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RECONSTRUCCIÓN HISTÓRICA
Y CATEGORÍAS FUNDAMENTALES
DE UN NUEVO PARADIGMA.
LA INTELIGENCIA EMOCIONAL
LUIS GARCÍA VEGA* Y LAURA GARCÍA-VEGA REDONDO
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE DE MADRID
Recibido: marzo 10 de 2003
Revisado: abril 10 de 2003
Aceptado: abril 25 de 2003
RESUMEN
En 1983 H. Gardner, en un interesante libro, cuestionó seriamente el clásico modelo de la inteligencia
racional, medida como “cociente de inteligencia” y expresada en términos de habilidades intelectuales.
Este modelo dominó los campos del diagnóstico y la selección de personal durante prácticamente este
último siglo de psicología. A este modelo se debe, en gran parte, el desarrollo de la moderna psicología
científica, pero tuvo un fallo que en la última década se está tratando de enmendar: el abandono del
estudio del impacto de los procesos afectivo/emocionales sobre el comportamiento.
Hubo que esperar a la última década del siglo XX para que surgiera un verdadero interés en la psicología
científica por la inteligencia emocional. En este sentido, debemos reconocer la tarea realizada por las
recientes investigaciones neuropsicológicas apoyadas en las técnicas de imagen cerebral. LeDoux, Damasio
y otros muchos han demostrado cómo el “ordenador cerebral” falla en la resolución de complejos
problemas de índole personal y social porque nunca tiene los datos, y para poder actuar necesita del
factor emocional.
Palabras clave: reconstrucción histórica, inteligencia racional, inteligencia emocional, neuropsicología.
ABSTRACT
In 1983, in an interesting book, H. Gardner seriously questioned the classical model of rational
intelligence, measured as “intelligence quotient” (IQ) and expressed in terms of intellectual ability. This
model dominated the fields of diagnosis and personnel selection during practically all the past century
of psychology. This model was largely responsible for the development of modern scientific psychology,
but it had one defect which scientists have been attempting to correct over the last decade: the failure to
study the impact of affective/emotional processes on behaviour.
It wasn’t until the last decade of the 20th century that scientific interest in emotional intelligence actually
emerged. In this respect, credit is due to recent neuropsychological research based on cerebral imaging
techniques. LeDoux, Damasio and others have demonstrated how the brain’s “computer” fails to
solve complex personal and serial problems because it never has sufficient data and it needs the emotional
factor in order to operate.
Key words: History reconstruction, rational intelligence, emotional intelligence, neuropsychology.
* Correo electrónico: [email protected]
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ISSN 1657-9267
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LUIS GARCÍA-VEGA Y LAURA GARCÍA-VEGA REDONDO
El origen del modelo de inteligencia racional está en
la filosofía racionalista pero, a nivel más operativo, habría
que buscarlo en los descubrimientos psicométricos de sir
Francis Galton y su escuela —el concepto de percentil y de
correlación—. Un colaborador de Galton, Charles
Spearman, publicó en 1904 dos interesantes trabajos que
sirvieron de modelo a la psicometría y al análisis factorial
de la inteligencia. Otros siguieron investigando en este
campo, en el que entre otros, se destacaron: sir Cyril Burt
en Londres, Godfrey H. Thompson en Edimburgo, y en
Chicago, durante la década de los años 30, Louis Leon
Thurstone. Éstos fueron maestros de un gran número
de psicólogos apasionados por el análisis factorial, que se
encargaron de perfeccionar estadísticamente esta técnica, y
de inventar nuevas pruebas para medir los factores de
inteligencia. Pero ninguna de estas pruebas medía la capacidad emocional de las personas y, sobre todo, como apuntó Gardner en su libro, ninguna medía la “inteligencia
interpersonal”, componente clave de la capacidad emocional y factor muy importante para el éxito profesional y
para la madurez personal.
El modelo de inteligencia emocional es propuesto
claramente en 1990 por Peter Salovey, profesor de la Universidad de Yale, y John D. Mayer, profesor de la Universidad de Hampshire. De hecho, quien más contribuyó a
popularizar el concepto de inteligencia emocional fue el
psicólogo norteamericano Daniel Goleman, con su libro Inteligencia emocional (1996). Goleman define la inteligencia emocional como:
La capacidad de motivarnos a nosotros mismos, de
perseverar en el empeño a pesar de las posibles
frustraciones, de controlar los impulsos, de diferir
las gratificaciones, de regular nuestros propios estados de ánimo, de evitar que la angustia interfiera
con nuestras facultades racionales y, por último —
pero no por ello menos importante— la capacidad
de empatizar y confiar en los demás (Goleman,
1996, p. 65).
