Adolfo de la Huerta, el artista existió un Adolfo de la Huerta, el

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Adolfo de la Huerta, el artista
Existió un Adolfo de la Huerta, el maestro de canto, el virtuoso
del piano y el violín, a cuyos acordes acompañaba su voz privilegiada. Esa parte del conocido político y revolucionario era
una suerte de segunda piel espiritual, distinta de las rudeces de
la política, características del tiempo revolucionario. El político
con alma de artista o el artista con alma de político proyectó en
esta dualidad una fuerza moral en la vida pública –con sus aciertos y errores–, guía de su trayectoria marcada por su honradez
personal y el respeto a la vida como norma indeclinable de su
conducta.
Adolfo de la Huerta, el maderista, el jefe de la rebelión de
Agua Prieta, el presidente provisional, el secretario de Hacienda, el líder antiobregonista, es más conocido por su trayectoria
política que por su faceta artística, de hecho casi ignorada. Este
último aspecto le valió durante años ser objeto del escarnio de
sus detractores, quienes le impusieron motes infamantes como
“tenorcillo” o “corista”, menospreciando su talento artístico.
Después de ser figura señera en la última guerra del Yaqui, inició
en Los Ángeles su extraordinaria carrera como maestro de canto.
Irónicamente, con ello se cumplía la profecía que le hizo el presidente Obregón en 1921, cuando dijo que en el destierro “Adolfo
al menos podría dar clases de canto”, mientras que él, con su
solo brazo, “no podría conseguir trabajo ni de barrendero.”
Los primeros pasos en el arte
El general Obregón sabía muy bien de lo que hablaba, porque
escuchó más de una vez los lances melódicos de su amigo y aliado de muchos años. Su inclinación por el arte nació en su niñez
cuando escuchaba a su madre, doña Carmen Marcor, poner en
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práctica lo aprendido de una cantante italiana en el puerto de
Guaymas. Ella no se limitó a enseñar a cantar a su discípula, sino
que le transmitió los conocimientos de la escuela del llamado
il buon canto. Así entró en contacto, desde chico y por la puerta grande, en el mundo de la música fina. En aquellos tiempos,
Guaymas era punto de escala de embarcaciones rumbo a Estados Unidos, en particular hacia San Francisco, lugar al que acudían diversas compañías de ópera. Gozaba en consecuencia de
cierto ambiente cosmopolita, por lo que no era extraño que por
sus calles caminaran marinos o comerciantes, artistas o buscadores de fortunas, de todas nacionalidades.
El joven Adolfo, convertido en cantante por influjo materno,
llegó a ser primer violín concertino de un quintento y más tarde primer violín de la orquesta local. El virtuoso tenía a mucho
orgullo ser parte de un grupo llamado “Amor al Arte”. Sus ejecuciones en las tertulias dominicales, congregantes del sector
más refinado del puerto, le dieron aplausos y fama pública. Sin
embargo, no tardaría en dejar el violín para entrar de lleno al
canto, así que apareció en representaciones de zarzuelas del género grande, operetas y óperas. Su voz privilegiada, talento histriónico y su natural simpatía lo hicieron muy popular entre las
jóvenes y las no tan jóvenes. Su origen acomodado y su cultura
superior al promedio se sumó a sus naturales dones, de aquí que
fuera, como se dice todavía, “un buen partido”.
La buena suerte ayudaría a De la Huerta en sus primeros pasos como cantante semiprofesional. Se enteró que un desconocido barítono, de apellido Grossi, estaba en el puerto comprando
garbanzo, con destino a Europa y Estados Unidos. Asistente regular al Casino de Guaymas donde don Adolfo tocaba el piano y
cantaba arias de óperas italianas, éste se presentó ante Grossi con
inocultable admiración, y de aquí nacería una larga y provechosa amistad para el joven artista. Aunque ya contaba con una fina
voz cultivada debida a la imitación, descubrió por medio de este
cantante los secretos de los iniciados del bel canto. Con su guía
aprendió la manera de entonar las melodías, y penetró por vez
primera en el estudio del aparato que emite la voz. En su propia
persona analizó el aparato de la sonoridad, y cómo cada uno de
los órganos –laringe y faringe, cuerdas vocales, glotis, diafragma,
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
pulmones– hacía su parte en el concierto de la emisión melódica.
Éste fue el origen del perfeccionamiento de un método ancestral,
iniciado siglos atrás por un maestro napolitano, cuyo contenido
pasó de boca en boca, por generaciones. El comerciante Grossi,
en su momento, se lo pasó a De la Huerta, quien a partir de este
suceso se convirtió en el maestro y cantante del que se habló muchos años después.
Una vocación, en apariencia tan fuerte como la anterior, pronto puso en un plano secundario sus inclinaciones artísticas. Ya
en la primera década del siglo, el tenor también era conocido en
Guaymas por su filiación política antirreeleccionista. Primeramente simpatizante de los Flores Magón, luego de Bernardo Reyes y por último de Madero, Adolfo dejó de cantar en público y
renunció de manera definitiva a una promisoria carrera de contador al servicio de la Tenería San Germán y de gerente local del
Banco Nacional de México, donde trabajó por algún tiempo. Así
empezó su trayectoria vertiginosa en el campo revolucionario, en
la que su enérgica actividad y talento político lo pusieron en un
primer plano. Al lado de los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles figuró de manera prominente en la revolución en
Sonora y se convirtió, a la caída del general Victoriano Huerta,
en oficial mayor de Gobernación y después cónsul general de
México en Nueva York. Durante este largo periodo se tienen pocas noticias acerca de que siguiera practicando su primera vocación, excepto cuando cantó en el cuartel general de Obregón durante las arduas batallas de Celaya, León e Irapuato, “para bajar
la tensión” entre los generales. “Canta, Fito, canta”, fue una frase
pronunciada una y otra vez, y se dice que el general Francisco R.
