Robyn Donald - Cenizas del pasado (Ecos del pasado)

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Cenizas del pasado
Ecos del pasado
Robyn Donald
Cenizas del pasado (1989)
Harmex: Ecos del pasado (1989)
Título Original: Smoke in the wind (1987)
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Bianca 404
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Ryan Fraine y Venetia Gamble
Argumento:
Venetia era demasiado orgullosa para aceptar lo que otra mujer dejó, aunque
se tratara de Elizabeth, su prima desaparecida. Pero Ryan Fraine era un
hombre muy difícil de disuadir. Y él la deseaba: eso era obvio. Venetia luchaba
una batalla perdida de antemano para mantenerlo fuera de su vida. ¿Qué
derecho tenía Ryan para posesionarse de su existencia como lo hizo seis años
antes? Lo único que Venetia no podía negarle era la oportunidad de conocer a
John, el hijo de Ryan, que creció sin conocer a su padre.
Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
Capítulo 1
El evento iba a ser televisado, así que Venetia Gamble se vistió con sus mejores
galas, que hacían resaltar su delgada silueta y que daban un reflejo dorado a sus ojos
color avellana. Había logrado convencer a su peinador para que le hiciera un arreglo
que, aunque no tan moderno como ella hubiera querido, era un poco menos
convencional que el corte estilo paje que le iba tan bien a su imagen de reportera de
televisión. ¡Por lo menos ella no tendría que preocuparse por su presencia en
cámaras!
Su baja estatura le dificultó ver quién más había sido invitado al hotel más
nuevo y lujoso de Auckland y, como no estiraría el cuello por orgullo, tuvo que
conformarse con observar a la gente a quien podía ver.
—¡Sí… es él! —las palabras provenían de la mujer a su lado, una actriz
demasiado pagada de sí.
Curiosa, Venetia siguió la mirada de ella, pero no podía ver más allá de un
grupo de hombres. Sin remordimiento, ella escuchó.
—¡Cielos, es espléndido! Es mucho mejor en persona que en los noticiarios y
documentales.
La compañera, una modelo tan delgada que sin los trucos de la cámara
parecería demacrada, comentó con alegría:
—No creí que vieras documentales, Carol.
—Cuando Ryan Fraine aparece en ellos, no podrías separarme de la pantalla,
créeme —dijo Carol Hastings—. Me gustan los hombres a quienes no parece,
importarles nada. ¡Sólo míralo! Malo, taciturno y taaan atractivo. Y un amante
magnífico. Eso fue lo que insinuó Serissa Jordan en la entrevista que le hicieron allá
en Londres.
—Y lo cual le valió que la botaran —dijo la modelo con cinismo.
Vio a Venetia, fijando la vista en el hombre que fue sacado de Gran Bretaña
para abrir la primera estación privada de televisión en Nueva Zelanda. Pero la
reputación de Ryan Fraine lo había precedido. Después de hacerse famoso como
corresponsal extranjero tenaz y enérgico, él produjo por su cuenta documentales
escalofriantes y espléndidos, producto de una inteligencia penetrante y aguda.
Le ganaron fama mundial, pero no era eso lo que atraía a Carol ni a ninguna de
las mujeres que tenían fama de haberse acostado con él. Además de ser alto y
delgado, era superlativamente atractivo; la cara angular sugería una temeridad
arrogante que hacía que muchas mujeres se preguntaran esperanzadas si podría ser
domado. Las más valientes, soñaban con desatar la fiereza de su formidable control y
gozar con la arremetida. Venetia lo respetaba por su profesionalismo y por su mente
incisiva y brillante y le envidiaba esa autoridad natural.
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Diez minutos después, ella se sentó frente a una mesa con la engalanada Carol,
un industrial famoso y el hombre que fue el foco de la mayoría de los ojos femeninos
desde que entró en el cuarto.
—Ryan Fraine —jadeó Carol, agitando pestañas que debían ser falsas—, ¿qué
piensa de Nueva Zelanda?
La cara sombría y saturnina sonrió.
—Tres meses no son tiempo suficiente como para formular una opinión válida.
—Qué tacto. ¿Es éste el hombre que puede describir a todo un continente con
una frase brillante y cínica? ¿Somos demasiado provincianos y poco elegantes como
para aceptar la verdad? —continuó Carol.
Mientras Venetia leía la carta, decidió que las pestañas batientes y la sonrisa
provocativa de Carol no iban a lograr su objetivo. Carol Hastings y su sonado
atractivo sexual, serían insuficientes para que ese hombre cometiera una indiscreción.
El hombre en cuestión tenía demasiado control de sí.
—Me gusta mucho el lugar —señaló Ryan Fraine—. No tanto las ciudades, que
podrían hallarse en cualquier parte del mundo, pero sí la naturaleza que es
espectacular y el estilo de vida que es envidiable.
Venetia sonrió un poco, mientras Carol oía el comentario pausado. Ryan Fraine
volvió la cabeza y ella se encontró con una mirada negra como la noche, que hizo que
su sonrisa se expandiera. Cielos, pensó Venetia, en tanto las pupilas se le dilataban,
vaya si es atractivo.
Y él lo sabía. Venetia entendió la mirada de él. También a Ryan le gustaba ella.
Venetia no se sorprendió porque no tenía falsa modestia y porque sabía, desde que
tenía catorce años, que su cabello rubio y su silueta delgada y ágil eran atractivos
para los hombres. En un tiempo, ella se aprovechó de esos atributos, pero eso fue
mucho tiempo antes. Ella aprendió una lección amarga y durante los últimos años
tuvo mucho más cuidado.
Pero sólo bastó una mirada de interés de Ryan Fraine, para que ella recordara la
emoción sin par del juego del coqueteo; que sintiera una vez más cómo el cuerpo se
le tensaba y se le encendían los ojos y las mejillas. ¡Ese hombre era peligroso!
Carol se percató del intercambio de miradas. Con petulancia, dijo con tono un
tanto odioso:
—¿Piensas cambiar de canal, Venetia?
—Por ahora estoy satisfecha con mi trabajo —Venetia dirigió una sonrisa hacia
el hombre que estaba a su lado—. Claro, podrían convencerme para cambiar de
opinión.
—Estoy seguro que sí —Ryan Fraine parecía indiferente, pero hubo algo en su
voz que hizo desear a Venetia no haber hecho ese comentario provocativo—. Me
pregunto qué sería lo que la haría cambiar de opinión. ¿Más dinero o más prestigio?
—En otras palabras, señorita Gamble, ¿es usted materialista o quiere poder? —
preguntó el industrial, con una sonrisa.
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—Ambas cosas —replicó Venetia—. ¡No se imaginan qué atractiva es la idea de
tener poder cuando se es tan pequeña como yo! O lo caro que resulta que le hagan a
una la ropa y los zapatos.
Como era su intención, ellos rieron y la tensión desapareció. Venetia se relajó,
dispuesta a divertirse en la velada y a hacer que los demás se divirtieran también. No
fue desilusionada. El industrial era agradable, Ryan Fraine cortés, coqueteando un
poco con Carol y mirando a Venetia con ojos profundos y negros que no revelaban
sus intenciones.
El evento era un concurso televisado para encontrar al mejor encargado de
vinos en el país y los organizadores tenían como invitados a las personas que
atraerían al público televidente. Las cámaras parecían enfocar con frecuencia la mesa
en donde Ryan Fraine se encontraba.
Venetia no tenía la intención de que la emoción febril que la recorría se hiciera
evidente ante los ojos de los televidentes, así que se impuso un control severo,
ocultando sus emociones bajo las abundantes pestañas. Aunque veía rara vez al
hombre sentado a su lado, ella sentía el peso de la atención de él y cuando la reunión
terminó y el ganador fue anunciado, no le sorprendió que Ryan le hablara con voz
baja.
—¿Trajiste tu auto?
—No —dijo ella—. Tomaré un taxi a casa.
—Yo te llevaré.
Ella asintió, sintiéndose tímida de pronto. Después de todo, ya tenía veintitrés
años y había vivido más que la mayoría de las mujeres de su edad. Sabía manejar casi
cualquier situación que se le presentara y eso incluía a un hombre que estaba
interesado en ella de manera obvia. Desde que salió del hogar, ella tuvo que resistir
los avances de muchos hombres y era capaz de enfrentarse a él si se lo proponía.
En el auto, él esperó antes de poner el motor en marcha.
—¿Quieres que te lleve a casa ahora? Podríamos ir a una discoteca…
Ella miró el reloj del tablero. Eran las once de la noche.
—Vamos a casa, por favor —dijo ella, con renuencia.
Él no trató de convencerla. Pensando en que él no tenía por qué convencer a las
mujeres de nada, Venetia le dio su dirección.
Después de haber conducido un rato, Ryan preguntó:
—¿Tienes que trabajar temprano mañana?
—No, pero no puedo hacer nada si no duermo ocho horas; mi cerebro se niega a
concentrarse.