En todas y cada una de estas afirmaciones, desde la
primera, “motivarnos”, hasta la última, “empatizar y
confiar en los demás”, está presente el factor afectivo
como modulador de la conducta.
Antonio R. Damasio, director del Departamento
de Neurología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, publicó en el mismo año (1994) un interesante libro, El error de Descartes, que fundamenta
sólidamente el proceso de la inteligencia emocional sobre las bases neuropsicológicas.
Las características fundamentales de la inteligencia
emocional son:
1. Desarrollo, maduración y expresión de la vida
emocional. La pobreza o riqueza afectivo/emocional
depende de muchos factores. Sin duda intervienen los
componentes neuroquímicos del cerebro y la genética. Pero
a nivel psicológico se puede favorecer y desarrollar la capacidad emocional de las personas. Desde un enfoque puramente conductista, Watson y Rayner (1920) demostraron
cómo el desarrollo de las respuestas emocionales de miedo, amor e ira depende de la historia de condicionamiento
de cada persona. Un adulto “es miedoso” —esto es, responde frecuentemente con conductas de miedo— porque en su vida se han asociado o condicionado muchos
estímulos neutros a los estímulos específicos elicitadores
de las respuestas de miedo, es decir, a un ruido fuerte o a
la pérdida de la base de sustentación. Watson y su colaboradora, Rosalie Rayner, demostraron en 1916 —en la Clínica Phillips de Baltimore— con un sencillo experimento,
cómo el niño Albert aprendió las respuestas de miedo
mediante la técnica del condicionamiento clásico, descubierto a comienzos de este siglo por Béjterev y Pávlov. Por
el mismo procedimiento explica Watson la frecuencia de
respuestas de amor en un adulto, debido a que otros
estímulos se han asociado a las caricias, palabras cariñosas
y otras atenciones. Un adulto tiende a reaccionar con rabia
o ira porque muchos estímulos neutros se han asociado
en la historia de su vida a situaciones o estímulos que han
bloqueado o impedido su conducta. El modelo conductista se refiere exclusivamente al ámbito de la actividad
periférica de los organismos, “a lo que el organismo hace
o dice”, es decir, a la conducta, no a lo que uno siente
interiormente; variable ésta de dudosa validez científica,
según ellos, por no poder ser observada empíricamente.
Pero este enfoque enseña un camino y una explicación
psicológica de ciertos aspectos del desarrollo de la vida
emocional, sacándola del estrecho cinturón de los modelos biologicistas.
Sin duda alguna, el psicoanálisis es la escuela más
fecunda de la vida afectiva. Pero, si pretendiéramos aquí
comentar los avances de esta escuela en el terreno afectivo/
emocional, este trabajo rebasaría con creces los límites de
extensión permitidos. Recordemos la teoría freudiana del
desarrollo de la libido, la hipótesis de las fantasías del bebé
con el pecho materno de Melanie Klein en su interesante
obra El psicoanálisis de niños (1932) o, también, los interesantes trabajos de René A. Spitz sobre los efectos de la
privación de la madre y la situación de hospitalismo en la
vida afectiva del niño. Spitz resume con pocas palabras
este problema en su libro Primer año de la vida del niño. “La
depresión anaclítica y el hospitalismo nos demuestran que la
ausencia de relaciones objetales causada por la carencia
afectiva detiene el desarrollo en todos los sectores de la
personalidad” (p. 112) y, por supuesto, en el que más
afecta es en el sector afectivo/emocional.
El gran psicólogo suizo Jean Piaget, a pesar de su
preferencia por el desarrollo epistemológico y cognitivo
del niño, reconoce el importante papel de la vida sen-
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timental en la actividad intelectual. En todo caso, para
él ambas facetas son indisolubles. De estas relaciones
trató en uno de los cursos en la Sorbona en 1954:
“Relations entre l’intelligence et l’affectivité dans le
développement de L’enfant”.
A finales de la década de los 60, J. Bowlby propone
la “teoría del apego”, cuyo fundamento está en la historia de la vinculación afectiva entre la madre o cuidador
principal —“figura de apego”— y el niño. Este estilo
tiende a perdurar a lo largo de la vida de la persona,
influyendo en su comportamiento. El estilo de apego va
a depender de la cantidad y calidad de cuidados, caricias y
comunicación verbal que recibe el niño. De ello dependerán la vida afectiva y la seguridad emocional del adulto.
