cidadanía. el debate feminista

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CIDADANÍA. EL DEBATE FEMINISTA
María Xosé Agra Romero
Universidade de Santiago de Compostela
Coordinadora da Comisión de Igualdade do CCG
CIUDADANÍA: EL DEBATE FEMINISTA1
Mª Xosé Agra Romero
“Ciudadano” y “ciudadanía” son palabras llenas de significado. Hablan de respeto, de
derechos, de dignidad. Piénsese en el sentido y la emoción que contenía el citoyen
francés de 1789, una palabra que condenaba la tiranía y la jerarquía social, a la vez que
afirmaba la autonomía y la igualdad; en aquel momento, incluso las mujeres
consiguieron el nombre de citoyenne, en vez de madame o mademoiselle. Desde
entonces, la palabra aparece a menudo delante de otro término, añadiendo siempre
dignidad a éste como en “ciudadano soldado”, “ciudadano trabajador”, “ciudadana
madre”. Tiene tanta dignidad que rara vez aparece en el lenguaje coloquial. En las pocas
frases informales en que se emplea, se hace con un sentido de aprobación y respeto,
como en “ciudadano del mundo” o “comité de ciudadanos”. No se encuentran usos
peyorativos. Es una palabra humanista importante, monumental.”
Nancy Fraser y Linda Gordon
En efecto, “ciudadano” y “ciudadanía” son palabras llenas de significado y de
dignidad. Podemos convenir asimismo en que no se encuentran usos peyorativos. No
obstante, N. Fraser y L. Gordon (1992) tras iniciar con estas afirmaciones su artículo,
nos muestran como en la cultura política estadounidense la aureola de dignidad y
derechos que rodea a la ciudadanía se inscribe en el lenguaje de la “ciudadanía civil” y
en la casi total ausencia de ciudadanía social que adquiere connotaciones peyorativas,
impregnadas de androcentrismo y etnocentrismo. Podemos, pues, aceptar que
ciudadanía no tiene usos peyorativos, pero la aureola de dignidad, respeto y derechos
que le rodea, la igualdad que constituye su núcleo, lejos de ser algo estático está
sometido a los cambios sociales e históricos y, por lo mismo, expresada en distintos
lenguajes políticos. El examen de la naturaleza e historia del concepto de ciudadanía
puede, por tanto, dar cuenta de por qué va haciéndose cada vez más habitual y quizás
también más coloquial hablar de “ciudadanía de segunda”. Ciertamente en 1789 las
mujeres consiguen el nombre de citoyenne, en vez de madame o mademoiselle, pero
como bien señala D. Godineau a propósito de la palabra “ciudadana”, cabe plantearse
una cuestión impertinente, a saber: pero ¿qué es una ciudadana?. Impertinente, dice, no
1
Publicado en Quesada, F. (ed.): Naturaleza y sentido de la ciudadanía hoy. Madrid, Publicaciones
UNED, 2002, pp. 129-160
1
porque carezca de pertinencia sino por las interrogaciones que suscita y las
contradicciones con que se encuentra (Godineau, 1988: 92).
Prácticamente toda la historia del feminismo puede ser leída en clave de
reclamar/construir la ciudadanía. Ahora bien, la relación entre feminismo y ciudadanía
es compleja y requiere atender a los contextos históricos y teóricos en los que se
produce. En este sentido hay que tener en cuenta tanto la revisión que la teoría feminista
lleva a cabo de la historia de la filosofía política, como el análisis de la propia historia
del feminismo y, en el momento actual, la discusión abierta directamente con los
teóricos de la ciudadanía y su contribución a la emergencia de una nueva comprensión
de la ciudadanía. Dicho de otro modo, mostrar la parcialidad y las paradojas de la
ciudadanía universal es constitutivo del feminismo. Con diferentes énfasis, en distintos
momentos y contextos históricos y políticos, la lucha por la inclusión o contra la
exclusión de las mujeres de la ciudadanía y, tras la consecución del voto, por la
participación política y en contra de la “ciudadanía de segunda” es el elemento de
reclamación que configura los lenguajes de la ciudadanía en el debate feminista pero
que, al mismo tiempo y como trataremos de ver, conlleva la intervención en la
construcción de la ciudadanía. Esto significa que el problema de la ciudadanía para el
feminismo no se pueda reducir solo a una cuestión estadística. La presencia o ausencia
de mujeres en los diferentes ámbitos o niveles de la ciudadanía viene determinada por
la propia historia y naturaleza de
la ciudadanía, por la relevancia de la diferencia
sexual, por la relación estrecha entre género y ciudadanía. De lo que se trata, en
definitiva, es de construir una ciudadanía guiada por la lógica igualitaria y democrática,
de desarrollar una concepción amplia, incluyente.
No es nuestro objetivo aquí ocuparnos del análisis histórico sino del debate y
propuestas más recientes. No obstante, es conveniente tener presente los grandes hitos
históricos, a saber, la revolución francesa y la Declaración de los Derechos del Hombre
y del Ciudadano; el sufragismo (también denominada primera ola del feminismo) y la
segunda ola, después de 1968. Tampoco podemos pasar por alto que hoy uno de los ejes
de reflexión y discusión recae en la reformulación de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano, es decir, sobre las cuestiones de Derechos Humanos y Ciudadanía. En lo
que sigue nos centraremos en la ciudadanía, pero sin olvidar un reciente hito histórico,
el movimiento de mujeres pro Derechos Humanos, cuya fuerza a nivel mundial se
manifestó con motivo de la Conferencia de Viena sobre Derechos Humanos en 1993,
logrando hacer oír la demanda, como veremos una vez más paradójica, de que los
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derechos de las mujeres son derechos humanos. Según lo dicho, nuestro interés se
dirige al examen de los lenguajes de la ciudadanía en el seno de la teoría feminista
reciente, a sus formulaciones explícitas, dejando a un lado, por tanto, aquellos
feminismos que no incluyen la ciudadanía como una de sus preocupaciones
fundamentales o que lo abordan indirectamente.
I De abstracciones, Paradojas y dilemas
1.Ciudadanía e individuo
Bien es cierto que el concepto de ciudadanía es tan viejo como la política, que
delimita o conforma cierto tipo de ser humano y que uno de sus elementos
fundamentales, la igualdad, es problemática y cambiante. La filosofía política feminista
ha tratado, precisamente, de poner esto de manifiesto al incidir en la parcialidad de la
ciudadanía universal. En términos generales la ciudadanía moderna remite a la relación
formal entre individuo y Estado-nación, al vínculo entre ciudadanía y nacionalidad. La
ciudadanía moderna confiere a los individuos un estatus formal haciendo abstracción de
cualquier particularidad, marca o diferencia, sea de raza, clase, sexo o cualquier otra.
Refiere a la igualdad formal. Tras un lento y costoso proceso las mujeres adquieren el
estatus formal, los derechos civiles y políticos. Mas la igualdad formal no es suficiente
para que las mujeres participen plenamente de la ciudadanía, una constatación de ello
se da en el terreno de la representación política. El problema puede formularse así:
“Podría parecer paradójico que el feminismo reivindique que sean representados
los géneros, siendo así que, precisamente, el espacio de la política como espacio público
debería hacer abstracción --es decir, dejar aparte como no pertinente a efectos de la
representación—del sexo-género de los sujetos del pacto político, en quienes, en los
estados de derecho, residiría en última instancia la soberanía y el poder. Claro está que
se podría hacer abstracción, a condición de que, efectivamente, tal abstracción se
produjera de hecho. Ahora bien, la prueba obvia y empíricamente contrastable de que la
abstracción se produce –es decir, una vez más, de que el sistema sexo-género es
irrelevante en orden al principio de representación—sería que en la relación
proporcional entre los representantes y los representados no resultara ninguna diferencia
apreciable en lo que al sexo-género se refiere. En tal caso dado que las mujeres somos
por lo menos el 50% de la población alrededor del 50% de aquellos en que se delega la
voluntad política del pueblo serían mujeres.” (Amorós, 1987: 114)
Celia Amorós da cuenta de que el feminismo demanda que el espacio públicopolítico sea de todos y de todas, pero la democracia representativa, una vez que está
conseguido el estatus jurídico-formal, no logra incorporar , bajo la abstracción y la
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neutralidad en relación con el sexo-género, a las mujeres. La razón de ser de la paradoja
de que las mujeres pidan medidas de discriminación positiva para poder ser ciudadanas
plenas, no ciudadanas de segunda que votan pero no acceden a la representación y a los
ámbitos de poder y decisión, radica en que las mujeres no son “individuas” en el sentido
en que lo son los individuos varones que acceden al espacio público. Contrapone así el
“espacio de los iguales” al “espacio de las idénticas”, afirmando el carácter ontológico
y político del individuo y reivindicando la igualdad con los “iguales”, la individualidad
femenina. La abstracción no funciona, la ausencia o escasa presencia de mujeres es lo
habitual. El problema está en que las mujeres siendo ciudadanas no son individuos. El
asunto de la representación política no es su única manifestación, si una de las más
visibles y destacadas.
Así podemos entender también que Joan Scott, historiadora y feminista, se haga
eco de las palabras de Olympe de Gouges cuando afirma que es una mujer “que solo
tiene paradojas que ofrecer y no problemas fáciles de resolver” para señalar que la
historia del feminismo es la historia de las mujeres que han tenido solo paradojas que
ofrecer.: “porque históricamente el feminismo occidental moderno está constituido por
las prácticas discursivas de la política democrática que ha igualado individualidad con
masculinidad” (Scott, 1996: 5). La expresión de Olympe de Gouges se refiere a que,
paradójicamente, para enfrentarse a la exclusión de las mujeres había que actuar por la
causa de las mujeres e invocar la diferencia que debían negar, poniendo de relieve los
límites de los principios de Libertad, Igualdad y fraternidad, la política de la diferencia
sexual, la vinculación entre individuo y masculinidad, pertinencia o, con otras palabras,
la no aplicación universal de la ciudadanía. Tras la consecución del voto, un proceso
lento y costoso, el problema no se soluciona, más bien se reaviva. Si la ciudadanía
conllevaba la promesa de la inmediata realización de la individualidad y de una mayor
participación política de las mujeres, de la igualdad que descansa en la pertenencia al
Estado-nación, tal promesa no se cumple, sigue funcionando el individuo abstracto y
las paradojas.
