CAPITULO II Literatura urbana - Actividad Cultural del Banco de la

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Literatura urbana
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Bogotá bajo la mirada de
José Antonio Osorio Lizarazo
M YRIAM LUQUE
DE
PEÑA
Universidad de los Andes
José A. Osorio Lizarazo1 es el primer novelista colombiano que
se interesa por la ciudad de Bogotá, no solamente como escenario de varias novelas sino también como problema, como
tema y como personaje. Aunque escribió otras tantas novelas
sobre el ambiente rural, nos interesa analizar las centradas en
Bogotá para estudiar en ellas las perspectivas desde las cuales
se ve la ciudad, los procesos históricos que se perciben a través
1
Osorio nació en Bogotá en 1900 y sus actividades oscilaron entre su trabajo
como empleado público o como periodista y su labor de escritor. En sus artículos
y ensayos periodísticos por ejemplo, la pobreza que es el mismo tema central de
sus novelas, va a ser enfocado con el mismo tono conmiserativo y fatalista de estas. Pero Osorio también dedicó buena parte de su tiempo a actividades políticas
que le produjeron una profunda desilusión que trata de compensar con la satisfacción que le produce la actividad creadora.
Como lo comentamos en el artículo “La narrativa de Osorio Lizarazo”, Osorio
se identificó con los planteamientos de Alfonso López Pumarejo, quien se presentaba como el candidato de la modernización del país y fue amigo personal de Jorge Eliécer Gaitán, a quien acompañó y respaldó hasta 1946. Del primero se desilusionó al final de su primer año de gobierno, porque no cumplió con las promesas
electorales, y se separó de Gaitán porque lo considera “inepto e incapaz” como
hombre de acción.
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de esas perspectivas y los cambios de punto de visa del relato
y de los recursos narrativos empleados que muestran una continuidad en cuanto al aspecto histórico. Las novelas en las cuales
trabaja el tema urbano son: Garabato, Casa de Vecindad y El día
del odio. Nos detendremos especialmente en el análisis de El día
del odio después de observar el proceso en el tratamiento del
tema urbano en las restantes novelas y en comparación con la
obra del escritor inglés decimonónico Charles Dickens.
José Luis Romero plantea cómo las ciudades fueron la pantalla en la que los cambios sociales se advirtieron mejor. La sociedad urbana que comenzaba a ser multitudinaria provocaba
la quiebra del viejo sistema social de normas de normas y valores sin que ningún otro la reemplazara. Lo único claro era que
había pasado el apogeo de la mentalidad burguesa y como la
crisis de 1930 había desarticulado todo el sistema había que
buscar soluciones. Uno de los pasos más importantes que se
dio tuvo que ver con el cambio de relaciones que se establecían en cada país con las ciudades de la periferia a las que vendían productos manufacturados y compraban materias primas,
pues las ventas disminuyeron y los precios se hundieron. Esto
trajo consecuencias sociales y políticas porque muchos grupos
sociales cayeron en la miseria y la única solución que encontraron fue la de inmigrar hacia las ciudades. Sin embargo, aunque se había acrecentado el desarrollo urbano también había
desempleo y miseria. Entonces, lo que se produce después de
1930 es una ofensiva del campo sobre la ciudad que va a llevar
a una explosión urbana que transformará las perspectivas de
Latinoamérica. Los barrios pobres y las zonas marginales de
las ciudades se llenaron de gentes que provenían no solamente
del campo sino también de las poblaciones cercanas a las capi-
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tales, gentes que llegaban atraídas por las posibilidades de trabajo y diversión que ofrecía la ciudad. La fusión de estos de
inmigrantes con los sectores populares y de pequeña y mediana
burguesía que conformaban la sociedad tradicional constituyen
la masa de las sociedades latinoamericanas.
Raymond Williams también considera que este período fue
de transición hacia una nación más unificada y, para ello, los
gobiernos liberales hicieron grandes esfuerzos para mejorar las
vías de comunicación. Esto ayudó a que las corrientes migratorias hacia las ciudades, sobre todo hacia Bogotá, tuvieran un
fuerte incremento. Esta ciudad se abrió al mundo como nunca
antes.
En las décadas siguientes no se detuvieron las migraciones
de la población rural hacia las ciudades y, por esto, se mantuvo
la inestabilidad de las clases populares urbanas ya que no tenían ingresos fijos ni suficientes, habitaban en viviendas muy
precarias y en ambientes en los que era imposible mantener la
unidad familiar. Por consiguiente,
[...] muchos sectores sociales constituyeron un mundo doblemente marginal: porque habitaban en los bordes urbanos y
porque no participaban en la sociedad formalizada ni en sus formas de vida [Romero, 331].
El único camino posible era buscar ascender a la clase media, aprovechando las posibilidades de acceso a los estudios de
nivel secundario y después un cargo público en el sector administrativo o una actividad mercantil. Pero esto no era suficiente para frenar el anhelo de ascender económica y socialmente:
acceder a la clase alta. Este era un proyecto difícil pero no im-
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posible, ya que las clases altas también sufrieron el impacto de
la masificación y estaban en crisis.
Nos hemos detenido únicamente en el proceso de transformación de la sociedad latinoamericana que afectó la configuración de las ciudades entre 1930 y 1950 porque, como dijimos
anteriormente, este es el período en el que escribió Osorio. Veremos cómo se plasma todo lo anterior en las novelas escogidas,
pero antes debemos detenernos en algunos aspectos histórico
literarios. Tenemos que partir, como es natural, de la vieja oposición ciudad-campo. En el período en el cual escribe Osorio lo
que se establece es que “el poder político y económico y el paradigma literario quedan en la ciudad; en el campo, la violencia,
la barbarie, la oralidad y la cultura popular” (Pineda Botero,
124). Esta oposición se concreta hoy día en los términos centro-periferia (Europa-Latinoamérica, Bogotá-ciudades menores)
y no es una simple oposición temática, sino que como lo plantea Álvaro Pineda Botero, es también de estrategias literarias en
cuanto que la novela europea maneja la “introspección de la voz
narrativa o de los personajes y la caracterización psicológica”
(ibid). Es decir, prima lo individual sobre lo colectivo; mientras
que la novela latinoamericana es una novela de denuncia, de
conciencia social en la cual prima lo colectivo sobre lo individual. Por consiguiente, el punto de vista, la estructura, el tono y
el ritmo del relato, etc., están condicionados por los anteriores
aspectos. Esto lleva a Pineda Botero a clasificar las novelas centradas en la ciudad como novelas urbanas o novelas de ciudad:
Podríamos afirmar que la “novela de ciudad” está relacionada más que todo con la cartografía del espacio físico y el paisaje, con las menciones concretas de lugares, monumentos, edifi-
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cios y avenidas. Es realista y mimética y se establece por lo general como testimonio. La novela urbana implica una concepción
más amplia: es un horizonte en el que todo es posible; es el aspecto abierto para que surja la cultura y la creación literaria [134].
De acuerdo con el planteamiento anterior, las novelas de
Osorio serían novelas de ciudad porque la técnica utilizada
en la mayor parte de ellas es tradicionalista: el argumento y
la concepción de situaciones y ambientes es elemental; la caracterización de personajes es muy débil y poco convincente
ya que están definidos de antemano por un narrador omnisciente. La ciudad de denuncia y los frecuentes comentarios a
través de las intromisiones autoriales, sacrifican muchos elementos literarios.
La visión de Bogotá en las novelas de Osorio es parcial y
limitada tanto desde el punto de vista físico como socioeconómico porque los personajes siempre pertenecen a ese sector
social doblemente marginal de que habla José Luis Romero: el
campesino inmigrante (Tránsito de El día del odio y Jenara de
Hombres sin presente), al pueblo (El Alacrán y Manueseda de El
día del odio), a la clase media baja (el tipógrafo de La casa de
vecindad, la familia Albarrán en Hombres sin presente y todos los
personajes de El Pantano), etc. Los lugares que frecuentan son
los barrios bajos como Las Cruces, La Perseverancia, las nacientes urbanizaciones sin acueducto ni alcantarillado, las calles cenagosas donde funcionan burdeles, tiendas donde se consume
chicha y hospitales fríos y miserables (Luque, 1992, 239). No
existe ningún personaje que pertenezca a la clase alta ni hay
descripciones de ambientes o escenarios o de barrios en donde
habita esta clase social.
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El otro aspecto que debemos tener en cuenta en el análisis
de la novela de ciudad de Osorio es su tono narrativo que define el carácter urbano o no de la obra. No solamente sus personajes no tienen la complejidad psicológica típica del ciudadano sino que, además, al colocar como finalidad de la novela
la protesta social (238), lo hace prescindiendo de la razón y colocándose del lado del sentimiento de personajes y de lectores.
El tono narrativo, el carácter dramático sentimental de éste
nos lleva a vincular a Osorio con el escritor inglés decimonónico
Charles Dickens quien con sus novelas ubicadas en Londres,
maneja una perspectiva semejante a la de Osorio.
Dickens simpatizó con el socialismo y se interesó como
Osorio por los programas de gobierno que favorecieran al pueblo. Pero las posiciones políticas de Dickens no nos interesan
sino las conclusiones que de ella saca el escritor. Dickens fue el
representante de un nuevo tipo de literatura progresista, tanto
artística como ideológicamente: criticaba la falta de razón y el
egoísmo de los ricos, el trato cruel de los niños, las condiciones inhumanas en las cárceles, fabricas y escuelas, etc. Sus acusaciones fueron oídas por todos y los corazones se llenaron con
el sentimiento de las injusticias de la sociedad. Pero su mensaje social fue políticamente infructuoso. Profundizó en la psicología de los caracteres, pero al mismo tiempo produjo un sentimiento que nublaba su visión. Creía en la capacidad de la
caridad privada y en la amabilidad de las clases poderosas para
reparar los defectos de la sociedad.
Osorio también habla de la novela como instrumento adecuado para despertar la sensibilidad, es decir que no le interesa plasmar a través de la creación de la novela las situaciones o
conflictos típicos de una determinada sociedad en un momento
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específico sino simplemente hacer sensibles a los lectores antes las vivencias de los personajes. Esto lleva a una consecuencia casi lógica: el fatalismo que predetermina y condiciona los
personajes.
Tal vez la diferencia entre Dickens y Osorio radica en que
el primero asume, en última instancia, una actitud romántica
que lo lleva a culminar una vida de angustia y necesidades en
otra plena de amor y de confort. En cambio, Osorio Lizarazo
no ve ninguna salida a la miseria y el desamparo que condiciona siempre a sus protagonistas. Tal vez su desilusión política
lo lleva a ese profundo escepticismo en el que la razón ya nada
puede y sólo queda como última opción utilizar los medios a
su alcance para despertar la compasión y con ella, el deseo de
obtener “la afirmación de un equilibrio y de una justicia social” (“La esencia social de la novela”, 422).
Pero veamos ahora cómo es la presentación de Bogotá desde la perspectiva fatalista y escéptica de Osorio. Garabato es la
ciudad de la infancia enmarcada en el gobierno de Olaya
Herrera (1930-1934). Aquí la visión de Bogotá es negativa porque el niño recién llegado a la ciudad, confronta el ambiente
apacible del pueblo con el ambiente agitado y corrupto de la
ciudad y piensa:
Si, la gente había cambiado mucho. Empezaba a civilizarse.
Llegaban hasta el pueblo los efluvios de la ciudad, el egoísmo de
la ciudad, la amplia cultura de la ciudad. La apacible quietud de
la aldea se vio turbada de pronto por una serie de advenedizos,
que trajeron su codicia, su sordidez, su especulación y las comunicaron a los campesinos, después de haber explotado durante
algunas semanas su índole bondadosa [1939, 257-258].
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El ambiente de Bogotá que se describe en esta novela es el
de una ciudad aún muy artesanal que no ha vivido todavía el
comienzo del despegue económico que se da a partir de la iniciación de los gobiernos liberales. Aún no hay luz eléctrica porque los bogotanos se iluminan con velas de sebo, ni hay acueducto pues tienen que recoger el agua en las fuentes que hay
en las plazas.
En cuanto a la perspectiva del relato, se utiliza el punto de
vista del protagonista, lo cual da a la novela un tono sentimental, de autocompasión y de visión ingenua de la realidad.
Con Casa de vecindad, Osorio nos introduce en el microcosmos urbano a través del relato de un narrador protagonista sentimental e idealista, débil en su relación con el mundo exterior,
pero muy fuerte en su interior. Desde un punto de vista general,
la novela nos da dos visiones: una, la del proceso de decadencia
física y mental del protagonista ante la imposibilidad de conseguir trabajo y ante la soledad. Se ve obligado a vivir en un medio sucio y degradado cuando él es un hombre que se considera
culto: reflexiona sobre su labor de escritor cuando relata estos
acontecimientos. Se alegra cuando construye una buena imagen pues como tipógrafo ha aprendido ha gustar de la belleza
en el contacto diario con periódicos, revistas y libros, en general. No es el hombre de ruana sino de “sobretodo”.
Pero aunque es un hombre impecable en su atuendo y en
su moral, su inseguridad, su timidez, lo hacen aparecer ridículo y hasta deshonesto. Su decadencia no proviene tanto de sus
problemas morales o emocionales, sino de las circunstancias
económicas.
La otra visión que nos da el narrador nos lleva al conocimiento del mundo que le rodea en la casa de vecindad, y si ésta
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es un microcosmos allí descubrimos –a pesar de las imágenes
lejanas e inconcretas– toda la miseria moral y humana que crece en la ciudad: el hambre, la prostitución, la droga, el crimen
el desamor, la envidia, los celos, la desconfianza, la vulgaridad.
Y, para el protagonista, ante todo, el sentimiento de sentirse
excluido del mundo exterior.
La gran ciudad, el mundo de fuera de la casa de vecindad,
aparece desdibujado como si toda su capacidad de ver se quedara en el interior de la casa. Sabemos que la casa de vecindad esta ubicada cerca del Parque de Los Mártires, pero no
hay ninguna descripción o referencia a éste. Cuando el tipógrafo sale para buscar empleo o para encontrarse con Juana,
cita la plaza de Las Cruces o la iglesia de El Voto Nacional;
estos lugares de la ciudad significan la existencia del mundo
exterior, lleno de significado para los demás: “Por la calle toda
la gente anda alegre ¡Cómo mueven los brazos y las piernas
con entusiasmo, con regocijo, al andar!” (1978, 92), pero es
un mundo completamente vacío para el protagonista: “El
mundo a su vez, está vacío para mi, vacío porque eso que pasa
por mi lado por las calles eso no es nada. Son figuras errantes, inexpresivas, mecánicas, y crueles” (45). Sus ojos siempre se detienen en el pedazo de cielo azul que enmarca el patio encerrado de la casa: “Más tarde me puse a contemplar el
cielo, a escuchar la noche” (19).
De modo que el narrador protagonista, desesperado por la
falta de empleo, acaba por encontrar en la ciudad a un enemigo: “La ciudad es hostil para mí. Y es hostil para mí también la
vida. Y no puedo dominar ni la ciudad ni la vida” (132). “Me
entregaré a la ciudad incoherente y fatal, que devoró mis esperanzas, mi vida” (94-95).
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Su permanente egocentrismo (“yo soy...”, “yo pienso...”, etc.)
le impide hacer un análisis objetivo de su situación de desempleado que le obliga a vivir en ese ambiente. Por eso, para él “debe
ser que definitivamente la casa está maldita”.
Sí, la casa tiene que estar maldita. Es un nidal de vicios. De
vicios y de crímenes. En casi todos los cuartos se concibe un delito, se lleva a cabo un adulterio, se planea una infamia. Antes
creía yo que todo el mundo era bueno. Jamás me había preocupado por observar cómo vivían los hombres. Y ahora tampoco.
Pero los detalles que se me entran por los ojos, a pesar mío, traen
consigo la sensación de que el mundo es absolutamente malo,
de que los hombres son criminales, de que la casa ésta ha recibido mil maldiciones [133].
El tipógrafo se encierra en sí mismo, levanta barreras
escudado en sus escrúpulos de limpieza física y moral, en sus
manías lingüísticas, etc., y solamente se abre para ayudar a Juana, una vecina más miserable que él, pero no puede hacerlo
porque el problema es siempre el dinero.
El fatalismo rodea la vida del protagonista en la cual todo
es inútil. La casa de vecindad es un microcosmos que reúne a
prostitutas, morfinómanos, delincuentes, desempleados. Osorio
nos presenta varios casos típicos: un niño que muere por el
abandono de su madre, una mujer que se prostituye por hambre, un zapatero que persigue a su mujer con un cuchillo, un
caso de estupro, etcetera.
El protagonista no puede comunicarse con ellos, no puede
integrarse a ese mundo porque tiene sus propios valores y ha
creado sus propias normas de vida, pero tampoco puede parti-
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cipar del otro mundo que existe fuera de la casa de vecindad,
desconocido pero ambicionado por él; el mundo de los que conocen a Beethoven y a Mozart, o saben de pintura, o se expresan bien, porque su miseria lo impide. Está atrapado en un
mundo al cual solo está unido por su pobreza, pero ésta misma le impide escapar.
Si la novela anterior estaba dedicada a la decadencia de la
clase media, El día del odio está dedicada al pueblo; como lo indica el comienzo: “El más hermoso y perfecto de los mandamientos al cual he procurado ceñir los actos de mi vida, es éste:
amar al pueblo sobre todas las cosas...... bajo la inspiración de
ese inmarcesible mandamiento de amar se ha escrito esta novela” (página pretitular).
A primera vista, la protagonista es Tránsito, una muchacha campesina de 17 años, oriunda de una población no muy
distante de Bogotá, Lenguazaque, quien es llevada por su
madre a la ciudad para colocarla como empleada del servicio
doméstico. Tránsito está caracterizada por medio de una serie de lugares comunes que aparecen reiterados en casi todas
sus novelas: la mujer campesina, ignorante, ingenua, elemental
y capaz de grandes sacrificios que recibe a cambio humillaciones, maltratos, desprecio, abuso de sus capacidades y un
sueldo miserable. Pero, a medida que avanza la novela, nos
damos cuenta que el verdadero protagonista es el pueblo bogotano. La muchacha es solo un prisma a través del cual se
muestra una colectividad marcada por la miseria, el resentimiento y el odio. Acusada de robar una cadena de oro de su
patrona, se crean las circunstancias que la empujan a la calle,
de ésta a las casas de prostitución en donde es violada, luego
a las comisarías de policía y de ahí a cualquier cuartucho en
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un permanente ir y venir. El fatalismo que mueve al personaje se hace más obvio en esta novela:
Tránsito [...] se obstinaba en ignorar que sobre ella había caído una condenación inexorable, de la cual no se redimiría jamás.
[1979, 44]. Sentía que se desplomaba en un abismo sin fondo,
a donde la empujaba la implacable maldición que había descendido sobre su cabeza [45].
Ante la policía, los maleantes y las mismas prostitutas, Tránsito es una “buscona” y una ratera más porque las apariencias
siempre la condenarán: “Se dejaban reservas de abominación
y de ignominia para determinados grupos, condenados a la indigencia y al menosprecio por un pecado original para el cual
no habría redención” (126).
Como un animal acorralado, Tránsito difícilmente aprende
mecanismos de defensa; no relaciona las experiencias que ha vivido para adquirir experiencia. Aquellas siempre la sorprenden y la
golpean. El mismo narrador, consciente del sino trágico con que
ha marcado a Tránsito, parece disculparse: no es que sobre la adolescencia de Tránsito se acumulara el infortunio con una saña
excepcional, sencillamente, ella es la “síntesis del dolor humano”,
es el elemento, que le permite a Osorio mostrar las trampas tendidas por la sociedad a los pobres e ignorantes. El cúmulo de desgracias que rodean permanentemente al personaje van formando
en ella un profundo resentimiento que estallará, simultáneamente, con todos los resentimientos y odios del pueblo, cuando matan a Gaitán. En la última etapa de su vida, toda una vida en pocas
semanas, llega a la conclusión y, con ella el pueblo entero, de que
el odio era la única fuerza capaz de producir el cambio.
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En el protagonista de la novela de Dickens, Oliver Twist, vemos un manejo semejante al utilizado por Osorio en la definición de su personaje. Oliver, huérfano abandonado en un hospicio, también está ubicado desde el comienzo en un callejón
sin salida.
Liberado del hospicio, trabaja con un empresario de pompas fúnebres que lo maltrata y humilla por lo cual tiene que huir
a Londres. Durante toda la obra Oliver es llevado y traído por
las circunstancias sin que tenga oportunidades de tomar decisiones ni orientar su vida. Cuando llega a Londres lo reciben las
mismas calles sórdidas que atrapan a Tránsito en El día del odio.
No pudo por menos que lanzar unas fugaces miradas a ambos lados de la calleja por donde pasaban, que era, en verdad el
lugar más sucio y miserable que había visto en su vida. La calle
era estrecha y fangosa y el aire estaba impregnado de fétidos
olores [1985, 50].
A pesar de su bondad y de su inocencia, Oliver va a ser atrapado por el mundo del hampa. “¿Qué podía hacer un pobre
muchacho? La noche había cerrado ya, el lugar era inmundo
ningún socorro podría llegarle, era inútil toda resistencia” (92).
Igualmente, Tránsito va a ser atrapada en el mundo de la prostitución: “Ora tendrás encima a la policía, ora no serás sino una
nochera y una ratera” (41).
Osorio condena a Tránsito a muerte. Todos sus esfuerzos
por obtener dinero y encontrar el camino que la lleve a la estación para tomar el tren que la sacará de los peligros de Bogotá
y la llevará a la paz del campo y de la familia, son inútiles.
Dickens en cambio, libera a Oliver de Londres, le permite en-
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contrar a la familia perdida y lo traslada al campo en los meses
de primavera y verano, como símbolo de paz y de inocencia.
Aunque en el caso de El día del odio, el objetivo último de la
novela difiera de los objetivos finales de los cuentos y novelas
de Dickens., el tono narrativo que pone el énfasis en lo emocional y subjetivo, es igual en ambos autores.
En el capítulo VI de El día del odio, Osorio introduce otro
personaje, El Alacrán, para enlazar la vida de Tránsito con la
de la “chusma” que se concentra alrededor de la Plaza de Mercado, en el centro de Bogotá y con el ambiente tenso que prefigura los acontecimientos del 9 de abril. A través de una rápida mirada retrospectiva, el narrador nos relata el pasado de este
personaje, señalado también con características de miseria y
de criminalidad fatalmente invariables. Unidos, Tránsito y el
Alacrán nos dan a través de su punto de vista y el del narrador
una visión muy detallada de los lugares más sórdidos de la ciudad y, por el otro, de algunas actitudes de otros representantes
del pueblo que plasman el odio contra la sociedad.
En El día del odio, la ciudad se ve como un mundo de miseria
y de horror. La descripción de Bogotá es más detallada que en
las otras novelas y aunque va íntimamente ligada a la vida misma del protagonista, hay momentos en que la ciudad parece tener vida propia con capacidad para odiar, despreciar, ufanarse:
La ciudad va alzando su nivel insensiblemente y las pobres
casas que nacieron desmedradas y débiles se van hundiendo en
la tierra, hasta que la acera llega al nivel de las techumbres [56].
La ciudad reposaba en paz, satisfecha de su existencia [58]. La
ciudad miraba con desprecio el Paseo Bolívar y a sus habitantes
[154]. La ciudad quería ufanarse de su opulencia, como los nue-
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vos ricos, y construir su prestigio y su fausto sobre una caudalosa falsía y sobre un deliberado encubrimiento [221].
La madre de Tránsito ve en Bogotá el lugar ideal para que
su hija trabaje como empleada del servicio y aumente así los
ingresos familiares. El lugar de origen, Lenguazaque, no muy
lejano de la capital y la posibilidad de transportarse en tren hace
que vean a Bogotá con un futuro promisorio en todo sentido.
Cuando Tránsito es expulsada de la casa, se inicia su enfrentamiento con la ciudad. Ésta ya no tiene el aspecto de pueblo grande como se veía en Garabato en La casa de vecindad, sino
que se ha empezado a industrializar y, por consiguiente, se comienza a configurar la clase obrera y la estructura urbana de
Bogotá tiene ya las características de una ciudad medianamente
grande con sus edificios donde funcionan las oficinas del gobierno, sus zonas de prostitución, las calles donde proliferan
los hoteles de tercera clase, los barrios cercanos a las montañas
con chozas de estilo campesino y los barrios suburbanos en
donde proliferan las casas de vecindad. Nuevamente, como en
las novelas anteriores, nada sabemos de en dónde habita la clase
media o la alta burguesía. El recorrido de Tránsito buscando
refugio mientras logra tomar el tren para su tierra nos lleva siempre por esos lugares, especialmente por las calles del centro de
Bogotá, las calles 10, 11, 12, etc., pobladas de ladrones, prostitutas y cargueros ebrios de chicha, “un mundo de miseria, de
horror, un centro de los despojos de la ciudad, impasible para
esa desazón acumulada, para esa desolación desamparada”
(1979, 27).
Los lugares de Londres que Oliver tiene que recorrer con el
judío Sikes y su grupo de ladrones, tienen las mismas caracte-
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rísticas de las calles de Bogotá que recorre Tránsito. Dice Dickens
“continuaron la marcha por callejones sucios y desiertos, encontrando pocas gentes a su paso” (1985, 94).
Un lodo espeso cubría las calles [...] una niebla densa envolvía las calles; la lluvia caía lentamente, y todo se sentía frío viscoso al tacto [114]. La densa niebla, que a cada momento hacíase
más espesa, envolviendo casa y calles en las tinieblas y haciendo
más extraño aún para Oliver aquellos desconocidos lugares con lo
que su incertidumbre tornábase más triste y depresiva [120].
Oliver se mueve en la noche londinense buscando el momento para escapar de Sikes mientras que Osorio nos muestra la Bogotá diurna cuando relata cómo Tránsito avanzaba por lugares
totalmente desconocidos para ella: “ascendía por las calles que
van al cerro, llenas de tugurios de adobe o descendía por las calles
del centro llenas de chicherías, para ella lo único importante era
encontrar la calle que la llevara a la estación del tren”.
Al narrador no le basta con mostrarnos la sordidez e inclemencia de las calles a través de la mirada de Tránsito que las ve
como un laberinto sin salida sino que ratifica la situación de
desamparo en que viven los seres como ella que acaban acorralados en los declives del cerro de Monserrate.
En ese ambiente de campesinos que llegan a vender sus productos, de pequeños negociantes de comestibles, de pregoneros de pomadas, de rufianes, de cargueros, de vagos, de prostitutas, etc., surge la “actividad popular”. Ellos constituyen, como
dice Osorio “todos los residuos que la indignada sociedad rechaza de su seno y que convergen en aquel sector confuso, con
fuerza centrípeta” (106).
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Todo el capítulo VI está dedicado a la descripción del sector tomando como punto central la plaza de mercado. Muy cerca de todo este núcleo que rodea la plaza, están los barrios suburbanos llenos de gentes miserables y de prostitutas, y es en
estos barrios donde vive la naciente clase obrera humillada y
atemorizada por la miseria. Entre este grupo social y el de los
maleantes que deambulan alrededor del mercado hay una fusión total, una “relativa identificación moral”, que por sus características constituyen una masa lista para el desorden y para
la sedición vindicativos. Son ellos quienes, en respuesta a la
frustración y al odio acumulados, desatan la violencia como
respuesta a la muerte de Gaitán, respaldados espontáneamente por los inmigrantes de las áreas rurales para quienes la ciudad era todavía algo que no les pertenecía.
Osorio compara esa masa o “chusma” con la que participó
en la toma de la Bastilla cuando se iniciaba la Revolución Francesa y afirma que esa “chusma” que asaltó cárceles y degolló
prisioneros, decidió la Revolución Francesa. Y después de hacer un recuento histórico del papel que la chusma ha jugado
en la historia de Colombia concluye:
Esa mezcla turbia de residuos sociales de detritos, de prófugos de la justicia, de obreros sin trabajo de miserables, de perseguidos, de hampones, es la autora material de los grandes hechos del progreso humano, por cuanto ha sido la fuerza que los
ha llevado a cabo y sobre su anonimato descansa la epopeya
[109].
Pero según José Luis Romero, la masa que llenó la ciudad
cuando el asesinato de Gaitán no se componía exclusivamente
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de “hombres de masa” sino también de empleados, choferes,
etcétera (327).
Aunque Osorio no se refiere a esos otros que conforman la
masa, si describió el conjunto de algunos grupos menores que
se sumaron a ella y que ayudaron a que se asumieran actitudes
radicales:
De todos los extremos llegaban gentes presurosas por la
angustia [...] Las moléculas anónimas que componen el pueblo
eran arrebatadas por una vorágine y provenían de todas partes.
Era el hombre de la clase media, condenado a vivir en la más
indescifrable angustia [...] era el obrero ingenioso y locuaz que
busca estériles compensaciones a su miseria [...] era el sombrío
trabajador [1979, 114].
Las circunstancias que dan lugar al levantamiento son presentadas teóricamente a través de las intromisiones autoriales
y a través de la retórica de los personajes, y no a través de una
visión amplia, que abarque otras causas y que sean encarnadas
por los personajes.
Como dice Eduardo Caballero Calderón, Osorio no nos da
sino un aspecto del fenómeno del 9 de abril “el dolor de un
pueblo por la muerte de un caudillo y la venganza ciega a que
se entregó” (1979, página pretitular). Las causas políticas no
aparecen en la novela porque Osorio, condicionado por su idealización del pueblo no quiere mostrar sino la idealización de
éste. Esta visión idealista se ve no solamente en el desarrollo
mismo de la novela sino también en la dedicatoria que aparece
al comienzo de ésta y que termina diciendo: “En el fondo de
su corazón se agita una fuerza prodigiosa de odio vindicativo
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cuya explosión hará al fin encender antorchas de justicia y de
reivindicación capaces de iluminar el mundo” (ibid).
Dickens en Historia de dos ciudades, novela en la cual establece vínculos entre Londres y París en el marco de la Revolución Francesa de 1789, a través de la historia de una familia,
tampoco profundiza en los aspectos objetivos de este hecho
histórico: solamente muestra la actitud fanática del pueblo y
centra la atención en la época más dramática y menos objetiva, la del Terror. No analiza a través de los hechos el sentido
histórico de este momento, sino las repercusiones morales y psicológicas en unos personajes determinados. La descripción de
la toma de la Bastilla no es objetiva, es emocional, visual: es el
espectador que pinta un espectáculo, y no el que relata un hecho histórico.
Igualmente, Osorio asume junto con sus personajes una
posición pasional, sentimental, no objetiva. Pero eso, el último paso es la presentación idealizada de Jorge E. Gaitán:
Su figura personal se alzaba como una amenaza contra la
ignominia, contra el privilegio, contra la mentira, contra el fraude entronizados, contra la corrupción política y administrativa,
contra la caducidad de los partidos [1979, 183].
Gaitán significa para el pueblo, resentido y lleno de odio,
la posibilidad de un espacio político donde sus intereses sean
tenidos en cuenta.
La posición personal de Osorio ante los hechos históricos
impide que veamos otra cara de la realidad e impide que los
personajes asuman la ciudad previa al 9 de abril y durante este
día con todas sus implicaciones. Recordemos que antes del ase-
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sinato del caudillo ya Osorio se había desilusionado de sus objetivos políticos. En esta novela el escritor dramatiza la esperanza
de un pueblo en Gaitán con el fin de que se entienda que fue
superior a su líder. Esta posición unilateral afecta la estructura,
la concepción de personajes e inclusive el mismo lenguaje.