Ainsworth et al. (1978), diferenciaron tres estilos
desapego según el comportamiento infantil ante la
separación y reencuentro con la madre. Según estos
autores, cada niño reaccionará según su historia de
vinculación afectiva. Hay niños que cuando se van sus
madres no pierden sensiblemente su actividad
exploratoria, son niños de apego seguro. Estos niños
recibieron el cariño y los cuidados básicos necesarios y,
por tanto, han desarrollado adecuadamente su vida
afectiva. De adultos reconocen sus emociones y, por
eso, son más capaces de captar e interpretar los estados afectivo-emocionales de las demás personas. Otros
niños han desarrollado otro tipo de apego llamado
“ansioso ambivalente”. En este caso, el vínculo afectivo dependía de una “figura de apego” que actuaba
sobre el bebé según su estado de ánimo y según las
circunstancias; en tal situación, el desarrollo afectivo
estaba marcado por las reacciones de ansiedad —miedo, preocupación anticipada— ante sus propios sentimientos. Estas personas necesitan afecto y con
ansiedad lo buscan y necesitan expresar sus emociones, pero temen a la intimidad y a entregarse, por
miedo a ser rechazados. Hay niños que demuestran
un “apego evitativo” o desapego, porque en su infancia temprana apenas disfrutaron de vínculos
afectivos. La ausencia de caricias no desarrolló su sensibilidad táctil. Como dirían algunos, su “yo-piel” no
se ha despertado y desarrollado. De adultos, estas personas son muy pobres emocionalmente y, debido a
esta pobreza de su yo referente, no pueden captar ni
entender los sentimientos y las emociones de los demás. Las graves consecuencias de esta privación afectiva
pueden dar lugar a sujetos fríos, antisociales y, en su
extremo, a los sociópatas o psicópatas.
Como consecuencia de su desarrollo, el niño aprende palabras para identificar y designar sus emociones y
estados de ánimo. En 1972, el doctor Peter Sifneos observó cómo ciertos pacientes eran incapaces de expresar
sus emociones con palabras y, a la vez, tenían una gran
pobreza afectiva. Le puso un nombre a esta dolencia:
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“alexitimia” (del griego a: sin, lexis: palabra y thimos: emoción). Él pensó que este problema era consecuencia de
algún defecto de comunicación entre el sistema límbico y
los centros verbales del neocórtex. Cuando no hay palabras para determinar un sentimiento, el sujeto se halla
sumido en la incertidumbre y la falta de control sobre lo
que siente. Percibe que le pasa algo en lo más profundo
de su interior, pero no sabe qué. El diálogo interior o
autorreflexión es un buen ejercicio para el conocimiento
de las emociones propias.
2. Comprensión de la psicogénesis de las emociones. Aunque el temperamento emocional propio de
cada sujeto depende de factores neuroquímicos y de su
historia emocional, el nacimiento y desarrollo de las emociones/sentimientos concretos depende, en parte, de los
acontecimientos en los que vive el sujeto y, en mayor cuantía, de cómo el sujeto interpreta los acontecimientos, es
decir, del contenido y la frecuencia del pensamiento. Cuando se piensa en algo bueno o malo que afecta al sujeto se
están teniendo sentimientos o emociones respectivamente
buenas o malas. Cuando se cambia de pensamientos se
deja de tener tales sentimientos. La psicogénesis de las
emociones/sentimientos está en los pensamientos. Cada
uno es, se siente y vive según el tipo de pensamientos que
tiene. Albert Ellis (1980) afirmaba que los hombres son
según lo que se dicen a sí mismos. Esto es, según su
propio pensamiento autoevaluativo que se dirige a uno
mismo en forma de autoverbalizaciones. Las sensaciones/sentimientos de bienestar o malestar dependen de
esas verbalizaciones interiores. Una postura parecida mantiene Aaron T. Beck respecto a las relaciones del pensamiento en general con los sentimientos/emociones
(1976). Beck demuestra cómo los pensamientos distorsionados y automáticos negativos mantienen los sentimientos/emociones negativas. La intervención en el
pensamiento, bien sea para simplemente cambiarlo o para
racionalizar sus distorsiones y fallos lógicos, es la base de
su programa terapéutico.