Serrano era su admirador más entusiasta. “Canta, Fito, canta…”
La oportunidad de vivir en la “urbe de hierro” como cónsul
general, con la consigna de ayudar al embajador Ignacio Bonillas
a convencer al gobierno de Washington del apoyo del presidente
Carranza a la causa estadounidense durante la Primera Guerra
Mundial, lo animó a regresar a sus andanzas por el canto. Así, se
puso en manos del viejo mentor alemán Karl Breneman, quien
gozaba de buena reputación como maestro de cantantes. Sin revelar su verdadera identidad, le pidió que le diera a conocer los
principios de su método de enseñanza. Ofreció pagarle el triple
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de lo que costara el curso, si le decía el objetivo de cada uno de los
ejercicios de vocalización. La respuesta de Breneman fue inmediata: “¿Darle a usted mi secreto? Por ningún precio. Le enseñaré
según mi sistema, pero sin explicárselo”. De esta manera, sin pagos adicionales y sin la revelación de arcanos conocimientos, las
clases de canto transcurrieron bajo el severo magisterio de Breneman. Entre los cantantes que a él acudían, un visitante muy especial, ni más ni menos que la figura máxima de la ópera en esos
días, Enrico Caruso, escuchó a De la Huerta mientras ensayaba.
Una versión no desmentida por Breneman asegura que el napolitano exclamó: “Esa voz extraordinaria es la de un gran tenor que
pudiera llegar a ser mi sucesor”. No se sabe cuál fue la química
que en ese momento establecieron las dos personas, ni qué tanta
amistad entablaron; lo cierto es que en 1919 Caruso visitó México
y encabezó una temporada de ópera que hizo historia, invitado
por Carranza a sugerencia del señor De la Huerta. Aunque no se
conservan evidencias de que los cantantes se reunieran, sí existe
un retrato dedicado por Caruso llamándolo “eximio tenor”. El
secreto que el señor De la Huerta mantuvo con Breneman –que
él era un político notable en México- no duró mucho tiempo, ya
que el Partido Revolucionario Sonorense (cuyo presidente era el
general Francisco R. Serrano) lo lanzó como candidato a la gubernatura de su estado, y tuvo que despedirse de su maestro,
quien lo llamó “mi tenor estrella”.
Su desempeño al frente del gobierno de Sonora sería breve. El
Movimiento de Agua Prieta de 1920 concluyó en el derrocamiento de Carranza como titular del Ejecutivo y en su propio ascenso
como presidente provisional de julio a noviembre de 1920. En este
tiempo debía pacificar al país y ordenar las finanzas públicas. No
obstante el peso de estas responsabilidades, tanto como pudo,
siguió con su antigua afición, y promovió el canto como una de
las principales actividades culturales del gobierno. Aprovechando su amistad con el maestro Breneman, organizó un concurso
de canto con tres becas como premio para estudiar con éste en
Nueva York. Asistió personalmente a las diferentes fases, acompañado por el jefe del Departamento de Educación José Vasconcelos. Entre los triunfadores figuró el bajo Alfonso Pedroza. Esto
motivó las críticas en el sentido de que el presidente se distraía
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
de sus graves deberes para atender asuntos baladíes, como el
canto, mismas que no le importaron. Luego, como secretario de
Hacienda de 1920 a 1923, aprovechaba cuanta oportunidad tenía
para ayudar y proteger a cantantes de ópera en ciernes, incluso
dándoles clases y orientaciones en su domicilio, La casa del lago,
junto al lago de Chapultepec. Más tarde vendrían los días negros
del rompimiento de la alianza revolucionaria y de la llamada rebelión delahuertista, en la que Adolfo de la Huerta ocupó el primer plano, después de cuya derrota abandonó el país y se instaló
en Estados Unidos, a empezar una nueva vida.
Roberto Guzmán, de rebelde a cantante
Roberto Guzmán Esparza, autor de Memorias de don Adolfo de la
Huerta según su propio dictado y del inédito Adolfo de la Huerta, el
desconocido –que aquí presentamos– refiere su propia experiencia como ejemplo de los alcances del ex presidente en el campo
de la enseñanza del canto. En un encuentro con don Adolfo en
Phoenix, Arizona, Guzmán le expresó su pena ante el desamparo en que dejaba a su familia. “Voy a darle un arma para que
se defienda en el destierro: le voy a enseñar a cantar, con una
voz grande y lo bastante buena para que llegue a ser cantante
de ópera”, prometió De la Huerta. Para Guzmán, esta oferta era
bizarra e indeseable, porque de alguna manera auguraba que el
exilio se prolongaría, y porque apenas silbaba, cuándo iba entonces a cantar. Pero, como se dice, “la necesidad es la madre de la
invención”, así que a Guzmán no le quedó más alternativa que
navegar por la incierta ruta propuesta por el ex presidente. Las
clases iniciaron en Phoenix y siguieron en Los Ángeles, en la sala
de la casa de don Adolfo. Guzmán pronto ganó un dólar en una
noche de aficionados, y a los dos años entregaba a su maestro
veinticinco por ciento de los cuatrocientos cincuenta dólares de
sus ingresos como cantante en distintos escenarios. Guzmán fue
contratado por la compañía teatral del maestro Lauro Uranga y
su esposa Adelina Iris, mientras que el director de escena era “El
Nanche” Arozamena, padre de la actriz Amparito Arozamena.
Esta compañía montaba espectáculos en teatros para mexicanos
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en California, en los que se representaban desde sainetes y dramas hasta música popular. Esta modesta práctica, y las clases
constantes del señor De la Huerta, permitieron a Guzmán cantar
arias de La fuerza del destino o Payasos, al igual que Estrellita del
maestro Manuel M. Ponce.
Una circunstancia alentaría la carrera artística de Guzmán,
orgulloso tenor dramático, al igual que la de muchos otros. En
1927, la película The Jazz Singer inició la era eterna del cine sonoro, con Al Jolson, su protagonista principal, pintado de betún
negro para parecer de color. Atrás quedaba el cine mudo, heredero directo del teatro y la mímica. Ahora junto a la imagen
lucía la voz, y una fiebre de musicales se apoderó de la industria
cinematográfica. Muchos de esos actores “mudos” hasta el momento entraron en pánico, no porque no hablaran –que sí podían
hacerlo–, sino porque no sabían cantar. La clave del éxito parecía
ser ahora saber cantar, y cantar bien. Era el momento de los jilgueros, músicos, compositores…y educadores de la voz. Así que
para el señor De la Huerta no fue difícil instalarse como maestro
en Hollywood, y a él acudieron, primero poco a poco y luego
en tropel, cantantes noveles y consagrados, actores y actrices ya
incorporados al espectáculo o con deseos de hacerlo.
La industria del cine requería nuevos temas y actores, que fueran capaces de satisfacer el apetito de un creciente público hablante del inglés o del español. Abundaron las historias ligeras,
cantos y aventuras inverosímiles de por medio. Y, como después
se hizo costumbre, aparecieron los inevitables westerns o películas
de “caballitos” en los que los “buenos” eran los anglosajones, y
los “malvados”, los mexicanos –sucios, gordos, bigotones y desalmados–. Así, Guzmán apareció de “bandido” en una película
intrascendente titulada El hombre malo, pero mejores momentos
conocería su meteórica carrera artística.