Afecta la estructura porque la evolución dramática está demasiado interrumpida por las descripciones, las reflexiones o
diálogos retóricos de los personajes y, sobre todo, por las
intromisiones autoriales a través de las cuales Osorio da un verdadero alegato sociológico a espaldas de sus personajes. Los afecta
a estos porque son utilizados como medios para denunciar la
explotación ante la cual sus vidas se convierten en una cadena
interminable de fracasos que no puede engendrar sino odio.
Afecta el lenguaje, porque en su afán de hacer más auténticos a
sus personajes, usa un dialectismo exagerado que no se justifica
en un momento en el cual ya muchos novelistas lo habían superado y habían encontrado una expresión autónoma.
La ciudad es descrita pero no creada; los personajes no viven la ciudad. Osorio recrea a través de ellos su propia visión
de Bogotá, su propia soledad, desempleo y miseria. Carece de
la objetividad necesaria que permita la autonomía del mundo
narrativo de tal manera que sus personajes no sean simples medios para describir cómo se vivía en Bogotá a mediados de siglo: la inmigración de los campesinos o de los habitantes de
las poblaciones cercanas que buscaban en la ciudad mejores ingresos y cómo acababan convertidos en prostitutas o en maleantes acosados por el hambre como El Alacrán, Manueseda
o Tránsito; partícipes sin saberlo de una violencia política y social que acaba por destruirlos.
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Bogotá bajo la mirada de José Antonio Osorio Lizarazo
Obras de referencia
Dickens, Charles. Oliver Twist. Bogotá: Oveja Negra, 1985.
———. Historia de dos ciudades. Barcelona: Sopena, 1980.
Luque de Peña, Myriam. “La novela de José Antonio Osorio
Lizarazo”, Gran enciclopedia de Colombia. Bogotá: Círculo de
Lectores, 1992, IV, 237-240.
Osorio Lizarazo, José Antonio. Garabato. Santiago de Chile:
Ercilla, 1939.
———. “La esencia social de la novela”. Novelas y crónicas. Bogotá: Colcultura, 1978, 422.
———. “Hombres sin presente”. Novelas y crónicas. Bogotá:
Colcultura, 1978.
———. “La casa de vecindad” en Novelas y crónicas. Bogotá:
Colcultura, 1978.
———. El día del odio. Bogotá: Carlos Valencia, 1979.
Pineda Botero, Álvaro. “Novela urbana en Colombia”. Colombia: literatura y cultura del siglo XX. Edición de Isabel Rodríguez Vergara. Washington: Organización de Estados Americanos, 123-140.
Romero, José Luis. Latinoamérica: las ciudades y las ideas. México: Siglo XXI, 1984.
Téllez, Hernando. Textos no recogidos en libro. Bogotá: Instituto
Colombiano de Cultura, 1979.
Williams, Raymond. Novela y poder en Colombia. Bogotá: Tercer
Mundo, 1995.
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Ciudad y nación en las novelas del Bogotazo1
MARÍA MERCEDES ANDRADE
Stonny Brook University
La verdadera imagen del pasado pasa súbitamente. Sólo en la imagen,
que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad se deja fijar el pasado.
WALTER BENJAMIN, “Tesis de filosofía de la historia”
INTRODUCCIÓN
El grupo de novelas que conforma la serie conocida como la
“novela de la Violencia”2, la cual incluye por lo menos setenta
y cuatro obras escritas durante el período comprendido entre
1946 y 1965, se inicia con una novela urbana que narra los
sucesos ocurridos en Bogotá el nueve de abril de 1948 y no,
como tal vez podría esperarse, con una novela sobre la violencia política en el campo. Este es un hecho significativo que se
1
Este trabajo es una versión abreviada de la tesis de maestría “La ciudad fragmentada: una lectura de las novelas del Bogotazo”. Stony Brook, N.Y., 1998.
2
El término “novela de la Violencia”, como señala Marino Troncoso en “De la
novela en la Violencia a la novela de la Violencia: 1959-1960 (Hacia un proyecto de
investigación)”, fue acuñado por el crítico Hernando Téllez en sus artículos de la
década del cincuenta para las Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo de Bogotá. Para una lista completa de estas obras, véase Lucila Inés Mena, “Bibliografía
anotada sobre el ciclo de la novela de la Violencia en la literatura colombiana”.
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debería tener presente hoy, cuando el tema de la ciudad ocupa
un lugar central en los estudios culturales y literarios, pues cualquier investigación sobre literatura urbana en Colombia, así
como cualquier intento por recuperar la memoria de la ciudad
a través de su literatura, debe tener en cuenta este nexo fundamental entre literatura, violencia y ciudad. Sin embargo, a pesar
de la enorme bibliografía sociológica, histórica y política del
fenómeno de la Violencia en Colombia, es relativamente poco
lo que se ha escrito sobre las obras narrativas que se ocupan de
este período. Como sugiere Lucila Inés Mena, el silencio se debe
en parte a que la novela de la Violencia, salvo aquellas pocas
ilustres y conocidas excepciones, ha sido considerada como
“pseudoliteratura”, que debido a su carencia de “distancia” se
aproxima más al testimonio o al documento sociológico (96).
Esta idea tradicionalista que busca establecer una separación
radical entre aquello que es “literatura” (entendiendo por ello
“buena” literatura, o literatura “culta”), y aquello que no lo es,
ha llevado a que un gran número de obras llamadas “menores”
hayan sido marginadas de las discusiones e investigaciones literarias, e incluso, a que hayan sido olvidadas prácticamente
por completo. En lo que respecta a un grupo específico dentro
del subgénero de la novela de la Violencia, es decir, las novelas
relacionadas con el Bogotazo, la falta de interés ha sido quizá
aun más evidente. Precisamente ahora, cincuenta años después
del Nueve de Abril, cuando con motivo del aniversario del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán ha resurgido el interés por discutir el significado y las implicaciones de aquellos sucesos que
alteraron para siempre el rostro de la ciudad de Bogotá y de
todo el país, es aún más obvia la ausencia de investigación sobre las novelas que los narran. Aparte de catálogos y clasifica-
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ciones, o de, en el mejor de los casos, breves descripciones temáticas, no existen hasta la fecha textos críticos sobre aquellas
novelas escritas en los años siguientes al Bogotazo.
Con el propósito de rescatar para la memoria el grupo de
novelas del Bogotazo, y con la consciencia de que desconocer
estos textos significa desconocer la escritura de nuestro pasado, me referiré a continuación a seis novelas escritas por autores colombianos durante los años siguientes al asesinato de Jorge
Eliécer Gaitán. El 9 de abril, de Pedro Gómez Corena, publicada en Bogotá en 1951; El día del odio, de José Antonio Osorio
Lizarazo, publicada en Buenos Aires en 1952; la novela de Ignacio Gómez Dávila, Viernes 9, que se publicó en México en
1953; la novela Los elegidos; El manuscrito de B. K., de Alfonso
López Michelsen, publicada en México en 1953; El Monstruo
de Carlos H. Pareja, publicada en Buenos Aires en 1955 y La
calle 10, de Manuel Zapata Olivella, publicada en Bogotá en
1969. Antes que entrar aquí en un debate acerca de la calidad
literaria de estas novelas, propongo indagar acerca de la imagen de la ciudad y de los grupos que la habitan que aparece en
estos textos, a la vez que discutir la idea de la nación en crisis
que aparece en ellas. Propongo, pues, un recorrido por esa ciudad escrita, a sabiendas de que éste es tan sólo uno de los caminos abiertos para quien desee explorar el mapa que tejen estas
novelas.
La voz y el cuerpo como fronteras
Según Peter Sloterdijk en su libro En el mismo barco; ensayo sobre
la hiperpolítica, la creación de una comunidad nacional parte de
una apropiación de la imagen primordial de la maternidad:
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[...] la política comienza con el traslado del nacimiento, la
vivificación, desde la madre física hasta la metafórica; el propio
Estado es, por decirlo así, el seno más grande: él teje la imaginaria y psicoacústica envoltura que se extiende sobre toda la polis,
como el espíritu común de la ciudad (46).
A través de este desplazamiento de la imagen de la maternidad, el Estado adopta el papel de madre metafórica con quienes pertenecen a ese “útero social” (47), y asume la responsabilidad de crear vínculos entre los miembros de la sociedad, con
el fin de alcanzar un “bien común”. De esta manera, las desigualdades entre los miembros de la sociedad se justifican dentro de la narrativa de la Nación en términos de una promesa
de felicidad futura para todos. Una vez que ciertos grupos sociales dejen de reconocer como posible la promesa del discurso
nacional, éste entrará en un momento de crisis de credibilidad
en el cual sus miembros no serán capaces de reunirse para constituir aquello que Benedict Anderson ha llamado la “comunidad política imaginada” (9).
Las novelas escritas en torno al Bogotazo muestran desde
diferentes ángulos cómo se vive esta fragmentación del cuerpo
social en la Bogotá del nueve de abril de 1948 y los años anteriores. Es evidente que la crisis del proyecto nacional en Colombia no es una característica exclusiva del período al cual se
refiere este ensayo y que, como anota Fabio Zambrano en su
artículo “Identidad nacional, cultura y violencia”, ya desde la
colonia primaron en Colombia los factores disgregadores de la
sociedad, tales como los factores de carácter regional (119) y
racial (126) así como “la ausencia de proyectos culturales nacionalistas por parte de los grupos dominantes” (122), situa-
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ción que determinó la fragmentación del cuerpo social desde
los orígenes del Estado-nación e hizo imposible la construcción
de una “comunidad imaginada”. Dado que durante el período
de las guerras de independencia, para los patriotas criollos y la
élite neogranadina a la cual pertenecían, “el elemento de identidad fundamental era la pertenencia a una etnia y no existía
aún una comunidad simbólica ni comunidad de proyecto entre indios, negros o blancos” (126), era imposible apelar a una
noción previa de grupo para la construcción de un proyecto
nacional, y por tanto las élites criollas buscaron en la política,
en su vertiente conservadora o liberal, una manera de articular las tensiones entre el pueblo y el Estado, un “elemento
agrupador encargado de darle cuerpo y alma a la naciente nación” (127).
El grupo de novelas del Bogotazo, escritas cuando la violencia política en el campo demostraba la incapacidad del proyecto bipartidista para convertirse en el núcleo cohesionador
de ese “útero social”, reflejan la conciencia de la supervivencia
de antiguas tensiones dentro de la comunidad nacional, tensiones que habrían permanecido sin resolver y que resurgirían
de manera notoria ante el fracaso del proyecto político. En las
novelas del Bogotazo, la narración de la heterogeneidad social
no está siempre adscrita al proyecto nacionalista de unificación
y logro de un consenso, sino que por el contrario pretende denunciar la desarticulación de la matriz social y mostrar la imposibilidad de avanzar hacia un proyecto unificador. En términos generales se puede afirmar que en las novelas del
Bogotazo la representación de la fragmentación de la sociedad
colombiana se articula a partir de dos conceptos fundamentales: la raza y la lengua, nociones que constituyen los ejes a partir
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de los cuales se trazan las diferencias entre los grupos sociales
que coexisten en la ciudad. Por encima de las diferencias políticas entre liberales y conservadores, las nociones de raza y lengua son los elementos centrales implícitos mediante los cuales
se establece una distinción tajante entre las clases dirigentes
en general y el “pueblo”3.
En la novela Viernes 9, Ignacio Gómez Dávila recrea las ideas
que tienen sobre el “pueblo” aquellos grupos que no se consideran miembros de él. A través de las reflexiones del personaje
principal, Alfredo, un comerciante bogotano, y de su relación
con Gaspar, un viejo empleado de su almacén, Gómez Dávila
presenta las tensiones raciales dentro de la sociedad bogotana.
En una escena de la novela Alfredo recuerda que Gaspar había
sido sirviente de la finca de su padre, y que luego había pasado
a servirlo a él. “El indio”, recuerda Alfredo, “se acomodó a cuanto trabajo le pusieran” (50), a la vez que reconoce sin reservas
3
En Mataron a Gaitán; vida pública y violencia urbana en Colombia, Herbert Braun
explica que ya desde el llamado período de la Convivencia en la década del treinta los hombres públicos designaban como “pueblo” a todas aquellas personas que
no eran actores dentro del ámbito público (58). Sin embargo, es claro que no se
referían a las élites de terratenientes o de comerciantes citadinos, sino a “campesinos y labriegos en el campo, y trabajadores, obreros o proletarios en las ciudades” (58), obviando así las diferencias que existían entre estos grupos en aras de
la que ellos percibían como la diferencia fundamental, es decir, la que existía entre quienes eran miembros de una élite social y quienes no lo eran. Esta noción de
“pueblo” tenía un carácter profundamente ambiguo, y en algunos casos adquiría
connotaciones abiertamente peyorativas. Los políticos, dice Braun, se referían en
ocasiones al “pueblo sano” o a “lo mejor del pueblo” (58), pero también al “populacho”, “el pueblo bajo”, “la gente torpe, la chusma, la gleba, la plebe, las turbas,
los truhanes” (58), y, el más significativo en la sociedad bogotana, “los guaches”
(58). Detrás de todos estos términos se esconde una convicción, por parte de los
grupos que no pertenecen a ese “pueblo”, de una insuperable brecha racial y cultural.
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que él “lo veía como a un ser totalmente inferior” (51). En general, para Alfredo
[e]sta gente era pobre e infeliz porque no podía ser otra cosa;
no era por falta de oportunidades como algunos ilusos reformistas
querían hacer creer. Si Gaspar hubiera sido inteligente [...] ¿quién
podría decir que no estaría hoy de gerente del almacén? [...] Pero
esta gente no era solamente de una raza distinta, sino una especie aparte; pertenecía a un mundo muerto, a una civilización abortada o extinta. Viven como bestias salvajes [51].
El abismo que los separa es, para Alfredo, de carácter genético, y por tanto es definitivo e infranqueable. Para Alfredo, al
igual que para los criollos durante el período anterior a las guerras de independencia, el sentido de identidad proviene no del
hacer parte de una comunidad nacional, sino de la pertenencia a
una supuesta comunidad racial superior. Estas diferencias a nivel racial están además estrechamente relacionadas con diferencias lingüísticas, como se ve claramente en el siguiente diálogo
entre Gaspar a Alfredo más adelante en la novela, cuando Gaspar
le recuerda al patrón un préstamo que éste le había prometido.
Fue, patrón, que como oí decir que su merced se va mañana
para el “estranfero”, quise recordarle al patrón, por miedo a que
se le olvidara.
–¿Quién diablos –gritó colérico– te contó esas barbaridades?
[...] ¿a quién le importa que yo lo haga?
–A mí no, patrón –contestó Gaspar con temor en la voz–; si
nos haría mucha falta el patrón, yéndose “po’allá” tan lejos; pero
como dice el patrón, a mí no me importa [119].
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Gómez Dávila acentúa la desigualdad de los personajes valiéndose de las diferencias en el tono que cada uno utiliza, y a
través de la recreación de la manera de hablar del campesino,
la cual resalta su posición subordinada con respecto a la cultura “superior” del jefe. Una ilustración equivalente para el problema de la lengua como frontera que separa a los grupos que
habitan la ciudad puede encontrarse igualmente en El día del
odio, de J. A. Osorio Lizarazo. En esta novela, Tránsito, una joven muchacha campesina, se interna como empleada doméstica en la casa de la señora Alicia, quien se refiere a ella en forma despectiva como “la india” (17). En un determinado
episodio de la novela, la patrona acusa injustamente a Tránsito de haberle robado una cadena de oro a la dueña de la pensión donde vive la familia:
–¿Dónde está la cadenita? –le preguntó bruscamente, con
ánimo de sorprenderla. Desde el suelo, que la muchacha limpiaba con un trapo, alzóse la voz resignada y comedida:
–¿Cuál cadenita, mi señora?
–No se haga la idiota –replicó, colérica, Alicia. La de la señora Enriqueta, que se le perdió esta mañana.
–¿Y a yo por qué me pregunta sumercé? [17].
En el pasaje anterior, la situación espacial de los personajes
–Alicia está de pie mientras que Tránsito está arrodillada– resume la desigualdad social entre las dos mujeres. Por otra parte, al igual que en Viernes 9, las diferencias lingüísticas refuerzan el mismo tema, pues Tránsito habla en un tono servil,
“resignado y comedido” a pesar de ser inocente, mientras que
la voz de la señora Alicia expresa indignación y cólera. Por úl-
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timo, aquí también el autor se vale de la reproducción del habla de la campesina, con sus regionalismos y errores gramaticales, para reforzar la posición de inferioridad de la muchacha
con respecto a la patrona.
Como muestra Ángel Rama en La ciudad letrada, en América Latina existe una larga tradición que relaciona la lengua con
el poder. Ya desde la colonia convivieron dos usos de la lengua,
a saber, uno culto, influenciado por los usos y normas españoles, y uno popular y cotidiano, característico del “pueblo”. La
lengua culta censuró el dinamismo de la popular, “cuya libertad identificó con corrupción, ignorancia y barbarismo. Era la
lengua del común que, en la división casi estamental de la sociedad colonial, correspondía a la llamada plebe” (44). Se trata
pues, de una sociedad diglósica donde el uso de esa lengua
“culta” “acrisolaba una jerarquía social, daba prueba de una
preeminencia y establecía un cerco respecto a un entorno hostil y, sobre todo, inferior” (46). La lengua llegó así a convertirse en un elemento defensivo que permitía demarcar los territorios y el lugar que le correspondía a cada miembro dentro de
una sociedad jerárquica, en un arma para mantener intacta y
defender dicha escisión.
En su ensayo “Gramática y poder en Colombia”, Malcolm
Deas analiza la conjunción entre lengua y poder en la sociedad colombiana, y recuerda que “la gramática, el dominio de
las leyes y de los misterios de la lengua era un componente muy
importante de la hegemonía conservadora que duró desde 1885
hasta 1930, y cuyos efectos persistieron hasta tiempos mucho
más recientes” (28). Basta recordar a los llamados “presidentes gramáticos”, cuyo prestigio residía en su erudición y conocimiento de la lengua mucho más que en el poderío económi-
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co (33), para comprender hasta qué punto la “pureza del idioma” era una preocupación central en la imaginación de las clases altas en Colombia, y cómo esta preocupación estaba directamente relacionada con la vida política. Deas sugiere que “el
interés [por el idioma] radicaba en que la lengua permitía la
conexión con el pasado español, lo que definía la clase de república que estos humanistas querían” (47).
Aunque la fragmentación del cuerpo social en las novelas del
Bogotazo se da fundamentalmente a partir de los choques entre
dos niveles de una misma lengua, no es ésta la única ruptura que
aparece en dichos textos a nivel lingüístico. La fragmentación de
la sociedad se presenta en forma aún más aguda cuando se trata
del antagonismo entre dos lenguas distintas, una situación que
retrata Alfonso López Michelsen en Los elegidos. En esta novela,
una lengua extranjera, el inglés, marca la barrera entre las clases
dirigentes y el “pueblo”. Para López Michelsen la élite bogotana, que en la novela habita el lujoso barrio de “La Cabrera”, se
aisla del resto del país por sus costumbres anglófilas y su desprecio hacia la lengua española. López Michelsen compara la élite
bogotana con “la aristocracia rusa que, en su rebuscado
afrancesamiento, había desdeñado por siglos el idioma y las costumbres nacionales” (37), e interpreta esta actitud por parte de
la élite bogotana como un mecanismo para aislarse del resto de
la sociedad y “desvincularse del resto de sus connacionales” (35).
A esta actitud López Michelsen opone la de la clase media,
representada en la novela por las figuras femeninas de Olga y
de Inés, una manicurista y una secretaria, mujeres “espontáneas
y alegres, que no aspiraban como las de “La Cabrera”, a demostrarme desde el día que me eran presentadas su desprecio por el
castellano” (81). Para López Michelsen la lengua española es la
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“auténtica” lengua de la nación, y como tal debería operar como
el elemento aglutinador de identidades nacionales. Sin embargo, a pesar de su defensa de la clase media y su crítica de las costumbres extranjerizantes de la alta sociedad bogotana, la apelación de López Michelsen para que el español se convierta en el
elemento cohesionador de una sociedad fragmentaria resulta
problemático. Su identificación no cuestionada de lo hispánico
como elemento esencial de la cultura nacional, característica de
un modelo de corte colonial, necesariamente hace problemático
su rechazo de modelos y usos extranjeros. Al privilegiar la herencia castellana como el elemento “auténtico” de la nación, López
Michelsen adopta paradójicamente una posición excluyente que
no difiere demasiado de la que Ángel Rama describe, y se acerca
a actitudes como las que resaltara Malcolm Deas en los políticos
de la hegemonía conservadora, para quienes la defensa de la “pureza” del idioma era una preocupación central. Más aun, aunque López Michelsen busca hacer una reivindicación de la inteligencia del “pueblo”, recae en la utilización de términos que
resultan sospechosamente similares a las expresiones paternalistas
de los políticos de la época, al hablar de la “gracia casi infantil”
(83) de Olga, de su “candor” (83), y al afirmar que ella “tenía
una [...] inteligencia alerta, y sabía desenredarse naturalmente
en la maraña de su absoluta ignorancia” (83). Si bien se trata de
una actitud más optimista con respecto a las capacidades del “pueblo”, en el fondo la convicción sobre su ignorancia, y por ende
su inferioridad, permanece intacta.
Por otra parte, la introducción con la cual se inicia la novela indica que el texto que sigue, Los elegidos, es el diario de B.K.,
un inmigrante alemán que llega a Colombia huyendo de la Alemania nazi, y que escribe en francés sus experiencias entre la
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alta burguesía colombiana. Aparte de que este marco ubica a
la novela dentro de toda una tradición de la novela moderna
de los textos apócrifos y las falsas traducciones, habría que preguntar por qué razón López Michelsen privilegia la mirada del
extranjero, y la escritura en francés, para criticar las costumbres extranjerizantes de la alta sociedad. Por supuesto, se trata
de una estrategia narrativa que le permite al autor obtener una
cierta distancia para hablar de su propia sociedad, pero cabe
preguntar si la novela no se convierte un gran gesto irónico,
una paradoja sin solución posible.
Una geografía urbana inestable
La fragmentación del universo social que he esbozado arriba,
tiene como resultado una geografía urbana específica que se
convierte en el escenario de las numerosas tensiones no resueltas entre sus habitantes. Las fronteras erigidas en el interior de
la sociedad se convierten en estas novelas en fronteras reales e
infranqueables entre los espacios de la geografía de la ciudad.
Esta división de la ciudad surge en las novelas del Bogotazo
fundamentalmente a partir de las tensiones entre espacio público y espacio privado, puntos focales para la narración de la
ciudad. Como explica Herbert Braun en Mataron a Gaitán, según la noción jerárquica de la nación prevaleciente hasta los
años veinte, el papel de las clases dirigentes en la esfera política consistía en “guiar al pueblo, cuyas mezquinas vidas individuales amenazaban continuamente el orden social y la civilización” (44). Esta visión paternalista y vertical del universo
social, que implicaba una clara separación entre los grupos cultos que detentaban el poder, y “el pueblo bajo” (58), hacía ne-
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cesario para los políticos “acentuar estas divisiones, con el propósito de diferenciarse de sus seguidores” (47). Para mantener
dichas jerarquías, la política tradicional establecía una separación clara entre el espacio de la plaza pública, donde se definía
el destino de la nación, y el espacio privado que le permitía a
los políticos diferenciarse del “pueblo” que gobernaban. Las rápidas transformaciones económicas y sociales ocurridas en los
años veinte y treinta, tales como el crecimiento de la industria
durante el gobierno de Enrique Olaya Herrera y el primer gobierno de Alfonso López Pumarejo, empezaron a poner en duda
la eficacia de los modelos de nación que imperaban desde el
Siglo XIX, y comenzaron a notarse cada vez más los conflictos
de intereses entre los diferentes grupos de la sociedad colombiana. Los cambios económicos exigían un replanteamiento de
las relaciones entre el “pueblo” y sus gobernantes, así como una
reformulación de la diferenciación entre el espacio público y el
privado. Para Braun, “a medida que crecía la economía, se hacía más borrosa la división entre el interés privado y el público. Era difícil determinar si una política beneficiaba a un grupo o a la sociedad toda” (73).
Las reflexiones acerca de los conflictos relativos a la delimitación del espacio público y el espacio privado ocupan un
lugar preponderante en las novelas del Bogotazo. Es significativo que la imagen preponderante de la ciudad en las novelas
del Nueve de Abril no sea la de un lugar público al cual puede
tener acceso cualquiera de sus ciudadanos, sino que, por el
contrario, predomine la imagen de una ciudad amurallada desde
su propio interior, donde las demarcaciones y límites están claramente trazados. Por encima de la noción de la ciudad como
“plaza pública”, las novelas del Bogotazo hablan de espacios
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cerrados, que sirven como refugio, o como cárcel, para los personajes que los habitan, en una forma que resalta el antagonismo entre los diferentes sectores de la ciudadanía.
La novela El 9 de abril de Pedro Gómez Corena, se desarrolla casi exclusivamente en un ambiente de salones de club y
reuniones de la alta sociedad bogotana. El interior burgués es
el espacio privilegiado donde transcurre la acción, y a partir
del cual se explican los hechos públicos de la revuelta del Nueve de Abril. Los diplomáticos y políticos definen el destino de
la nación en los salones de fiesta de la alta sociedad, donde siempre priman la “elegancia” y el “buen gusto” (8). Gómez Corena
ubica a sus personajes en un ambiente lujoso e internacional,
de “mansiones residenciales, repletas en sus antejardines de las
más bellas flores, con las ventanas rasgadas cubiertas por finos
cortinajes, que denunciaban la clase social elevada y de refinado gusto que habitaba tan bellas quintas” (115). De manera
similar, en El monstruo, el futuro del país se dicta desde el club,
donde la aristocracia toma “whisky and soda”(38), y conspira, en complicidad con la embajada estadounidense, para asesinar a Jorge Eliécer Gaitán. La vida en la calle está determinada por los hechos misteriosos que ocurren en el club, en las
altas esferas del gobierno, y que la mayoría del país desconoce
por completo.
En contraste, son pocas las referencias que aparecen en El
9 de abril con respecto al mundo exterior, al espacio público de
la ciudad de Bogotá, y a las personas que no pertenecen al círculo de embajadores, ministros y diplomáticos, antes del momento en el que estalla la rebelión popular. Además de algunas descripciones paisajísticas que exaltan la belleza de la ciudad
y la presentan como un pintoresco telón de fondo que concuer-
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da con el mundo refinado en el que habitan los protagonistas,
la única referencia al espacio público y al “pueblo” antes del
Bogotazo está relacionada con la dicotomía entre espacio público y espacio privado. Dicha referencia ocurre a la entrada
de la embajada checoslovaca, donde se reunen los delegados a
la Novena Conferencia Panamericana para una fiesta de disfraces típicos de cada país. Gómez Corena describe a la multitud que se ha congregado a la entrada de la embajada con el
único propósito de ver a los invitados, sugiriendo que las actividades de la élite ocupan la atención de la sociedad entera,
una descripción que contrasta con los testimonios históricos
según los cuales la población bogotana permaneció indiferente frente a la Conferencia Panamericana que se reunía en Bogotá el día que fue asesinado Gaitán. Pero lo que le interesa al
narrador es sobretodo cómo gente “de todas las categorías sociales” (38) se mezcla para observar a los invitados:
La curiosidad ha sido el pecado original de la humanidad, y
en nuestra ciudad, con muchos visos de pueblo grande y mucha
tara de herencia chibcha, todo nos deslumbra. Resulta inexplicable que las gentes de mediano criterio se sumen a la chusma
para apretujarse, a la entrada de una casa donde se celebre una
fiesta [38].
Para Gómez Corena, el lugar propio de la alta burguesía es
el interior del salón, y sus miembros cruzan el espacio público
de la calle sólo de manera fugaz, sus vestidos cubiertos por abrigos, como dirá Gómez Corena más adelante. Las miradas de la
multitud constituyen una irrupción en su privacidad, que ellos
recuperarán adentro, lejos de las miradas de los curiosos. El
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“pueblo” debe permanecer afuera, donde se agolpa al margen
de la acción, e intenta inútilmente ver aquello que es puramente
privado, es decir, las ropas de los invitados, el interior de la mansión. Por otra parte, se encuentra aquí otra referencia explícita
con respecto a la raza y al elemento indígena y mestizo en la
sociedad bogotana, estrechamente relacionada con una visión
jerárquica e inmóvil de la sociedad. El componente indígena,
la “herencia chibcha”, es para Gómez Corena una “tara” de la
cual es preciso deshacerse. Más adelante, sin embargo, el narrador elogiará los trajes típicos de los diplomáticos colombianos, y describirá la belleza de los emblemas nacionales que
decoran las paredes del salón, entre ellos un mural de la india
Bochica. El carácter de disfraz que el traje típico tiene para los
invitados evidencia una visión idealizada de lo nacional, que a
la vez resalta la impostura del juego carnavalesco mediante el
cual los invitados asumen el papel de aquello que no son, el
papel del “pueblo” al cual no pertenecen. Lo nacional asume
dentro del salón el carácter de una puesta en escena, y sólo
dentro de este esquema es posible tolerar lo popular, pues el
verdadero espacio público se caracteriza para Gómez Corena
por la molesta invasión de grupos con respecto a los cuales es
preciso aislarse y sentar una clara demarcación espacial.
Según Alfonso López Michelsen, el salón burgués es también un reducto de la privacidad de las clases dirigientes ante
la amenaza del resto de los miembros de la sociedad. Sin embargo, a diferencia de Gómez Corena, la reflexión de López
Michelsen cuestiona y ridiculiza la visión problemática de la
alta burguesía sobre su identidad de grupo, y su separación con
respecto a otros sectores sociales, ya que López Michelsen no
busca justificar dicha separación, sino denunciarla. López
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Michelsen enfatiza el aislamiento de la alta sociedad bogotana
desde la introducción de la novela, donde el abogado Pérez,
amigo de B.K., cuenta que el título original del manuscrito era
“Du coté de la Cabrera”, un pequeño chiste proustiano “que
corresponde a un giro usado frecuentemente por B. K. para referirse a sus amigos de nuestra alta clase social cuyas residencias están localizadas principalmente en el barrio de ‘La Cabrera’” (13). Con la frase “por el camino de la Cabrera”, Los
elegidos le asigna de manera semejante a El 9 de abril un lugar
específico a los personajes de la novela. B. K. también se refiere de manera extensa al interior del salón y a la división de la
ciudad entre interior y exterior, pero comenta con ironía los
grabados ingleses “con escenas de cacería de zorro a caballo” (36),
“las cortinas escocesas” (36) o “el mobiliario Chippendale” (36),
y todos los demás elementos que definen el buen gusto de la
burguesía, los cuales considera un simulacro que le permite a
la alta sociedad fingir que es inglesa. López Michelsen va un
paso más allá que Gómez Corena al señalar la existencia de una
división dentro de la geografía de la ciudad, pues pertenecer al
“mundo de ‘La Cabrera’” (90) significa ser parte de un ambiente
que está geográfica y culturalmente separado del resto de la sociedad bogotana, cuyos espacios son las calles, los cafés del
centro, las peluquerías, los cines y otros lugares públicos.