Una de la líneas fuertes en la justificación de la ciudadanía moderna viene dada
por la teoría del contrato social. La teórica política Carole Pateman (1988) lleva a cabo
una revisión de dicha teoría, de la teoría liberal clásica e igualmente del liberalismo
social, partiendo de la relevancia política de la diferencia sexual. Crítica con los
teóricos políticos contemporáneos por naturalizar la diferencia sexual y por ocultar una
parte importante de la historia del contrato social: la historia del contrato sexual, el
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contrato específico que corresponde a la esfera privada. La esfera público-política surge
de un pacto del que quedan excluidas las mujeres, pero no puede constituirse como tal
sin la esfera privada que también contiene un contrato, el contrato sexual, que da cuenta
de por qué las mujeres, en tanto que no son individuos, solo podrán acceder al mundo
público como mujeres. Dicho de otro modo, los teóricos del contrato social construyen
la diferencia sexual como diferencia política: la diferencia entre la libertad natural de los
hombres y la sujeción natural de las mujeres. De ahí que Pateman insista en que la
esfera pública y la esfera privada no son dos esferas separadas,
están estrechamente
relacionadas, no pueden pensarse la una sin la otra. No podemos detenernos en todos los
elementos que configuran el análisis del patriarcado moderno como patriarcado
fraternal, sino llamar la atención sobre el tránsito del estatus al contrato y como dicho
tránsito descansa en una lógica patriarcal-fraternal-contractual por la que los hombres y
las mujeres acceden a la ciudadanía de forma diferente. Así, “individuo” y “contrato”
se muestran como categorías patriarcales y, consiguientemente, “trabajador” y
“ciudadano”. Las mujeres pueden obtener, señala Pateman, la condición formal de
individuos civiles pero no en el mismo sentido que los varones: un ser en un cuerpo
femenino nunca puede ser “individuo”, la diferencia sexual es inseparable de la
subordinación civil. Por ello “tomar en consideración seriamente la identidad
“encarnada” exige abandonar al individuo unitario masculino y abrir la posibilidad de
dos figuras: una masculina y otra femenina” (Pateman, 1995: 306). De nuevo se pone de
relieve la paradoja y contradicción que implica la incorporación de las mujeres a la
sociedad civil. La historia del contrato social utiliza el lenguaje del individuo, pero las
mujeres no son meramente excluidas sino incorporadas como mujeres.
Vemos pues, desde tres ángulos distintos como la conclusión a la que se llega es
básicamente que las mujeres son ciudadanas pero no individuos, que la ciudadanía está
vinculada a la masculinidad bajo la abstracción de la pertenencia al Estado-nación, de
ahí que sea problemática y paradójica para las mujeres. Ahora bien, las respuestas ante
esto, las propuestas, son distintas. Unas irán en la línea de la igualdad, otras en la de la
diferencia, polémica esta que atraviesa el feminismo de los años 80. En los noventa la
cuestión se complica más si cabe con la tematización de las distintas diferencias de raza,
clase, sexo, orientación sexual, etnia... Interesa destacar que así como la polémica sobre
la ciudadanía forma parte de los dos grandes hitos históricos del feminismo -revolución
francesa y sufragismo- en la denominada segunda ola del feminismo se parte de que el
voto no resuelve los problemas pero no va a darse una reflexión directa sobre la
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ciudadanía sino sobre una serie de temas, de problemas sociales y políticos: aborto,
libertad sexual, matrimonio/divorcio....Como indica Rian Voet (1998: 23) en este
momento las feministas no prestan demasiada atención a la ciudadanía porque se asocia
ciudadanía con estatus formal. Las publicaciones feministas de los años setenta y
ochenta no abordan este tema explícitamente, J. B. Elhstain, C. Pateman y M. Dietz
serán
pioneras. Habrá que esperar
a los noventa para que adquiera relevancia,
coincidiendo con el renovado interés de los teóricos políticos por el concepto de
ciudadanía (Kymlicka/Norman, 1994). El debate feminista en principio está muy
marcado por el predominio de la concepción de la ciudadanía de T.H. Marshall. Los
distintos feminismos consideran que la teoría de la ciudadanía dominante es el
liberalismo social, al que dirigen sus críticas, en un contexto en el que la discusión gira
en torno a la igualdad/ diferencia.
2. Ciudadanía y empleo
Las críticas al liberalismo social y al Estado patriarcal de Bienestar, concentran
los esfuerzos de las teóricas que se van a ocupar directamente de la ciudadanía en los
años ochenta. La mirada crítica a la propuesta T. H. Marshall (1949) es punto de
referencia obligado. En general, su concepción de la ciudadanía social se ve
positivamente, pero va a ser sometida a escrutinio desde la perspectiva del sexo-género.
Una de las objeciones se dirige a la secuencia temporal de consecución de los derechos
señalada por este autor – esto es, en el siglo XVIII los derechos civiles, en el XIX los
derechos políticos y en el XX los derechos sociales- dado que no se corresponde con la
de los derechos de las mujeres. Tampoco distingue entre ciudadanía activa y pasiva.
Mas la cuestión fundamental afecta a la ciudadanía social, si la crítica a la teoría liberal
radica en que el ideal de ciudadanía descansa en la libertad e independencia de los
varones, de los individuos, que son los portadores de derechos, frente a la subordinación
y dependencia de las mujeres, ahora nos encontramos con que el ideal de ciudadanía
social conforma nuevas formas de dependencia para las mujeres.
El vínculo entre ciudadanía y clase pasa a un primer plano. Retomando el
análisis de C. Pateman (1989), los teóricos de la democracia no reconocen la estructura
patriarcal, es decir, la diferente manera en que mujeres y hombres se incorporan como
ciudadanos, parten de que no es relevante para la democracia y se concentran en la
relación entre ciudadanía y clase o, en la terminología de T. H. Marshall, en los
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derechos sociales de la ciudadanía democrática. Según esta autora, la división de clase
no puede separarse de la patriarcal, de modo que las mujeres -como antes los
trabajadores que se veían condenados por el mercado capitalista al exilio social, dadas
sus dificultades para acceder a la sociedad civil- están condenadas al exilio social. Se
pone de relieve que las mujeres son las principales receptoras de muchos de los
beneficios del Estado de bienestar (se refiere a Gran Bretaña, Australia y EE.UU.), y
que también es su principal fuente de empleo, incidiendo en el hecho de que en ausencia
de provisión pública las mujeres son las principales encargadas del bienestar (cuidado
de los hijos, hogar, enfermos, ancianos). Además, hay un área del que han sido
excluidas: la correspondiente al legislativo, a la toma de decisiones y a los niveles más
altos de la administración, aunque se perciban algunos avances.
La argumentación de Pateman presta atención al trabajo pagado como clave de
la ciudadanía y del reconocimiento de un individuo como un ciudadano de igual valor
que otro. Así, los desempleados carecen de ese estatus y reconocimiento: son los
exiliados sociales. Para los teóricos de la democracia la división sexual del trabajo
carece de importancia política, se ignora, tomando el mundo público del trabajo pagado
y la ciudadanía sin conexión alguna con la esfera privada. Aspecto este básico, pues
como antes se indicaba, las esferas pública y privada no son esferas separadas. Nuestra
autora se muestra reticente ante el optimismo de T. H. Marshall respecto de la situación
británica y la contribución de las políticas del nuevo Estado de bienestar al cambio
social. Asimismo subraya la aceptación que tiene, sin cuestionamiento alguno, la idea
de que “la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho
de una comunidad” pues, a su juicio, únicamente se refiere al estatus formal y dicho
estatus puede ser concedido a una categoría de gente a la que aún se le niega la plena
pertenencia social (por ejemplo, indica, los negros en EE. UU.). Las críticas afectan a
afirmaciones tales como que “en el siglo XIX la ciudadanía en forma de derechos
civiles era universal”, ya que no toma en cuenta ni la división sexual del trabajo ni el
estatus civil de las mujeres casadas. O que no le plantee problemas el sostener que en el
ámbito económico “el derecho civil básico es el derecho al trabajo”.
El examen de la relación entre ciudadanía y empleo permite ver que tal relación
descansa en una idea de “independencia” cuyos atributos y cualidades son masculinas,
mientras que la “dependencia” viene asociada a lo propio de las mujeres. Siguiendo a
esta autora, la independencia se define por la posesión de tres elementos que responden
a la capacidad masculina de autoprotección: el llevar armas, poseer la propia persona y
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la capacidad de autogobierno. La defensa del Estado
es la prueba última de la
ciudadanía y es una prerrogativa masculina. No obstante, en el Estado de bienestar la
llave de la ciudadanía es el empleo, mas que el servicio militar. El problema se sitúa
respecto de la propiedad de la persona para vender su fuerza de trabajo y en el
consentimiento. Por lo que atañe al tercer elemento, la configuración de los varones
como cabezas de familia presupone la dependencia de las mujeres, dependientes
económicamente o “amas de casa”. Un trabajador es un hombre que tiene una esposa
económicamente dependiente que se encarga del cuidado de sus necesidades, del hogar
y de los niños.
Volviendo sobre la afirmación de Marshall del derecho civil universal al trabajo,
esto es, al trabajo pagado, incide en la separación que se opera en el Estado de bienestar
entre el sistema de seguridad social y las políticas dirigidas a los que han “contribuido”
con su trabajo y el sistema de bienestar para pobres, mujeres (sobre todo divorciadas,
pues tras el divorcio muchas mujeres quedan en situación muy precaria), es decir, un
sistema asistencial. Suele pasarse por alto cómo se distribuye la renta en las casas, se
acepta sin más que las mujeres comparten el estándar de vida de sus maridos y que
éstos son benevolentes. La lucha por el salario familiar refleja lo que se quiere decir.
