Entrevista a Ema Wolf Adrián Ferrero

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Entrevista a Ema Wolf
Adrián Ferrero
Universidd de La Plata
Ema Wolf nació en mayo de 1948 en los alrededores de la Ciudad de Buenos Aires. Es
Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Trabajó como periodista y a fines
de los setenta comenzó a incursionar en el campo del relato infantil realizando adaptaciones
y publicando cuentos en revistas, entre ellas Humi en 1981. En 1984 Editorial Kapelusz
le publicó su primer libro: Barbanegra y los buñuelos. A partir de entonces alternó sus
novelas cortas, antologías y colecciones de cuentos con artículos, conferencias en su país y
el exterior y encuentros con docentes y chicos. Algunos de sus títulos, que sobresalen por
un humor particular, casi surrealista, son: ¡Qué animales!, Libro de los prodigios, La sonada
aventura de Ben Malasangüe, Los imposibles, La galleta marinera, La casa bajo el teclado, La
aldovranda en el mercado, Perros complicados y la serie de Berta y su gato. Su literatura, a
menudo en clave paródica, renuncia a toda pretensión didáctica y recupera el placer como
la motivación principal del acto de leer.Varios libros suyos fueron seleccionados por las
listas del Banco del Libro de Venezuela y The White Raven de Munich. Con Historias a
Fernández, finalista en el Premio Casa de las Américas de Cuba en 1994, obtuvo también el
Premio Nacional de Literatura Infantil de su país. Fue candidata al Premio Hans Christian
Andersen. La Fundación Konex la distinguió con el Diploma al Mérito en 1994 y 2004. En
2005, por la novela para adultos El turno del escriba, escrita en colaboración con Graciela
Montes, ganó el Premio Alfaguara de Novela, en España. En 2008 recibió la Mención
del Premio Iberoamericano SM.Algunos títulos conocieron ediciones en italiano, alemán,
holandés, croata y portugués. Una traducción reciente difundió su novela Pollos de Campo
en lengua vietnamita.
Adrián Ferrero: ¿Alentaron en su casa su vocación por la lectura y la escritura?
¿Mediante qué modos se manifestó esa disposición familiar?
Ema Wolf: Soy la típica descendiente de inmigrantes lectores. Mi madre nació en una
familia de españoles adonde llegaba el folletín semanal; las mujeres lo leían en rueda, como
hacían en Cuba los obreros del tabaco con El Conde de Montecristo. A ella le encantaba leer,
sobre todo novelas. Tenía una capacidad espontánea para urdir historias, exagerar, convertir
un chisme en un relato divertido. Un día, ya muy vieja, me dijo que yo escribía cuentos
gracias a ella. Tenía razón. Estaba tan naturalizada en la familia esa cualidad suya, que
nadie la advertía. Por el lado paterno vengo de italianos del norte, trentinos. Mis abuelos
se largaron a la Argentina con mi papá de tres años. Tenían solo educación primaria, pero
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apreciaban eso que vagamente se entendía como “la cultura”. Mi padre, músico, fue el
típico autodidacta. Leía a Ingenieros, Zola, Anatole France. Recuerdo cómo disfrutaba los
artículos de Germán Arciniegas en el diario La Prensa. Nuestra biblioteca no era grande
ni estaba actualizada, además era caótica, pero se la respetaba. Podías encontrar La crítica
de la razón práctica -que nadie estaba en condiciones de entender-, una Historia Universal,
biografías de músicos, relatos de navegantes solitarios, libros sobre la cría del periquito...
Por supuesto, para mi hermano y para mí, la colección Robin Hood. Por suerte, a mis
padres no se les ocurrió alentarme para que fuera escritora: me habrían echado encima una
carga incómoda. Pero me dieron los libros y la curiosidad, que no es poco. También, debo
decir, nos criaron con la idea de que la única cultura era la europea. Miraban hacia afuera,
muy poco hacia lo que ofrecía este país. Por historia, por educación, creo que no podían
hacer otra cosa.
AF: ¿Piensa que las lecturas o cuentos orales de su infancia condicionaron de alguna
manera su ulterior vocación por la literatura infantil? ¿De qué modo piensa esta relación?
EW: No recuerdo que me contaran o leyeran cuentos, no había tiempo para eso. Sí,
me compraban libros: Andersen, cuentos populares tradicionales, El Mago de Oz...; otros
los recibía de mis tías para los cumpleaños. Fuera de esas lecturas “oficiales”, los chicos
manoteábamos cualquier cosa que anduviera por ahí: perlas y porquerías inenarrables -todas
indispensables para hacerse de un gusto propio. Así que, en parte, éramos lectores self made,
hechos medio a los porrazos, ¡pero qué genuinamente nuestro era lo que conquistábamos!