La separación nítida entre el espacio privado del interior
burgués y el espacio público de la calle, habitado por el pueblo, adquiere un matiz muy diferente en El día del odio y La calle
10. Si el salón privado es esa fortaleza que defiende al individuo de la agresión de los intrusos, tanto Osorio Lizarazo como
Zapata Olivella subrayan para quién tiene este carácter y qué
representa en cambio para aquellos que no hacen parte de la
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alta sociedad. En El día del odio, Osorio Lizarazo muestra que a
la joven empleada doméstica no le corresponde ningún lugar
estable dentro del hogar burgués, pues duerme en una estera,
relegada al lado del fogón de la cocina, y debe soportar constantemente la violación de su intimidad por parte de sus patrones. La dueña de casa se reserva incluso con derecho a hurgar entre sus pertenencias cuando cree que la empleada la ha
robado, y echarla a la calle sin darle oportunidad de explicar el
malentendido. Por otra parte, los demás espacios interiores que
aparecen en la novela están igualmente marcados por la presencia de la violencia y el abuso. A partir de su expulsión de la
casa, la vida de Tránsito transcurre entre cuartos alquilados,
patios de cárceles, prostíbulos y expendios de chicha, donde se
la viola, golpea e insulta repetidamente. Los espacios interiores, lejos de representar un refugio, son simplemente aquellos
lugares donde estos abusos se pueden cometer sin testigos.
Osorio Lizarazo enfatiza la manera cómo para los miembros
de las esferas más bajas de la sociedad, entre ellos los inmigrantes
campesinos que no han logrado encontrar un lugar estable dentro de la vida citadina, la calle tampoco es un lugar que puedan ocupar libremente, pues allí también se ven constantemente acosados y perseguidos. El día del odio subvierte la creencia
de que hay en la ciudad un espacio de libre acceso a todos los
miembros de la sociedad, y resalta en cambio la apropiación
del espacio público por parte de los grupos que tienen acceso
al poder.
Uno de los muchos habitantes de La calle 10 es “La Pecosa”, una joven que se gana la vida prostituyéndose en el centro
de la ciudad. El único contacto que “La Pecosa” tiene a lo largo de la novela con un mundo diferente al suyo, ocurre cuan-
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do un “señorito”, estudiante de universidad, llega en su automóvil, la contrata y se la lleva lejos en su auto, para no ver “el
cuadro de los pordioseros” (56), hasta su casa en un barrio
lejano. “La Pecosa” no sabe dónde está, y al entrar en la casa se
siente asustada por “los objetos raros y desconocidos” (60) que
hay en aquella sala, por el lujo, la música y los tragos extraños
que el muchacho le ofrece. La muchacha siente rabia hacia el
“señorito” y el ambiente que habita, y él, a su vez, siente asco
al verla en su propia casa. Por esta razón, ambos están ansiosos por concluir el negocio lo más pronto posible, y regresar
cada uno a su lugar.
Aunque de distintas maneras y con propósitos diversos, las
novelas del Bogotazo coinciden en resaltar las barreras erigidas al interior de la ciudad. La ciudad antes del Nueve de Abril
aparece como un espacio convulsionado e inestable, donde las
múltiples fronteras se encargan de retener a los individuos en
el lugar que les corresponde según su procedencia social, o de
prohibirles el acceso a cualquier espacio urbano, como ocurre
con los desplazados del campo en El día del odio.
La muerte de Gaitán y el Bogotazo
La representación de la figura de Jorge Eliécer Gaitán en las
novelas del Bogotazo requiere un análisis mucho más minucioso del que sería posible llevar a cabo en estas páginas. Por
esta razón, me limitaré a resumir de manera esquemática cómo
se habla de Gaitán en algunas de las novelas, con el fin de discutir el significado de su muerte y de la rebelión del 9 de abril
en los distintos textos que discuten estos sucesos. En algunos
casos, tales como las novelas La calle 10, El día del odio y El
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monstruo, la figura de Gaitán es un emblema que representa
la redefinición del espacio urbano en tanto que su presencia
y comportamiento en la vida pública constituyen un reto para
la separación tradicional entre los espacios de la ciudad y quienes tienen acceso a ellos. Las tres novelas coinciden en ver a
Gaitán como el legítimo “representante” del pueblo, vocero y
rostro de todo un grupo que se hace presente en él: como dice
César en El monstruo, parafraseando la expresión del mismo
Gaitán, “este hombre no era un hombre; era un pueblo” (28).
La procedencia social de Gaitán legitima en las novelas dicha
identificación, pues, como explica Olmos, un personaje de El
día del odio, Gaitán también “provenía de las clases laboriosas
que han sido siempre hostilizadas y despreciadas por las clases enriquecidas” (166). Es claro que los dos elementos que
definen la distancia entre el pueblo y los gobernantes, es decir, la lengua y la raza, son fundamentales para establecer la
conexión entre Gaitán y las clases populares en las novelas.
Así, en La Calle 10, la figura de Gaitán aparece encarnada en
el personaje de Mamatoco, el boxeador negro cuyo asesinato
constituyó un escándalo durante la presidencia de Alfonso
López Pumarejo. A pesar de las diferencias entre los dos personajes históricos, Zapata Olivella los funde en uno sólo, tomando en forma literal el sobrenombre con el cual se conocía
a Gaitán, “El Negro”. Esta “confusión” deliberada apunta a
una conciencia del carácter racial de la división entre las clases sociales en el país, que estaría de acuerdo con la tesis
gaitanista relativa a la identidad de grupo del pueblo, indio,
mestizo o negro, por oposición a la “oligarquía”, predominantemente blanca. Para Zapata Olivella, Gaitán/Mamatoco es,
además “la voz del pueblo” (37), frase que denota simultá-
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neamente al personaje y a su periódico popular, haciendo alusión a Jornada, el periódico de Gaitán.
Sin embargo, no todas las novelas coinciden en esta visión
de Gaitán. Para López Michelsen, aunque Gaitán habla, “silbando las eses como hablan los lustrabotas” (157), según dice
uno de sus personajes, no pertenece ni puede pertenecer al pueblo, pues se ha separado de él tanto por sus estudios como por
sus intentos deliberados por fundirse con la aristocracia bogotana. Para B. K., Gaitán manipula los sentimientos del pueblo
a través de un lenguaje emotivo, mientras que en realidad su
meta es ocupar un lugar estable en la alta sociedad. En El 9 de
abril, por otra parte, Gaitán es claramente un miembro de la
alta burguesía del país, de manera que ni siquiera existe la
posibilidad de entablar el debate con respecto a su relación con
el pueblo. Si bien para Gómez Corena Gaitán había asumido
las causas de los pobres, Gaitán es un perfecto caballero bogotano, que “había, con sus estudios y su constancia bravos, conseguido llegar a la más alta cumbre de la notoriedad y de la
fama” (79), superando así su origen humilde.
Estas divergencias en cuanto a lo que representa la figura
de Gaitán resultan en distintas interpretaciones del significado de los hechos del 9 de abril. La novela de Gómez Dávila,
Viernes 9, narra la historia del descubrimiento de la naturaleza
de las relaciones sociales en la Bogotá de 1948. Si bien la primera parte de la novela se centra en una historia de intrigas y
de amores que sigue las convenciones de la novela rosa y de la
novela policíaca, como señala Lisímaco Parra en su ensayo “La
crisis de la élite”, la novela muestra que “las formas acostumbradas de cohesión, ejemplificadas en las relaciones amorosas,
resultaban caducas” [énfasis mío] (138). En medio del horror
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del Bogotazo, cuando la rebelión ha frustrado los planes de fuga
de Alfredo y su amante, Alfredo comprende finalmente que su
vida anterior, es decir, la novela misma, es “una ficción” (80)
absurda, un “melodrama barato” (25). Alfredo se ve obligado a
confrontar la realidad social, y descubre que la injusticia de la
cual ha sido partícipe ha culminado en aquella furia destructora
que ahora debe presenciar. Gómez Dávila muestra aquel instante
en el cual el individuo es capaz de imaginar a aquella comunidad
a la cual desde entonces pertenece, lo cual para el personaje de
la novela es un fundirse con el “Todo” social. Dotado de una
nueva clarividencia, Alfredo piensa que el Bogotazo tendrá un
efecto transformador para la sociedad, y podría convertirse en
el primer paso para la consolidación de la nación, pues “[e]ste
despliegue de salvajismo, si lograba tornarse conquistador, podría crear más tarde un nuevo Estado: este sí popular” (202).
Sin embargo, la propuesta de Gómez Dávila es menos optimista de lo que puede parecer a primera vista. Es preciso recordar que Viernes 9 fue publicada en 1953, cuando ya era claro que el “despliegue de salvajismo” no había logrado “tornarse
conquistador”, y cuando la violencia política aumentaba en el
país de manera alarmante. La epifanía de Alfredo es entonces
el momento de súbita comprensión de la fragmentación de las
relaciones sociales en 1948, la comprensión de la relación entre un pasado de injusticias y el presente. Para Gómez Dávila esa
nueva sociedad deseada, así como ese nuevo hombre “iluminado” mueren esa noche, cuando Alfredo, en el último párrafo
de la novela, y consciente de que alguien le sigue por entre los
escombros, muere devorado por la ciudad oscura.
La noche de El día del odio de J. A. Osorio Lizarazo es también una noche devoradora donde muere cualquier posibilidad
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de establecer vínculos entre los miembros de la sociedad. El asesinato de Gaitán, planeado en la novela por las clases dirigentes
del país, para las cuales “era indispensable segar esa cabeza”
(270), es sinónimo del asesinato de todo el pueblo. Al igual que
para Gómez Dávila, se puede afirmar que la rebelión del Nueve
de Abril representa para Osorio Lizarazo un “despertar”, el momento en el cual un pueblo marginado toma consciencia de que
el Estado y el sistema económico tratan de mantenerlo subyugado. Sin embargo, dado que Gaitán, en tanto que representante del pueblo, encarna dentro de la novela la posibilidad de una
sociedad que reconozca las necesidades de las clases proletarias
urbanas, su muerte representa el aborto de dicha propuesta. Para
Osorio Lizarazo, el descubrimiento de la muchedumbre urbana
anónima es que ha perdido el futuro que se hacía posible en
Gaitán, y el propósito de la insurreción era sólamente “no dejar
impune el asesinato del caudillo” (271).
De manera espontánea la masa acusa a los “verdaderos criminales” (271): “la violencia se extendió, incontenible, y encendió la unánime y ciega venganza que estaba agazapada en
los corazones de los oprimidos” (271), evidenciando el odio
incontenible del pueblo hacia los “verdaderos criminales” y todos los símbolos de su poder. El Bogotazo en El día del odio es
desde el principio la expresión de una fuerza anónima constituida por “los oprimidos”, y que se asemeja en su irracionalidad a una “fuerza sísmica” (272). Es una furia sin propósito,
un “cataclismo” (271) que “no podía estar sujeto a medida, ni
a finalidad, ni a método” (272), y cuya única consigna es el
grito ciego de “¡Muera! ¡Muera!” (280).
Sería errado pensar que Osorio Lizarazo vislumbra en la
muchedumbre el surgimiento de una nueva comunidad revo-
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lucionaria que con su venganza logre construir un nuevo cimiento para la sociedad. Por el contrario, se trata de una furia
autodestructiva, que no duda en volverse contra sí misma. Así,
en medio de los saqueos, “los cadáveres se mezclaban con las
mercancías abandonadas y las manchaban de sangre. Los
saqueadores, ebrios e inconscientes, se mataban unos a otros
sin motivo alguno, riñendo con cuchillos o con palos” (278).
Antes que el posible surgimiento de una sociedad democrática, como la que anticipaba Alfredo, para Osorio Lizarazo “[l]os
vínculos de solidaridad y de conjunto en la acción demoledora
se anularon totalmente y nadie se preocupaba por la finalidad
de sus ímpetus” (278). A pesar de que el Nueve de Abril es de
hecho un intento por destruir las barreras que se han impuesto dentro de la ciudad, para Osorio Lizarazo representa también la destrucción de todos los vínculos sociales.
En La calle 10, en cambio, el Nueve de Abril es una revolución frustrada, pero con un propósito que se articula en torno
al cuerpo muerto de Mamatoco. Para Zapata Olivella sí existe
un lazo que une a la comunidad de La calle 10, un vínculo sólido que la misma técnica narrativa de la novela contribuye a
reforzar, ya que en ella se oyen una a una las voces de los distintos habitantes de la calle a medida que los personajes se cruzan unos con otros, mientras que un narrador omnisciente y
anónimo mantiene los hilos de la narración. De esta manera,
como sugiere Benedict Anderson en Imagined Communities, los
personajes, que no necesariamente se conocen unos a otros, aparecen a los ojos del lector como miembros de una misma comunidad que se construye en el acto de lectura, “un mundo
imaginado, que el autor conjura en las mentes de los lectores”
[mi traducción] (26). La comunidad que propone Zapata
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Olivella no es una comunidad nacional, si se tiene en cuenta
que, siguiendo otra vez a Anderson, la comunidad nacional se
apoya en un sentimiento de “camaradería” (7), “sin importar
la inequidad y explotación reales que puedan prevalecer” (7)
de hecho en la nación. La sociedad de La calle 10 está constituida exclusivamente por los miembros marginados por la imaginación nacional, una “comunidad imaginada” a partir de la
exclusión de la nación, y que se crea en la oposición y con el
propósito de aniquilar a aquellos que detentan el poder.
Si bien los métodos de los amotinados no son claros, y en
última instancia no pueden resistir contra la violencia del Estado, hay una clara noción de luchar por la libertad y contra la
opresión. Como muestra la “Capitana”, una verdulera que incita a los revolucionarios con el grito de “¡viva la libertad, carajo!”
(84), existe en los amotinados la anticipación de un futuro más
justo, como el que desea Alfredo, aunque esa nueva sociedad surgiría mediante la eliminación de los poderosos a manos de la revolución popular. Por esta razón, después de que la rebelión ha
sido aplastada por el ejército, el poeta Tamayo, uno de los líderes de la revolución, le dice a uno de sus compañeros que desilusionado intenta romper su fusil: “¡[g]uárdalo, hermano, mañana, muy pronto, lo necesitaremos!” (124).
La interpretación de los sucesos del Bogotazo que hace Pedro Gómez Corena en El 9 de abril está de acuerdo con la imagen de la sociedad que ha aparecido a lo largo de toda su novela, es decir, se apoya en la exclusión de todos aquellos que no
pertenecen a la burguesía como agentes del destino nacional.
Al principio de la novela el autor declara que todos los hechos
que aparecen en ella son ficticios, y que “[ú]nicamente se ha
tratado de no falsear la verdad en cuanto al suceso central e
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histórico de la destrucción de Bogotá por una mano superior a
la maldad nativa, que supo obrar con inteligencia asombrosamente satánica” (5). Esta fuerza del mal, el comunismo, la
encarnan en la novela los esposos Ogareff, embajadores de un
país comunista ficticio, quienes planean tanto el asesinato de
Gaitán como la destrucción de la ciudad con el fin de desestabilizar al país y a la vez desprestigiar al Asesor Primado de la
Conferencia Interamericana, Óscar Mendeira. La novela es una
defensa vehemente de la versión oficial que respaldaran tanto
el Gobierno Colombiano como la Embajada Estadounidense,
y a la vez del Asesor Primado de la Conferencia, que, como se
sabe, en realidad se llamaba Laureano Gómez.
Para el autor de El 9 de abril, las fuerzas comunistas son “superiores a la maldad nativa”. De la misma forma que el pueblo
permanece afuera, observando desde la calle a los invitados de
la fiesta diplomática, tampoco es en el Bogotazo el verdadero
agente de los sucesos, y se mantiene absurdamente relegado al
margen. Según la visión jerárquica, paternalista y excluyente
de Gómez Corena, el pueblo es tan irrelevante, que ni siquiera
es posible atribuirle la iniciativa de la destrucción del 9 de abril.
Paradójicamente, esta exclusión explícita de las clases populares como agentes de la rebelión, está determinada al menos en
parte por intereses de carácter nacionalista: si el asesinato de
Gaitán y, en particular, la destrucción de la ciudad “no podía
obedecer sino a una trama infernal hábilmente preparada y llevada a término con sigilo perfecto” (137), ello significa que “la
chusma” (144) queda por una parte, al menos parcialmente
exonerada, y por otra, significa que es tan débil o tan poco inteligente que es necesario guiarla y mantenerla controlada.
Gómez Corena reconoce que aquella tarde “murió la fe en la
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honradez de un pueblo, que un día fue noble, mas se ha ido
viciado por la infiltración de elementos perversos” (168), lo
cual pone en evidencia la necesidad imperiosa de gobernarlo y
controlarlo. Los “desmanes” que el pueblo comete azuzado por
los perversos agentes comunistas, son sucesos graves no tanto
por la infracción de la ley o por el atentado contra la comunidad, como por la “osadía” de “aquellas gentes de fachas
patibularias” (142) de penetrar en lugares que no le corresponden y actuar de maneras que atentan contra la división del
poder establecido. A los ojos de Gómez Corena, la revuelta es
ante todo una “invasión”:
Pareció que se hubieran abierto las esclusas que retenían el
fermento malsano de la canalla sórdida y, de todos los ángulos
de los suburbios, brotaron, como ríos de lava, olas de gentes que
convergían al centro, incitando a la revuelta pública [138].
La novela de Carlos H. Pareja contradice abiertamente la
tesis de El 9 de abril. Si bien el asesinato de Gaitán es el resultado de una conspiración, el autor de ella no es el comunismo,
tesis que Pareja ridiculiza en el libro, sino “El monstruo”,
Laureano Gómez, encarnación de toda maldad y de toda vileza posibles. “Naturalmente”, dice el autor en la introducción,
“los gestores de la ignominia se preocuparon por desfigurar la
historia, fraguando alrededor del 9 de abril una leyenda negra
que, como una cortina de humo, cubriese sus propias faltas”
(15). Para contrarrestar esta falsa historia, Pareja construye una
ficción, que según él, se aproxima más a los hechos reales. A
través de César, un abogado gaitanista, Pareja narra cómo los
secuaces del monstruo planean el asesinato de Gaitán, y luego
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linchan al autor material del asesinato, para borrar toda evidencia de su responsabilidad. Frente al cadáver de Gaitán, César
denuncia a los asesinos, e insta a los transeúntes a la rebelión.
Sin embargo, los infiltrados del gobierno lograr sabotear sus
propuestas, incitando a una violencia descontrolada y abriendo las puertas de las licoreras, para así garantizar el fracaso de
la rebelión. De esta manera, el monstruo logra deshacerse de
Gaitán y desviar y confundir al pueblo.
A pesar de las diferencias obvias en cuanto al proyecto político, existe una similitud sorprendente entre la tesis de El 9
de abril y la de El monstruo, en lo que respecta a la rebelión popular. En ambos casos, el pueblo es inocente, y su actuación
en la revuelta se debe únicamente a la manipulación por parte
de fuerzas superiores, de la cual son víctimas. En El monstruo,
sin embargo, existe la posibilidad de “despertar” de esta posición de víctima, y convertirse en agente del rumbo del país.
Esta nueva percepción de la realidad social aparece en El monstruo a través del personaje de Cristina, quien en la noche del
Bogotazo, de repente y seducida por la personalidad poderosa
de César, comprende el error de su vida pasada: “lo que le había ocurrido esa noche había sido como un impacto que, después de haberla aturdido, la despertaba y le infundía una nueva visión de la vida, más realista, más humana” (75). Aunque
es posible argumentar que Cristina es según lo anterior poco
más que un títere, y que está dispuesta a adoptar las convicciones de cualquier hombre cuya mente poderosa logre impresionarla, Pareja la ve en cambio como emblema de la nueva
sociedad iluminada y beligerante que surge en el 9 de abril. Cristina se asemejaría entonces al Alfredo de Viernes 9, con la diferencia de que el Nueve de Abril no culmina con su muerte, sino
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que marca el principio de una búsqueda utópica por una sociedad más justa a través de la lucha armada. Al igual que en
La calle 10, el Nueve de Abril es tan sólo el primer paso para
lograr, en el futuro, la utopía de una nación.
Obras de referencia
Anderson, Benedict. Imagined Communities; Reflections on the
Origin and Spread of Nationalism. London: Verso, 1991.
Benjamin, Walter. “Tesis de filosofía de la historia”. Angelus
Novus. Barcelona: Edhasa, 1971.
Bhabha, Homi. “DissemiNation”. Nation and Narration. Edición de H. Bhabha. London: Routledge, 1990, 291-322.
Braun, Herbert. Mataron a Gaitán; vida pública y violencia urbana en Colombia. Traducción de Hernando Valencia Goelkel.
Bogotá: Universidad Nacional, 1987. Título original: The
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La Santafé de Bogotá de Elisa Mújica
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Harvard University
Elisa Mújica1 es una de las narradoras colombianas más distinguidas del siglo veinte. Su obra publicada representa una producción literaria contínua y de alta calidad desde la aparición de
su primer cuento en 1947 y su primera novela, Los dos tiempos,
en 1949, hasta el presente. En 1998 recibió la Cruz de Boyacá.
1
Elisa Mújica nació en Bucaramanga el 21 de enero de 1916. En sus escritos se
refiere con frecuencia a su lugar natal, a pesar de que tenía sólo ocho años cuando su
familia se trasladó a Bogotá donde ha permanecido casi continuamente desde entonces. Elisa Mújica trabajó primero en el Ministerio de Comunicaciones y luego fue
secretaria privada de Carlos Lleras Restrepo de 1936 a 1943, y secretaria de la Embajada de Colombia en Quito de 1943 a 1945, época sumamente importante en su
formación como escritora y como individuo independiente. Aunque había escrito
desde la niñez –Montserrat Ordóñez dice que ya escribía novelas a los once años– en
Quito, además de interesarse seriamente en el marxismo y en lo revolucionario, escribió cuentos y su primera novela, Los dos tiempos, que examina las experiencias de
una joven mujer, Celina, que vive en Colombia y luego en Quito mientras intenta
definir quién es y cuáles son las metas y los parámetros posibles de su vida.
Entre 1952 y 1959, apareció su primera colección de cuentos, Ángela y el diablo
(1953). Tiene un interés profundo en el catolicismo y en lo místico que ha resultado en varios estudios subsiguientes: Sor Francisca Josefa de Castillo (1991) y también sus ensayos sobre santa Teresa de Ávila: La aventura demorada: ensayo sobre
santa Teresa de Jesús (1962) e Introducción a santa Teresa (1981). Publicó su segunda
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Su larga perseverancia como cronista de la vida colombiana ha
sido reconocida por varios homenajes nacionales, el más reciente en la Feria Internacional del Libro de 1998. Su segunda novela, Catalina, (publicada en 1963 en Madrid por Aguilar, como
parte del premio literario Esso de 1962), una obra que ha recibido mucha atención crítica dentro y fuera de Colombia, se ha publicado en Santafé de Bogotá en una segunda edición (del Ministerio de Cultura) en 1998, con un prólogo de Montserrat
Ordoñez. Otras obras recientes de Elisa Mújica son una serie de
libros para niños y Las casas que hablan: Guía histórica del barrio de
la Candelaria de Santafé de Bogotá (1994). Este ensayo se enfocará
en dos de sus libros recientes, Las casas que hablan. Guía histórica
del barrio de La Candelaria de Santafé de Bogotá, y su tercera novela, Bogotá de las nubes (1984), donde se examina la relación entre
la historia de la ciudad y la vida del presente. Vale la pena anotar
que Elisa Mújica y Helena Araújo son las dos escritoras que más
se han ocupado de la ciudad de Bogotá. En sus obras la capital es
testigo de las búsquedas de identidad y el crecimiento emocional de las protagonistas.
novela, Catalina, en 1963. La narradora de la novela es una joven, nacida en
Bucaramanga, que progresa de la inocencia, ignorancia e idealismo de la infancia
a un estado de conciencia sobre la complejidad e inmoralidad de la vida real: es
una mujer que sobrevive dificultades y que, en indagación retrospectiva, intenta
entender quién es y qué hace.
A su vuelta a Colombia, Elisa Mújica fue nombrada gerente de la agencia de la
Caja Agraria en Sopó –la primera mujer gerente de banco en Colombia–, y luego,
de 1962-1967, fue directora de la Biblioteca de la Caja Agraria. Su segunda colección de cuentos, Árbol de ruedas, apareció en 1972. Su tercera colección de cuentos es La tienda de imágenes (1987) y su tercera novela, Bogotá de las nubes (1984).
Esta Bildungsroman, como todas las novelas de Elisa Mújica, se enfoca en la situación de una mujer que vive en un ambiente doloroso y represivo, sostenida por la
esperanza de encontrar alguna felicidad.
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La Guía histórica: recuperación de una ciudad de mujeres
En Las casas que hablan. Guía histórica del barrio de La Candelaria
de Santafé de Bogotá, de 1994, descripción detallada y cariñosa
del barrio histórico de La Candelaria, calle por calle, Elisa
Mújica combina datos históricos extensos con sus propias experiencias, lecturas, investigaciones y perspectivas para producir
un tomo extraordinario de resumen y comentario de los casi
cinco siglos de convivencia entre los diversos ciudadanos de
Bogotá. Por ser tan dulce, conversador y bien informado su
tono, el lector tarda un poco en darse cuenta que este libro
amistoso y accesible constituye una reescritura radical de la historia de la ciudad. La Santafé de Bogotá de Elisa Mújica es una
ciudad poblada tanto por mujeres como por hombres; esta Guía
histórica rinde homenaje a las mujeres colombianas al reinsertarlas
en la historia de la ciudad y reconoce sus muchas generaciones
de esfuerzos fundacionales. La pasión de Mújica es personal,
pero también responde a sus circunstancias vitales; ella explica
en su introducción autobiográfica que
[...] para los provincianos que arribamos a la capital de la
república en la década de los veinte, Bogotá fue como un hechizo y un desafío. Necesitábamos conocerla, conquistarla, poseerla. Como a toda obsesión, unas veces la amamos y otras la odiamos. No podíamos desentendernos de ella, ni olvidarla, ni dejarla
[10].
Mújica ha pasado casi toda su vida en este esfuerzo de hacer
muy suya La Candelaria. Se describe a sí misma, la más joven
de las tres hijas que vinieron con sus padres a la Bogotá de los
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años veinte, para empezar “su aventura en la ciudad de ásperos vientos, voces melosas que prometían y poco daban, e iglesias apenumbradas en las que ardían oros y ceras” (10). De las
tres hermanas, ella es la que se ha quedado en la ciudad, fiel a
su pasión y a su barrio. Ésta no será una descripción neutral,
objetiva de una ciudad. No será libro de guía de serie para turistas. Será una animación de una ciudad viva donde ha habitado y pensado y escrito Elisa Mújica durante setenta años.
Desde el principio, nos recuerda de la presencia indígena y
de la belleza natural del centro de Colombia al llegar los españoles y las españolas, las mujeres que vinieron con los primeros pobladores, cambiando para siempre no sólo sus propias
vidas sino el ambiente donde se establecían. Al mencionar el
lugar llamado “El palomar del príncipe” en la calle 13, entre
las carreras 2 y 3, comenta Mújica que “aunque no se menciona que las cinco primeras españolas que llegaron con sus maridos en la expedición de Jerónimo Lebrón, en 1540, transportaran palomas sino gallinas, pudo ocurrir que las trajeran” y nos
recuerda que:
Las mujeres blancas no vinieron solas. Transportaron semillas de trigo, de cebada, de hortalizas, de flores. Para los españoles representaban lo conocido y familiar en el mundo inexplorado. Quizá transitaron por el mismo sitio en que ahora se alza un
segundo palomar, instalado por la Corporación de La Candelaria en memoria del anterior. Sería el lugar más indicado para
nombrarlas, en una placa conmemorativa [13].
En estos breves párrafos, Mújica nos ha recordado la presencia de mujeres formidables –mujeres de coraje a quienes les
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tocó superar pruebas distintas y en muchos casos mayores que los
hombres– que carecen de monumentos dignos de sus esfuerzos.
“Sería” posible ponerles una placa en el palomar, o por lo menos
en la iglesia que ellas mismas donaron, pero no se ha hecho.
Mújica, además, incorpora con astucia las observaciones de muchísimos historiadores hombres que sí han descrito las hazañas
de las mujeres neogranadinas, y en este libro reúne estas citas y
sus propias observaciones con tanta densidad que la presencia
femenina de la colonia y de los años de la independencia ocupa
el primer plano, a pesar de la cantidad de datos (menos sorprendentes) sobre las actividades masculinas. En su rectificación y
rebalance de una historia colombiana que frecuentemente privilegia los acontecimientos masculinos, Mújica se permite la libertad de poetizar o de imaginar líricamente los escenarios vitales
del pasado. Por ejemplo, al discutir la casa de Rosa Florido, en la
sección sobre la carrera cuarta, nos cuenta la historia extraordinaria de un patriota y su “única hija, Rosa. Suponemos que ésta
tenía hermoso rostro, de acuerdo con su nombre. Padre e hija se
encontraban identificados en su amor por la libertad” (152).
Cada página contiene su testimonio, su homenaje, su “verdad”. El tono es siempre optimista; celebra lo maravillosa que
es la existencia de tantos seres humanos de vidas y pasiones
complejas, y es esta energía vital lo que más admira Mújica:
una energía que incluya y no excluya ni a géneros ni a razas ni
a clases sociales, que privilegia lo doméstico tanto como lo
público, la literatura tanto como (o más que) la política.
En el caso de Rosa Florido, en vez de detenerse en lo amargo de la falta de reconocimiento, Mújica sigue hacia la casa de
al lado, donde vivían Amalia Restrepo y sus hijas “Elvira, fundadora de un colegio, [e] Isabel, poetisa de inspiración más pro-
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funda y depurada a cada nuevo libro que publicaba” (154).
Menciona también a los hijos: Carlos, que llegó a ser presidente de la república, y su hermano Federico, médico; pero enfoca
con entusiasmo las vidas femeninas menos conocidas que los
acontecimientos de los hombres.
Desde el principio, desde el resumen cronólogico de la historia temprana de la ciudad, Mújica está inmersa en palabras:
en poemas, en crónicas, en novelas, en historias. Hace muchas
referencias y conexiones literarias. Al contar las hazañas de las
primeras encomendaderas, como Catalina de Quintanilla, que
heredó el pueblo de Chocontá y Leonor Gómez, que heredó
“las tierras de Tibaitatá que Jiménez de Quesada había asignado a su esposo” (14) y las primeras ciudadanas de la colonia,
como la panadera Elvira (o Eloísa) Gutiérrez, enterrada en el
presbiterio de la iglesia de La Concepción desde donde “ElviraEloísa velará seguramente por la ciudad que ayudó a alimentar” (14), Mújica recoge algunas de las muchas narraciones sobre la mujer indígena que ayudó a salvar la recién establecida
colonia en 1539, citando, entre otros, a los historiadores Antonio Gómez Restrepo, a G. Hernández de Alba, a Lucas Fernández
de Piedrahita y a fray Pedro Simón.