—Eres muy concienzuda. También haces bien tu trabajo, pero eso lo sabes, ¿no?
—Eso trato —aceptó ella, agradeciendo que la oscuridad del auto escondiera su
rubor—. Muchas personas parecen pensar que alguien de mi estatura debe tener
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también un cerebro pequeño, que haga juego con el resto del cuerpo. En ocasiones es
muy molesto.
—¿Es por eso que eres tan agresiva en tus entrevistas? —rió él.
—En parte. Hago las preguntas que quiero que me contesten. Si eso es ser
agresiva, entonces debo serlo. Me enfurece que algunos reporteros dejen que el
entrevistado lo oculte todo —ella no decía nada en su defensa; ya la habían acusado
demasiadas veces de ser una feminista militante y estaba acostumbrada—. Tú tienes
fama en ese sentido, también. Vi la entrevista que le hiciste a Pereira. Pude sentir su
odio, más eso no te impidió el exponerlo como el tirano que es.
—Él no se había dado cuenta de que el programa se transmitía en vivo. Tenía a
dos pistoleros fuera de cámara, pero no se atrevía a usarlos. Cometió el error de
pensar que podía intimidarme para que le diera respetabilidad.
—En vez de eso, desataste los eventos que lo hicieron caer del poder.
—No tanto. Su poder ya era precario en su república sudamericana. Una vez
que le quitaron la ayuda financiera, se desmoronó.
Ella asintió, recordando con horror la sangrienta revolución que derrocó al
terrible dictador del país sudamericano.
—Fue tu entrevista la que mostró al mundo qué clase de tirano estaban
apoyando. ¿Te encarcelaron?
—Sí, durante unos días. Tuve suerte: escapé; pero miles murieron. Rara vez me
he topado con un hombre tan cruel. Merecía morir.
Él hablaba con indiferencia, como si la muerte del dictador no fuera un asunto
de importancia. Venetia se estremeció. Ella vio la filmación de esa muerte, el hombre
hecho pedazos por la gente a quien gobernó con dureza durante cuatro años. Rápido,
para borrar las imágenes de su cerebro, ella musitó:
—Vi el documental que hiciste allá un par de años después. Fue muy bueno.
—Gracias. ¿Es aquí en donde vives?
Venetia estaba tan concentrada que la pregunta la sorprendió.
—Sí —murmuró con desilusión porque no quería que la noche terminara. Ella
sabía que no podría dormir; la sangre le palpitaba en oleadas suaves y pesadas por el
cuerpo, y se sintió excitada de inmediato—. ¿Quieres tomar un café? —preguntó.
Por vez primera, él volvió la cabeza. En la penumbra del auto, la estructura ósea
de su cara se dramatizó en una bella austeridad de forma que la fascinó.
—¿Por qué no? —respondió con suavidad.
Mientras la chica preparaba el café discutieron un escándalo político, luego la
voz de ella decayó al verlo levantarse y dejar la taza con gracia y elegancia. Le tendió
la mano.
Ryan no dijo nada. Con el pulso acelerado, Venetia sonrió con temeridad y le
estrechó la mano, permitiéndole que la acercara a su duro cuerpo.
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Él no hizo ninguna concesión. Su boca era dura, fría y hambrienta y después
ella se daría cuenta de qué posesivo fue ese beso, como si él pusiera su firma en ella.
Mareada, se tambaleó, rindiéndose a la salvaje atracción que se formó durante toda la
velada, y las manos de Ryan la asieron con más fuerza, aprisionándola contra la
tensión fiera de su cuerpo.
Cuando él deslizó la mano de su cadera a la curva de su seno, la joven gimió y
se apartó, con los ojos brillantes pero decididos.
—No —murmuró ella con voz ronca, mientras retrocedía dos pasos ante el
peligro traidor pero fascinante.
Ryan tenía las mejillas encendidas de pasión, pero la expresión inescrutable.
Después de un momento, comentó con lentitud:
—No necesito la falsa modestia para estimular mis apetitos, Venetia.
—Lo siento, pero no me gustan los amores de una noche —la chica se mordió el
labio, pero no se retractó—. Y si esa no es tu intención, vas demasiado rápido.
Él la miró como si fuera una extraña. De acuerdo con los chismes, le gustaban
las mujeres de mundo. Bueno, nadie podía decir que Venetia era ingenua, pero tenía
principios. Y un gran instinto de conservación. Sabía lo que era perderse el respeto y
no tenía la intención de que ocurriera otra vez. Así que le sostuvo la mirada y,
después de un momento, él le sonrió con esfuerzo.
—Muy bien, entonces. Buenas noches.
Él le extendió la mano; ella se la estrechó y se dio cuenta de su error cuando la
jaló, sosteniéndola con fuerza con un brazo en la espalda, mientras la otra mano
presionaba la base de la columna, recalcando en la forma más obvia lo que quería
obtener de ella.
La sostuvo así durante unos segundos insultantes, con la vista fija en la cara
sorprendida de la chica y luego dijo con voz profunda y decidida:
—Me niego a participar en juegos.
Venetia tuvo que luchar en contra de una oleada de deseo tan intensa, que por
un momento casi se rinde ante la seducción del hombre. En ese instante él la soltó y
quedó a salvo.
Lo vio irse con expresión vacía antes de dirigirse con lentitud a la cama.
Para sorpresa suya, durmió bien y despertó en una mañana primaveral que le
levantaba el ánimo. Escuchando el canto de las aves, tomó café, se vistió y examinó
su cara con cuidado para detectar si los sucesos de la noche anterior la habían
marcado. Aparte de una sombra en sus ojos, parecía igual que de costumbre:
vivaracha, atractiva, el mentón levantado con desafío ante el mundo.
Debía olvidar a Ryan Fraine. Era demasiado para ella. Venetia conocía sus
limitaciones y esa oleada de pasión la asustó. Hubiera sido muy fácil y peligroso
rendirse y se habría despertado menospreciándose al día siguiente. Debía olvidarlo.
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Por desgracia, no iba a ser fácil. Empezó ese mismo día antes de dirigirse a una
entrevista.
—Oí que ayer tuviste a un muy agradable compañero en el concurso —comentó
Jeff Caldwell, uno de los reporteros y con él estaba la secretaria del productor.
—Las noticias corren rápido —sonrió Venetia.
—También te vieron salir con nuestro héroe inglés hacia la noche seductora de
Auckland. ¿Cómo es él en la cama, querida?
—Pregúntaselo a él.
Con desagradable frecuencia, Jeff le recordaba a ella y a quien quisiera
escucharlo, que él presentó al productor con Venetia y consideraba que ese hecho le
dio el puesto a la chica. Aun cuando ya se hubiera dado por vencido en su intento de
acostarse con ella, tenía la tendencia adoptar una actitud sutilmente posesiva.
—¿Quieres decir… será posible… debo entender que no llegaste a nada con él?
—preguntó, abriendo los ojos con una parodia de ironía.
—No seas tonto —sonrió la secretaria—. ¿Te lo diría acaso? Sólo para satisfacer
una sórdida curiosidad, Venetia, ¿es tan guapo como en las fotografías?
—Más aún —le dijo Venetia con alegría.
—¡Qué suerte la tuya! —suspiró Sarah con voluptuosidad—. ¿Y de veras tiene
esa actitud malhumorada de que le importa un comino el resto del mundo?
—Así es —respondió Venetia con sequedad.
Sarah suspiró de nuevo y Jeff sugirió, con veneno:
—Quizá estás en la lista que le mantendrá caliente la cama.
—Vamos, Jeff, hay más que eso —sonrió Venetia, y él desvió la mirada y
frunció el ceño.
—Bueno, puede dirigir esos ojos fantásticos hacia mí cada vez que quiera —
comentó Sarah, aliviando la tensión—. No creo haber visto a otro hombre que
proyecte tanta arrogancia y cruda sexualidad, y que además sea inteligente.
Después, Sarah le enseñó a Venetia una revista con un artículo sobre él,
incluyendo fotografías a color. Venetia simuló un interés leve pero al dirigirse a casa,
compró la revista. El artículo era bueno y las fotografías eran soberbias; Venetia lo
leyó y lo escondió en su guardarropa.
Pero no se pudo escapar de él. El periódico de la tarde había tomado una
fotografía de ellos juntos: ella parecía presumida y él la veía con una expresión
divertida en donde el cinismo era evidente. Disgustada consigo misma, Venetia se
mordió el labio y arrojó el periódico.
Además, esa noche, su reportaje del evento apareció en un programa de
televisión.
Venetia estaba acostumbrada a poseer esa cualidad indefinible conocida como
presencia, pero Ryan tenía más; parecía tener la cualidad de una estrella de cine. La
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cámara recorrió los atractivos planos y ángulos de la cara de él, pero no era su
atractivo sombrío lo más importante. Dicho de modo simple, él irradiaba autoridad y
fuerza, una arrogancia masculina fundamental. Al lado de él, Venetia parecía
hermosa pero ineficaz.