Los éxitos de Guzmán se tradujeron en una sostenida demanda de otros aspirantes a trabajar en el flamante cine sonoro de
Hollywood. Y también cada vez se hacía más famoso el estudio
del señor De la Huerta de su casa del 4803 Hollywood Boulevard, en pleno corazón del distrito cinematográfico de Los Ángeles. Esta residencia, de aspecto elegante, tenía en su jardín de
entrada una palmera, tras la cual se hallaba un porche donde se
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
veía al maestro caminar entre clase y clase. Una vez traspuesta
la entrada, el visitante ingresaba a un pasillo. A la derecha se encontraba con una salita, y a la izquierda, tras unas puertas corredizas, el estudio del maestro. A su lado estaba el comedor donde
se reunían a tomar sus alimentos doña Clarita Oriol, Adolfo y
Arturo de la Huerta –hijos de don Adolfo– y un sobrino de la familia, Cosme Echevarría. En el estudio se encontraba un mueble
atiborrado de libros de música, y un piano, en el que tocaba doña
Clarita, indispensable en la ejecución de los ejercicios operísticos dirigidos por su marido. El duro trabajo que con frecuencia
duraba hasta dieciocho horas diarias, no le asustaba a la ex primera dama. Desde su salida de México en 1924 ella llevaba sobre
sus hombros la carga de mantener a su familia, hasta que De
la Huerta salió de la clandestinidad y apareció en Los Ángeles.
Trabajó de costurera a domicilio para negocios de ropa, mientras
que Adolfo y Arturo, todavía unos niños, vendían periódicos y
desempeñaban diversos oficios para ayudar a su madre. Nunca
una primera dama de México se vería en tales aprietos, y con
tanta dignidad, porque de sus magros ingresos sacaba para aplacar el hambre de otros exiliados, y sus latas grandes de menudo sonorense dieron de comer a muchos. Doña Clarita se reveló
además como una artista consumada y una mujer excepcional.
Los de las voces rotas
Durante su exilio, uno de los artistas más allegados a De la Huerta fue Andrés Perelló, comendador de Segurola. De origen español, en 1922 dirigía la Compañía Lírica pro México, junto con
José del Rivero; al comendador también se debe haber traído a
artistas de valía internacional, como Miguel Fleta, a quien un
cronista de la época al escuchar su voz “en el aria de la flor y
observar su baja estatura, complexión robusta y aire de dominio,
alucinó y creyó encontrarse frente a un Napoleón de la ópera”.
Por su parte, armado de una fina voz, buena apariencia, un título
nobiliario, un monóculo exótico y un encanto sin límites, Andrés
Édgar Ceballos, La ópera 1901-1925. México. Conaculta/Escenología, A. C.,
2002, p. 535.
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Perelló, “Seggy” –con esa fastidiosa costumbre estadounidense
de poner apodos a todo el mundo– era la viva imagen del caballero de mundo. Su dominio de varias lenguas lo hacía sentirse
en casa en la mayoría de los países del mundo occidental. Actuó
en películas, como conclusión lógica a una distinguida carrera
lírica, como General Crack (1929) y Song O’ my Heart (1930), sacando provecho de su capacidad histriónica. Con las pocas facultades vocales que le quedaban enseñó canto, y al menos uno
de sus discípulos alcanzó la celebridad, Deanna Durban. Helene
Packheiser, su compañía desde que se mudó a California, era
una buena pianista y con frecuencia tocaba con sus estudiantes.
Don Andrés perdió la vista, pero gracias a sus ingresos menos
que modestos contaba con la ayuda de algún sirviente o incluso
algún alumno. Viene al caso mencionar lo que nos relató el cantante y actor Antonio, “Tony” ,Aguilar, en el sentido de que se
convirtió en “ojos y oídos” del ilustre comendador, a cambio de
clases, en su época novel en Los Ángeles. Siempre cuidadoso de
las formas y de su apariencia, caminaba con señorío apoyado en
el brazo de Tony, a quien le encomendó que cuando se acercara
algún amigo o conocido, le dijera el color de su corbata, de manera tal que al estar de frente a él, pudiera referirse elogiosamente
al buen gusto por el amarillo o el rojo, o cualquier otro color de
esa prenda. Huelga decir que el señor Aguilar, después de aprender a cantar con Segurola, y ante la falta de oportunidades en
Hollywood, regresó a México donde primero fue crooner y luego
cantante de ranchero, alcanzando un considerable éxito.
Volviendo a Segurola, él actuó durante varias temporadas con
Enrico Caruso en el Metropolitan Opera House de Nueva York,
pero coincidió con el ex presidente mexicano cuando la gloria de
su pasado era sólo un recuerdo. Cantó durante años en tesitura
de bajo por sus dificultades para alcanzar un fa natural. Un día
pidió ayuda a don Adolfo, pues conocía de sobra su habilidad
para recuperar voces agotadas. “Si quisiera volver a cantar, amigo Andrés, ¿qué voz le gustaría tener?”, a lo que respondió que
no creía en milagros, pero concedió que la de barítono. “Muy
bien, replicó De la Huerta, voy a hacerle una proposición: le daré
cincuenta clases, y si al cabo de ellas canta como barítono, por
ejemplo, el aria ´Eritu´ de la ópera Baile de máscaras, me pagará
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
mil dólares; si no es así, no me pagará un solo centavo”. Al año,
Segurola tuvo que desembolsar religiosamente ese dinero al ex
presidente mexicano, pues el catalán pudo cantar, en tesitura de
barítono, el Germont de La Traviata, y el Valentín de Fausto.