3. Incorporación de la energía emocional a la
propia vida. Esto supone, en primer lugar, aceptar la
propia vida afectiva como una energía positiva para los
propios actos. En este caso la conducta experimenta un
cambio espectacular, lo que antes se hacía sin ganas, torpemente y con errores, ahora se hace con interés, atención y cuidado. El pesimista —por tener una considerable
autoimagen de fracasado—, por muy alto que tenga su
coeficiente de inteligencia, va a hacer muy poco, y si hace
algo, no lo hace bien. Martin Seligman, profesor de la
Universidad de Pensylvania, y Daniel Goleman, admiten que, a pesar de que por naturaleza hay personas con
tendencias pesimistas, siempre y con esfuerzo, pueden
“pensar en positivo”.
El pensamiento tradicional siempre puso en entredicho la vida afectiva. Al hombre le correspondía contro-
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lar y hasta incluso ahogar los sentimientos para que la
razón pudiera ver sin trabas la verdad y la bondad, y
ofrecérsela así a la voluntad para actuar libremente. Las
emociones eran pasiones y vicios del alma. La lógica debía ser racional, las razones del corazón apenas contaban, eran peligrosas. Pero no todos los pensadores
modernos están de acuerdo con esta postura. En 1905
Ribot publica un libro en el que defiende, junto con la
lógica racional, la “lógica de los sentimientos”. Sigmund
Freud acepta el “principio del placer” siempre que sea
regulado por el “principio de realidad” (Freud, 1996).
Ribot (1905) define el “razonamiento emocional”
como: “un proceso cuya transmisión entera es afectiva,
es decir, consiste en un estado de sentimiento que, permaneciendo idéntico o transformándose, determina la
elección y el encadenamiento de los estados intelectuales;
éstos no son más que un revestimiento, un medio necesario para dar cuerpo a esta forma de lógica” (p. 9). En
este tipo de razonamiento la conclusión está dada de
antemano, es el deseo que puso en marcha todo el proceso argumental. Las pruebas son labor secundaria y sólo
son valiosas en cuanto son útiles para el deseo. Este
razonamiento se apoya más en indicios que en pruebas,
en impresiones más que en juicios, en posturas incuestionables más que en discusiones. Por el contrario, en la
lógica de la razón la conclusión no se conoce de antemano, es el resultado final de la argumentación. La argumentación respeta los principios de semejanza, analogía,
del paso de la parte al todo o viceversa, de la inclusión o
exclusión y el principio de contradicción. Según este último principio, si algo es A no puede no ser B a la vez.
Este principio puede pasarse por alto en el razonamiento emocional, acomodándose a una forma anárquica, pudiendo darse el caso de coexistencia entre dos deseos o
creencias contradictorios. Ribot (1905) reconoce que la
naturaleza humana no sólo se mueve por la razón, sino
también por la vía de los sentimientos, y una sin la otra
no tendrían sentido. Con estas elocuentes palabras termina Ribot su libro en defensa de ambas lógicas:
Juzgada por los lógicos puros, la lógica de los sentimientos es condenada sin vacilar y sin apelación.
Juzgada por los psicólogos, tiene derecho a la existencia por razones individuales y generales. Hay espíritus que reclaman la verdad ante todo, pero que
la quieren bien establecida, demostrada, que tienen
la obsesión de la exactitud y de los procedimientos
rigurosos. Hay otros, fugitivos, faltos de precisión,
que se complacen en lo vago por exceso de sentimiento o de imaginación, por pereza intelectual,
por incapacidad de reflexión, por falta de paciencia
en la investigación. Para ellos, la lógica afectiva es
suficiente y preferible; la inventarían si no existiera
hace siglos. Una razón más profunda que asegura su
perpetuidad, es el ser obra espontánea de nuestra
naturaleza no intelectual. El hombre siente surgir en
él necesidades, deseos, problemas, a los que la razón
pura no aporta satisfacción, ni respuesta, ni remedio; el sentimiento y la imaginación ocupan su puesto. La actitud escéptica que limita el conocimiento y
se resigna a ignorar mucho; la actitud estoica que
desdeña las esperanzas ilusorias y los consuelos vanos no son del gusto de todos. La mayor parte prefieren respuestas aparentes a nada. El papel de la
psicología es estudiar esta manifestación de la naturaleza humana, como hecho, sin condenarla ni absolverla (pp. 230-231).