Cuando el reportaje terminó, apagó el receptor y dijo con voz alta y de forma
retadora al cuarto vacío:
—Sólo se trata de una atracción sexual. Eso es todo. Ignóralo. Sabes cuánto
daño te puede causar. Dios sabe que tienes motivos suficientes para ser cautelosa.
A pesar de la atracción poderosa que surgió en la primera mirada que ellos
intercambiaron, sabía que no debía mezclarse con Ryan Fraine. Si él la buscaba de
nuevo, lo rechazaría con cortesía, pero con firmeza.
Durante el resto de esa semana, Venetia se dijo con frecuencia que lo que debía
hacer era ignorar al hombre y al efecto que ejercía en ella y el caso dejaría de tener
importancia. No debía ser difícil. Él sólo quiso amores de una noche y ella no se
prestaría a eso, ni siquiera a una aventura, menos al matrimonio. Los hombres sólo
representan problemas y Ryan Fraine era una verdadera amenaza para la
independencia de la cual gozaba. Era un comentario amargo, pero se aferró a él,
porque su inconsciente persistía en hacer castillos en el aire y en saborear suaves
fantasías.
Sin embargo, al despertar el domingo por la mañana, al oír el teléfono y su voz
grave, el corazón le dio un vuelco de alegría y de alivio.
—Me invitaron a un paseo en yate —dijo él sin preámbulos—. Me pregunto si
querrás acompañarme.
Ella tuvo que ocultar la mezcla de anticipación y de emoción bajo una voz
reprimida y fría.
—Gracias, parece divertido. ¿Qué tan grande es el yate?
—Lo suficiente para albergar a seis personas con comodidad. ¿Por qué? ¿Te
mareas?
El tono de broma la hizo sonrojarse, mas no iba a admitir que estaba
desilusionada porque hubiera más personas a bordo.
—No —replicó ella con más alegría de la que hubiera deseado.
—Bien. Pasaré por ti en una hora.
—¿Debo preparar algo para comer?
—No, ya me ocupé de eso —rió él—. Sólo debes estar lista a tiempo, no me
gusta que me hagan esperar.
Mientras se bañaba, la chica empezó a cantar y frunció el ceño porque hacía
mucho tiempo que no se sentía tan viva. La mágica intensidad de la anticipación la
asustaba, pero se propuso no recordar que había decidido ya no verlo. Después de
todo, con seis personas, ella no corría ningún peligro.
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Se puso un pantalón blanco y una blusa sobre un bikini. Cuando él llegó, ya
estaba lista y un brillo le iluminaba la cara.
Él parecía más alto y delgado y demasiado atractivo, vestido con pantalón corto
y una camisa informal. Al verlo, el pulso de Venetia casi la ensordeció. En ese
momento se dio cuenta de que estaba en problemas: él era un reto que no estaba
preparada para manejar.
—Háblame del yate —pidió ella, tratando de recobrar su aplomo acostumbrado
con desesperación, mientras el auto arrancaba.
—Se llama Hawk y pertenece a Logan Sutherland y a su esposa Fiona.
—El nombre me parece conocido.
—Es productor y pertenece a varios organismos agrícolas y ganaderos —dijo él,
seco.
—Ya lo conozco. Alto, bronceado…
—¿Y guapo? —preguntó él con ironía.
—Sí, de un modo inteligente —rió Venetia—. Tiene ojos muy hermosos y una
sonrisa de pirata. Y cuando mira a su mujer, casi se pueden sentir las llamas.
—¿Tanto así los conoces?
No tenía por qué parecer tan sorprendido, pensó ella.
—No, pero una vez, durante una conferencia de prensa que él dio, yo estaba en
el corredor cuando su mujer fue a verlo. Él tiene una cara un poco arisca, pero por un
momento pareció que había visto el paraíso.
—Ella es muy hermosa —dijo Ryan.
La nota de burla irritó a Venetia, haciéndola sentir que había sido demasiado
efusiva. Lo ignoró y charlaron durante el resto del recorrido hasta el muelle en donde
estaba anclado el yate. Ella reconoció a los Sutherland; también al otro hombre que
estaba allí y por un momento horrible sintió que el piso se le hundía bajo los pies,
mientras Fiona Sutherland los presentaba.
—Venetia y yo ya nos conocemos —dijo Brett March con suavidad y el atractivo
semblante desprovisto de expresión.
Venetia esperó, carcomida por el ansia, pero él no prosiguió y suspiró de alivio.
Aunque estaba tensa, al volver la vista hacia Ryan lo vio sonreír y no pudo discernir
nada bajo las tupidas pestañas.
La otra mujer, la compañera de Brett, era una pelirroja tan atractiva como Fiona;
se llamaba Bobby Taylor y estableció con claridad que su única intención era
complacer a Brett.
El día pudo haber sido un desastre, pero conforme transcurrió, Venetia se
tranquilizó. Los Sutherland eran encantadores e inteligentes, Brett listo y cortés. Aun
Bobby se relajó cuando se dio cuenta de que, lejos de querer atraer la atención de
Brett, Venetia hizo cuanto pudo por estar lejos de él. Ryan parecía divertirse también,
si así lo demostraba su actitud relajada.
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El clima era maravilloso, hubo suficiente brisa como para hacer volar el bote a
través de las brillantes aguas del golfo y el sol ya mostraba su fuerza de inicios del
verano. Venetia se volvió con sensualidad, dirigiendo la cara hacia el sol con
idolatría. A su lado, en la cubierta, Ryan la miró apreciando la vivaz carita con la
firme mandíbula y la boca amplia y sensual. Ella se estremeció porque los rasgos de
él eran fríos y tentadores. Pero casi tan pronto como ella abrió más los ojos, él le
sonrió y la fascinación surgió de nuevo y ella pensó que quizá estaba equivocada.
Después de eso, ella se sintió incómoda y lo miró de reojo, mientras Logan le
enseñaba a Ryan los misterios de la navegación y sintió un extraño y gran orgullo
porque era rápido y listo, como si ya supiera mucho acerca de eso y no fuera un
neófito.
En cierto sentido fue un día mágico: el sol como una bendición sobre el mar
encantado, las islas, bahías y colinas del golfo entremezcladas en un patrón hermoso,
claro y sereno. Pero la presencia de Brett le arruinó el día a Venetia, aunque después
de una frialdad inicial él no pareció insinuar nada acerca de que cada vez que se
reunió con Venetia, le ofreció dinero, primero para no casarse con su primo y luego
para divorciarse de él.
Esas entrevistas estaban grabadas a fuego en la mente de Venetia: la vergüenza
y el orgullo heridos de ella, la degradante y fría suposición de él de que podía
comprarla. Fue hace mucho, pensó ella. Y eso ya pertenecía al pasado. A la luz de los
eventos que siguieron, ella debió aceptar el dinero la primera vez y huir.
—Está bien, será mejor que tome el timón —la voz de Logan interrumpió sus
sombríos pensamientos—. La entrada a la bahía es un poco difícil. Deberías
comprarte un yate, tienes un don natural para la navegación.
Ryan rió y regresó al lado de Venetia.
—¿Te divertiste? —preguntó ella.
—Mucho. ¿Tú navegas?
—No, no sé nada de eso. Soy sólo carga de cubierta.
—Una carga muy atractiva —sonrió él—. Eres todo lo que un fotógrafo quiere
al tratar de conjurar las imágenes del verano y de la buena vida.
—Espero que eso sea un halago —a Venetia no le pareció, pues había más de
una nota de sarcasmo en sus palabras y la apreciación lenta de los oscuros ojos era
casi insultante.
—Oh, así lo creo —dijo él, blando como la crema—. ¿Qué no les gusta a todas
las mujeres que las halaguen sobre su apariencia?
—Podría mentir y decir que no, pero ya lo haremos algún día —replicó Venetia,
luchando en contra del calor que abrasaba sus venas.
—¿Eres feminista, Venetia?
—Claro —ella le devolvió la sonrisa burlona con interés, disfrutando de la
adrenalina que le corría por la sangre.
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—¿No tienes tiempo para el matrimonio y los niños, el amor de un hombre
bueno y todas esas cosas?
—¡No! —exclamó ella de forma casi explosiva, porque estaba luchando por
mantener su voz controlada.
Palideció y desvió la mirada. Él podía ver el asomo de las lágrimas bajo las
pestañas, así que ella hizo lo único posible: mirar hacia el sol hasta que estornudó.
Al limpiarse la nariz, hizo desaparecer cualquier huella de esas lágrimas. Pero
porque temía el escrutinio de los ojos negros, replicó:
—En estos tiempos ninguna mujer debe abandonar todo lo que hace su vida
interesante para disminuirse al convertirse en madre y esposa. Si se hacen las cosas
con cuidado, se puede tener todo. No tengo la intención de sacrificarme… de hecho,
no creo que a nadie se le agradezca el hacer sacrificios por el esposo, ni por los hijos.