Naturalmente, Pateman aprovecha para resaltar que las esposas de la clase trabajadora
han realizado siempre trabajo pagado por necesidad. La legislación relativa al igual
salario no rompe con la barrera de la segregación sexual/estructural del trabajo, ni con la
verticalidad y la jerarquía, ni se acaba tampoco con la mayor presencia de mujeres en el
trabajo a tiempo parcial. Concluye, por tanto, que la legitimidad de las mujeres como
trabajadoras es precaria y, en consecuencia, también lo es su ciudadanía. Conviene con
Marshall en que los derechos de ciudadanía en el Estado de bienestar pueden ser
extendidos a los hombres sin dificultad, pero lo mismo no ocurre con las mujeres. La
cuestión es cómo pueden contribuir las mujeres si son dependientes y su trabajo está
localizado en la esfera privada. La respuesta, de nuevo paradójica, es que las mujeres
contribuyen con el bienestar, proporcionando aquel que no proporciona la provisión
pública. No deja, sin embargo, de apreciar el surgimiento de ciertas bases para la
ciudadanía autónoma de las mujeres. El cambio social tiene más difícil ahora ignorar o
sortear las paradojas y contradicciones del estatus de las mujeres como ciudadanas.
Aunque ciudadanía y trabajo pagado siguen estando en oposición a las mujeres, la
feminización de la pobreza visibiliza a las mujeres como dependientes del Estado más
que de los hombres. En cierta medida hay algo positivo, a saber, el paso de la
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dependencia de los maridos a la dependencia del Estado,
ya que esta forma de
dependencia da más posibilidades a las mujeres de actuar colectiva y políticamente. La
otra forma de dependencia se queda tras las puertas de los hogares en los que las
mujeres están solas y cuentan únicamente con sus propias fuerzas. El análisis de
Pateman, por lo tanto, incide en el carácter estructural de la independencia/
dependencia, en que, en la práctica, la dependencia familiar y el matrimonio restringen
la ciudadanía de las mujeres. La diferencia sexual es políticamente relevante, el modelo
de Marshall no contempla la dependencia de las mujeres, de la familia.
Nancy Fraser y Linda Gordon encaran los problemas de la ciudadanía social –
referidos a EE.UU.- desde una genealogía que visibiliza la feminización y
estigmatización de la dependencia. Frente a la idea de Marshall de que la ciudadanía
social es el punto culminante del desarrollo histórico de la ciudadanía moderna, ponen
de relieve que si se toma en consideración la jerarquía de género y raza, dicha
concepción se vuelve problemática. Se ocupan de la relación entre ciudadanía civil y
ciudadanía social a través de la construcción histórica de la oposición entre contrato y
caridad, que desde el siglo XVIII va cobrando fuerza, estableciendo las líneas
demarcadoras de “independencia” y “dependencia”, persistiendo en el Estado de
bienestar. Así, mientras el contrato “tiene connotaciones tales como intercambio igual,
beneficio mutuo, egoísmo, racionalidad y masculinidad, la caridad adquirió, por
contraposición, las de desigualdad, donación unilateral, altruismo, sentimiento y, a
veces, feminidad” (Fraser / Gordon, 1992: 76). Tal oposición impide el desarrollo de la
ciudadanía social en EE. UU.. Esto se manifiesta en la diferencia entre “programas de
seguridad social” y “programas de asistencia pública” en lo relativo a los derechos
sociales de los que contribuyen con el trabajo asalariado y los derechos sociales de los
que no cumplen con dicha condición. De nuevo, la dicotomía descansa en el privilegio
del trabajo pagado (masculino) y en el desprestigio del trabajo no retribuido de las
mujeres. Las mujeres son las receptoras de la vía asistencial, dependientes del Estado
de bienestar. Examinando la oposición contrato/caridad en clave de subtexto de género
y raza, la genealogía de la dependencia permite ver la estigmatización que supone el
recibir algo a cambio de nada. Si la ciudadanía social abre la posibilidad de ir más allá
de las oposiciones entre donación e intercambio, dependencia e independencia, de una
comprensión de la ciudadanía civil basada en la propiedad, concluyen, la solidaridad e
interdependencia no pueden concretarse en la caridad, en la vía asistencial.
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Otras autoras van a subrayar que la relación entre clase y ciudadanía no es la
única fundamental y problemática, así para Gillian Pascall (1993) la relación entre
ciudadanía y familia lo es tanto o más. Ursula Vogel (1994) parte de que una dimensión
crucial de la ciudadanía, con frecuencia omitida, es la larga historia de dependencia y
subordinación que caracteriza a la ciudadanía de segunda, tal es el caso de las mujeres.
Su análisis se centra en el significado político del
matrimonio. La historia del
matrimonio da cuenta del legado de dependencia. Viene a coincidir con S. Moller Okin
(1989) en que la familia y el matrimonio/divorcio atrapan a las mujeres en un ciclo de
vulnerabilidad “socialmente causada y distintivamente asimétrica” .
Trabajo y bienestar no remunerado, familia y matrimonio constituyen los
elementos que dan cuenta de la construcción de la dependencia de las mujeres y de la
independencia de los hombres, como individuos, trabajadores, cabezas de familia y
receptores del salario familiar, como ciudadanos. El debate feminista cuestiona los
límites del modelo predominante de ciudadanía, la distancia entre la igualdad formal y
la igualdad real, los impedimentos fuertes y pertinaces que llevan a defender que para
lograr la ciudadanía plena de las mujeres no basta con el acceso igual. Ahora bien, la
constatación del vínculo entre ciudadanía y masculinidad va a dar lugar a que se
presenten propuestas feministas que asuman que para resolver este problema, además de
la pertinencia política de la diferencia sexual en la construcción de la ciudadanía liberal,
hay que afirmar la diferencia y revalorizar las capacidades de las mujeres –bien desde
el feminismo cultural, bien desde el feminismo de la diferencia-. El debate
igualdad/diferencia configura el contexto de discusión y los lenguajes de la ciudadanía
van a desplegarse en torno a la cuestión de ciudadanía y maternidad, ciudadanía e
igualdad.
3. Ciudadanas madres: el pensamiento maternal y el dilema Wollstonecraft
El movimiento feminista de los setenta tiene uno de sus ejes principales en la
crítica de la familia y en la desmitificación de la maternidad. En estos años la lucha de
las mujeres a favor del aborto, la anticoncepción, la libertad... se incardina en un
movimiento en contra de la familia patriarcal como uno de los focos de opresión y a
favor de su abolición. Como ya se indicó antes, el feminismo de estos años no se
preocupa explícitamente de la ciudadanía. A principios de los ochenta surge un
feminismo social que insiste en la necesidad de reconsiderar la familia y la maternidad.
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Es importante destacar que Jean Bethke Elshtain, una de las que reivindica esta
necesidad teórica y práctica, llama la atención también sobre la ciudadanía. En su
conocida obra Public Man, Private Woman (1981) y en escritos posteriores, Elshtain
propone una visión de la ciudadanía que revalorice los vínculos familiares y la práctica
de la maternidad. La familia existencialmente es la base de la común humanidad,
moralmente es superior al ámbito público de la política. Esta perspectiva feminista se
basa en la defensa de la identidad y experiencias de las mujeres como madres. En lo que
respecta a la ciudadanía quiere decir que las mujeres deben participar partiendo de sus
intereses más cercanos, llevando a la esfera pública los intereses de la esfera privada, las
virtudes privadas y el imperativo humanizador, lo que conforma la experiencia de las
mujeres como madres, en su relación con los hijos y con los más vulnerables. Su visión
alternativa de la ciudadanía descansa en una ética-política que quiere ser inclusiva, no
violenta, una forma de ciudadanía maternal republicana. El pensamiento maternal
deviene la base de la conciencia y política feminista.
El “pensamiento maternal” nos remite al conocido artículo de Sara Ruddick,
“Maternal Thinking” (1980). Según Ruddick todo pensamiento surge de una práctica
social, el pensamiento maternal también, responde a la práctica social de la maternidad,
parte del interés de la madre por la preservación, desarrollo y aceptabilidad del hijo
como miembro de la sociedad. La noción clave es la de amor solícito (attentive love).
El pensamiento maternal está determinado culturalmente, no por la naturaleza, ni por la
biología, lo maternal es una categoría social. Se trata de un pensamiento que está por
encima de las prácticas opresivas para las mujeres y los niños que, por tanto, no apela a
la biología, por lo que los hombres pueden también desarrollarlo. Tampoco tiene como
objetivo primario que los hombres compartan las tareas del cuidado de los niños, no
solo porque no se quiere privilegiar una forma de familia compuesta de padre y madre,
sino porque considera que el pensamiento maternal transformado –es decir, el que se
basa en los intereses de preservación, desarrollo y aceptabilidad, y en el amor solícito,
no ya de nuestros propios hijos, sino de todos los niños- tiene que operar en el ámbito
público.
Tanto
Elshtain como Ruddick, junto con
el feminismo, suscriben una
posición pacifista, un antimilitarismo declarado e importante en la configuración de su
propuesta.
