cada minuto que pasa.
Era feliz. Atendía a mis bolos peleando por la cuenta
cuando no les alcanzaba para pagarla; escuchando interminables y tristes historias conyugales; de novios abandonados en la esquina; de hombres con miedo a morir, llorones
hasta el cansancio; oyendo a necios poetas e intelectuales,
metidos hasta el tuétano en discusiones eternas, sin un
posible acuerdo.
¡Ay de mis bolos! Primero te llaman primito, hermanito,
pariente, amigo del alma; alaban tu botana, tu servicio, tu
atención; y al final: ¿Que quée? ¿Cuánto? ¡Estás bien pendejo! ¡Pa’ pinche botana de mierda que nos diste! ¡Yo tomo
trago, no agua! ¡Esos tehuacanes no te los pago! ¡Ora sí que
no mames, Che! Es más… ¡Chinga tu madre!
*Mención honorífica en el VI certamen de Cuento Corto “Guatzacoalcos”.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
En fin, se verán peores cosas, dice mi hermanito que
dice la Biblia.
Yo estaba trabajando duro, tratando de recuperar dieciséis
largos años perdidos en los que pasé toda una vida manoseando mi dignidad, jugando –como dicen– a grande y en los
cuales fui medio hombre. Estuve en el movimiento del 68, y
renuncié a convertirme en mártir; quise ser guerrillero,
y deserté ya avanzada la montaña; más tarde y toda vez sufrida la metamorfosis, intenté ser gerente bancario, y nada más
llegué a cajero; quise construir mi casa y no pasó de obra
negra; le entré a la fayuqueada, y me quebró la devaluación.
Tiempo después, en un refundido pueblo costeño comencé a armar una modesta discoteca; una semana antes de
abrir inauguraron otra frente a la mía y me hizo fracasar. Fui
promotor de “artistas” y, como en El Gallo de Oro, emprendí una interminable gira presentando a los travestis de
Veracruz, que por ese tiempo estaban de moda; y por poco
y me vuelvo puto. Subí al ring buscando un campeonato,
pero me noquearon a las primeras de cambio, y todavía me
acusaron de vendido. Fui petrolero en las plataformas de
Campeche, y en esas estaba cuando meten al bote a mi
padrino “El Cuino” y que me bajan de volada; me dio puerta una morena pero fue porque ya estaba embarazada; practiqué alpinismo y en la primera escala, sufrí un accidente y
lo que saqué fue medio kilo de platino que me pusieron en
el codo izquierdo; me gustó la carrera de las armas y pensé
ganarme las barras y el águila, pero lo que gané fue un chaleco blanco de capitán… pero de meseros. En fin, esas son
otras vainas, como decía el poeta cabezatoriano.
Total que para apaciguar en forma más pronta y expedita
los ánimos en mi cantina, comencé a tomar un curso de karate por correspondencia y en esas estaba, tranquilo, como dije
al principio, cuando se atravesó mi amigo Arkadeo y me regaló un libro. Este no era otro que la Vida, muerte y técnicas de
Bruce Lee. Pa’ pronto, como toda persona hambrienta de sabi-
duría, comencé a devorar literalmente aquel volumen pletórico de máximas como estas: “muchos estudiantes de karate se
concentran tanto en los resoplidos y los movimientos de contraataque que pierden de vista lo que se supone debían hacerle al oponente… que es quitárselo de enfrente lo más pronto
posible. El profesor dice: si su oponente hace esto, entonces
usted hace esto, luego esto y, enseguida, esto; y mientras usted
está recordando qué sigue de esto, el otro tipo le está dando
una madriza; recuerde: el oponente es un objeto vivo, en
movimiento, que no está en posición fija. Usted está expresando las técnicas, no haciéndolas; si alguien lo ataca, su respuesta no es la técnica número 1, postura 2, sección 4, párrafo 5;
en lugar de eso, usted simplemente se mueve como el sonido
y el eco, sin deliberación alguna; en otras palabras, si alguien
lo ataca o trata de sujetarlo, ¡péguele!, use lo que tenga a
mano; no pierda tiempo en movimientos sofisticados e innecesarios, le darán una golpiza si trata de hacerlo y, si es un pleito callejero, le arrancarán los ojos. El combatiente debe estar
siempre en estado de alerta, esperando un posible ataque”.
El desastre estuvo cuando tomé estas metáforas al pie de
la letra. Pa’ su madre, andaba con un brío que parecía burro
en cuarentena. Brincaba dormido, y cuidado y me zumbara
una mosca de cerca porque ya estaba tirando manotazos y
patadas; miraba pa’ un lado y pa’ otro, como los gatos cuando están terminando de hacer el amor, y con mi codo
emplatinado rompía ladrillos y tablas. A mis clientes los
traía locos. En lugar de preguntarles ¿qué van a tomar?, les
llegaba con la kata-punse, en posición tikubi (de tigre), y con
mi ki-ap (grito) en do mayor, a todo lo que daba.
Un día, como todos, fui por mis compras; y, antes de mediar el día, adquirí en un súper tres latas de puré de tomate
para mi botana, mismas que me pusieron en una bolsa de nailon, que colgaba de mi mano derecha. Fui al banco a pedir mi
estado de cuenta, y en esas estaba, cuando, al salir, caminé
unos cuantos pasos; con el instinto –para ese entonces– hiper-
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Ulises Mandujano Nájera
sensible, oí a mis espaldas que alguien gritó: “este es un asal…”.
La voz se apagó de pronto, en tanto que giré velozmente
hacia mi izquierda, y mi codo emplatinado encontró su justo blanco en una barbilla.
Giré de nueva cuenta (los asaltantes nunca andan solos),
tomé la bolsa con las latas y –sintiéndome David y su honda–
la estrellé en la cabeza de una segunda sombra, que, acto
seguido, traspasó el grueso cristal del aparador de una casa
comercial. Seguí girando. Esta vez apliqué estricto la katapunse en una tercera sombra, mientras un cuerpo yacía sobre
la banqueta, no sé si lleno de sangre o de puré de tomate.
Cuando me acerqué a verlo, apenas y alcanzó a exclamar: ¡priiiimo!
Al día siguiente, los diarios publicaron: “Karateca desalmado, asesina, con alevosía y ventaja, a sus parientes”.
Don Cenizo
Ronu
A DARÍO T. PIE
Difícil encontrar justos
en un pueblo de malhechores.
Es más fácil que un árbol
torcido se enderece a que
alguien acepte ser culpable.
Centro de Readaptación Social
Cerro Hueco, Chiapas; 1991
CHONG FHANANGHI
COMO TODOS LOS DÍAS, iba colgada del hombro de Ronu.
Formamos la pareja desde que él tenía 17 años, hoy tiene 42;
así es que tenemos juntos más de la mitad de su vida. Nadie
de los que lo conocen puede imaginarlo sin su eterna compañera que soy yo, quien se encarga de guardar y cuidar sus
cosas del trabajo y de valor. Cargo y guardo sus libros, apuntes, fotos y cámaras fotográficas; como quien dice soy su
brazo derecho, además de su memoria. Sin mí, Ronu perdería su personalidad y hasta la forma de caminar; él es un
hombre alto, de 85 kilos de peso, moreno, cabello semicolocho. Su andar es algo encorvado y se balancea como si le
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Don Cenizo
quedaran grandes o chicas las botas. Nació en pañales de
seda, pero se ha formado solo (claro, con el apoyo de su
padre) y desde que tiene responsabilidades familiares se
salió de la casa paterna. Ronu es periodista, hijo de periodista, editor, fotógrafo y bebedor de ron antillano blanco.
En una ocasión memorable Ronu caminó sin rumbo por
ese pueblo grande que es la capital del estado. Esa vez no
encontró a ningún amigo. Era día de los fieles difuntos y sólo
trabajaban los indispensables, es decir, muy poca gente.
Compró una botella de ron y enfiló con su paso cansino hacia
la casa de Amparo. Allí estaba Rubén, esposo de Amparo, y
el poeta y pintor Eladio Santos, quien aunque siempre peleaba con Ronu, al encontrarse y al calor de los primeros tragos,
casi siempre le decía: “¡idiay pue´, hemanito!”
Al poco rato de hallarse en ese aciago día, decidieron
visitar en el panteón a los amigos muertos y brindar con los
familiares de los difuntos, saborear los tamales, carnitas y
antojitos que al finado en cuestión se le apetecían. Eso es lo
tradicional, además de oír la marimba o los mariachis, pero
las bromas y risas se acabaron al llegar al camposanto. Un
letrero decía: “Por orden de las H. Autoridades Municipales,
se prohíbe introducir comidas y bebidas embriagantes a
este panteón, asimismo no se permite la entrada a músicos
y filarmónicos”.
En la entrada, una veintena de policías revisaba bolsas y
morrales y, con la frase: “No sé, es orden del poeta Noquis”,
trataban de convencer a los dolientes de tan absurda disposición. Ante estos argumentos, no les quedó más que meterse a la cantina más cercana a su corazón para llorar por los
amigos muertos.