La gratitud, si es bastante afortunada para recibirla, no remplaza la realización
personal.
—¿Así que eres una mujer moderna y liberada?
—Sí —recobrando la compostura, ella lo miró. Algo en los rasgos saturninos la
hizo preguntar—: ¿No te gusta ese tipo de mujeres?
—No mucho —él se apoyó en el candelero—. Desde luego, tengo un prejuicio.
Mi madre se adelantó a su época. Aunque mi padre trabajó hasta su muerte para
hacer dinero, ella compró una tienda de antigüedades porque odiaba quedarse en
casa. Yo era un niño chico y sólo quería una cosa: una madre que fuera madre, no
una cansada visitante al final de cada día.
—Quizá no hubiera estado tan cansada si alguien la hubiera ayudado con los
quehaceres domésticos —sugirió Venetia.
—Tenía sirvientas. Nunca fui descuidado físicamente. Sin embargo, entendí
desde temprana edad que yo venía después de su negocio.
—No parece que hubiese debido tener hijos.
—Me tuvo porque a la edad de treinta años sintió la necesidad de obedecer a las
leyes biológicas —sonrió Ryan con cinismo—. Ella estaba bastante satisfecha con su
vida, yo fui el único que sufrió por ello.
—La mayoría de los niños sienten que sus padres les fallan de alguna forma —
le era difícil ser objetiva porque Venetia pensaba con congoja en la imagen del niño,
quien, con el inocente egoísmo de la infancia, quería ser el centro del mundo de su
madre y no una silueta periférica.
Él se encogió de hombros y la miró con expresión adusta.
—Eso dicen. Dime, ¿qué crees que la mayoría de los niños preferirían? ¿Una
madre con la cual pueden contar, o una sucesión de niñeras agradables pero
básicamente desinteresadas?
—Esa no es la única alternativa —protestó ella.
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—¿No? ¿Una guardería? Eso sólo significa que una niñera debe atender a más
niños, lo que da menos atención a cada uno.
—¿De veras necesitan les infantes tanta atención? —replicó ella con
brusquedad—. ¿Crees que las mujeres deban consagrarse a sus maridos y a sus hijos?
—¿Yo? —él levantó las cejas—. No doy respuestas, Venetia, sólo planteo
preguntas. Pero siento que cualquier mujer que quiera tener un hijo, debe estar
dispuesta a consagrarse a él por lo menos hasta que pueda ira la escuela. Los
pequeños necesitan estabilidad.
—Noto que no mencionas al padre —dijo ella con acidez—. ¿Qué no tiene él
parte de la responsabilidad en crear y cuidar esa vida?
—Claro, y si la madre y el padre pueden llegar a un acuerdo para compartir la
responsabilidad, así como el trabajo, es lo ideal. Por desgracia, el mundo no está
hecho así.
—Porque la mayoría de los hombres son demasiado egoístas como para aceptar
ese tipo de situación —replicó ella con dulzura.
—Esa es también culpa de la mujer… —sonrió él—. Ella debería educar a sus
hijos para que fueran tan liberados como sus hijas.
Ella rió, contenta de que la intensidad de los últimos minutos se tradujera en
humorismo.
—¡Quieres tenerlo todo! —exclamó Venetia.
—Debes admitir que la vida de muchas mujeres era quizá más fácil cuando se
esperaba que ellas se quedaran en casa con los hijos.
Venetia no iba a dejar que se saliera con la suya.
—Más fácil, quizá, pero con menos retos.
—Y un reto es importante para ti, ¿verdad? Ayer hablé con Jeff Caldwell y él
me contó algunos de tus logros más importantes.
Sorprendida y sintiéndose culpable, como si hubiese estado alardeando, ella
comentó:
—Oh, no quieras creer todo lo que dice Jeff. De algún modo él se siente
responsable por mí.
—¿Quizá porque te consiguió el trabajo?
Ella se irguió de repente, con la mirada encendida.
—¿Eso fue lo que te dijo? Me presentó a Stan Carpenter, pero Stan es muy
profesional y no habría forma de que él me contratara a menos que sintiera que era
capaz de hacer el trabajo.
—No tienes que convencerme —la indignación de la chica lo divirtió—. Estoy
de acuerdo, eres muy buena en tu trabajo.
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—Es importante para mí el que sea buena. La gente tiende a subestimarme
porque creen que soy pequeña, bonita, linda… —se detuvo sintiéndose furiosa,
porque él echó a reír.
—Es cierto que eres pequeña y bonita, pero eres casi tan linda como un
cachorro de tigre. Pareces una hada y reaccionas como un cocodrilo sacando las
garras y los dientes y tienes una voluntad de acero.
—¿Cómo lo sabes?
Él sonrió y se inclinó para besarle la boca de modo ligero, casi casual, pero
cuando él se levantó, el corazón de Venetia latía con frenesí y las sienes le sudaron.
—Porque —le dijo él con calma—, respondes como una tigresa ante un hombre,
pero puedes alejarte sin gran dificultad cuando las cosas se ponen difíciles.
¡Difíciles! Ella debía ser la mejor actriz del mundo si lo hizo pensar que la
negativa de irse a la cama con él fue hecha con facilidad. Ella casi se rió, pero su
sentido de conservación la mantuvo callada. No era sensato hacerle saber qué tan
cerca de la capitulación estuvo.
—Bueno, peores cosas me han dicho —murmuró ella con dulzura—. Me gustan
los tigrillos. ¡Y por lo menos los cocodrilos sonríen! Una vez tuve que montar un
camello; ¡ésa si que es una criatura con genio endiablado y una voluntad de acero!
Ella lo hizo reír al describirle la ocasión y escuchó con placer cómo él remató el
cuento con un relato vivido e hilarante de las trampas que hay al conducir una llama
que tiene un carácter violento y empecinado. Para cuando él terminó, el bote estaba
anclado en una diminuta bahía y Logan estaba alistando el bote de remos para
llevarlos a la playa.
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
Capítulo 2
La bahía no era más que una caleta rodeada de palmeras; la arena blanca se
interrumpía por escollos abruptos en donde las olas rugían como tigres domados. En
una tormenta sería un espectáculo magnífico de espuma y caos, pero ese día era
como un rincón del paraíso. Había borregos pastando en las verdes colinas y
gaviotas que se clavaban en el mar en busca de alimento.
Fiona llevó unos emparedados deliciosos y varias ensaladas, además de pollo,
aguacate, carnes frías y frutas.
—Traje café en termos —dijo Fiona cuando terminaron—, pero, ¿quién quiere
tomar té silvestre?
—Nunca lo he tomado, pero me encantaría probarlo —dijo Venetia.
—¿Eres neocelandesa y nunca has tomado té silvestre? —sonrió Fiona—. ¡Qué
vergüenza!
—Sólo porque tu padre era un adicto a eso y tú lo tomaste junto con la leche del
seno de tu madre, te gusta sentirte superior —bromeó Logan—. Vamos, muchachos,
el té silvestre es exclusivo para los hombres. Juntemos madera y hagamos una fogata
para prepararlo. Las mujeres siempre se acobardan en el último minuto y sólo se
ocupan de las hojas del té. No es el té genuino, a menos que espume en la jarra.
Había ramas suficientes para hacer doce fogatas. Mientras Venetia ayudaba a
Fiona a guardar los sobrantes de la comida, miró a Ryan y se sorprendió al ver que
fue él quien encendió la fogata.
—Sabe bien lo que hace —comentó Fiona, mirando también a Ryan—. A
primera vista parece demasiado refinado para este tipo de actividades, ¿verdad?
Pero no se puede confundir ese aire de experiencia. Lo delata.
Fiona miró el cuerpo atlético y delgado de Ryan y luego el de su esposo, quien
también poseía esa aura, y luego vio a Brett, quien carecía de ella. Fiona y Venetia
sonrieron, cómplices, pero ninguna dijo nada porque Bobby estaba demasiado cerca,
sentada en la colcha, mostrando los mejores ángulos de su cuerpo. Parecía
abandonada, como si sólo reviviera al ser vista, de preferencia por algún admirador.
—Vamos abajo —dijo Fiona y de inmediato Bobby se dirigió a la playa.
Fiona se sonrió con Venetia y empezó a hablarle de sus tres hijos que pasaban el
día con la abuela.
Cuando el té estuvo listo, estaba caliente, humeante y agradable y no amargo y
fuerte como pensaba Venetia.
—Ya veo por qué es una tradición. Está delicioso —dijo ella, viendo a Logan.
Volviéndose hacia Ryan, le preguntó—: ¿Te gusta?
Alguna emoción en los ojos negros fue suprimida con rapidez.
—Comparado con algunos brebajes que he probado, esto es néctar.
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Venetia rió con sensualidad y afecto. Por un momento pareció que un grupo de
hermosas personas se quedaba inmóvil, bajo un ardiente sol primaveral, como si se
tratara de una pintura de Watteau.