La relevancia del pensamiento maternal en relación con el tema de la ciudadanía
y la discusión que suscita puede constatarse en el hecho de que la revista Political
Theory le dedique una sección “Citizenship and Maternal Thinking” en 1985. Se recoge
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aquí un artículo de Elshtain “Reflexions on War and Political Discourse” y el muy
citado de Mary G. Dietz “Citizenship with a Feminist Face. The Problem with a
Maternal Thinking”, en el que se ofrece una crítica del pensamiento maternal de
Ruddick y del feminismo social de Elshtain. Dietz centra sus objeciones en la idea de
que el vínculo que caracteriza a la ciudadanía no es el de la relación de amor entre
madre e hijo. La ciudadanía supone una vinculación política, no íntima. Ser ciudadana
no es lo mismo que ser madre, de igual modo que ser una buena madre no significa ser
una buena ciudadana y viceversa. Esto no implica que no se pueda reconocer que las
mujeres pueden estar motivadas a entrar en política en función de intereses especiales
como madres. La cuestión radica en que el lenguaje de la ciudadanía no es el del amor
y la compasión sino el de la libertad, la igualdad, la justicia, a su juicio lo que se
requiere es una revitalización de la democracia. En “Contex is All: Feminism and
Theories of Citizenship” (1987) continúa manteniendo que el feminismo maternalista
no es una alternativa viable a la concepción liberal de la ciudadanía, dado que lo que
hace es decantarse del lado de la esfera privada. No obstante apunta que la corriente
maternalista tiene el mérito de ser casi la única de las feministas en prestar atención a la
ciudadanía, a la conciencia política y a los problemas de la teoría política. Valora
positivamente que hayan recordado las limitaciones de una concepción del individuo
basada en derechos y en una visión de la justicia social como acceso igual. Y, por
último, han contribuido a pensar en la participación política y en la posibilidad de luchar
por una comunidad compartida más humana y más relacional (1992: 73). Ahora bien,
Dietz aboga por un modelo de ciudadanía que responde a las virtudes, relaciones y
prácticas expresamente políticas, además de participativas y democráticas. Ni la
ciudadanía liberal ni la maternalista, sino una ciudadanía entendida como una actividad
continua y como un bien en si mismo. Su propuesta se incardina en los parámetros del
republicanismo.
Los análisis de Pateman sobre el individuo y la ciudadanía, tanto en el
patriarcado contractual moderno como en el Estado patriarcal de bienestar, le conducen
a la necesidad de abandonar el individuo unitario masculino y contemplar los dos
cuerpos de la humanidad: el femenino y el masculino. Las dificultades de las mujeres en
su acceso a la ciudadanía nos enfrentan, sostiene, a un dilema
generado, y que
denominará “dilema Wollstonecraft, por los dos caminos posibles a seguir: “la
comprensión patriarcal de la ciudadanía significa que las dos demandas son
incompatibles porque solo permite dos alternativas: bien que las mujeres se conviertan
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(sean como) en hombres, y así ciudadanos plenos, o que continúen con el trabajo de las
mujeres, lo que no tiene valor para la ciudadanía” (1989: 197). Para nuestra autora, a
pesar de todo, es necesario y quizás posible resolver el dilema de forma que las mujeres
pueden acceder a la ciudadanía como mujeres y no como “mujer” (protegida,
dependiente, subordinada). Aunque no acaba de determinar como sería esto posible.
Aboga por una democracia genuina que ha de atender al bienestar de toda la ciudadanía
y una condición para ello es la alianza entre el movimiento del trabajo y un movimiento
autónomo de mujeres, el reconocimiento tanto del poder de clase como del patriarcal.
Mas la cuestión será si tal alianza se consigue. La pregunta importante es “¿qué forma
debe tomar la ciudadanía democrática si la tarea primaria de todos los ciudadanos es
garantizar que se asegure el bienestar de cada generación viva de ciudadanos?”. Este
dilema además de surgir del análisis de la vinculación entre independencia/ trabajo/
ciudadanía y su opuesto, nos remite al contencioso igualdad/ diferencia.
Pateman va a referirse, en posteriores escritos, a que la diferencia por excelencia
que marca a las mujeres es la capacidad de ser madres, afirmando que la exclusión de
las mujeres de la ciudadanía no es una exclusión sin más, formula así el dilema
Wollstonecraft:
“El dilema surge porque, dentro de la existente concepción patriarcal de la
ciudadanía, la elección tiene que hacerse siempre entre la igualdad y la diferencia, o
entre la igualdad y la condición de las mujeres (womanhood). Por un lado, demandar la
“igualdad” es luchar por la igualdad con los hombres (exigir que los “derechos del
hombre y del ciudadano” se extiendan a las mujeres), lo que significa que las mujeres
deben llegar a ser (como) los hombres. Por otro lado, insistir, como lo hacen algunas
feministas contemporáneas, en que las actividades, capacidades y atributos de las
mujeres debe ser revalorizados y tratados como una contribución a la ciudadanía es
demandar lo imposible; tal “diferencia” es precisamente lo que excluye la ciudadanía
patriarcal” (1992: 20)
La estructuración dicotómica igualdad/ diferencia nos sitúa ante una elección
imposible, por eso hay que, según Pateman, ir más allá de esa dicotomía. Igualdad y
diferencia no son incompatibles, lo que sí es incompatible con la igualdad es la
subordinación. Aunque en principio su posición parecería cercana a las tesis del
“Pensamiento maternal” de Sara Ruddick o de J. B. Elhstain, sin embargo ella misma se
desmarca. Comparte las objeciones de Mary G. Dietz -es decir, que la apelación a la
maternidad refuerza la separación entre público y privado, que el pensamiento maternal
no es político, que el vínculo madre-hijo es diferente del vínculo de ciudadaníasubrayando además que la maternidad ha sido incorporada a la política durante mucho
tiempo mediante el deber de las madres. El estatus político de las mujeres es más
13
complejo y descansa sobre una paradoja fundamental, esto es, que las mujeres son
excluidas e incluidas sobre la base de las mismas capacidades y atributos, su deber
político deriva de su capacidad de ser madres, acudiendo a la maternidad republicana
como ilustración de los distintos significados que puede adoptar la maternidad como
estatus político. La maternidad, dice, también ha sido incorporada a las obligaciones
políticas de la ciudadanía, las mujeres tienen un deber respecto del Estado, un deber
específico que se cumple en el ámbito privado: la maternidad, “dar a luz para el Estado,
y si la naturaleza así lo decreta, dar sus vidas al crear nuevas vidas, nuevos ciudadanos”
(1992: 24). Por estas razones el “pensamiento maternal” no es una alternativa viable,
pero Pateman no va más allá de intentar solventar el dilema y de apuntar a una
ciudadanía democrática genuina que reconozca la diferencia, que incorpore a las
mujeres como mujeres. Vendría a coincidir con el feminismo de la diferencia en que lo
que está en juego es la libertad de las mujeres, aunque se distanciaría de éste en la
medida en que insiste en que hay que ir más allá de la dicotomía igualdad/ diferencia.
En cierto modo su posición no acaba de concretarse, dando pie a que pueda ser acusada
de caer en el esencialismo (Mouffe, 1992), no obstante sus análisis críticos van a ser
ampliamente compartidos.
Hasta aquí nos hemos referido a las teóricas críticas con el liberalismo social
que, como antes se indicaba, concentran los debates y las críticas sobre la ciudadanía.
Hay algunas autoras que sostendrán, como en el caso de Susan James, que entre las
teorías liberales y las feministas de la ciudadanía se da una mayor continuidad de lo que
en general se aprecia, basándose en que la oposición independencia/ dependencia no es
tan clara como parece desprenderse de los estereotipos feministas. James comparte la
necesidad de una nueva concepción de la política que tome en cuenta la diferencia
sexual, argumentará, sin embargo, que esa nueva concepción no puede surgir mas que a
partir de los viejos conceptos. Así, va a considerar tres áreas en el examen y
determinación del grado de independencia requerida para la ciudadanía plena: física,
económica y emocional. Nominalmente se garantizan las tres formas de independencia a
todos los ciudadanos, pero de hecho, afirma, solo los varones disfrutan de esta clase de
ciudadanía. Los problemas entre liberalismo y feminismo se sitúan, desde su
perspectiva, no tanto en la concepción liberal de independencia física y económica
como condiciones de la ciudadanía, cuanto en la independencia emocional. Los liberales
interpretan este tipo de independencia como imparcialidad. Mas hay otro tipo de
independencia emocional vinculada a la ciudadanía, a saber, la autoestima: “un sentido
14
estable de la identidad propia separada y confianza en que se es digno de participar en la
vida política” (1992: 60). Este tipo de independencia, según James, subyace en el
corazón de la teoría liberal, aunque los teóricos no lo tematizen, deriva de la idea de
que todo ciudadano debería participar en la política con su propia voz. Proporciona una
forma de reconsiderar la oposición entre independencia y dependencia (imparcialidad/
cuidado) y constituye un valor común al feminismo y al liberalismo. Critica al
feminismo cultural, la diferencia no es una alternativa a la imparcialidad. La familia
deviene instrumentalmente importante para la esfera política dado que es en ella en
donde se desarrolla esa cualidad vital para los ciudadanos democráticos, esto es, la
autoestima, que es sensible a las diferencias, creada y sostenida por prácticas
respetuosas con la diferencia.
Las defensoras del pensamiento maternal,
es importante no olvidar, son
feministas y llevan a cabo una defensa de la familia que intenta contrarrestar la ofensiva
de la Nueva derecha, de los conservadores y, frente a ellos sostienen que la familia no
debe entenderse como la familia tradicional. La polémica sobre la familia continúa,
tanto por parte del neoliberalismo que casi atribuye todos los males de la sociedad a la
libertad conseguida por las mujeres, como por parte de los teóricos liberales, bien
porque siguen considerándola como pre-política bien, como es el caso de W. Galston,
por entender que el Estado liberal debe privilegiar la familia “de dos padres intacta” -es
decir, que el Estado liberal estaría justificado para desarrollar políticas que animan al
matrimonio y desanimen al divorcio y a las madres solas o solteras- pues esta estructura
familiar sería la más adecuada para promover el bienestar de los hijos y convertirlos en
“buenos ciudadanos”, a lo que responde críticamente Iris M. Young (véase “Mothers,
Citizenship, and Independence: A Critique of Pure Family Values” 1995). La familia, la
dependencia de las mujeres, la maternidad, tienen, evidentemente, una enorme
relevancia política para la ciudadanía, sin embargo, la afirmación de la diferencia sexual
en las propuestas diferencialistas, el acceso como mujeres frente al acceso igual, como
acabamos de ver, no rompe con los límites impuestos.