Amos Tversky y Daniel Kahneman (1973) demostraron el fallo de efectividad del razonamiento objetivo
puro. Stuart Sutherland (1992) demostró que la racionalidad necesita para su efectividad de otros mecanismos. En
1994 Antonio R. Damasio (1996) propuso como complemento de la racionalidad el mecanismo neuropsicológico
del “marcador somático”. El “marcador somático” son
las señales provenientes de la ejecución subliminal y de la
representación de los estados corporales (emociones) contingentes a las experiencias pasadas.
Damasio comenta varios casos de pacientes cerebrales con daños en la región prefrontal y comprueba los
fallos del razonamiento puro en ausencia de la capacidad
emocional. De uno de estos casos ya se ha hecho historia,
es el caso de Phineas Gage, a consecuencia de un desgraciado accidente en 1848. Otro caso fue el de un paciente suyo
que nombra con el pseudónimo de “Elliot”, cuyo daño
tuvo su origen en un tumor cerebral. Tanto Gage como
“Elliot” eran muy inteligentes, y después de su accidente
o enfermedad conservaron intactos todos los instrumentos necesarios para el comportamiento racional —
conocimiento perceptivo, atención, memoria, habilidad,
lingüística, etc.—, pero eran incapaces de tomar decisiones, de cumplir programas y planes de trabajo. Carecían
de algo que completa a la mente racional, el sentimiento
que acompaña a la representación de la ejecución de un
acto. Otros casos clínicos corroboraron lo mismo. Gage
era un competente capataz de 25 años que trabajaba en la
construcción del ferrocarril de Vermont (USA). De él dependía un gran número de trabajadores y tenía que tomar
decisiones muy difíciles. Debido a un fallo humano, una
barra de hierro penetró por su mejilla izquierda y atravesó
las cortezas prefrontales del cerebro, saliendo por la parte
superior de la cabeza. Esto sucedió en el verano de 1848.
A partir del accidente “Gage ya no era Gage”, una nueva
personalidad surgió en él. El Gage de antes, amable, capaz
y educado se convirtió en grosero, blasfemo e incapaz de
tomar decisión alguna. Su razonamiento y su capacidad
lingüística eran los mismos que antes, buenos. Después
del accidente “sabía pero no sentía”, era plano emocionalmente, se hizo un espectador para los sentimientos propios y ajenos. Era incapaz de tomar decisiones aunque
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razonaba acertadamente; le faltaba el motivo final. Funcionaba de modo parecido a un ordenador que tiene
muchos datos acerca de un problema pero que no llega a
la solución porque le falta alguno. Lo más grave es que
dejó de aprender de sus errores como si no le funcionara la
ley del efecto. Se le había roto la comunicación entre el
centro de las emociones y el de la actividad racional. A ésta
le faltaba el dato emocional. El caso de “Elliot” tiene consecuencias parecidas al de Gage. “Elliot” era un abogado
competente hasta que fue operado de un tumor en el área
de los lóbulos prefrontales. Sus facultades puramente racionales no fueron afectadas, pero “Elliot” dejó de tener
emociones ante acontecimientos trágicos. La operación le
había afectado parcialmente las conexiones nerviosas entre los centros inferiores del cerebro emocional —la amígdala y regiones adyacentes— y las regiones pensantes del
neocórtex.
Damasio comenta también el caso de un paciente
suyo con lesión prefrontal ventromedial que, teniendo
que acudir a la consulta un frío día de invierno con las
carreteras en estado muy peligroso por el hielo, pudo
conducir sin sentir la emoción negativa de pánico que
había hecho a otras personas tener un accidente. Se daba
cuenta del peligro, pero no lo sentía, por eso pudo llegar
bien. La razón fría, sin emoción/sentimiento puede ser
útil en estas circunstancias, aunque en otras, la razón sin
la emoción se queda bloqueada, sin vía de salida. Esto le
sucedió a este mismo paciente y en el mismo día, cuando se mostró incapaz de decidirse entre dos días para la
cita siguiente, después de más de media hora de pensar
sobre la conveniencia de acudir uno u otro día, comprobando su agenda. Fue Damasio quien le sugirió que
viniera uno de los dos días; él tranquilamente respondió: “me parece bien”. Esta falta de capacidad de decisión ante algo tan nimio como puede ser una cita, según
Damasio “es un buen ejemplo de los límites de la razón
pura”, el “error de Descartes”.
