ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 3 El crimen de la calle Aramberri ARAMBERRI 6/11/08 1. 2. 3. 4. 12:47 Página 4 Casa de Aramberri 1026 Carnicería de Gabriel Penitenciaría del Estado Mercado Juárez Restaurante La Superior 5. Hospital González Actual espacio de la Macroplaza ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 5 Hugo Valdés El crimen de la calle Aramberri Fotografías por cortesía de El Porvenir, Monterrey, N.L. CONTEMPORÁNEOS ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 6 Valdés, Hugo El crimen de la calle Aramberri / Hugo Valdés. — México : Jus, 2008. 256 p. ; 23 cm. Serie : Contemporáneos ISBN 978-607-412-008-0 1. t. M863.44 VAL.e Biblioteca Nacional de México José Antonio González Treviño Rector Jesús Áncer Rodríguez Secretario General Rogelio Villarreal Elizondo Secretario de Extensión y Cultura Celso José Garza Acuña Director de Publicaciones Biblioteca Universitaria Raúl Rangel Frías Alfonso Reyes 4000 norte, Planta principal Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64440 Teléfono: (5281) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095 e-mail: [email protected] Página web: www.uanl.mx/publicaciones Primera edición, agosto de 2008 Primera reimpresión, noviembre de 2008 © Universidad Autónoma de Nuevo León © Hugo Valdés d.r. © 2008 Editorial Jus, S.A. de C.V. Donceles 66, Centro Histórico 06010 México, D.F. Comentarios y sugerencias: 01 (55) 9150-1466 / 01800-200-1080 [email protected] Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra —por cualquier medio— sin el permiso previo y por escrito del editor. Diseño de portada: Victor Ortíz Fotografía del autor: Juan Rodrigo Llaguno ISBN 978-607-412-008-0 Impreso en México • Printed in Mexico ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 7 A Sandra ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 9 El homicidio es además un misterio porque la muerte está más allá de la experiencia de todo ser humano vivo. Al intentar desentrañar el misterio de la muerte la tememos (aunque muchos la desean), pero no podemos concebirla como el fin último y definitivo. Nos sentimos atraídos por ella, como algo desconocido, anhelamos vislumbrarla —descubrir lo que se oculta en esa penumbra de sombras y niebla—. Al mismo tiempo, aterrorizados, deseamos alejarla de nuestra mente. Pero la temamos o no, la muerte sigue incitando nuestra curiosidad. Sin embargo, a pesar de nuestros esfuerzos más ingeniosos, la muerte guarda su secreto, y este secreto constituye en parte la razón de la fascinación que el homicidio nos produce. David Abrahamsen: La mente asesina ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 11 PRIMERA PARTE ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 13 Uno Sin que nadie te lo dijera ya lo sabías, Inés: los asesinos eran conocidos, amigos —¿familiares acaso?— de las mujeres victimadas. ¿Por qué, Inés, por qué creías saberlo? No hubo indicios de que alguien forzara la entrada, y como atrancaron la puerta de la cocina, sin que hubiesen puesto mano en el travesaño, sólo pudieron salir por la que daba a la calle. ¿Quién más haría las cosas con tanta naturalidad sino gente cercana a las víctimas? El propio don Delfino (un hombre bajo de cuerpo y complexión delgada, hoy adolorido y deshecho, en permanente estado de postración y, no obstante, con la ira atravesada en el rostro) aseguró a la policía que por las noches acostumbraba revisar todas las puertas: la del pasillo, la de la recámara y la de la cocina —cada una de las cuales comunicaba al patio— y, por supuesto, la de la calle. Al salir esa mañana repitió el ritual de seguridad revisando los travesaños, salvo el del acceso que miraba hacia Aramberri: su mujer, al terminar de despedirlo, se encargaría de poner la tranca por dentro. Los asesinos tocaron a la puerta y alguna de las dos mujeres les franqueó la entrada. ¿Cuál de las dos, la señora o la joven? La señora, por supuesto, en vista de la ropa que usaba. Empezaste a llamarlos asesinos, así en plural, por una razón que ya el esposo y padre de las víctimas había advertido a la prensa: no había manchas de sangre en los lugares donde hurgaron para buscar el dinero, ni una sola, a pesar de que las dos mujeres fueron halladas como reses dentro de una carnicería. Uno o varios se dedicaron a buscar mientras otro o tal vez dos hombres más las mataban. ¿Las iban a vender, carajo, a ofrecer por pedacitos? ¿Por qué tanta saña en matar así a dos personas que ni siquiera tenían dinero bastante, dinero de verdad como para comprarse una 13 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 14 HUGO VALDÉS quinta en el Obispado? ¿Lo sabías, estabas ya en la pista? Te había costado trabajo vencer la barrera humana, las vallas de curiosos, policías, reporteros y familiares de las víctimas que llenaban el pasillo, la sala —en semioscuridad porque don Delfino impidió que se corriesen las cortinas— y la recámara. Era ese olor, que sentiste al penetrar en la recámara, lo que aguzó tu curiosidad, tu morbo. Sobre todo tu curiosidad. ¿Cómo, exactamente, mataron a las mujeres?, fue lo que empezó a obsesionarte desde ese momento. Hubieras querido un minuto de silencio para horadar el vocerío enloquecedor de tanto curioso dentro de la casa, una pausa para pensar y embridar los pensamientos sin que los rumores se filtraran en ellos ocupando su lugar, sin que dejaran la odiosa impresión de que ya no pensabas por cuenta propia sino por obra de la indignación de los demás. Pero no podías callarlos, y te dio vergüenza sólo de imaginarte allí frente a todos pidiendo un momento de su atención para invitarlos al silencio, un minuto nada más, un minuto que sirviera para honrar la memoria de las muertas y para que pudieras pensar. No lo sabías porque lo hubieras visto, ¿o sí?, o lo viste y ya no lo recordabas, pero tuvo que ser un reportero quien cogió el borde de las cortinas para llamar la luz de la tarde, y fue don Delfino quien detuvo el impulso y dejó todo como estaba, al menos como lucía cuando llegó de su trabajo. Era demasiada la gente, y a muchos no había necesidad de saludarlos apretándoles la mano: se había declarado esa intimidad propia de tertulias y lugares colmados de personas en que basta tocarse o darse palmaditas en los hombros o los brazos para decirse que se sabían todos reunidos. Viste al reportero José Manuel Plowels con una cámara Agfa colgándole del cuello y una falsa expresión de 14 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 15 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI apuro y mortificación que ocultaba apenas la sonrisa por el gusto de tener delante un buen tema, de seguro el mejor de su carrera, para realizar un reportaje. A nadie le importaba, al menos en la primera visita al lugar de los hechos, inventariar el interior de la casa; pero había que contar a Plowels entre las excepciones: libreta en mano, se tomó la molestia de describirla, lo mismo que parte de su mobiliario, cuando ya se había enfangado bien en el horror de la escena, pareciéndole al cabo la cosa más natural de la Tierra. Situada en la acera sur de la calle Aramberri, la casa tenía una sola puerta y dos ventanas. La puerta, bajo cuyo montante se veía el número 1026, comunicaba a un pasillo de, a lo sumo, cuatro metros en cuadro. Este pasillo tenía dos puertas más: una, en la pared sur, daba hacia el patio, y la del poniente se abría a la sala a través de una puerta de dos hojas. Enseguida de la sala estaba la recámara donde se cometieron los asesinatos, y luego una pieza pequeña que tenía funciones de cocina y comedor, donde había una chimenea y una ventana enrejada desde la cual se avistaba el gallinero. Los servicios sanitarios se encontraban en el centro del patio. Y tú, Inés, ¿viste la casa con tanto detalle como el reportero? Recordabas la castaña de donde se llevaron el dinero y una repisa bajo un cuadro religioso, pero sobre todo ese olor, ese maldito olor de carnicería, de sangre abierta al mundo, nueva, cruda, muerta, ese olor pegajoso cuyo gusto hipnotizaba el olfato retándolo siempre a adivinar su semejanza con otros olores. Al fin viste los cuerpos. Qué pequeñas se veían las dos mujeres, particularmente la señora. Ambas fueron encontradas y, por lo visto, asesinadas en sus respectivas camas. Te hubiera asombrado aquella simetría ritual de no haber deducido que la muchacha dormía cuando comenzó el ataque —pues se le descubrió sólo en ropa interior—, y que por lo tanto fue muerta en el mismo 15 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 16 HUGO VALDÉS lugar donde despertaba apenas mientras a un par de pasos victimaban a la señora Lozano. La primera a la que vieron los gendarmes y luego el personal del Juzgado fue a la señorita Florinda Montemayor, soltera de veintiún años de edad, debido a que la cabecera de su lecho coincidía con la puerta que comunicaba a la sala. Estaba en posición horizontal y en la misma dirección de la