II. Por una ciudadanía incluyente: algunas propuestas
1. Ciudadanía diferenciada
La búsqueda de una forma de ciudadanía democrática, participativa, activa,
conforma el ideal de ciudadanía de las teóricas feministas que presentan propuestas de
15
ciudadanía diferenciada, que no solo den cuenta de la diferencia entre las mujeres y los
hombres , de la diferencia que está en la base del dilema Wollstonecraft, sino que
asuman la pluralidad de diferencias y al mismo tiempo den cabida a que las mujeres
puedan ser incorporadas como mujeres. En el contexto de surgimiento de la denominada
“política de la identidad” o de la “política de la diferencia” y el multiculturalismo (Agra,
2000) en el que son los grupos y los individuos, las localizaciones sociales diferentes y
la opresión los que van a acaparar el centro de atención, nos encontramos con versiones
fuertes de ciudadanía diferenciada. Tal es el caso de Iris M. Young quien en
“Vida
política y diferencia de grupo: una crítica de la ciudadanía universal” (1989) plantea
una crítica al liberalismo y al ideal de ciudadanía propio de la teoría política moderna.
Según su análisis crítico, la ciudadanía moderna incorpora la universalidad en el sentido
de que la ciudadanía se extiende a todas las personas y también que el estatus de
ciudadano/a transciende la particularidad y las diferencias. La igualdad se concibe
como identidad y lleva consigo, señala, dos significados adicionales: 1) la universalidad
como generalidad, esto es, definida como general en oposición a particular. Lo que
tienen en común los ciudadanos como antítesis de aquello en lo que difieren; y 2) La
universalidad como igual trato, la universalidad en el sentido de leyes y reglas que
enuncian lo mismo para todas las personas y que se aplican a todas de forma idéntica o,
lo que es lo mismo, leyes y reglas ciegas a las diferencias individuales o de grupo
(1996: 99). Examinando las razones de por qué este ideal de ciudadanía, a pesar de la
ampliación formal a todos los grupos, no ha logrado la igualdad real y la justicia para
todos, acepta en cierto grado la respuesta marxista de que las actividades sociales que
están en la base del estatus de los individuos y los grupos son anárquicas y oligárquicas,
generando desigualdades y opresión, pues la vida económica no está controlada por los
ciudadanos. Esta explicación, por sí misma, no es suficiente, hay que dar más razones y
para Young, hay una razón “más intrínseca al significado de la política y de la
ciudadanía en buena parte del pensamiento moderno” (1996: 100), de la que deriva su
defensa de la política de la diferencia.
Atendiendo a las luchas y prácticas políticas de los nuevos movimientos sociales
va a incidir en que lo que está en cuestión es el vínculo entre ciudadanía igual para todas
las personas y los dos sentidos de universalidad antes señalados. La justicia y la
igualdad no han de significar siempre que la ley y la política han de proporcionar un
trato igual a todos los grupos. Young valora positivamente la diferencia y especificidad
de grupo, en contraposición a la asimilación y a la trascendencia de las diferencias que
16
requiere el ideal de ciudadanía moderna. De ahí que presente su propuesta de
“ciudadanía diferenciada” como forma de lograr la inclusión y participación de todas las
personas en la ciudadanía plena y superar las tensiones entre la igualdad y los dos
sentidos del ideal de ciudadanía universal, ideal que ni siquiera se cumplió en el sentido
de la universalidad como generalidad ya que excluyó a las mujeres y a otros grupos. La
“ciudadanía diferenciada” se expresa en una defensa de la “representación de grupo” y
en la idea de un “público heterogéneo”, frente a la homogeneización de la ciudadanía
como expresión de la voluntad general y, al mismo tiempo, se aboga por la necesidad de
“derechos especiales” que atiendan a las diferencias, frente a un sentido estricto del trato
igual. Tanto el liberalismo como el republicanismo cívico tienen consecuencias
excluyentes, por eso se va a inclinar por un modelo de ciudadanía acorde con una
democracia participativa.
Young arremete contra el ideal de imparcialidad al que considera un mito
sustentador de las dicotomías universal/ particular y público/ privado. Las personas y
los grupos tienen diferentes interpretaciones y la opresión marca de modo fundamental
las diferencias. Las distintas localizaciones sociales condicionan el discurso político
público y expresan la pluralidad de las distintas voces y perspectivas. Así ante la
necesidad de repolitización de la vida pública, el ideal no puede ser sino una ciudadanía
diferenciada en función de grupo y un público heterogéneo que siga alentando la
consecución de la comunicación por encima de las diferencias. La igualdad económica
y social y la igualdad política dependen, si bien no totalmente, de que se proporcionen
medios institucionalizados para el reconocimiento y representación de los grupos
oprimidos. El problema político importante, a su juicio, es el de la existencia de grupos
privilegiados y grupos oprimidos. Conviene indicar, sin poder detenernos en todas las
cuestiones que suscita, que según Young un grupo social se define por un sentido de
identidad y afinidad, no esencialista y sustantivo, sino en términos relacionales: “aunque
los procesos sociales de afinidad y separación definen los grupos, no confieren a estos
una identidad sustantiva. Entre los miembros de un grupo no existe una naturaleza
común” (1996: 110). Con ello quiere huir de posiciones esencialistas sobre la identidad,
en las sociedades modernas se dan identificaciones grupales múltiples y, por tanto, todo
grupo tiene diferencias e intersecciones. El punto de partida, pues, es la existencia de la
diferenciación grupal, dadas las condiciones sociales e históricas de las sociedades
modernas complejas. El principio político que propone para que sea posible expresar
todas las voces y perspectivas es la representación grupal que implica:
17
“contar con mecanismos institucionales y recursos públicos en apoyo de tres
actividades: 1) la autoorganización de los miembros/as del grupo para que obtengan un
apoderamiento colectivo y una comprensión reflexiva de sus intereses y experiencia
colectiva en el contexto de la sociedad; 2) expresar un análisis de grupo de cómo les
afectan las propuestas de políticas sociales, en contextos institucionalizados en que los
decisores están obligados a mostrar que han tenido en cuenta dichas perspectivas; y 3)
tener poder de veto respecto de políticas específicas que afecten directamente al grupo,
por ejemplo, los derechos reproductivos para las mujeres o el uso de reservas para los
indígenas estadounidenses” (1996: 111)
Consciente de que un principio de representación de grupos genera muchos
problemas, pone énfasis en la política, en los procesos de discusión política. No se trata
de que proliferen los grupos, la representación específica que conforma un público
heterogéneo ha de tener en cuenta solo aquellos grupos que, además de describir
identidades importantes y relaciones de estatus significativos en la constitución de la
sociedad o de una institución particular, estén oprimidos o en situación de desventaja.
Este tipo de representación requiere el reconocimiento de “derechos especiales” en
sentido fuerte, en el reconocimiento de la diferencia en sentido positivo, esto es, no
como deficiencia, norma o estigma. Las diferencias de capacidad, edad, sexo, culturales,
demandan derechos especiales, una concepción política de la justicia así lo exige. En
posteriores escritos (1990) presenta la idea de un “sistema dual de derechos”, no se
prescinde del lenguaje de los derechos y de los derechos iguales, éste es compatible con
la necesidad de incorporar derechos especiales de grupo. Se vincula con su visión de las
distintas caras de la opresión (explotación, marginación, carencia de poder, violencia e
imperialismo cultural) y especifica que un público heterogéneo implica dos principios
políticos: a) ninguna persona, acción o aspecto de la vida de una persona debería ser
forzada a la privacidad; y b) no debería permitirse que ninguna institución o práctica
social sea excluida de la expresión y la discusión pública (2000: 202-3). Apunta
asimismo el ideal de vida política y de comunidad que le anima, tomando como modelo
la ciudad, no un modelo fuerte cuyas consecuencias políticas no serían deseables, esto
es la homogeneidad y la falsa unidad que no contempla la pluralidad y las diferencias.
Esta concepción de la ciudadanía diferenciada va a ser objeto de numerosas
críticas, por lo que Young introducirá matizaciones importantes en sus planteamientos.
Adopta el concepto de differentiated relacionship para la cuestión de la representación
de grupo (Young, 2000: 123). En lugar de reforzar el sentido positivo de la diferencia,
se insiste en el carácter relacional de la representación diferenciada atendiendo a lo que
denomina perspectivas sociales, distintas de los intereses y de las opiniones.
Reformulando la idea de un público heterogéneo en términos de un modelo alternativo
18
ideal de solidaridad diferenciada. Hace especial hincapié en que su versión de la
política de la diferencia no puede subsumirse en la denominada política de la identidad
y del multiculturalismo. Sin poder entrar en ello, nos referiremos a que en lo que
respecta a la ciudadanía continua defendiendo la pluralidad, no la trascendencia, de las
diferencias. El objetivo sigue siendo lograr una mayor inclusión política y para ello es
preciso asumir la diferencia social como un recurso, a sabiendas de que esto provoca o
puede provocar una mayor complejidad y dificultad a la hora de tomar decisiones. En
todo caso, mantiene, la inclusión no debe reducirse a la igualdad formal y abstracta de
todos como ciudadanos. En relación con la representación grupal mantiene que en sus
anteriores escritos no la había restringido a las legislaturas ni que tampoco había
especificado que la forma de tal representación debería ser la de reservar escaños. No
hay, dice, una formula general para aplicar el principio de representación inclusiva, ni se
restringe al ámbito legislativo, aceptando que la reserva de escaños puede dar lugar a la
solidificación de la identidad de los grupos y de las relaciones entre ellos. De la mano
de Young vemos como la cuestión de la ciudadanía y la diferencia se complica para la
teoría política feminista, del acceso igual se pasa al reconocimiento. Si el individuo
abstracto de la teoría liberal no es adecuado, las diferencias de grupos generan difíciles
cuestiones. No obstante, como señala Anne Phillips es necesaria una “política de la
presencia” que sustituya a la “política de ideas”, tomar en cuenta las diferencias, no
trascenderlas, pues pecan de arrogancia los que piensan que las ideas pueden separarse
de la presencia (1995: 8). Se trata de transformar, no de trascender las diferencias, y los
límites vienen dados por las identidades localizadas y específicas.