De acuerdo con Damasio (1996), para tomar adecuadamente cualquier decisión intervienen varias estructuras cerebrales. En primer lugar, algunas zonas de la
corteza prefrontal (sobre todo la ventromedial), algunas
estructuras del sistema límbico (la amígdala y la corteza
cingulada) y las áreas somatosensoriales de la corteza (encargadas de cartografiar e integrar las señales procedentes
del estado somático visceral y musculoesquelético). El
punto de encuentro o lugar donde se reciben “las señales de toda la plana mayor de la Agencia de Normas y
Medidas” (p. 172) es el sector ventromediano de la corteza prefrontal. Ya en la década de los 30 Alexander R.
Luria (1966), creador de la neuropsicología, supuso que
la clave del autocontrol estaba en el córtex prefrontal, al
observar el típico comportamiento impulsivo y falto de
control de pacientes con daño cerebral en estas zonas.
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4. Valoración positiva de la autoimagen. La imagen que uno tiene de sí mismo es un factor determinante para la madurez emocional. De esta autoimagen
depende la capacidad de resistencia al desencanto ante un
fracaso, el grado de sentimiento de culpabilidad y otras
muchas emociones negativas. Sin duda es Alfred Adler
(1978) el pionero y gran maestro de la teoría de la
autoimagen. Según él, cada hombre es la historia de sus
“sentimientos de inferioridad”. En realidad, para Adler
el “sentimiento” es término ambiguo que representa al
pensamiento y su cara afectiva. Al pensar que uno es
inferior se siente inferior. La génesis del carácter neurótico
(agresivo) estaría en la autoimagen de aquellas personas
que piensan y se sienten en una posición de inferioridad
respecto a los demás.
La autoimagen va a ser una categoría fundamental
para la terapia humanista. La terapia rogeriana parte de la
idea de que cada hombre es un tesoro de riqueza incalculable, y si está mal es porque no se conoce a sí mismo, porque
tiene una autoimagen falseada, lo que provoca “fracasos de
la comunicación” entre la noción que tiene del “yo” y su
propia “experiencia” básica, es decir, lo que realmente es:
La tarea de la psicoterapia consiste precisamente en
manejar los fracasos de la comunicación. La persona
con alteraciones emocionales -“el neurótico”- experimenta dificultades, en primer lugar, porque se ha
interrumpido la comunicación en su interior [falsa
autoimagen], y segundo, porque a consecuencia de
ello se ha alterado su comunicación con los demás
(Rogers, 1972, p. 287).
Según Albert Ellis (1980) la autoimagen negativa
depende de “las tonterías que uno se dice a sí mismo
una y otra vez”, por eso él defiende que “la terapia racional emotiva se esfuerza particularmente en revelar, analizar y tratar de resolver las frases concretas interiorizadas
que el paciente se dice a sí mismo para perpetuar su
trastorno”(p. 281).
5. Capacidad de autocontrol de las emociones.
Los sentimientos y las emociones, además de ser necesarios, pueden llevarnos a la ruina personal. Esto era lo que
preocupaba a los filósofos tradicionales como Santo Tomás o a Descartes en su famoso tratado de Las pasiones del
alma (1649), escrito con intenciones moralizantes. La templanza (en griego, sosfrosyne, y en latín, temperantia) es una
de las cuatro virtudes cardinales y consiste en el gobierno
(moderación, sobriedad, continencia) de los apetitos
(emociones), sujetándolos a la razón. El autocontrol presupone el autoconocimiento de la vida sentimental, y la
evaluación de la intensidad de los sentimientos y emociones propios. Esto es como “saber de qué pie cojea cada
uno” y lo grande que es su cojera.
W. James (1989) pone el control de los instintos y
las emociones en el acto voluntario. El acto voluntario se
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apoya en el esfuerzo de atención de la mente al acto incompatible con la emoción indeseada: “En resumen, el
logro esencial de la voluntad, cuando es más ‘voluntaria’, es prestar atención a un objeto difícil y mantenerlo
con firmeza ante la mente” (p. 1002). El control del pensamiento es la base del acto voluntario según James.