cama, tendida sobre su costado izquierdo con la cabeza al oriente —como mirando hacia la puerta de la cocina—, los pies al poniente y las piernas algo flexionadas. Al retirarle la colchoneta con la que se le halló cubierta, pudo observarse que tenía las manos atadas por detrás, fuertemente, con un cordel de ixtle en apariencia usado. Los médicos cirujanos que hicieron su autopsia registraron en el parte forense una gran lesión en la zona anterior del cuello causada por algún instrumento cortante, que casi desprendió la cabeza del tronco. El instrumento interesó la piel, tejido celular, algunos músculos y las dos carótidas y yugulares. El cadáver de Florinda yacía sobre sangre ya coagulada que atravesaba el colchón, formando una mancha bajo la cama. A la señora Antonia Lozano de Montemayor, de cincuenta y cuatro años de edad y originaria de Zuazua, se le halló en la otra cama, situada en el ángulo sureste de la pieza. Su cadáver estaba atravesado, con los pies fuera de la cama; aunque no tenía los zapatos puestos, por el vestido y las medias negras que llevaba podía inferirse que había iniciado su día de labores cuando sucedió el crimen. La herida que los cirujanos certificaron en su cadáver era semejante a la que presentaba el cuerpo de Florinda, sólo que con mayor profundidad en el lado izquierdo que en el derecho. Sobre su cama había dos pesos de plata del cuño mexicano, uno de ellos con ligeras manchas de sangre. Cuando acabaste de apreciar la escena estabas seguro de que la muchacha y tal vez hasta la propia señora fueron violadas. ¿Por qué lo pensaste, si en los días que 16 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 17 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI siguieron la prensa se empeñó en afirmar que no se cometió violación a ninguna de las dos mujeres? Porque era muy probable que la prensa mintiera, y quedaba sobrentendido que nadie diría lo contrario aunque las hubieran ultrajado, como seguramente lo hicieron las bestias que las dejaron con una muerte tan horrenda que ni siquiera se les pudo velar como a todo mundo, con las ventanillas de sus ataúdes en alto. Al pasar a la cocina, advertiste un picoteo contra la madera de la caja que estaba cerca de la puerta. Mientras llegabas a ella oíste de nuevo aquel granizar telegráfico. En cuclillas pudiste ver una emplumada masa blanca que se movía de un lado para otro seguida por un insistente piar de hambre. Claro, era seguro que no comieron nada desde una noche atrás. Alzaste la caja y, enseguida, al abrir la puerta, los pollos corrieron al patio con su andar precipitado poniéndose a salvo de que los machacaran de un pisotón. Abriste la reja del gallinero y la gallina entró, alborotada y rápida, en busca de granos. Dos Al otro día de haberse cometido el doble asesinato te presentaste muy temprano en la casa de Aramberri. Como Delfino presumía que las muertes ocurrieron luego de que fuera entregada la leche, a juzgar por el frasco de medio litro que encontró intacto sobre la mesa del comedor, era muy importante cuanto dijera el muchacho que hacía los entregos. Mientras lo aguardaban viste en la cocina, junto a la puerta que daba a la recámara, dos o tres kilos de cemento amontonados al pie de un trastero. —¿Usted dejó así el cemento? —preguntaste a Delfino Montemayor. 17 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 18 HUGO VALDÉS —No, estaba en un saco. Yo creo que se lo llevaron para poder cargar el dinero. —Inés —interrumpió Liborio García—, ya llegó el lechero. —Pásenlo. Discúlpeme, don Delfino. Si necesito preguntarle otra cosa, al rato lo vuelvo a molestar. Lechero era un mote inapropiado para aquel muchacho sorprendido y de cabello lacio que dijo trabajar en el establecimiento de unas señoritas Treviño. —Es aquí a media cuadra —señaló hacia el este: el negocio se hallaba también por Aramberri, entre Diego de Montemayor y la calle siguiente, H. I. Cairo, que se iniciaba desde Colón, al norte de la ciudad, y concluía en la propia Aramberri; más al sur las manzanas se volvían el doble o triple de grandes y algunas incluso afectaban formas trapezoidales. Dijo asimismo haber hecho su entrego como de costumbre, a las seis y media y por la ventana de la izquierda, al tiempo que veía alejarse a don Delfino hacia la Maestranza, en la Fundidora; aún había sombras en la calle. Luego regresó a las doce y media, pero nadie fue a abrirle aunque se cansó de tocar. —Cómo iba yo a saber que habían matado a doña Toña —Delfino lo miró con dureza; después sabrías que Antonia Lozano acostumbraba enmendar al chamaco cuando la llamaba de ese modo: “No ves que doña Toña suena igual que una rima”. —Perdóneme, don Delfino: doña Antonia. A pesar de que pronto acabaría el velatorio, un gran número de peatones y toda clase de automóviles seguían pasando frente a la casa: Plymouths, Oldsmobiles, Studebakers; Terraplanes, Overland Whippets, vehículos Willis Knigth. Inclusive un camión del Círculo Azul —de aquellos que traían su emblema en el vidrio 18 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 19 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI delantero derecho y a mitad de cada costado— se desvió de ruta para satisfacer el morbo de sus tripulantes. Fuiste a echar un vistazo a la recámara mientras los cuerpos de Antonia y Florinda reposaban en el par de ataúdes que los familiares dispusieron en la sala. Era curioso que muchas amistades y parientes de las difuntas quisieran permanecer en aquella pieza; si pretextaban la falta de espacio, ¿por qué no salían a la calle? Estaban allí por la fascinación de la sangre, por asomar la nariz en la mancha formada bajo una de las camas, por tocar con la mirada y el olfato toda esa sangre que impregnaba las colchas y ropas de cama que alguno de los agentes amontonó ayer en un rincón. Pobre hombre, te dijiste al ver al señor Delfino Montemayor rodeado de policías y civiles. Y pensar que pasó la noche aquí mismo. Te miró como ido, como si viera un fantasma con sombrero de jipijapa que, bajo el saco de color claro, simulase llevar oculta una pistola. —Mire —oíste que contestó a uno de los agentes en tanto que, ávidos, a un tris de dar la tarascada, los reporteros escribían apresuradamente—: aquí adentro encontré esta colchoneta y una cobija. Delfino colocó la mano sobre la castaña donde guardaba el dinero y continuó: —Para tomar el dinero las sacaron y las dejaron allí fuera. No hay una sola mancha de sangre. Sobre el otro ropero —a una indicación del mentón todos volteamos hacia el otro ángulo de la sala—, donde también hay ropa mía, removieron la ropa para apoderarse de quince o veinte pesos que dejé ahí, y tampoco hay sangre. En el ropero de la recámara, destinado a Florinda, estaban aún las alhajas, el reloj de Delfino y el de su hija. El señor Montemayor mostró su reloj de oro; suponía que el cajón fue abierto y que aun viendo el reloj no se lo llevaron. El viejo tenía razón, pensaste. Si los asesinos empeñaban las alhajas era más fácil seguirles la pista. 19 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 20 HUGO VALDÉS Sólo querían el dinero, por eso es que no perdieron su tiempo buscando en los armarios. Liborio se acercó y te dijo con un susurro que había encontrado una tarjeta-carta en el secreter de la muchacha. —Hoy no vamos a interrogar más a don Delfino —dijiste mientras observabas la tarjeta. En la cubierta del sobre, blanco y sin timbre postal, se leía únicamente “A Florinda”. —Creo que unas parientas adelantaron algo sobre el fulano que envió la carta —te confió Liborio—. Es un tal Guillermo y según dicen vive en esta misma cuadra. —Habrá que averiguar el nombre completo y saber cuál es su domicilio —consideraste con calma aquel indicio—; ya nos daremos tiempo para interrogarlo. El cortejo fúnebre partió a las nueve y media de la mañana. El mayor Jacinto Villarreal acompañó a los deudos y les encargó a ti y a Liborio que continuaran la investigación. De nueva cuenta revisaron el patio. Tu compañero se acercó a la noria y preguntó con un grito si había alguien adentro. Se agachó para coger una piedra y luego la arrojó al pozo. Oíste bien el chasquido, como si la noria tuviese una lengua al ras del agua. Luego jaló de la cuerda para sacar el cubo. —Aquí no hay nada, Inés —dijo Liborio García soltando el cubo. Al asomar tu rostro a la boca de la noria se te veía serio desde allá adentro, y era ¿lo sabías? porque a pesar de que existiese un reflejo que diera cuenta de ti no podías verte en él como frente al espejo, al que solías presentar diariamente tu mejor cara: la mirada con cierto aire de fatalidad pero suavizada por una pizca de languidez, la nariz recta, los labios ligeramente gruesos. Prendiste un Monte Carlo y luego caminaste hacia el fondo. Las tapias de sillar alternaban con hileras de tablas de poco más de metro y medio de altura; casi todas 20 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 21 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI