Domingo 4º de Cuaresma Diálogo con Nicodemo: Acerca del amor desmedido de Dios "Lo mismo que Moisés levantó la serpiente de bronce del desierto, el Hijo del Hombre tiene que ser levantado en alto, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él ya está condenado, por no haber creído en el Hijo único de Dios. El motivo de esta condenación está en que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque hacían el mal. Todo el que obra mal detesta la luz y la rehuye por miedo a que su conducta quede al descubierto. Sin embargo, aquel que actúa conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que todo lo que él hace está inspirado por Dios." Jn 3, 14–21 1. Para mejor comprender el texto a) Este texto evangélico corresponde al diálogo de Jesús con Nicodemo. Nicodemo sale únicamente en el evangelio de Juan. Es una de las pocas personas pertenecientes a la institución religiosa que estableció una relación amistosa con Jesús (Jn 7, 50; 19, 39). El evangelista lo caracteriza como "fariseo", es decir, perteneciente al grupo judío que buscaba la perfección personal en la estricta observancia de la Ley mosaica. A la vez dice que era "jefe judío", o sea, que pertenecía al Sanedrín. El Sanedrín era el Consejo Supremo judío que impartía justicia. En tiempos de Jesús era un órgano de poder religioso y político, social y económico. Estaba compuesto por setenta y un miembros, que debían tener un conocimiento profundo de las Escrituras para dar sus sentencias. Nicodemo es, por lo tanto, estudioso, observante, maestro de la Ley y hombre constituido en autoridad. Acude a Jesús "de noche". Esta expresión puede referirse tanto a la noche física (no quiere que sea conocida su simpatía por Jesús), como a la oscuridad interior (no entiende o está perplejo ante los signos de Jesús). b) El diálogo entre Jesús y este influyente fariseo tiene un fuerte sabor esotérico o misterioso. Basta fijarse en los temas teológicos y símbolos empleados: el agua, el Espíritu y la carne, el nacer de nuevo, la luz y las tinieblas, la serpiente de bronce, el viento, la verdad, el juicio, la vida... Esto nos indica que no relata una conversación real, pues un diálogo así resulta inverosímil. Se trata, más bien, de una explicación teológica, propia para iniciados. A este hombre, dominado por la Ley, Jesús le habla de otra realidad, de otro mundo, de otra perspectiva, de nacer de nuevo, del amor de Dios... Existen en el diálogo-monólogo tres fases. En la primera (vv. 1-3) Nicodemo reconoce la autoridad de Jesús basada en las obras que hace, pero Jesús reacciona diciendo que eso es insuficiente. La segunda fase (vv. 4-8) pone de relieve que es necesario nacer de nuevo, de lo alto, de Dios, del agua y del Espíritu. Sin ello, no se puede aceptar a Jesús como el enviado, el revelador del Padre; y sin creer y acoger a Jesús como enviado del Padre no se puede entrar en el reino de Dios, no hay vida y salvación. Considerar a Jesús desde las simples categorías o posibilidades humanas no nos salva ni nos da el Reino. La tercera fase (vv. 9-21) se centra en la descripción del acontecimiento salvífico: la iniciativa procede de Dios (v. 16); se realiza por medio del Hijo, que ha venido de su parte y que vuelve a él a través de la cruz-exaltación (v. 14); y el hombre hace propia la iniciativa de Dios, o la rechaza, mediante la fe o la incredulidad en el Enviado (v. 18). c) En un momento del diálogo, Jesús se aplica a sí mismo la imagen de la serpiente de bronce. En Nm 21, 4–9, se relata cómo Moisés hizo, de parte de Dios, una serpiente de bronce que, elevada sobre un mástil, salvó de la muerte, con sólo mirarla, a muchos israelitas que, en travesía por el desierto, habían sido mordidos por serpientes venenosas. No fueron salvados por ese objeto, sino "por ti, Salvador universal" (Sab 16, 7). Jesús ve en aquel mástil la figura anticipada del madero de la cruz y empieza a explicárselo al ilustre fariseo que le escuchaba admirado: "Así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna" (v. 15). El término "elevar" significa, al mismo tiempo, que Jesús será elevado en la cruz y exaltado en la resurrección. Para Juan la cruz es el comienzo de la exaltación y de la glorificación, no sólo muerte y fracaso. De ahí que el Crucificado sea el máximo signo del amor de Dios y fuente de vida eterna para los que creen en él (vv. 15–16). 