Rato después decidieron ir a la tumba de un amigo poeta,
pintor y bohemio que está enterrado en un pueblo vecino, ahí
nomás atravesando el río, sitio en el cual sí se puede comer
y brindar por los difuntos hasta el amanecer. Y allí estuvieron,
discutiendo, cantando y leyendo poesía hasta que se agotó el
licor. Fue entonces, cuando Ronu decidió caminar entre las
tumbas para orinar, que de pronto vio aquel mausoleo, el más
grande del panteón, a una distancia nada significativa del
sitio donde se había detenido. Apenas se divisaba un grupo
numeroso de personas de todas edades y estratos sociales,
quienes cantaban y reían en lo que bien podía considerarse
una auténtica pachanga. Ronu reconoció a varios de los que
ahí se encontraban, pero regresó con sus amigos.
“Hay un bulto de gente –les dijo–, nos hacemos los aparecidos y ya chingamos el trago y los tamales”. Los amigos
aceptaron al momento, pues sabían los alcances de su labia,
y sus gargantas resecas urgían de pronto alivio.
Los invitaron a pasar. Ronu venía retrasado y quiso llegar
más informado; para esto se dirigió a un hombre vestido de
negro que se encontraba parado como a diez metros del lugar.
—Perdone, ¿sabe usted quién está enterrado aquí?
—¡El Capitán Verde! –contestó el hombre, cuya voz Ronu
escuchó rasposa, como surgida de un sitio muy lejano.
—¿El Capitán Verde? ¿El que…?
El hombre no le dejó terminar: —Ese que usted sabe.
Fue entonces que la mente de mi amo y señor buscó la
historia hallándola casi al momento:
“El Capitán Verde, de nacionalidad francesa, llegó al país
trescientos años antes. Gozaba matando indios en honor del
señor de las tinieblas; además, hacía curaciones aparentemente milagrosas y se decía que por sus venas corría sangre
de inquisidores y verdugos. Se rumoraba que tenía pacto
satánico, lo que causaba temor en la región, y se apoderaba
de lo que deseaba por las buenas o las malas. Sin embargo,
un día los lugareños decidieron actuar; se convino su ahorcamiento, para que luego del mismo procedieran a sujetarle
pies y manos a la cola de cuatro caballos, mismos que lo destazaron, quedando los restos de aquél a la intemperie, para
que los abundantes perros callejeros del pueblo, o acaso los
zopilotes, concluyeran la tarea. Pero ninguno de estos anima-
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Don Cenizo
les probó la carne de aquel cuerpo infecto, que no entró en
descomposición sino hasta que llegaron sus parientes, semanas después, para su entierro. Terminado el entierro del
Capitán, se soltó un aguacero torrencial que oscureció por
muchos días los cielos del pueblo. Con ello vino la creciente
que arrastró animales y casas. Unos decían que era un castigo por lo que habían hecho con el Capitán Verde y otros afirmaban que el Altísimo estaba lavando los pecados del siniestro. El caso fue que ni los muertos lo quisieron, pues las
aguas del río cambiaron de curso dejando grandes playones
por doquier. Cuando midieron las tierras que pertenecían al
panteón, resultó que las colindancias dejaron fuera de éste la
tumba del Capitán Verde.”
—¿Oiga, todos los que…?
De nuevo el hombre no lo dejó proseguir.
—¡No! Unos son familiares del Capitán Verde, otros amigos de ellos y la mayoría seguidores de él, quienes lo conocieron por conducto de sus antepasados. Pero todos lo quieren
y lo consideran un santo, un hombre víctima de las circunstancias.
—Bueno, y ¿usted cómo lo cataloga? –preguntó impaciente Ronu.
—Yo creo que su fama la ganó a pulso, ya que ha transcurrido mucho tiempo y sus enseñanzas siguen en la mente
de todos los que lo veneran y están aquí presentes.
Fue así que Ronu metió su mano a mi bolsa chica buscando papel y pluma, pero sólo encontró una servilleta
estrujada. Quiso hablarle a Eladio.
—¡Tenga! –le dijo el hombre y le entregó una pluma negra.
Al sujetarla, Ronu y yo, en toda mi extensión de suave piel
de ternera, nos estremecimos. Él diría después que la pluma le
quemó al estar escribiendo los nombres de los que allí estuvieron. Recuerdo que repetía en voz alta lo que iba escribiendo.
—Fulano, ex rector de la universidad…
—Así es –le dijo aquel hombre.
—Zutano, Secretario de Gobierno del…
—Afirmativo –volvió a decir el sujeto.
—Perengano, director de comunicación… Cuánta gente
importante.
—Correcto –dijo por enésima vez el hombre de negro.
—¿Y usted es seguidor, amigo, conocido o famil…?
—Soy –interrumpió– algo así como el guardián o el cuidador.
—¿De quién de los que están aquí? –preguntó Ronu.
—¡Investígalo! El periodista eres tú –tuteó el hombre.
Ronu devolvió el bolígrafo, sin percatarse nunca que cuando comenzó a preguntar, los que estaban en el interior del
mausoleo guardaron silencio. Cuando quiso entrar, se dio
cuenta de que todos observaban a Rubén, Amparo y Eladio
con cara de pocos amigos, con verdadera ira. Ronu quiso
hablarles, pero la ansiedad de retirarse de ahí se había apoderado de él y nada más volvió sobre sus pasos, caminó entre las
tumbas con desesperación –como cuando a uno le hace falta
un trago– y tras de él vinieron sus amigos, quienes le gritaron:
—Ronu, Ronu, espérate, no pasa nada.
—Nada de qué, imbéciles, ustedes qué saben –repuso Ronu,
quien a la vez murmuraba improperios y apresuraba el paso.
Al llegar a la entrada del panteón dijo para sí mismo:
aquí se quedan estos cabrones, no quiero a nadie cerca de
mí, sólo a ti, querida e inseparable amiga. Inmediatamente
guardó la servilleta en mi bolsa chica y se dirigió a una familia que junto al mariachi le cantaba a sus difuntos.
—Discúlpenme, atrás de mí vienen unos amigos que son
artistas; la señora canta y, si yo se lo pido, les canta a sus
difuntos sin cobrarles un solo centavo… tan sólo unos tragos.
—Claro –asintieron–, no todos los años se les puede cantar a nuestros difuntos con un artista.
Amparo no se hizo del rogar. Ya con unos tragos y otros
más por venir, se puso a cantar de verdad.
Así que mientras Amparo interpretaba “Cruz de olvido”,
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Ulises Mandujano Nájera
Ronu y yo salimos del panteón. En la primera vinatería que
encontró, compró una botella de tequila y a grandes tragos
se la fue tomando rumbo al parque, en donde se instaló en
una banca, sitio en el que más tarde habrían de alcanzarle
sus amigos, sólo para que él los mandara a la chingada.
Ronu despertó a las dos de la tarde. En su cara se traslucían la preocupación y el espanto, como el de quien tiene
miedo de que alguien dañe a los que ama. Yo estaba tirada
justo al pie de la cama. Me levantó con un brusco tirón de la
correa. Me abrió y con desesperación buscó en mis bolsas
sin encontrar la servilleta. Su hijo, de escasos dos años, al
verlo despierto se había acercado a él llevando en su manita
izquierda aquel arrugado papel. Su sonrisa siempre angelical
fue esta vez demoníaca y su risa incontrolada denotaba burla
hacia él. Ronu le arrebató el ansiado papel, lo desarrugó para
leer lo allí escrito. Al momento lo soltó como si algo le hubiera quemado; su rostro se transformó horriblemente y lanzó
un grito inenarrable. El aire, en tanto, llevó hacia mí la servilleta y momentos antes de que se desintegrara pude alcanzar a leer: “Bienvenido al mundo verde”.
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Don Cenizo
14 de febrero
Se me ponchó el alma
ELENA PONIATOWSKA
o bolo-crudo, como vos querrás. Me apestaba el hocico a cuerno de chivo, mortal por necesidad. Mi
cara más fea que un carro chocado, pero eso sí, ¡bien bañado!
Al subir a la combi me tocó sentarme atrás del “cumbiero”, en la tabla-banca que supuestamente deben ocupar cuatro personas, nomás que al número cuatro –en este caso me
tocó a mí– siempre le corresponde ir sentado en el filo de la
tabla-banca… ¡a media nalga, pues!
Ya instalado me percaté (¡ah, chingaos!, ¿qué no puedo decir
o escribir “me percaté”, si dicen que cuando estoy bolo soy inteligente?). Bueno, el caso es que me percaté de que tenía a mi
lado a una señora que no tenía “maye” (…) ¡Oh, carajo! ¡Madre,
pues! ¿Ya? Traía una faldita corta –no sé para qué se las ponen si
van a andar jale y jale para que no se les vean los calzones, pero
esta señora no se la jalaba–, buena onda la ñora, y comunicativa, pues apenas me senté le dio por iniciar plática y me dijo:
—Mire usted, el otro día se sentó a mi lado un señor que
venía igualito que usted, así, todo desmejoradito. Este cara de
vaca, pensé, en el próximo enfrenón azota, pero no, que se
AQUEL DÍA IBA CRUDO-BOLO
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Ulises Mandujano Nájera
agarra de mi chichi izquierda, y luego pasamos un tope y que
se agarra con la otra mano de mi otra chichi; luego llegamos
a la escuela esa en la que le pusieron siete topes a la calle ¡y
ahí sí me afligí! Pero no, al primer tope, que me suelta las chichis, yo creo porque le lastimaban mis pezones que ya estaban bien duros, pero se agarró de mi pierna. Al segundo tope
se agarró más fuerte. Yo sentía cuando se soltaba y se agarraba lo mismo que cuando me acaricia las piernas mi querido,
y entonces no sé por qué con los siete topes fue que me acordé de una plática entre mi marido y su amigo “El Che”, quien
decía que siete minutos bastan para llegar al orgasmo junto
con tu pareja; bueno, usaron otra palabra. Y mientras tanto,
¡zas!, otro tope, y que se agarra de mi pantaleta. Ya pa’l quinto tope, si no le abro las piernas se cae, ¡no aguanta el otro!