estaban semidestruidas y tenían el mismo color del lodo seco. Tu mano izquierda fue a apoyarse contra uno de los tablones para, inmediatamente, hacer presión. Fácil, pensaste, tan sencillo que era saltar por allí, pero, sobre todo, tan posible que era desbaratar la cerca si alguno ponía la mano sobre el filo y luego encaramaba el pie para completar el salto. Lo que al día siguiente publicaría el periódico acerca de las huellas estaba mal dicho. Sí, las había, como se lo hiciste notar a Liborio, pero no eran de alguien que hubiese echado el brinco desde el otro patio. Las pisadas debían ser de la misma gente de la casa. Tu compañero acabó de revisar y se aproximó hasta ti; llevaba un saco gris de casimir y un sombrero chico, de fieltro, color plomo claro. Trabajaban en silencio, para no interrumpir los pensamientos de cada uno. Ahora les tocaba indagar en los patios de las casas de junto. Antes de entrar a la cocina te detuviste un momento frente al gallinero; recargada sobre el cuerpo de la chimenea, una escalera ascendía hasta el pretil del techo. Liborio te miró sin comprender nada. A lo mejor pensó: “Inés González, gente de buena familia, a quien le da vergüenza tener animales de granja en la casa, mira una gallina como si hiciera mucho tiempo que no hubiera visto alguna”. Pero si Liborio pensó así se equivocaba. Engarfiaste una mano en los agujeros de la tela gallinera mientras te dedicabas un rato a pensar con un nuevo cigarro entre los labios. Tres —Vamos a buscar en la calle —le dijiste a Liborio sosteniendo el sombrero en la mano. 21 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 22 HUGO VALDÉS Solicitaron permiso a la señora que vivía al costado oriente del número 1026. Don Delfino desconocía a las personas que ocupaban aquella casa. Conocía, en cambio, a la familia que habitaba al costado poniente y al profesor avecinado por la calle Modesto Arreola. Sobre la mesa de la cocina había un frasco de salsa Búfalo y otro de crema de la Granja Sanitaria. Un niño de algunos siete años se acercó a la mujer y ella, poniéndole la mano en el hombro, lo apresuró hacia el cuarto que miraba a la calle. Oíste que le dijo “vete a jugar allá afuera” cuando tú y Liborio salían al corral. Junto a la cerca no había huellas de alguien que hubiera querido brincarse al patio de la otra casa, y la cerca, propiamente, como ya lo habías visto desde el otro lado, no mostraba señales de averías. Lo importante era ver las piletas, los pozos, las norias, todo lugar posible donde los asesinos pudiesen lavar las ropas llenas de sangre o donde las ocultasen para salir a la calle con la vestimenta limpia y ajenos a la sospecha. Pero nada hallaron y pasaron de nuevo por los dos cuartos hacia la calle no sin que antes le agradecieran a la mujer su buena disposición. —¿Echamos un ojo por Doblado? —sugirió Liborio. Por allí había un solar frontero a los patios que limitaban con el de la casa número 1026. Pero tampoco encontraron huellas y ni aun más tarde, en la casa situada hacia el poniente del domicilio de los Montemayor. Anduvieron despacio por Aramberri hasta la esquina, donde hacía tiempo existió un comercio de fierros viejos y en el que hoy no había gente. Observaste el indio dibujado en la parte superior de El Azteca, el billar-lechería de la otra acera. —Mire —señalaste a Liborio el dibujo—, ese indio tiene más de sioux que de mexicano. Tu compañero asintió con su sonrisa acostumbrada, hacia la cual tu simpatía era tan poca como mucho el recelo de Liborio hacia ti por considerarte un bien nacido. 22 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 23 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI —A ver que nos dicen allí —dijiste. Arqueaste el cuerpo junto a una de las mesas manteniendo una pierna en el aire para alcanzar la bola de billar que luego deshizo el racimo triangulado de las otras. De espaldas a ti mientras interrogaba al encargado, Liborio no pudo ver tu expresión desde el lado opuesto de la mesa: cierto gozo infantil en los ojos, cierta delectación asomando casi imperceptiblemente por la boca cuando un pincelazo de lengua te pintaba el labio superior. Además de que el encargado dijo haber visto la noche del martes a un fulano que se detenía cerca de la ventana de la familia Montemayor en actitud de acecho, sin poder precisar su estatura y complexión —lo mismo le parecía robusto que delgado, bajo que medianamente alto—, sacaron en claro el nombre del joven que mandó a Florinda la tarjeta de felicitación. Se trataba de Guillermo Cavazos de la Garza, un joven honrado con empleo en la Fundidora pero, según se sabía en el barrio, muy poco del gusto de don Delfino. ¿Salían juntos Florinda y Guillermo? No, jamás le tocó verlos. Ni siquiera creía que se vieran a escondidas: no era el modo de la muchacha. ¿Coincidían aquí?, ¿mandaba la señora Lozano a su hija Florinda a comprar la leche en el establecimiento? Muy pocas veces, pero su papá venía siempre con ella. ¿Algún guiño entre los muchachos, algún gesto de entendimiento si Guillermo se encontraba también en el local? No, mucho respeto, Florinda parecía muda cuando venía con su papá a surtir la leche. Siguieron buscando, pero con muy poco éxito en el vistazo que dieron a la siguiente cuadra, comprendida entre las calles de Modesto Arreola y la de Washington, no obstante tocasen puertas e hicieran preguntas en los domicilios de una y otra acera. Te detuvo el paso un perro que olisqueaba la banqueta un par de metros adelante de ti. Viste el animal sin mirarlo, preciso en tu campo de visión a diferencia del 23 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 24 HUGO VALDÉS entorno difuso contra el que se recortaba. ¿Qué tanto podía oler ese perro? Encendiste un cigarro pensando en el montón de cemento que habías visto en la cocina; el saco, pues, había servido a los asesinos para cargar el dinero y serviría también, en caso de encontrarse, como prueba. Cuando se consumió el tabaco tiraste la colilla: la viste caer despacio, como una mota de algodón. Y, junto a ella, viste también unos pequeños puntos. Te acercaste con sigilo, como quien se encuentra un billete tirado en la vía pública y se apresura a ocultarlo bajo el zapato mientras se retiran los transeúntes. Gotas pequeñas pero bien visibles, Inés, gotas rojas que iniciaban un reguero. —Venga, Liborio —llamaste a tu compañero—. Mire esto de aquí. Liborio no hizo comentarios sino que, contigo, siguió el curso de la huella. Los condujo hacia un tejabán situado a mitad de la cuadra. Sereno, con esa tranquilidad con que disfrazaba su desconfianza, Liborio dio varios golpes a la puerta. Escucharon un ruido de pasos y enseguida el deslizarse de una aldaba. Abrió un fulano de dientes desperdigados a quien Liborio conocía en virtud de sus vicios y malos antecedentes. Había algo, ¿intuición?, ¿prejuicio contra el tipo de asesino que hubieses querido encontrar?, algo gracias a lo cual te era posible saber si existía o no culpa en determinado sospechoso. Éste, para empezar, estaba realmente sorprendido. Por lo menos ahora no mentía: contestó a las preguntas sin rodeos e incluso aseguró, con cierta rudeza en la voz, contar con testigos que lo acompañaron muy temprano la mañana del miércoles. De cualquier modo procedieron a arrestarlo: había que hacerse de sospechosos para captar cualquier información respecto al crimen. Pero, a fin de cuentas, ¿qué sacarían de este hombre? Y, lo más importante, ¿qué tenía que ver el rastro de puntos rojos con el doble asesinato de la calle Aramberri? 24 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 25 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI ¿Se hirió alguno de los asesinos y, muy quitado de la pena, con una suerte tal que nadie se percató de su presencia, se dirigió a pie hasta su casa desangrándose en el camino? ¿O se fue chorreando sangre de sus víctimas? ¿Es que estábamos todos tan ciegos en Monterrey como para no darnos cuenta de nada? Cuatro Ese día por la tarde volviste a la casa del crimen. Uno de los agentes que habían asignado de guardia te dijo que durante la mañana las vecinas no salieron a barrer las banquetas. Qué malestar sentía el vecindario, qué incomodidad de salir a la calle para hacer sus tareas cotidianas. Entonces viste un puntito rojo en el pasillo, junto a la puerta que comunicaba a la sala, otro al bajar del pasillo a la calle, en la banqueta junto a las escaleras, y unos dos en dirección a la esquina, conformando un itinerario que horas atrás sólo advirtieron a partir del cruzamiento de Diego de Montemayor con Washington. La prisa, el entregarse a un falso optimismo por creer que su primer detenido podría facilitarles indicios, les impidieron a Liborio y a ti ocuparse más detenidamente en la huella ¿Seguía hacia algún otro punto desde la casa del sospechoso? Es decir: ¿formaba parte de un trazado más largo? Estabas feliz, como para sacar la pistola y disparar al