¿Olvidado o Ignorado? - Fundación Consejo España

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DOSSIER
ESPAÑA Y EE UU
GEORGE WASHINGTON cruza el río Delaware,
1776. Óleo sobre lienzo de Emanuel Leutze, 1851.
¿OLVIDADO O IGNORADO?
Gálvez es una de las personalidades más importantes de nuestro siglo xviii,
y en cambio es aún poco conocido. ¿Cómo se explica esto?
EDUARDO GARRIGUES, ESCRITOR Y DIPLOMÁTICO
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DOSSIER
C
uando, en 1988, se conmemoraba en Inglaterra el 450.º aniversario de la derrota de la Armada
Invencible, se produjo un gran
revuelo. Un grupo de eminentes
historiadores británicos, basados en investigaciones arqueológicas submarinas, se
atrevieron a decir que la derrota de la flota española tuvo más que ver con la tempestad que dispersó los navíos que con el
arrojo y habilidad de los marinos ingleses,
como hasta entonces se decía en Inglaterra.
La polémica sobre este asunto conmovió
a la opinión pública y llegó al Parlamento,
afectando a los eventos organizados por
las instancias oficiales y la Embajada de
España, en la que entonces ocupaba yo el
puesto de consejero cultural.
Por esos días, el prestigioso rotativo The
Times de Londres publicó un editorial defendiendo lo siguiente: “Existen dos tipos
de historia, la que realmente ocurrió y la
que los pueblos tienen derecho a pensar
que ocurrió porque ello favorece a su ego
nacional”. Desde entonces comprendí que,
cuando se ensalzan y mitifican acontecimientos o personajes históricos, es porque
existen motivos políticos, económicos o
sociales interesados en destacarlos, a veces con poco respeto a la realidad.
Dando un gran salto en la historia, el académico cubano Eduardo Torres-Cuevas
se preguntaba en un artículo publicado
en 2000 en la revista Casa de las Américas
si el desconocimiento en Estados Unidos
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ESPAÑA Y EE UU
sobre la importante ayuda de Cuba a la
guerra de Independencia obedece a un
olvido accidental o podría incluso tratarse de una “conspiración del silencio”.
Para seguir la doctrina Monroe (la de
“América para los americanos”, que impulsó el presidente estadounidense James
Monroe en 1823), seguía argumentando
Torres-Cuevas, no tendría mucho sentido
reconocer la ayuda prestada por unos
pueblos que se deseaba expoliar.
Aunque no comparto esa teoría conspiratoria, pienso que, si analizamos ciertos
elementos en el curso del conflicto y en la
etapa inmediatamente posterior, esos elementos han influido en la falta de conocimiento y reconocimiento, a ambos lados
del Atlántico, de la figura del malagueño
Bernardo de Gálvez, principal protagonista militar de la ayuda española a la guerra
de Independencia de Estados Unidos.
La ambigüedad de Carlos III
El último tercio del siglo xviii presenta
un panorama especialmente convulso en
toda Europa, pero especialmente en España –al producirse cambios dinásticos,
económicos e ideológicos–. La declaración
de independencia de las trece colonias
inglesas en 1776 y la petición de ayuda
por parte de los rebeldes llega en mal
momento para España, que se encuentra
aún convaleciente del varapalo sufrido
LA PETICIÓN DE LOS
REBELDES LLEGA EN MAL
MOMENTO, CON ESPAÑA
AÚN CONVALECIENTE DEL
VARAPALO ANTERIOR
en la guerra con Inglaterra, zanjada por
la paz de 1763; el gobierno de Carlos III
considera que todavía no ha completado
las reformas planteadas por el despotismo
ilustrado; y en América aún no han dado
fruto los planes de reforzamiento de las
defensas para hacer los dominios de ultramar menos vulnerables.
Por esas razones, el gobierno español va
a acoger con poco entusiasmo la opinión
del embajador español en París, conde de
Aranda, que, tras entrevistarse con los
comisionados del Congreso estadouni-
DESTRUCCIÓN de una estatua de Jorge III en
Nueva York, 1776. Grabado de F. X. Habermann.
dense, recomienda que España reconozca inmediatamente a los rebeldes y declare abiertamente la guerra a Inglaterra,
pues “no se presentará otra ocasión semejante en siglos venideros” para humillar a ese enemigo tradicional.