Con sus dedos ya dentro de mí, lo veía pálido, sudoroso,
jadeando como cuando uno acaba de correr; sus ojos se le
estaban poniendo blancos y pensé: ¡ya no se cae, ya no se cae!
Entonces pidió su parada y que se baja; al momento me dije:
“pobrecito, no lo pude ayudar”.
Don Cenizo
El Dandy Pérez*
Nadie puede dirigir una orquesta
sin dar la espalda a la multitud
R. HELMUT.
—¡DÉJAME QUE TE cuente, mi negro!
En el 67 trabajaba en un banco, allá en Coatzacoalcos,
nuestro Coatza, primo hermano del tres veces heróico puerto de Veracruz. Ese Coatzacoalcos que empezaba a transformarse en el emporio petroquímico más grande de América
Latina, y en el abanico de riqueza y miseria que es hoy.
Yo le pagaba a petroleros, ferrocarrileros, burócratas y
demás ralea, pero también sabía bailar, jugar pelota, nadar
y bucear, lo que aunado a mi empleo hizo que tuviera
muchos conocidos y amigos.
Aquella tarde íbamos mi compadre y yo, medio borrachos, pasando frente a la arena de boxeo, unas inmensas
bodegas que estaban situadas justo a la orilla del río.
* Primer lugar del Concurso de Cuento “Eraclio Zepeda”.
*Mención Honorífica, VII Certamen nacional de cuento corto “Guatzacoalcos”.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
¡Vamos a ver qué hay, compadre!
¡Qué va a ver!, sólo cabrones practicando.
Cierto. Un tropel de gandules haciendo sombra, golpeando peras y costales, brincando la cuerda, etcétera. Pregunté
por el promotor y resultó ser un amigo, al cual, incluyendo
a su primo, le había impuesto una derrota en un pleito
callejero.
¿Qué pasó, pinche Pérez? ¿Qué haciendo?
Aquí nomás, buscando pleito.
¿Qué, ya dejaste el banco?
¡No!, pero quiero subir para ver qué tal se sienten los
chingadazos allá arriba.
¿Boxeas?
¡Tú mejor que nadie lo sabe!
¿Estás practicando?
Ya vámonos –terció Rodolfo, que así se llamaba mi compadre.
¡Espérate, jodido!, no ves que estoy practicando –repuse.
Y le dije al promotor: –Prográmame a diez rounds y te aseguro que se llena esta chingadera.
¡Más quedito! No te me vayas a rajar, cabrón; primero
dime tu peso y tu nombre de batalla.
Peso pluma y respondo al nombre de “Dandy” Pérez.
¡Oye, compadre!
¡Tú no te metas! ¡Y agárrate porque vas a ser mi manager, cabrón!
Al otro día no me acordaba del compromiso pues la terrible cruda me estaba matando. Fui a ver a mi compadre del
alma y allí mismo encontré a los cuates, quienes al verme
comenzaron a chingar.
¡Ese mi “Ratón” Macías!
¡Quihubo, mi campeón!
¡Újale, el “Mantecas” se queda pendejo a tu lado!
¡A ver, aviéntese el uno-dos, el uno-dos!
¿Qué chingados les pasa? –pregunté atolondrado.
Es que ya nos contó Rodolfo –respondieron todos a coro.
¿“Dandy” Pérez? ¡Mis calzones, qué!
No te mediste, pinche Pérez.
¿De verdad vas a subir, güey?
De pronto recordé todo el rollo y envalentonado, con mi
conciencia apenas inaugurada, les grité:
¡Sí, voy a subir, y todos ustedes van a ayudarme, jodidos!
Al poco rato estábamos en el bar “1.20” discutiendo el
plan de entrenamiento y la estrategia a seguir; todos querían participar; hasta el cantinero, quien se apuntó con el
ejercicio de “levantamiento de tarro”.
En resumidas cuentas, nuestro plan era el siguiente: Por
la mañana, de las 6:00 a las 8:00 horas, carrera por la playa y
luego natación; más adelante, trabajo en el banco; de 15:00 a
17:00 horas pura “sombra” y “levantamiento de tarro” en la
palapa de Modesto; por la noche, a sudar en serio en los burdeles a ritmo de cumbia y conga. Los sábados y domingos
los dedicaría a boxear con sparrings, que no eran otros que
mis amigos y cuyo diferente tonelaje y medida contribuirían
a afianzar mi entrenamiento. Y no me lo creas, pinche
negro, estaba agarrando buena condición.
Como era de esperarse, comenzó a circular el rumor de
que Pérez –sí, ese mismo que trabaja en el banco que está
en la meritita esquina del parque– iba a boxear, a subir al
encordado, por lo que las opiniones comenzaron a dividirse.
Pinche Pérez, va a valer madres.
No la va a hacer.
El cabrón cree que es lo mismo que un pleito callejero.
¡El que es perico donde quiera es verde! Le voy al “Dandy”.
¡Y el que es pendejo donde quiera pierde!
¡Lo van a madrear!
¡Está loco!
Que lo están entrenando un chingo de gentes.
¿Quiénes?
“Los Turcos”, “Los Triángulos” y “Los Carrillo”.
Pues ni que lo entrene “El Cuyo” Hernández.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
¡Déjense de jaladas y esperemos el día del combate!
¡Total!
En aquel tiempo, mi hermana, que era esposa del Secretario General del Sindicato de Petroleros, tenía la costumbre de que cuando alguno de la familia iba a celebrar una
fiesta, por insignificante que ésta fuera, ella vestía sus mejores galas provocando una lluvia de whisky que a toda la
prole inundaba. Se organizaba una gran comilona en un
salón reservado para esas ocasiones o bien en casa, según
fuera el humor de la seño.
Ella viajaba a la Ciudad de México semanalmente, por lo
que era sumamente difícil encontrarnos. Cuando supo que
yo iba a boxear, se comprometió a traerme toda la indumentaria y que por medio del Sindicato se me proporcionara un entrenador profesional.
Gracias a los detalles de mi hermana y al interés que por
la pelea demostraban los clientes del banco, los amigos y
conocidos, pude darme cuenta –negrito santo– de que
había llegado demasiado lejos con el relajo ese. Y por eso
que los especialistas llamen catogelofobia, que no es otra
cosa que temor al ridículo, tuve ganas de rajarme –te lo
juro, bembón santo–, pero decidí meterme al gimnasio a
prepararme en serio. Ahí me llevó la chingada; hubieras
visto, jodido negro, qué madrizas me pegaban, tantas que al
cabo de dos meses y medio era ya una “sedita”.
Días antes del encuentro, los cajeros de la institución
bancaria donde prestaba mis servicios y los de los otros dos
bancos del puerto, repartimos propaganda a toda la clientela y al personal de empresas y compañías a las que pagábamos la raya. Como quien dice: a casi todo el pueblo de
Coatza, negro jodido.
Estábamos ya en los vestidores –si es que se le puede llamar vestidor a un cuartucho de lámina donde apenas caben
una mesa, una silla y una maltrecha banca–, cuando muy
serio, en tono grave, le pedí a mi compadre que recordara
cómo había comenzado todo, todo lo que había sucedido y
lo que habíamos platicado, para que cuando él escribiera
esta historia la llamara algo así como “Esto me lo dijo el
campeón”.
Los cuates comenzaron a llegar y a desfilar por el “vestidor”, haciendo cada cual su comentario:
—¡Ese mi “Dandy”! ¿Listo?
—¡Listo!
—Ya se está llenando esta chingadera.
—Pa’ su madre, ¡cuánta gente, güey!
—Ni cuando el Ultiminio.
—Todos estamos contigo, “Dandy”.
—Doña Pelos está en primera fila, mi “Dandy”.
—Si ganas te pago diez salarios más y te programo de
nuevo –prometió el promotor–. Nunca esperé este entradón; gracias, pinche Pérez.
Camino al cuadrilátero sentí lo que seguramente sienten
los grandes ídolos, el calor de la gente que te quiere bien, los
aplausos, todo. Todo aquello sin que sepas lo que te espera
allá arriba en la soledad del ring. Y allí estaba con mis zapatillas blancas –en ese tiempo muy poco comunes–; mis calzoncillos, bata, calcetas y toallas, todos inmaculados. En mi
ruta al encordado me escoltaron cuatro guapas edecanes del
Sindicato, las cuales vestían los colores del “Dandy” Pérez:
por supuesto blanco, blanco y más blanco. Haz de cuenta
que estás mirando al mismísimo “Ratón” Macías, pinche
negrito. Todavía en el trayecto alcancé a mirar a las secretarias del banco; a mi cuñado el jerarca del Sindicato; a mi
familia, a doña Pelos; en fin, a todos.
Ya en mi esquina trataba de oír los consejos de mi manager; veía moverse nervioso al “Negro” Taylor que también
debutaba, pero como réferi. En el lado contrario vi a un
chavo, insignificante, que parecía estar haciendo pucheros y
me acordé de los cuates y su estribillo de ocasión: ¡quiere
llorar, quiere llorar!