En el contexto de debate suscitado por la política de la identidad, del
reconocimiento y del multiculturalismo, pasa a primer plano el vínculo entre ciudadanía
y cultura, dando lugar a demandas de incorporación de “derechos culturales”, además de
los derechos civiles, políticos y sociales, y a teorías de la ciudadanía cultural. Desde el
postestructuralismo, a su vez, se desarrollan posiciones antiesencialistas y
constructivistas fuertes respecto a la identidad y a la cultura que desembocan en la
fragmentación. En este momento se pone de manifiesto que las críticas a los discursos
tradicionales de la ciudadanía además de privilegiar la relación entre ciudadanía y clase,
olvidan el vínculo con el género y con la raza. En este contexto no resulta extraño que
sea la diferencia sexual, entendida como identidad sexual, y no la maternidad la que
acapare la atención. Se trata de romper con las definiciones masculinas y heterosexuales
de la ciudadanía, el lenguaje en que se expresan gays y lesbianas es el de los “derechos
19
sexuales” y el de la “ciudadanía sexual o sexualizada” (Richardson, 2000, 2001). Por lo
mismo, la cuestión de la dependencia/ independencia, del autogobierno individual y
colectivo adquiere nuevas dimensiones, se vincula con la necesidad de extender los
derechos de ciudadanía a quienes no son capaces de gobernarse a sí mismos (niños,
enfermos, discapacitados físicos y psíquicos) y con el desplazamiento del Estadonación, la idea de una ciudadanía post-patrimonial y post-nacional de Anna Yeatman va
unida a una ética de la diferencia y de la personalidad (2001). De lo dicho hasta aquí se
desprende que el renovado interés por la ciudadanía, el actual debate dentro de la teoría
feminista y con los teóricos de la ciudadanía, se plasma en la defensa de teorías
pluralistas de la ciudadanía que tengan en cuenta las distintas localizaciones sociales,
territoriales, culturales, que hagan posible la ampliación de las fronteras internas y
externas. Una redefinición de la ciudadanía que va a girar en torno a las interpretaciones
y prácticas de inclusión /exclusión política, a la repolitización de la ciudadanía y la
revitalización de la democracia.
2. Ciudadanía “amigable” para las mujeres
Una línea importante del lenguaje feminista de la ciudadanía la encontramos en
aquellas teóricas que se decantan por una concepción “amigable” o favorable (“womanfriendly) para las mujeres. Kathleen. B. Jones emplea esta denominación en
“Citizenship in a Woman-friendly Polity” (1990). Presenta como una cuestión abierta
las posibilidades a que dará lugar la interrelación de feminismo y teoría de la ciudadanía
pero argumenta que, en todo caso, “una política que sea amigable para las mujeres y a la
multiplicidad de sus intereses debe enraizar su democracia en las experiencias de las
mujeres y transformar la práctica y el concepto de ciudadanía para adecuarse a esas
variadas experiencias, mas que simplemente transformar a las mujeres para acomodarlas
a la práctica de la ciudadanía como ha sido definida tradicionalmente” (1990: 811).
Desde la perspectiva de esta autora se abre un campo de posibilidades enorme,
reconociendo que ni la ciudadanía ni las experiencias de las mujeres son algo fijo y
estático y, por lo tanto, que las fronteras del espacio público y la definición o, mejor,
redefinición de quienes lo ocupan como miembros plenos, como ciudadanos, está
sometido a un continuo proceso de renegociación. De su preocupación por la ciudadanía
y de sus desarrollos da buena cuenta el número monográfico de la revista Hypatia:
“Citizenship in Feminism: Identity, Action, and Locale” (1997) del que es editora.
20
Las propuestas de Ruth Lister, desde una posición igualitarista-humanista, se
sitúan también en la línea de una concepción “amigable”. Al igual que K. B. Jones,
entiende que un ideal de ciudadanía neutral respecto al género plantea el problema solo
en términos cuantitativos de presencia o ausencia de mujeres, ignorando que el cuerpo
político niega el cuerpo femenino, tal ideal de ciudadanía no responde, pues, al interés
cualitativo en la naturaleza de la ciudadanía. Es necesario y fundamental para la teoría
social y política feminista reapropiarse del concepto de ciudadanía. De lo que se trata es
de combinar una aproximación que tiene como objetivo capacitar a las mujeres para que
participen como iguales en la esfera pública con los hombres, en una esfera pública
adecuadamente transformada, con el reconocimiento y valoración diferenciada de las
responsabilidades de las mujeres en la esfera privada (1995: 33).
Expone sus
planteamientos haciendo hincapié en la idea de ciudadanía como proceso, cuyo impulso
viene dado por las luchas sociales, aspecto este que no estaba suficientemente recogido
por T. H. Marshall, si bien concuerda con él en que incorpora un ideal que sirve de
medida de los avances y que remite a las aspiraciones. Su ideal quiere integrar
elementos del republicanismo participativo y la tradición liberal social de los derechos,
destacando el papel fundamental que la capacidad de actuar, la agencia humana, tiene
en ambas tradiciones, y alejarse de posiciones que solo incidan en la victimización y en
la discriminación. De igual modo subrayará la importancia de los constreñimientos
estructurales y, en este sentido, se entiende la alusión a Marx de que “la gente se hace a
sí misma, pero no en circunstancias de su propia elección”.
Su análisis va a partir de las dificultades y problemas de definición de la
ciudadanía, razón por la cual muchos prefieren, dice, adoptar la definición de Marshall:
“la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una
comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que
implica” (1995: 37). Lo que está implicado en esta definición no es simplemente,
sostiene Lister, un conjunto de reglas legales que regulan la relación entre los
individuos y el Estado, sino también un conjunto de relaciones sociales entre individuos
y el Estado y entre ciudadanos individuales, aludiendo así a las dos concepciones
clásicas: la ciudadanía como estatus –que delimita la ciudadanía a derechos civiles y
políticos formales- y la ciudadanía como práctica –que incide en los derechos sociales
y en la participación o libertad positiva- Buscando una síntesis de ambas, analiza la
ciudadanía entendida como derechos, como obligación general (y, en concreto, la
obligación del trabajo pagado) y la ciudadanía como obligación política. Una síntesis
21
crítica que se resuelve en una defensa de los derechos individuales y de la participación
política, en una idea de ciudadanía activa, localizada en la esfera pública. Concibe la
esfera pública como una esfera más amplia que la de la ciudadanía, de modo que acoge
otras formas de participación política que no caen bajo la rúbrica de ciudadanía y en la
que los derechos son defendidos y utilizados mediante la acción política, abiertos
siempre a interpretación y negociación. Suscribe una concepción de la política que
valora el poder también como capacidad. Por ello una de las piezas importantes,
relacionada directamente con las estructuras sociales, sea la “agencia” humana: “la
ciudadanía como participación representa una expresión de la agencia humana en el
terreno político, ampliamente definida, la ciudadanía como derechos capacita a la gente
a actuar como agentes” (1997: 36). Su enfoque de la agencia humana no remite
únicamente a la capacidad de elegir y actuar, sino que hace especial hincapié en que ha
de ser una “capacidad consciente”, necesaria para la autoidentidad del individuo. Desde
esta perspectiva, el desarrollo de ese sentido consciente deviene vital para que las
mujeres, personal y colectivamente, puedan ser ciudadanas plenas y activas. Al igual
que otras teóricas, como Susan James, la autoestima es un elemento imprescindible,
vinculada a la capacidad de actuar. Con otras palabras, la ciudadanía como estatus y
como práctica marca la diferencia entre ser una ciudadana (legal) y actuar como
ciudadana.
Lister considera que tanto la tradición liberal como la republicana representan al
ciudadano mediante un individuo abstracto descorporeizado, ignorando o trascendiendo
la particularidad. No obstante, pese a las críticas al ideal de ciudadanía de las teorías
tradicionales, no hay que abandonar el universalismo sino resituarlo en tensión con la
diversidad y la diferencia, oponiéndose a las divisiones y desigualdades excluyentes que
pueden surgir de la diversidad. Defiende un universalismo diferenciado que conjugue
lo universal y lo particular. Los derechos de ciudadanía han de responder a la justicia
política que requiere una particularización de derechos, sin que ello sea a costa del
sacrificio de los derechos iguales y comunes y al mismo tiempo afirmar la diversidad,
lo que se persigue es una acomodación razonable. Un aspecto destacable de la propuesta
de un universalismo diferenciado radica en que universalismo y particularidad o
diferencia no se ven como una oposición, entre ambos media una tensión creativa. Así,
una concepción de la ciudadanía favorable/ amigable para las mujeres, aunque está
enraizada en la diferencia, no renuncia al potencial emancipatorio intrínsecamente
universalista, ni a la promesa igualitaria que conlleva el ideal de ciudadanía, pese a las
22
dificultades.
En este sentido,
su posición no difiere mucho del “universalismo
interactivo” de S. Benhabib o de la “universalidad del compromiso moral” con el igual
valor moral, participación e inclusión de todas las personas, de I. M. Young.
Esta reinterpretación feminista de la ciudadanía se distancia de la denominada
“política de la diferencia” y de la desconstrucción, aboga por una teoría pluralista de la
comunidad y de la ciudadanía. El énfasis se sitúa en no contemplar las oposiciones
como
alternativas
excluyentes
sino
como
potencialmente
complementarias.