2. "Tanto amó Dios al mundo..." He aquí el centro y eje de la fe cristiana, de la buena noticia. Con frecuencia olvidamos que el amor de Dios es universal, que alcanza a la humanidad entera, a nosotros y al mundo en que vivimos, nos guste o no. Con frecuencia olvidamos que el propósito de su amor es que el mundo tenga vida auténtica y que cada uno de nosotros también la tengamos. Es triste que los creyentes de hoy no seamos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica, y nos contentemos con "sobrevivir". No estamos convencidos de que creer en Jesucristo es tener vida eterna, es decir, comenzar a vivir ya, desde ahora, algo nuevo y definitivo que no está sujeto a la decadencia y la muerte. Hemos olvidado a ese Dios, cercano al mundo y a cada persona, que toma la iniciativa de amarnos, que ama sin condiciones con plenitud y lealtad, que anima y sostiene nuestra vida, y que nos llama y urge desde ahora a una vida más plena y más libre. Y, sin embargo, ser creyente es sentirse amado y llamado a vivir con mayor plenitud, descubriendo, desde nuestra adhesión a Jesucristo, nuevas posibilidades, nuevas fuerzas y nuevo horizonte en nuestro vivir diario. "La prueba del amor de Dios al mundo es que dio a su Hijo único para que tenga vida" (v. 16). Ni el miedo, ni la muerte, ni la condenación, ni el querer ganar con esfuerzo algo que no podemos... pertenece al querer de Dios. Lo único que hacen es crear tinieblas que oscurecen el horizonte de su amor y de nuestra vida. No pocas veces los cristianos nos dejamos llevar por el pesimismo ante un mundo cargado de violencia, injusticia, intolerancia, fraude y explotación. No tiene remedio, decimos. Juan nos recuerda, sin embargo, algo que rompe todos nuestros pesimismos y desesperanzas: Dios ha amado y ama tanto este mundo que ha entregado a su hijo único por él y lo ha salvado ya. 3. La cruz, signo de vida y salvación ¿Qué sentido puede tener fijar los ojos en una persona crucificada en una sociedad que busca apasionadamente el confort, la comodidad, el máximo bienestar? Más de uno se preguntará cómo es posible seguir creyendo en él hoy. ¿No ha quedado ya superada esa manera morbosa y hasta masoquista de vivir exaltando el dolor y buscando el sufrimiento? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo obsesionado por la agonía de Getsemaní, la cruz y las llagas del Crucificado? Sin embargo, cuando los cristianos adoramos la cruz no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación y la muerte, sino el amor, la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo. No es el sufrimiento el que salva, sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa de los hombres. No es la sangre la que en realidad purifica, sino el amor infinito de Dios que nos acoge como hijos. Por esto, ser fiel al Crucificado no es buscar con masoquismo el sufrimiento, sino saber acercarse a los que sufren solidarizándose con ellos hasta las últimas consecuencias. Descubrir la grandeza de la cruz no es encontrar no sé qué misterioso poder o virtud en el dolor, sino saber percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad. Pero quizá hemos de recordar hoy más que nunca, en medio de unos pueblos maltratados, atemorizados y ensangrentados, que a una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor, fraternidad y solidaridad con que vivió Jesús, sólo le espera resurrección. 