Nuevos alumnos siguieron los pasos del comendador de Segurola, unos para aprender a cantar, otros para recobrar la voz y
algunos para adquirir nuevas tesituras. A Elfrieda Wynne, cantante del Teatro Imperial de Viena la abandonó su afamado torrente vocal. A unos cuantos meses de clases con el taumaturgo
mexicano volvió a los escenarios, ejecutando el papel principal de
Aída. Eva Grippon, de la Ópera de París, perdió la voz mientras se
encontraba de gira por Estados Unidos y al poco tiempo estuvo en
condiciones de reanudar su trabajo, de nuevo gracias a los ejercicios prescritos por el señor De la Huerta. Una discípula de Jean de
Reske, Olive Moore, pudo cantar como soprano dramática. Ana
Fitzu, cantante del Metropolitan de Nueva York, quien ya daba
por concluida su carrera artística, regresó al lado de Gigli, gracias
a De la Huerta. Algunos mexicanos también pasaron por el estudio del ex político. El más célebre sin duda fue Agustín, “Guty”,
Cárdenas, quien llegó a Los Ángeles con sus canciones, pero con
una voz que no honraba los frutos de su inspiración, pues era delgada y de corto alcance. Antes de concluir su entrenamiento, por
alguna razón debió regresar a México, donde encontró la muerte
a resultas de una discusión en una cantina del centro de la ciudad
de México. Un caso parecido fue el de Miguel Fleta, destacado en
la interpretación de obras como Rigoletto, Marina, Tosca, Manon y
Carmen. Durante su paso por Los Ángeles, en la última gira que
hizo a Estados Unidos, se presentó a hablar con el mexicano para
invitarlo a su concierto en el Philarmonic Auditorium, y le ofreció
dedicarle “Spirto gentil” de La favorita de Gaetano Donizetti. Fleta
tenía la capacidad de “filar” su voz, es decir, llevar el final de una
estrofa a partir de un fuerte para liquidarla con un pianísimo. No
obstante, tenía algo que lo incomodaba: se le escapaban algunas
asperezas casi imperceptibles pero intolerables, problema que
Adolfo prometió resolver, “una vez que regresara de España”.
Con arrojo republicano Fleta volvió a su tierra natal, para morir
violentamente en La Coruña en 1938.
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Leonor Rosas y Luis de Ibargüen
La fama de De la Huerta pronto llamó la atención de la prensa
especializada de Los Ángeles. Patterson Green, crítico musical
de Los Angeles Examiner, se presentó en su estudio, deseoso de
conocer de cerca al maestro trabajando con sus alumnos. A sus
oídos llegó el caso de Elfrieda Wynne, y se mostró interesado en
conocer los “milagros” vocales del señor De la Huerta. Esta visita
fue ocasión para que Adolfo pudiera mostrar a extraños la efectividad de su método de enseñanza. Green primero escuchó a Roberto Guzmán Esparza, quien como tenor dramático completo
cantó diversas arias, unas a media voz y otras a todo volumen.
Green no se creyó la historia de que alguien carente de capacidades pudiera ser un ejecutor operístico al cabo de solamente
dos años. Era imposible. A ello contestó Guzmán que sí tenía
voz antes de empezar sus estudios, pero no se dio cuenta de ello
por no haber tenido afición al canto. Esta afirmación era consistente con la afirmación del señor De la Huerta en el sentido de
que todos podemos cantar, como todos podemos hablar, a menos
que tengamos alguna deficiencia congénita o enfermedad. Ni
así Green se convenció, así es que optó por la prueba definitiva:
quiso comprobar en propia persona la publicitada calidad de las
enseñanzas musicales del maestro mexicano. El resultado final
fue la ejecución de trozos de ópera con voz de barítono, lo que le
haría llamar la “casa de los milagros” a la academia del 4803 del
Hollywood Boulevard.
Habría más ocasiones para que Adolfo y su grupo de estudiantes mostraran sus habilidades. La más célebre fue con la
asistencia de un grupo de críticos musicales de Los Ángeles, convocados para escuchar las notas más altas emitidas por la voz
humana. Una agraciada jovencita de 19 años se plantó frente al
maestro y sus invitados y cantó un do sobreagudo, seguida por
la voz de otra joven. Después las dos, para sorpresa de todos,
ascendieron aún más en la tesitura hasta un re, mientras que los
tenores alcanzaron tonos más altos. Los nombres de las vocalistas eran Leonor Rosas y Cora Montes, sopranos de coloratura.
Tocó su turno a Luis de Ibargüen, uno de sus mejores discípulos,
quien cantó trozos de la ópera en tono original en fa natural so-
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
breagudo, y luego Adolfo de la Huerta, desplegó una nota todavía más alta, emulando con ello a Rubini, el monarca de los
tenores de principios del siglo xix. Con esta extraordinaria demostración, comentada en diversos periódicos de Los Ángeles,
se acabó de cimentar la fama artística del ex político de México.
Debemos señalar que desde 1918, año en que debutó en el Teatro
Arbeu, Luis de Ibargüen había tenido una brillante trayectoria
como una de las primeras figuras de la Compañía Nacional de
Ópera, y su fama lo llevó en su momento a trabajar en Estados
Unidos, bajo la dirección magistral de Adolfo de la Huerta.
El método delahuertista era resultado de experiencias propias
y de las lecciones del tenor Antonio Nicola Pórpora (1686-1767),
compositor y profesor de canto napolitano. Si su genio hubiese
igualado sus ambiciones, Pórpora hubiera sido el primer compositor de su tiempo. Escribió música con gran asiduidad, se dice
que de calidad muy variable. Algunas composiciones eran muy
hermosas, pero había otras que adolecían de las ideas grotescas
que sustentaba el compositor. Escribió treinta y tres óperas, de las
cuales ninguna sobrevivió. Una de las fugas que compuso, cuyas
primeras melodías eran de un estilo moderado, contenía luego
pasajes de índole tal que causaron la hilaridad de un emperador de Austria. Durante su vida llegó a ser el maestro de música
vocal más popular de su tiempo, y se considera el más logrado
profesor de canto de todas las épocas. Originario de Nápoles, en
su época se le llamó “El hacedor de voces”. Fue él quien tuvo
a un discípulo practicando una misma partitura por espacio de
cinco años, al cabo de los cuales lo despidió con estas palabras:
“Puedes marcharte, eres el primer cantante de Europa”. Entre
sus discípulos estuvieron los célebres castrati Cafarelli, Uberti,
Salambeni, y sobre todo Farinelli, el personaje central llevado a
la pantalla por Gérard Corbai. Adolfo de la Huerta, al ser interrogado acerca de cuál era la principal diferencia entre su método y
el de Pórpora, sin falsa modestia solía decir que podría conseguir
resultados en dos años, mientras que al maestro italiano le tomaba más tiempo. Ellos se ubicaban en cuatro campos diferentes:
formar voz operística en individuos que carecían de ella, cambiar registros, dar a todas las voces tres octavas de extensión, y
lograr la emisión del “canto libre” o bel canto.