Entonces una gaviota chilló y como si hubiera sido una señal, todo volvió a la
realidad. Venetia se percató de la mirada de Brett. Furiosa por el desprecio que
mostraba, ella lo vio con desafío, negándose a bajar los ojos hasta que otra mirada la
atrajo y la hizo volverse hacia los rasgos intransigentes de Ryan.
Ryan reconoció el reproche del otro hombre. La oscura mirada miró a ambos,
permaneciendo impasible en el rostro de Venetia. Como si Brett no existiera, Venetia
sostuvo la mirada de Ryan, levantando un poco el mentón. Cuando la atenta Bobby
capturó la atención de Brett, Venetia ni siquiera lo notó.
Ryan levantó su taza de té y bebió sin quitarle los ojos de encima y Venetia fue
invadida por una oleada de deseo tan intensa que rompió en una oleada de
sensaciones. La piel se le erizó y le hormigueó.
—¿Tienes frío? —murmuró Ryan sólo para ella, con un tono de voz que hacía
obvio que sabía que no era así.
Bueno, dos podían participar en el mismo juego. Ella observó los anchos
hombros y el pecho y comentó con demora:
—Oh no, creo que sentí un escalofrío.
Los ojos de Ryan brillaron con risa y una apreciación sensual y experta, antes de
posarse sobre la boca de la chica.
—Qué inconveniente… un escalofrío —dijo con sorna.
Venetia hizo una aspiración brusca. Ella había sentido el deseo antes, pero
nunca experimentó esa pasión furiosa que abolía todos los principios de la conducta
civilizada y segura. Lo deseaba tanto, que casi podía sentir la fuerza y la primitiva
hambre de su posesión; apenas escuchaba la conversación de los demás; lo único que
comprendía era el mensaje explícito de la mirada profunda de Ryan.
Era amedrentante y emocionante y su reacción era tan obvia, como el deseo de
él.
Fiona hizo un comentario dirigido a ellos y el hambre en los ojos de él
desapareció con una fuerza de voluntad que Venetia sólo pudo respetar. Él sonrió
mientras respondió y la dejó temblando con la fuerza de las emociones.
Nada como eso le había ocurrido antes. Nada. Era doloroso mirarlo porque era
demasiado atractivo, tan proporcionado que el cuerpo de Venetia lo ansiaba. Siempre
se burló de la idea del amor a primera vista; en ese momento la parte fría y analítica
del cerebro de Venetia aceptaba que estaba sufriendo una enorme atracción física.
Pero, junto con la emoción y la pasión, había una intensa curiosidad por conocerlo,
un deseo por comprenderlo, un hambre que iba más allá de lo sensual.
Venetia nunca huyó de nada en su vida. Su niñez fue marcada por una larga
serie de escapadas que aterrorizaban a la tía que la adoptó al morir sus padres y que
hacían que la prima Elizabeth se estremeciera de miedo. Aun el doloroso episodio de
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
su corto matrimonio no amainó el hambre que sentía Venetia por la vida, aunque la
volvió más cauta respecto a los aspectos emocionales; nunca permitió que otro
hombre se convirtiera en su amante.
Esa única y desastrosa experiencia del deseo la dañó de forma tan severa, que
nunca quiso exponerse a ella de nuevo. Y de algún modo ella sabía que lo que sufrió
con Sean, no iba a ser nada en comparación con lo que Ryan la haría sufrir si ella era
lo bastante tonta como para permitirle que se acercara a ella.
Apaciguada de ese modo, Venetia pasó gran parte de la agradable tarde
viéndolo entre las pestañas, diciéndose que era una tonta. Entonces él sonreía y ella
se ahogaba en esa sensualidad sofocante, viéndolo con ojos vulnerables por un
segundo.
Zarparon a Auckland hacia las cuatro de la tarde, junto con una flota enorme
que regresaba al puerto y navegaron con calma entre las hermosas islas hacia la
ciudad. Un viento se levantó y Venetia se estremeció. Fue como el regreso a la
realidad al final de una novela de fantasía, cuando se da uno cuenta de que no hay
duendes o dragones, ni ciudades llenas de joyas ni bestias parlantes, sólo el mundo
gris del trabajo.
—¿Por qué no vas abajo? —dijo Ryan.
Al negar ella con la cabeza, él la rodeó con los brazos, acercándola a la tibieza
de su cuerpo. Esa vez el estremecimiento de ella nada tuvo que ver con el viento y
todo con el hecho de que ambos vestían pantalones cortos y que la sensación de sus
piernas en contacto engendraba un erotismo en extremo perturbador.
—En realidad no tengo tanto frío —dijo ella con rapidez, tratando de apartarse.
Él la dejó alejarse hasta que estuvo frente a él aún segura entre la jaula de sus brazos,
envolviéndola con la fuerte seguridad de su cuerpo. Ella trató de bromear—.
Además, abajo debe hacer tanto frío como aquí.
Él rió con burla, pero la soltó cuando Fiona pasó junto a ellos para bajar a lavar
las tazas. Fue un alivio para Venetia el ayudar a secarlas y después admirar los
lujosos acabados del resto del yate. Para entonces, ya habían llegado a puerto.
Venetia ayudó lo más que pudo en las labores de amarre del barco, sobre todo
evitando estorbar, viendo cómo Logan y Fiona, ayudados por Ryan y en menor
escala por Brett, se hacían cargo. En el muelle, Venetia aceptó que debían volver a
verse, a sabiendas de que quizá no lo harían y lamentándose de ello.
En el auto, Venetia vio de reojo el perfil de Ryan. Con la mirada recorrió los
fuertes rasgos de la nariz, del mentón y de las cejas y luego fijó la vista en el
parabrisas hasta que llegaron a su casa.
Mientras ella introducía la llave en la cerradura, él dijo:
—Siento haberte molestado esa noche.
Ella se volvió sorprendida y contempló su rostro inescrutable. Él sonreía, pero
ella tuvo la desagradable sensación de que no era una indicación de sus sentimientos.
—Mi reacción menos que elegante ante tu negativa —le recordó él con
suavidad—. No suelo ser tan grosero.
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Ella escondió su rubor, tardándose más de la cuenta en abrir la puerta.
—Está bien —dijo Venetia con increíble formalidad.
—¿Estoy perdonado?
—Sí, por supuesto —respondió ella, empujando la puerta mientras hablaba con
tono airado.
No lo invitó a pasar y él se fue sin siquiera tocarla o hacer planes para volver a
verse. Mientras Venetia cerraba la puerta, se mordió el labio y frunció el ceño.
La ayudó el tomar una larga ducha, pero la revivió más el café que se tomó
frente a la ventana viendo las casas de enfrente y el sol que se ponía. Hacía calor,
pero ella estaba helada.
Ese domingo marcó el inicio de un extraño interludio en su vida. Sabía que no
debía salir con él pero lo hacía, y no sabía si estar contenta o frustrada porque él
nunca la tocaba. Contenta, supuso ella, porque si él guardaba su distancia, ella podía
seguir engañándose, diciéndose que no corría peligro con él. La llevaba a cenar y
fueron a una reseña de películas extranjeras.
—Uno de estos días voy a hacer una película que sea popular y un éxito de la
crítica —comentó Ryan, una noche que volvían del cine.
Sorprendida, porque era la primera vez que él hacía de lado la elegante máscara
formal que usaba, ella le preguntó:
—¿Otro documental?
—No —él tenía la intención de cerrar el tema, pero no por nada Venetia era
reportera.
Arrellanándose en el asiento, ella insistió.
—¿Por qué dejaste de hacer documentales? Eras brillante en el género.
Él guardó silencio durante tanto tiempo que ella pensó que no le iba a contestar.
Al fin, comentó con voz sombría.
—Me agoté. El ver cómo la gente y los países mueren desangrados es algo que
cansa la mente.
Ella asintió, sabiendo a qué clase de agotamiento se refería. Muchos reporteros
desarrollan a su alrededor una coraza, una actitud cínica que los ayuda a protegerse
de las peores atrocidades que suelen cometer los hombres. La confesión de Ryan la
ayudó a ver que él más que el hombre duro y elegante que aparentaba ser, también
era vulnerable.
—Así que viniste aquí a presenciar escándalos políticos y maledicencias. Eso es
algo bonito y limpio.
Ella esperaba hacerlo reír pero no fue así.
—Comparado con algunas situaciones en las que he estado metido, esto es el
paraíso. Ustedes tienen una amabilidad básica y una compasión que el resto del
mundo parece haber olvidado. También tienen fallas de acuerdo con su tamaño y su
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posición; son insulares y pueden ser presumidos, pero en el fondo realmente se
preocupan los unos por los otros. Créeme que es un cambio agradable.
—¿Por ello fue que viniste aquí, a los confines del mundo?
—El instalar la estación es un reto. Siempre he sido un adicto a los retos —
respondió riendo.
¿Era así como él la veía? ¿Como un reto que debía superar?