Desde las primeras páginas del libro (que comienza con la
fundación de Santafé de Bogotá) se presta mucha atención a
la importancia del culto de la Virgen en la nueva colonia. El
primer campamento español se llamó “Nuestra Señora de la
Esperanza” (12). Se menciona la milagrosa salvación de la imagen de la Virgen cuando la iglesia de La Guadalupana, patrona
de América, se derrumbó en un terremoto de 1743. “Igualmente hubo derrumbes en 1824 y 1917. Siempre se salvaba la Señora, cosa rara” (24). Pero la narrativa de Mújica incorpora mu-
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chos datos ya algo desconocidos u olvidados, entre ellos las especulaciones sobre el origen de las figuras de la Sagrada Familia de La Peña (25-27) que tanta importancia tenían en su época, inclusive para Manuela Sáenz.
Que haya una corriente continua de interés en la vida religiosa femenina de la ciudad no sorprende en una autora para
quien la religión ha sido muy central, y que ha escrito varios
libros sobre santa Teresa y la madre Castillo, además de incorporar estos temas en sus obras de ficción. Por toda La Candelaria, Mújica ve la presencia continua de las mujeres, maravillándose, sobre la calle novena, en la presencia de “las monjas
Carmelitas, establecidas en Santafé desde 1606 –cuando aún
no se contaban catorce años desde la muerte de santa Teresa y
no había sido canonizada–” (36), en un camarín donde “una
vez –lo cuenta Hernández de Alba– sor Francisca del Niño Jesús, que murió con fama de santa, consiguió que se aumentara
milagrosamente el tamaño de una viga”. Mújica se interesa en
detalles. Nos describe dónde y bajo cuáles circunstancias se escribieron libros, cómo eran las familias, cómo era la vida cotidiana y quiénes vivieron en las casas que menciona.
Policarpa Salavarrieta y Manuela Sáenz merecen las biografías más extendidas de la Guía histórica, pero se encuentran
dispersas por la organización geográfica del libro, porque los
melodramas de sus vidas tuvieron lugar en diversas partes de
La Candelaria. El efecto de esta dispersión es de convertirlas
en presencias familiares, casi cotidianas – son como primas o
sobrinas que reaparecen a cada momento, en diversas reuniones y contextos. Al discutir la calle décima, refiere el apresamiento de la Pola y con citas y referencias detalla los muchos
honores ofrecidos a Policarpa (43).
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La amargura, la denuncia de la injusticia y el orgullo por
los logros femeninos se yuxtaponen y a veces compiten por la
atención del lector. Cuando Mújica nos cuenta que “en el Rosario, junto a las placas conmemorativas de varones ilustres que
cubren las paredes, una sola se ha inaugurado en honor de una
mujer: la Pola, si bien en tamaño más reducido que las
otras”(43). Estas frases representan la complejidad de la inclusión de la mujer colombiana como ciudadana: el anhelo oficial
de no reconocerla (no ponerle placas), el ejercicio del poder masculino (“por la fuerza”) al organizar la vida pública según su
deseo, y el subversivo triunfo eventual de las “centenares de
alumnas” que ya transitan los espacios antes prohibidos. Al contar la muerte de la Pola, Mújica la presenta como una mujer
fuerte y dedicada, y en ningún sentido masculinizada o neutralizada por su participación activa en la esfera política generalmente considerada territorio de hombres2.
Santafé de Bogotá parece ser un avispero de intriga revolucionaria independentista. En casa de Bernardina Ibáñez en la
calle décima (según el historiador Daniel Ortega Ricaurte al
que recurre Mújica, quien nunca deja de aprovecharse de las
observaciones masculinas), cuyo padre “entregó cuanto poseía
al Libertador Bolívar”, la joven preside “reuniones de los conspiradores del 25 de septiembre de 1828” (46). También en esa
2
Cómo contrasta esto con, por ejemplo, la retórica espléndida de Ángel J.
Carranza, que dice en su artículo “El suplicio de la Pola” en 1875 que “Policarpa
Salavarrieta, inmolada a la libertad americana en el cadalso erigido para castigar
la virtud eminente del patriotismo, bien merece no quedar en el olvido a cuyos
abismos pretendió relegar su memoria, la bárbara crueldad de un tirano sombrío”
(en La Ondina del Plata, Buenos Aires, I, 18. 6 de junio, 1875. 205-208). Para
Carranza, la Pola es heroína pero es víctima; más que mujer individual es símbolo
de la victimización de los patriotas por los represores crueles.
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calle se agrupan los conspiradores en casa de Nicolasa Ibáñez
de Caro, la radiante belleza nacida en Ocaña, a la que Bolívar y
Santander otorgaron el título de “reina de Cundinamarca” (46).
Al contar detalles de las vidas de algunas de las mujeres (y
hombres) que habitaron La Candelaria, Mújica saluda de paso
a las vecinas actuales. Por ejemplo, cuando describe la casa del
doctor Rodríguez Piñeres comenta que “actualmente es propietaria del inmueble doña Ana Rodríguez Fonnegra...” (49).
Así la Guía histórica entreteje las vidas de las antepasadas con
las vidas activas de las presentes, creando una tela espesa, densa, de múltiples colores y procedencias. El bienestar espiritual
del presente se basa en los esfuerzos reconocidos y recordados
del pasado. Con frecuencia, los hilos se entrecruzan: al hacer
mención de la casa donde vivieron Soledad Acosta y José María
Samper, por ejemplo, comenta Mújica que:
[...] aunque su época coincide con la de otra gran escritora: la
española Emilia Pardo Bazán, y a pesar de haber publicado una
obra en cierta forma par de la de ésta por su testimonio, extensión y realismo, la colombiana ocupa un lugar secundario en la
historia de la literatura. Afortunadamente ya empieza a repararse
esa falta. Investigadores de la autoridad de la profesora Montserrat
Ordóñez estudian la producción de Soledad Acosta en los géneros de novela, ensayo, teatro, impresiones de viaje, crónicas, libros
de historia y biografía. A la vez fundó y dirigió revistas femeninas, colaboró en periódicos del país y de fuera y actuó como delegada de Colombia en congresos internacionales [55].
El pasado de Soledad Acosta se hace presente en la obra
evaluativa (de Montserrat Ordónez, de Elisa Mújica) y recu-
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peradora del presente. Es importante recordar y celebrar los
hechos y los habitantes del pasado, como esencial testimoniar
su vitalidad contemporánea: es en la página escrita donde se
demuestra la presencia actual de Soledad Acosta, y de
Montserrat Ordónez, y de Elisa Mújica. El acto de leer este libro convierte al lector en participante en esta celebración del
triunfo de la palabra perdurable.
Intrínseco al acto de recuperación es la historia minuciosa de los momentos de apertura y la reconsideración de la historia ya escrita. Cuando se describen las tertulias de Manuel
del Socorro Rodríguez, que reunió 14, 000 libros, dirigió un
periódico importante a partir de 1791, y tuvo en su casa todas las noches una reunión “para discutir cuestiones relacionadas con los asuntos de actualidad, el idioma y las artes” [58]
se añade bien claramente que “Manuel del Socorro permitía
además, cosa verdaderamente revolucionaria, que participaran
mujeres” [58].
Y sigue la lista hasta el presente, una mezcla de historia
reconstruida, chismes (que también tienen su valor informativo y reflejan su época), anécdotas y especulaciones, pero siempre con insistencia en la presencia y la importancia de la mujer. Detalla la particpación de las mujeres en todo aspecto de
la vida de La Candelaria, pero con interés y entusiasmo especial por las artes. Del drama comenta (citando a Cordovez
Moure en sus Reminiscencias de Santafé de Bogotá) que
[...] entre las primeras actrices se contaban la marquesa de
San Jorge, Rafaela Isazi, y María de los Remedios Aguilar, espo-
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sa del ingeniero español Eleuterio Cebollino [...] en realidad se
limitaban a hacer números sueltos de baile y canto y no desempeñaban propiamente papeles en las comedias” [63]. Sigue la historia del Teatro Colón, con sus evoluciones arquitectónica y artística, con admiración de las modernizaciones “ordenadas por
Gloria Zea, como directora del Instituto Colombiano de Cultura” (66). Recuerda las épocas estimulantes de las temporadas de
María Guerrero y Margarita Xirgu, y los estrenos de la compañía nacional de ópera también “bajo los auspicios de la directora de Colcultura, Gloria Zea [67].
En casi todos los capítulos aparece la presencia inolvidable
de Manuelita Sáenz quien, con Policarpa Salavarrieta, constituye una figura emblemática clave de la Candelaria. Mújica
cuenta varios episodios de su vida, su triste destierro en Paita,
Perú. Manuelita, dice la autora, tenía
[...] el cabello negro, ensortijado, los ojos también, expresivos, atrevidos, brillantes. La tez blanca como la leche y encarnada como la rosa, la dentadura bellísima. Era de regular estatura,
de muy buenas carnes, de extremada viveza, generosa con los
amigos, caritativa con los pobres, valerosa. Sabía manejar la espada y la pistola, montaba muy bien a caballo vestida de hombre, con pantalón rojo, ruana negra de terciopelo y suelta la cabellera. En Bogotá la llamaban ‘la libertadora’ y al hacer justicia
a su beldad y buenas cualidades, estoy muy lejos de aprobar redondamente su conducta [68].
Cuando se detiene en la iglesia de San Ignacio, Mújica recuerda la presencia de las mujeres en las artes gráficas. En San
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Ignacio, “una mujer, Feliciana Vásquez Bernal, decoró con primorosas miniaturas muchos de los frontales y es la única pintora incluída en la nómina de los artistas coloniales” (71). Es
verdaderamente voluptuosa, sensual y llena de emoción la larga descripción de la iglesia, de su arquitectura y sus decoraciones y sus criptas, y de sus siglos de vida apasionante. La autora
lamenta que
[...] la sutil evocación de las catedrales de Francia, hecha por
Marcel Proust en su novela En busca del tiempo perdido, ha carecido entre nosotros de imitadores, no obstante que en los demás
temas los proustianos forman legión. Sólo en una pequeña novela contemporánea, Bogotá de las nubes, la acción se desarrolla
mientras la protagonista ora en un banco de la iglesia de San
Ignacio. Resulta demostrativa de la influencia de la solemne arquitectura –bien diferente de la desnudez de los templos de hoy–
sobre el ánimo infantil [77].
Sin aclarar que ella misma es la autora de Bogotá de las nubes (aunque el lector alerta verá la nota al margen), Elisa Mújica
incluye una larga (y muy apropiada) cita de la novela (77). A
los muchos subtextos de los comentaristas más citados (con
quienes Mújica no siempre está de acuerdo, y eso se hace más
y más evidente, como en una buena novela donde los personajes más transitorios pueden llegar a adquirir un gran interés y
decir las cosas más inesperadas) y para animar el viaje guiado
de La Candelaria que coordina la autora, ahora se añade de
aquí en adelante el subtexto de su propia novela. La protagonista, Mirza Eslava, se incorpora como participante en la gira
turística. Bogotá de las nubes (como se verá más adelante) es tam-
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bién una reflexión extensa (entre otras cosas) sobre la presencia de las mujeres en Bogotá y sobre la influencia de la ciudad
misma en las ciudadanas que han intentado vivir en ella. Al
mencionar la joyería de Joaquín Matajudíos en la Guía histórica, se comenta el diario escrito que llevó el platero de los objetos que salieron de su taller:
[...] los pedidos de Manuelita Sáenz evocan las mil idas y
venidas de la gentil favorita por esta calle, a probarse los aretes
de esmeraldas de valor de 8 castellanos ‘por cuenta del general
Bolívar’ que le confeccionaba el orfebre, además de un medallónguardapelo de oro y un puño de bastón de oro y plata. Es una
lástima que no se citen igualmente las adquisiciones hechas sin
duda por las rivales de Manuelita, Nicolasa y Bernardina Ibáñez
[115].
Al esbozar las transfomaciones de esta calle hasta el presente Mújica recurre otra vez a su novela para mostrárnosla a
través de los ojos de una inmigrante calentana. Se incluye la
cita aquí para poder discutir la conexión íntima entre Guía y
novela, y como prefacio a una discusión de la Guía en su versión novela.
Muchos años después, y aún hoy en la iglesia, cada vez que
Mirza dice “calle 12” se le representan las vitrinas repletas de
joyas y plata martillada de los establecimientos que identificaban esa vía, cuando ella llegó a Bogotá. Los anillos de “solitarios” y los collares de esmeraldas –“aguacates” como se llamaban– todavía se exhibían tranquilamente al público, parecidos a
los que había comprado allí doña Clemencia de Caycedo, la or-
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gullosa matrona que se sentaba en el templo en sitial más elevado que el del propio virrey, y también Manuelita Sáenz que buscaba aliadas verdes y brillantes para encandilar todavía más al
enamorado Libertador. Pero entonces, claro, las tiendas sin vigilantes armados hasta los dientes, como en las pocas que quedaban aún, donde encañonaban casi a la clientela, según fue preciso hacer por pública desdicha. En las remotas fechas, al lado de
la platerías ocupaban su sitio las librerías, repletas de ediciones
recién desempacadas de la república española, con el olor todavía fresco a tinta de imprenta [115].
En este párrafo se exhiben todos los elementos básicos de
la Guía histórica y de Bogotá de las nubes. Los temas más esenciales son: la presencia de la iglesia, una historia repleta de generaciones de mujeres, la repetición no circular sino espiral de
los sucesos (las esmeraldas a través de las épocas, la influencia
de España), nostalgia por la librería (y la importancia central
de los libros, de la cultura), lamento porque los ideales y las
aspiraciones no siempre se cumplen en la vida del presente y,
sobre todo, la perspectiva de la mujer que medita en la historia
de Santafé de Bogotá con el deseo de entender sus continuidades y con el anhelo de ubicarse en ese panorama. Se evoca el
pasado con gran ternura pero con tristeza, también, por lo
perdido. Cuando (en la Guía histórica) Mújica cuenta con nostalgia cómo se solía celebrar el jueves santo con una armonía
de flores y luces, recuerda las hojas blancas del trifo con cariño
especial: “Estas plantas, acostumbradas también en los pesebres navideños, conferían una nota tierna y característica a la
manifestación de amor a la eucaristía. Quede una vez más en
estas páginas el recuerdo de algo bello y delicado, que se fue
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para no regresar” (188-89). En Bogotá de las nubes también predomina el envejecimiento inexorable (de la protagonista) y la
nostalgia por el pasado, aunque el tema es la recuperación de
los detalles del pasado en un esfuerzo logrado de entender
las interconexiones y recurrencias de los sucesos, de entender
(si no aceptar) los ritmos cíclicos del fluir unánime del tiempo,
en el sentido de Borges. El deseo que impulsa la escritura de la
Guía histórica corresponde a la experiencia de la niña calentana
que viene a la gran ciudad y encuentra que:
Existían dos mundos: el de las casonas de inquilinato que
alojaban a los forasteros y que, no obstante el único baño y la
obligada promiscuidad, los hermanaban en las horas de las comidas y en las tertulias a prima noche, con lazos que los acontecimientos en perspectiva no rompieron, y el de las residencias
vecinas y herméticas, que habitaban seres casi incorpóreos, invisibles. No era así en la tierra calentana, de zaguanes abiertos y
anchos patios. Aquí se guardaban secretos. Se presentían y casi
se tocaban los de quienes ocupaban las moradas exclusivas, resguardados tras las vidrieras de los balcones de gabinete, o cuando se trasladaban en coche de caballos a las iglesias o a los clubes [10].
En su vasta obra escrita, y sobre todo en este libro, la niña
calentana ha penetrado los secretos de los bogotanos, y ha logrado que hablen sus casas, sus historias, sus múltiples pasados. Conoce mejor que nadie los sucesos más escondidos. En
sus páginas viven las generaciones de habitantes de La Candelaria, y se celebra la presencia de las mujeres. Desde las reinas
de España, que se conectaron con el nuevo país con sus rega-
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los de reliquas e imágenes, hasta la presencia dominante de las
imágenes poderosas de la Virgen, las mujeres constituyen corazón y alma, fuerza moral y, con frecuencia, causa y apoyo de
cambio radical en Santafé de Bogotá. El presente está íntimamente conectado al pasado.
Pasado y presente en Bogotá de las nubes
Las citas de la novela Bogotá de las nubes (de 1984) insertas y
entretejidas en la Guía histórica (fechada en 1990, publicada
en 1994) cumplen la doble función de incluir la ficción en la
historia (incorporar la literatura no como rama sino como
tronco intrínseco del relato del pasado) y de prestar validez
histórica a la narrativa ficticia. Mirza Eslava toma su lugar
en la narrativa de la historia con la Pola y Manuela Sáenz,
con Isabel de Borbón y la reina Sofía, con Montserrat Ordóñez
y Gloria Zea. Pero a la vez, se estimula la conciencia de que
todas ellas son construcciones de palabras, figuras en nuestros relatos (en libros de historia, en los periódicos, en novelas, en crónicas) de quiénes somos y de cómo llegamos a ser
como somos. Contestar estas preguntas esenciales constituye la búsqueda de Mirza Eslava, la protagonista de Bogotá de
las nubes3.
La novela se estructura con base en yuxtaposiciones de pasado y presente, a veces melodramáticas, a veces desgarradoras,
a veces indescifrables porque el lector no puede saber en ese
3
Para análisis de otros aspectos de la novela, ver Mary G. Berg, “Las novelas de
Elisa Mújica”, y Montserrat Ordóñez, “Elisa Mújica”.
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momento de qué se trata: como los bogotanos, que todos parecían guardar sus secretos de la autora/niña calentana que llega a la gran ciudad al comienzo de la Guía histórica, Mirza Eslava
también tiene sus secretos, muchos de los cuales no se revelan
hasta casi el final del libro. Como Proust, Mújica utiliza la exploración ansiosa de su protagonista para evaluar y reevaluar
la función de la memoria, y la herencia de los cinco siglos de
interacción entre seres humanos y su ambiente, en el caso de
ella, la ciudad de Santafé de Bogotá. Como la madeleine de
Proust, en el último párrafo de la novela, “una tela azul sembrada de ramitos de plata... convertida... en camino de retorno” (157) llega a conectar a Mirza con todos los puntos decisivos de su vida y de su herencia:
[...] la conduce hasta depositarla en las manos cariñosas de
doña Mónica [su madre], que cose a su niña un traje para que
vaya a visitar a Gala y Natalia. La mamá conduce con ella a la
abuela, que padeció en su tierra las zozobras de las guerras civiles y que debía ser semejante a las finas y graciosas tejedoras de
sombreros de paja toquilla que admiró don Manuel Ancízar a
mediados del siglo
XIX
en el oriente del país, como lo consignó
en su libro. Bisabuela que a su vez tuvo una madre de la época
en que el costumbrismo ensayaba sus primeros pasos, y otra abuela que quizás siguió a los patriotas en las batallas de la independencia. Así, de mujer en mujer avanza Mirza buscando todavía
más. ¿Dónde? En lo escondido y sin contacto verosímil [157].
Ello la lleva hasta memorias que ni siquiera son suyas, de
una iglesia en Oviedo, de una cruz caminera donde se imagine
escuchando “los votos de los peregrinos que se embarcaban
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rumbo a América. A Mirza la llama y la retiene junto a los cristianos desconocidos que la atisban desde sus sepulturas, en las
naves sin techo” (157). Es una resolución mística –un viaje a
la semilla a través de su imaginación y sus lecturas– que parece
tranquilizarla después de una vida fragmentada de rupturas,
fracasos, y falta de confianza en sí misma. Por ser Mirza siempre la calentanita fuera de lugar en la gran ciudad (como Elisa
Mújica se describe a sí misma al comienzo de la Guía histórica),
nunca ha creído en la estabilidad de las relaciones ni en su propia capacidad para dominar y cambiar la mala suerte (y los
malos tiempos) que le han tocado. Santafé de Bogotá en el siglo veinte ha sido un lugar difícil, pero Mirza llega a sentir que
es su lugar, su hogar. Pasa unos años en España pero elige volver a su país, con deseo de cambiarlo, mejorarlo.
En la obra se describen en detalle los cambios ocurridos en
la ciudad durante este siglo, con enfoque en las oportunidades
ofrecidas (y no ofrecidas) a las mujeres. Gracias al presidente
Olaya, desde 1934 la Universidad Nacional les abrió sus puertas. Pero claro que Mirza no se benefició con la medida. A ella
le tocó en cambio ser de las primeras que trabajaron en las oficinas públicas:
[...] para las mujeres de la generación de Mirza, nacidas en
un panorama de manteles de crochet y de punto de cruz; carpeticas
de encaje de bolillo confeccionadas a base de mover sin descanso
los palitos; niños revoloteantes con delantales a cuadros y criadas
amigables, el experimento de trabajar fuera de casa les supo más
a sacrificio que a proeza. No se lo confesaron a nadie, pero adquirieron desde entonces una mirada entre afligida y tierna. Les diferenció sustancialmente, lo mismo de sus antepasadas, las de cri-
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nolina, que de sus sucesoras, las de pantalones. Constituyó su
distintivo. Exclusivamente les pertenecía a ellas, las pioneras, las
iniciadoras, las que escasamente llegaban a la adolecencia cuando asumió el poder el presidente Olaya [29-30].
No sólo los cambios en las posibilidades para las mujeres,
sino sucesos demográficos y políticos trastornaron las expectativas de todos. El crecimiento espeluznante de la ciudad y los
efectos profundos y duraderos del 9 de abril se analizan. Los
proyectos marxistas se disuelven en retórica vacía. Durante años
Mirza trabaja como secretaria en un comité establecido para
promover la inmigración, y con amargura se cuentan los desastres políticos y personales. El hombre que ama la abandona justamente cuando ella cree que se van a casar. Mirza recurre al
aborto, y se siente culpable desde entonces en adelante. Se enamora de nuevo de otro hombre charlatán, pero esta relación también termina en desastre, cuando se suicida la esposa de él, que
resulta ser la amiga entrañable de Mirza en la escuela primaria.
El peso de saberse culpable no se alivia; en vez de atenuarse la
memoria, se pone más “opresiva y obsesionante... como si Mirza
y ella [la esposa suicida] hubieran nacido para marchar juntas y
la muerte, en lugar de separarlas, las uniera definitivamente”
(39). La tragedia personal aumenta la vulnerabilidad de Mirza
a los horrores de la ciudad. Bogotá ya se convierte en un laberinto fangoso de peligros, y en este estado precario la protagonista se lanza a la búsqueda del sentido y la verdad que espera
que sean subyacentes en su propia historia, si la examina bien.
El tono de angustia algo alucinada domina la novela. En contraste con la Guía histórica, que es una celebración de una ciudad bien poblada por generaciones de artistas, escritoras, músi-
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cas, monjas, revolucionarias e idealistas, Bogotá de las nubes es una
descripción de una ciudad llena de decepciones y terrores (pero
también de escritores, de generaciones, de familias) y de una
dualidad –una conciencia de ser dos personas a la vez– que llega
casi a los bordes de la esquizofrenia. El estudio de la historia llega a ser panacea y quizás resolución para Mirza, mientras lucha
para sobrevivir en un ambiente tan lleno de caos, fracaso y fragmentación.
La insistencia en la doble personalidad en Bogotá de las nubes es muy parecida a la yuxtaposición de pasado y presente en
la Guía histórica, donde esta simultaneidad (placer, deleite en
la multiplicidad) se presenta como deseable en todo sentido.
Pero en Bogotá de las nubes es problemático: es la crisis de la
novela. En los primeros párrafos se nos presenta la Mirza vieja, encarcelada, desamparada, que recuerda a la Mirza niña, recién llegada de Belén de Cerinza, avergonzada de ser calentana,
asustada, que desea “evadirse, borrarse, ...[estar] sin testigos
que la vigilen, sin espejos que la dupliquen. Especialmente eso:
sin espejos” (10). El horror del espejo se reitera a través de la
novela. Desde los nueve años, Mirza ya se siente continuamente
dos: la que actúa y la que observa qué ridícula es. Y no tolera
el espejo que duplicaría lo que es ya dualidad dolorosa.
A veces, en la iglesia, se efectúa cierta reconciliación de las
dos Mirzas. Pero la reconciliación no dura. Es posible la ilusión sólo porque “en la iglesia el tiempo es de veras río fluyente, siempre el mismo y siempre distinto. Pero en el edificio
Cubillos [donde trabaja] las imágenes se agrandan como en
cinemascope y son las únicas que cuentan” (48). En general,
sin capacidad para remediarlo ni cambiarlo, Mirza “sufría de
un dualismo raro, paralizada por dentro, agobiada por un peso,
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y en cambio en el exterior vacilante, de algodón, como si oscilara de un lado a otro sin ofrecer resistencia” (35). No tolera
ver esa imagen exterior; le asusta el espejo de la modista cuando se vislumbra inesperadamente: “porque para Mirza no puede
existir sino el rostro interior, el rostro de la niña” (52).
Casi hace falta la versión ampliada de la Guía histórica para
entender bien lo que describe. La historia de Santafé de Bogotá es parte del presente que vive Mirza. La Pola y Manuelita
Sáenz son tan conocidas como las vecinas. Cuando se habla
de doña Gregoria, por ejemplo, que se asoma a espiar la silueta
de su amante, parado en la esquina, se cuenta que “se había
casado sin amor con un inglés, como Manuelita Sáenz con Mr.
Thorne. Vendida en plena juventud por solidaridad con su hogar, para que el marido rico lo sacara a flote” (47). Los paralelos históricos parecen amistosos y familiares: Manuelita y la
Pola son hermanas de todas y detalles de sus historias ya forman parte de la narrativa vital de todas.
Mujer y nación
Bogotá de las nubes y Las casas que hablan. Guía histórica del barrio
de La Candelaria de Santafé de Bogotá son dos de las muchas obras
de Elisa Mújica que presentan y analizan la ciudad de Santafé
de Bogotá desde una perspectiva histórica, y que meditan sobre el significado del “progreso” del siglo XX. Es una discusión
sobre el pasado, presente y futuro de Colombia con énfasis en
las ciudadanas y en su lugar en el panorama nacional. Todas
las obras de Mújica demuestran una pasión por señalar la importancia de reconocer el pasado compartido como base esencial de un presente sano.
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Libro tras libro, Elisa Mújica ha contribuído a la articulación de una historia compartida por todo colombiano y,
específicamente en sus libros sobre la capital, todo bogotano.
Es una historia repleta de glorias y de tragedias, y sobre todo
de seres humanos –mujeres y hombres– que anhelaban participar activamente en sus comunidades, en la prosperidad de su
nación. Es una historia que debe leerse como incluyente de todos –mujeres, hombres, indígenas, blancos, negros, jóvenes,
viejos, pobres, ricos– y que debe unirlos a todos. Pero Elisa Mújica
es realista, a veces optimista (en la celebración de su querida Candelaria en la Guía histórica y en otros libros sobre la historia y
tradiciones de la ciudad) y a veces muy pesimista al analizar lo
difícil que es la vida para las mujeres protagonistas de sus cuentos y novelas. Lo que más le preocupa es el olvido de la historia,
la tendencia de la edad moderna de borrar el pasado en vez de
buscar raíces en una tradición común a todos que llevará a valores comunitarios en vez del capitalismo rampante que ella ve
como desastrosamente aislante. Como dice Carmen Perilli en
Historiografía y ficción en la narrativa hispanoamericana (1995), “una
cultura opera traumáticamente cuando es sometida al olvido obligatorio que supone la pérdida de grandes zonas de la memoria
de la comunidad” (13). Elisa Mújica lamenta el olvido deliberado (o por lo menos descuidado) de los aconteceres y de las personalidades que formaron –paso tras paso, año tras año– la sociedad bogotana y colombiana. Una cultura necesita preservar
su memoria del pasado para entenderse y orientarse en el presente. Dice Mirza en Bogotá de las nubes que “lo que más me
mortifica es que me imaginen a mí y al resto de mujeres que
abrimos la brecha y soportamos como las que más el horrible
período de transición, sencillamente como si nunca hubiéramos
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sido jóvenes” (55). Está hablando de varias cosas; lo inmediato es de como la enfurece que las chicas jóvenes parecen no
haberse beneficiado nada de las lecciones duras sufridas por la
generación de sus madres –como el chiste que dice que lo único que se aprende de la historia es que no se aprende nada de
la historia– y lo frustrante que es que ni la escuchen. También
está hablando de la invisibilidad de la mujer en la sociedad,
algo reiterado cien veces en la Guía histórica al señalar la falta
de placas oficiales, la ausencia de las mujeres en los libros de
historia, la falta de santas colombianas en la iglesia católica.
Pero todo esto es también parte de su queja (más que queja:
grito) sobre el vacío de memoria y la necesidad urgente de tomar más en serio al pasado para establecer el bienestar de la
sociedad actual. Con frecuencia en la obra de Mújica, es la gente
de afuera la que puede ver con ojos claros a la ciudad; son los
de afuera los que logran apropiarse de la ciudad para luego
devolverla a sus habitantes. En Bogotá de las nubes y en Las casas que hablan: Guía histórica del barrio de la Candelaria de Santafé
de Bogotá es la niña calentana, ya adulta sagaz, quien se apropia de una ciudad donde los habitantes no sienten amor de sitio,
no tienen sentido de identidad como bogotanos, no conocen
su propia ciudad ni su historia, y por eso la destruyen con su
indiferencia y su deseo de aprovecharse individualmente en vez
de sentirse parte de una comunidad interdependiente. Elisa
Mújica les devuelve a los habitantes de la ciudad su propia
historia, recuperada, y su razón de ser, su orgullo en el pasado
y el presente, y su sentido de comunidad.
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La Santafé de Bogotá de Elisa Mújica
Obras de referencia
Mújica Velásquez, Elisa. Las casas que hablan. Guía histórica del
barrio de La Candelaria de Santafé de Bogotá. Bogotá: Biblioteca Nacional de Colombia, Corporación La Candelaria y
Colcultura, 1994.
———. Bogotá de las nubes. Bogotá: Tercer Mundo, 1984.
Perilli, Carmen. Historiografía y ficción en la narrativa hispanoamericana. Tucumán (Argentina): Universidad Nacional de
Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras, 1995.
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La obra narrativa de Luis Fayad:
espacios urbanos en conflicto
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Universidad Javeriana
Estudiosos y ensayistas de la narrativa colombiana de los últimos años advierten un viraje en la perspectiva y en la concepción de los autores a partir de la década de los setenta, quienes
cada vez menos preocupados por permanecer en Macondo ceden el paso a una narrativa “más cercana a lo cotidiano” que
pretende sobre todo configurar imágenes de la vida urbana, interpretar los fénomenos sociales correspondientes y tematizar
la existencia enfrentada a la nuevas fuerzas del sistema. La captación de los complejos procesos de urbanización en Colombia,
“país de ciudades” pero sin conceptos elaborados sobre las mismas, ocurre paralela con una conciencia de escritura deseosa de
devolverle al lenguaje su potencia creadora acentuando sus efectos sensoriales, las posibilidades de su discursividad o su fuerza
de representación. Surgen entonces en una novedosa factura textual Cartagena (Burgos Cantor), Cali (Parra Sandoval), Barranquilla (Marvel Moreno), Medellín (Mejía Vallejo, Ruiz Gómez,
Fernando Vallejo) y por supuesto Bogotá desde diversos ángulos
(Apuleyo Mendoza, Collazos, Moreno-Durán, Caballero y Luis
Fayad, caso que nos ocupa en este trabajo).