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
En estas estaba cuando escuché:
¡Damas y caballeros! Su amable atención, por favor… Pelean… Pelearaaaán… diez raaaaunds… En esta esquina,
con cincuenta y ocho kilos trescientos gramos, el
“Gatoooooooo” López.
Entonces se escuchó el estruendo de todas las gargantas
que al unísono exclamaron: ¡uuuuuuuuuh!
En esta otra esquina, con el mismo peso, el
“Dandyyyyyyy” Pérez.
Estuvo a punto de caerse la arena, negro cabrón. Porras
y más porras de mis cuates petroleros, ferrocarrileros;
hurras de todos –no sabía qué hacer, Picho–. Lo único que
se me ocurrió fue decirle a mi compadre:
Ojalá el chavito ese sepa boxear, aunque me gane, se
trata de que demos una buena pelea porque mira ¡cuánta
gente me vino a ver!
Nos llamaron al centro del cuadrilátero:
Peleen limpio… cuando yo diga ¡fuera!, ¡fuera!… sepárense sin tirar golpes… dense la mano y que gane el mejor.
Sonó la campana; apenas chocamos los guantes me le
fui encima disparando rectos, ganchos, ópers y cruzados. El
chamaco se echó para atrás, rumbo a su esquina. ¡Te llevó
madres!, pensé –te lo juro, negrito–.
Dicen que me pegó en la mandíbula, del lado izquierdo.
Yo sentí el golpe en la zona contraria. Veía al réferi contarme; oía claramente a doña Pelos diciendo: “ya lo mataron,
ya lo mataron”. Como pude, me puse en cuatro patas. Vi a
toda la gente con la boca abierta, se me aflojó un brazo y
me fui de hocico contra la lona; me agarré de una cuerda
y me levanté (sólo Dios sabe cómo, negrito), quedando un
poco inclinado. En esa posición me fui reculando hasta las
cuerdas contrarias, y si no es por el réferi, que alcanzó a
sujetarme, me salgo del ring. Cuando me tuvo abrazado yo
le reclamé:
¡Me metiste la pata, me metiste la pata, desgraciado!
Qué pata ni qué pata, tronco de madrazo el que te metió
el chavito –me dijo.
¿Me bajé?, ¿me bajaron? Ve tú a saber, negrito de mi
corazón. Lo que sí es cierto es que mi cuñado me alcanzó a
decir:
¡Te vendiste, te vendiste, pinche cuñado!
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
¡Culturales!*
Tuxtla Gutiérrez, Chiapas
Domingo 25 de abril de 1993
MANDUJANO NÁJERA, FUENTES Y
MANDUJANO GUZMÁN GANADORES
DEL “ERACLIO ZEPEDA”
El criterio seguido contó: calidad narrativa, originalidad
de estilo, capacidad de imaginación y sostenimiento del discurso literario dentro de las cuatro cuartillas mínimas señaladas por la convocatoria.
Los primeros son equivalentes al Concurso de Poesía
“Óscar Oliva”, cuyos resultados se dieron a conocer ayer.
Primer lugar: dos mil nuevos pesos: segundo: mil nuevos
pesos; tercero: presea de cristal y diploma, que también se
entregan en los casos anteriores. La premiación de ambos concursos (se rectifica) será hoy por la noche en la Plaza Central.
El concurso “Eraclio Zepeda” fue uno de los convocados
dentro de los I Juegos Florales San Marcos 1993 y promovido por el Ayuntamiento.
DAVID TOVILLA
Jueves
EL DANDY PÉREZ ¡SÍ
29
de abril de
1993
VEINTINUEVE AUTORES, SETENTA Y cinco trabajos y dieciséis finalistas
en el concurso de cuento “Eraclio Zepeda”. Tres premios: primero, Ulises Mandujano Nájera; segundo, Rigoberto Fuentes
y Fuentes; tercero, Jorge Mandujano Guzmán. Tres menciones honoríficas: Gloria Zenteno, Manuel Cruz y Ramón
Fernando Velázquez.
Tras una deliberación que María de Lourdes Morales,
Joaquín Vásquez Aguilar y Alberto Garzón y Rincón, integrantes del jurado, calificaron como “difícil” por la calidad de los
tres primeros lugares y de los dieciséis finalistas se conoció
la resolución. De esta forma, se premiaron los cuentos El
Dandy Pérez de Ulises Mandujano, amparado con el
Seudónimo “Dandy”; Peruanos Alasqui de Rigoberto Fuentes,
alias “León de Teresa”; El Güero Elorza partió a La Habana, de
Jorge Mandujano, oculto en el sobrenombre “Rigoberto
Megchum”. Las menciones son para los trabajos: Bibliomanía
de Gloria Zenteno Pascacio, Diez cuentos microscópicos de
Manuel Cruz y Jardín de Jade de Ramón Fernando Velázquez.
SE VENDIÓ…!
Nadie, pero lo que se dice nadie, quería creer lo que el
Dandy Pérez pregonaba.
Haber perdido la pelea tan inocentemente era punto
menos que imposible, conociendo al compa como todos los
conocían. Si hasta doña Pelos comenzó a desconfiar de él
luego de la inesperada derrota del que fuera la esperanza del
puerto para llegar a campeón.
Es más, ni su padre le creyó, porque cuando el Dandy
Pérez le preguntó: ¿Y usted también cree que me vendí,
papá…?
La respuesta fue medio en serio, medio en broma; “Pos… sí”.
Desde aquella fecha el Dandy Pérez se había convertido
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SERGIO EMILIO
Para Ulises
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
en la desilusión de sus amigos, de su familia, de sus admiradores.
Pero poco fue lo que cambió en él.
Nunca volvió a subirse al ring porque no quería aumentar las especulaciones sobre su proceder.
Con el paso del tiempo, hasta sus mayores denostadores
se fueron olvidando del incidente y ya no lo acusaban de
haberse vendido en la gran pelea.
Él mismo llegó a olvidarlo, pero…
Todo cae por su peso.
El dinero que había aceptado aquella noche le fue entregado tiempo después, precisamente el 25 de este mes.
Para borrar por completo la historia de la negra actitud se
dedujo que los dos mil nuevos pesos le eran entregados por
haber ganado el concurso de cuento a que había convocado
el Ayuntamiento.
Nadie lo creyó.
Por teléfono, su compadre Rodolfo le habló desde el
puerto para recordarle:
“Pinche compadre, te vendiste…”
reafirma su calidad al ganar en los primeros segundos del
primer raund de la contienda literaria, de cuya decisión los
jueces otorgaron al amoroso Pérez una mención honorífica.
Cabe mencionar que el réferi mayor, en este caso, fue
nada más ni nada menos que doña Elena Poniatowska.
La ceremonia de premiación habrá de darse esta noche en
el cuadrilátero que ocupa la Cámara de Comercio, allá en la soledad de Coatzacoalcos, sitio en el que nuestro Dandy Pérez fue
acusado de haberse vendido en su pleito con el Gato López.
Extraoficialmente se supo que doña Pelos no estará presente.
Enhorabuena, Dandy, iremos contigo a la próxima contienda.
EL DANDY PÉREZ
VOLVIÓ A GANAR PERDIENDO
JORGE MANDUJANO
El cuento El Dandy Pérez, de Don Che Garufas (A) Ulises
Mandujano Nájera, volvió a ganar perdiendo en el Séptimo
Certamen Nacional de Cuento Corto “Guatzacoalcos”, convocado por el taller literario “Bernal Díaz del Castillo”, de la
Casa de la Cultura de Coatzacoalcos, Veracruz.
El texto, que obtuvo el “Premio Eraclio Zepeda” de los
pasados Juegos Florales San Marcos 93 en esta ciudad,
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* Textos aparecidos en la sección cultural del Es! Diario Popular.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
que hacia todo los días y me entregó mi comisión. A los dos
días se me quedó –ahora con dolo– un tostón, la señora hizo
lo mismo y me dio mi parte, aunque en esa ocasión recuerdo que yo llevaba un volante el cual le dije que me habían
dado en el tren, pretextó cosas y me dijo que lo leyera. Ahí
supe que no sabía leer, ni escribir, mucho menos sumar. Días
después las monedas se seguían quedando en mi pantalón,
hasta que ella enfermó y se acabó el trampeo.
III
Trampero, S. A.
A los siete años vendía empanadas y dulces en la estación del
ferrocarril. La venta me la daba una señora a quien al principio le entregaba todo el dinero de la venta, siendo que, según
ella, lo contaba dándome después mi comisión, que era entre
cincuenta y setenta centavos de acuerdo “supuestamente” al
monto entregado, lo que para mí en ese tiempo (1953) era un
madrero de paga. Un día, sin querer se me quedó en el pantalón una moneda de veinte centavos, pero la señora hizo lo
Tiempo después mis hermanos y yo nos fuimos a vivir a
Puerto México, mejor conocido como Coatzacoalcos, y junto
a nosotros llegaron los primos, todos chiapanecos, todos
“trabajadores” y nos fuimos de voceadores porque en ese
tiempo aún se gritaban las noticias, lógicamente para vender más periódicos. En esos días las principales noticias
eran sobre la perrita Laica y los rusos de nombres raros que
andaban en orbita dándole la vuelta a la Tierra.