El rey Carlos III siente una repugnancia
visceral a aliarse con unos vasallos que se
han rebelado contra su soberano legítimo,
y argumenta que apoyar la rebelión por
parte de España podría provocar que otros
territorios americanos de América del Sur
siguieran ese ejemplo. Para debilitar a su
enemigo, la corte decide apoyar a los rebeldes, tanto con ayuda financiera como
con armas y pertrechos, pero lo hace de
forma tan reservada que a veces los propios
beneficiarios no se enteraban de dónde
les llegaba esa ayuda. Con ese comportamiento ambiguo se trata de evitar el grave
incidente con la Corona británica que supondría reconocer oficialmente a los representantes del Congreso.
Desmarcándose de la política excesivamente cautelosa tanto del marqués de
Grimaldi como de su sucesor en la Se-
cretaría de Estado, el conde de Floridablanca, el ministro de Indias, José de
Gálvez, quiere romper con esa peligrosa
ambigüedad, y nombra a su sobrino Bernardo de Gálvez gobernador de la Lui­
siana, territorio que ofrece un interés
estratégico indiscutible. El ministro da
instrucciones al nuevo gobernador de
que –incluso antes de que se declare la
guerra– expulse a los ingleses de la orilla
izquierda del río Misisipi e inicie los preparativos para tomar las plazas fuertes
que dominan el golfo mexicano.
Aparte de las tendencias a veces contradictorias en el propio gabinete de Carlos III
sobre la forma de participar en el conflicto,
existen en la administración borbónica y
sus aledaños otros intereses y objetivos.
Como explica el historiador estadounidense Light T. Cummins en su obra Spanish
Observers and the American Revolution,
1775-1783 (1991), para algunos políticos
y hacendados radicados en La Habana
–entre ellos, la poderosa familia de Eligio
de la Puente y el comerciante cubano Juan
de Miralles, que el capitán general de Cuba
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DOSSIER
UNA MALA
IMPRESIÓN
La embajada de John Jay
a España fue calamitosa.
LAS GESTIONES en España de John
Jay (en la imagen), futuro secretario de
Estado, fueron un fracaso. Puesto que
Madrid no había reconocido a Estados
Unidos, se le recibió únicamente a título
de ciudadano privado, no como representante diplomático. Por tanto, no se le
invitó a los actos oficiales. Este fue el
primero de una serie de desencuentros
que llevarían a Jay a marcharse de la península echando pestes. Se quejó, por
ejemplo, de que los españoles desconocían la realidad americana. “Muchos tienen serias dudas de que seamos gente
civilizada”, escribió el estadounidense.
JAY TAMBIÉN se sintió ofendido por
los prejuicios antiprotestantes que encontró. Los españoles, según dijo, creían
que el catolicismo ni siquiera era tolerado
en las trece colonias. Además, como republicano, no podía simpatizar con una
monarquía absolutista. Por todo ello, su
decepción fue muy profunda. Varios autores coinciden en que, por eso mismo,
Jay contribuyó decisivamente a que la
ayuda española a la independencia no
fuera valorada en su país.
ESPAÑA Y EE UU
Diego Navarro ha nombrado representante oficioso de España en Filadelfia–, el
objetivo principal de apoyar la revolución
norteamericana y derrotar a Inglaterra
sería poder recuperar el intenso comercio
de la Florida oriental con Cuba, interrumpido cuando España cedió a Inglaterra
este territorio en la paz de 1763.
No va a favorecer las relaciones de España con el nuevo país la actitud de los sucesivos ministros de Estado de Carlos III
–Grimaldi y Floridablanca– de no reconocer oficialmente a los representantes
del Congreso. Grimaldi se niega a recibir
en Madrid a uno de los comisionados
norteamericanos en París, Arthur Lee
(hermano de Charles Lee, el diputado
que presentó ante el Congreso la iniciativa de la declaración de independencia
que más tarde sería redactada por Jefferson y otros). Arthur Lee es detenido en
Burgos, y aunque finalmente el ministro
va a negociar a escondidas con el comisionado, sirviendo de intermediario e
intérprete en esas negociaciones don
Diego de Gardoqui, el orgulloso diplomático estadounidense se vuelve a París
descontento del trato recibido.