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La obra narrativa de Luis Fayad
Desde un punto de vista histórico-cultural y socio-antropológico, abordar la obra narrativa de Luis Fayad creada entre 1968
y 19951 significa adentrarse en la problemática de la cultura moderna latinoamericana, cuyos procesos de hibridación generan
una “heterogeneidad multitemporal” (García Canclini, 15) que
superpone, retrasa o desvía los proyectos claves de la Modernidad, los cuales no han operado mediante la sustitución de lo
antiguo y lo tradicional, sino a través de un desacuerdo entre
modernismo cultural y modernización socioeconómica.
La meta de modernización que se impuso en el mundo y
en América Latina como un vasto proyecto hacia mediados del
siglo XX, coincide con el denominado “Bogotazo”, episodio histórico de “largo alcance” que no sólo marca nuevos rumbos para
Colombia, sino que divide la historia de Bogotá, la cual con-
1
Seguimos la siguiente cronología de Fayad: Los sonidos del fuego (1968), Olor a
lluvia (1974), Los parientes de Ester (1978), Una lección de la vida (1984), Compañeros de viaje (1991), La carta del futuro. El regreso de los ecos (1993), Un espejo después
y otros relatos (1995). A lo largo del trabajo iremos señalando distintos aspectos
formales que van desde el cuento episódico de corte tradicional hasta minicuentos
pasando por cuentos, artefactos, nouvelles, y novelas. En cuanto que las dos novelas de Fayad han merecido más atención crítica, nos detendremos de manera especial en los otros textos, sin descuidar en aquéllas nuestra perspectiva de trabajo.
Para organizar la cronología de la producción narrativa de Fayad –datos, publicaciones y ediciones– y para una primera visión panorámica de argumentos y motivos recurrentes es importante consultar el trabajo de Yuri Ferrer Franco y Julio
Hernán Contreras, Marvel Moreno y Luis Fayad en la literatura colombiana contemporánea. Universidad Nacional de Colombia, tesis de grado para optar al título de
licenciatura en filología e idiomas. Santafé de Bogotá, 1994, capítulo II, 115-243.
El enfoque temático es una buena guía para el lector de Fayad. Una versión resumida de este trabajo elaborada por Julio Contreras, “La literatura como un acto
íntimo” aparece en Fin de siglo: narrativa colombiana. Coordinación y compilación
de Luz Mery Giraldo. Cali: Editorial Facultad de Humanidades, Universidad del
Valle y Centro Editorial Javeriano, 1995, 297-312.
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tinúa apegada a su mentalidad tradicional bajo una pomposa
apariencia metropolitana; en ella el paso de lo rural a lo urbano y el acceso a lo moderno ocurre en condiciones sui generis
que generan tejidos culturales caracterizados por la heterogeneidad, la resistencia y el conflicto. En fin, el paisaje mismo de la ciudad rodeado de rancheríos que ascienden a las
montañas es expresión de las distancias, escenario propicio
para la intolerancia, el irrespeto o la indiferencia. La ciudad
no es entonces espacio de convivencia, expresión de vínculos
colectivos ni lugar para el disfrute, sino campo de batalla
donde la agresión, la desconfianza o la violencia son los protagonistas principales2.
Al abordar una producción narrativa como la de Luis Fayad
en relación con Colombia y con Bogotá, debe tenerse en cuenta que los cruces, desfases y contradicciones entre los proyectos del Modernismo cultural y los procesos de modernización
socioeconómica condicionan la producción de la literatura y
de otras prácticas estéticas; en este sentido es necesario abarcar las dinámicas socioculturales de las que se nutre Luis Fayad
y a las cuales a su vez trasciende mediante formulaciones textuales y elaboraciones discursivas. Por eso la mera aplicación
de taxonomías corre el riesgo de desconocer las poéticas específicas que se producen en los diferentes téjidos urbanos. Intentaremos en cambio lecturas cruzadas y oblicuas entre los
objetos narrativos creados por Fayad sobre y más allá de Bogo-
2
Según Saldarriaga, actualmente Bogotá y la cultura urbana contemporánea en
Colombia están en tránsito “todavía doloroso, de una sociedad aldeana, intolerante y desconfiada, a una sociedad urbana moderna y organizada con base en la
tolerancia y confianza mutua” (47).
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tá, los discursos urbanísticos y sociológicos acerca de la ciudad y la imagen de ésta que emerge de todos ellos. Dicha
imagen no corresponde a una “topografía inmutable”, pues
la toponimia inherente a las construcciones textuales se apoya en circunstancias personales, situaciones afectivas y contextos culturales siempre cambiantes. En efecto, Luis Fayad
vive de niño el desajuste de Bogotá, participa de sus movimientos ideológicos como estudiante universitario, la mira
luego desde Europa, la lee, la escucha, la describe, la narra, la
confronta de nuevo. Precisamente los bordes, los desplazamientos y los espacios marginales de Bogotá que percibe Luis
Fayad, así como las búsquedas y fracasos de sus personajes,
los lenguajes que reproduce o descubre y las estructuras sociales que representa se constituyen en construcciones alternativas que unas veces son mediaciones reflejas de la ciudad
y otras, prefiguración de sus imaginarios.
Los sonidos del fuego: inicios narrativos y recreación de la ruralidad
El libro de cuentos Los sonidos del fuego publicado en 1968 inaugura formalmente la carrera literaria de Luis Fayad, cuyo
primer cuento, “Justo Montes” de 19663, se integra con otros
siete para conformar este volumen. Situado en una Bogotá
fuertemente tensionada por el proceso de modernización y
bajo el influjo indiscutible de Rulfo, se explica su preferencia
3
Este cuento fue seleccionado por la revista Letras Nacionales, cuyo número 7
(marzo-abril de 1966) se dedicó al cuento colombiano; la selección distingue entre Cuentistas consagrados (García Márquez, Mejía Vallejo, Gonzalo Arango y Germán
Espinosa) y Cuentistas nuevos (Humberto Navarro, Óscar Collazos y Luis Fayad).
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de ese momento por ambientes rurales, paralela con un proceso de aprendizaje centrado en la precisión narrativa, la exactitud de la referencia y la planeación de indicios para el lector, quien puede reconocer los intentos frustados o no de unos
personajes por sobrevivir y afirmarse frente a todo tipo de adversidades.
Una aglutinación de motivos y tópicos dinamizados de
distinta forma –desesperanza, pérdida de la inocencia, condición de marginalidad o la experiencia vital asumida como
doloroso viaje de conocimiento– hacen de Los sonidos del fuego una cantera temática desde la que Fayad explora la condición humana en circunstancias límites. Nuestra lectura organiza los relatos de acuerdo con la recreación de ámbitos,
desde los eminentemente rurales y campesinos, hasta los
pueblerinos y provincianos; en la mayoría de los casos se
experimenta con una fórmula narrativa en que el narrador
suele saber más que los personajes y progresivamente suma
indicios sin abandonar la perspectiva de economía narrativa, en cuyo horizonte el modelo más cercano es sin duda El
llano en llamas de Juan Rulfo y del que poco a poco se va desprendiendo. Estudiaremos algunos de los relatos pertenecientes a esta colección.
“Más allá de la cuesta” y “Justo Montes” son los dos relatos más rulfianos del libro; en el primero, un pueblo habitado
por el calor y el viento recuerda la sensación agobiante de
“Luvina” y de otros cuentos de Rulfo, y las repetidas imágenes
de caminos cerrados y de ausencia de agua connotan la inexorabilidad del destino y la inexistencia de la vida, camino escarpado, que como en “Talpa”, sólo conduce a la conciencia de la
muerte. La dinámica del relato sugiere la reconstrucción de una
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derrota; el narrador comunica el presente en que varios hombres ascienden por la cuesta cargando el cadáver del forastero,
mientras que el diálogo de ellos reconstruye la vida de éste, cuyo
proyecto activo y optimista contrastaba siempre con la inmovilidad del lugar; poco a poco conocemos las distintas fases de
una caída que desemboca en la ruina moral y económica del
personaje, al tiempo que quienes lo van a enterrar identifican
la muerte como única manera de acabar una vida que sólo angustia y atormenta. En contraposición, “Justo Montes”, aunque también de ambiente rulfiano, contiene y potencia el deseo del protagonista de liberar de sí la carga de culpas impuestas,
elementos ausentes en la cuentística del mexicano. La llegada
de Justo al pueblo polvoriento en busca del hermano, el encuentro con la casa deteriorada de éste y el desprendimiento
del modelo de rectitud que representaba según los padres, concluye, después de visitar su tumba, en la decisión de quedarse
para afirmar su individualidad.
Finalmente, “La casa de las afueras del pueblo” y “Los sonidos del fuego”, situados en pueblos pequeños, no sólo se alejan definitivamente del modelo rulfiano, sino que enfocan otro
tipo de conflictos: la pérdida de inocencia del narrador protagonista en el primer relato al descubrir desconcertado su iniciación en el erotismo, y la constatación de una realidad hipócrita y mezquina que se contrapone a la buena fe de Mateo,
protagonista del segundo.
Entonces, personajes de procedencia rural y provinciana,
solitarios y desesperanzados, golpeados por fuerzas que no
siempre comprenden o endurecidos por circunstancias fatales,
serán quienes lleguen a Bogotá en el próximo libro de cuentos
de Fayad, Olor a lluvia.
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Olor a lluvia: conquistas estéticas y primera ficcionalización de Bogotá
Olor a lluvia, segundo libro de cuentos de Fayad escrito entre
1966 y 1972, y publicado en 1974 aborda la gramática de signos que constituyen el tejido urbanístico-social de una Bogotá
en la cual desde la segunda mitad del siglo XX, los desarrollos
económicos y demográficos característicos del proyecto moderno no han tenido la correlativa transformación política y cultural, sino que se han hecho con un sustento ideológico tradicional. La ficcionalización de la cultura bogotana entre los
sesenta y comienzos de los setenta se corresponde con un proceso de decantación de estrategias narrativas y de los efectos
del cuento elaborado en la mayoría de los casos como artefacto,
en el cual es frecuente un enunciado inicial a manera de
microrrelato que se dilata o contrae según la intensidad de la
situación narrada, el foco de atención del narrador o la actitud
de los personajes.
El modelo de narrador por encima de los personajes, característico de Los sonidos del fuego se enriquece o se varía con la
mezcla de estilos directo e indirecto libre, inclusión de formas
dialogales y monologales, sociolectos, visiones internas y externas, jergas, deslizamiento o recurrencia de motivos en un
mismo texto, etc., con el objeto de semantizar indicios de un
referente que interesa de manera especial: Bogotá en momentos de avance definitivo hacia la modernización socioeconómica
cuando se convierte en polo de atracción para inmigrantes provincianos o en ámbito generador de conflictos personales, familiares y sociales. Por otra parte, es evidente en varios relatos
la pugna por el espacio urbano en el cual un sector dominante
consolida su poder y controla actividades a través de la
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zonificación de la ciudad, y un sector dominado que como puede enfrenta la represión, se encierra, socializa en la calle o en
zonas marginadas, transita solitario por las avenidas, se extraña ante las nuevas construcciones o se refugia en la propia interioridad4. A continuación se estudian algunos cuentos pertenecientes a esta antología.
“Hasta mañana por la noche” y “Cantor está de viaje” recrean la llegada y el enfrentamiento de jóvenes pueblerinos a una
Bogotá hostil que en sus localidades de origen aparecía como la
posibilidad de progreso, pero ni Pedro Valde ni Cantor traen una
concepción del espacio habitable ni la nueva ciudad se los puede proporcionar. El primero, instalado en un taller de mecánica
es culpado por la pérdida de unas herramientas mientras trata
infructuosamente de demostrar su honradez; la estructura del
relato constata la conciencia de una caída ante la cual huir es
para Pedro la única salida posible. Para Cantor es más abrupto
aún el contraste entre el ambiente pueblerino que decide dejar
y la ciudad convulsionada que encuentra, la cual se presenta
como fuente de sensaciones que él registra asombrado y que poco
a poco le hacen olvidar su memoria rural: frío en los huesos, olores
penetrantes, humo de cigarrillos, música de cafés, ruidos de carros y buses, pitos y voces confusas; a su vez la disposición narrativa conduce la transformación del personaje que inicialmente pierde el habla ante la contundencia de una gestualidad
4
Fernando Viviescas (67), señala que la clase dominante enfrentó el surgimiento de las nuevas fuerzas urbanas no con una perspectiva de bienestar ciudadano,
sino desde la dinámica capitalista, pues una vez sometidas aquéllas por medio del
estado de sitio “se dedicó a diseñar una ciudad sin la participación de los conjuntos
mayoritarios de la población”.
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despectiva, luego cede a las manipulaciones de Matilde su protectora, más tarde ella lo involucra en negocios sucios hasta que
él comprende la situación, y para mantenerse en pie utiliza el
mismo código de quienes lo rodean cuando de manera sagaz los
engaña y deja el café llevándose el dinero de la caja.
Dos relatos incursionan en historias de vida cotidiana dentro de ámbitos periféricos a través de estrategias y procedimientos narrativos heredados de la más rancia tradición realista. “Suceso de Justo en la tienda de don Desiderio” y “La niña de las
rosas rojas” se centran respectivamente en una tienda y en una
pensión de barrio de baja extracción social. En el primero se
objetiviza el deseo y finalmente la imposibilidad de Justo, un
camionero, de poseer su propia volqueta; su resentimiento doloroso con la vida y con Bogotá aflora cuando irracionalmente
ofende al amigo que quiso ayudarlo y a los demás compañeros
rompiendo así los vínculos afectivos que se habían creado. “La
Niña de las rosas rojas” dilata la relación entre un joven mecánico y una adolescente dedicada a lavar ropa, quienes luchan
ante un sin fin de obstáculos para consolidar su vida de pareja;
las circunstancias personales y las obligaciones familiares de
ambos reproducen historias de pobreza y miseria, no obstante, el optimismo que los anima los lleva a escaparse de esta realidad opresora. Ambos cuentos registran los efectos de la
zonificación de Bogotá que desterró al pueblo del centro y de
los barrios residenciales, pero al mismo tiempo generó formas
nuevas de socialización y variados esquemas de disfrutar el escaso tiempo libre. Los camioneros oyen música y partidos de
fútbol o discuten las elecciones sentados en bultos de papa y
canastas de cerveza en la humilde tienda de don Desiderio, y
con gran esfuerzo se desplazan los domingos al norte de Bogo-
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tá; la pareja de enamorados disfruta el Parque Nacional, asiste
a cines del centro y dialoga en cafetines de mala muerte, después de abandonar las estrechas calles sin pavimento del barrio, los sucios depósitos de talleres y la casucha de adobe y
latas donde la joven vive con su madre.
“Olor a lluvia”, cuento que titula la colección, se estructura
a través de la doble analogía entre un luminoso día bogotano y
el falso optimismo de un empleado de banco, y la amenaza de
lluvia y su creciente pesimismo después de un llamado de atención del jefe por un error en el libro de cuentas. El plano estilístico
de este relato está muy cerca ya de los registros narrativos de la
novela Los parientes de Ester; por una parte, la atención se centra
en la rutina de un empleado cuyo anquilosamiento y mediocridad imposibilitan cualquier proyecto de vida; por otra, los continuos cambios de focalización relacionan los distintos estados
de ánimo del protagonista con un ámbito citadino que parece
contenerlos: el paradero del bus, el taxi transitando por el centro, la aglomeración de gente, el automatismo de los empleados,
la inquietud interior, la llegada del presidente De Gaulle a Bogotá, las humillaciones del jefe y la actitud final de derrota del
personaje ganado por la desmotivación proveniente de un medio social y laboral que parece cerrar todos los caminos.
La formulación narrativa del referente señalado para los
cuentos de Olor a lluvia, sumada a las conquistas literarias alcanzadas por Fayad, desemboca en otra mirada sobre la misma realidad que no exige tanto un principio integrativo de elementos, sino un proceso acumulativo de los mismos; se explica
así el paso del cuento a la novela, más como necesidad de representar otras dinámicas de la vida urbana que como mera
exigencia formal.
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Los parientes de Ester: la historia de una crisis social
El talento narrativo de Luis Fayad y su vocación de textualizar
la etapa más problemática del desarrollo urbano de Bogotá se
consolida en 1978 con la aparición de la novela Los parientes de
Ester5, sin duda la obra suya más atendida por la crítica y objeto
frecuente de preocupaciones y estudios académicos. Por una
parte el elogio se concentra en el exigente trabajo de escritura,
el efecto expresivo del lenguaje, los vínculos entre personajes cotidianos y entorno urbano y la eficacia de los desplazamientos narrativos6; por otra se valora la solidez de la estructura, la vibra-
5
La novela cuenta con tres ediciones; la primera corresponde a la editorial española Alfaguara en 1978; las dos ediciones colombianas son la de Oveja Negra en
1984 y la realizada por la Universidad de Antioquia en 1993, la cual hemos seguido para nuestro trabajo.
6
Entre otros críticos, Eduardo Jaramillo (53-54), hace notar la conciencia de escritura que anima la novela integrada a su concepción realista; Ricardo Cano Gaviria
la considera la mejor novela de la década del setenta al lado de Misia Señora de
Alba Lucia Ángel; destaca la destreza narrativa para abordar registros históricos,
sociales y culturales de Bogotá y del país. Véase “La novela colombiana después
de García Márquez”, en Manual de literatura colombiana, (387-391). Además del
trabajo de Yuri Ferrer y Julio Hernán Contreras reseñado en la nota 4 de nuestro
trabajo, otras monografías universitarias abordan distinas significaciones de Los
Parientes de Ester; en un excelente trabajo Margot Yalile Sosa situada desde una
perspectiva narratológica, descubre importantes relaciones entre autor-narrador,
narrador-personaje, narrador-focalizador, etc. Véase Hacia una visión sociocrítica de
la relación narrador-personaje en los Parientes de Ester, de Luis Fayad. Tunja; Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia. Monografía para optar el título de
especialista de literatura y semiótica, 1995. También es esclarecedora la monografía de Sung Suk Kim, quien explora “homologías” entre estructuras significativas de la novela y contextos histórico-sociales de Bogotá y del país entre 1960 y
1980. Véase Los parientes de Ester: una visión crítica de la realidad urbana en Colombia.
Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana. Departamento de literatura, maestría
en literatura, 1993.
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ción espacial de Bogotá y el poder de la novela para revelar su
descomposición social y la del país durante el Frente Nacional7.
La focalización se desplaza al interior del tejido social de
Bogotá con énfasis en la decadencia de una familia que inútilmente se aferra a sus tradiciones, mientras es ganada por las
dinámicas capitalistas del orden mercantil instaurado como signo incuestionable de progreso y desarrollo8. De manera equivalente, el entramado de diez y seis capítulos conforma seis
7
Fernando Ayala Poveda resalta la impecable estructura de la novela y su poder
de significación de realidades que identifican la sociedad y la cultura colombiana,
véase “Luis Fayad, el rescate de un lenguaje vernáculo”, en Novelistas colombianos
contemporáneos. Bogotá: Universidad Central, 1984. Insisten en lo mismo Helena
Araújo (32) y Fausto Cabrera, “Nota de urgencia sobre la novela de Luis Fayad”
en Magazín Dominical de El Espectador, Bogotá, abril 10 de 1979, 11; Policarpo
Barón señala la captación que la novela hace del imaginario bogotano, “Bogotá en
la novela de Luis Fayad”, en Nueva Frontera. Bogotá, 1984; Luz Mery Giraldo se
refiere a la representación de la vida cotidiana de Bogotá, “La novela urbana en
Colombia o la conciencia de presente” (Luis Fayad y R. H. Moreno-Durán) en
Universitas Humanística, Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de ciencias
sociales, Bogotá, 1982, año XI, No. 18, 47-58. Guillermo Alberto Arévalo ha integrado lúcidamente todos estos valores estético-sociales de la novela relacionándola con la tradición narrativa sobre Bogotá, sus personajes típicos, las conexiones
con el cine, etc. Véase “Luis Fayad: narrador de lo contemporáneo”, en La novela
colombiana ante la crítica 1975-1990, 243-258.
8
El mismo Fayad explica su deseo de captar los cambios acelerados de Bogotá con
el advenimiento de la Modernidad; señala que la ciudad y sus gentes “a partir del
asesinato de Gaitán vieron cambiar su entorno en forma radical que en pocos años
tuvo mayores transformaciones que a través de varios siglos”, véase Luisa Fernanda
Trujillo, “La presencia de la ausencia en los parientes de Ester”, en Magazín Dominical
de El Espectador, Bogotá, mayo 13 de 1984, 5. Fayad también aclara que el sustrato
de la novela está anclado en el período histórico de la violencia, transformada luego
en vivencia cotidiana de la ciudad, “difícilmente se puede escribir algo que no exprese la realidad nacional de una u otra manera y Los parientes de Ester tiene como telón
de fondo esa violencia ineludible. Véase Diana Lloreda Londoño, “Luis Fayad: de la
desesperanza a la novela urbana” en El Siglo, Bogotá, mayo 14 de 1984, 4.
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secuencias ligadas estructuralmente dentro del tejido narrativo, en cuyo centro el autor implícito actúa a través de la voz
del narrador, quien muchas veces se comporta como testigo de
lo que hacen, ven y oyen los personajes y otros como mediador que mantiene la coherencia del relato9; en ambos casos el
sincretismo entre la voz narrativa y las distintas focalizaciones
genera instancias discursivas donde cobran sentido las dinámicas sociales que ocurren en el seno de la ciudad y las diferentes formas de habitarla, padecerla o conquistarla.
La primera de las seis secuencias se desencadena a partir
de la lucha de Gregorio Camero por sobrevivir a la pobreza y a
la invasión de los parientes de su esposa recien muerta en su
vida personal y en su entorno social. La segunda enfoca a
Mercedes Callejas, quien ejerce un inflexible control en la vida
de Gregorio y en la de los demás hermanos, Ángel Amador,
Honorio, Victoria y Julio y cuya figura se yergue como símbolo de la decadente moral de la familia. A medida que se avanza
en el trayecto narrativo, la tercera se centra en Ángel Callejas
que deseoso de superar sus limitaciones económicas sueña con
montar un restaurante, empresa en la que arrastra a Gregorio
después de convencerlo de las bondades que ella representa.
En contraste, la cuarta percibe a los personajes que ostentan el
poder monetario, Honorio Callejas, Nomar Mahib y Solimán,
9
Estamos de acuerdo con Margot Yalile Sosa (53-54 y 90-94), quien precisa el
punto de vista de Cano Gaviria en relación con el narrador de Los parientes de Ester.
Más que un narrador-personaje es un narrador testigo, y como tal no participa de
los hechos, aunque está presente en los mismos; tampoco su omnisciencia es total
pues no puede informar todo acerca de los personajes; además deben tenerse en
cuenta las constantes modificaciones de las perspectivas narrativas “mediadas siempre
por un sujeto focal que se encuentra en sincretismo con el narrador”.
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para quienes la posesión del dinero es signo de prestigio y de
movilidad social. A su vez la quinta se detiene en Amador Callejas, oveja negra de la familia, oportunista y vividor que sólo
ve en los demás la posibilidad de obtener algún beneficio. Finalmente la sexta secuencia focaliza la relación de Hortensia, hija
de Gregorio, y de Alicia, la primera rica, para representar las frustraciones de la juventud en medio de la crisis de valores generada en la sociedad.
La factura aparentemente tradicional de Los parientes de Ester
contiene elementos contemporáneos como el juego narraciónrepresentación, la pluralidad de voces, las frecuentes intrusiones
del autor implícito, la modificación permanente de las perspectivas narrativas y la sustitución del gran relato por contextos
de la vida cotidiana10. Tales elementos generan una visión, la
cual más allá de ilustrar posiciones ideológicas de uno o varios
grupos sociales, brota de problematizar las relaciones de individuos alienados que viven el desajuste y la rutina de una ciudad enfrentada a las consecuencias de la masificación, la burocracia y el mercantilismo. En dicha sociedad cualquier búsqueda
de valores genuinos se halla mediada por el dinero: las estafas
de Amador, el sueño del restaurante como antídoto de la pobreza, el ocultamiento de la ruina económica de la familia que
desata en Honorio el deseo de crear una industria textil en los
Estados Unidos o los esfuerzos de Hortensia por ahorrar en su
trabajo para acercase más al status de Alicia. En este sentido,
los deseos frustrados y la disolución de la familia Callejas se
10
A estos y otros elementos se refiere ampliamente Yalile Sosa luego de concluir
su lectura narratológica (100 y ss.).
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constituyen en paradigma de una clase social decadente del
Bogotá de los sesenta cimentada en una doble moral y en un
falso código de valores.
De todas maneras en al novela sobresale la toma de conciencia de la realidad por parte de algunos personajes; Ángel al
no conseguir el préstamo para el restaurante decide acabar con
la falsedad de su apellido, saca de la clandestinidad su relación
con Rosa y enfrenta a Mercedes en el momento en que la presenta con el hijo de los dos ante la familia; también Gregorio
Camero decide asumir la situación, empeña sus objetos y vende el radio para pagar la educación del hijo, y luego, en el célebre episodio final enfrenta a Amador que se había aprovechado de su buena fe, cuando bajo el pretexto de ir al baño lo deja
solo en la cafetería sin haberle prestado el dinero prometido.
La imagen de Bogotá que brota de las redes narrativas no
se perfila desde una intención topográfica, sino a través de los
desplazamientos de los personajes11, cuyas vida simples y a la
vez complejas constituyen rituales rutinarios de una cotidianía
habitada por la mediocridad; inseguros y recelosos recorren diariamente la ciudad, en los trayectos entre espacios privados y
públicos o viceversa aparecen casas, calles, barrios, oficinas y
restaurantes, con los cuales se definen modos de ser o de estar;
no es entonces el mapa urbanístico lo que identifica a Bogotá
en la novela, sino el carácter que Fayad imprime a cada perso-
11
Guillermo Alberto Arévalo ha señalado que una de las preocupaciones fundamentales de Fayad durante los dos años que duró decantando la novela fue la relación de cada personaje con los demás hasta lograr que fueran “típicos” en el sentido Lukacsiano, más que símbolos, son seres individuales y complejos,
contradictorios; no obran en la novela como representantes de una clase social,
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naje y a la relación de éstos con aquélla en tanto espacio determinado y determinante (255). Por otra parte, el desarrollo capitalista genera en los habitantes una mentalidad de consumo
y necesidades de confort, quienes de acuerdo con sus condiciones socioeconómicas disfrutan o no de los beneficios del sistema; es ilustrativo a este respecto el contraste entre el alto nivel
de vida de Alicia y el precario de Hortensia; mientras la primera viaja al extranjero, estudia inglés en el Centro Colombo-americano, tiene auto, televisión, teléfono, equipo de música y frecuenta sitios de moda, la segunda nunca ha salido de Bogotá,
sólo conoce a medias frases de inglés que le enseñan en el colegio, oye música en un radio viejo y tiene que pagar al vecino
por ver televisión. De la misma manera, mientras Ángel vive
cómodamente en la casa familiar de dos plantas en el barrio
Teusaquillo con pisos brillantes y amplias cortinas, Rosa vive
en arriendo en un humilde apartamento del Barrio Santafé, no
posee nevera ni calentador y reemplaza con cartones los vidrios
faltantes de las ventanas.
En fin, al interior del tejido social el inconformismo y las
contradicciones se mezclan con el escepticismo, la ansiedad generada por la rutina se solaza en la vacío afectivo, la soledad y
la incomunicación dan lugar al aislamiento, a la negación de sí
mismo o al anonimato; la superficialidad y el mercantilismo
que rige la ciudad marchan paralelos con la crisis de valores; el
surgimiento de nuevas clases desplaza a las clases decadentes,
aunque pertenecen claramente a sus respectivos estratos, ni personifican alguna
idea, sentimiento o gran tema filosófico. Son los que nos topamos todos los días
por las calles de Bogotá, y a la vez resultan únicos e inolvidables después de la
lectura (254).
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como la representada por la familia Callejas, instaura nuevos
modelos de comportamiento y proclama el desarrollo material
por encima de todo.
Una lección de la vida: momento de síntesis creativa
El tercer libro de cuentos de Luis Fayad, Una lección de la vida,
está integrado por dieciséis relatos, once de los cuales habían
aparecido en Los sonidos del fuego y en Olor a lluvia, los cinco
restantes constituyen un núcleo específico en cuanto a la captación del tejido urbano de Bogotá durante los setenta e inicios de los ochenta12 y son una muestra acabada de la búsqueda de un artefacto narrativo donde el movimiento centrípeto
alrededor de un suceso, el equilibrio móvil entre enunciación
y enunciado, el diestro manejo de los diálogos, la armonía de
efectos semántico-estilísticos y el acento conclusivo logran configurar un orbe textual que apela intensamente al lector. Este
puede percibir estructuras significativas relacionadas con situaciones ocurridas en Bogotá, donde se han formado segmentos
culturales aislados que desarrollan una cultura de la pobreza y
una clase media que vive acosada por conflictos políticos.
12
Sin pensar en correspondencias inmediatas entre contextos históricos y producción literaria, debe señalarse que los cinco cuentos no conocidos de Fayad y
publicados en 1984 se relacionan con la tercera fase de desarrollo señalada por
Alberto Saldarriaga (17-18) para la cultura bogotana (1980-1990); en ella destaca la estabilización relativa del proceso demográfico y de la misma cultura urbana, la disminución de la inmigración rural, el alcance expansivo de los medios de
comunicación, el incremento de diversas manifestaciones de violencia, la
complejización de los comportamientos urbanos, el debilitamiento de algunas
tradiciones y la metamorfosis de otras.
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Los oficios cotidianos de seres anónimos radicados en Bogotá se constituyen en motivo de tres de los cuentos que Fayad
somete a un riguroso tratamiento literario: el seguimiento que
el padre hace del hijo cuando lo envía a la carpintería con el
objeto de arreglar un asiento desvencijado después de haberlo
entrenado en los secretos de diversas ocupaciones (“Una lección de la vida”); la actitud vigilante de un taxista pendiente
de encontrar pasajeros en el centro aglomerado de la ciudad
(“El caballero de la gran avenida”), o la disimulada preocupación de un viejo librero por los movimientos y gestos de posibles compradores de libros que alguna vez fueron novedad (“La
compra de un libro”). En los tres casos, la estructura narrativa
intensifica la relación padre-hijo, taxista-pasajero y librero-comprador con el objeto de captar significaciones que apuntan a
lecciones de vida.
En “Una lección de la vida”, cuento que titula el libro, la
experiencia del padre genera la necesidad de confrontar al hijo
sometiéndolo a pruebas, cuya superación es indispensable para
ganarle a las contingencias de la vida; por eso, al constatar los
errores del muchacho en la negociación con el carpintero sale
de su escondite, desnuda la actitud aprovechada de éste y previene al hijo en el futuro manejo de situaciones; la lección señala la seguridad de uno mismo para impedir que el otro lo
manipule o le imponga condiciones desfavorables.