De regreso a casa, cuando él se hubo marchado, ella se sentó en la cama y
admitió que casi estaba enamorada de él. Pensó con disgusto que estaba en un gran,
gran aprieto y se convenció de que lo mejor sería no volver a ver a Ryan Fraine,
aunque eso sería la tarea más difícil que ella se hubiera impuesto jamás. Y quizá
también la más necesaria.
Los romances previos de Ryan fueron con mujeres conocidas y mundanas como
la actriz Serissa Jordán. Él asumía que Venetia era de ese tipo: segura de sí, capaz de
cuidarse sola en un mundo en el que escogió trabajar.
En cierta forma, tenía razón. Ella siempre fue independiente y se enorgullecía
de ello, pero empezaba a preguntarse si su tan jactada independencia nunca se
hubiera cuestionado, por el simple hecho de que ella nunca se encontró con un
hombre lo bastante poderoso como para destruir las barreras. La Venetia que se
hallaba detrás de las trincheras, estaba demasiado abierta al tipo de tentación
prohibida que representaba Ryan Fraine.
Si ella seguía aceptando sus invitaciones no tendría ningún pretexto para no
rendirse a su intención final. La cama, pensó ella, desafiante, reprimiendo un temblor
de anticipación al pensar en la imagen del cuerpo delgado y fuerte sobre el suyo,
ocultando el resto del mundo. La imagen de fuerza y debilidad se grabó en su mente;
podía ver su delgada figura abierta a la invasión de la fuerza vital de él…
—Oh, Dios —susurró ella, sacudida por las imágenes sensuales.
Tenía la boca seca; tuvo que tomar un sorbo de café antes de decir con voz alta
y firme:
—Está bien, el hombre es deseable. También, recuérdalo, lo era Sean. No
pudiste reprimir tu urgencia sexual entonces y mira a lo que te llevó. ¡Embarazada y
casada a los dieciocho años! Un desastre.
Las palabras fueron huecas y pesadas. El pensar en ese periodo de su vida
todavía la hacía estremecerse. Se rindió a deseos vagamente comprendidos y luego,
avergonzada y asustada, ante la insistencia de sus tíos aceptó casarse con Sean March
para darle nombre al niño que llevaba en el vientre. Luego perdió a la criatura y
sufrió un par de meses terribles con un marido que era un niño resentido y atrapado,
hasta que el primo de él, Brett March, le ofreció una vez más, de modo insultante y
con desprecio, dinero para que ella se divorciara.
Furiosa porque Brett asumía que ella lo planeó todo sólo porque la familia
March era rica y de alcurnia, Venetia aceptó el dinero, usándolo para mantenerse
mientras estudiaba un curso de periodismo. Pero esa breve capitulación ante la
urgencia de su cuerpo, le hizo más daño que la simple vergüenza.
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Incapaz de soportar los chismes del pueblito en el que vivieron toda la vida, su
familia adoptiva se mudó a Auckland. En su momento, su tía comentó:
—No quiero que los muchachos de aquí piensen que Elizabeth es… bueno, una
chica fácil… como tú…
Esas palabras fueron un latigazo para Venetia.
—Nadie que conozca a Elizabeth, pensaría eso —replicó Venetia con dureza.
—Oh, la reputación se pierde más fácil de como se gana. De todos modos, tu tío
encontró un trabajo aquí. No es tan bueno como el que teníamos en casa, pero por lo
menos…
La tía solía interrumpir sus frases, pero sólo cuando el significado de ellas era
muy claro.
A partir de entonces, Venetia no vivió con sus tíos. En vez de ello y fieramente
empeñada en controlar su vida, estudió una carrera y se construyó una existencia
cuidadosa alrededor de la decisión de nunca volver a comprometer su
independencia. Ningún hombre pudo acercarse a ella físicamente o emocionalmente,
no tuvo romances, ni amantes.
Encauzó su espíritu aventurero hacia una afirmación fría, negándose a
permitirle a nadie el derecho de decidir por ella. Eso había funcionado muy bien.
Hasta que Ryan Fraine apareció en su vida.
Él era un albur, alguien que podía destruirle su serena y segura existencia. Si le
permitía acercarse a ella, no sería capaz de aceptar una aventura apasionada que
terminaría en una alegre despedida. Algo oscuro y perturbante en ese hombre le
despertaba ansias y hambres ocultas hasta entonces desconocidas, no realizadas. Él la
atraía en demasiados aspectos.
Estaba esa ardiente sensualidad, esa gracia viril que atraía a todos los ojos
femeninos. Luego estaba el hecho de que era excelente compañero, que la hacía
pensar y que la mantenía interesada. Hasta compartían el mismo sentido del humor.
Pero había un factor aún más potente en su fascinación, uno que ella no entendía
bien, sólo lo sentía en el fondo de su alma.
En un nivel básico y totalmente primitivo, ella reconocía a Ryan.
Venetia nunca estuvo enamorada, ni siquiera del joven con quien se casó. Se
daba cuenta ahora de que lo que ella pensó que era amor, no era más que una
poderosa atracción física y quizá el ansia de ser amada, no porque fuera un deber,
sino por ella misma. La emoción que lleva a hombres y mujeres al matrimonio le era
desconocida. Y los resultados de su primera experiencia del deseo hicieron que se
volviera desconfiada.
Respetaba el matrimonio como institución. Algunas parejas afortunadas
descubrían amistad y afecto cuando los primeros arranques de deseo se hubiesen
satisfecho. Recordó a Logan y a Fiona Sutherland. No se podían malinterpretar los
sentimientos que había entre ellos. Esa clase de matrimonio era duradero, porque se
fundaba en bases mucho más firmes que un deseo pasajero. Si Venetia se casaba
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alguna vez, estaba decidida a que fuera con un hombre que viera más allá de su cara
bonita y cuerpo atractivo y pequeño que lucía tan bien en la pantalla de televisión.
Y ése era el motivo de por qué Ryan era tan peligroso. Oh, él establecía muy
claro que era todo un hombre, que le gustaban los atributos físicos de ella, pero
también le agradaba la conversación rápida y ágil y estaba realmente interesado,
quizá demasiado interesado, en saber romo pensaba ella. Ella sospechó que se
volvería adicta a esa inteligencia incisiva y a las habilidades analíticas brillantes que
hacían que la conversación de Ryan fuese tan interesante.
Así que si ella valoraba la libertad, tenía que despedirse de él antes de que se
volviese indispensable para ella. No era un hombre que necesitaría jamás a las
mujeres a menos que fuera en un plano físico. La rígida autosuficiencia de él era
totalmente intransigente.
De pie en el iluminado y tibio dormitorio, ella se estremeció y decidió con
frialdad que todo debía terminar y que no lo volvería a ver.
Pudo haber funcionado. Ella tenía una gran fuerza de voluntad y se volvió
cauta gracias a instintos tan viejos como la luna. Pero la voluntad no sirvió de nada,
porque ella era cautiva de algo más fundamental que la precaución. La atracción
entre los sexos es capaz de volver a la persona más precavida en audaz.
Y en una reunión de relaciones públicas en donde estaban todos los que
trabajaban en los medios de comunicación, se encontraron de nuevo a Brett March,
acompañado esta vez de una rubia con ojos de tiburón al acecho. Él miró a Venetia
con la tranquila insolencia que le disgustaba tanto, pero fue cortés.
—A propósito, Sean te manda saludar —los divertidos ojos de Brett miraron a
Ryan—. Sean es el esposo de Venetia.
Si él esperaba una reacción interesante, quedó desilusionado porque nada
apareció en la expresión sardónica de Ryan y Venetia dijo sin pasión:
—Lo era, Brett. Nos divorciamos, ¿lo recuerdas?
—Después de uno de los matrimonios más cortos de la historia —murmuró
Brett sin rendirse—. Le diré que lo mandas saludar, ¿verdad?
—Hazlo —Venetia sonrió, orgullosa de que eso le importara poco.
De regreso a casa, ella dudaba en decirle a Ryan todo acerca de ese maldito
matrimonio; odiaba tener que sacarlo a colación y hubiera preferido callarlo, pero la
total indiferencia de Ryan hacia el asunto la decidió a confiar en él.
—Me casé a los dieciocho años —dijo ella con tono tentativo.
—Empezaste joven —dijo él tensando la boca.
—¿Qué edad tenías tú cuando perdiste la virginidad? —preguntó ella áspera.
Él se encogió de hombros y el enojo desapareció de su voz.
—Touché. Más o menos a esa edad. No tienes que contarme nada sobre ello. No
es asunto de mi incumbencia.
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—No me gustó lo que insinuó Brett March. Sean es su primo y como Brett
nunca hace nada sin pensar en lo que ganará al hacerlo, no puede creer que no me
casé con Sean porque pertenece a la rica familia March. El viejo asunto del dinero.
—¿Por qué te casaste con él?
—Oh, Dios, porque mi familia insistió —rió ella con tristeza—. Estaba
embarazada.
—Ya veo —la voz de él era inexpresiva—. ¿Y qué pasó con el niño?