Más grave fue el tratamiento que recibió
John Jay, que había sido enviado por el
A DIFERENCIA DEL
GOBIERNO FRANCÉS,
EL ESPAÑOL TRATÓ SIN
CONSIDERACIÓN A LOS
ENVIADOS DE EE UU
Congreso de Estados Unidos para negociar
la colaboración entre ambos estados. Pero aunque España había declarado ya la
guerra a Inglaterra (1779), el plenipotenciario norteamericano no consiguió ser
recibido por el rey Carlos III (como sí había hecho, en cambio, Luis XVI con Benjamin Franklin y los otros comisionados
del Congreso). Y cuando, cansado de esperar, Jay se va a París, es inmediatamente nombrado jefe del equipo negociador
de la paz. Ya de regreso en Estados Unidos,
fue elegido secretario de Estado, cargo
desde el cual, como era previsible, estuvo
durísimo en la negociación con España
sobre las fronteras y la navegación en el
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LA CORTE francesa recibe a Benjamin Franklin,
1778. Litografía a partir de un lienzo de André Jolly.
río Misisipi. En abril de 1782, cuando Jay
se quejó a Benjamin Franklin del trato
recibido en España, este le contestó diciendo: “España se ha tomado cuatro años
para considerar si ha de tratar con nosotros
o no; démosle cuarenta y ocupémonos
mientras tanto de nuestros propios asuntos”. Por desgracia, ni siquiera pasarían
cuarenta años antes de que Estados Unidos
cumpliera todos sus objetivos.
Enemigos y malos amigos
Solía decir el conde de Aranda que mientras Inglaterra era el peor enemigo de
España, Francia era su peor amigo. En
efecto, desde el inicio del conflicto, el mi-
nistro de Relaciones Exteriores francés,
conde de Vergennes, intentó arrastrar a
España a la guerra con Inglaterra, sin reconocer que, precisamente como consecuencia del resultado de la anterior contienda con Inglaterra, los intereses de
Francia y los de España en América eran
muy diferentes. Al haber perdido en la Paz
de París de 1763 todas sus posesiones en
la América septentrional –incluyendo el
Canadá francés y la Luisiana, que había
cedido a España como compensación por
sus pérdidas en esa guerra–, Francia tenía
poco que perder ya, si adoptaba una postura beligerante contra Inglaterra. En
cambio, Carlos III y sus ministros sabían
que el esencial comercio con sus colonias
americanas, tanto en el norte como en el
sur, era vulnerable a las depredaciones de
la flota y los corsarios británicos.
Apoyado en la ambigüedad y la tolerancia de la corte española ante los designios
de Francia, Vergennes tomó la iniciativa
declarando la guerra a Inglaterra en 1778
sin consultar con España, contrariamente a lo estipulado en los Pactos de Familia. Ante el hecho consumado, Carlos III
se vio obligado a firmar un nuevo acuerdo en Aranjuez y a declarar a su vez la
guerra a Inglaterra en 1779.
Tras haber perdido la guerra, Inglaterra
se portó una vez más como nuestro peor
enemigo –Aranda hubiera podido añadir,
además, “el más taimado”–, pues los negociadores ingleses supieron aprovechar
la oportunidad que les daba John Jay de
sacarse la espina de su derrota y de plantar
la semilla de la discordia entre Estados
Unidos y España. Al negociar las colonias
con su metrópoli las nuevas fronteras a
espaldas de sus aliados, los diplomáticos
ingleses cedieron de forma muy generosa
sus posesiones en la orilla izquierda del
Misisipi y la alta Luisiana, sin tener en
cuenta que –precisamente debido a las
exitosas campañas de Bernardo de Gálvez–
esos territorios habían pasado a pertenecer
a España por derecho de conquista.
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DOSSIER
ESPAÑA Y EE UU
CON LA PUERTA EN LAS NARICES
Las relaciones entre EE UU y España después de 1783
COMO YA VATICINÓ el conde de
Aranda en uno de sus despachos a la cor­
te de Carlos III, el país que había nacido
pigmeo llegaría a ser un coloso que pron­
to se olvidaría de los beneficios que había
recibido de sus dos principales aliados.