Obviamente nadie puede despegar su escritura de la historia de sus lecturas, pero a la edad
en que una empieza a escribir las lecturas de infancia ya no son las únicas, están demasiado
matizadas, hay muchas y variadas capas superpuestas, tan entreveradas en la memoria que
no es fácil discernir cuáles y en qué medida inciden en tu producción. Las de infancia son
las más entrañables, no se olvidan, te proporcionan los párrafos que vas a recordar toda
la vida, pero no creo que hayan condicionado mi preferencia por la literatura infantil: a
los 30 años yo ya había digerido otras cosas, podría haber saltado en otra dirección. Por
otra parte, mi infancia no se alimentó solo de cuentos sino también de novelas de Salgari,
Verne, Dumas, que no habían sido escritas para los chicos. Si hoy escribo para ellos es
porque disfruto contando ese tipo de historias: sencillas, con economía de recursos, de
las que no expulso, creo, al mediador adulto. Después de todo, lo que hago me tiene que
conformar primero a mí, que soy grande.
AF: ¿Asociaba la lectura al juego, al orden de lo lúdico? ¿Cómo eran, en cambio,
las lecturas obligatorias de la escuela? ¿Había allí un contraste?
EW: La lectura me entretenía, pero no la asociaba con el juego. Los juegos se
compartían, las lecturas -las elegidas por mí- estaban en el orden de lo privado, y hasta
diría, de lo clandestino. No me molestaban las lecturas obligatorias; había algo de
rito tranquilizador en compartir un libro en clase, el mismo para todos, aunque fuera
aburrido. Pero con ellas solas no me habría hecho lectora, estoy segura. Yo tenía las cosas
perfectamente disociadas: en la escuela me enseñaban a leer, en mi casa “leía”. Mantuve
esa especie de esquizofrenia aun en la Facultad: lo que leía en las aulas y lo que leía en el
bar de la esquina. Por eso me pone nerviosa, hoy, la lectura escolarizada: el trabajo con la
ficción, su aprovechamiento con fines pedagógicos. Con mi Sandokán, con mi Mujercitas,
nadie trabajaba, no eran funcionales a un propósito, eran para disfrutar y punto. Ahora a
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mis lectores les toman prueba de mi libro Historias a Fernández. Prueba que yo no pasaría,
de seguro.
AF -En su obra, muchos lo han señalado, hay un particular tratamiento del humor,
muchas veces asociado a la parodia. Pienso por ejemplo en Perafán de Palos y los libros
de viajes, o los libros del género gótico o de fantasmas en Maruja. También hay allí en El
turno del escriba una especie de diario o registro de avatares ¿Este tipo de humor usted lo
puede vincular a algún rasgo de su captación del mundo? ¿de producir algún tipo de desvío
o extrañamiento respecto del rasgo más normativo de los géneros y la vida en general? EW: El humor es un cristal a través del cual elegís mostrar el mundo porque así
como es no te conforma. Supongo que algo de eso le ocurre a todo el que escribe, o pinta,
no importa qué ni en qué tono. Hay algo de desacomodo, de impaciencia, de queja en
esa mirada, tan amable en la superficie. El autor no se ríe de todas las cosas sino de las que
le molestan por bobaliconas o autoritarias o hipócritas o injustas... El humor nunca es
totalmente ácido, también le permite mostrar a quién ama: al débil, a la víctima, al que no
encaja, puede mostrarlo en su costado entrañable sin paternalismo. Estoy pensando en El
Caballero Blanco de Alicia a través del espejo, esa especie de Quijote destartalado. Te reís de
él y al mismo tiempo lo querés. Eso buscó el autor, a través del narrador. La parodia es un
buen recurso. La hice con géneros, como el gótico, que ya están tan amortizados que no es
posible incursionar en ellos seriamente. Mis “malos” no son peores que mis abuelitas y mis
gatos. Por qué elegí esta manera de mostrar el mundo, no lo sé. Tema para mi psicoanalista,
si lo tuviera. Siempre pensé que el humor es generoso, soy agradecida con las personas que
me hacen reír. El Río de la Plata, en ambas orillas, es rico en humor.
AF: ¿Cuál de sus textos quiere más? ¿Podría referirnos las circunstancias en que
nació y cómo fue escrito?