Los voceadores más viejos bautizaban a los nuevos dándoles “caballo”; los agarraban de las manos y los pies, los levantaban como si fueran una hamaca, se les subían dos o tres al
mismo tiempo y hacían como que iban cabalgando usando los
tacones o talones como espuelas para pegarles en la espalda.
Luego de eso les preguntaban sus nombres y lugar de origen,
para otorgarles un apodo y con eso declararlos compañeros de
lucha y gritos. Así, después del “caballo” fuimos diciendo nuestros nombres: ¡Ulises!, ¡Saraín!, ¡Osiel!, ¡Lester!, ¡Cmeí!, ¡Leocadio!, ¡Elmar! No nos dejaron terminar y gritaron a coro: ¡Los
rusos, los rusos, los rusos! Y “los rusos” se nos quedó de mote.
Don Toño, el que nos entregaba los periódicos, además de
platicador tenía varias nietas que además de vender periódicos
recibían el dinero de las ventas, así que cuando ellas estaban la
mayoría se quedaba “dizque” a platicar con don Toño. Cuando
murió Pedro Infante (como voceador, de mi familia nada más
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Para mis nietos… ¡Todo!
Trampear: buscar medios de pasar
lo mejor posible un trance malo:
Vamos trampeando
PEQUEÑO LAROUSSE ILUSTRADO
I
A LA PRIMERA QUE trampeé fue a mi madre pues nací un mes
antes de lo esperado.
II
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
quedaba yo) las ventas se fueron al cielo que también lloró en
Coatza al caer una fuerte lluvia, por lo que decidí no entregar
la cuenta y hacer una sola juntándola con la del día siguiente.
Cuando llegué, por la noche, una de las nietas me dijo:
—Ruso, ¿cuántos periódicos llevaste hoy?
—¡Doscientos sesenta!
—¿Cuántos devuelves?
—¡Tres!
—Son seiscientos veinte pesos.
—Pero ayer…
—Seiscientos veinte. Y apúrate porque ahí vienen los
demás.
El dinero de la venta de ese (para muchos) triste día, lo
guardé una semana por si me lo pedían, ¡pero no me lo
pidieron! Todos andábamos felices por las ventas.
Los encabezados hacen milagros –dijo el chinchirrín–.
Fíjate, rusito: ¡Muere Pedro Infante!, ¡Se duda que sea él!,
¡Pedro Infante vive!, ¡Autoridades investigan!, ¡Pedro Infante
es El Santo! Cómo no se vuelve a morir –terminó diciendo.
Y yo… ¡gracias, Pedrito! Porque la historia de no entregar
la cuenta un día cada dos o tres meses se fue repitiendo;
total, no se firmaba nada, era ¡crédito a la palabra!
en la libreta las notas que me habían pagado o les ponía:
devuelto o debe; ellas sumaban las cantidades palomeadas
y les ponían al lado su inicial –una D o una T– y eso significaba quién había cobrado.
Cuando cobraba alguna nota de las que me debían, las
palomeaba y ellas recibían el dinero, les ponían su inicial
además de la fecha. Un día se me ocurrió palomear una de
esas cuentas, ponerle la inicial de una de ellas –las cuales ya
había practicado– además de la fecha. Me preparé mentalmente para cualquier pregunta que me hicieran sobre la
nota; por ejemplo: ¿Cuándo me pagaste esta nota?, yo contestaría: ¿de quién es?, de fulano de tal. Te la pagué como a
los dos días después de que quedó a deber (coincidiendo
con la fecha que había anotado en la libreta). ¡Y nunca pasó
nada! Así que el palomeo y las iniciales siguieron apareciendo en la libreta, y el dinero en mi bolsa.
V
Antes de cumplir quince años entré a trabajar a una tintorería. Pasábamos por las casas, hoteles y restaurantes ofreciendo el servicio; cuando llegábamos a la tintorería con la
ropa sucia, me la recibía Dora o Toña, las empleadas del
mostrador; una era blanca y la otra morena, a una le decía
mamá y a la otra simplemente Toña. Ellas hacían las notas,
la original para la entrega, una copia para la contabilidad y
otra para el control de la ropa. Cuando íbamos a entregar la
ropa, mamá o Toña apuntaban en una libreta: número de
nota, fecha, nombre y cantidad. Al final del día palomeaba
El dueño de la tintorería era un buen hombre. Me permitió
estudiar una hora diaria en la academia de mecanografía y
taquimecanografía, me enseñó a manejar y a usar la sumadora –no había calculadora, mucho menos computadora, si
no sería yo una lumbrera. Un día me dijo: ¿quieres ganarte
unos pesos extra los domingos?, te voy a dar cinco pesos
por cada paquete de notas que sumes y además practicarás
un rato con la camioneta. ¡La camioneta era el gancho!
Sumas dos veces los paquetes, me decía, y si no sale la
misma cantidad, pero es poca la diferencia, le anotas en la
pasta la cantidad menor. Al principio sumaba tres o cuatro
paquetes que contenían quinientas notas, pero siempre que
quería usar la camioneta tenía que lavarla y luego me daba
chance sólo cuatro vueltas a la manzana. Me di cuenta de
que los paquetes sumaban siempre cantidades parecidas,
así que sumaba tres e inventaba la suma de otros tres o sea
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IV
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
que eran seis. Cuando puso cara de que no creía que hubiera sumado seis, le reviré con una frase suya: “La experiencia, la experiencia cuenta”, y contaba también con la camioneta, pues en vez de dar la vuelta a la manzana la daba tres
cuadras más adelante.
No lo crean si no quieren, pero ese día iba en bicicleta y antes
de llegar a una esquina vi que unas personas recogían algo de
la calle, al acercarme vi que eran billetes. Sí, ¡billetes! Salté
de la bici y alcance a “pepenar” dos o tres billetes de cien
pesos, mientras que con un ojo veía a unos cargadores meter
los billetes a su bolsa, agarrar sus carretillas y largarse del
lugar; con el otro vi a un chavo subirse con los billetes en la
mano a su bicicleta, que me imaginé era un caballo. Cuando
éste enfiló hacia la derecha, sintiéndome el Llanero Solitario
brinqué sobre mi caballo Plata en plena carrera y fui tras
aquel rufián que se llevaba el botín. Él iba en un retinto, yo en
Plata –pararán, pararán, pararán, pan pan / pararán, pararán,
pararán, pan pan–, me llevaba como cien metros de ventaja
en aquella llanura de cemento, cuando dobló con su caballo
de dos patas a la derecha y llegó al río. Pensé: “ahí pierdo las
huellas”, pero dobló en “u” y siguió el cauce del río; la distancia se acortaba –pararán, pararán, pararán, pan pan / pararán,
pararán, pararán, pan pan–, dio vuelta en “u” nuevamente y
se metió al establo con todo y caballo. Ahí volví a la realidad
cuando vi que estaba entrando a su casa; supuse que él no
supo que lo venía siguiendo, así que sin pensarlo dos veces
toqué la puerta, abrió una señora:
—¿Qué deseas?
—¡Eh!… ¡eh!… Mire, yo trabajo en la tintorería “El limpio
puerquito” que está en la calle Zaragoza y… y… mi patrón
me mandó al banco por dinero, nada más que se me cayó
en la esquina de Morelos y Juárez, ya me devolvieron casi
todo las personas que recogieron dinero, pero… su hijo, o
no sé qué sea de usted, también recogió algo, y… quería
ver, si fuera buena gente y me lo devolviera, porque si no lo
tendré que pagar yo.
—¡Jacinto! –y apareció el jinete, perdón, el muchacho.
—¡Jacinto! ¿Dónde recogiste el dinero?
—En… en… la esquina de Morelos y Juárez.
—El dinero es de él, ¡devuélvelo!
Me estiró la mano con unos billetes arrugados, que muy
pronto una garra se los arrebató.
—Gracias, gracias, señora; gracias, amigo.
—Oye, yo sé quiénes son los cargadores que también
recogieron.
Antes de que siguiera le dije:
—Ya me lo devolvieron, gracias, no te preocupes, gracias.
Brinqué a mi caballo y me perdí en el horizonte –pararán, pararán, pararán, pan pan / pararán, pararán, pararán,
pan pan.
Para la noche ya se me había olvidado el Llanero
Solitario; al entrar a la tintorería, la señorita Dora –ya no le
decía mamá, porque ya tenía novio– me dijo:
—Ulises, ven acá.
Se me quedó viendo con cara de… te voy a fregar, cabrón.
—¡Me vas a decir la verdad!
En “tuta la mácara”, ¡la libreta!, los palomazos, las iniciales, todo se me vino a la mente, ¡ya me llevó el señor de los
tres madrazos!
—¿Perdiste dinero hoy?
Posiblemente estaba yo rojo, amarillo, verde, no sé.
—¡No, no!
—¿No?
—¿Por qué?
—Porque vino un chamaco y dijo que habías perdido dinero.
Ya me llevó la tía de las muchachas, pensé.
—Bueno… eh… eh… sí, pero… lo… recuperé.
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VI
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Puse cara de resignación y estaba decidido a decirle la
verdad, que el dinero no era mío, que al chamaco lo había
trampeado, pero ella se me adelantó:
—Te trajo este billete que se le había quedado en el
pantalón.
