SEGUNDO PREMIO II Concurso Relato Corto Hotel Montiboli 2009 Título: Recuérdame mañana Autora: Sol Sánchez Abrió sus ojos como cada mañana, ojos azules, dulces e intensos, ojos cansados. A lo lejos escuchaba el canto de los pájaros, aquellos que tantas veces la habían despertado a lo largo de su vida. En ese instante se preguntó si aquellos pajarillos habrían repetido dos veces seguidas su canto en cualquiera de sus ventanas. Pensó en la vida, en el tiempo, en lo efímero de los instantes…Su mirada buscó la pequeña ventana de aquel cuarto dentro de un asilo, lugar que ahora era su hogar. La brisa se hacía camino entre las rendijas que habían permanecido semiabiertas toda la noche, una brisa que parecía tener cuerpo, pero que era libre. Podía entrar y salir en cualquier momento y pensó que aquella que tantas veces acarició su rostro en la juventud, ahora huiría de ella. Una anciana al borde del final. Rozando cada día la vida y la muerte. Por momentos era consciente de la dificultad de sus movimientos, de sus pasos…Veía y sentía en lo más hondo de su ser la pérdida de sus compañeros. Había aprendido a encontrarse con sitios vacíos en el salón, incluso con sus compañeras de habitación. Todo cambiaba en aquel inhóspito lugar, todo, menos la terrible soledad, invisible para el resto del mundo. La soledad se había convertido en un fantasma que solo parecía dejar caer su peso sobre los ancianos. Había sido una mujer espectacular físicamente. Alta, delgada, con marcadas curvas. Su piel blanca y su pelo negro hacían destacar más aquellos ojos azules como el mar. Una mirada que había atrapado el tiempo, que guardaba los secretos de una vida, 103 años. Un largo camino recorrido con una mente clara, abierta a nuevas ideas, nuevas formas de vida…Cada mañana el recuerdo era su única compañía. Cerraba los ojos para retroceder a una parte de su vida que marcó su existencia… Era una tarde gris de lluvia intensa. Aquel pueblo junto a la costa se tiñó de melancolía y Nina a sus 43 años de edad deambulaba por los mismos caminos recorridos día tras día en su casa. Llevaba 20 años compartiendo su vida con la misma persona. Veinte años que habían pasado como un suspiro, aunque, era consciente de que en ocasiones pesaban…. ¿Pesaban por el abandono? ¿Pesaban por la incomprensión? ¿Pesaban porque en una vida en común se crece en distintas direcciones? Los días pasaban, y casi en ocasiones, con la misma rapidez, pasaban los meses. Nina, que era vital y emprendedora siempre tenía proyectos en mente. Formaba parte de asociaciones. Ayudaba a los marginados y se comprometía con los débiles. En ellos, en esa devoción que tanta fuerza le transmitía, a la vez, le hacía “ver” el terrible vacío que albergaba en su alma y que intentaba esconder sin éxito alguno. Era coqueta. Lo seguía siendo todavía. El espejo era su confidente, aunque en realidad nunca veía más allá de una simple imagen reflejada y a la que quería mejorar. Su vida era interior y lo llevaba escrito en su mirada. Las navidades se aproximaban. En Febrero cumpliría 44 años. Le gustaba especialmente esa época del año. La navidad. Desde niña la había vivido intensamente y conseguía que todos los que la rodeaban vieran esa magia. Un día llegó una carta equivocada a su buzón. La persona a la que iba destinada tenía un apellido igual al suyo y confundida la abrió. Era una carta enviada por un caballero. No era de amor pero tenía ciertas connotaciones. Hablaba a alguien, concretamente a una mujer que al parecer no conocía personalmente. Un conocido en común les había dado las direcciones. Él dejaba latente su vacío existencial. Su decepción ante todas las pautas sociales que detestaba. Era de la capital. Hablaba de sus sueños, a través de aquellos folios mostraba el alma de un niño prisionera en un cuerpo adulto. Era impresionante como podía verse reflejada en aquellas palabras. Leyó una y mil veces aquella carta y al comprobar cómo el destino la había hecho llegar hasta ella, decidió contestarle. Durante meses mantuvieron correspondencia hasta tal punto que parecían conocerse desde siempre. Quedaron en el hall de un hotel. El permanecía sentado junto a una mesita para dos, separado por unas amplias cristaleras frente al mar. Ella se acercó y tomó asiento. Sus miradas temblorosas y emocionadas se entrelazaron. Olvidaron el lenguaje de las palabras. Ambos deseaban ardientemente lo mismo. Subieron a una habitación y se escondieron bajo las mantas vestidos. Como los niños. Crearon una cabaña que los aislaba del mundo. Entre penumbras se abrazaron y con una gran calidez se tocaron. Poco a poco sus ropas fueron desapareciendo junto al pudor y los nervios. Rápidamente se fundieron. Nada era ajeno. Todo parecía haber existido antes, alguna vez, en algún momento del tiempo. Quizá en otra época, en otras vidas se habían tocado. Fundieron sus bocas y sus cuerpos. Viajaron al unísono. Sobre aquellas sabanas blancas. Bajo aquella cabaña de las mantas descubrieron países y los recorrieron muy lentamente. Eran lugares deseados por ambos. Volaron y volaron por las horas del tiempo intentando detener el reloj. Aquel reloj que seguía su curso sin permitir tregua alguna. Horas que parecían evaporarse como un suspiro. Horas que marcaron un antes y un después en sus vidas. Posiblemente, quién sabe… ¿Un cuento de Navidad donde la esencia de la magia aleteaba misteriosa, como códigos secretos e inaccesibles a la mayoría de los mortales? Aquel fue su primer encuentro que dio paso a otros en el mismo hotel. Jugaban a conocerse por primera vez. Se miraban en la misma mesa y se amaban en la misma habitación, frente a los mismos paisajes. Los años pasaron y siempre permanecieron fieles a aquellas citas. Como cada día, Nina, tras su ritual de recuerdos, bajaba a la cafetería del asilo. Los últimos meses habían sido distintos. Un señor dos años menor que ella había sido ingresado allí por sus hijos. Amante de la lectura, pasaba sus últimos días refugiado en los libros junto a la ventana que da al jardín. En ocasiones, inquieto, parecía esperar impaciente a alguien. Nina se acercaba a él y rozaba sus dedos para preguntarle su nombre. La miraba emocionado y contestaba con una sonrisa mientras apretaba mucho más su mano. Permanecían así durante horas. Hablaban de la vida, del paso del tiempo, de las huellas que deja en el cuerpo y en el corazón. Hablaban de los amigos, de la familia, de esas historias que plasmaban los libros. Hablaban de los sueños que se quedan por vivir y de los que se han recorrido. Hablaban de la lluvia, de las primaveras. Intentaban no mirar a su alrededor, permanecer ajenos a aquella cruel realidad, a los gritos desgarradores de los enfermos, a la insensibilidad de algunos auxiliares. Parecían formar parte de otro mundo, de otro lugar… El reloj los devolvía a la realidad cuando marcaba las ocho y Nina tenía que marcharse antes a su turno de la cena, mientras que él la observaba hasta perder su imagen. Un compañero de la residencia, por el que casi todos los días eran observados, se atrevió a acercarse y preguntarle: -Señor, disculpe. Llevo mucho tiempo preguntándome algo que no entiendo. ¿Por qué esa mujer viene cada día y se acerca a usted de la misma manera para preguntarle las mismas cosas y estrecharle la mano como si no le conociera? Roberto lo miró y contestó: -Porque es el amor de mi vida y durante sesenta años hemos jugado a conocernos cada día.