aire, a los pájaros, al sol abrileño de la ciudad de Monterrey, y te dispusiste, pues, a seguir el zigzag de la huella. Intervalos más o menos largos de gotas no muy visibles, acaso de sangre, marcaban este derrotero: al llegar al cruzamiento de Aramberri y Diego de Montemayor doblaba por ésta rumbo al sur; en la esquina volteaba por 25 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 26 HUGO VALDÉS Modesto Arreola al poniente; se angulaba al llegar a la calle Arista para pasar hacia el sur; se orientaba por un tramo de Washington hasta llegar a Diego de Montemayor —donde encontraron primeramente el rastro—, y de allí enfilaba al sur para dar vuelta hasta 15 de Mayo al poniente y continuar por la calle Doctor Coss directamente hacia el sur, cuadra tras cuadra, hasta concluir en la parte posterior de catedral. ¿Cuánto rato te llevó realizar el recorrido obedeciendo el capricho del fino reguero? ¿Treinta, cuarenta minutos? Quién sabe, lo único que recuerdas es tu paso enfebrecido, como de lunático, que te hacía perder un poco la estampa pero nunca la fortaleza ni el vigor. Luego de volver los pasos a la casa de Aramberri y de dar aviso del hallazgo, se presentaron varios agentes y tú en el barrio de artesanos que prosperaba a espaldas de la catedral. Habían recorrido el trayecto a pie y observaron cómo la huella se desvanecía gradualmente hasta perderse en el cruzamiento de Abasolo con la calle Coss. En la otra cuadra, entre las calles de Ocampo y Guillermo Prieto, se localizaba un expendio de carnes. Nada más consecuente que las manchas de sangre señalaran una carnicería. ¿Curioso? ¿Simbólico hasta cierto grado? El caso es que el dependiente del negocio no pudo evitar demudarse cuando los vio a todos ustedes. Habían llegado seguros y serios, volteando a los lados de la calle para comprobar que la discreción no era el fuerte de los vecinos. Ni modo, siempre se sabría cuando ustedes llegaran, y más precisamente ahora en que el impacto del crimen sobresaltaba a la ciudadanía volviéndola tan desconfiada como morbosa. Nadie, pues, que viera arribar a los gendarmes en la casa de junto iba a perderse la escena. Para contrarrestar la intromisión de los curiosos, los agentes crearon desde esa tarde un sistema cuyo 26 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 27 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI funcionamiento consistía en asomarse primero a las casas donde no pensaban realizar cateos; de esa forma intimidaban a los inquilinos manteniéndolos con los nervios de punta bajo la amenaza de que fueran a registrar sus viviendas en vista de una sospecha. Al poco rato sólo uno o dos agentes hacían guardia en las banquetas y casi nadie del vecindario se aventuraba a pararse por allí. Se sentía fresco dentro del local. Avanzaste enseguida de los policías, dejándoles a ellos la responsabilidad del interrogatorio. Había dos sujetos tras la barra del mostrador. Uno, el más robusto, de nombre Gabriel, respondía a las preguntas concentrándose en la mirada del interlocutor. Parecía no querer salirse de su atención para no mostrar nerviosismo. ¿Mentía? Habría que acercarse y escucharlo, pero tú preferiste permanecer en la periferia del grupo formado por los policías. Querías participar como una conciencia abierta que escudriñara la pieza, sus ruidos, las palabras que allí se decían, sin predisponer tu opinión observando minuciosamente al personal de aquel negocio. Cuando interrogaron al otro te hallabas a espaldas de los agentes, a punto de tirar la colilla del Monte Carlo a la calle ahora que te separabas de tus compañeros para comprobar, alargando medio brazo bajo el sol, que el calor no penetraba a la carnicería. El que hablaba, Emeterio, se decía nativo de Higueras, y era alto y delgado, con una pinta de inquieto imposible de disimular. Detrás de él —se hallaba a la derecha del otro, quien se dijo oriundo de la Villa de Zuazua— colgaban grandes trozos de carne de los garfios que pendían de una vigueta de hierro sostenida por dos postes. El individuo flaco movía la cabeza como la mueven los pájaros, mirando ora hacia ti, ora hacia tus compañeros. El interrogado tenía por fuerza que repartir su atención entre los agentes y cualquier aviso que le mandara el mundo exterior; no se podía estar quieto —nunca tomó 27 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 28 HUGO VALDÉS el cuchillo del mostrador que estaba a su alcance—, a diferencia de la forma en que se reconcentraba el otro, el carnicero fortachón, en el rostro de quien le hacía cada pregunta. Ahora, ocupado su compañero en responder, miraba hacia ti. No había reto, sino más bien curiosidad por ese detective de buen porte que se paseaba por la carnicería con la calma de quien va a echar novia en la Quinta Calderón. Y aquello, tanto como la imposibilidad del carnicero delgado por estar al corriente de todo a su alrededor, dividido en contestarles a los gendarmes y en ver qué maquinabas con tu ir y venir, te produjo la sensación de un poder distinto al que llevabas guardado bajo el saco, colgando en la funda sobaquera. No se trataba de un poder físico y abrumador, sino de esa lenta y dosificada violencia que hay en la tortura, sobre todo en ese momento, descubierta una primera falla en los sospechosos y de la cual podían cogerlos para joderles el rato: Liborio advirtió que la carne estaba marcada con sellos falsos, por completo distintos a los autorizados por el degüello para su venta. —Muéstrenos la casa —le dijo Liborio al carnicero grueso con aquella malicia que apestaba, irradiaba como un olor acre—, a ver qué otra sorpresa nos tiene —su sonrisa era hiriente y la mirada húmeda, rijosa. —Usted —ordenó el suboficial Antonio Martínez al individuo delgado—, lléveme al patio. Liborio siguió al carnicero fortachón, quien daba a sus pasos una afectada lentitud tal vez con el afán de ganar tiempo. —¿Y todas estas ropas? ¿Son suyas? —junto a un lavadero situado en un rincón de la otra pieza, amontonados y como para lavarse, Liborio encontró unas prendas y un saco de cemento, ambos manchados de sangre; mientras esperaba la respuesta se dirigió al patio. —No todas. Hay unas que son de un ayudante. 28 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 29 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI —¿Aquí matan los animales? —preguntó Antonio al carnicero delgado observando los tapiales del corral sin, en apariencia, prestarle mucha atención a su guía—. El municipio no les va a perdonar la multa. Antonio Martínez caminó hacia el fondo del corral; en un rincón, cubierta muy bien con botes viejos, encontró una cabeza de vaca. —Se me hace que les va a ir muy mal —le dijo. —Yo no le estoy preguntando por esa ropa... —Liborio se refería a dos prendas húmedas, una yompa y un pantalón de mezclilla azul, que en ese justo momento, ajena al aparato policiaco, una señora que trabajaba en la casa ponía a secar sobre una soga—. Pero de una vez tráigamela. Sí, usted —le confirmó a la mujer con ademán imperioso—. Ya veremos de a cómo les toca. Cinco Liborio García alzó el bulto de ropa frente a todos ustedes. Su sonrisa no fue más lejos: dejó de herir a los carniceros y, de seguro en contra de su deseo, no expresó lo que tú también pensaste, lo que sobrevoló tu mente cuando viste el color acentuado de la ropa por la humedad: siquiera hubieran lavado bien las ropas, carajo, hayan matado un cerdo, como sostenían, o un cristiano, como sospecharon tú y tus compañeros. Siquiera hubieran dejado remojar más rato el pantalón de dril y aquella camisa a cuadros dentro de la cubeta y luego los hubieran tallado a conciencia en el lavadero; pero no eso, Inés, no esa cochinada de mierda, no ese trabajo chambón. Acaso gran parte de la sangre embarrada en la ropa, así como la que había en el costal, se hubiese disuelto en el remojo. Pensaste que eso no les quitaba lo sucios, y 29 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 30 HUGO VALDÉS de pronto, hallándote cara a cara con los carniceros —Antonio Martínez había vuelto del corral con el individuo delgado—, te asaltó la convicción de que estaban mintiendo, que querían engañar a los agentes dándoles explicaciones torpísimas. ¿Cómo cabrones aseguraban que la ropa tenía tal cantidad de manchas por haber matado un marrano? ¿Cómo decían que el saco lo habían utilizado para traer a Monterrey el puerco que mataron de contrabando, fuera de la ciudad para evadir la fiscalización del rastro, si en la segunda pieza de la carnicería, junto a las latas de manteca, vieron costales nuevos de yute, limpios y mucho más grandes que el aludido donde a lo sumo cabían unos veinte kilos de carne? Pero se trataba de su versión de los hechos y a ella debían atenerse a la hora de las contradicciones. Entonces vino tu interrogatorio. ¿Los viste bien, memorizaste sus caras, leíste algo en ellas mientras respondían a preguntas que sólo habías hecho para escuchar cómo hablaban los carniceros? —¿Puede