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En 1930 la academia de canto de don Adolfo marchaba viento
en popa. Fue llenándose de discípulos, atraídos por su buena
fama, lo que le permitió alcanzar una posición económica más
que desahogada. El nombre de don Adolfo de la Huerta era pronunciado con respeto en los círculos artísticos, no solamente en
Estados Unidos, sino también en Europa, y famosos músicos y
cantantes europeos le escribieron pidiéndole informes sobre “su”
milagro. Y tan feliz se encontraba el ex presidente de México en
su nueva profesión, que después de haber logrado fama y dinero
con la academia, le platicó a José C. Valadés que se disponía a
trasladarse a Milán, donde “iba a plantar el pabellón mexicano”.
Recordó con él sus primeros años de su destierro, en la más crítica situación económica. Cuando se le preguntó acerca del dinero
que habría logrado sacar de México respondió rápidamente: “Ni
un centavo, ni un centavo... si en los primeros meses que pasé
en Estados Unidos viví con holgura aparente, se debió a que me
ayudaron algunos amigos”. Recordó los días terribles que se sucedieron al fracaso de la revolución que encabezó en diciembre
de 1923 y los primeros de su destierro de casi siete años. Durante
mucho tiempo vivió oculto, yendo de una ciudad a otra. Al llegar a Los Ángeles, tuvo que refugiarse en la casa de un amigo, de
donde no salía ni de noche ni de día para ocultarse de los agentes
enviados por el gobierno de Plutarco Elías Calles, antaño su amigo; ni siquiera podía ver a su esposa ni a sus hijos.
Cuando sintió que el peligro había pasado, el ex presidente
pudo salir a la calle y pensar en la nueva forma de ganarse la
vida. Ahí estaba su gusto y su conocimiento, la música vocal: “al
que no cante, lo haré cantar, al que ha perdido la voz haré que la
recupere, al barítono lo convertiré en bajo y al bajo en tenor...”,
promesa que pronto cumpliría.
Cómo trabajaba el maestro Adolfo de la Huerta
Así registró José C. Valadés al señor De la Huerta en plena actividad. “Las paredes del recibidor de su casa estaban cubiertas de sarapes mexicanos y de finos rebozos de bolita, en algunos
de los cuales se leía en letras bordadas Al Presidente de México.
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
Brillaban dos grandes victrolas frente a un elegante sofá, antes de
la sala de espera. En la siguiente pieza estaban las sillas de todos
estilos, entre ellos el Luis XVI, esparcidas en el salón, donde esperan pacientemente su turno los estudiantes. El discípulo novel
entraba orgulloso a la sala de estudio. El maestro lo colocaba de
espaldas a la pared, le oprimía el vientre con la mano izquierda
mientras que con el índice de la derecha puesto sobre la barba,
le indicaba el movimiento necesario para dar una mejor emisión
a la voz. La persona que entraba sin poder ni siquiera tararear
una melodía, sale de ahí a los cuantos meses dando “dos” de
pecho. Y todos los días era lo mismo. Siempre la sala de espera
llena, siempre las mismas escalas y siempre los mismos triunfos.
Doce horas diarias trabajaba don Adolfo. A pesar del abrumador
trabajo, no tenía huellas ni del cansancio de las labores ni menos
del exilio. La prosperidad del señor De la Huerta se percibía de
inmediato, con su residencia lujosamente amueblada; en el comedor brillaba una vajilla de plata; en la cochera se encontraban
dos automóviles; tenía criados y sus hijos tenían varios maestros que les daban clases a domicilio. Al ser interrogado si cambiaría su posición actual por la de Presidente de la República,
don Adolfo contestó sin titubear: “¡Imposible! Ya sé lo que es ser
presidente y alteraría esta vida de tranquilidad. Ahora solamente quiero dar un nombre a México en el mundo del arte. Nada de
política, por favor.” Según el periodista, a sus cuarenta y nueve
años el señor De la Huerta representaba diez años menos. Vestía
con elegancia y como única alhaja usa un finísimo reloj de tres
tapas: “Me lo regaló Plutarco...” y cuando fue interrogado sobre
cuándo y cómo le fue regalado el reloj, contestó: “Este reloj me lo
regaló el general Calles hace muchos años en Agua Prieta”. Un
día dijo: “Hombre, cambiaremos de relojes. Toma el mío como
recuerdo y dame el tuyo. Y en efecto, cambiamos”. Lo conservaba “con cariño” porque fue una verdadera prueba de amistad.
Por increíble que parezca, a pesar de una enemistad que encendió México en 1923 y 1924, el señor De la Huerta guardó hasta el
final de su vida su aprecio por Calles, aquel maestro de párvulos
Valadés, José C., “Cómo vive De la Huerta en el exilio”, La Prensa (San Antonio), 12 de octubre de 1930.
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de Hermosillo y su amigo y aliado político por tantos años, hasta
que llegó el rompimiento. El reloj era una prueba.
El caso de Enrique Caruso Jr.
Enrico Caruso Jr. se encontraba en Nueva York arreglando asuntos relacionados con los bienes de su fallecido padre cuando se
encontró con un agente que le propuso ser el actor principal en
una obra teatral sobre la vida del viejo Caruso. Al principio se rehusó, por considerar que sus habilidades musicales estaban por
abajo de las exigencias de tal papel, pero al final accedió. El solo
nombre heredado parecía ser la mejor garantía de que tal obra,
a realizarse en la Poughkeepale Showhouse, sería un éxito. Pero al
poco tiempo del estreno el joven dilettante decidió retirarse, por
estimarse inepto para hacer justicia a la memoria de su papá.
Pero le sobrevivió la inquietud de trabajar en el campo musical, y
decidió ponerse al cuidado de maestros europeos y norteamericanos. Caruso Jr. arrastraba una historia de fracasos que le hacían
dudar de sus aptitudes para la melodía. Su padre deseaba que le
sucediese, y para ello lo había puesto a estudiar con maestros en
Roma y en Milán, quienes lo desahuciaron, porque a las claras el
presunto heredero carecía de las facultades para ser cantante. Sus
intentos iniciales fueron un fiasco, en parte por la falta de acierto de tal o cual mentor, y también por su voluble personalidad,
un tanto inclinada a tareas menos complicadas. Pero picado por
cierto afán de superarse, se dirigió a Los Ángeles, donde proliferaban academias de canto de diversas calidades y reputaciones.