Basándose en la “teoría de la huella motora”, James
(1963) diría que esto tiene su explicación porque al pensar se está ejecutando —conducta fisiológica— subliminalmente el acto pensado: “Todos los estados mentales...
determinan una actividad corporal. Ocasionan cambios
invisibles en la respiración, la circulación, la tensión muscular general, la actividad glandular o visceral, aun cuando no produzcan movimientos visibles en los músculos
de la vida voluntaria” (pp. 5-6). Tal ejecución subliminal
prepara la conducta en la línea del pensamiento. James
pone los ejemplos de cómo dominar la pereza o la ingestión de alcohol. Al levantarse de la cama en una gélida
mañana de invierno y en una habitación sin calefacción,
lo que paraliza la actividad de levantarse es la aguda conciencia de frío comparándola con la de calor que se tiene
en la cama. En el momento en que el pensamiento de
levantarse invade más y más la conciencia, sus efectos
motores (subliminales) favorecen el traspaso del umbral de ejecución del acto de levantarse. James (1962)
también habla del borracho que es incapaz de dejar de
beber porque atiende a ideas inadecuadas. Según la ocasión, unas veces se dice a sí mismo, “es el último vaso”;
otras, “es descortés no aceptar una invitación” o “es Nochebuena”. Lo único que debía mantener en la mente es
la idea de que es un borracho porque bebe (pp. 512-513).
Según Freud, el control de las emociones puede ir
por dos caminos: el de la demora o el de la supresión.
En ambos casos el “principio de realidad” controla al
“principio de placer”. Freud ya tiene en cuenta el principio de realidad en las primeras elaboraciones metafísicas
de su teoría, pero lo enuncia explícitamente por vez primera en 1911 en su escrito Los dos principios del funcionamiento mental. Según Freud (1971), todas las instancias
del aparato psíquico obedecen al principio de placer, pero
cada una a su modo. El ello lo hace ciegamente sin considerar para nada la seguridad personal y sin tener en
cuenta las limitaciones críticas de la lógica racional. El ello
refleja la única tendencia de las pulsiones orgánicas, la de
alcanzar su satisfacción. El yo, basándose en su “función
constructiva”, decide, en virtud del “principio de realidad”, “si la tentativa de satisfacción debe ser realizada o
diferida, o bien si la exigencia del impulso habrá de ser
reprimida de antemano, por peligrosa” (p. 92 y ss). Mientras al yo le preocupa el placer sin problemas o peligros
procedentes del mundo exterior, el ello tan sólo persigue el beneficio placentero. Tanto los estímulos
desorbitantes del mundo exterior, como la fuerza excesiva de los impulsos interiores, amenazan la organiza-
ción dinámica que el yo posee, volviendo a convertirlo en
una parte del ello. Téngase en cuenta que el yo originalmente no es otra cosa que una parte del ello que, bajo el
influjo del mundo exterior, ha experimentado una peculiar transformación, constituyendo una “capa cortical”
dotada de órganos receptores de estímulos y que hace de
mediadora entre el ello y el mundo exterior (p. 12).
La psicología reciente ha operativizado el control de
la emoción elaborando un programa para poner en práctica y conseguir el dominio de uno mismo. Ante una
situación emociógena se pide: 1) evitar la respuesta espontánea e inmediata; 2) autoobservación de la emoción generada; 3) búsqueda de respuestas posibles; 4)
consideración previa de las consecuencias de cada una de
estas alternativas; 5) elección de una alternativa adecuada.
Todo esto se traduce en una etapa, previa a la acción, de
diálogo de uno consigo mismo, de reflexión madura.
Walter Mischel, profesor de la Universidad de
Standford, ideó una prueba para predecir el control emocional. A una clase de niños de 4 años se les da, a cada uno,
una golosina y se les dice: “Voy a salir un rato, vuelvo en 20
minutos. Si lo deseas, toma la golosina, si esperas a que
vuelva sin comértela, te daré dos”. Aquellos niños que
resistieron al impulso inmediato de comer la golosina
demostraron, años más tarde, al cumplir los 16 años, ser
más controlados en las distintas facetas de la vida que
aquellos otros que se habían comido la golosina. Estos
últimos demostraron ser más impulsivos, caprichosos y
menos resistentes a la frustración.
John D. Mayer, profesor de la Universidad de New
Hampshire, distingue tres tipos de personas según su
madurez emocional: las personas conscientes de sí mismas, las atrapadas por sus emociones y las que aceptan
resignadamente de buen o mal humor sus emociones,
pero hacen muy poco por cambiarlas, en caso de ser
conveniente.