—Lo perdí a los seis meses. Era una niña y murió.
Había un inmenso dolor en esa declaración corta.
—¿Así que ése fue el fin del matrimonio?
Ella asintió.
—Sean era un año mayor que yo, sólo un chico. Ambos estábamos resentidos
por haber tenido que casarnos.
—Quizá tus padres estaban pensando en el bienestar del niño.
—Mis tíos. Mis padres murieron cuando yo era una criatura y el hermano de mi
padre y su esposa me criaron. Sí, pensaban en el bebé, pero más en la reputación de
ellos… todos pensábamos en la nena. Cuando ella murió, ya no quedó nada más.
Ella odiaba el tono inexpresivo y sin emoción que usó, pero era la única forma
de poder hablar de su bebé sin ponerse a llorar. De todos modos, ella pronunció la
última palabra con un temblor en la voz y tuvo que morderse el labio para luchar
contra las lágrimas.
Sintió la mirada de Ryan y la reconfortó el que él le apretara las manos tensas
que tenía en el regazo.
—Pobrecita —dijo con compasión—. ¿Me hubieras contado algo acerca de eso si
March no hubiera insinuado nada?
—No.
El auto se detuvo frente al edificio del apartamento de Venetia. Ryan apagó el
motor y se volvió hacia ella; la chica se mordía el labio y gracias al farol de la calle él
pudo ver el asomo de lágrimas en sus ojos.
La atrajo y la abrazó con suavidad, mientras le daba besos en la frente,
abrigándola en un capullo de calor y protección. Débilmente porque ella sentía que
eso era mucho más peligroso que su sensualidad, se relajó y levantó la cara para que
le besara los párpados, los pómulos, las frágiles sienes. Olía a hombre, excitante y
reconfortante y sutilmente sexual, pero su boca no le exigió nada y ella se hundió
más en el hechizo de la fuerza protectora de Ryan.
Cuándo cambiaron sus tácticas ella no pudo saberlo a ciencia cierta, como
tampoco supo si el cambio fue deliberado o no, pero en forma gradual, los besos se
volvieron más profundos y más exigentes y la bruma agradable de placer que ella
sentía se volvió un deseo ardiente.
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—Vamos adentro, Venetia —murmuró él contra su piel.
Una vez allí, todas las inhibiciones y la cautela de la chica desaparecieron.
Esperando a que él cerrara la puerta, se sentía derretir con un intenso deseo. Pero
cuando él se volvió hacia ella, le preguntó con una vocecita tensa:
—¿Quieres café?
—No —sonrió Ryan—. Ven aquí.
Él la miró acercarse con una sonrisa que no suavizaba la dura y excitante línea
de sus labios. Venetia advirtió una punzada de desafío ante esa arrogante e
imperiosa sonrisa. Quería ver el deseo en la cara de él tanto como sospechaba que lo
tenía escrito en su propia cara, se detuvo a un paso de él y levantó un poco la
barbilla, sin decir nada.
—¿Estás jugando, Venetia? —preguntó él, entrecerrando los ojos.
—Sólo estoy tratando de señalar algo —dijo ella, luchando por aparentar
frialdad.
Él rió y alargó una mano para atraerla de modo implacable. Con suavidad,
mientras se disponía a besarle los labios, le dijo:
—Ya lo señalaste. Ahora, deja de tratar de competir conmigo y sólo piensa en
esto…
Fue imposible pensar en otra cosa. Al sentir el roce de su boca, dura, exigente e
inclemente, ella se creyó sumergir en un torbellino, terminando con todos los buenos
motivos por los que eso no debía suceder. Durante un segundo, se mantuvo
inexpresiva y rígida con la boca tan cerrada como los ojos, luego gimió con un ruidito
raro y asustado y se abrió al empuje de su beso, sucumbiendo ante la fuerza de una
pasión que iba más allá de lo que sintió con Sean tantos años antes. Aquello fue la
sangre caliente de la juventud; esto, pensó con desesperación, era una fuerza
elemental e implacable como la naturaleza, igual de cautivadora, igual de imposible
de resistir. Sólo ese hombre, sólo Ryan…
Con una experiencia que la intimidó, él se adueñó de sus respuestas, sacándole
una reacción desesperada que no podía controlar porque estaba perdida en un
encanto sensual. El beso era mágico, su aroma un afrodisiaco de fuerza arrasadora.
Se estremeció al sentir que le besaba el cuello. El calor le invadía el cuerpo; la pasión
era una serie de progresiones estremecedoras que la arrollaron hasta que empezó a
murmurar el nombre de él con voz temblorosa.
—Estás en llamas —susurró él—. Ardiente y como una fiera… Me voy a
quemar, pero no importa… —la lengua de él se hundió en los suaves pliegues de su
oreja.
Venetia sintió que se le doblaban las piernas ante tal sensación erótica,
consciente de que el corazón de él también latía con fuerza, de que él también estaba
cautivo en el mismo misterio primitivo. Con un suspiro, deslizó las manos por abajo
de la camisa y le acarició la amplia espalda. Bajo sus dedos, la piel de él era como de
seda, suave y tibia encima de los músculos. Venetia palpitó al sentir el llamado de la
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hembra al macho, mientras la reacción sutil y arrogante ante los besos de Ryan le
llenaba los dorados ojos de promesas.
—Ah, te sientes tan bien —susurró ella y se apretó más a él, en contra del
delgado cuerpo con una invitación tan explícita como irresistible.
Él dijo algo que la debió perturbar, era la expresión de lo que ella le hacía, luego
la tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio. Por un instante, ella permaneció rígida
en sus brazos enfrentándose por vez primera al hecho de que ahora ya no podía dar
marcha atrás. Eso era lo que ella siempre temió, esa arrolladora sensación. Ese era el
motivo de que, después de un matrimonio adolescente, ella se hubiese retraído,
negándose a darle a cualquier hombre más de unos cuantos besos.
La severidad de la tía la había asustado, haciéndola verse como una mujer que
no podía controlar sus deseos, ahora se daba cuenta de que siempre supo en lo más
profundo y recóndito de su alma, que conocería a un hombre que la afectaría tanto
que se enamoraría perdidamente de él.
Él la bajó y le puso las manos sobre los hombros y le levantó la barbilla para
examinarla. Sin miedo, con los ojos llameantes por el descubrimiento de su nuevo
amor, ella le devolvió la mirada sin pedirle compasión.
—Tan pequeña —dijo él sonriendo—. Como un leoncito, bravo, abierto y
valiente, con un coraje que me asusta. ¿Quieres que me vaya Venetia?
Él no tomaría nada que ella no estuviera dispuesta a darle libremente. La pasión
le encendía las mejillas, pero de todos modos él tenía la fuerza para dejarla si ella
decía que no. ¿Lo amaron alguna vez? Oh, después de su madre, hubo mujeres que
lo admiraron por sus actos, por esa fácil autoridad y la fuerza masculina, ¿pero había
visto jamás alguna mujer al niño que se sintió rechazado?
Los pensamientos revolotearon en su mente encendida. Ella le podía dar eso, el
raro y atesorado regalo del amor, sin egoísmo y sin medir las consecuencias.
Anticipando una negativa, él empezó a sonreír de modo lento y desagradable y ella
dijo con voz ronca:
—No, no quiero que te vayas, Ryan.
Él dudó un momento con la cara insondable y luego le ordenó:
—Desnúdate para mí —se sentó en el borde de la cama.
¿Era eso una prueba? El cuarto estaba oscuro, alumbrado sólo por la lámpara
del vestíbulo y esa oscuridad le dio la confianza para bajarse el cierre y quitarse el
vestido. Abajo, sólo llevaba las bragas; ella se paró con timidez, viéndole la impasible
cara, inconsciente de que la luz a través de la puerta dibujaba su silueta con un tenue
brillo, realzando las suaves curvas de los senos, la estrecha cintura.
Abochornada por su mirada, ella se dio la media vuelta y se quitó la prenda
satinada, mientras sus movimientos mostraban la suave curva de su columna y los
hoyuelos a cada lado.
—Eres perfecta —dijo Ryan con voz ronca—. Una miniatura perfecta.
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Él la tocó como si fuera un objeto raro y frágil, pero después de unos segundos,
los movimientos suaves y casi a tientas se transformaron. Él reveló su deseo a través
de caricias experimentadas que delinearon las suaves curvas del cuerpo. Venetia
pensó que hasta ese momento ella estaba sólo semiconsciente, semidespierta.
La boca de él fue cálida y exploradora, mientras le recorría el cuello y los
hombros. Se estremeció al sentir la lengua ligeramente áspera, la sutil humedad por
donde la probaba.
La piel de ella se tensó y él dijo con la respiración agitada:
—Tienes frío —y la metió entre las sábanas, quitándose la ropa con
movimientos que no ocultaban su impaciencia. Cuando se acostó a su lado, los
recuerdos del pasado hicieron que Venetia se tensara, pero parecía que en el amor, al
igual que en el trabajo, él era un perfeccionista.