“La hora de las visitas”, cuento que cierra el libro, no sólo
no se elabora según el principio de condensación –intercala y
superpone dilatadas secuencias–, sino que anticipa el mundo
de la próxima novela al enmarcarse dentro de un determinado
referente histórico, la dictadura del general Rojas Pinilla en este
caso, a partir de la cual Fayad intenta reconstruir el desarrollo
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ideológico de Bogotá. En efecto, la antinomía adentro-afuera
constituye el movimiento narrativo: en la sala de una casa de
clase media se conversa sobre el Estado de Sitio, las dificultades de la ciudad, el toque de queda y los problemas del negocio de seguros, y en el patio de la misma, dos niños juegan a la
guerra; exteriormente en cambio se ubican el ejército, los cañones, las manifestaciones estudiantiles y las persecuciones. Al
final todo queda en suspenso, continúa el Estado de Sitio13 y
su efecto parece prolongarse en las vidas familiares, pues los
niños que juegan a la guerra terminan peleándose de verdad.
Precisamente, la búsqueda de certezas ideológicas o políticas
será el móvil de Compañeros de viaje.
Compañeros de viaje: una travesía ideológica
En 1991, después de reafirmarse en el modelo de relato concentrado característico de Una lección de la vida, Luis Fayad publica su segunda novela, Compañeros de viaje, que al igual que Los
parientes de Ester ficcionaliza la problemática social de la Bogotá de los sesenta con el sedimento de su contexto provinciano
y su mentalidad conservadora, pero hace virar la focalización
hacia la esfera de la Universidad Nacional de Colombia, ámbito fundamental en esa época de desarrollo sociocultural e ideológico de la capital y del país, cuando se ratifica la izquierda,
se emprende la búsqueda de cambios radicales y se construyen
13
Fernando Viviescas (59-90) se refiere a “la ciudad del estado de sitio” como
categoría conceptual para explicar el programa del sector dominante, especialmente
en Bogotá durante la segunda mitad del siglo XX, encaminando a contener, controlar y reprimir la población citadina.
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utopías en relación con la libertad, la igualdad de derechos, la
justicia, la identidad nacional y el bienestar colectivo14.
A diferencia del impecable diseño estructural de Los parientes
de Ester, se evidencia ahora un exceso de secuencias, lentitud
en el ritmo narrativo, dilusión de personajes o debilitamiento
de la fuerza expresiva del relato por la omnipresencia del narrador y por el peso acumulativo de las referencias históricas.
Sin embargo, la perspectiva que anima a Compañeros de viaje es
escencial en la focalización que hace Fayad de las transformaciones de Bogotá desde el punto de vista ideológico-cultural;
esta nueva dinámica urbana proyecta el imaginario citadino más
allá de los marginados sociales y del anquilosamiento de sus
estratos pequeñoburgueses. Se explica así que Fayad, a finales
de los ochenta, centre su mirada en un anacronismo deliberado
entre 1965, cuando el padre Camilo Torres Restrepo celebra la
última boda en la capilla de la Ciudad Universitaria, y el 15 de
febrero de 1966, cuando muere en las montañas de Santander.
Resulta entonces significativa la galería de personajes que
tipifican realidades socio-culturales: Amadeo Lucerna, estudiante de derecho, quien con sus inquietudes revolucionarias logra
sacudir el tradicionalismo ideológico de su familia, típica representante de la clase media. Eduardo Esguerra, compañero
de Amadeo, activista estudiantil, hijo de un médico y líder
14
En 1989 antes de concluir la novela el mismo Fayad manifestó: “Compañeros
de viaje quería en un principio ser una historia de jóvenes, pero se convirtió en
una historia urbana, de una ciudad vieja y de una gente nueva: las relaciones
que se cruzan entre jóvenes y viejos en la Bogotá que vivieron los compañeros
de Universidad de Camilo Torres”, véase “Retrato de un novelista en su estudio” en Revista Credencial edición 35, diciembre de 1989, 11. Entrevista de Carlos Mauricio Vega.
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gaitanista, que a pesar de pertenecer a la burguesía se compromete ideológicamente con las nuevas dinámicas políticas; un
grupo de estudiantes, Eladio, Nubia, Quirigua, Del valle, Irma
Leal, Reynaldo Vega, Rebeca y Tufi Ferid, conforman un núcleo
dedicado a actividades clandestinas, reparten panfletos, escriben
consignas en los muros de la Universidad, frecuentemente enfrentan la fuerza pública, lideran los movimientos camilistas en
ciernes y conocen de cerca los rigores de la persecución y de la
cárcel. Otros personajes representan diferentes estereotipos: el
soldado, el ciudadano común, el empleado de clase media, el
obrero, el agitador público y el guerrillero dispuesto a conmover
y cambiar los cimientos de la sociedad. Como una presencia que
atraviesa el tejido narrativo se yergue la figura de Camilo Torres, conciencia ideológica de la novela, cuyo compromiso con
la realidad social y cuya identificación con los ideales del Che
Guevara apuntan a la búsqueda de un nuevo orden.
Por otra parte, el ambiente bogotano de los sesenta revela
su eclecticismo arquitectónico y social; construcciones de mitad de siglo al lado de edificaciones futuristas atestiguan el
despertar de la ciudad convertida en iderario de militantes estudiantiles y donde todavía tienen vigencia las censuras impuestas a discursos políticos, literarios y cinematográficos por razones morales, religiosas y de conservación del sistema. Tres
espacios son fundamentales para el transcurrir de la acción narrativa: la casa, espacio de las relaciones familiares; la calle, ámbito de las aproximaciones sociales y de los contrastes culturales y los predios de la Universidad Nacional, foco de irradiación
de ideas y puesto de combate.
Así, en un momento decisivo del trayecto, cada personaje
asume su propio destino, de modo que unos se quedan en la
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ciudad empeñados en la lucha ideológica y otros deciden partir lejos de aquélla para tomar las armas. Todos han sido y siguen siendo “compañeros” en la búsqueda de utopías sociales.
El viaje continúa.
Ruptura de los límites espacio-temporales
y de la contemporaneidad narrativa
Después de Compañeros de viaje, las dos producciones narrativas más recientes de Luis Fayad, La carta del futuro. El regreso de
los ecos (1993) y Un espejo después y otros relatos (1995), representan logros formales que desafían criterios canónicos y reformulan los enfoques de sus referentes predilectos. Su proceso
creativo, luego de decantar la elaboración unitaria de efectos
propia del relato clásico y transitar por la órbita integrativa que
supone la novela, opta por la nouvelle, variante fronteriza entre
estas dos formas, en El regreso de los ecos. La carta del futuro. Asimismo, en Un espejo después se sintoniza con la exigencia contemporánea de síntesis generada por la continua presión del tiempo, las grandes distancias, el ritmo acelerado de las ciudades, la
primacía de la imagen y los medios masivos de comunicación,
elementos característicos de la cultura urbana de los noventa15.
En consecuencia, prefiere el relato breve –textos entre dos líneas y una cuartilla–, que contiene una intensa explosión de
sentido y exige una participación activa del lector.
15
Siguiendo nuevamente a Alberto Saldarriaga, la cultura urbana de Bogotá en
los años noventa se caracteriza por un conjunto de condiciones particulares que
definen se carácter: marcada diversidad cultural de la ciudadanía por razones económicas, origen, nivel educativo e intereses adquiridos y desarrollados en la ciudad; formación incipiente de una cultura ciudadana causada por la acumulación
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Más que focalizar el acelerado movimiento urbano de Bogotá en La carta del futuro o bien el desarrollo metropolitano de
Barcelona en El regreso de los ecos, a Fayad le interesa la relación
dialéctica ciudad-campo y los vasos comunicantes entre la urbe cosmopolita y la provincia tradicional. En ambos casos percibe los complejos procesos culturales generados: convivencia
asimétrica de lenguajes, contraposición de discursos, idiosincracias conflictivas, reconocimiento de diferencias y producción
de imaginarios que continuamente crean y recrean la ciudad
con sedimentos de la provincia y viceversa. A su vez, la ausencia de indicios espacio-temporales en los minicuentos de Un
espejo después acentúa la condición cosmopolita del hombre contemporáneo más allá de determinados espacios geográficos y
por encima de localizaciones cronológicas.
La estructura narrativa de La carta del futuro comunica a Bogotá con el entorno rural a través del viejo motivo literario de
las cartas. Las veintiséis secuencias que la constituyen se articulan a partir de una concentración episódica, alternada con
esquemas retrospectivos que contextualizan el motivo central:
la carta con un mensaje adicional que desde el campo Acacia
envía a su hermana Inmaculada, establecida en Bogotá como
empleada doméstica; en efecto, la primera secuencia es continuación ampliada de la última, se precisa la temporalidad de to-
no elaborada de sedimentos del proceso de urbanización con su alta tasa de inmigración rural y por la poca consolidación de una experiencia urbana; marcada influencia de los contenidos emitidos por los medios masivos de comunicación que
se expanden vertiginosamente; desarrollo incipiente de actividades culturales especializadas; aparente modernización en la vida urbana manifiesta en signos exteriores de la ciudad: tecnología, comunicaciones, modas, edificios que se combinan con mentalidades tradicionales (véase Saldarriaga, 19-20).
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das y se reiteran significativamente los elementos definidores de
la realidad textualizada: la despedida de madre e hijas en la vereda cuando éstas se marchan a la capital, el trayecto en mula
con el padre, la llegada a la estación de buses del pueblo, el lento aprendizaje de lecto-escritura de Acacia y su inquebrantable
deseo de viajar a Bogotá expresado en las cartas. Esta impresión
de rapidez se refuerza por el lenguaje austero, los diálogos funcionales y la economía en la distribución de referentes.
Las cartas que escribe y lee Acacia establecen puentes entre oralidad rural y conciencia citadina de escritura como una manera de percibir bordes poco conocidos del proceso de modernización de Bogotá. Mientras Inmaculada y Julia en la capital
y sus respectivas familias en la vereda oyen y verbalizan la ciudad, doña Graciela y la señora Morelos la escriben al tiempo que
leen la provincia. Acacia representa la transición entre una y otra
cultura, pues sabe leer y escribir, competencias que todos
mitifican y desean para sí porque en su práctica radica la posibilidad de aumentar el conocimiento y mejorar la calidad de
vida. Sin embargo, el poder de la letra escrita no desplaza el
valor de la oralidad provinciana; precisamente por mediación
de la señora Morelos Inmaculada recuerda la vereda y verbaliza
los paseos al río, los juegos con sus hermanos, las faenas de recolección o la compra de víveres en la tienda del pueblo; Julia
al escucharla siente que su lenguaje ha perdido fuerza, desea
que permanezca en Bogotá y sustituye el desconocimiento que
la ciudad tiene del campo recurriendo a la oralidad con la cual
fascina a los niños citadinos.
La firme decisión de Acacia de viajar a Bogotá, contenida
en La carta del futuro se enmarca dentro de una relación armónica ciudad-campo. La primera está focalizada desde los vín-
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culos familiares en un barrio amable donde el campesino es bien
recibido y se valora su identidad; el segundo se idealiza al poblarlo de habitantes dispuestos, ingenuos, prudentes, primorosamente vestidos y poseedores de un lenguaje auténtico.
Dicha coexistencia es quizá una mediación simbólica de la asimetría cultural que Fayad percibe en la modernización de Bogotá y puede también leerse como una forma de compensación
ante la ausencia de un discurso urbano capaz de asumir de
manera positiva la persistencia que en su interior tiene la
oralidad campesina.
En El regreso de los ecos, Fayad aborda la multiplicidad de identidades que se cruzan en la cultura española, particularmente
la catalana y la andaluza, representadas en Barcelona y en el
pueblo natal de la protagonista. Las diecinueve secuencias que
constituyen esta nouvelle se articulan en un movimiento cercano a la sintaxis cinematográfica; las primeras continenen el motivo desencadenante: atracción de Roseta por Juan Miguel, joven andaluz a quien conoce en una feria y simultánea alteración
del vínculo afectivo con su amiga catalana, Joana Boixes. Frente al muchacho habla en castellano, exagera el acento del sur y
prefiere su nombre andaluz, Marirró, pero no desea compartir
con aquélla la nueva experiencia. El resto de secuencias hacen
aparecer en un crescendo los ecos de la cultura originaria de
Marirró, los cuales afirman su perfil y establecen la diferencia
con la cultura catalana. Al final, la estructura narrativa desemboca en el encuentro de Joana y de Roseta consigo mismas y
con las identidades culturales que representan. Cada una se
reconoce al experimentar la ausencia de la otra. Joana se
accidenta en una loca carrera de motocicleta cuando busca afanosa la imagen de Roseta; ésta al enterarse sufre por la salud
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de su amiga, la reencuentra interiormente y sólo piensa en verla de nuevo.
El regreso de los ecos encarna una forma de resistencia cultural de la provincia, cuyos valores deben integrarse a modelos
más equitativos de desarrollo; por eso al tiempo que RosetaMarirró ratifica el gran afecto por Joana, desea que ella aprenda a silenciar su voz para que de verdad pueda oir la suya. No
se trata entonces de la oposición irreconciliable metrópoli desarrollada-provincia subdesarrollada, sino de crear la posibilidad de vivir las diferencias dentro de una concepción de cultura capaz de privilegiar la unidad de lo diverso.
Un espejo después y otros relatos, último libro de Fayad publicado hasta el momento, está compuesto por treinta y cuatro
relatos breves, minicuentos o ficciones súbitas, algunos de los
cuales fueron escritos desde 1975. A todos los anima el carácter epifánico de sus análogos latino y norteamericanos, a los
cuales más que relatar una historia les interesa capturar un hecho, un instante o acción reveladores de alguna problemática
de la vida sin que importe mucho el dónde y el cuándo.
Fayad sigue de cerca el modelo de Monterroso –construcción centrípeta, alta economía expresiva, intemporalidad, elaboración elíptica– y reactualiza posturas en las que la narración no pretende retratar realidades o ilustrar determinadas
situaciones, sino crear un orden posible que desafía la lógica
causal y desestabiliza las convenciones habituales del lector.
Leoncio, hombre citadino, solitario y anónimo es el personaje
de todos los relatos, a través suyo se unifican series de motivos
de distinta procedencia literaria: mutación de espacios, espejos inquietantes, cruce de tiempos, sueños infinitos, juegos de
dobles o insospechadas equivalencias entre arte y vida. A la ma-
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nera de Kafka, Fayad crea ambientes que limitan con lo absurdo al tornar enigmático y oscuro lo trivial y cotidiano; como
Cortázar, hace coincidir diferentes temporalidades en una asombrosa confusión de realidad y fantasía; siguiendo a Borges
incursiona en laberintos filosóficos y se entrega sin reservas al
indefinible límite entre sueño y vigilia.
En efecto, Leoncio se siente extraño y desorientado cuando súbitamente desconoce su barrio y su casa: la comunidad
de vecinos se transforma en aglomeración urbana, construcciones de vidrio y centros comerciales reemplazan el antejardín
con pinos o la vieja aldaba del portón es a la vez el timbre eléctrico de un moderno edificio (“El otro camino”); en una calle
familiar descubre asombrado que un espejo al reproducirlo le
anuncia cómo irá vestido y cuál será la expresión de su rostro
el día siguiente. (“Un espejo después”); en otra ocasión ve reflejados en aquél todos los momentos de su vida e intenta detener el tiempo en el olvidado encuentro con su prometida (“La
mujer en el espejo”), o deja en suspenso una jugada de ajedrez
hasta que pueda contrariar el movimiento que lo coloca en jaque (“Ajedrez infinito”). Por otra parte, equivoca la vivencia
de los días (“El día equivocado”) y pierde un jueves del almanaque (“El día extraviado”); acelera sus acciones cuando un adivino lo entera que un amigo lo golpeará, inmediatamente lo
busca, lo provoca, le pega y aquél le devuelve la cachetada (“Historia de una agresión”); incluso la confusión temporal hace que
en su presente de adulto viva de nuevo un accidente de la infancia (“Historia de la cicatriz”).
La incertidumbre ante la vida se acentúa cuando en la oficina, en la calle o en el apartamento, Leoncio experimenta la
indefinición entre sueño y vigilia; ésta suele estar gobernada
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por aquél (“Sueño en colores”), al intentar liberarse de una pesadilla, cada experiencia cotidiana lo acerca más a la realidad
soñada (“Anuncios del gran temblor”); cuando sueña que está
soñando pierde los sueños y de inmediato inicia otros (“Pesadilla lejana”), que a su vez se transforma en laberintos infinitos (“La cama y el escritorio”). Asimismo, el aislamiento y la
conciencia de soledad de Leoncio agudizan sus sentidos hasta
el punto de escuchar ruidos guardados antaño por su memoria, entre ellos descubre el eco de sus propias palabras nunca
oídas y recuerda el momento en que las pronunció rectificando el vacío de significado de las mismas (“Ruidos en vano”).
De ahí la persistente necesidad de comunicación presente en
varios minicuentos; Leoncio ante la imposibilidad de conversar con un amigo dialoga con su propia sombra proyectada en
la pared y para no perderla enciende bombillas (“Convocatoria de la sombra”), se comunica consigo mismo desdoblándose en una rata a la que no ha podido expulsar del apartamento
(“Mensaje de medianoche”), o se pelea con su yo, que degradado en forma de perro sarnoso lo persigue hasta exasperarlo
(“Un hombre y un perro”). En algún momento siente la invasión de miedos infantiles provenientes de estructuras familiares y sociales, las cuales objetiviza en un gato de cristal que lo
mira, lo acompaña, lo espera y lo amonesta cuando llega tarde
(“Presencias en el apartamento”). La recurrencia del motivo del
doble no sólo enfatiza la condición solitaria de Leoncio, sino
que representa ansiedades y conflictos irresueltos: su misma
sombra se queja de cansancio mientras trabaja a media noche
(“Queja de una sombra”), luego su doble vestido de negro le
ordena seguir caminando cuando sólo desea descansar (“Venganza compartida”); otras veces una voluntad poderosa no le
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permite tomar ningún tipo de decisión (“La fiesta de las sombras”) o se ve a sí mismo en la figura de un hombre que con un
revolver apunta a otro con quien mantiene un antiguo rencor
(“Una guerra silenciosa”).
La inseguridad, la incertidumbre y la crisis de sentido generan en Leoncio la pregunta filosófica, la inquietud metafísica o la reflexión existencial (“El destino en una línea”, “La forma del mundo”, “El fin del mundo”, “El centro del universo”).
Finalmente la confluencia arte y vida desvirtúa convenciones
sociales y dogmas de la cultura y le permite experimentar un
orden secreto: intuye, el nacimiento de una sinfonía en la confusión de ruidos callejeros (“Música privada”), identifica la realidad con un texto que continuamente se lee y del cual el lector es a su vez personaje (“Personaje en apuros”), desea
comprender a cabalidad la sustancia de transeúntes representados en un cuadro, alternando para ello su condición de sujeto espectador y de objeto representado (“Galería de exposiciones”). Incluso, vive la inestabilidad de las significaciones cuando
enfrenta la problemática de la escritura, (“Inútil rescate”) quizá la misma que asistió a Luis Fayad a lo largo de todos los relatos de Un espejo después.
Después de recorrer la narrativa de Luis Fayad desde 1968
hasta 1995 es claro el cruce de dos procesos mutuamente conectados en su interior, el de escritura con sus correspondientes dinámicas expresivas y el de captación problemática de un
espacio urbano, Bogotá entre los años sesenta y ochenta,
metamorfoseada luego en cualquier urbe contemporánea. El
primero incluye transgresión de modelos, cuestionamiento de
géneros canónicos y diversidad de formulaciones textuales; el
segundo vierte y revierte las asimetrías existentes entre moder-
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nización económica y modernismo cultural, las cuales
relativizan el proyecto moderno de la capital colombiana, cuya
resignificación se hace evidente cuando de aldea grande se transforma en metrópoli ocasionando conflictos sociales, crecimientos heterogéneos, hibridaciones o surgimiento de subculturas.
Precisamente las lecturas que Fayad hace de los nuevos signos
urbanos desembocan en elaboraciones alternativas, las cuales
son reflejo mediato de los ritmos citadinos, revelación de sus
poéticas ocultas o prefiguración de sus imaginarios.
Las formulaciones narrativas de Fayad en relación con el
desarrollo urbano de Bogotá se hallan tensionadas entre la ciudad del Estado de Sitio, creada a mediados del siglo XX por sectores dominantes sin contar con la participación del ciudadano,
y la segunda fundación de la ciudad colombiana, proyecto conjunto de arquitectos, urbanistas, sociólogos, narradores y artistas
en general, el cual remite críticamente a los condicionamientos
que rodearon la primera fundación de la ciudad moderna con
el objeto de no frustrar una nueva concepción de la misma16.
En este sentido resultan significativas y significantes las imágenes urbanas creadas por Fayad, las cuales incluyen diversas
interpretaciones de fenómenos socioculturales: llegada de
inmigrantes a Bogotá, pugnas por el espacio citadino, surgimiento de sectores marginales, situaciones de desposesión y mise-
16
Cf. Fernando Viviescas, 259-270. Se señala que la ciudad del Estado de Sitio fue
manejada como feudo electoral y para dominar las resistencias se implantaron
normas represivas y planificaciones extranjerizantes. La segunda fundación de la
ciudad colombiana concibe el espacio urbano como el ámbito de la convivencia
democrática, la tolerancia, el disfrute, la defensa de la individualidad frente a la
masificación, en esta nueva ciudad se valora la diversidad cultural, fruto de aportes regionales acumulados.
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ria, conflictos de clases, confrontaciones ideológicas, apego a
tradiciones decadentes o triunfos del mercantilismo. A la vez,
son sorprendentes las revelaciones de los ritmos ocultos de la
ciudad, evidentes al percibir el acontecer de quehaceres cotidianos, las nuevas pautas de sobrevivencia, los códigos secretos de comportamiento y variedad de topografías existenciales.
Por otra parte, textos recientes suyos logran crear un topos donde
se reconcilian provincia y metrópoli, se reconcen las diferencias, se valora la oralidad e incluso se superan fronteras espacio-temporales para identificar problemáticas análogas en otras
latitudes o para conformar una urbe universal, en la cual el
nuevo nómada transita solitario y desorientado al tiempo que
vive la crisis del sentido (Kronfly, 200).
Así pues, mientras fallece la aldea grande que había sido
Bogotá sin haber madurado como entidad citadina realmente
moderna, las formulaciones narrativas de Fayad al reconocer
dicho deceso potencian la necesidad de reconstruir nuestra cultura urbana para enfrentar el siglo XXI con una nueva concepción del entorno que de veras dignifique la existencia.
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Universidad Tecnológica de Pereira
MODERNIDAD Y POSTMODERNIDAD EN LA NOVELA
Luego de varios años de amplias discusiones sobre el problema
de la modernidad y la postmodernidad en la cultura y prácticamente sin lograrse una diferenciación clara en la utilización
de los dos términos, se puede deducir que el llamado discurso
“postmoderno” remite en esencia, en cuanto hace a la literatura, a la crisis de la modernidad, y en el campo de la novela en
particular, a la mutiplicación de estrategias formales que lo
hacen posible1. No así al cambio sustancial de un período histórico, de una nueva cultura, ni a la transformación radical de
estructuras e instituciones, y menos aún la apertura del ser y
del mundo a la gestación de un nuevo universo del sentido.
No habría tampoco relevo entre las estructuras derivadas de
una concepción del mundo que gira en torno a un centro, es
1
Corresponde al planteamiento central de Marshall Berman en Todo lo sólido se
desvanece en el aire. La crisis de la modernidad (Bogotá: Siglo XXI, 1991).
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decir, una concepción metafísica, por un nuevo período histórico que esté más allá de la modernidad –léase postmodernidad–
que implique una concepción diferente del mundo –descentrado– y que desarrolle a cabalidad lo que pudiera llamarse una
“postmetafísica”. Esto significa, en breve, que para hablar con
precisión conceptual de postmodernidad, es menester saber si
esta palabra testimonia el surgimiento de un nuevo período
histórico o una nueva concepción del acontecer, o si se trata
de manifestaciones variadas y contradictorias de una crisis (en
este caso de la modernidad), crisis que hoy día se revela en variados niveles, políticos y culturales (Serna Arango, 13-20).
En la literatura, y en particular en la novela, que puede considerarse como un género privilegiado para expresar la totalidad
del ser y del mundo por la multiplicidad de sus formas y lenguajes (debe recordarse que la novela es el género por excelencia de
la modernidad burguesa), la discusión sobre los conceptos de
modernidad y postmodernidad puede materializarse de manera un poco más evidente, por cuanto cabe preguntarse si los radicales cambios operados tanto en lo que se llama “visión del
hombre y del mundo” como en las estructuras formales del discurso –respecto de los modelos tradicionales– en autores como
Marcel Proust, James Joyce, Virginia Woolf, Thomas Mann y
otros que comúnmente son aceptados como los grandes
innovadores de la modernidad literaria, han sido superados y
transgredidos de manera radical por los escritores que integran
la denominada “postmodernidad literaria”; o si se trata en estos
últimos tan sólo de variaciones sugestivas y algunas veces originales en torno a los conceptos primordiales de aquéllos.
La respuesta al interrogante es no. Lo que se ha dado es un
par de fenómenos bien diferentes: la fragmentación del mun-
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do, el uno; la experimentación formal, el otro. Pero ninguno
de ellos separada o conjuntamente implican de por sí la mutación de los postulados básicos de la modernidad expuestos por
Marshall Berman cuando afirma: “Ser modernos es vivir una vida
de paradojas y contradicciones”. La modernidad, desde esta perspectiva, une a la humanidad:
Pero es una unidad paradójica, la unidad de la desunión:
nos arroja a todos en una vorágine de perpetua desintegración
y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es formar parte de un universo en el que,
como dijo Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”
[Berman, 1].
Si se intentara una síntesis de los planteamientos que se
han hecho sobre la postmodernidad, podrían reducirse a dos:
la crisis de los metarrelatos, y la “coexistencia pacífica de los
ismos”. Pero en uno y otro caso se desprenden aún del modelo
básico de la modernidad, sin que configuren verdaderas aperturas a nuevos modelos del universo del sentido: constatan con
asombro la escisión, la fragmentación, la quiebra de todos los
valores, la simultaneidad, la búsqueda de cosmovisiones adecuadas y estructuras formales para expresarlos, sin que esta verificación implique una transformación radical para el advenimiento de un nuevo hombre y un nuevo mundo, sino más bien
como expresiones –bastante radicales, claro está– de esa crisis.
La coexistencia de diferentes fuentes de legitimidad para los
discursos podría ser la manifestación límite del cambio, pero
no indica como tal una transformación en la esencia de los seres ni en la manera como estos entienden el mundo.
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Sin embargo, resulta también paradójico constatar cómo
muchos de los conceptos acuñados por la crítica contemporánea (inter-meta-para-intra textualidad; deconstrucción,
metaficción, autoconciencia, oralidad, etc.) se refieren casi siempre, y de manera bastante sospechosa, a los textos de las últimas décadas (los llamados postmodernos), como si este
metalenguaje de la crítica adquiriera funcionalidad sólo para
aproximarse a estos “nuevos” discursos y no pudiera abarcar la
totalidad de la narrativa moderna. Lo cual origina un peligro
en el proceso de lectura crítica: la idea de que todo texto que
contenga variaciones formales relativamente complejas –en la
estructura y técnica narrativas– y que de una manera u otra
exprese la sensación de vacuidad existencial del hombre, es un
texto postmoderno. Pero si estos presupuestos también nos sirven para juzgar a autores como François Rabelais, Lawrence
Sterne, Miguel de Cervantes, estaríamos ante un caso de ambigüedad y contradicción.
Para evitar tales equívocos, a nuestro juicio es más conveniente, al menos en el análisis de las obras literarias, constatar
el interés de algunos discursos novelísticos de abrir nuevos caminos dentro del legado de la modernidad y de esta forma manifestando su crisis, que hablar de propuestas verdaderamente
postmodernas, en cuanto la postmodernidad literaria no representa de manera concreta, como lo habíamos dicho, un “más
allá” de la modernidad.
En el caso de la novela, por originales que nos parezcan muchos textos –desde el nouveau roman, pasando por algunas de
las vanguardias europeas (como el grupo OULIPO liderado por
George Perec) o la novela testimonial norteamericana y el postboom latinoamericano– no existe en esencia ningún cambio ra-
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dical respecto de los autores que hemos citado antes: en Tristam
Shandy de Sterne, por ejemplo, está ya esbozada la metaficción
y la intertextualidad; en Gargantua y Pantagruel de Rabelais, la
carnavalización del habla, y en Ulises de Joyce, todo lo demás.
¿Qué es lo nuevo que se funda, entonces?
La novela urbana en Colombia
Conforme este orden de ideas, es más preciso a nuestro juicio
el concepto de crisis de modernidad cuando se analiza la literatura colombiana contemporánea que el de postmodernidad, sin que
esto implique un desconocimiento a los aportes que en este sentido se han hecho en varios estudios al respecto2.
El fenómeno de la crisis de la modernidad en la llamada
novela urbana en Colombia de las últimas décadas se hace evidente en la representación constante del ser escindido, que expresa en su fragmentación la quiebra de los metarrelatos que
legitimaban y validaban su razón de ser en el mundo, y por lo
tanto su conversión a relatos simples, es decir, no priorizados
ni hegemónicos. La vida cotidiana, en este sentido, aparece
atomizada en variados micromundos, cada uno de ellos refrendado por su misma segmentación; Asimismo, el fin de las utopías sociales, políticas, ideológicas; y como constante, la no-
2
Ver Álvaro Pineda Botero, Del mito a la postmodernidad: la novela colombiana del
siglo XX. Bogotá: Tercer Mundo, 1990; Jaime Alejandro Rodríguez, Autoconciencia y
postmodernidad. Bogotá: Si Editores, Instituto de Investigación Signos e Imágenes,
1995; y los textos recogidos por Luz Mery Giraldo en las antologías: La novela
colombiana ante la crítica: 1975-1990, Cali y Bogotá: Editorial Facultad de Humanidades Universidad del Valle y Centro Editorial Javeriano, 1994 y Fin de siglo:
novela colombiana. Cali: Universidad del Valle, 1995.
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ción de la simultaneidad en el espacio citadino y la ironía como
instrumento para encarar la crisis.
Ahora bien, estos substratos ideológicos, sicológicos y culturales del ser histórico inmerso en la vorágine de la ciudad,
por su heterogenidad, han encontrado en la experimentación
lingüística, la deconstrucción, la desestructuración formal, la
búsqueda de discursos paralelos, etc., las maneras apropiadas
para expresarlos. De ahí cierta extrañeza y dificultad que pueden generar ciertas obras con intenciones explícitas en las innovaciones técnicas narrativas –en la recepción del discurso–
cuando el énfasis se queda en lo puramente formal.
Existiendo ya un cuerpo importante de novelas en las que
puede rastrearse y estudiarse plenamente este fenómeno de la
crisis de la modernidad y de las que se ha ocupado especialmente Pineda Botero, consideramos que son las obras de Antonio Caballero, Sin remedio y de Carlos Perozzo, El resto es silencio las que mejor corresponden a su doble condición de
novelas urbanas y en las que se plantea a plenitud la crisis de
la modernidad a la que hemos venido aludiendo.