hacerse un análisis de esta ropa para ver si la sangre es humana? —preguntó Liborio entretanto a uno de los agentes. —Allá en Salubridad deben saber —contestó uno. Los carniceros debieron oír mentar la palabrita esa, pero estabas seguro de que no creyeron mucho en ella, y que tal vez pensaron, mirándose con sorna —o, más bien, Gabriel mirando con serenidad a Emeterio para desvanecer sus dudas—, que los policías los estaban chanceando y que nada más hablaban así para jugarles el dedo en la boca y ver si con esa mentira tan boba soltaban prenda, declarando su culpa o, por lo menos, evidenciándose con un gesto que los traicionara: la palidez mortal en el rostro, la mirada de pánico. Pero ninguno soltó prenda, porque de seguro creían que lo del análisis ése era una mentira que ni los niños se tragaban, y ambos, sin descomponerse, vieron cómo los 30 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 31 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI agentes cargaban con las ropas: el flaco, Emeterio, bajando la cabeza, los ojos acuosos y en apariencia mansos, de conquistador de barrio, contrastando con su inquietud de pájaro mostrada momentos antes de que los agentes avistaran las ropas; y Gabriel, apellidado Villarreal, el sujeto fortachón, con la mirada fija en ti y hasta cierto punto con el propósito de mantenerse ecuánime. Y de pronto, no supiste cuándo, un vago temblor subió al rostro de Gabriel, quien logró controlarlo y darle forma de un repetido asentir hasta que, de nuevo, fijó la vista y oyó como sin creerlo lo que acababas de pedirle: que te despachara un kilo de carne, de la pulpa esa que tenía tan buena cara. ¿Qué te pasaba, Inés?, parecían preguntarse todos los agentes, en especial Liborio García, quien pese a lo extraño de la situación (al señorito se le ocurría hacer sus compras precisamente cuando debían detener al propietario del negocio por infringir el reglamento del rastro) se tragó su asombro y dejó que montaras la escena. Gabriel se quedó quieto al principio, suspenso en la idea de que lo estuvieras probando, pero enseguida recuperó el celo profesional y caminó hacia los trozos colgados en los garfios y con la mano derecha prendida al borde de la carne dijo que mejor te iba a despachar de esa pieza porque estaba más fresca que la otra. El cuchillo se deslizó con limpieza, como la aleta de un tiburón en la superficie del mar, y seccionó un pedazo ancho, jugoso y al rojo sangre, que acercó al tronco que se hallaba a un lado del mostrador. ¿Pensaste que no te iba a cobrar para dárselas de buenazo y desviar así la sospecha? Lo más seguro fue que él haya pensado algo parecido a lo que pasó por tu cabeza, pero no se decidió tan pronto para cobrarte y esperó a que tú preguntaras cuánto le debías. Emeterio acercó unas hojas de papel de pita para que Gabriel envolviera la carne que había partido, pero lo 31 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 32 HUGO VALDÉS pensó más y tomó un periódico de debajo del mostrador. También sucedió en cuestión de instantes, como el temblor en el rostro de Gabriel, pero ahora te resultó muy difícil captar qué acción se paralizó, qué dejó de hacerse en ese momento en que, tomando aquel grueso papel color tierra, Gabriel decía: —Déjalo, Emeterio, lo voy a envolver con la pita. Y es raro, Inés, pero al pasarte la carne encima de la cubierta de lámina del mostrador ambos, tú y Gabriel, se entendieron bien el juego que jugaban, cuando con una sonrisa samaritana le dijiste al carnicero: negocios son negocios. Porque una cosa era venir a buscar indicios y de pura casualidad descubrir un bulto de ropas ensangrentadas, y otra bien distinta comprar un kilo de pulpa jugosa. —Ahora si nos disculpan, y si no le parece mal a nuestro amigo Inés, Gabriel Villarreal se queda aquí detenido mientras llegan los inspectores del Ramo de Carnes —dijo Liborio, relajándose con un hondo suspiro. Tú y Liborio se dirigieron al Buick mientras dos de los agentes aguardaban en el negocio. Con ánimo de reconvenirte, Liborio García comentó que Gabriel, reputado entre los inspectores del ramo como contrabandista de carne, tenía en su abono la muerte de Román de los Santos. A pesar de haberse defendido y de que gracias a la pericia del leguleyo gozaba de libertad bajo caución, y en términos legales sólo pesaba en él verse involucrado en el hecho, para muchos Gabriel fue quien le disparó a Román luego de sacarlo con engaños de aquella kermés que se realizara en General Zuazua casi dos años atrás, el mes de mayo de 1931. ¿Para qué jodidos tenías que andar comprándole carne a semejante joyita? —No me crea loco, Liborio, yo sé por qué hago las cosas —dijiste. Más tarde, al llegar a la casa y entregarle el paquete de carne a tu mujer, te rondaría aún el recuerdo preciso 32 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 33 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI del carnicero en el momento de hacer el corte mientras afianzaba el trozo con la mano derecha. Seis Aún no partía y todos esperaban ya, con gran ansiedad, la vuelta del doctor Enrique Flores. El vicepresidente del Consejo de Salubridad saldría el sábado 8 en el tren vespertino para trasladarse a Laredo, Texas, y adquirir allá el reactivo con el cual podía realizarse el análisis de la sangre. La ciudad transpiraba, rezumaba de voces, rumoraba tantas versiones acerca de los asesinos que era un desconcierto producido por sordos, por hombres locos de la boca, decidores a mares, sin empacho de que sus conclusiones no amarraran con las recién confirmadas, hablando hasta por los codos desde el miércoles, todavía llenos de espanto, asombrados de que el mundo pudiera llegar al sábado y aún gravitar bajo un sol como ése después de que se cometiera un asesinato tan siniestro en pleno centro. Decían de todo, y no faltó el chistoso que aventuró en la taberna la hipótesis de que en realidad se trataba de un suicidio dúplice, en el que ambas mujeres, hartas de la vida triste que les daba don Delfino, se rebanaron mutuamente el cuerpo a cuchilladas, con la obvia condición de rematarse sola la que le sobreviviera a la otra. Era un mal chiste, un chiste deveras pendejo, pero que sirvió para relajar un rato la tensa pulsación citadina. Y no lo eran tanto, al menos porque en franca apariencia no asomaba el humor en ellas, las demás versiones sobre la identidad de los matoides; pero entre éstas y el chiste del suicidio todos te parecieron una punta de cuentos igual de pendejos. 33 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 34 HUGO VALDÉS Porque, ¿a quién en su justo juicio se le ocurría inventar unos albañiles cuando era evidente que no se ejecutaba en la vivienda ningún trabajo de albañilería? ¿O qué caso tenía inculpar a don Basilio Trejo, el anciano reumático que llevaba el portaviandas con la comida que doña Antonia Lozano hacía todas las mañanas para su marido? Por la mañana emprendiste tú solo una diligencia. Faltaba visitar un domicilio en la calle Diego de Montemayor, del cual salió solícita una señorita pidiéndote que revisaras la casa aledaña, por causarles a una servidora y sus hermanas desazón bastante en vista de que el inquilino aún no se había presentado con ellas, en su calidad de renteras, para decirles si continuaba ocupando la vivienda o se mudaba a otro lado. Te dijo que decidieron condenar la puerta de la casa en cuestión con un par de trancas claveteadas por dentro para evitarle el paso a fulanos que en un descuido podían resultar todo menos unas personas decentes. Te hizo entrar por el patio; se mostró muy amable contigo, al extremo de ofrecerte una silla para que saltaras la tapia desde un patio a otro. Los cuartos estaban sucios y llenos de tierra, sin más mobiliario que un catre con los resortes reventados y una mesa-extensión, ambos bastante maltrechos que, luego sabrías, las señoritas arrumbaron allí, al cabo de bien servirse de ellos, valiéndose del pretexto samaritano de facilitarle la vida al arrendatario ausente. Advertiste que nadie había vivido allí desde varias semanas, o meses atrás, y que nadie tampoco entró a la casa cruzando esa puerta según lo confirmaban las telarañas que se pegaron a tus dedos al pasar la mano por encima del intacto tablón superior. Nada, pues, nada que sirviera de indicio. Qué confusión, qué revoltijo era este caso. ¿Y lo llamabas así, caso nada más, como a cualquier robo? Del modo que lo nombraras, la cuestión sobrepasaba no sólo 34 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 35 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI tu capacidad para hacerle cara al horror, sino algo que no habías imaginado siquiera: este crimen era sólo el primero en una ciudad creciente; si dabas con los asesinos la nombrada ola roja no se detendría, salvo por un tiempo, algunos meses, acaso un año, aun dándoles un buen escarmiento a los culpables. ¿Y por qué dolía tanto este crimen? ¿Lo sabías? Tal vez porque era como