Pero –el eterno pero–, un día necesitaba dinero para trasladarme a un “centro de protección contra la tristeza”, y yo,
al verme sin un peso, no dudé como siempre ni un minuto
en meterle “la garra” a dos de estas cuentas. Estaba fácil: llenas el retiro, falsificas la firma, tú mismo autorizas el retiro,
y tú mismo te lo pagas, colorín colorado. Si no me cambian
de departamento, ¡se acaban las cuentas sin movimiento!
VII
A los diecisiete años entré a trabajar a un banco –la iglesia
en manos de Lutero–. Tres meses a prueba, dijeron, y yo,
bien peinadito, boleado, camisa blanca, corbata negra, puntual, atento –guapo, me cae–. En ese tiempo era un orgullo
para las familias que un hijo fuera banquero. Después de los
tres meses –era tiempo de los hippies–, llegué primero con
una arracada, después con una camisa floreada, una corbata lengua de vaca, luego pelo largo, y por último, con huaraches; el gerente me ordenó:
—¡Córtese el pelo, aunque sea pelón!
Y pelón llegué al otro día.
Fui el primero a quien antes de cumplir un año de trabajo le dieron vacaciones, como sería también años después el
primero que exigió y le pagaron horas extra; también sería
el primero al que corrieron, perdón, liquidaron con todas las
de la ley.
Estaba ya de jefe de ahorros. En ese tiempo el cliente
tenía su libreta y nosotros una tarjeta que tenía una muestra de firma del cliente; así que cuando alguien iba a retirar
checábamos la cantidad y la firma. Fue entonces que detecté que había miles de cuentas que no tenían movimiento
desde tres, cuatro o cinco años atrás; eran cuentas que
tenían menos de treinta pesos, cantidades aparentemente
insignificantes y que los clientes, supongo, habían dado por
perdidas, pero juntas estas cuentas sumaban cerca del
millón de pesos, por lo que a todas las puse en un solo
paquete para controlarlas mejor.
VIII
Me encontraba en calidad de cajero pagador de cheques.
Ignoro por qué a los trabajadores de Pemex accidentados en
los campos petroleros de los alrededores de Coatzacoalcos los
juntaban el mismo día para entregarles su cheque de indemnización. Éstos siempre llegaban tarde y el delegado del Sindicato me pedía que les pagara, pues en su pueblo no había
bancos. El que menos cobraba noventa mil pesos; eran entre
diez y quince lisiados, sin dedos, sin una mano, algunos sin
pierna o con un solo ojo, en fin, la corte de los milagros.
Me di cuenta de que se les hacía difícil contar los billetes,
así que decidí que ¡nada de a mil!, ¡puros de cien! Cien billetes de cien ¡diez mil pesos por fajilla! El que menos, tendría
que contar novecientos billetes. Así fue que comencé a
“capar” las fajillas, una o dos por peludo, los billetes “capados” los ponía cerca del sello, fuera de la vista de ojos profanos; y cuando alguien reclamaba que a alguna fajilla le faltaba un billete, en vez de enojarme me daba gusto, alegría,
pues desbarataba la fajilla aventando los billetes como si los
contara; al juntarlos jalaba uno de los “capados”, y entonces, le contaba al inconforme de diez en diez hasta llegar a
cien, y así él decía con humildad: perdone, me equivoqué;
en cuanto a los demás, si alguno tenía duda no reclamaba y
todavía el delegado hacía una “cooperacha” para darle al
cajero que los había atendido, fuera de tiempo y tan amablemente, algo “para los refrescos”.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
IX
—¿Con quién puedo hablar?
—Con el contador.
Llamé al contador, le expliqué el problema, le enseñé el
cheque, le mostré la tira y dijo:
—Señor, para mí, el cheque vale mil trescientos cincuenta pesos, ya vi los otros cheques y de acuerdo al artículo 4º.
Fracción XIII, inciso C, del contrato que usted firmó y que a
la letra dice: “El cliente es el responsable si no llena los
espacios en los cuales se pueda alterar, cambiar o inducir un
posible fraude”.
—¿Con qué otro funcionario puedo hablar?
—Con el gerente, pero… le dirá lo mismo.
El cliente se fue, el contador volteó hacia mí encabronado, y me dijo:
—¡No lo vuelvas a hacer, hijo’e tu puta madre!
“Nunca falta el que se va ni sobra el que viene”, le decía a los
billetes, pero ese día necesitaba mil pesos y simular un faltante ni pensarlo, mi cuenta estaba hasta el full. ¿Qué hago, qué
hago? “Dios siempre ayuda a los que se portan bien”, decía mi
madre, y los mil pesos llegaron en la forma de una señorita
que era la secretaria de un cliente, que siempre expedía cheques por trescientos cincuenta pesos. Los cheques le servían
de nómina, pero tenía la mala costumbre de no proteger el
cheque poniéndole una rayita entre el signo de pesos y la cantidad en números, y tampoco ponerle paréntesis a la cantidad
en letras. Siempre cobraba entre diez y quince cheques; en la
máquina sumadora se marcaba el número de cuenta, número
de cheque y cantidad, y lo que sumaba era la cantidad a pagar.
Así es que escogí al azar el tercer cheque, y al marcarlo en la
tira de la sumadora en vez de trescientos cincuenta pesos le
puse mil trescientos cincuenta. La suma a pagar: cuatro mil
quinientos. Le pagué lo justo, tres mil quinientos, busqué una
pluma igual a la usada en el cheque, le puse un “uno” en la
cantidad en números y “mil” a la cantidad en letras, el cheque
ya valía “mil trescientos cincuenta pesos”.
A los veinte días llegó el cliente enojado; yo, “tranquiqui,
mi negro”.
—Oiga, hice un cheque por trescientos cincuenta pesos y
en mi estado de cuenta aparece por mil trescientos cincuenta.
—Espéreme, ¿de qué día fue?
—Ahí está, mírelo.
—Déjeme checar.
Busqué el paquete de cheques, saqué la tira de la sumadora, le mostré el cheque y la tira y le dije:
—El cheque vino por mil trescientos cincuenta pesos.
—¡Oiga!, el cheque lo cobró mi sobrina.
—Su sobrina o el que lo endosó pudieron alterarlo, el
cheque vino por mil trescientos cincuenta pesos.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
chito a la chingada.
Como te decía, todo cambió después de aquella derrota.
En las cantinas y anexas, casi siempre alguien me salía con
el estribillo aquel que dice: “Tenemos un convenio con los
bancos, ellos no venderán cervezas ni darán botanas, y
nosotros no daremos crédito, menos a ti, ¡pinche vendido!”
En los burdeles o, mejor dicho, en los bien llamados centros de protección contra la tristeza, las putas me decían:
Dandy, soy fea, pero cobro, cabrón.
Mi Dandy, lo que quieras, como quieras, cuando quieras,
pero dando y dando, las nalgas bailando.
Sí, Dandy, te cobro “bara, bara”, pero en “efe”, en “efe”.
¡Ay, Dandy!, entiende; se acabó la cachucha.
¿De gorrita café?… sólo con el puto del Chalo.
¡Ja! Dandy, pisto en mano, culo en tierra.
¡De ese pelo!, negro. Además, los amigos me sacaban la
vuelta. Los clientes del banco preferían que los atendiera otro
cajero; los compañeros ya no me pasaban información. ¡Mi
compadre del alma me devolvió los dos pesos de la boleta de
bautizo y me mandó a chingar a mi madre! Y doña Pelos,
¿me escuchas, carboncito africano?, doña Pelos se rasuró, se
ra-su-ró. Me cae, negro carbón. Pero espérate, todavía falta.
Mi padre también pensó que me había vendido y se fue
con la noche. Mi hermana, la esposa del jerarca de los petroleros, cambió de residencia, en tanto que mi hermano
mayor se casó y la más pequeña de la casa paterna terminó por fugarse con el novio.
Mi madre, en la oscuridad, encontró con quién, y yo me
volví un borracho, para el colmo, agresivo. A cualquiera le
buscaba pleito y quien fuera me madreaba. Y todos, todos,
negra noche, me habían perdido el respeto. Hasta terminaron corriéndome del banco.
Así, comencé a viajar de trabajo en trabajo y por borracho siempre me mandaban a comer mierda a otra parte. En
esos días también anduve de taxista “cubre-faltas”. Vale, carboncito, te digo, vale porque aquella tarde nadie la podrá
olvidar, así como nadie olvida la noche del combate, de mi
combate, en que todos pensaron y siguen pensando que yo,
siendo el más guapo, me vendí.
Pues, bueno. Aquel ocaso iba en el taxi pasando por el
puente de Coatzacoalcos; esa enorme plataforma que se
eleva cuando pasan las embarcaciones. Estaba lloviendo;
bueno, era más bien un chipi-chipi, cuando de pronto se me
vino encima un automóvil zigzagueando. Al principio pensé
que era mi cruda, el caso es que pegué un frenón, y abrí la
puerta esperando el chingadazo. El auto pasó por el frente,
a escasos centímetros, para irse a impactar contra el muro
de contención y, luego, sobre las vías del ferrocarril, para
seguir su viaje hacia las aguas del río.
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La revancha
El caballo ladra, el perro
relincha y mi corazón repara
en el potrero de tu hermosura.
J.M.G.