Tampoco debería sorprendernos dema­
siado, si pensamos que España se con­
vertiría pronto en rival de EE UU por la
posesión de los mismos territorios.
Antes de que se firmase la Paz de París
en 1783, en la que el nuevo país se nega­
ba a reconocer el derecho exclusivo de Es­
paña en la navegación del Misisipi (abajo)
y la posesión de los territorios que había
La actitud norteamericana
Al analizar la relación de los líderes de
las colonias rebeldes con España no debemos olvidar que, durante varias generaciones, habían concebido la proximidad
de España a los dominios ingleses como
una amenaza. Sus habitantes, de hecho,
habían participado activamente en la
anterior guerra contra España; concretamente, en la toma de La Habana por Inglaterra en 1762 habían luchado ochocientos soldados norteamericanos.
Aunque los líderes revolucionarios asumieran planteamientos ideológicos diferentes de su metrópoli, no habían descartado los prejuicios contra España, que eran
moneda corriente en los colegios y universidades británicos. En 1777, el mismo año
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ganado Bernardo de Gálvez en la Luisiana
por derecho de conquista, varios líderes
revolucionarios se resistían a recortar sus
anhelos de expansión territorial a favor de
un estado colonial europeo.
LA DESIGNACIÓN de Diego María
de Gardoqui como primer embajador es­
pañol en EE UU, confiando en que su
amistad con el secretario de Estado John
Jay iba a ablandar la postura de los del
sur sobre la frontera del Misisipi, no re­
sultó eficaz, porque esos estados ya con­
sideraban que su límite territorial por el
oeste alcanzaba las orillas del gran río.
de la importante victoria de la revolución
en Saratoga, William Robertson publicaba
en Edimburgo su Historia de América, con
graves descalificaciones del sistema colonial español. El comisionado Arthur Lee
había estudiado Medicina justamente en
la Universidad de Edimburgo, y en algunas
de las observaciones de su diario durante
su viaje por el norte de España, antes de
ser detenido en Burgos, es fácil detectar
el rastro de esos prejuicios.
Benjamin Franklin y los otros representantes del Congreso prefirieron iniciar sus
gestiones con Francia, y no con España,
probablemente por ser conscientes de que
iban a ser mejor recibidos en París que en
Madrid, debido a la relación previa de
Franklin con los filósofos y pensadores
franceses, de los que, en parte, se había
nutrido la ideología revolucionaria.
En aspectos mucho más concretos, aunque
todos los líderes –incluyendo al propio
Washington– consideraban muy importante el apoyo de España, temían, por otro
lado, las posibles consecuencias de una
alianza que inevitablemente recortaría sus
ambiciones políticas territoriales. El representante oficioso en Filadelfia, Juan de
Miralles, advertía ya al secretario de Indias
José de Gálvez que varios diputados de los
estados del sur –como el propio James Madison– eran contrarios a ceder la Florida y
la parte de la Luisiana inglesa, aunque no
tuvieran más remedio que obedecer esa
compensación para animar a que España
entrase en la guerra contra Inglaterra.
Una vez alcanzada la victoria –según había
predicho el astuto conde de Aranda–, ni
en la Paz de París de 1783 ni en las posteriores negociaciones con la nueva nación,
emprendidas por nuestro primer embajador en Estados Unidos, Diego Gardoqui,
España conseguiría que el nuevo estado
reconociera el dominio de la Corona española sobre los territorios que había conquistado Bernardo de Gálvez, ni que cediera los derechos exclusivos de navegación
del Misisipi. Unas décadas más tarde, en
1819, tras la cesión de la Luisiana a Francia,
que pronto la vendería a Estados Unidos,
se cederían formalmente al nuevo país,
por el Tratado de Adams-Onís, los territorios que habían sido recuperados por
Gálvez, y además se perdería definitivamente el derecho exclusivo de navegación
de España sobre el Misisipi.