matar a alguien de la propia familia y porque, en apariencia y paradójicamente, no había motivos pasionales: mataron para llevarse el dinero. Pero no sólo recaía en una familia, sino en todo Monterrey. Esta ciudad despertaba hacia la comodidad, pero también hacia el crecimiento anónimo: entre más creciéramos como cifra tanto más sencillo sería perdernos el respeto. Cualquier individuo de otro lugar podría confundirse fácilmente en las calles y hacerse de un botín y marcharse después tan tranquilamente como llegó. Tal vez fuera ésa la razón. Lo que deveras creíste es que la ciudad iba a ser otra a partir de la matanza de la calle Aramberri. Puesto que todos aquí nos conocíamos como quien mora bajo un mismo techo, los asesinatos, de pronto, cortaron de tajo la confianza que sentíamos unos hacia otros. Ahora nadie, Inés, nadie en Monterrey estaba seguro de que los criminales no vivieran en la casa de junto. Siete Empezaron a detener sospechosos, a identificarlos entre la escoria que solía esconderse tras un empleo como cualquier persona de provecho. Pero nada habían conseguido interrogando incluso a algunos fuereños, procedentes de Tamaulipas y Coahuila, que al carecer de recursos para 35 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 36 HUGO VALDÉS pagarse un hospedaje solían pasar la noche en los bailes que se daban en el mercado del Norte. Entonces fue salir a los pueblos, a empolvarse bajo el sol de abril para ver qué señas les daban los vecinos y ver qué sospechosos detenían. ¿Qué podían tener los pueblos en especial como para ir a buscar bandidos? ¿Se realizaban ceremonias como las de los masones, cultos raros? No, detective, los pueblos no tenían nada de eso. Lo único que tenían era gente con mucha hambre, con la miseria hasta el cuello, sin un trabajo en qué ocuparse. No era necesario ir tan lejos, sólo revisar en la periferia y preguntarle al alcalde y al jefe de la policía. No te tocó a ti, porque andabas por el rumbo de Higueras, pero tus compañeros supieron que por el camino que conducía a Los Ramones se ocultaban dos individuos, tomando las veredas y luego separándose de ellas para no ser vistos. Los rastrearon un día desde la mañana y se daban ya por vencidos tus colegas cuando al atardecer los vieron iniciando una fogata. De tan desconcertados, tan hartos de buscar, los agentes fueron a encontrarlos no por atender al ruido de sus pasos en la hierba o al de sus voces, sino por fuerza de casualidad, apartando las ramas de un huizache con la misma inocencia de quien descorre una cortina, y les gritaron “alto ahí” mientras les apuntaban con sus armas. Pero los sospechosos ni se movieron: se quedaron allí muy quietos viendo la llamita entre las ramas, quietos y con la respiración tranquila pero sin ponerse en pie ni pronunciar palabra, hasta que uno de los agentes adelantó el paso y preguntó los nombres de aquellos pobres individuos hambrientos, más tristes que miserables, más tranquilos que nunca viéndose así cercados y sin ánimo de pensar en quejarse por la manera como se presentaba la justicia encarnada ante dos sujetos, ellos, sin mayor culpa que haber sido repatriados del vecino país del norte, expelidos por la miseria norteamericana ese difícil año de 1933. 36 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 37 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI Ocho Las señas de ninguno de los dos coincidían con las del individuo que dos meses atrás ocupó la casa en la que ahora vivía el sacristán del templo de La Luz. Dicho individuo era también uno de los muchos repatriados que la crisis norteamericana devolvía a nuestro país igual que las mareas regresan a la playa las pertenencias de tierra firme. Un par de días antes, los agentes y tú vieron en él un sospechoso viable que encajaba sin problema en el perfil del asesino. Todos andaban alborotados buscándolo, con la plena seguridad de estar ya en la pista del culpable. La mayoría de los elementos policiacos tenía un pensamiento en común: nadie mejor para atribuirle el crimen que a un repatriado, entonces sinónimo de la miseria y el desempleo. ¿Estarían ocultos los matoides en medio de una caravana hambrienta, cuyos desplazamientos de ciempiés los llevaran de pueblo en pueblo sin encontrar más que un silencioso repudio donde esperaban empleo, trabajo a destajo para merecerse el pan triste de cada uno de sus días? El fulano habitó escaso tiempo en la casa de junto a la del crimen y era posible, según imaginaste, que doña Antonia y él, y aun la señorita Florinda, se viesen de patio a patio, pues entre uno y otro sólo mediaban unos lienzos de tablas bajas casi podridas por la humedad. Tu imaginación comenzó a darle forma a una versión más del asesinato, y diseñaste una teoría por la que en realidad apostabas muy poco: el tal individuo, un sujeto vago, sin ocupación por no hallar trabajo en la ciudad ni aun en las caleras instaladas en el lecho del río Santa Catarina, se dio cuenta al poco tiempo de vivir allí que la familia de junto tenía dinero guardado. Algún comentario indiscreto de la señora al ver el fastidio en el rostro de Florinda mientras correteaba a la 37 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 38 HUGO VALDÉS gallina que sacaban en las mañanas al patio, algún “no te apures, hija, con el dinero que ahorra tu padre no tendrás más luego que perseguir gallinas ni sacar el cubo de la noria porque tendrás suficiente para aspirar a otra clase de vida”, fue tal vez la indiscreción que cometió la señora y oyó el sujeto que vivía al lado. Y entonces, Inés, el hombre decidió dejar la casa algunas semanas antes de realizar el crimen para que nadie pensara en él, errante entre una docena de fulanos con catadura patibularia, en el momento en que la policía iniciara las pesquisas. ¿Lo creías, detective, te daba la espina de que hubieran acontecido así los hechos que desembocaron en la sangrienta mañana del miércoles 5 de abril? La detención de los dos repatriados dio al traste con tu teoría: era muy aventurado, al grado de tomar visos de burla, sospechar de hombres macilentos como aquéllos, hambrientos, sí, pero no con la sangre fría ni el conocimiento de la ciudad y de las víctimas que requirió el doble crimen. Los asesinos eran gente de casa, pájaros de cuenta con algunas visitas al establecimiento penal. Días más tarde de haber localizado a los dos primeros, se descubrió que el repatriado que fuera vecino de los Montemayor se radicó en el municipio de Marín tan pronto dejó Monterrey. Los lugareños lo conocían bien y sobraban quienes ofrecieran su declaración para atestiguar su inocencia. En la mañana del crimen aquel hombre laboró en compañía de varios más limpiando una acequia. Nueve Durante casi un mes se te vio atento, serio, con cara de no quebrar un plato, colaborando con los agentes de la 38 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 39 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI Inspección de Policía y el personal del procurador, entre los que se estableció un torneo para ver quién descubría primero a los asesinos. Te había comisionado el gobernador y de ningún modo aparecías como un colado en la escena que la prensa montaba día con día en las columnas. Tenías la pinta de alguno de esos pollos que iban a matar su hastío en los camerinos de las actrices cuando llegaban a la ciudad. Pero que no te vieran apuntando con una pistola, o, mejor, acertando en cualquier blanco remoto o engañoso a la vista, atinando justo, como si la voluntad estuviera en tu mirada y el brazo sólo la dirigiera por intermedio del arma. Y eso te daba gusto, pero no a tu familia, porque eras una contradicción viva, un problema hecho persona, una mala pasada del destino. Porque ¿cómo, Inés, cómo carajos se te ocurrió nacer no sólo rico, sino además en Monterrey y con tal puntería, en lugar de una torta bajo el brazo, que ya la hubiera querido el mismo general Rodolfo Fierro? El problema iba todo junto: tal vez sin dinero en la bolsa y con esa puntería hubieras sido un buen agente policiaco, pero con centavos y un destino dispuesto por tu familia —y siempre, menos para bañarte, con la pistola lista en la funda sobaquera—, eras sin duda un sujeto de cuidado. Por eso te escogió el gobernador Francisco Cárdenas: encaminado en la pista, tan sólo con que los asesinos sintieran que pisabas la mierda que dejaban a su zaga, la estela marcada en el polvo caliente, tan sólo de saberlo, se iban a zurrar en los pantalones. Te impusiste una calma de hielo para emprender con buen tino las averiguaciones. En eso habías dado un excelente paso. Porque entre mayor fuera la pasión con que mirases el asunto, menor sería la percepción objetiva que tuvieras sobre las pistas y los sospechosos. En los días que siguieron al crimen se fue trazando dentro de tus hábitos el itinerario que recorrería entonces el Buick: 39 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 40 HUGO VALDÉS desde tu casa de