Estas novelas ofrecen matices interesantes para una aproximación al proceso de evolución de la novela urbana en Colombia (tanto en su concepción como en la ejecución del proyecto
de la modernidad), aunque ofrezcan características propias:
1. La novela de Antonio Caballero, desde una perspectiva
más tradicional, decimonónica, como novela de personaje
protagónico, búsqueda de valores auténticos y mundo degradado, sin mayores complejidades en la estructuración formal
del discurso;
2. La novela de Carlos Perozzo, desde una visión límite de
la crisis de la modernidad, como novela total y novela artefac-
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to que explora múltiples recursos formales apropiados para revelar la complejidad del ser y del mundo.
Sin remedio (1984):
Históricamente, esta novela es la primera gran novela urbana
de la crisis de la modernidad en Colombia, aunque existan algunos antecedentes notables en obras como Aire de tango (1973)
de Manuel Mejía Vallejo, !Que viva la música!, (1975) de Andrés Caicedo, Los parientes de Ester (1978) de Luis Fayad, Hojas
en el patio (1978) de Darío Ruiz Gómez, Falleba (1979) de Fernando Cruz Kronfly y la trilogía Femina suite (1977-1983) de
Rafael Humberto Moreno-Durán, para citar las que a nuestro
juicio encaran de manera directa y con mayor riqueza literaria
el fenómeno que venimos estudiando3.
La ciudad masificada
En un ensayo anterior, hacíamos referencia al tipo de ciudad
que Antonio Caballero muestra en su novela:
3
Sin embargo, existen otras novelas anteriores o aparecidas en el mismo año (1984)
que la de Antonio Caballero que también integran el cuerpo de novelas urbanas en
las que es identificable este aspecto de la crisis de la modernidad: El amanecer de la
noche (1975) de Alberto Aguirre, Los días de la paciencia (1976) y Todo o nada (1982)
de Óscar Collazos, El álbum secreto del Sagrado Corazón (1978), de Rodrigo Parra
Sandoval, Para matar el tiempo, de Eligio García, Años de fuga (1979) de Plinio Apuleyo
Mendoza, La casa infinita (1979) de Augusto Pinilla, El cadáver de papá (1980) de
Jaime Manrique Ardila, Fiesta en Teusaquillo (1981), de Helena Araújo, Prytaneum
(1981), de Ricardo Cano Gaviria, La muerte de Alec (1983) de Darío Jaramillo, El pez
en el espejo (1984) de Alberto Duque López, El patio de los vientos perdidos (1984) de
Roberto Burgos Cantor, Sala capitular (1984) de Francisco Sánchez, Entre ruinas
(1984) de Héctor Sánchez, Reina rumba (1984) de Umberto Valverde.
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La ciudad que se revela, Bogotá, es una urbe anónima, escindida, nocturna, sucia, inmensa, una máquina devoradora de hombres y mujeres solitarios que buscan un tanto subrepticiamente
su identidad individual, pero aplastados por la incomunicación y
el escepticismo. Ni siquiera en la intimidad del ser, en su relación
afectiva o erótica, se expresa claramente la plenitud vital, pues los
seres parecen condenados al desamor y la miseria existencial [Valencia Solanilla, II. 496-497].
En este marco, el elemento revelador de la crisis de la modernidad en la novela no está dado por la presencia física del
escenario o espacio narrativo –la capital de Colombia, Bogotá,
con todo su desorden y sordidez– sino por la manera como esa
caótica urbe es asumida por el protagonista de la novela –Ignacio Escobar, prototipo del intelectual citadino de los años setenta, de extracción burguesa y heredero del pesimismo
existencialista– que desde una subjetividad anárquica, demuestra de manera permanente –y en contradicción con cierto fervor militante de entonces– la carencia de utopías y el
desgano por todo tipo de acción.
Bogotá es una ciudad siempre lluviosa, caótica, poblada de
miseria, ruidosa, por donde transitan a diario buses sucios atestados de gentes. Así la percibe el protagonista al salir a la calle,
cuando su mujer, Fina, ha decidido abandonarlo:
La carrera trece era un corredor de agonía, un encajo-namiento
de luces de neón surcado por los buses que pasaban iluminando
como altares en la Semana Santa, con las puertas abiertas, despidiendo un hedor ácido de cuerpos humanos fermentados, de ropas empapadas, desgranando en las esquinas racimos de pasaje-
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ros que quedaban hundidos hasta las corvas de los charcos mientras se protegían el pelo con hojas de periódico [Caballero, 31].
Luces de neón, bares de mala muerte, prostíbulos, cuchitriles, tiendas de barrio pobre, fritanguerías; todo parece impregnado de grasa, lumpenizado, sucio. La ciudad sin identidad habitada por miles de seres anónimos, que a pesar de todo, tiene
su historia, como lo recuerda también irónicamente Escobar:
Bogotá, que ahora se llama así en el lenguaje vulgar, porque
en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es
Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa
Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como
quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto.
Tuvo un río alguna vez, que se llamó Vicachá, y luego San Francisco. Y más al sur, el Fucha o San Cristóbal. Y por no ver reflejada su imagen en su río lo encorsetó en un caño de cemento y
lo escondió bajo una calle, lejos, lo convirtió en alcantarilla atascada de carroñas de perro y de niños [Caballero, 128].
De esta ciudad llegan los mayores ecos en cuanto allí se gesta la cotidianidad del protagonista, aunque episódicamente haga
presencia también la otra ciudad: la del norte, la de su origen
clasista, la casa burguesa de su madre y su corte de aduladores y
parásitos, los lujosos apartamentos de sus amigos en donde abunda la droga. Esta es la urbe de la simulación, de las buenas maneras, del lujo y también de la soledad. El sonido de los finos cristales de este medio es también un prisma iridiscente por donde
se reflejan los haces de luz de unas existencias tediosas y estériles en las que se perpetúa el poder en medio de la alienación.
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Pero la imagen que permanece, la que se instala con mayor
fuerza en la novela, es esa ciudad descompuesta, claramente
moderna, que corresponde a las ciudades masificadas estudiadas por José Luis Romero en Latinoamérica: las ciudades y las ideas
y en las que puede ser perceptible –en la perspectiva de lo literario– la huella de Baudelaire y de Rimbaud, ya que existe allí
una correspondencia clara entre la ciudad como referente histórico identificable que ha sufrido hondas transformaciones, y
el ser fragmentado que vive en ellas, las padece y las disfruta.
Baste recordar, por ejemplo, los espléndidos poemas y las prosas
poéticas de Las flores del mal y El spleen de París del primero y los
textos vibrantes y nerviosos de Iluminaciones del segundo
(Berman, 129-173). Antonio Caballero participa de esta tradición y en cierta medida las visiones grotescas que están
inmersas en la novela respecto de la capital colombiana pueden leerse como intertextos culturales que refuerzan el caos de
la modernidad pero al mismo tiempo acercan al lector al descubrimiento o por lo menos a la actualización de una realidad
que parece descomponerse en la desolación de la gran vorágine de cemento:
Pero, qué puede ser más prosaico y grotesco que la ciudad
de Bogotá? Una ciudad renegrida, reblandecida, informe,
pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta
de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de sabe Dios qué
porquerías –sí: de sangre putrefacta. Ciudad hedionda a manteca recocinada de fritangas de esquina, manando humores turbios,
rezumando coágulos de podredumbre sobre el espejo verde y tierno de la sabana, envenenándola [259].
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En este sentido, Sin remedio es una novela que podríamos
llamar inaugural de lo que venimos llamando la crisis de la modernidad en Colombia: desde el punto de vista del subgénero
de la “novela urbana”, desarrolla todos los elementos externos
e internos, materiales y espirituales, que configuran la atmósfera cosmopolita, la escisión, la fragmentación, la crisis de las
cosmovisiones, el profundo sentido de la soledad y transformación de los valores éticos, morales, ideológicos, políticos, religiosos del hombre en las inmensas urbes del mundo contemporáneo. Su inscripción en la historia sirve para “conectar el
presente turbulento con un pasado y un futuro” (Berman, 22),
pero sobre todo para revelar un mundo caótico en donde el ser
parece condenado sólo a mirar desde adentro de esa prisión de
edificios, casas, calles, avenidas, ruido y desolación, el anquilosamiento de su íntima pesadilla existencial.
El personaje fragmentado
Desde un comienzo, la sensación de hastío se siente, no sólo
en el entorno del cuarto en que habita el protagonista, sino
en el “entorno subjetivo” representado en primera instancia
en la relación afectiva caótica con su mujer, en la evocación
de Rimbaud y en su frustración como escritor, en cuanto Ignacio Escobar aspira componer un gran poema y apenas ha
logrado algunos versos mediocres, de lo cual tiene conciencia
plena. Esta impresión de vacío interno está ligada principalmente a la impotencia creadora y funciona como hilo conductor de toda la obra, revelándose una correlación directa
entre la construcción de la palabra escrita de ese poema casi
imposible que lo atormenta y el ritmo que le imprime o no a
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su existencia atormentada. Por eso todo parece inútil, todo
esfuerzo está condenado al fracaso, aún antes de que cualquier
acción inicial pueda darse:
[...] todo está ya nombrado, todo ha sido ya dicho, y todo
se repite. Todas las cosas están entonces unidas entre sí, comunicadas por una red compleja de corrientes subterráneas, torrentes silenciosos de la linfa incolora de la cual todas las cosas están
hechas [15-16].
El “entorno exterior” de Escobar, Asimismo, está marcado
por la idea de la ineficacia, del tedio social y familiar de una hartura infinita en donde no cabe la alegría y mucho menos la visión de futuro. La relación familiar con su madre está afectada
radicalmente por la recusación del mundo burgués que con una
lucidez pasiva Escobar intenta encarar de manera definitiva, pero
al cual es imposible renunciar en la medida en que de allí se deriva
la satisfacción de las necesidades primarias; por lo tanto, le es
conveniente mantener niveles mínimos de acercamiento con ella,
aunque tanto madre como hijo entiendan que sólo se dan estas
proximidades por la mediación del dinero. La madre protectora
y controladora a la que el protagonista ha escapado al menos
físicamente –no habita en su misma casa– es vista por éste como
[...] el informe saquito de huesos perfumado y pintado, arrebujado en chales en el hondo sillón, junto a la chimenea siempre prendida. La alta onda gris petrificada del cabello, el haz de
tendones de la garganta aprisionado por seis vueltas de collares
de perlas [17].
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Confirmando con esta ironía su sentimiento de hostilidad y
a la vez de dependencia.
En toda la obra se insiste en ese distanciamiento que Escobar establece con los otros, que en muchos casos funciona como
argucia eficaz para eludir responsabilidades afectivas: “Una cosa
es llamar a la madre en el trance severo de la muerte, y otra cosa
muy diferente es visitarla” (17). Esta actitud se refuerza con intolerancia cuando los otros son imaginados como obstáculo para
la realización creativa: la impotencia frente a la auténtica gestación del proceso creador (el protagonista habla incansablemente de lo que no ha podido hacer ya que es un escritor sin obra y
sólo puede desatar el ímpetu de la escritura en un momento de
absoluto desamparo) y el agotamiento de la alegría vital derivan en el cul de sac existencialista, que facilita por su misma naturaleza las más variadas formas de expresión en que se mezclan el sarcasmo del verdugo como la indiferencia de la víctima:
[...] es la lluvia, es el tiempo que pasa, es tu llanto, es la injusticia general, lo terrible que se suma a lo terrible, que se acumula,
que se espesa, se fragua y se endurece en una masa compacta y
sólida y pesada de magma o algo así que una vez hecho y duro se
desploma sobre mí como un cielo de piedra, mi amor [22].
Estas palabras son dichas a manera de reclamo a Fina porque no le ha traído marihuana de la calle, a pesar de que Escobar ha estado tirado en el colchón de su habitación durmiendo
todo el día. Un egoísmo reconcentrado y un sentido utilitarista
de la amistad y del amor van mellando así la relación entre el
hombre y la mujer hasta destruirla, cuando la mujer decide
abandonarlo. De tal forma que los intentos por recuperar esta
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relación resultan nulos, en la medida en que cualquier compromiso con la vida le resulta insoportable, bien sea por una agudeza crítica respecto de los sofismas que a su juicio fabrica la gente
para prolongar la pareja (como tener un hijo), o por el carácter
excluyente que para él representa la literatura al menos como
postura; así las cosas, su vida es un tedioso discurrir de días y
meses en que está obligado a llevar una vida social mínima –sexo,
drogas, persecuciones policíacas, prostíbulos, reuniones campestres, interminables discusiones políticas en las que revela con gran
talento verbal su nihilismo– y en donde se evidencia el infernal
cerco que él mismo construye para nunca escapar.
Las falacias de la pretendida estabilidad y sentido del mundo
burgués, son cuestionadas mordazmente por el protagonista,
que nunca cesa de hablar. El terror por la paternidad, por ejemplo, se hace de manera festiva en el desencanto grotesco respecto de los valores tradicionales construidos en torno de la
familia y los hijos:
Dios mío, si esto es la vida conyugal a secas, qué tal agregarle un hijo. Una cosa cauchuda llena de sangre y líquidos, que llora
desde el momento de nacer, que nace con los puños apretados
para hacer más difícil la cuenta de los dedos, con la piel arrugada, amoratada, que hay que lamer para dejarla limpia. Un hijo
que nos mira, nos juzga, que gatea, que se arrastra, que va dejando un rastro pegajoso, una estela de baba y de pipí, de vómitos de leche de cosas tibias, resbalosas [25].
La actitud anárquica frente a la vida conduce a la desolación:
es un egoísmo pueril, que obliga a los otros a odiarlo, que resquebraja la ternura, que anula los sentimientos de solidaridad o de
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mínima convivencia entre los seres, ya que ubica las necesidades
más extravagantes como primarias, sin importar el afecto, destruyendo los lazos del cariño, y sometiendo al otro a las vejaciones del servilismo recalcitrante. Por esto Fina abandona a Escobar, teniendo la convicción de que es un caso perdido, que se está
muriendo en vida, que es una especie de sanguijuela que se pega
al alma de todos para nutrirse en la inutilidad, como el insecto
del famoso cuento “El almohadón de plumas” de Horacio
Quiroga. Lo mismo puede decirse de las demás relaciones afectivas
y eróticas que este hombre asediado por el absurdo intenta construir pero que él mismo condena al fracaso cuando intuye que la
mujer espera un intercambio: Henna, porque espera casarse y escalar socialmente, Patricia, porque se trata de la prima y está muy
joven, Angela, porque es modelo y resulta demasiado liberada,
Cecilia, porque es una prostituta. Escobar no puede darse a los
otros tal vez porque dolorosamente no tiene nada qué ofrecer pues
los valores cualitativos que podría tener fueron esfumándose para
dar paso exclusivo a un nihilismo destructor4. Ni siquiera su
muerte –su mayor acto inútil– en una escena de gran simbolismo
en que agónicamente y en primer plano desde el suelo ve el trabajo febril de una hormiga luchando con su carga –una hoja verde– pueden redimirlo sino por el contrario refuerzan esa imagen
que se ha labrado como antihéroe de la modernidad.
La vida cotidiana del protagonista está afectada y carcomida por el absurdo, no como conciencia lúcida de la vacuidad,
sino como desinterés vital por asumir la defensa de valores
4
Helena Araújo en “Después de Macondo”. La novela colombiana ante la crítica,
1975-1990 dice al respecto sobre el personaje: “Para él, cualquier compromiso es
insulso, bufo, grotesco. Comprometiéndose se siente tan falseado como al escribir, o mejor, al desescribir poesía” (34).
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auténticos, incluyendo la composición del poema. Sólo en un
forcejeo desgarrador, cuando ya todo parece acabado, Escobar
logra, después de muchos trabajos y en una odisea febril ahora
sí privado de las comodidades materiales de su condición burguesa, la escritura del poema sobre Bogotá; pero resulta contradictorio que este poema, en su raíz, esté viciado por el
pragmatismo o la inmediatez del encargo que le han hecho sus
amigos izquierdistas, negando así la aparente transparencia que
en su actitud el escritor quiere imprimirle a su empresa creadora. Contradicción radical entre lo que se pretende y lo que
se logra, entre los medios y el fin. En un mundo afectado por
el consumismo y la mediación, es imposible encarar de manera vertical el ideal romántico de la torre de marfil.
Todo lo anterior nos indica que la novela de Caballero revela críticamente esta encrucijada de la modernidad tanto en lo
subjetivo del personaje como en lo objetivo de la ciudad, aunque en el aspecto formal de su escritura no acuda a la experimentación técnica –con la salvedad notable del proceso de escritura del poema hasta la elaboración del Cuaderno de hacer cuentas,
en que hay riqueza de intertextos culturales– como la mayoría
de las llamadas novelas “postmodernas”, sino esté concebida y
realizada como novela tradicional, es decir, conserva la linealidad
narrativa propia de la novela decimonónica. Esta es su singularidad y seguramente su mayor valor, ya que no hay artificio y el
planteamiento de la crisis de la modernidad escapa al síndrome
de la moda que identifica más o menos problemáticamente la
producción novelística posterior en Colombia5.
5
Tomando como base los estudios de Álvaro Pineda Botero y Alejandro Rodríguez
ya citados, y algunos de los compilados por Luz Mery Giraldo (Cfr. nota 4), en
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A esta corriente narrativa pertenecen también un conjunto de novelas bien interesantes, que sirven para verificar la evolución de la narrativa urbana en las últimas décadas, como
Transplante en Nueva York (1983) de Álvaro Pineda Botero, Las
puertas del infierno (1985) de José Luis Díaz Granados, Hacia el
abismo (1986) de César Pérez Pinzón, Todo o nada, de Oscar
Collazos, En diciembre llegaban las brisas (1987) de Marvel Moreno, Un pasado para Micaela (1988), La amante de Shakespeare
(1989) y La hora de los cuerpos (1990) de Rodrigo Parra
Sandoval, La estrella de papel (1990) de Enrique Cabezas Rher,
Déborah Kruel (1990), de Ramón Illán Bacca, El capítulo de Ferneli
(1992) de Hugo Chaparro Valderrama, La ceremonia de la soledad (1992) de Fernando Cruz Kronfly, entre otras. Pero en las
que se aprecia, desde diferentes ángulos, la voluntad de abandonar el discurso tradicional e introducir innovaciones técnicas, en la mayoría de los casos bien logradas.
El resto es silencio
Teniendo como fundamento principal el lenguaje y también desarrollando los postulados de la novela decimonónica que anotábamos en la de Caballero, esta novela representa un avance
notable en la novela urbana colombiana, ya que el trabajo minucioso de desvertebración lingüística, la multiplicidad de recursos para estructurar el discurso, el sentido transgresor de la
oralidad y muchos más elementos de experimentación formal,
que se han hecho aproximaciones variadas sobre la llamada novela postmoderna,
cabría preguntarse ahora cuáles de todas estas obras han aguantado y sobrevivirán el paso del tiempo para ser consideradas realmente como obras representativas de la novelística colombiana.
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se erigen como componentes sustantivos para revelar la crisis
de la modernidad. La obra plantea, en este sentido, una perfecta correspondencia entre el mundo que se quiere representar y la manera de representarlo, entre la atomización del ser y
el mundo y la atomización del lenguaje, en algunos casos
esperpéntico, como la vida misma de los personajes que
deambulan en esa ciudad sin identidad –Bogotá– que es el núcleo espacial de la novela.
La ciudad devoradora
Tal vez no exista hasta el momento una novela en Colombia
en donde la ciudad alcance una imagen más desgarrada, compleja y monstruosa que ésta. La gran urbe masificada y sin
identidad que cambia de nombre de acuerdo a los hechos que
afectan a los personajes, poderosa vorágine devoradora de
miles de seres como todas las inmensas urbes de este final de
siglo, es revelada en su cruda verdad de penuria, abandono,
violencia, vacío espiritual. Derrotados, anónimos, sin otro
proyecto distinto al de la pura subsistencia en ese medio hostil, los hombres y mujeres de esta obra, verdaderas hordas
lumpenizadas y pululantes en las calles, prostíbulos, inquilinatos, alcantarillas, cárceles, testimonian en sus indigentes
vidas la rotunda soledad del marginamiento social y una visión límite de la crisis de la modernidad en el mundo contemporáneo.
Desde el comienzo mismo de la novela, esa es la sensación de la ciudad que experimenta el personaje prota-agónico, Jorge Eliécer Altuve, cuando desembarca a ella como a un
infierno:
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Una especie de ruina en estado avanzado por la mortal rutina del rebaño humano. Una bestia formada por millones de cráneos multicéfalos alrededor de un vacío hostil [Perozzo, 15].
La urbe como abominable Leviatán que aloja en sus entrañas a esos millones de seres que la habitan es una especie de
Leitmotiv de la novela, transmitido al lector y evidenciando con
ello la reiteración en la inefable fragmentación del ser. Tanto
en su vivencia interna, que es el padecimiento, como desde la
observación externa, mediante el cambio en la focalización del
punto de vista de la narración, esta imagen es reiterativa y sofocante. Desde el cerro de Monserrate, el narrador omnisciente así la observa, preguntándose un tanto asombrado el por qué
de la fascinación de ella:
¿En dónde está el encanto de esa desvelada ciudad, donde
lo primero que salta a la vista son las lacras de su congénita violencia, el revoloteo sin fin de sus cardúmenes de protozoarios, el
siniestro vagabundeo de los desperdicios? Tal vez en el hecho
mismo de que esos elementos que constituyen su fealdad, forman parte del mismo contexto donde se encuentra el valhalla
de la abundancia con sus conocidos valores profanos y su atmósfera decididamente festiva y letal [270].
Perspectiva narrativa que de inmediato se internaliza en la
voz de un narrador indeterminado, especie de conciencia crítica
que en voz alta responde el interrogante que se ha formulado:
Quizá fuera ese encanto y otros más lo que convierte esos
magníficos desgraciados en un guisado cósmico, en una obsti-
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nada masa donde los ingredientes individuales lo arriman a uno
al irresistible sabor agridulce de la cerda vida. Y es ahí, en esa
olla, donde se cuece el movimiento orgánico de lo viviente, donde los condenados trabajan para lograr sus diversiones hasta alcanzar la máscara de la libertad, cada uno enarbolando una distinta raíz, varias muy otras motivaciones y un impulso cada vez
más diferente. Y para conseguirlo, había que pasar por encima
de lo que fuera o no fuera cadáver, con la cantidad de indiferencia que haga falta, para tener derecho a meterse allí de cabeza y
ser absorbido por su devastadora dispersión. Sólo así se puede
aspirar al éxito en ese entresijo alrevesado [321-322].
En una reseña anterior sobre esta obra6 (Valencia Solanilla,
1995), dimos cuenta de esa imagen esperpéntica de la novela
a través de algunos de sus personajes:
Alejandrino Genes, Aquiles Pinto, el Ráfaga, el Stuka, con
sus ridículos nombres, con sus abismales diferencias de clase pero
con su idéntico malestar en el callejón sin salida de la angustia
existencial, verifican la insensatez misma de una realidad caótica en donde nadie se encuentra con nadie, en donde todos están perdidos, en donde la alegría fugaz es una premonición para
la caída sin límites al abismo. Hay tanta desolación en las páginas de esta obra, que el acto mismo de la lectura en un consumirse ante la evidencia de lo atemporal, porque los valores en
los que insiste la obra nos acorralan en el laberinto de esa realidad que se encuentra al voltear la esquina.
6
Ver “Esto es literatura: el resto es silencio”, en Magazín Dominical, No. 610,
El Espectador, enero de 1995.
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El carácter cosificado y escindido del hombre, su anonimidad, la carencia de futuro y la idea de la vacuidad como presente excluyente que se había analizado en la obra de Antonio
Caballero, adquiere en esta novela de Carlos Perozzo un significado mucho más amplio, en los niveles de la pesadilla, por
esa voluntad hiperrealista para encarar la crisis a través del
expresionismo verbal.
Un personaje típico de la modernidad
Jorge Eliécer Altuve, el protagonista, es un personaje singular
no sólo como creación novelística, sino como símbolo de la fractura del mundo contemporáneo en cuanto referente histórico.
Su origen provinciano, la injusticia de la que ha sido víctima
por la corrupción del sistema que lo ha obligado a permanecer
en la cárcel durante treinta años por un delito que no cometió;
su conversión en vagabundo indigente en Bogotá para engrosar el ejército de marginados en los que son perceptibles todas
la lacras sociales de la mendicidad, el delito, la promiscuidad,
la deshumanización, la ausencia absoluta de futuro; la transformación en implacable asesino primero y en poderoso capo
de la droga luego; y el retorno al lugar de origen para vengar
con toda la sevicia y frialdad la afrenta que le hiciera perder
casi toda su vida en presidio; todo esto nos muestra a un hombre marginado típico de las inmensas ciudades del mundo actual, que acude al delito como necesidad apremiante para la
supervivencia. Y la gran metáfora del mundo desvertebrado,
de la realidad escindida, del ser fragmentado.
Como personaje literario, es interesante constatar igualmente su singularidad y simbolismo para la representación
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imaginaria de la crisis de la modernidad: no se trata del intelectual o del artista que tiene una conciencia crítica más o menos formada sobre la degradación de sí mismo y del mundo –
como en gran parte de las novelas que hemos mencionado–
sino del provinciano convertido en indigente (es detestable
la palabra “desechable” que se usa con cierto cómodo acento
burgués para referirse a los basuriegos y marginados de las
urbes populosas, como si los seres humanos pudieran serlo),
que no obstante su condición, mediante el delito y la violencia, logra ascender social y económicamente y consolidar un
poder siniestro.
Cualquier parecido con nuestra más inmediata realidad no
es sólo coincidencia. Jorge Eliécer Altuve, en ese sentido, encarna el antihéroe literario de la modernidad: sensación de vacío
exasperante, penuria espiritual, quiebra del universo del sentido, callejón sin salida, anonimidad, esperpento.
Ahora bien, una acumulación tan abierta de todos estos males de la modernidad que se revelan en la novela desde la interioridad problemática del protagonista y desde el complejo
mundo en que transita aturdido, han sido posible en la novela
de Perozzo gracias a un formidable trabajo del lenguaje y de
experimentación formal, que es indispensable analizar para confirmar nuestro enunciado sobre los importantes valores artísticos que esta novela tiene en las letras colombianas.
Lenguaje y experimentación formal
La mayor propuesta artística subyacente en esta obra, es el lenguaje. Por eso la hemos llamado también “novela artefacto”,
porque allí reside en gran parte su valor estético, porque el ver-
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dadero personaje es la ciudad observada a través del lenguaje7.
El lenguaje es el núcleo que estructura su poética y los recursos estilísticos y variaciones formales la praxis literaria que la
desarrollan.
La novela, desde esta orilla, es una propuesta y experiencia
estética que mediante la experimentación lingüística carnavaliza
la palabra, fractura la sintaxis, le “quiebra el cuello” a la gramática, funda una realidad paródica y grotesca: como los seres y el
mundo que se representan. Los diversos recursos técnicos narrativos y estilísticos que el autor utiliza –juegos de palabras, alteraciones ortográficas, oralidad, inversión de la escritura, descomposición silábica, grafittis, clichés lingüísticos, frases hechas,
refranes, metaficción, intertextualidad– condensan un trabajo
creativo de varias décadas8, y ofrecen matices significativos en
la novela colombiana sobre la búsqueda de nuevas formas expresivas. Con ellos el autor propone y consigue adecuar el caos
verbal al caos existencial, la fragmentación del discurso a la fragmentación del mundo.
La metaficción, llamado impropiamente un recurso postmoderno, agudiza el sentido de lo irónico pues atomiza los
niveles de intelección a la par que carnavaliza el mundo imaginario: las continuas intervenciones del autor dialogando con
su protagonista en su doble condición de voz en off e interlo-
7
Hugo Ruiz. “El resto es silencio”, reseña crítica en Revista Plural I, diciembre 1993enero 1994, 85-86. En el mismo sentido, Gabriel Ramírez, “El resto es silencio: una
gran novela”. El Mundo (Medellín), octubre 21 de 1993 y David Consuegra “Los restos silenciosos de Perozzo”. Gaceta Dominical, Bogotá, 12 de septiembre de 1999, 22.
8
Carlos Perozzo es autor además, entre otras, de las siguientes obras: Hasta el
sol de los venados (novela, 1976), Juegos de mentes (novela, 1981) Otro cuento, Ahí te
dejo esas flores (cuento, 1985) y La cueva del infiernillo (teatro, 1982).
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cutor que soslaya entre brumas una conciencia crítica, representa un pensar el discurso desde el discurso, una alteración
en la aprehensión del tiempo sucesivo; pero esencialmente una
lúdica, como en Sterne o Rabelais.
Los elementos metaficcionales también contribuyen a la
configuración de la estructura formal y el reforzamiento escatológico del universo de ficción: el escritor transfiere al
protagonista, con cierta intensidad, la génesis y el desarrollo de su conciencia individual, de su proyección futura; y
al lector, la fractura en la linealidad del discurso central. Pero
también el autor interviene como narrador-testigo y conciencia crítica (elemento metaficcional paralelo) en las interpolaciones en bastardilla de casi toda la novela.
El capítulo cinco, El dulce silabeo de la destrucción, es un
ejemplo vehemente de esa fusión de varios discursos, de la
discontinuidad temporal y la ejecución metaficcional para
relativizar el sentido mismo de la historia que se cuenta, todo
dentro la voluntad transgresora propia del juego. El autor de
la novela y Altuve (al igual que éste y otros personajes en
apariciones fantasmales, como Alejandrino Genes) se trenzan en un diálogo a la vez feroz y tierno, con la inquietante
presencia –en bastardilla– de una voz poética omnisciente que
intenta ajustar un mínimo de racionalidad, a pesar de fundirse a veces en las propias voces de los interlocutores:
– No lo entiendo... mi vida... mi historia... eso no vale nada.
– Es la historia que todos vamos escribiendo cada día sobre
nuestra piel.
No lo había visto nunca, pero lo conocía como si lo hubiera visto
despertar gritando, con una pesadilla colgando de la lengua...
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– Nadie se lo va a creer. Es imposible que exista un tipo como yo.
– Una vida imaginaria vale tanto como una real [270].
Para indagar sobre la alienación y la desesperanza de estar
vivo en esa horrenda prisión que es la ciudad y rematar con una
bella frase tomada de Shakespeare, la que le da el título al libro:
¿Qué hacer con esas palabras despedazadas después de tanta asfixia? ¿Qué decirle acerca de esa reja de libertad que lo acorralaba y lo
obligaba a la desconfianza de seguir vivo?
–Ahora que yo no sé si estoy aquí, en realidad, conversando
con usted, o todo esto no es más que la agonía del pipo en el
Callejón de las Almas perdidas. Y si eso es así, entonces, ¿para
qué esto? ¿Para qué?
–Porque la literatura también es memoria, Altuve. El resto
es silencio [271].
La multiplicidad de giros lingüísticos, distorsión ortográfica, juegos semánticos, parodia textual, procesos de derivación
y transgresión del habla, procacidades, son instrumentos eficaces de la oralidad para neutralizar, a través del humor negro,
la atmósfera caótica, el desasosiego existencial y la violencia
brutal en los que están sumidos los seres desesperanzados de
esta esa ciudad sin Dios ni ley. La obra pretende, de manera
explícita y a través de la subversión verbal irónica, paródica,
humorística, carnavalizar el mundo y tal vez proponer desde
esta ambigüedad un “nihilismo constructivo”: el mundo de la
literatura, la virtualidad que da vida sin fatiga.