6. Inteligencia interpersonal o social. De
Howard Gardner (1983) es la expresión “inteligencia social”. Ésta supone un manejo adecuado de las propias
emociones en la relación con los demás, el control de las
propias emociones negativas interpersonales tales como
el odio, la ira, etc., y la capacidad para conocer y respetar
las emociones ajenas. Hay una palabra que resume esta
última aptitud, la “empatía”. Este concepto fue clave
para los psicólogos humanistas que se centran en la comprensión de estado emocional del “cliente”, en palabras
de Rogers (1972). La empatía es la capacidad para percibir
la experiencia íntima de los demás y darle la importancia
que para cada uno de ellos tiene, independientemente de
la propia valoración personal; percatarse de que los demás piensan y sienten de forma diferente, que tienen sus
propios puntos de vista y sus propias emociones, y que
son tan valiosas como las propias, aunque sean diferen-
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tes u opuestas. Gordon Allport, Carl Rogers y Abraham
Maslow, representantes de la psicología humanista, son
los auténticos maestros y promotores de la actividad
empática. Empatía es facilidad para captar señales y mensajes, tanto verbales como no verbales, de los estados de
ánimo e intenciones de los demás. Un alto porcentaje de
los mensajes emocionales son no verbales. La “disemia”
(dys: dificultad, semes: señal) es un término que significa
incapacidad o dificultad para captar los mensajes verbales y no verbales de los demás. Se han descubierto casos
de disemia en pacientes con daños cerebrales en la región
derecha del lóbulo frontal. Estos pacientes, aunque entienden el significado de las palabras, no captan la intención emocional del emisor. Por ejemplo, no son capaces
de diferenciar entre el significado de un “gracias” sincero de otro que es sarcástico.
Empatizar es meterse en la lógica subjetiva de las
personas con las que uno se relaciona, o con las que constituyen su entorno social para, aun siendo él mismo, estar
y ser también con los demás, ya que de lo contrario sería
un ser solitario que vive en su mundo de pensamientos,
de fantasías y de sentimientos, ajeno a los demás. Esto
sería estar en su mundo sin compartirlo con los demás,
cuando el mundo es de todos. Para lograr compartir el
mundo hay que aprender a leer los indicadores sociales, las
intenciones de los demás, sus inquietudes y temores, sus
mensajes. Esto es, socializarse, tarea que cada persona ha
desarrollado más o menos y cuyo aprendizaje comienza
desde el inicio de la vida.
Algunos de los componentes de la inteligencia social son: sociabilidad, amistad, participación, cooperación, solidaridad, atractivo social, actitud democrática,
destreza en la comunicación y en la resolución de conflictos interpersonales, respuesta eficaz o asertiva a la crítica,
capacidad de escucha y de liderazgo, entre otros, respecto
a las normas de convivencia, etc.
Opuesto a la empatía es la conducta del sociópata y
del psicópata. Éstos ni captan ni consideran los sentimientos de los demás; son insensibles al sufrimiento o
a la alegría ajena.
7. “Estado de flujo”. Es una expresión de Antonio
Damasio (1996). En su opinión, la capacidad de entrar en
“estado de flujo” es un buen ejemplo de inteligencia emocional y del grado superior de control de emociones al
servicio del rendimiento y aprendizaje. En este estado, las
emociones fluyen libre y positivamente. Para describir
mejor este efecto, Damasio cita las confesiones de un artista acerca de lo que sería estar en “estado de flujo”: “Mis
manos parecen vacías de mí y yo no tengo nada que ver
con lo que ocurre, sino simplemente contemplo maravillado y respetuoso todo lo que sucede. Y esto es algo que
fluye por sí mismo”. Efecto parecido al del estado de flujo
es el de un proceso de desarrollo personal que logra un
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cierto nivel de autorrealización, principio de la psicología
humanista. El flujo es un estado de olvido de uno mismo, es espontaneidad, sosiego, lo opuesto a preocupación —estado de ansiedad—, control de “ruidos”
emocionales e incompatible con el secuestro emocional en
el que los impulsos límbicos capturan al sujeto.
Carl Jung no estaría plenamente de acuerdo con
la teoría del “estado de flujo” de Damasio. Según
Jung, la raíz de la creatividad está en los complejos del
inconsciente personal que se expresan, a nivel de conducta, como manía —la manía del artista por la belleza—. Precisamente el complejo actúa como manía a
modo de un impulso irreprimible, y si bien produce
la obra de arte, en muchos casos provoca en el sujeto
un estado de enorme crisis emocional. Por citar un
ejemplo, éste sería el caso de Vincent van Gogh.
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