4. No todas las cruces son salvadoras Hay cruces casi “inevitables” (ciertos momentos, climas, trabajos, caracteres, silencios; ciertas edades, convivencias, palabras...); y uno debe asumirlas. Hay cruces que te “endosan” (en forma de calumnia, contagio, pelmada, contrato, timo, aislamiento, chapuza...); y uno tiene que evitar y soportar este tipo de cruces. Hay cruces que te “atrapan” (la droga, el dinero, el poder, la fama, el juego, la pasión, la envidia, el qué dirán, el placer...); habrá que huir de este tipo de cruces. Hay cruces como “de temporada” (de Cuaresma, de Semana Santa, de exámenes, de entierro, de asunción de compromisos, de ayuno y abstinencia, de enfermedad, de días de convivencia...); lo mejor es mirarlas bien y no hacerlas más pesadas. Hay cruces de “competición” (trabajo, aguanto, sufro, rezo, doy, me comprometo... más que nadie); me río de esas cruces. Hay, sin embargo, una cruz que he de admirar y con la que puedo y debo cargar: la del que procura que el otro no tenga cruz; la del que ayuda al otro a llevar su cruz; la del que se mortifica por no mortificar; la del que sufre sencillamente porque... ama. ¡Esta es la cruz de Jesús! Esta es la cruz que da vida, que me da vida, que nos salva. 5. Un hombre deslumbrado Cualquiera que escuche este texto evangélico sentirá como un chorro de luz o como una cascada de bendiciones. Se habla aquí de la luz que es la verdad, de la verdad que es el amor, del amor que es la vida eterna. Y se habla de que esta Luz–Verdad–Amor–Vida se acerca al hombre, en la persona de Jesucristo, para iluminarlo y salvarlo, para atraerlo y transformarlo. Y se habla de las personas que se abren a esta luz y de las personas que se cierran a ella. Imagínate a Nicodemo ante esta manifestación de Dios tan espléndida, tan humanizada y tan humanizante. Había acudido a Jesús de noche y resulta que se siente deslumbrado. Había querido dialogar de "magistrado" a "maestro" y ahora apenas puede balbucear palabra. Había preparado el encuentro desde ciertas bases, "sabemos que...", y a ahora no sabe nada. Era un "viejo" respetado y ahora se ve como un niño. Deseaba un cambio de vida y le dicen que no, que lo que tiene que hacer es nacer de nuevo. Pedía un poco de luz y se encuentra con un fogonazo. No es extraño que, en la conversación, Nicodemo se vaya difuminando y termine por no decir nada. Pero Nicodemo era un hombre abierto a la luz. No estaba seguro de su verdad y buscaba, o sea, realizaba la verdad, y tanto se acercó a la luz que quedó deslumbrado. Y aunque apenas entendía lo que escuchaba y sentía, guardó la palabra en el corazón y empezó a dar su fruto. Aquella noche, Nicodemo se bautizó en la luz, volvió a nacer, empezó una nueva vida y descubrió la luz humanizada de Dios. Algo de esto tendríamos que sentir nosotros cada vez que escuchamos este evangelio. Sus palabras tienen una fuerza capaz de limpiarnos y de transfigurarnos. Si nos abrimos de verdad a esta palabra, sentiremos la seguridad de que Dios nos está salvando, nos está amando, nos está haciendo renacer. Cada vez que escuchamos "tanto amó Dios...", podemos sentir cómo ese amor se renueva en nosotros. Cada vez que oímos que el Hijo vino a salvar, podemos sentir que ahora mismo nos está salvando. 6. Acerca de la fe y de la increencia En todo el diálogo de Jesús con Nicodemo planea el problema de la fe y la increencia. Varias veces se alude en el texto a los que creen y no creen. El que cree en el Crucificado participa ya de la vida y la gloria del Hijo. El que no cree, en cambio, está ya condenado; y el juicio final no será otra cosa que la confirmación definitiva de esa condenación. Para el evangelista, en creer o no creer está el único verdadero dilema del ser humano, del sentido y de la plenitud de su vida. Hoy, son muchas las personas que, eliminado el Dios "infantil", no aciertan a creer en nada. Unas, desde su indiferencia, no sienten necesidad de Dios, no tienen hambre de él. Otras, se han instalado resignadamente en su finitud y viven agnósticamente. Algunas conciben y organizan su vida con una exclusión positiva de Dios. Otras, no es que rechacen a Dios; es que no saben qué hacer para encontrarse con él. Surgen entonces las preguntas que recogen las dudas, los anhelos o los intentos de justificación. No cabe duda de que creer es tan sencillo y, al mismo tiempo, tan complicado como lo es el vivir, amar o ser humano. Lo propio del creyente es que no se contenta con vivir de cualquier manera la vida y que encuentra en su fe el mejor estímulo y la mejor orientación para vivirla intensamente. Es cierto que hay personas que parecen alérgicas a todo lo religioso y personas que tienden a creer fácilmente. Sin duda, la sensibilidad y la estructura personal pueden predisponer