La incorporación del graffitto, que identifica a Bogotá en la
década del ochenta, es otro recurso que le imprime al texto una
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buena dosis humorística para contrarrestar el tremendo peso
del mundo representado; son intertextos culturales que expresan una concepción del mundo concordante con la crisis de la
modernidad: irónicos, satíricos, estos contundentes mensajes
escritos en las paredes de la ciudad muestran con patetismo
burlesco el fenómeno de la degradación y la respuesta escrita
anónima a los interdictos sociales y morales:
Lady Di no es de sangre azul. Atentamente, Kotex [14].
Deje que su gusto desida [33].
Mientras el país se derrumba nosotros nos vamos de rumba [36].
El tabaco advierte que los gobiernos son perjudiciales para
la salud [65].
Vamos putas al poder que tus hijos ya llegaron [86].
Mi mamá me mimaba pero la desaparecieron [241].
Si a estos recursos narrativos agregáramos la multifocación
narrativa, la interpolación sarcástica del lenguaje técnico, el anacronismo, la edición cinematográfica, etc., se construiría un
complejo mosaico de formas de contar características de muchas novelas contemporáneas que Perozzo ha sabido asimilar,
generando su propio lenguaje y estilo.
Es una tradición que además de construir el discurso lo
problematiza en sí mismo como escritura y no sólo como representación, que recoge creativamente los avances formales
del pasado y ha adquirido ya un espacio en la historia de la
literatura, dentro de este variado marco que revela desde múltiples perspectivas este complejo pero apasionante aspecto que
hemos llamado la crisis de la Modernidad.
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A esta corriente que prioriza la experimentación formal y
que por general desarrolla el eterno conflicto de la vacuidad y
fragmentación del ser, pertenecen casi todas las obras que hemos mencionado en este escrito y otras más recientes como: El
visitante (1983), de Andrés Elías Flores Brum, Los amores de
Afrodita (1983) y Señora de la miel (1993), de Fanny Buitrago,
Paraísos hostiles (1985) y Mujeres amadas (1991), de Marco Tulio
Aguilera Garramuño, Las andariegas (1994) de Albalucía Ángel,
El reptil en el tiempo (1983) de María Helena Uribe de Estrada,
La otra selva (1991) y El tiempo de las sombras (1996), de Boris
Salazar, Los felinos del canciller (1987) y El caballero de la invicta
(1993) de R. H. Moreno-Durán, Los días azules (1987), El fuego
secreto (1987) y Los caminos a Roma (1988), de Fernando Vallejo,
La ciudad interior (1990), de Fredy Téllez, Señor que no conoce luna
(1992), de Evelio Rosero Diago, El viaje triunfal (1992), de Eduardo García Aguilar, entre las más representativas.
El resto es silencio, como también lo expresáramos en la reseña
mencionada representa, desde esta perspectiva, un verdadero
acontecimiento cultural, como lo fueron en su especialidad y momento Rayuela, de Julio Cortázar, Cien años de soledad, de García
Márquez, Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos, Palinuro de México, de Fernando del Paso, La tejedora de coronas, de Germán Espinosa. Obras que son auténticos hitos en la evolución novelística,
que abren caminos y sobre las cuales la crítica encontrará siempre sugestivas propuestas de aproximación analítica.
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Obras de referencia
Berman, Marshall. Todo lo sólido se desvanece en el aire. La crisis de
la Modernidad. Bogotá: Siglo XXI, 1991.
Caballero, Antonio. Sin remedio. Bogotá: Seix Barral, 1986.
Perozzo, Carlos. El resto es silencio. Bogotá: Planeta, 1993.
Serna Arango, Julián. “De la postmodernidad a la postmetafísica”.
Revista de Ciencias Humanas. Universidad Tecnológica de
Pereira, 4. 11, 1997, 13-20.
Valencia Solanilla, César. “La novela colombiana contemporánea en la modernidad literaria”. Manual de literatura colombiana. 2 vols. Bogotá: Planeta, Procultura, 1988, II, 463-510.
———. “Esto es literatura: el resto es silencio”. Magazín Dominical de El Espectador, 610, enero de 1995.
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Simbolización de la ciudad en Opio en las nubes y Ese último paseo
La simbolización de la ciudad en Opio en las nubes
y Ese último paseo1
ALEJANDRA JARAMILLO MORALES
Tulane University
Desde los años sesenta, la ciudad empezó a ser uno de los temas
recurrentes en la literatura colombiana. La mayoría de las novelas que trabajaban dicho tema se enfocaban en la problemática
de la juventud dentro del ámbito de la ciudad, desarrollando discursos en torno a esta última como elemento imprescindible para
entender los procesos sociales que se estaban sucediendo en la
época. Sin embargo, no es hasta los años noventa, con novelas
como Opio en las nubes y Ese último paseo, entre otras, que el espacio es representado como objeto de la narración. Estos textos son
ciudad en tanto que construyen una imagen de ésta en la escritura, explicando las relaciones que los habitantes tienen con el
espacio de la ciudad moderna. Y es precisamente este el propósito de mi artículo: mostrar cómo estas dos novelas son textos-ciudad, y cómo están en la búsqueda fundamental de ser heterotopías
con respecto a los espacios de las ciudades que representan.
1
Opio en las nubes, novela escrita por Rafael Chaparro, fue ganadora del concurso de Colcultura en 1993. Ese último paseo, es la primera novela de Manuel
Hernández, publicada en 1997.
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Foucault, en su ensayo “Of Other Spaces”, plantea que
[T]he present epoch will perhaps be above all the epoch of
space. We are in the epoch of simultaneity: we are in the epoch
of the juxtaposition... [22: Es muy probable que esta época sea,
principalmente, la época del espacio. Estamos en la época de la
simultaneidad: estamos en la época de la yuxtaposición].
En esta época en que la globalización ha derivado en una
especie de ubicuidad cultural se crea la necesidad de volcar
la mirada hacia el espacio como un elemento capaz de contener los relatos de esta supuesta realidad explosiva.
Para Foucault, el espacio, como entidad real, existente, se
concibe como una serie de relaciones irreductibles de elementos que construyen el entramado de la vida urbana contemporánea (24). Dichos elementos disímiles, tales como la arquitectura, el transporte, el gobierno, los relatos, la cultura,
conforman la concepción del espacio y se interrelacionan
creando un diálogo permanente de “lugares” comunes a una
población. Los ciudadanos o habitantes del espacio moderno
vivimos inventando una manera de relacionarnos con esos
otros que conforman el lenguaje o entramado llamado “ciudad”, en el que sucede nuestra existencia, entendiendo que
nosotros mismos somos uno de los elementos que la conforman. Al plantear la problemática del yo en relación con el lenguaje del espacio surge la necesidad de preguntarse por el espacio privado. Pero no podemos olvidarnos que el espacio que
vivimos como privado es siempre una contingencia, ya que
pertenece, o más bien, está en permanente relación con lo externo, con el espacio como pluralidad de lugares compartidos.
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Por tanto, la intención de narrar el espacio conlleva encontrar lugares simbólicos que enlacen todos los relatos privados
y externos de nuestra forma de vivir la espacialidad. Ahora
bien, y esto es lo que verdaderamente me interesa, Foucault
menciona que hay unos lugares (24) capaces de estar en relación con todos los otros y a su vez de ser diferentes de todos,
y que son los que nombran el espacio de diferentes maneras,
y una de ellas, la que nos congrega en torno de la literatura,
es la posibilidad de narrar el espacio como entidad simbólica
y textual.
Foucault llama a los lugares que se conectan entre sí con las
expresiones o elementos de la convivencia en el espacio
heterotopías. Aunque Foucault las ordena en cinco categorías,
para nuestro propósito sólo necesitamos tener presentes algunas de ellas. En primer lugar la heterotopía que es capaz de yuxtaponer en un lugar varios lugares que son en sí mismos incompatibles (25). Este enunciado es muy importante en relación con
el espacio de la ciudad en la literatura, pues allí es posible crear
la unión de lo opuesto o de lo irreconciliable. Y en segundo lugar, tenemos otra heterotopía poseedora de dos roles:
Either their role is to create a space of illusion that exposes
every real space, all the sites inside of which human life is
portioned, as still more illusory... Or else, on the contrary, their
role is to create a space that is other, another real space... [27:
Cada uno de los roles debe crear espacios de ilusión que muestren todos los espacios reales, todos los “sites” en los que la vida
humana está dividida, como algo todavía más ilusorio... O, por
el contrario, su rol es crear espacios que sean otros, otro espacio
real...].
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La capacidad, o el deseo, que la literatura tiene de nombrar
la ciudad y el espacio está íntimamente ligada a estos conceptos
antes mencionados: primero, el espacio al ser escrito une y relaciona elementos que en la cotidianidad parecen imposibles de
relacionar, adicionalmente; segundo, crea espacios de ilusión en
los que podemos situarnos como conocedores de dichas relaciones o entramados urbanos, y finalmente; crea, al ser mero texto
o simulacro de un espacio otro; la ciudad y su ser espacio son
puestos en escena por la escritura de manera tal que el texto es
una reinvención del espacio y sus componentes.
Aunque es evidente como dice Burton Pike en su libro The
Image of the City in Modern Literature, que desde que apareció la
literatura ha habido ciudades en ella, lo importante, para mi análisis, no es su aparición como trasfondo de la narración, sino la
preocupación por la ciudad misma, por cómo entenderla, y por
supuesto también, por cómo escribirla (3). Este intento de representar la ciudad, y más abstractamente el espacio, en la literatura, ha sido fundamental en la escritura del siglo XX. Opio en las
nubes y Ese último paseo son dos ejemplos de novelas que se construyen a sí mismas en torno a un lenguaje que contenga en sí
mismo las claves de la relación entre espacio y escritura. Estos
dos textos se erigen como novela-ciudad, como heterotopía de
las ciudades que narran. Son textos que tienen la capacidad de
inventar simulacros textuales que permitan a la escritura generar
un lenguaje para nombrar los entramados que forman la ciudad.
Opio en las nubes o el espacio apocalíptico
En Opio en las nubes la simbolización del espacio de la ciudad
está determinada por la presencia permanente de la apocalip-
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sis. La ciudad que nos dibuja Chaparro es un espacio que está
en riesgo constante de destrucción, y por tanto las relaciones
de sus habitantes están marcadas por el caos y la inminencia
de un final. Ahora bien, la novela se construye en una serie de
encuentros y desencuentros, y Asimismo el espacio que ella
narra es un espacio en el que confluyen las dos categorías mencionadas anteriormente: la heterotopía como yustaposición de
varios lugares y como un espacio otro de sí mismo, en el cual
se exacerban ciertas características de las ciudades modernas.
Los espacios de la narración: avenidas, bares y sus baños,
malecones, buses, sanatorios, calles, tejados se presentan en el
texto como la narración o representación heterotópica de los
lugares y los no lugares, por usar la terminología de Marc Augé.
La teoría de Augé define el concepto del lugar común, de los
espacios que compartimos en la ciudad moderna, en la categoría del no lugar, ya que en ellos confluyen las vidas de los habitantes de la ciudad sin que tengan ningún tipo de intercambio
histórico o relacional. “Si un lugar puede definirse como un
lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no
puede definirse ni como espacio de identidad ni como
relacional, ni como histórico definirá un no lugar” (83). Pero
los no lugares no están totalmente diferenciados de los lugares, en realidad comparten la polaridad al ser uno parte del otro,
es decir que la polaridad termina por ser abolida y el espacio
de la ciudad se define entonces como parte de la relación entre
lugares y no lugares. La espacialización producida en Opio en
las nubes, está ligada con espacios de interacción, que son nombrados por su incapacidad de generar encuentros y por la angustia del caos, pero que de todas formas ilustran la convivencia de las diferentes historias de sus personajes, mostrando
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cómo el espacio existe sólo en relación con la interacción de
experiencias inconexas.
La experiencia del espacio, como la explica de Certeau, es
un cruce de elementos en movimiento en el que los caminantes
transforman el espacio en relación con los elementos que coexisten en él (173). Así, en Opio en las nubes el espacio de la novela
articula los encuentros y la palabra revela la trama de lenguajes
y de historias que forman el espacio mismo. Es decir que el relato tiene el privilegio de cifrar los movimientos que constituyen
la ciudad (Augé, 86). Dicha ciudad es representada por la narración en la conjunción de las voces de sus habitantes, que son
los mismos habitantes del relato, los lugares en que viven y se
desviven permanentemente dichos seres y la certeza del fin. El
primer elemento nombrado; las voces, es importante como forma narrativa, ya que el texto está compuesto de varias voces
narrativas y no de una sola y también en la medida en que reproducen la imagen de la ciudad como confluencia de las historias privadas y públicas de sus habitantes.
Los lugares como parte del relato están explícitamente narrados en la novela por todos los personajes-narradores, sus vidas están unidas a la espacialidad que tienen, a su relación con
la ciudad caótica en la que viven. Hay uno de los narradores que
se erige como el relator principal de la ciudad; el gato que pertenece a una de las protagonistas. Pink Tomate, el gato, tiene una
relación mimética con el espacio, él vive el espacio como parte
de sí mismo, cosa que le sucede a todos los habitantes de la ciudad aunque no lo reconozcan; por medio de esa vivencia del gato
nosotros, los lectores, nos asomamos a la ciudad simbolizada por
el relato y la vivimos de manera más cercana pues él la vive con
un distanciamiento menor al de los seres humanos.
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Pink Tomate habla en presente porque para los gatos no
existe el pasado (9) y con este presupuesto temporal su narración nos vincula con el discurso del espacio.
El presente es ya, es un techo, una calle, una lata vacía, es la
lluvia que cae en la noche, es un avión que pasa y hace vibrar las
flores que Amarilla ha puesto en el florero, el presente es el cielo
azul, es una gata a la que le digo eres cosa seria, y ella me responde si, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es esa canción con café negro [10].
El espacio existe sólo en el presente y su historia es la confluencia simultánea de lo pasado en el presente. La ciudad es
narrada por el gato en ese presente matizado por el apocalipsis, mezclando los diferentes momentos de la vida de sus habitantes; las imágenes de la ciudad, las actividades que en ella
realizan, y el pasado que ella resume, y esta fusión de tiempos
y personajes constituye a la escritura en una heterotopía en tanto que une elementos disímiles.
Las simbolizaciones producidas por la narración de Pink
Tomate son un no lugar como mezcla de vivencias que no alcanzan a enlazarse de manera histórica, pero que son parte de
la existencia de la ciudad misma. Asimismo, la ciudad es representada como escenario en esta narración, el gato es el voyeur
de las historias que en ella ocurren y es a su vez el que la vive
desde más cerca, más a flor de piel. El artificio de convertir a la
ciudad en escenario ha sido ampliamente trabajado por el urbanismo. Lewis Mumford, en uno de sus estudios trata de definir la ciudad y plantea que ésta produce arte y es arte, la ciudad
simultáneamente crea teatro y es el teatro (185). La ciudad como
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teatro aparece en Opio con una lógica muy clara, la lógica del
caos que viven sus habitantes y que se resume en la figura del
gato, como observador cuando dice: “Cada cosa en el mundo
tiene su lógica. Las calles tienen su lógica propia. Los tomates
y los gatos también. Mi lógica es un poco gris, un poco nocturna. Es una lógica con techos, lluvia, ...”(161). Así el texto utiliza la palabra lógica para destrozarla, para decir que el gato es
tomate, y la lógica es un techo y una lluvia. El universo de la
ciudad de Opio en las nubes es la suma de los caos individuales
que crean la espectativa de una destrucción final, es un espacio que resume las historias de angustia de sus caminantes, de
los habitantes de esta ciudad simbolizada por la contaminación, el alcohol y el humo de cigarrillo, por las calles que recorre Pink Tomate y la lógica de “salir en las noches y decir mierda al mundo” (161). Opio crea una serie de antilógicas que
después serán parte también de los signos que conforman el
texto.
La ciudad en esta novela está semánticamente unida con
lo sensorial, con una fusión de los sentidos que se embriagan
deconstruyendo los límites de la representación. El gato, que
está borracho, narra una ciudad que parece estar ebria también
y a su vez el lenguaje usado para representarla está relacionado con un sentir corporal de la ciudad:
Whisky es la ciudad vuelta mierda. Whisky es no saber donde uno se muere, tal vez en un techo, en un bote de la basura, en
medio de una balacera, en la puerta de un bar, debajo de un
puente. Whisky es no saber si se muere envenenado por el olor
del ciudad [...]. Whisky es ahogarse en los sudores de la ciudad
en una noche violenta y caliente [162-63].
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El tercer elemento que forma la conjunción de la simbolización del espacio es la inminencia del apocalipsis. El texto está
construido en relación con la premura de vivir en una ciudad
que está a punto de destruirse. Los personajes viven el espacio
derterminados por la proximidad del final de la ciudad en que
viven y el texto, las palabras que nombran esa relación, se van
mezclando hasta perder toda lógica. Los elementos que conforman la existencia del espacio aparecen entrelazados y sin
coherencia. El fin es inminente y el caos empieza a apoderarse
de la realidad.
Algo había cambiado en la estructura de los días, en el tejido de los silencios. De pronto era que la tela de los días se estaba abriendo y estabamos desamparados, muertos de frío bajo el
viento de la nada que siempre llegaba a nuestros rostros y los golpeaba como si fuera un fuerte coñazo seco y certero [176].
Hay otros personajes en la novela que son también narradores y que empiezan a vivir la “lógica” del gato, y esto hace
que Pink Tomate sea el eje de la destrucción que sucede en la
vida de todos los personajes, la destrucción del espacio en que
ellos viven. Los espacios comunes, o mejor los no lugares, se
entrelazan con lo sensible y con las imágenes de la ciudad. “lluvias, noche, peleas, wc, humo y desolación. Desamparo. Silencio. El bus. La sangre. El licor. El bar. Los puños. El olor de la
sangre derramada. El vodka. El domingo. Amarilla. Muñeco.
Fresco loco” (55). Esta simbología del espacio como entidad
caótica, está también representada por el lenguaje usado en la
novela, ya que nos encontramos ante una serie de signos que
tienen referentes espaciales y que al mismo tiempo son caóti-
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cos, lo que evidencia el tipo de representación de la ciudad creado por esta novela.
Opio en las nubes es la búsqueda de un espacio otro de la
ciudad en el que la relación entre las diferentes voces del relato, los lugares de la narración y el apocalipsis, se unen, creando un simulacro de la vivencia de una ciudad apocalíptica. La
novela de Chaparro logra articular un discurso que se presenta
ante los lectores como construcción de una ciudad simbólica,
más aún, de una ciudad heterotópica, que construye una representación de la ciudad exacerbando sus contradicciones, su
desorden y la inumerable cantidad de discursos y personajes
que la habitan.
Ese último paseo: ciudad y memoria
La representación de la ciudad en Ese último paseo es muy diferente en contraste con Opio en las nubes, ya que en la primera la
ciudad representada por el texto es claramente Bogotá, mientras que en la segunda hay alusiones a Bogotá, pero es más bien
una ciudad imaginaria, mezcla de varias ciudades. Adicionalmente, el texto de Hernández está articulado por una doble
narración de la ciudad. Por un lado reacrea la suma de tensiones que confluyen en el espacio de la ciudad, es decir las tensiones que constituyen la existencia de Bogotá como un espacio de representación narrable en la literatura (Lefebvre, 54).
Por el otro, recupera y relaciona su simulacro de “ciudad” con
las formas escriturales que la han nombrado durante los últimos tres siglos. Así, la escritura del espacio sugerida, y notablemente exitosa de Ese último paseo, genera una imagen de
Bogotá oscilante entre el tipo de fuerzas que la conforman en
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el presente y las que desde el pasado ayudaron a crear una representación de la misma.
Al referirme a este texto como suma de tensiones estoy tratando de dar a entender que en él hay más de un hilo conductor, más aún, que la novela existe como juego de voces y de
tensores que recomponen el espacio de la ciudad, en este caso
explícitamente el de Bogotá, por medio de la pluralidad de historias que narra. La ciudad es nombrada por el texto como un
universo plagado de fantasmas, de silencios y de voces que la
narran guiados por un recorrido temporal y espacial que se realiza desde el presente, creando un tiempo y un lugar de partida en el que la confluencia de pasado y presente se hacen evidentes. De esta manera el punto de partida: el Cementerio
Central, se convierte en el eje de la escritura y la acerca al sentido de la heterotopía de Foucault en la medida en que:
The cemetery is certainly a place unlike ordinary cultural
spaces. It is a space that is however connected with all the sites of
the city-state or society or village, etc., since each individual, each
family has relatives in the cemetery. [25: El cementerio es, desde
luego, un lugar diferente de los espacios culturales comunes. Es
un espacio que está de alguna manera conectado con todos los
lugares de la ciudad-estado, la sociedad o el pueblo, etc., ya que
cada individuo, cada familia tiene familiares en el cementerio].
Ahora bien, el cementerio en este texto no es sólo una
heterotopía en el sentido antes citado, sino que también juega
con la idea de que las ciudades existen como tales en el momento
en que tienen muertos. Se crea aquí una intertextualidad con la
Macondo de Cien años de soledad, una de las ciudades arquetípicas
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de la literatura colombiana que termina de fundarse en el momento en que tiene su primer muerto: Melquíades (173).
Ese último paseo está articulado por una serie de fantasmas
que lo recorren. El texto es un recorrido de una ciudad y su
historia, pero a su vez, en medio de su complejidad y de la infinidad de voces y de alusiones literarias e históricas que éste
presenta, sus propios fantasmas recorren al texto mismo. Aparecen imágenes de Borges, García Márquez, Rodríguez Freyle
como primer narrador de la ciudad, la imagen de los políticos
que hacen parte de la historia de Colombia, las historias de la
gente, la violencia inmisericorde que la ha azotado. Todos estos fantasmas textuales y culturales son los tensores que ayudan a nombrar el espacio de la ciudad, que la constituyen como
relato y tratan de darle una cierta coherencia, que no necesariamente tiene lógica, pero que la dibujan en toda su complejidad y la fundan de nuevo bajo la imagen de la confluencia de
pasado y presente. Esta confluencia es una forma de heterotopía
en tanto que une elementos temporales disímiles como son
pasado y presente.
La novela empieza con el enunciado “Todo comenzó en el
Cementerio Central” que desde el principio propone una serie
de tensiones que han de desarrollarse a lo largo del relato (9).
Como dije anteriormente, el cementerio posee un aspecto
fundacional en las ciudades, pero al mismo tiempo es una imagen de la ciudad como otra de sí misma, como lugar de misterio. La ciudad ante nuestros ojos parecería ser asible, pero su
complejidad, tal y como Hernández la quiere recrear, la convierten en un misterio, en un espacio difícilmente asible para
sus habitantes. El cementerio es para esta novela el centro, el
eje que determina espacial y conceptualmente la escritura. La
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Simbolización de la ciudad en Opio en las nubes y Ese último paseo
novela que abre con el cementerio cierra su ciclo al terminar
afirmando a media voz y entre paréntesis, como si fuera lo
menos importante: “esos muertos iban muy apretados” (272),
de modo que evoca una infinidad de momentos en que en Colombia, los muertos han viajado de un lugar a otro muy apretados, más aún, que han viajado en la misma situación –apretados– de la realidad al olvido. Pero la novela busca conjurar
dicho olvido y por tanto trata de articular la existencia de Bogotá con el pasado olvidado que la forma.
Pasado y presente se unen en el texto en la búsqueda de
unos manuscritos, los de la novela misma, y en permanente
diálogo con uno de los fantasmas de la narración: El carnero.
Tales manuscritos, es decir, las escrituras de la ciudad o del
espacio se constituyen como los espacios de representación de
Bogotá, en los cuales se evidencian los sistemas de poder que
la forman (Lefebvre, 59). En Ese último paseo la permanente
búsqueda del manuscrito que es al mismo tiempo la escritura
de la novela, en la narración diegética, se presenta como la
insistencia en narrar dichos sistemas de poder, y por tanto,
renombrar lo que la cultura colombiana ha olvidado, y que
inevitablemente hace parte de las tensiones constituyentes de
la relación de los habitantes de Bogotá con el universo que los
rodea. Ahora bien, tal búsqueda está llamando al presente a
otros textos que trataron de realizar esa narración de la ciudad
y que se han vuelto fantasmas en el ambiente o el conocimiento de la misma. Es por esto que El carnero aparece en la novela
como alusión directa en la relación del texto con el cementerio: “No dudo que alguna influencia ejercía sobre mí la ambigua semántica de El carnero, que los estudiosos querían explicar... una homologación entre depósito de carne y depósito de
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papeles” (74). Es notorio que Hernández está criticando este
tipo de discursos que han tratado de explicar a su ciudad desde la época de la Colonia. Estos textos, privilegiados por la cultura como los forjadores de la ciudad, aparecen también en la
novela en las formas de escritura utilizadas por el autor, parodiando, por ejemplo, la escritura de la crónica, y desnudando
así su actitud servilista frente a la autoridad y mostrando su
importancia en la concepción de la ciudad de Santa Fe de Bogotá2.
El proyecto de narrar la estructura de la ciudad implica para
esta novela escribirla en toda su complejidad, recordando que
en ella misma confluyen las historias de todos sus habitantes.
Así, Hernández crea un entramado de historias, razón por la
cual su novela cuenta una historia que se va escindiendo, que
se va haciendo otra cada vez. De esta manera el texto, al igual
que la ciudad, son signos múltiples y cambiantes, en los cuales
confluyen tiempos, formas de escritura, lo privado y lo común,
política, historia, contrabando, narcotráfico, guerrilla, etcétera.
Allí, más adelante, en Hato Grande, los indios de Cajicá
mataron al abuelo de José Asunción Silva; y allá en Hierbabuena, se empasteló en un computador la Constitución del 91 [...].
Ese encadenemiento de memorabilias produce un insoportable
viaje mental que condimenta sazona, cruelmente el viaje físico.
2
Utilizo el nombre actual de Bogotá, para parodiar esos mismos sitemas de poder, pues como es bien sabido la única parte del nombre que viene de los nativos
americanos es Bogotá, y casualmente los constituyentes en el año 1991 decidieron regresar al nombre que la ciudad tenía en la época de la Colonia, perpetuando
el poder europeo.
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Aquí pararon los comuneros [...]. Pero no más disertaciones. Nunca será posible transmitir toda la violencia que recorre una carretera de éstas, y ese dulce sopor con que todos los pasajeros de
las flotas, dormidos, olvidan y tienen presentes, al paso de los
postes, estos sonámbulos relatos de memorabilia que amojonan
el riesgo de la velocidad, el peligro, la volcadura, la irregularidad
insoportable... y la huella indecible [81].
Elegí este pasaje, en el cual uno de los personajes de la novela está realizando un viaje a las afueras de Bogotá, pues en él
se plantean las claves de una escritura de la ciudad que aparecen en Ese último paseo. Viajar por una “carretera de éstas”, igual
que caminar por las calles de Bogotá, significa en este texto un
permanente proceso de renombrar el espacio y sus historias.
Cada vez encontramos un nuevo encadenamiento de memorabilias
que renombran la realidad problematizándola, pues su presencia
está siempre relacionada con el olvido, del que también habla
en este pasaje. Ahora bien, las memorabilias pueden ser vistas
como las unidades más pequeñas del lenguaje propuesto por
la novela, y es precisamente por medio de ellas que se logra
una recreación del espacio de la ciudad. Así como los urbanistas
tratan de encontrar la unidad mínima de sentido para el lenguaje de la ciudad, Hernández usa las memorabilias para decirnos que cada “encadenamiento de memorabilias produce un
insoportable viaje” (81), es decir, que partiendo de dichas unidades de sentido podemos recomponer partes de una realidad,
o mirándolo desde el otro lado, que la realidad está formada
por estas unidades y que para entenderla debemos estar en capacidad de sentir sus pulsiones, o mejor, debemos reconocer
las tensiones que ellas implican. También podemos ver cómo
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en este pasaje se confirma la propuesta de que las historias de
los habitantes de la ciudad son parte del entramado del espacio, cuando el autor dice que los pasajeros son “sonámbulos
relatos de memorabilia” (81). Así la ciudad es estructurada por
el texto en la manera de relacionar y reorganizar las memorabilias
que la conforman.
En medio de la complejidad que constituye el lenguaje de
este texto, descubrimos en él un sistema de representación que
a manera de otredad, como las heterotopías de Foucault, se convierte en otra de la ciudad que quiere narrar, y por tanto en un
espacio otro de Bogotá. Adicionalmente, la representación propuesta por esta novela está articulada en dos diferentes lenguajes; la creación de un manuscrito que recoja historias no dichas
de la ciudad, y su existencia como texto anterior, la tradición
escritural que ya la había tratado de expresar. Ese último paseo es
un recorrido por la historia, pero también por las calles de una
ciudad que, pese a la violencia que la subyace, es un objeto erótico para sus caminantes, y los seduce a descifrar en el espacio
las “verdades” de su ciudad y por tanto de su propia existencia.
Escribir una ciudad, en este caso Bogotá, es hacer de ella
un espacio de representación con el cual sus habitantes se puedan identificar y asimismo es recrearla como poema, como dice
Barthes:
For the city is a poem, as has often been said [...] but it is not
a classical poem, a poem tidily centered on a subject. It is a poem
which unfolds the signifier and it is this unfolding that ultimately
the semiology of the city should try to grasp and make sign. [9798: Porque la ciudad es un poema, como ha sido expresado muchas veces, pero no un poema clásico, un poema fuertemente cen-
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trado en un sujeto. Es un poema que revela el significante, y es
esa revelación lo que principalmente la semiología de la ciudad
debería tratar de atrapar y convertir en signo].
Y es ésta precisamente la función que un texto como Ese
último paseo realiza al descifrar y recifrar las memorabilias, generando un sistema de representación que nombre la ciudad y
produciendo también una identidad urbana con la misma. La
ciudad-memoria necesita narrarse a sí misma buscando darle
nombres a su pasado olvidado. No importa si las historias que
Hernández cuenta son verdaderas o no, pero al situarlas en Bogotá nos lleva a confrontar la ciudad con la representación simbólica que el texto está realizando y de esta manera la reconoce como lugar de confluencia de historias y de tensiones
múltiples que pueden ser representadas y problematizadas por
la escritura.
Obras de referencia
Augé, Marc. “Los no lugares”. Espacios del anonimato. Barcelona: Gedisa, 1996.
Barthes, Roland. “Semiology and the Urban”. The City and the
Sign. An Introduction to Urban Semiotics. Edición de M.
Gottdienor y Alexandros Ph. Logopoulos. Nueva York: Columbia UP, 1986.
Certeau, Michel de. L’Invention du quotidien. París: Gallimard,
1990.
Chaparro Madiedo, Rafael. Opio en las nubes. Bogotá: Colcultura,
1992.
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Foucault, Michel. “Of Other Spaces”. Diacritics. No 16, 1986,
22-27.
García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Madrid: Cátedra, 1991.
Hernández, Manuel. Ese último paseo. Bogotá: Arango Editores,
1997.
Lefebvre, Henri. The Production of Space. Cambridge: Blackwell
Publishers, 1995.
Mumford, Lewis. “What is a City”. The City Reader. Edición
de Richard LeGates, Frederic Stout. New York: Routledge,
1997, 183-188.
Pike, Burton. The Image of the City in Modern Literature. Princeton:
Princeton UP, 1981.
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