BUENO,
PINCHE NEGRITO,
DEJAS
que te siga contando o te vas dere-
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Ni tardo ni perezoso me aventé al agua tras el auto. Ya
iba yo por el aire, al rescate, cuando por un instante pensé,
¡pendejo, qué haces! El impacto del auto contra el agua hizo
que se abriera una portezuela, gracias a lo cual, todavía en
el aire, alcancé a mirar una pequeña silueta que vibraba,
cual si manoteara como diciéndome adiós. Antes de que el
auto tocara fondo, tomé de los pelos aquel cuerpo y con él
a rastras llegué a la superficie.
¡Dios es grande!, bembón. Pasaba por ahí un cayuco que
venía del islote de enfrente; subí entonces a la niña y volví a
sumergirme aunque no alcancé a llegar al fondo, ¡me faltó
condición! Tomé aire y de nueva cuenta me sumergí; en tanto, los marinos que cuidaban el puente bajaron por las escalinatas para subirse a una lancha rápida. Cuando ellos llegaron
cerca de mí, estaba yo en la quinta inmersión– sentía estallar
mi cabeza, negrito. Por radio llamaban a la Guardia Costera, a
la Cruz Roja y a quién sabe cuántos más. Fueron segundos,
minutos o tal vez horas, ve tú a saber, negro de mi corazón, la
cosa es que me impidieron seguir el rescate, la lucha, y eso
me hizo sentir como un gusano, un desgraciado. La desesperación y la impotencia me estaban matando, negrito santo,
pero al subirme a la lancha del guardacostas, la vida, la energía, la felicidad llegó a mí en forma de una niña empapada de
cuatro años que lloraba pidiendo ver a su mamá. ¡Estaba viva,
viva!, negro, y eso valía más que todas las pendejadas que
había yo cometido a lo largo de mi vida. No supe qué pasó
después porque, como maricón… me desmayé.
El rescate del automóvil y la señora –que resultó ser
esposa de un alto funcionario federal–, negro feo, duró tres
días. El auto había caído en el canal de navegación y fue
arrastrado por la corriente. Para esto, carboncito, yo no me
daba abasto. La radio, los periódicos locales, estatales y
nacionales estaban, literalmente, sobre mí. La televisión,
con un tal Joaquín López no sé qué, al frente, me exprimió
y logró que yo les contara, incluso qué comí y qué cagué
desde los cinco años hasta la noche de la derrota, para todos
escandalosa y con sabor a tongo, en que fui –digo– fui
noqueado bajo el mote del “Dandy” Pérez.
Mi mánager y compadre del alma me llevó al ahijado
para que se tomara la foto conmigo. Incluso el cubano Tony
de Cuadro se autonombró mi representante.
A los cuarenta días del suceso de aquella tarde en el puente, vino el homenaje, pinche negrito, en el campo de beisbol
“Miguel Hidalgo”. En el centro del diamante, un gran estrado,
¡qué Rigo Tovar ni qué Chico Che ni qué puta madre! ¡El
Dandy Pérez! ¡El Dandy Pérez!, bembón, y esta vez no iba
escoltado por edecanes del Sindicato de Petroleros, pinches
putitas. ¡No, no!, carboncito. Esta vez eran las reinas del carnaval de Veracruz, de Minatitlán y de Coatzacoalcos, con sus
respectivas princesas. Hasta los reyes feos me escoltaban,
petróleo crudo. Cincuenta mil almas coreando: ¡Dandy, Dandy, Dandy! Y yo, me cae, negro, sin haber tomado un solo
chupe, vaya, ni una chela desde cuarenta siglos-días atrás.
Mira, hijo de la noche, se tenía años pidiendo, exigiendo,
el alumbrado del campo de pelota y en mi homenaje lo
inauguraron. Pero fíjate bien, leña quemada, en el transcurso de aquellos cuarenta días el presidente municipal me
regaló un terreno y la compañía ICC me paró –sin albur,
negro–, me paró una casa. La Volkswagen no se quedó atrás
y me dio la factura –sólo la factura– de un caribe, que era lo
último de su producción. Don Juan, de la Ford, me concedió
un fideicomiso dizque para mis futuros hijos; un fideicomiso que nunca supe de qué se trataba, para qué servía y ni
qué se hizo; el gobernador me dio las llaves del estado, que
tampoco supe qué puertas abrían. Me regalaron trapos y
corbatas que nunca usé, mancuernillas que jamás me puse.
En fin, los jerarcas de las secciones petroleras, sin excepción
alguna, querían tenerme en su nómina. Hasta el puto del
Chalo me puso a todas sus muchachas en fila para que yo
escogiera la que más deseara.
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
Déjame decirte, negro, que el señor Presidente de la
República mandó al Secretario de Educación para que en su
representación me entregara un recado especial que al calce
decía que se me concediera lo que yo quisiera. Y qué crees,
bembón, que ahí va tu pendejo. ¡Sí! El pendejo del Dandy
Pérez pidiendo ¡una cartilla de mar! ¿Sabes, negrito, lo que
es una cartilla de mar? ¿No? Pues es la única que te permite
o te avala para poder hacerte a la mar en una embarcación
de cualquier nacionalidad y así, en calidad de marinero,
navegar por los siete mares. Eso quería, negrito, largarme de
Coatzacoalcos, Coatza, y olvidarme de su gente. Pocos aplaudieron mi petición; muchos me mentaron la madre.
Me embarqué en el primer buque que iba a la China y
¡claro!, como todos eran chinos qué iban a saber quién era
el Dandy Pérez. Y luego, luego, pusieron a pelar papas a
quien quería ser capitán o, ya de perdis, contramaestre. Me
bajé de ese barco en Taiwán, o como se diga, para treparme
a otro pero de bandera italiana. De esa tierra donde todos
se creen la mamá de Tarzán o todos son putos. En Cuba fui
contratado por un barco ruso o alemán, o lo que fuera, ya
ni me acuerdo, negrito, la cosa es que seguí pelando papas
durante un buen tiempo.
Regresé a Coatza, negro feo, en un buque petrolero que
había adquirido gran fama merced a que fue señalado como
traficante de crudo –de petróleo, pinche negro, no de borrachos– y que se llamaba “El Cantarell”.
El día de mi retorno a Coatzacoalcos, no sé por qué, se
les ocurrió a los de la aduana revisar la embarcación hasta
encontrar un gran cargamento de armas, lo que motivó la
detención de toda la tripulación, menos a mí, porque portaba aquella cartilla firmada por el señor Presidente.
Así fue que nada más puse pie en tierra y todo el mundo
comenzó a llenarme de buenos tratos. ¡Ese mi Dandy!
¡Quihubo, mi Dandy! ¡Échese una, mi Dandy! En cantinas,
restoranes, bares y puteros a donde yo ponía mis patas, era
todo un negocio redondo, ¡para los dueños! Sólo les bastaba anunciar que ¡Hoy, hoy, hoy, estará el Dandy Pérez con
nosotros! ¡Invítelo, véalo y escúchelo!
A los tres años ya ni me invitaban ni me veían, menos
que quisieran escuchar de nuevo la misma historia que a ti
te he contado, negro cabrón, hijo de tu negra noche, bembón bañado de chocolate, hijo del carboncito.
El Dandy se fue doblando, muriendo; la botella de licor
resbaló de sus manos. Ya no más insultos, ya no más pinche negrito, hijo de tu negra madre. Me puse de pie, sacudí
mis pulgas; levanté una pata, le oriné la cara y me fui
moviendo la cola.
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13
de agosto de
1998
Ulises Mandujano Nájera
Sobrinos, S.A.
I
MI SOBRINO HÉTOR tengo un convenio sin firmar: yo soy el
comandante y él, soldado raso. Se llama Hétor porque su
papá no podía pronunciar la “c”. Él tiene dieciséis años, es
alto, atlético, guapo, etcétera. Un día me dijo:
—Ya no quiero estudiar, quiero ser como usted, trabajar
en un banco.
—Si quieres te enseño lo poco que sé –le dije.
—¡Sí, tío!
Compré un pizarron y comencé las clases.
—La teoría de la partida doble, ¿la entendiste?
—¡Sí, tío!
—Las entradas y salidas, ¿las entendiste?
—¡Sí, tío!
—Los cargos y abonos, ¿los entendiste?
—¡Sí, tío!
—Balance mensual y anual, ¿los entendiste?
—¡Si, tío!
—¿Sólo eso sabes decir?
—¡Sí, tío!
Transcurrió el tiempo, las enseñanzas y el “sí, tío”.
Una noche tenía ganas de tomarme unos tragos, quería
CON
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Don Cenizo
ir a “un centro de protección contra la tristeza” pero no
tenía más que para el taxi. Cuando me encontré con Hétor
le platiqué el problema, y de pronto le pregunté:
—¿Estarías dispuesto a que yo te venda?
—¡Sí, tío!
Nos subimos a un taxi Hétor, el viejo Nacho y yo. Llegamos y nos instalamos en una mesa. Hablé con Chalo que
era el dueño del antro y en voz baja le dije:
—¿Qué te parece el chamaco?
—Desde aquí… bien.
—Te lo vendo.
—No va a querer.
—Eso déjamelo a mí.
—¿Cuánto?
—Un pomo y las aguas, mis cigarros, cuarenta pa’ la
música y cincuenta pa’ el regreso.
—¡Órale! –dijo el muy puto.
—Nada más dame chance que se tome unos dos tragos
y me avisas cuando estés listo.