Problematizar el pensamiento binario, la desconstrucción de las dicotomías poniendo
de manifiesto la implicación de ambos polos, como se reflejan uno en el otro, es una
pieza clave del post-estructuralismo, sin embargo Lister, aunque rechaza el pensamiento
binario, se decanta por la defensa de una “lógica borrosa” (Fuzzy-logic) y por la
consecución de síntesis críticas frente a las dicotomías. Desde esta óptica no puede
aceptar una ciudadanía diferenciada según el género pues sería caer en una posición
esencialista. Valora el carácter iluminador a nivel teórico del dilema Wollstonecraft,
pero, afirma, es paralizante a nivel político. Las dos rutas del dilema son compatibles,
igualdad y diferencia también, salvo que se entienda por igualdad “mismidad”
(sameness). Asimismo hay que evitar tanto un falso universalismo respecto de la
categoría “mujer”, como caer en la fragmentación o en el riesgo de aislamiento e
ignorancia de los grupos más débiles. Tales serían, a su juicio, los peligros derivados de
la desconstrucción y de la política de la diferencia. Defiende una síntesis, una
reconstrucción de igualdad y diferencia que permita la elección política, reconociendo el
carácter contingente y específico de cualquier demanda política, distinguiendo y
haciendo balance entre los intereses prácticos y estratégicos de género. En definitiva, se
trata de construir un ideal de ciudadanía pluralista, no dualista: comprender la diferencia
de forma plural y relacional, no por oposición a la igualdad.
Un modelo de ciudadanía más inclusivo y amigable para las mujeres ha de
incorporar, conjugando no oponiendo, justicia y cuidado. Coincidiendo en gran medida
con el análisis de Susan James, denomina “biligüismo político” a la relación justicia/
cuidado (1997: 102), una ética dual que opera tanto en la esfera pública como en la
privada. Esta síntesis tiene la virtualidad de ayudar a repensar la dependencia/
independencia/ interdependencia. Lo que subyace a las dicotomías son dos imágenes
diferentes del ideal de ciudadanía: la del ciudadano independiente –propia de la teoría
política tradicional- y la de la ciudadana que se localiza a sí misma en los valiosos
vínculos de la interdependencia humana. Autonomía e independencia económica son
23
básicos para la plena ciudadanía de las mujeres, así como la independencia física y
emocional. Su propuesta requiere la combinación de autonomía individual e
interdependencia humana. Es obvio que para Lister las esferas pública y privada no son
esferas separadas, su rearticulación es necesaria para la reinterpretación de la
ciudadanía, y se concreta en la desconstrucción de los valores sexualizados asignados a
ambas esferas, en el rechazo de una separación rígida e ideológica, y en la atención a la
cambiante naturaleza de sus fronteras. Como casi todas las teóricas críticas con la
división público-privado, defiende la privacidad. La cuestión está, por una parte, en
quien tiene el poder para decidir donde se traza la línea divisoria y, por otra, en que
reconocer la naturaleza política de lo privado no implica que el Estado pueda intervenir
ilimitadamente, ni tampoco que el locus de las luchas de la ciudadanía sea el ámbito
íntimo. “Lo íntimo” si puede ser objeto de las luchas de ciudadanía pero no, subraya, el
lugar donde se libran.
Partiendo desde el ámbito privado para contrarrestar la tendencia principal que
privilegia el ámbito público, concede enorme importancia a los derechos reproductivos,
analiza los diferentes problemas que surgen de la división sexual del trabajo, de la
responsabilidad y del tiempo. Se ocupa de la ciudadanía política de las mujeres desde la
óptica de la ciudadanía como práctica, introduciendo de modo claro la distinción entre
el nivel de la representación política y el de la actividad política de las mujeres,
atendiendo tanto a la política formal como a la informal. Incide en que las mujeres han
sido activas en la política informal, en la política de interpretación de las necesidades,
operando, dice, en los intersticios de lo público y lo privado, muchas veces por intereses
personales o domésticos. Pero lo importante es conseguir que la participación activa de
las mujeres sea una práctica y no algo accidental. La política informal es valiosa pero
no puede abandonarse el ámbito de la política formal, ésta tiene que ser más inclusiva y
hay que reconstruir la relación entre ambas. Sus alternativas de cambio responden a
estrategias que combinan la igualdad de oportunidades, acción afirmativa o cuotas, la
reforma del modelo familiar, según una política amigable para las mujeres que, en
última instancia, se asume con toda la radicalidad para lograr que las mujeres puedan
participar plenamente en la toma de decisiones políticas y en la política formal,
rompiendo con su confinamiento a la política informal. Aunque, como ella misma
reconoce, no aborda explícitamente la cuestión del poder, sin embargo afirma que es
una dimensión crucial. En relación con la ciudadanía social de las mujeres, su interés se
centra en el salario y el cuidado y en el dilema entre ambos, pero también se ocupa de
24
mostrar el vínculo entre los derechos de ciudadanía y las obligaciones, en especial la del
trabajo pagado. Constata que se está intentando romper con la vinculación entre
derechos sociales de ciudadanía y empleo pagado. Por último, Lister sostiene que una
teoría feminista de la ciudadanía no puede estar alejada o construirse al margen de la
praxis feminista.
Como ya se indicó, la ciudadanía tiene una doble faz, se mueve en la inclusión/
exclusión, tanto hacia dentro como hacia fuera, de ahí que en un momento en el que el
Estado-nación está perdiendo terreno, que las migraciones y los que buscan asilo son
cada vez más numerosos dada la presión que ejerce la globalización y la
internacionalización de la economía, no parece demasiado eficaz que la concepción de
la ciudadanía se circunscriba a aquel. Para Lister la teoría feminista y la política de la
ciudadanía tiene que ser internacionalista tanto en su alcance como en sus objetivos. De
acuerdo con Nira Yuval-Davis, sostiene que el derecho a entrar o permanecer en un país
es un asunto crucial para la ciudadanía y suscribe la crítica a las teorías marshalianas
por no tener en cuenta las divisiones étnicas, raciales y de género. Es decir, los criterios
incluyentes y excluyentes que determinan las fronteras. En una época de migraciones,
globalización, aceleración, diferenciación y feminización, subraya, hay que atender a la
admisión a la ciudadanía, a la ciudadanía dual, liberalizar las leyes de naturalización.
Ciertamente muchas veces se utiliza a las mujeres como iconos de estos problemas, pero
la relación ciudadanía e identidad cultural es muy importante. No se decanta por un
modelo multicultural pues, a su juicio, reduce a la gente a grupos culturales, ahora bien
no se pueden ignorar las identidades culturales, la igualdad de respeto.
La concepción de la ciudadanía ha de trascender las fronteras nacionales y
reforzar su polo incluyente. Hay que transcribir a nivel internacional, sostiene, los
valores de la responsabilidad, los derechos individuales y la democracia asociados con
el Estado-nación. Arremete contra una forma “parroquialista” de cosmopolitismo, a
saber: “el de una élite internacional divorciada de los principios y prácticas de la
ciudadanía” (1997: 57). La versión internacionalista de la ciudadanía requiere además
principios de justicia distributiva y ha de tener en cuenta los imperativos ecológicos. Es
sumamente importante, según Lister, que la política feminista de la ciudadanía atienda
al contexto global pues la situación de las mujeres en los países pobres acusa el impacto
de las políticas de las naciones ricas y del Fondo Monetario Internacional. Por ello
apuesta por una sociedad civil global, por una ciudadanía global, con los Derechos
Humanos como instrumento y con unos principios –tales como el de no discriminación,
25
observación de los Derechos humanos, reconocimiento del estatus autónomo para todos
los individuos sin consideración de género o de estatus marital, internacionalismo y
transculturalismo- que rijan la entrada, los derechos de residencia y de ciudadanía.
Dichos principios más democracia y una política de la solidaridad en la diferencia,
pluralista e internacionalista, resumen su visión de la ciudadanía. Rian Voet (1998)
viene a coincidir en muchos aspectos con Ruth Lister.
Las defensoras de una ciudadanía amigable para las mujeres son sensibles a la
diferencia y plantean la necesidad de cierto trato diferencial no suscriben, sin embargo,
una política de afirmación positiva de la identidad o de la diferencia. Buscan formas de
ciudadanía democrática más participativas e igualitarias para las mujeres que no
requieran formas fuertes de ciudadanía diferenciada, de derechos de grupos, sino
derechos especiales o relacionales que complementen a los derechos iguales. El
elemento aglutinador de esta línea radica en el intento de superar las dicotomías, el
pensamiento binario, teniendo en cuenta las diferencias entre hombres y mujeres y entre
las propias mujeres, prestando atención a las diferencias de clase, raza, culturales. Desde
la perspectiva de los problemas generados por unas sociedades cada vez más sometidas
a las tensiones de la globalización y la internacionalización económica, de las
migraciones y del aumento de la feminización de la pobreza lo que se requiere es una
política transversal o de solidaridad en la diferencia, señala Lister, viniendo a coincidir
así con Nura Yuval-Davis en un modelo de ciudadanía pluralista.
3. Ciudadanía y política transversal
En el editorial del número monográfico de Feminist Review (1997):
“Citizenship: pushing the Boundaries” se apuntan las líneas por las que discurre el
debate de la ciudadanía. Básicamente se destaca el auge de la cuestión de la ciudadanía,
la ceguera al género de las teorías hegemónicas, los límites de la ciudadanía activa y la
reconceptualización de la frontera entre público y privado, de forma que la separación
entre ellas se ve alterada por la atención a la familia, a la comunidad, a la identidad y no
solo a la nación y al Estado. Los modelos de ciudadanía alternativos, indican las
autoras, se desarrollan frente a una concepción homogénea de “ciudadano”
“comunidad” y “mujeres”, afirmando que las nociones de diferencia y de acceso
diferencial al poder son básicas para la reformulación de dichas categorías. En otras
palabras, lo que se persigue es una noción de ciudadanía más inclusiva y democrática,
26
en la que el poder no puede verse limitado al dominio público, en la que los derechos
tampoco pueden ser limitados a la relación individuo-Estado.