Enmendando el olvido
Si analizamos esa época histórica con cierta perspectiva temporal, podemos concluir
que el olvido en la opinión pública de la
personalidad de Gálvez y de sus rotundas
victorias contra los ingleses podría explicarse por el hecho de que esas hazañas no
representaron una victoria perdurable
para los intereses de España en la América
septentrional. Aunque, como diplomático,
me cueste reconocerlo, lo que Gálvez y otros
militares y marinos españoles ganaron en
el campo de batalla, lo perdimos al poco
tiempo sobre la mesa de negociaciones.
Y, sin embargo, con esa misma perspectiva, es de justicia reconocer que, sin la ayuda de España y las campañas de Gálvez en
lardón es, precisamente, una versión a
pequeña escala de la misma estatua de
bronce que en su día fundió el escultor Juan
de Ávalos. Este galardón ha sido concedido
a Bill Richardson, antiguo secretario de la
Energía con el presidente Clinton y embajador de su país en las Naciones Unidas; al
que fue embajador en España, Richard
Gardner; o al senador Roberto Menéndez,
presidente del Comité de Relaciones Ex­
teriores del Senado. Y, con ocasión de su
visita a San Agustín en septiembre pasado
para conmemorar el 450.º aniversario de
su fundación por España, el rey Felipe VI
entregó ese mismo galardón a Mark Fields,
presidente de la firma General Motors, que
tanto ha contribuido al desarrollo de la
empresa automovilística en España.
Pero, del lado norteamericano, el reconocimiento más importante fue el nombramiento, en diciembre de 2014, de Bernardo de Gálvez como ciudadano honorario
de Estados Unidos, aprobado por el Congreso a propuesta del representante de
Florida, Jeff Miller, y más tarde ratificado
por el Senado y por el propio presidente
de Estados Unidos. Se trata de la máxima
distinción que ese país puede conceder a
EN 2014, GÁLVEZ RECIBIÓ
LA MAYOR DISTINCIÓN
QUE ESTADOS UNIDOS
PUEDE CONCEDER
A UN EXTRANJERO
BERNARDO DE GÁLVEZ, estatua ecuestre erigida
en Washington D. C., obra de Juan de Ávalos.
el Misisipi y el golfo de México, la guerra
de las colonias con Inglaterra hubiera podido tener un desenlace bien diferente. Es
cierto que las tropas españolas no participaron en la batalla decisiva de Yorktown
–aunque desde Cuba se envió una importante ayuda financiera a la flota francesa–,
pero es evidente que esa victoria no hubiera sido posible sin la actuación de Bernardo de Gálvez, que consiguió bloquear
las operaciones del ejército y de la flota
británicos en esa zona de alto valor estratégico, lo que a su vez permitió que el
Ejército Continental de Washington y sus
aliados pudiera concentrarse en el teatro
de operaciones del norte.
Aunque, en el terreno académico, esa interpretación histórica ha sido desde hace
tiempo respaldada por prestigiosos historiadores a ambos lados del Atlántico, en
años recientes el reconocimiento de la figura de Bernardo de Gálvez a nivel oficial
tendría lugar con motivo del viaje de Juan
Carlos I a Estados Unidos en 1976, coincidiendo con el bicentenario de la independencia. El rey regaló al gobierno estadounidense una estatua ecuestre con la efigie
del militar malagueño, que está situada
en una plazoleta vecina al Departamento
de Estado de Washington.
Tendrían que pasar unos años para que la
Fundación Consejo España-EE UU estableciera el “Galardón Bernardo de Gálvez”,
para reconocer a personalidades de Estados
Unidos que habían contribuido a estrechar
las relaciones con España. El icono del ga-
un extranjero, inaugurada con la concesión
de ese honor a Winston Churchill por parte del presidente Kennedy –que, por cierto, era buen conocedor de la ayuda de
España a la independencia de EE UU–.
A partir de entonces, y gracias a las gestiones de la embajada española en Washington y de miembros de la sociedad civil española, se colgó en los muros del Capitolio
el retrato del militar malagueño que en su
día había solicitado Oliver Pollock –agente
del Congreso de Filadelfia en la Luisiana–
para agradecer su ayuda al ejército rebelde.
Bernardo de Gálvez no se encontrará ya
“solo” –como en la batalla de Pensacola–
entre las imágenes de otras personalidades
que contribuyeron decisivamente al nacimiento de Estados Unidos.
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