a adoptar una actitud u otra en la vida. Pero la fe no es asunto de personas crédulas o sensibleras. Todo hombre o mujer puede abrirse confiadamente al misterio de Dios, aunque cada uno lo haga desde su propio temperamento, teniendo o no dudas, haciendo más o menos. ¿Hay algún método para aprender a creer? Si por método se entiende un programa organizado de aprendizaje que asegure el éxito, no hay métodos ni recetas para garantizar la fe. Pero el aprendizaje de la fe sí exige unas actitudes de búsqueda y de honestidad, de coherencia y de fidelidad, de confianza y de dedicación de tiempo, de realizar la verdad y practicar la justicia. Todo el que se enfrenta a su vivir diario desde una actitud de honestidad y búsqueda de la verdad no está lejos de la luz, no está lejos de sentir el amor salvador de Dios, como Nicodemo. 7. Gestos, signos e imágenes para orar a) Mirar la cruz. Poner una cruz en nuestro rincón de oración. Orar alzando la vista hacia ella. Contemplar al que de ella pende. Fijar nuestros ojos en Jesús crucificado. Descubrir las cruces que llevamos: las que son de adorno, las que no son salvadoras, las que son salvadoras... Tomar conciencia de la desmesura de Dios. Dejarme interpelar y dejarme curar. Mirar con fe, mirar con amor, mirar con deseos de liberación. b) Todos somos Nicodemo. Nicodemo expresa todos los excepticismos y reticencias de nuestro "hombre viejo", que no cree posible vivir de adulto esas actitudes que el evangelio llama "hacerse como niños": confiar, abandonarse, ser sencillo, tener capacidad de asombro, saberse querido y cuidado por Alguien mayor, seguridad de estar en buenas manos... c) Borrar nuestras imágenes de Dios. Sí, romperlas, destruirlas, quemarlas..., porque al final sólo expresan un Dios a nuestra medida. Ver qué imágenes tengo que destruir, desprenderme de ellas aunque me cueste. Dejar que Dios grabe su retrato en nosotros. Ser arcilla en sus manos, ni más ni menos. d) Dejar circular la vida y el Espíritu de Dios entre nosotros. Dios ama tanto que se expande, que se comunica, que se da, que se encarna. Si oramos en comunidad, nos agarramos las manos, y en silencio sentimos lo que nos transmitimos y damos; a la vez alguien lee en voz alta varias veces los versículos evangélicos. Si oro solo, me siento unido a otras muchas personas, hermanos y hermanas, que dejan circular la vida y el Espíritu de Dios. e) Jesús es el gran icono de la desmesura del amor de Dios. Lo contemplamos manifestándonos al Padre, revelándonos el nuevo rostro de Dios, creando inclusión, comunidad, inaugurando una manera nueva de vivir, amando hasta el fin, haciendo luz en nuestra noche, rompiendo nuestras seguridades, riéndose de nuestros méritos... f) Hacer algo desmesurado. O sea, algo que rompa los esquemas de nuestra sensatez, honestidad y justicia. Hacer algo desmesurado respecto a las personas que amamos. O sea, romper los esquemas y casillas en los que nos movemos. Y así presentarse a Dios. Sólo desde la desmesura se entra con naturalidad y sencillez en el camino de la oración. Y sólo desde la desmesura se puede conocer, entender y amar a Dios. ¡Que nuestra oración tenga hoy algo de desmesurado y excéntrico! A TRAVÉS DE LAS TINIEBLAS, CONDÚCEME A través de las tinieblas que me rodean, condúceme Tú siempre más adelante. La noche es oscura y estoy lejos del hogar; condúceme Tú siempre más adelante. Guía mis pasos torpes y vacilantes; no puedo ver ya, lo que se dice ver, allá abajo; un solo paso cada vez es bastante para mí. Yo no he sido siempre así, ni tampoco he rezado siempre para que Tú me condujeras. Deseaba escoger y ver mi camino; pero ahora… condúceme Tú siempre más adelante. Ansiaba los días de gloria y, a pesar de los temores, el orgullo dirigía mi querer. ¡Oh!, no te acuerdes de esos años que pasaron ya. Tu poder me ha bendecido tan largamente, que aún sabrá conducirme siempre más adelante, por los páramos y las ciénagas, sobre la roca abrupta y el bramar del torrente, hasta que la noche haya pasado y me sonrían en la mañana esas caras de ángeles que había amado hace tanto tiempo, y que durante una época perdí. Condúceme Tú, siempre más adelante. Newman, Cardenal