Una vez en esta ciudad, Enrico Jr. tuvo un encuentro con el
amigo de su padre, Andrés de Perelló, comendador de Segurola.
Le confesó que aunque había trabajado en espectáculos de variedades y algún corto de cine, realmente no cantaba. Segurola
le dijo que “un buen profesor de canto lo podría ayudar a convertirse en un verdadero cantante”, y que él lo llevaría con su
maestro. Caruso Jr. se sorprendió de escuchar que un hombre de
la edad del comendador tuviera un profesor de canto, porque al
perder la voz decidió recurrir a De la Huerta para recuperarla.
El catalán debía entrevistarse con él, y sin estar convencido del
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
todo, accedió a acatar el consejo del hombre mayor. ¿Cómo él,
hijo del gran Caruso, de una familia de cantantes, se iba a poner
bajo la tutela de un desconocido? Corría el año de 1931 y el señor De la Huerta contaba con y antecedentes inusuales para un
maestro de canto”. “¡Qué disparate! –exclamó Enrico. Si no encontré quién me enseñara a cantar en Roma ni en Milán, ¿cómo
cree usted que pueda enseñarme un ex político mexicano?” Caruso Jr. se dirigió a la casa de De la Huerta en compañía
del comendador. Una vez allí, después de saludar fríamente al
maestro, se sentó a esperar su turno. En ese momento se encontraba alguien cantando en el estudio. Ignoraba que tras las puertas
cerradas estaba Gennaro Barra, un famoso tenor italiano. De la
Huerta pidió a Barra que cantase “Che gellida manina”, de La bohemia, pieza de singular dramatismo y de difícil ejecución. Relata
Cosme Echevarría que De la Huerta abrió de repente las puertas y
preguntó a Enrico Caruso a quién le recordaba la voz que acababa
de oír, a lo que respondió en italiano: “al mio babo (papá)”.
Sin más, De la Huerta pidió a Caruso Jr. que cantara, para
apreciar sus facultades vocales. Doña Clarita de la Huerta tocó el
piano, y él cantó, mientras don Adolfo lo miraba con atención. A
continuación cantó Santa Lucía, una canción popular italiana y en
la que ponía de manifiesto dos cosas: que tenía un gusto natural
para la interpretación y que su voz era un desastre. Cuando oyó
lo suficiente, le preguntó: “¿Le gustaría tener un millón de dólares?”, a lo que respondió afirmativamente. “Bueno, no puedo
darle eso en efectivo, pero sí los medios para ganar un millón de
dólares, o más. Yo le enseñaré a cantar”. Caruso Jr. protestó, argumentando que a sus veintisiete años era demasiado viejo para
entrenar su voz, convencido de que no tenía nada de voz. “No
se preocupe”, dijo el mexicano. “Soy carpintero de la voz. Se la
voy a hacer.” Dijo que estaba dispuesto a aceptarlo como alumno, siempre que siguiera sus instrucciones y trabajara a diario
con él. Con la impresión dejada por lo que escuchó de Barra, y
pareciéndole la mejor alternativa que tenía en ese momento, se
Enrico Caruso junior y Andrew Farkas, Enrico Caruso. My Father and my Family,
Portland, Or. Amadeus Press, 1990, p. 460.
Entrevista con Cosme Echevarría, 1 de julio de 1997.
Caruso y Farkas, op. cit., p. 461
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Pedro Castro
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dirigió al señor De la Huerta para decirle: “Desde este momento
soy su discípulo, señor mío”.
Las clases fueron a diario, y en un principio tenían poco que
ver con el canto. Estaban diseñadas para poner en forma al equipo corporal de canto, abrir la garganta, desarrollar el diafragma,
educar la lengua y la laringe a estar en la posición correcta. Ellos
no producían ningún canto, sino solamente ruidos. Las primeras lecciones de Enrico fueron difíciles e infructuosas. Parecía que
los maestros italianos acertaron al condenar las escasas facultades
de su garganta. Ya habían pasado cuatro meses de ensayos y no
se vislumbraban buenos resultados. Los otros estudiantes decían
entre ellos: “El maestro se ha vuelto loco. Por qué está malgastando su tiempo con Caruso. No tiene voz y nunca cantará”. Al verlo
desalentado, el señor De la Huerta le decía: “Enrique, manténte en
tu esfuerzo por un par de años, y tú verás los resultados”. Un par
de años era mucho tiempo, pero Caruso decidió mantenerse. Su
tempo era muy malo, pero tenía cierta “garra” y buena entonación.
Estaba convencido de contar con una buena dosis de virtuosismo
innato, pero a pesar de siete años de estudios de piano, apenas
leía la música, aunque había aprendido de oído un repertorio de
doscientas canciones y arias, además de los papeles de Edgardo y
Turiddu. Su situación, sin embargo, no era excepcional, ya que la
ignorancia musical todavía era común entre cantantes de ópera.
Esperanzado a partir de otras experiencias exitosas, De la Huerta persistía en la medida en que estaba seguro de que la voz saldría en algún momento. Cierto estaba, por lo demás, de que su
método funcionaría esta vez como en las demás ocasiones.
Llegó el día esperado, y empezaron a brotar vibraciones cada
vez mejores y el milagro al fin apareció. A fuerza de constancia, a
medida que progresaban sus estudios de canto, se escuchaba una
vigorosa voz de tenor dramático puro. No tardó en saberse que
el hijo del célebre tenor italiano se preparaba en Los Ángeles. Los
periodistas acudieron y él les dijo que “si alguna vez” llegaba a
ser buen cantante, lo debería “exclusivamente” a las enseñanzas
del maestro Adolfo de la Huerta. Caruso Jr. nunca pensó que su
mentor se interesara por su dinero, y en ese punto tuvo la razón.
Ibid., p. 462.
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
Aunque estaba feliz de tenerlo como alumno y públicamente lo
manifestó, no sacó provecho de su nombre. Varios años después,
cuando regresó con él en completo estado de insolvencia, don
Adolfo le dio clases a crédito. En efecto, Caruso había entrado
al negocio de la “ópera de a dólar” –cada asiento costaba un dólar– en el Teatro Griego de Los Ángeles. Había invertido dos mil
dólares en la empresa, y no se llenó el lugar donde se ejecutaban
Rigoletto y Lucía.