EW: Tengo especial cariño por La sonada aventura de Ben Malasangüe. Es una
parodia y a la vez un homenaje a mis libros de piratas, sobre todo al Salgari que me
legó mi familia italiana. Está construido sobre el primer libro de la saga de Sandokán:
cuando el pirata rapta a lady Mariana en las narices de su tío inglés. Esa historia de amor,
fulminante, desprejuiciada, me fascinaba. Por suerte, todavía no se había inventado la
corrección política: que el héroe le raje la panza a un tigre hoy es inaceptable.El pirata de
mi libro es italiano. Tiene más que ver con el Capitán Sparrow que con Errol Flynn. Sus
aventuras, no por casualidad, terminan en la Boca del Riachuelo, el barrio de Buenos Aires
donde se asentaron los inmigrantes que llegaron de Italia, sobre todo los genoveses, que
nos enseñaron a comer pizza.Es un libro silvestre, vertiginoso. Tal vez haya escrito otros
mejores, a éste lo quiero.
AF: Usted escribió por lo menos dos textos literarios en colaboración: Perafán de
Palos y El turno del escriba, por el que recibió el premio Alfaguara 2005. ¿Cómo nace la
idea de un texto en colaboración? ¿Cómo es su proceso de escritura y qué formas de trabajo
supone la colaboración?
EW: Las idea nace por diversión, por el gusto de hacer algo con una persona amiga
ante la que podés exhibir sin muchos complejos tus vacilaciones y errores. Aprendés mucho,
porque salen a la luz tus tics, los recursos a los que echás mano con demasiada facilidad.
También aparecen tus fobias: a Graciela Montes, en el libro El turno del escriba, la crispaban
los adverbios en “mente” y a mí los adjetivos posesivos. Pasábamos largo rato discutiendo
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esas cosas. Además es divertido compartir la búsqueda de información previa. Con Laura
Linares, leyendo crónicas de la época, descubrimos que la realidad había inventado
episodios mejores que los nuestros, más desopilantes.En ambos casos el procedimiento
fue similar: una hacía la redacción gruesa de un capítulo y la otra pasaba el peine fino;
luego se leía en conjunto, se corregía y así íbamos consiguiendo un texto homogéneo,
que no mostrara las costuras. Si observás las obras que se escribieron en colaboración,
ves que en su mayoría se trata de literatura de género: terror, misterio, policial..., novela
histórica, en nuestro caso. Dudo que el experimento se pueda extender a libros que tengan
un componente autobiografico fuerte. Aunque nunca se sabe. AF: ¿Qué libro de literatura infantil o juvenil le hubiera gustado escribir? ¿Por
qué, qué elementos o contenidos encuentra en ese texto?
EW: Hay textos que celebro que existan, que estén en el mundo, no siento el deseo
de haberlos escrito, o envidia por no haberlo hecho. Son libros que me dieron placer
y seguramente me ayudaron a escribir mejor los míos, con eso basta. Tampoco tengo
una relación muy posesiva con mis propios textos, de lo contrario no habría podido
escribir ficción a cuatro manos, algo impensable para algunos. Me gusta “La Reina de las
Nieves”, un cuento que se disfruta como novela; la saga de los Mumins; las Historias de
Rootabaga; las historietas como “Astérix” –sólo con guiones de Goscinny- y “La pequeña
Lulú” –sólo con guiones de Stanley. Señalo estas piezas porque sus autores lograron crear
mundos completos, autoabastecidos; un orden, una suerte de “hogar” en el que el lector se
introduce y donde reside con tranquilidad. No me refiero al mundo de los acontecimientos
-¡que no siempre es tranquilo, hay conflictos, peligros!-, sino al sitio del relato, un espacio
suficiente, armónico, con los rincones bien amueblados, capaz de generar en el lector un
sentimiento de pertenencia. Es difícil de explicar y, mucho más, de lograr, porque es algo
afectivo, interior, no analizable, nace del duende, del genio. Lo consiguen algunos autores,
sin proponérselo. Yo no lo conseguí.
AF: Su paso por la carrera de Letras en la UBA, ¿Qué tipo de marcas dejó? ¿Fue
formativa, enriqueció sus lecturas, le permitió sistematizar de algún modo las “bibliotecas”
de la historia literaria? EW: Hice toda la carrera con la Facultad intervenida porque ingresé con el golpe
militar de Onganía, la famosa Noche de los Bastones Largos, que expulsó de las cátedras
a muchos profesores valiosos. En mi primera materia, Filosofía, alcancé a tener a Risieri
Frondizi, y ya no estuvo para tomarnos el final. Fue un período muy complicado. Por
tramos, la carrera era un perdedero de tiempo, vacía de contenido. Yo no tenía interés
en escribir entonces, pero me daba cuenta de que la carrera no les servía a los que sí lo
tenían. Había una orientación enciclopédica, nada creativa. En cambio, me armó de cierta
disciplina, de paciencia -que no vienen mal cuando te dedicás a una artesanía como ésta-, y
sin duda amplió mi repertorio de autores. Me pude asomar a los clásicos, como Quevedo,
que seguramente no habría leído por mi cuenta. También me mostró escuelas, períodos,
sobre todo ordenó mis lecturas y les reasignó valor -cuando entré admiraba a Sábato,
cuando egresé no lo podía soportar. Al menos salí sabiendo cuánto ignoraba, cuánto me
faltaba por leer y entender, algo cuya dimensión tal vez no perciba quien se formó sin
ninguna guía.