El Chalo me mandó una nota, la leí y le dije a Hétor:
—Te vas por ese pasillo…
—¡Sí, tío!
—Te metes en la segunda puerta de la derecha.
—¡Sí, tío!
Más tardó en irse que en regresar, casi corriendo.
—¡Es un puto, tío; es un puto, tío!
—Usted regrese y píquelo con su puñal.
—¡Sí, tío!
II
Para la fiesta de los ochenta años de mi madre llegó casi toda
la parentela: tíos, primos y sobrinos, a varios de los cuales
tenía más de veinte o treinta años de no verlos. De repente
se paró frente a mí una mujer que de golpe me espetó:
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Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
—Tío, ¿no se acuerda usted de mí? ¿No me reconoce?
¿No sabe quién soy?
—Pues… la verdad… no.
—Soy la hija más chica de su primo Friaco.
—Si eres la más chica de Friaco, nunca te reconocería,
pero jamás olvidaré que vi cuando te estaban haciendo.
—¡Tío!
—Déjame te cuento: Era un 24 de diciembre, los primos
habíamos hecho una cooperacha para la cena y los tragos.
En mi casa nos reunimos como treinta familiares entre
hombres y mujeres, siendo que después del abrazo alguien
comentó que Friaco y su mujer, que vivían enfrente, no
habían llegado. Friaco, tu padre, vivía en un cuarto al fondo
de una vecindad. ¡Vamos a darle el abrazo!, dijo alguien.
¡Vamos, vamos!, corearon todos. En Coatza estaba lloviendo, así que bajamos corriendo la pendiente; mi casa estaba
en lo alto. Iba yo al frente de aquella jauría humana, llegué
primero, empujé la puerta, ¡ahí estaba Friaco con su mujer!
encuerados, haciéndote a ti.
—Pero… tío… yo nací en julio.
—Pues… o eres sietemesina o te estaban haciendo el
dedito que te faltaba.
él había hecho sino porque no se rendía, no pedía perdón o
algo para que terminara el tormento, ya no de él, sino mío;
desesperado, lo agarré por el cuello y lo estrellé contra la
pared, que era de lámina, volteó a verme, se le hicieron más
chicos los ojos y escupió algunas palabras para decirme:
—Dé gracias a Dios que está usted en su casa, porque si
no… ¡le miento la madre!
IV
Tuve un sobrino que fue de mi tutela; tenía doce años, era
un gorilita, negrito, fuerte, ágil y los músculos se le marcaban como si fuera un fisicoculturista; también era tosco, tan
tosco que se mandó a hacer unos chacos de fierro unidos
con una cadena (estaba de moda Bruce Lee). Con ellos se
golpeaba las piernas, la espalda y los brazos.
Pues… no recuerdo qué travesura hizo, pero debía
–según yo– castigarlo con el cinturón. Se quitó la camisa,
encorvó la espalda y comencé a pegarle; él ni gemía, menos
que llorara, y yo estaba molesto, encabronado, no por lo que
Hétor ya es gerente de banco y jamás imaginó que la tecnología bancaria, de la que tanto se ufanaba, le jugaría una
mala pasada.
Me pagaron con un cheque, mismo que no podía cobrar
por carecer de identificación. Fui a visitarlo para ver si me
lo podían hacer efectivo.
—Hétor, ¿me puedes pagar este cheque?
—¡Sí, tío!
—Autorízalo, pues.
—¡Sí, tío!
—¿Me puedes dar billetes chicos?
—¡Sí, tío!
—Me voy a echar unos tragos en las “cortinas rojas”,
¿puedes ir?
—¡Sí, tío!
En el trayecto me encontré con dos primas, las cuales se
ofrecieron acompañarme; les dije que iba a llegar Hétor,
sugirieron entonces invitar a Luchita, una amiga, que era
buena onda, para que acompañara a Hétor.
Llegó Hétor, lo sentamos al lado de Luchita, simpatizaron. Al tercer trago Luchita fue al baño; cuando regresó,
habló en secreto con mi prima.
—¿Qué te dijo?
—Que ya se quitó el calzón.
Cuando Hétor fue al baño corrí tras él para darle instrucciones.
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III
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
—Luchita quiere contigo.
—¡Sí, tío!
—Cuando termines tu copa, pon de pretexto que se te
olvidó firmar unos papeles y que tienes que ir al banco.
—¡Sí, tío!
—Preguntas si alguien te quiere acompañar porque piensas regresar.
—¡Sí, tío!
—Luchita se va a ofrecer.
—¡Sí, tío!
—La llevas y… ¡la matas!
—¡Sí, tío!
Al otro día estábamos en el mismo lugar con la misma
gente, le hablé por teléfono a Hétor y le pedí que me contara cómo le había ido el día anterior.
“Salimos del bar como usted me dijo, la llevé al banco,
firmé unos papeles, luego la comencé a besar y la encaramé
al escritorio, ya no traía calzón, me le tiré encima, con el puñal
listo para matarla; ella estaba lista, pero de pronto comenzó a
patalear, a empujarme, a gritar ¡no, no, no! Y como yo soy
caballero la dejé ir y me puse a firmar otro pendiente”.
Les conté a las primas y los tres nos preguntamos qué
habría pasado, en dónde pudo estar la falla; así que decidimos llamar a Luchita, que llegó al poco rato. Primero ¡un
trago! y luego empezó a contarnos.
“Salimos de aquí, según él hacia el banco, según yo rumbo
al hotel o motel, lo que fuera, pasamos el hotel y el motel y
nada, directo al banco. Hétor abrió y como es caballero me
invitó a pasar, firmó unos papeles mientras yo estuve cruce y
cruce las piernas; hasta pensé: ¿no será puto este güey? De
repente me comenzó a besar –como si a mí me hicieran falta
besos para calentarme–; yo estaba más que lista, así que me
encaramé en el escritorio, tenía los ojos cerrados esperando
el ataque, sentí su puñal caliente rozándome la entrepierna,
cerca, muy cerca, del objetivo; cuando su arma tocó mis
vellos púbicos abrí los ojos y comencé a patalear y a empujarlo, él intentaba y yo gritaba: ¡no, no, no!”
—Pero ¿por qué no? –gritamos los tres en coro.
—Porque lo que vi frente a mí cuando abrí los ojos fue…
¡la cámara de televisión del banco!
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V
Si al sobrino Toño le hubieran pedido en la prepa que representara en un minuto alegría, sorpresa, ingenuidad y coraje,
no hubiera sabido cómo hacerlo. Cuando llegamos a su casa
–mis hermanos y yo– Toño se estaba bañando. Uno de los
hermanos nos dijo que cuando Toño saliera y le tocara a él
abrazarlo nos quedáramos callados.
Toño salió del baño, comenzó a saludarnos con cariño y
alegría; cuando le tocó abrazar al hermano que nos pidió
silencio, éste le dijo:
—Pinche Toño, tronco de puñeta.
Toño brincó hacia atrás, abrió los ojos desmesuradamente y gritó con coraje:
—¡Me estabas viendo, me estabas viendo! Pinche tío.
VI
En la fiesta de mi madre me abordaron siete u ocho sobrinos, todos entre los trece y dieciséis años.
—Tío, queremos hablar con usted.
—A la orden, caballeros.
—Pero no aquí.
Nos instalamos en la mesa más apartada y se tiraban la
bolita unos a otros, nadie quería hacer uso de la palabra,
hasta que uno de ellos se decidió:
—Tío, queremos que nos diga alguna forma para que sea
más sabrosa la… la… –y movían todos su mano semicerrada de arriba hacia abajo.
Ulises Mandujano Nájera
Don Cenizo
—Ya, ya, ya. Presten atención, porque no repito. Compren un plátano macho, le cortan la punta y la cola, le sacan
lo de adentro, meten su “ese” dentro del tubo que forma la
cáscara, la mueven tantito de arriba hacia abajo y verán qué
fabuloso.
—¡Otra!, ¡otra!, ¡otra! –pidieron entusiasmados.
—Le dicen a su mamá que en la escuela les pidieron para
un experimento, un bistec de hígado; ya con el bistec, lo envuelven a su “ese”, le mueven tantito y van a sentir ¡la gloria!
—¡Otra!, ¡otra!, ¡otra!
—Agarran una mosca, la más grande que puedan, la
meten a una botella –veía a mis sobrinos que miraban atrás
de mí como espantados–, colocan la boquita de su “ese”
tapando la boca de la botella –más abrían los ojos–; cuando
la mosca quiera salir chocará contra su “ese” y les va a
hacer turrr-turrr; para las tres o cuatro veces que intente
salir, ustedes ya van a estar mirando estrellas.
—¡Estrellas vas a ver tú!, ¿qué cochinadas les estás enseñando a tus sobrinos?
Volteé a ver y era mi madre que estaba atrás de mí
echando chispas… Y aquí, amigos lectores, espero que no
me pase con ustedes lo que me pasó con mis sobrinos:
cuando volteé a verlos ya habían desaparecido.
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Don Cenizo y… doce más
se terminó de imprimir
en mayo de 2008 en Talleres Gráficos,
en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.
Los interiores se tiraron sobre papel cultural
de 44.5 kg y la portada sobre cartulina couché de 169 kg. En su composición tipográfica se utilizó la familia ITC Usherwood.
Se imprimieron mil ejemplares.
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