Un día, mientras Caruso junior practicaba en el estudio de De
la Huerta, Manuel Reachi, encargado del departamento hispano de los estudios Warner Brothers visitó al maestro. Dicho departamento hacía películas clase “B”, de interés secundario para
la compañía. Reachi planeaba producir una película acerca del
general Obregón, y gracias a su relación personal con el caudillo, don Adolfo era una fuente valiosa de información. Mientras
Caruso cantaba “Spirto gentil” de La favorita con doña Clarita, el
ex presidente y su visitante pasaron a una pieza adjunta. En lugar de atender el asunto principal, Reachi le preguntó al maestro
quién cantaba esa difícil aria, a lo que contestó el interpelado:
“Es uno de mis alumnos, un caso muy interesante. El muchacho
vino a mí completamente afónico hace dos años”. Ante el escepticismo de Reachi, lo invitó a pasar a la sala-estudio para que lo
oyera mejor. Le solicitaron al estudiante que cantara, y lo hizo,
con algunas arias. Sin darse cuenta del paso del tiempo, y dejando de lado de momento su proyectada película, lo escuchó con
atención. Al final, emocionado afirmó: “Uno debe escuchar esto
de rodillas”. Mayor fue su sorpresa cuando se enteró que acababa de oír, ni más ni menos, al hijo del Gran Caruso. Su proyecto
sobre el general Álvaro Obregón se evaporó ante la idea de que
era más conveniente hacer una película con él, alrededor de la
construcción de su voz, y venderla con la fuerza de su nombre.
“¿En inglés?, preguntó el joven, no, en español, contestó el otro”.
Caruso Jr. dijo que no hablaba este idioma, a lo que el astuto
Reachie dijo: “Si hablas italiano, ¿cuál es la diferencia con hablar
español?”.
Ibid., p. 463.
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Reachi vendió la idea sin muchas dificultades a Jack Warner, y
pronto tenía el contrato en la mano, firmado de inmediato bajo el
consejo del señor De la Huerta. Los términos no eran generosos,
pero era solamente un principio, y Caruso Jr. necesitaba el dinero, ante los ingresos decrecientes de las regalías de la Compañía
Víctor por los discos de su padre. La primera película, La buenaventura, estaba basada en forma ligera en la obra The Fortune Teller, de Víctor Hebert; en ella representaba el papel de un famoso
cantante de ópera, cantando selecciones operísticas populares y
un poco de la música de Herbert. Caruso Jr. pudo superar la barrera del lenguaje con mayor facilidad que la esperada, con las
enseñanzas de un señor Cuyás y De la Huerta. Otros miembros
del elenco lo ayudaron, entre ellos Alfonso Pedroza, hombre de
gran tamaño e igual voz metálica, quien representó el papel de
jefe gitano en la película, grabada en pocas semanas. Caruso
Jr. fue calificado por los críticos musicales como “cantante capaz”, verdadero elogio si tenemos en cuenta sus pobres inicios.
Ya como actor de Hollywood, Caruso Jr. alternó con Edward G.
Robinson, William y Dick Powell, Dolores del Río, Paul Lukas,
Ginger Rogers, Guy Kiev, Joe E. Brown y el cantante de ópera
mexicano y estrella de cine José Mojica; con frecuencia, también
se encontró con Tito Schipa.
Pronto tuvo una nueva oferta de la misma compañía cinematográfica como actor protagónico en la película The Golden Voice.
En esta obra biográfica, escrita y dirigida por Houston Branch,
Caruso Jr. representó a su padre en escenas imaginarias de su
juventud. También aparecieron discos, con arias y romanzas famosas, y muchos suponían que el novel artista se encaminaba
firmemente por la senda de su padre. Pero se equivocaban, entre
ellos el mismo De la Huerta. Carente de la fuerza de carácter y el
tesón de su ilustre progenitor, Caruso Jr. sorpresivamente decidió
regresar a Nueva York a instalar un negocio ajeno al espectáculo.
No se sabe bien a bien qué hizo en los años siguientes, aunque en
1941 desde Chicago escribió al señor De la Huerta informándole,
en su peculiar español, que regresó a trabajar como vendedor
de las medias Real Silk, “visto che la Encyclopaedia Británnica
Ibid., p. 464.
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
no era para mí y además han cambiado de sytema y no emplean
vendedores. Así por desesperazion tuve que ponerme al trabajar
en medias de nuevo”. Y sobre el canto, dijo a don Adolfo:
“La Voz? Muy mal…Naturalmente me falta el maestro. El carpintero
que pueda carpintar en mi garganta y abrir-abrir-abrir. Por el tiempo
passado no sabia si Usted estava en Los Angeles, pero ahora que
lo se, voy buscando la manera de trasladarme por alla. Todo naturalmente si Usted siempre quiere darme classe y trabajar conmigo.
I beg you to write me as soon as possible and tell me if you will
remain in Los Angeles after you gira de los consulados and that if
you will again give me the lessons I so badly need. Lo juro, maestro,
que soy muy cambiado, y que si Usted puede darme clases podremos ir muy lejos. Creo que sea possible encontrar trabajo para mi
en las pellicolas como extra Y estoy seguro que Helen (su esposa)
podrá encontrar algo como pianista o secretaria asta que yo pueda
ganar bastante para vivir…Aquí muchos quieren darme classe, me
promiten el mundo entero pero todos no sirven por nada. No ay que
un Maestro en este mundo por mi. Si Usted quiere ara un concierto
de carita…”
No se conoce la respuesta a esta carta, pero es imaginable que
el señor De la Huerta, ya como visitador viajero de consulados
mexicanos en el suroeste de Estados Unidos, se veía imposibilitado para dar clases. Y de haber existido alguna oportunidad,
difícilmente se la hubiera dado al voluble y despilfarrador Enrico Caruso Jr., quien no supo valorar su nombre y las lecciones de
Adolfo de la Huerta.
Caso distinto fue el cantante Gennaro Barra Caracciolo, llevado por el comendador de Segurola ante don Adolfo debido a la
pérdida paulatina de su voz. Resultó ser un magnífico alumno,
uno de los mejores, y no solamente logró revertir este proceso,
sino que enriqueció la voz a tal grado que fue elegido entre muchos por Pietro Mascagni, autor de Cavalleria rusticana, para estrenar en La Scala de Milán una de sus nuevas óperas. Alcanzó
la fama, y siempre reconoció en su maestro el gran valor de sus
enseñanzas; aprovechaba cuanta oportunidad tenía para mandarle sus recuerdos. Con el tiempo se dedicó a la enseñanza del
Véase “Carta de Enrico Caruso júnior a don Adolfo de la Huerta”, Chicago, 20
de enero 1941, en los facsimilares de este libro.