Garibaldi 930 sur hasta el oriente de la calle Aramberri; y de allí, con dirección poniente, hasta la Inspección General de Policía. Por lo pronto los vecinos de la barriada de Aramberri y Diego de Montemayor ya sabían distinguirte. No se trataba de que los demás agentes fuesen incapaces de mostrar cortesía o amabilidad al momento de abrir un interrogatorio, o que les hubiesen faltado el respeto a los asustados civiles que vivían en las casas de una y otra acera o a los dependientes del molino de nixtamal o de la lechería-billar de la esquina. No tenía que ver con ninguna de estas cuestiones sino, más bien, con la confianza que les inspirabas, debido a tu prestancia y los buenos modales, el que te mirasen con mejores ojos que a los otros detectives y fueras reconocido tan pronto bajabas del coche. Entonces te parecía muy consecuente que alguna vecina dijese “buenos días, don Inés”, mientras se encaminaba al molino cargando una cubeta llena de nixtamal. Diez El martes 11 de abril fuiste a recabar más informes en la barriada de Aramberri. Por alguna razón te imaginaste entrando al domicilio del crimen para saludar a don Delfino, como si te lo dictase una pena compartida. Pero aquello fue sólo una vaga ocurrencia, porque ese día lo que principalmente deseabas era hablar con el vecindario antes que cumplir con las fórmulas sociales. A fin de cuentas, las visitas de los policías solían producirle a don Delfino más inquietud y desolación que consuelo o esperanza. Era a media mañana, y el sol ardía despacio sobre el 40 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 41 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI caserío regiomontano. A los rostros subía un calor húmedo que llamaba al pañuelo a salir a cada rato de la bolsa. A pesar de ello no echabas el sombrero hacia atrás. Para qué arruinar la percha si de cualquier forma ibas a sudar a causa de ese viento suave que lo llenaba todo, como una gasa tibia hinchada de humedad que nos cubría igual que una placenta sedosa y acariciante, con ese mismo poder de resistencia del agua puesta a entibiar que uno advertía cuando pasaba los dedos por ella. Pero ahora era el viento, tibio, suave, poderoso, el que pasaba sus dedos p0r nosotros. El encargado del molino te dijo que era voz general entre el vecindario que un chamaco, quién sabe si hijo del sacristán que vivía a un costado del número 1026, había escuchado el grito de alguna de las víctimas la madrugada del miércoles 5 de abril. Mejor vaya y pregunte a la tienda, te rogó, y allí verá como le dicen más de lo que yo pueda contarle. Te compadeciste por el temblor en la voz, pero encima de todo porque incuestionablemente estabas espantando a su clientela: mujeres en su mayoría, secreteándose un rumor bajito y uniforme, bien embridado por el temor de que les ganara la voz y se soltaran a hablar como si no hubiera un policía adentro del negocio. Nunca como en esos días te asombró tanto la expresión cercana al terror que dominaba en los ojos de la gente. Lo acabaste de comprobar en el tendajo, mientras interrogabas al propietario. Apenas si quería dejar que su mirada se las viera a solas con la tuya. Entonces tuviste esa revelación paradójica, ese hallazgo que te hizo sonreír en secreto mientras sacudías la cabeza de aquella manera suave y condescendiente como hacemos todos, en señal de desacuerdo, cuando se nos cree capaces de realizar acciones ajenas a nuestra naturaleza. Así como cuando el tendero te miraba igual que a un malhechor, con extrañeza y sumo recelo, muy seguramente —y ésta era 41 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 42 HUGO VALDÉS la revelación— por saberte metido en los mismos atolladeros que los matones, por saber que eras el reverso de aquellas presencias sombrías de cuya destreza para despachar cristianos tú no andabas muy lejos. ¿O eran tus nervios, detective, tu percepción predispuesta lo que hacía que te creyeras capaz de dar esos vistazos profundos a las personas y los lugares; era tal vez eso? El tendero quiso disimular su cautela pero, al cabo de varias preguntas, se rindió. Te llamó la atención su nariz; se derretía en sí misma hasta formar una plasta carnosa que no coincidía con la posición del tabique, sino hacia su lado izquierdo. Pero no te repugnó, e incluso te causó simpatía el resto del dibujo facial: el bigote cano de abuelo bonachón, la boca gruesa y una impresión neutra de aseo. Al fin lo oíste hablar. El chamaco tenía entre seis y siete años, y dijo que había oído gritar “no me mates, Gabriel”. El tendero estaba enterado porque el chamaquito solía jugar con sus niños. ¿Se los confió a ellos como un secreto, como algo que ya no aguantaba para traerlo él solo? No, patrón, no como secreto: los niños no tienen la conciencia tan pesada como uno para andarla descargando a cada rato. El tendero se lo escuchó al chamaquito mientras todos formaban palomilla, jugando a los balazos, a perseguirse, quién sabe, señor, a lo que juegan los niños. Y la historia te causó la misma risa, ya no secreta porque lo permitía el momento, y el mismo gesto de suave y condescendiente reprobación, y sacudiste la cabeza sin imaginar siquiera que años más tarde lo seguirías haciendo, reírte un poco y reprobar, cuando la frase hubiera de volverse una muletilla para comenzar y dar por concluida una broma cuyas palabras actuaban como un ensalmo contra la agresión. Uno de sus niños se había acercado al chamaquito del sacristán y, ante el ademán de desbaratarlo a golpes, éste se defendió diciendo “no me mates, 42 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 43 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI Gabriel”. Entonces el tendero suspendió la tarea que realizaba y salió al patio para preguntarle por qué había dicho aquello. —Eso es todo lo que yo sé —te dijo, por último, el hombre—. No puedo asegurarle nada porque se lo oí decir a un niño que ni siquiera es mío. ¿Por qué no va y pregunta en la casa del sacristán? Once —Ya le dije lo mismo que al reportero que me visitó hace rato —dijo en son de reclamo la mujer del sacristán; era de estatura mediana, de cabello castaño y piel blanca, y en su mirada refulgía una sensualidad no saciada. —¿Quién era? —Uno de apellido muy curioso. Algo así como Póuer, Póuels. —¿Se acuerda usted de mí? —Cómo no. Es el mismo que vino la semana pasada, ¿verdad? —Inés González, para servirle. —También su nombre es raro. Para un señor, digo. Aunque hay otros que se llaman Refugio, o Guadalupe; hasta Nohemí he oído. En fin, perdóneme usted la lengua. Pero ¿qué más podía ella decirte, además de que allí vivía el sacristán del templo de La Luz y que el niño del que le hablaste no guardaba vínculos con el sacristán ni con ella, y que lo habían asistido en muestra de agradecimiento a la madre de aquél —de la que nunca después tendrías la menor noticia—, con la que vivieron una temporada y quien se dedicaba ahora a encontrar otra casa donde alojarse? 43 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 44 HUGO VALDÉS —Yo vi un chamaco aquí el jueves de la semana pasada, cuando vine con el otro agente. —Dice bien, señor, pero se lo llevaron ya por la tarde. ¿Por qué sentiste extrañeza en el lugar? ¿Fue desde la vez anterior, o era una nueva predisposición contra aquella mujer por el llano hecho de mentirte? En ningún momento te ofreció una silla; incluso su nombre te lo dijo en un balbuceo, con pena de llamarse así o, más bien, con toda la intención de que no te lo aprendieras. —Ocultando así al chamaquito no nos ayuda en nada, señora. Dígame dónde está y le prometo que yo personalmente me encargaré de protegerlo. —Ya le dije. Su mamá vino por él y se lo llevó. Si no cree lo que le digo busque dondequiera. —¿Debajo de la cama también? —También allí, señor, ¿qué gano yo con engañarlo? Sin pensarlo mucho te hincaste para ver y convencerte de que bajo el lecho no había un niño ni nada parecido, pero sí algo que preferiste ni siquiera tocar para que la mujer no estuviera al tanto de tu hallazgo: un alzacuello. —¿No quiere ver en los rincones del patio? —Si no está donde ya lo busqué, me imagino que es muy difícil esconderlo en otro lugar —ya por salir, a un paso de la puerta, le tendiste la mano—. Y disculpe mi desconfianza. Mire —señalaste las rodillas empolvadas sin abandonar la sonrisa—, ya me llevé mi castigo por curioso. Camino al templo de La Luz te preguntaste qué tenía de raro encontrar un alzacuello en la casa donde habitaba un sacristán. Fue entonces cuando empezaste a sentir el ansia imperativa de escuchar una poca de verdad, hoy que costaba tanto como las nuevas instalaciones de gas butano, sin concesión para el bolsillo ni aun por vivir días de crisis. La verdad derecha, sin recovecos que entorpe44 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 45 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI cieran su curso; la verdad sin malear, no como ella te la entregó, contradiciéndose con la otra