El artículo de Nira
Yuval-Davis sobre “Mujeres, ciudadanía y diferencia” , que abre este número, parte de
la necesidad de una “lectura de género de la ciudadanía”, de un estudio comparativo de
la ciudadanía que contemple la ciudadanía de las mujeres no solo en contraste con la de
los hombres, sino también en relación con la afiliación de las mujeres a grupos
dominantes o dominados, a su etnicidad, origen y residencia urbana o rural, tomando en
consideración, asimismo, los posicionamientos globales y transnacionales de estas
ciudadanías.
Crítica con la concepción de Marshall, por muchas de las razones antes
indicadas, esto no le impide interpretar que su definición de ciudadanía como “el
estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad”, pueda ser
muy útil analíticamente para discutir la ciudadanía como un constructo de
“multiniveles”, que se aplica a la pertenencia de la gente a una variedad de
colectividades (locales, étnicas, nacionales y transnacionales); que permite enfrentarse
al neoliberalismo e intervenir en la cuestión de la relación entre comunidad y Estado.
También destaca que el Estado de bienestar asume cierta noción de diferencia,
determinada por las necesidades sociales y que se dirige a un tratamiento como iguales
mas que a un trato igual, si bien, indica, estas diferencias fueron concebidas
inicialmente como diferencias de clase, sin embargo abre a las puertas al
reconocimiento institucionalizado de la solidaridad social en la comunidad política de
los ciudadanos. La solidaridad social se ve ahora amenazada por una variedad de
grupos, por los problemas de entrada y residencia. Como subraya esta autora, la
comunidad homogénea de Marshall se está transformando en una comunidad pluralista,
reinterpretándose su énfasis en la igualdad de estatus y en el respeto mutuo (1997: 10).
Dadas las confusiones e inconsistencias que suscita la distinción público-privado
sugiere la necesidad de abandonarla en aras de una diferenciación entre tres esferas
distintas: la del Estado, la de la sociedad civil y el dominio de la familia, el parentesco y
otras relaciones primarias. Tal sugerencia tiene su razón de ser en la crítica feminista,
cuya mayor contribución a la teoría social ha sido el reconocimiento de que las
relaciones de poder operan tanto en las relaciones sociales primarias como en las más
impersonales, en las relaciones sociales secundarias de los ámbitos civil y político. La
construcción de la frontera entre público y privado es un acto político. Desde esta
óptica, el dejar a un lado esta división supone un elemento importante en una teoría
27
comparativa de la ciudadanía, dado que a lo que hay que atender es a la autonomía
individual concedida a los ciudadanos (de diferente género, región, clase, edad....), vis a
vis con sus familias, organizaciones de la sociedad civil y agencias del Estado.
La ciudadanía activa/ pasiva es otro de los aspectos examinados. Partiendo de
que la historia de la ciudadanía es diferente en los diferentes países, se entiende que el
problema de la ciudadanía no es el de los derechos formales, constatando que si
tomamos la definición de ciudadanía de Aristóteles (gobernar y ser gobernado) solo una
minoría en todo el mundo disfrutaría probablemente de esa clase de ciudadanía activa.
Es decir, los deberes de ciudadanía pueden ser la marca del privilegio. Se pone de
manifiesto que el discurso de la Derecha desplaza la ciudadanía del ámbito político al
del voluntariado en la sociedad civil, despolitizándola. Ahora bien,
abordar la
diferencia social y los derechos de ciudadanía no es una cuestión fácil. Su propuesta va
a girar en torno a una política transversal, de construcción de una coalición, basada en
el reconocimiento de las localizaciones sociales específicas y en los conocimientos
situados, en el diálogo entre ellos, con el objetivo de lograr una perspectiva común cuyo
resultado “pueden ser proyectos diferenciados para la gente y los grupos posicionados
diferentemente, pero cuya solidaridad debería estar basada en la sustentación de un
conocimiento común mediante un sistema de valores compatible. El diálogo, por tanto,
nunca ilimitado” (1997: 18). La política transversal no se opone al principio de
delegación.
En relación con los derechos y deberes de la ciudadanía, tras indicar que el
deber de la defensa nacional ya no es un deber ciudadano (ejércitos profesionales) y que
el deber de trabajar suscita problemas, en la medida en que excluye explícitamente a las
personas discapacitadas, se apunta que “los derechos de ciudadanía están anclados tanto
en el dominio social como en el político. Sin condiciones sociales que los hagan
posibles, los derechos políticos son vacíos. Al mismo tiempo, los derechos de
ciudadanía sin obligaciones también construyen a la gente como pasiva y dependiente.
El deber más importante del ciudadano es, por tanto, ejercer sus derechos políticos y
participar en la determinación de las trayectorias de sus colectividades, Estados y
sociedades” (1997: 21-2). La ciudadanía, concluye Yuval-Davis, ha de ser comprendida
de una forma más amplia, no debe circunscribirse a la relación entre individuo y Estado.
La ciudadanía puede ser una herramienta adecuada para la movilización política en la
era Post-Beijing. La política transversal puede ofrecernos, dice, una forma de apoyo
mutuo y de mayor efectividad en la continua lucha por una sociedad más democrática,
28
menos sexista y menos racista. La lucha por la ciudadanía nos implica, desde esta
perspectiva, en nuestras casas, en nuestras colectividades locales, étnicas y nacionales
tanto como en nuestras luchas con los Estados y las agencias internacionales. Como
muy bien exclama ella misma ¡es una agenda considerable! (1997: 23).
La política transversal, por tanto, se presenta como una alternativa a la hora de
encarar el problema de la diferencia. El diálogo transversal cruza la diferencia, la
intersección y no la identidad, el diálogo común entre diferentes localizaciones y
conocimientos situados, limitado por valores compartidos, es lo que caracteriza a esta
comprensión de la ciudadanía que quiere distinguirse, alejarse de una política de la
identidad. La política de la identidad no puede ser una alternativa al universalismo
abstracto. Autonomía y sujeto consciente son los atributos que requiere la
individualidad de los sujetos modernos, también lo es su compromiso dialógico con sus
ciudadanos, en unas condiciones de definición globales. Sumariamente, desde esta
perspectiva, el nuevo discurso de la ciudadanía privilegia la diferencia y enfatiza las
dimensiones dialógicas y globales. Estas ideas se recogen más ampliamente en la
“Introducción” a Women, Citizenship and Difference (1999), aquí se apuntan, asimismo,
algunas conclusiones importantes, entre ellas la más destacable
es la de que la
ciudadanía, a pesar de su historia, es una herramienta política fundamental para las
mujeres en la lucha por los derechos civiles, sociales, democráticos y humanos. Una
concepción de la ciudadanía que ha de estar atenta a los distintos niveles, que constata la
necesidad de re-imaginar la ciudadanía desde una perspectiva de género en términos
progresistas, compatible con formas de ciudadanía global. En un mundo globalizado, las
mujeres deben continuar luchando, tanto a nivel de base como internacionalmente, por
poner de relieve las demandas universalistas.
III.
Conclusiones
Del examen del debate feminista sobre la ciudadanía podemos concluir que ésta
es una herramienta útil, analítica y políticamente,
para
las mujeres. Desde el
feminismo, las diferentes críticas a las concepciones tradicionales y predominantes de la
ciudadanía contribuyen a repensarla y construirla, no solo a reclamarla, a profundizar
en la búsqueda de fórmulas más igualitarias e incluyentes, más participativas y activas
políticamente, más plurales, y, consecuentemente, a poner las bases de un discurso
alternativo, de una nueva comprensión que trata de mover, transformar o cambiar los
29
límites y las fronteras que la acotan, siguiendo una lógica incluyente e igualitaria. En
este sentido, los análisis y las propuestas tienen como objetivo, además de cuestionar
una concepción de la ciudadanía neutral respecto al género, radicalizar las aspiraciones
emancipatorias y universalistas de la ciudadanía, en un mundo en el que cada vez más
ser “un simple ciudadano o ciudadana” no solo pierde su posible uso despectivo, sino
que se convierte en marca de privilegio. En un mundo de creciente feminización de la
pobreza, de migraciones y precarización del trabajo e internalización de la economía, el
acceso de las mujeres a la ciudadanía se convierte en un problema urgente.
Otra de las conclusiones importantes que se extraen de las aportaciones
feministas
es
la
necesaria
articulación
de
dependencia/
independencia/
interdependencia, tanto a nivel individual como político. En este ámbito encontramos,
aunque con matices distintos, una coincidencia en que a pesar de la diferencia o de las
diferencias, la autonomía individual, la capacidad de actuar, el ser sujetos conscientes y
activos, en definitiva, el ser individuo/a es la base sobre la que es posible concebir un
ideal de ciudadanía que hable de respeto, de dignidad, de derechos y deberes, de
libertad, igualdad y solidaridad. Para ello son necesarias también ciertas condiciones
materiales e institucionales, como
subrayan las distintas autoras. Así pues, si
comenzábamos con las abstracciones, dilemas y paradojas, podemos concluir que el
feminismo, al igual que la sociedad humana para Marshall y dado que “el
comportamiento social no se rige por la lógica (...) puede convertir un guiso de
paradojas en un plato exquisito, sin por ello padecer de indigestión al menos durante un
buen espacio de tiempo” (Marshall, 1998: 82), las luchas de las mujeres, la praxis y la
teoría feminista dan buena cuenta de ello. Volviendo a la cuestión
inicial de la
representación, cabe una última reflexión. Por muy paradójico que en principio pueda
parecer, después de lo expuesto, la demanda de “libertad, igualdad y paridad” cobra
pleno sentido, no se trata de una posición diferencialista dualista, ni de afirmación y
reconocimiento de la diferencia de grupo, sino de representar a los individuo/as. Desde
un modelo de ciudadanía democrática, activa y participativa no vale una concepción
abstracta, ni tampoco hay que esperar a que se produzcan grandes transformaciones en
otros órdenes, sino, mejor, dar los pasos necesarios y acordes con dicho ideal. Es decir,
el vínculo entre individuo y masculinidad, entre ciudadanía y género desaparecerá
cuando éste deje de ser un problema.
30
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