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canto en su academia en Milán, con base en sus experiencias con
Adolfo de la Huerta. Esta leyenda, fechada en 1955, aparecía en
sus cartas al maestro: G. Barra Caracciolo, Insegnante Canto Scuola di Perfezionamento al Teatro della Scala.10
El maestro en acción
El maestro mexicano no dejó ningún escrito acerca de cómo lograba crear, reconstruir o cambiar voces. En este misterio coincidía con Pórpora, cuyo legado fue transmitido de boca en boca
y de generación en generación, hasta ser del conocimiento de
Grossi, y de aquí al joven De la Huerta. Sus aventajados discípulos, como Roberto Guzmán Esparza, Jesús Preciado o Cosme
Echevarría, dejaron constancia de los ejercicios básicos de su
sistema a partir de sus propias prácticas. En Adolfo de la Huerta,
el desconocido, Roberto Guzmán mencionó algunos de ellos. De
entrada, al estudiante novel le hacía un reconocimiento visual
y luego una prueba de capacidad diafragmática, oprimiendo
el vientre a la altura del estómago con sus dos manos. Casi invariablemente el resultado era previsible: el examinado hacía
un uso inadecuado de una de las partes físicas más críticas del
organismo para la emisión vocal. De la Huerta entendía que el
ser humano respira de manera defectuosa, haciendo poco uso
del diafragma, que en sus movimientos verticales establece la
capacidad pulmonar, en esa caja formada por costillas falsas,
esternón, clavículas y hombros. La primera lección empezaba
entonces con la enseñanza de la respiración diafragmática. Colocaba a la persona de espaldas a la pared y mediante indicaciones y manipulaciones le decía cómo debía tomar aire. Le pedía
que inmovilizara la parte superior del tórax, manteniéndolo en
posición erguida, y llevando a cabo el movimiento ascendente
y descendente del diafragma, a modo de fuelle. La membrana
al descender distendía el abdomen, produciendo con ello la dilatación de los pulmones, y al ascender los presionaba con el
fin de expulsar el aire. Con frecuencia estos ejercicios iniciales
Véase “Carta de Gennaro Barra a Adolfo de la Huerta, fechada en 1955” en
los facsimilares del libro.
10
Adolfo de la Huerta, presidente y artista
de respiración desvanecían al principiante, y De la Huerta lo
atribuía a una mayor presencia de oxígeno en la sangre.
Una vez dominada la técnica adecuada de aspirar y expulsar el aire, se entraba en los rudimentos de la vocalización. La
parte musical de los ejercicios era lo de menos, y lo más, que
se practicaran siempre en pianísimo. Así, el ambiente se saturaba
de manera paulatina de un sonido casi silencioso, hasta que el
estudiante sentía cómo su voz dominaba el espacio, ejerciendo a
su vez un poderoso estímulo sobre los sentidos. La importancia
de los pianísimos era crucial, y ellos debían practicarse durante
tiempo indefinido.
La vida de De la Huerta como maestro de canto en Los Ángeles fue poco atendida por la prensa mexicana, y más bien fueron
los medios estadounidenses los que presentaban notas y reportajes sobre el ex presidente. Así le dijo a un reportero:
Siempre he sido un amante del arte. Siempre. Ideé un sistema que
ningún otro maestro posee, y al ponerlo en práctica en la persona
de mi secretario, Roberto Guzmán, palpé resultados sorprendentes porque el muchacho tiene una hermosa voz que ya la ha hecho
sentir a las audiencias cinematográficas, en varias cintas habladas.
Desde entonces mi fama ha ido creciendo y con ella el número de
alumnos... No me lo creerán, pero en calidad de discípulos tengo un
grupo de profesores de canto. Profesores de canto están viniendo a
mi Academia a perfeccionar su voz, y huelga decir que todos están
satisfechos.11
Los gobiernos nacionales de la época lo miraban de soslayo, y si
lo recordaban era para echar oprobio sobre el ilustre expatriado.
La razón parecía obvia: contrario a los modos de los conocidos
“exiliados de lujo” que de tiempo en tiempo el país producía
–para mejores ejemplos los porfiristas y algunos jefes carrancistas–, Adolfo y la plana mayor del delahuertismo sobrevivían a
duras penas en el desempeño de oficios modestos. De aquí surgía
una conclusión simple pero de efectos políticos contundentes: el
señor De la Huerta, quien tuvo a su disposición grandes sumas
de dinero desde que fue presidente en 1920, no las sustrajo para
Recorte de la revista Cinefonía, Los Ángeles, sin fecha, en el Archivo familiar
de Adolfo de la Huerta.
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Pedro Castro
su provecho personal. Por otra parte, el contraste de su vida con
las de los enriquecidos de la Revolución no dejaba de causar inquietud. A los ojos de nadie se ocultaba que la corrupta casta
militar aprovechaba el poder para saquear las arcas públicas y
realizar ventajosos negocios. Para los Obregón o los Calles, para
muchos que vivieron en la época, y quizá para la historia, De la
Huerta era su odioso contrapunto.
Política aparte, la trayectoria artística de Adolfo de la Huerta
es un hecho relevante en sí mismo. A ella se asociaron muchas
personas, algunas famosas, otras no tanto, a lo largo de seis años,
hasta que su amigo el presidente Lázaro Cárdenas lo nombró visitador general de consulados en 1935. No queda muy claro por
qué abandonó su profesión artística para convertirse en un empleado de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Puede suponerse que una vez pasada la euforia del canto en el nacimiento del
cine sonoro, la clientela vino a menos y los efectos de la Gran Depresión se hicieron sentir sobre el arte, dejando a muchos cantantes sin empleo ni posibilidades de lograrlo. Es posible, además,
que la ópera misma perdiera el atractivo que tenía en el pasado
sobre extensos públicos. La célebre “Casa de los milagros” de
Hollywood Boulevard cerró para siempre, y el señor De la Huerta se dedicó a viajar constantemente por el suroeste de Estados
Unidos, acompañado por su hijo Adolfo. Radicado de nuevo en
México, donde fungió como asesor ex-officio del presidente Cárdenas y luego como director general de la oficina de Pensiones
durante el gobierno de Ávila Camacho, reanudó la enseñanza del
canto por puro amor al arte. Tuvo algunos alumnos de renombre, entre ellos el célebre grupo cubano la Familia Rufino, hasta
su muerte el 9 de julio de 1955.
Pedro Castro
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