verdad que te dijera ¿su amasio?, ¿su protector? Porque mientras ella comentaba que el jueves 6 de abril la madre del niño se presentó para llevárselo a la vivienda que había conseguido, allá por el rumbo del Topo Chico, el sacristán te diría otra cosa: —El jovencito es muy chico, señor, tal vez ni oyó nada, usted sabe, cosas de niños —respondió con expresión cansada; por el dibujo de sus párpados parecía que los ojos hubieran sido antaño más grandes y ahora se redujesen en el diseño de su cara. —¿Usted ha oído eso de que los niños y los borrachos... —...no suelen nombrar mentira? Pero quién sabe. ¿Tiene usted hijos? Perdone que me entrometa. ¿Le digo algo? Así como los grandes inventamos cosas, a los niños les da desde luego por inventar las suyas. Además el sacristán no sabía más al respecto porque su trabajo lo obligaba a salir de la casa a las seis de la mañana, lo mismo que su vecino el señor Montemayor. —La mamá del chamaquito vino por él cuando pasó lo del crimen. Sí, fue tres días después cuando vino por él, el sábado —te dijo. Doce Todos, incluso tú, esperaron con cierta impaciencia el regreso del doctor Enrique Flores. El periódico, cuyas páginas semanas antes se ocupaban principalmente de los acontecimientos mundiales —el ascenso de Adolfo Hitler a la Cancillería alemana, por ejemplo—, habría de dedicar un importante espacio a la serie de pesquisas 45 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 46 HUGO VALDÉS que se desarrollaban en torno al crimen de la calle Aramberri. Por esa misma impaciencia, o tal vez por no tener presente que las ediciones noticiaban sucesos del día anterior, Plowels decía el domingo que se esperaba al médico Flores un día atrás, acaso por la noche, justo cuando apenas abordaba el tren que lo llevaría a Laredo. La medida más prudente que pudimos tomar fue aguardarlo hasta el domingo. Pero el doctor volvió a la ciudad el lunes 10 de abril; la razón de su tardanza fue que de Laredo tuvo que desplazarse a San Antonio para adquirir los reactivos, que ni siquiera allí consiguió. Sólo hasta el otro día, al decir de la fuente oficial, podría conocerse el resultado del análisis. Para el espectador común y corriente, que seguía paso a paso la crónica del crimen desde las columnas policiales, esto significaba enterarse vía el periódico no el martes sino el miércoles 12 de abril, cuando la edición de ese día diera cuenta de todo lo que aconteció veinticuatro horas antes. Pero ni aun el miércoles se tendría cabal noticia de los resultados. Tampoco tú, Inés, tuviste conocimiento del análisis —sin realizar todavía a falta del reactivo, mandado traer desde Nueva Orleans—, salvo la sospecha de que el agente del Ministerio Público quería jugar cerrada aquella carta para sacarle más información a los detenidos, que en este caso podrían ser los carniceros del local de Ocampo y Coss. Los días te otorgaron razón, porque al cabo de la semana, el sábado 15, el doctor Enrique Flores se reservó hacer comentario alguno a propósito del resultado del análisis de las manchas de sangre que aparecían en las ropas y el costal de cemento encontrados en la carnicería. ¿Tenía ya el dictamen en sus manos? Quedaba pendiente la cuestión de las huellas de sangre: éstas no tenían que ser necesariamente de alguien que 46 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 47 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI resultó herido en la lucha. Tal vez se trataba de la aportación de un testigo ocular, temeroso de involucrarse, quien al observar la salida de una o más personas de un domicilio cuya familia no solía recibir visitas a una hora tan temprana, y mucho menos en ausencia del señor Delfino Montemayor, señaló a la justicia la ruta del asesino por medio de esa línea roja. Era muy simple y, tal vez por eso mismo, pasó desapercibida a ojos suspicaces: la huella fue marcada por alguien que vio salir a los asesinos de la casa número 1026 el miércoles 5 de abril aproximadamente a las 6:45 o 6:50 de la mañana, y la hizo con pintura o con las vísceras de un animal, y tal vez no el mismo día del crimen sino el jueves muy temprano, antes de que el ajetreo, el movimiento de los carros de policía vigilando el lugar y el de los vehículos particulares que pasaban frente a la casa con el peregrino fin de satisfacer la curiosidad de sus tripulantes, impidieran trazar con libertad el derrotero de la huella. Además de que esto era evidente más allá de toda conjetura, por razones tan simples como el hecho de que no hayas visto la huella el miércoles en la tarde, sino en el transcurso del jueves 6 de abril en que distinguiste los puntitos rojos y echaste el paso hasta hallarte a espaldas de la catedral. Entonces te obligaste a callar, evitando la tentación de sonreír frente al fogonazo de las cámaras y al asedio reporteril. Te le negaste incluso a José Manuel Plowels, quien te buscaba a toda hora para sonsacarte cualquier miga de información, la que fuera, con tal de que el día no pasara en blanco sin darles algún trozo de carroña periodística a sus buenos lectores. Uno no podía decirle al periódico todas las ideas que pasaban por la cabeza; un crimen era un tema muy delicado para hablar de él a la ligera. Aunque te reprocharas por cuanto había de inseguridad en el asunto, no ibas a extenderte en una teoría que 47 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 48 HUGO VALDÉS apenas formulabas. Del indicio sí estabas seguro, y te dijiste “cállate, Inés, guarda tus conclusiones”. ¿Qué concluiste, que tenías y debías callar? La pista muy probablemente la marcó un testigo, pero ustedes debían movilizarse como si no lo supieran, creyendo, más bien, que alguno de los asesinos se hirió durante la matanza. De esa manera, harían que se sintiesen confiados y evitarían represalias inmediatas en contra del testigo, quien era, estabas seguro, un vecino de la barriada. Como dato importante para la investigación contabas con el hecho de que Gabriel Villarreal, el dueño de la carnicería, se hubiese presentado el miércoles 12 en el despacho del secretario general de Gobierno y más tarde con el procurador de Justicia a fin de sincerarse. Desde que la prensa relató el hallazgo de las ropas en su negocio, de paso refrescó la memoria de los lectores refiriendo el suceso en el que presumiblemente Gabriel dio muerte al hijo del doctor Román de los Santos. Este hombre de tez blanca y un metro ochenta de estatura manifestó suma extrañeza al ver que el periódico no tenía empacho en relacionarlo con los responsables del reciente crimen. Su sinceridad lo orilló incluso a decir que se hallaba dispuesto a responder los cargos que se le imputaran y a probar su inocencia ante las autoridades. Gabriel buscó enseguida al reportero José Manuel Plowels para pedirle que tuviera a bien aclarar la suposición que atraía todas las sospechas hacia él. Aceptaba que fue detenido por vender carne matada de manera clandestina, pero como cualquier otro civil pagó al municipio la multa correspondiente, veinticinco pesos, al cabo de lo cual consiguió salir libre en dos días. Todo esto, que apareció en el periódico el jueves 13 de abril, lo publicó Plowels sin añadir otros comentarios. ¿Creyó en lo que dijo Gabriel? Por lo pronto, del miércoles de marras al domingo próximo, o, más bien, desde el miércoles anterior, el día 48 ARAMBERRI 6/11/08 12:47 Página 49 EL CRIMEN DE LA CALLE ARAMBERRI 5 de abril cuando ocurrió el crimen, hasta el domingo 16 —sin tomar en cuenta el par de días que estuvo preso—, Gabriel Villarreal tendría tiempo de sobra para jugar sus propias cartas, en caso de que él fuese el asesino que buscabas, tanto para inculpar a otros como para ocultar el botín. Trece ¿Sospechar de don Delfino? ¿Estabas seguro de dar bien el paso incriminando a ese hombre que viste envejecer a raíz del crimen? Olvidaste por un momento su postración, su humanidad herida. Esos ojos vidriados por el dolor y esa voz dura, tensa, pronta para abofetear con un verbo la malicia de cualquier interlocutor, podían mentirte, a ti como a todos los otros agentes que ya lo hubiesen interrogado. Te olvidaste, pues, de su estampa y te dispusiste a recordar y analizar los datos que se contradecían en torno suyo. Tenías presente cómo creyó desaparecida la dentadura de su mujer siendo que la había hallado junto a un cachirul y un zapato, al entrar a su casa por la tarde y descubrir la carnicería en la recámara. Delfino dijo que como tuviera que salir apresuradamente para dar aviso a sus familiares, al regreso no vio la dentadura. ¿Era una clave, una pista que el asesino trató de ocultar porque lo señalaba de modo implacable? ¿Qué creíste, detective González, especialmente de lo que no dijo Delfino: por ejemplo, que al salir atragantándose la respiración en la boca, como quien respira sapos, dejó abierta la puerta de su casa? No había que adelantarse, sino tomar tiempo para pensar con claridad: cualquiera, a lo mejor tú también, si 49