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AF: ¿Cómo fue su infancia en Carapachay? ¿Podría describir el tipo de vida que
una niña llevaba en un lugar de esas características?
EW: Carapachay suena a pueblo remoto pero está a quince minutos de la Ciudad
de Buenos Aires. Era un barrio tranquilo, de casas bajas, presente en varios de mis textos,
aunque nunca lo nombré. Teníamos problemas con las hormigas, con los ladrones de
fruta... En la escuela me costaba mucho escribir la composición “Un incidente callejero”
porque en mi calle no pasaba nada, y -¡fijate vos!- si inventaba sentía que estaba mintiendo.
Por supuesto, también había neurosis, como en todas partes. Mi casa tenía un terreno muy
grande, así que hice poca vida de vereda. Además era muy tímida. Los libros me venían
bien. Me sacaban de ese lugar acotado para mostrarme el mundo, lo distinto, lo otro,
diferentes seres, épocas, culturas, paisajes; falsos o verdaderos, no importaba. Por eso no
me atrae la literatura que, para capturar al niño lector y buscar la famosa identificación con
el héroe, se propone reproducirlo como en un espejo. La identificación tiene resortes más
sutiles. Yo no hubiera abierto un libro que me contara la historia de una nena suburbana.
AF: ¿Qué autores de la literatura admira? En su lista ¿qué autores de literatura
infantil incluiría y por qué?
EW: Conrad, Borges, Calvino, Steinbeck, Felisberto Hernández, Guimaraes Rosa,
Bohumil Hrabal, las narradoras del sur norteamericano, García Márquez, Quiroga,
Cheever... ¡Qué sé yo! Sería una lista larga y siempre me parecería mezquina. Una admira a
muchos escritores, a cada uno por una razón distinta. No admirás a Borges por lo mismo
que a García Márquez, como trato de explicarles a los chicos cuando me preguntan cuál
es mi autor favorito. Los chicos tienen tan internalizada la competición, el exitismo, que
necesitan saber quién encabeza la lista de top ten, les incomoda que les acerque varios
nombres y no uno, les complica la vida, quieren la cosa resuelta, aunque no sepan para
qué la quieren. El rasgo común a esos autores es una ética de la escritura. ¿Cómo es que la
estética se confunde con la ética? No sé. Hay algo ligado a la verdad en el uso de la palabra,
en el tratamiento del texto, sin poses, sin pretensiones, encaran el oficio de contar como
honestos obreros; me gustan porque les creo, observan en profundidad y, no importa lo
que vean, nunca son impiadosos. Con respecto a los infantiles, me cuesta dar nombres
de argentinos contemporáneos. Es incómodo porque yo misma formo parte de ese lote,
¿con qué credenciales incluyo a unos y omito a otros? Temo ser injusta, además, porque
mis lecturas no están actualizadas. De los extranjeros nombraría a Tove Jansson, Rodari,
Dahl... En realidad me enamoro de libros, más que de autores.
AF: Cuando lee un texto literario ¿Usted está atenta a sus mecanismos constructivos,
a su arquitectura? ¿Puede realizar una lectura meramente hedonista de esos textos? ¿Hay en
cambio algún tipo de reflexión posterior?
EW: Ni el haber destripado textos en la facultad ni el escribir me impiden disfrutar
de lo que leo. El disfrute y la comprensión del valor constructivo de un texto para mí están
asociados, son dos caras de la misma moneda: disfruto de lo que está bien hecho. No me
interesa descubrir los trucos. En todo caso, algunos mecanismos constructivos se te van
pegando sin que lo adviertas.De chica no discriminaba. Los chicos leíamos novelas mal
adaptadas y peor traducidas. Nadie reparaba en eso: galopábamos felices sobre la aventura.
Entonces sí, éramos por completo inocentes.
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AF: ¿Tiene alguna anécdota graciosa que nos pueda contar con alguno de sus
lectores?
EW: Sacadas de contexto, pierden gracia. Vivo una anécdota permanente: los chicos
confunden mi nombre con el de nuestra Maria Elena Walsh. En las escuelas me preguntan:
¿”Qué te gusta más: ser autora o cantora?” Si no querés que abollen tu narcisismo no te
dediques a esto, o no visites escuelas.
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