Esas manos despiadadas y enloquecedoras encontraron sus lugares secretos, le
revelaron las fuentes escondidas del erotismo, así que pronto estaba gimiendo de
frustración, acariciándolo con frenesí y tratando de causar en él las mismas
sensaciones explosivas que él causaba en ella.
—Sí —dijo él con un tono imperativo, mientras hundía la cara en sus senos—.
Oh Dios, querida, sí, sí, sí…
Más que a la vida, más que a la felicidad, Venetia lo deseaba; las tensas y
agazapadas sensaciones de su vientre y de sus muslos hicieron que enloqueciera y él
la enloquecía aún más con besos suaves sobre los hombros, con caricias en la cintura,
sonriendo y sin perder el control.
Ella se estremeció de ansia, mientras su cuerpo deseaba la satisfacción y sabía
que estaba en aprietos porque él era capaz de controlar la pasión que lo esclavizaba.
Él la deseaba, la gozaría, pero para él ella sólo era otra mujer deseable.
Fue su ansia por que él también compartiera el apetito incontrolable que la
devoraba lo que la hizo proceder. Armándose de valor, se deslizó sinuosamente por
el cuerpo esbelto y musculoso, depositando en él un sendero de besos
atormentadores. Cada músculo del cuerpo de Ryan se tensó y por un momento ella
pensó que su necesidad básica de mantener el control lo forzaría a liberarse, pero
aunque se estremeció; no la detuvo. Permaneció sobre las sábanas blancas y la miró
con ojos entrecerrados mientras ella lo exploraba y recorría su cuerpo con abandono,
gozando la tensión que él sentía en los músculos.
Ella rió con suavidad, casi sin que se le escuchara y le besó el hombro y luego el
brazo, gozando el contraste del poder de la extremidad, de las venas hinchadas en la
muñeca y de la fuerza de los dedos. Cuando ella le mordió la yema del pulgar, oyó
cómo él aspiró con fuerza.
—Ah, ¿te gusta eso? —exclamó mientras lo veía con burla.
Bajo los pesados párpados de Ryan brillaban una promesa y una advertencia,
pero ella estaba demasiado enamorada como para hacerles caso.
Muchos años antes, la experiencia del sexo fue rutinaria y egoísta; sólo estaba
consciente de su cuerpo, de sus necesidades. Ella y Sean eran un par de chicos que
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sólo buscaban su propia satisfacción. Ahora, con más madurez y el entendimiento de
que el amor da, ella quería darle a Ryan todo lo que podía, sin pensar en las
consecuencias. Aunque estaba descubriendo qué excitante podía ser acariciar a Ryan,
una sensación de rigor la tomó desprevenida; antes de que pudiese controlarlo, sus
caderas se movieron con un ritmo tan viejo como el tiempo, revelando lo que le
estaba sucediendo.
Él sonrió, satisfecho, pero además de su respiración agitada, no emitió otra
respuesta. Una vez más, ella se movió con ligereza y suavidad por el cuerpo dorado,
besándolo en el trayecto, saboreando la salada piel bajo el vello, la forma de él. Sus
manos tocaban y acariciaban con lentitud y luego con rapidez.
Al fin se agachó hacia las duras tetillas y como si él ya no pudiera soportarlo,
dejó escapar un gemido. La promesa y la advertencia le encendieron la cara y él tomó
el control de la situación en una forma que los satisfacía a ambos, invadiendo el calor
del cuerpo de ella con la primitiva intención de poner su sello en su vida. Él
respondió a su reto totalmente femenino con un fiera y masculina agresión.
Venetia esperaba sentir un poco de dolor. ¡Hacía tanto tiempo que había hecho
el amor! Pero la excitación descarada que sentía por él se reflejó en ella, así que
cuando él penetró la ciudadela de su cuerpo, dio la bienvenida al conquistador, sin
punzadas de dolor físico o mental, sólo con un alegre y gozoso abandono.
Él pronunció su nombre y la fuerte y masculina agresión se detuvo; ella gimió
con suavidad, deteniéndose tanto como él, ajustándose a su peso, al aroma y la
sensación de un hombre excitado, preparándose para placeres aún mayores. Eso
estaba tan lejos de su experiencia, que cualquier recuerdo de las caricias de Sean cayó
en el olvido total.
—Ryan —dijo ella con la voz aterciopelada por todo lo que sentía.
Fue todo el aliento que él necesitó. Emitió un extraño ruido desde el fondo de
su garganta, juntó toda esa fuerza de hombre y se adueñó de lo que ella le ofrecía de
forma tan hermosa; y lo que siguió hizo penetrar a Venetia en un mundo de
sensaciones puras que para siempre cambió el concepto que tenía de sí. Desde la
profundidad de la garganta, un pequeño jadeo agónico murió antes de emitirse,
antes de que él respondiera a su pasión, con una respuesta tan desinhibida y fiera
como la de él, tan sumergida en el momento, tan lejos de las reservas del
comportamiento civilizado.
Fue como una locura, enfebrecida e irreal, y eso era todo el mundo: nada existía
salvo la búsqueda agonizante de la plenitud. Con un abandono increíble y
maravillado, empezó a sentir las primeras sensaciones de regocijo que nacían en lo
más profundo de su ser. Volvió cabeza de un lado a otro sobre la almohada y
exclamó:
—No puedo… Yo no…
—Sí —dijo él con la voz ronca y ella sucumbió, aterrada, pero extasiada, cuando
sus cuerpos se unieron más.
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Ella se convulsionó y su cuerpo explotó con sensaciones, fulminación sobre
fulminación, más rápido y siempre más rápido hasta que ella gritó, remontándose a
un límite desconocido, sólo apenas consciente de que lo mismo le sucedía a él, de que
él también dejó escapar un grito ahogado en el momento del salvaje éxtasis y que
luego sucumbió todo ese espléndido orgullo varonil domado por el agotamiento.
Después de un largo rato, él se movió y ella preguntó somnolienta:
—¿Qué estás haciendo?
—Me voy a casa —la respuesta fue breve y sin emoción, advirtiéndole que se
abstuviera de emitir la protesta que le temblaba en los labios.
En silencio y con el corazón adolorido, ella lo vio vestirse, adorando su fuerza
vital y musculosa, la fuente del éxtasis indescriptible.
Venetia se levantó y se puso una bata, apartándose el pelo de la cara tensa.
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Capítulo 3
Las semanas que siguieron fueron las más felices en la vida de Venetia. En Ryan
descubrió a un hombre en quien podía confiar, un hombre del que estaba
enamorada. Ni siquiera le dolía que no estuviera enamorado de ella; era suficiente
con que la deseara. Tenía todo el tiempo del mundo para mostrarle que estaban
hechos el uno para la otra.
Primero, debía abolir el resentimiento de él. Por algún motivo, era muy
importante que él se sintiera con el control de todas las situaciones y ella sólo tenía
que mirarlo de cierto modo, con las pestañas cubriéndole los dorados ojos a medias
para que él no pudiese reprimir su respuesta fiera e incontrolable. Y ella gozaba
mientras su pequeño cuerpo se volvía fuego y relámpago entre sus brazos y él gemía
de deseo en la tibieza satinada de su cuello. Ella lo amaba y por ese motivo no se
guardaba nada más que las palabras, pero el hambre que los unía nunca se saciaba.
Pero siempre después de eso, él se relegaba a una fortaleza mental en donde
ella no lo podía alcanzar. Nunca pasaba toda la noche en la cama de ella o la llevaba
a la suya. Eso le dolía, pero Venetia aprendió ser paciente y optimista en un modo
que la sorprendió y a amarlo con una pasión que crecía día a día.
—¡Vaya que eres atractivo! —le dijo ella, adorando su magnífico cuerpo con las
manos, los ojos y la boca—, tan hermoso… Me haces sentir como Helena de Troya y
Cleopatra… ¿Cómo pude existir sin esto?
Y él reía, la llamaba una pequeña sensualista y le hacía el amor de manera
ardiente y lenta hasta que ella pensaba que se ahogaría en la excitación, que moriría
en ella, con la mente libre frente a la experiencia y a la gracia que él tenía al hacer el
amor, a la fascinación del delgado y musculoso cuerpo, mientras le mostraba qué
tanto podía responderle.
Cuando, exhaustos, yacían abandonados sobre la cama, ella le dijo una vez:
—¿Te dije que había puesto mi solicitud para un nuevo trabajo como
coordinadora regional?
—¿Crees que podrás conseguirlo?
Ella hundió los dedos en el vello húmedo del pecho de Ryan, jalando con
suavidad de él.
—No lo sé. Puedo desempeñarlo. Mi solicitud al menos demuestra que estoy
dispuesta a hacerlo.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Dentro de unas semanas —por unos segundos la chica se lamentó de la
lentitud del proceso, pero luego se animó—. Sin embargo, el viaje con el primer
ministro a las Islas del Pacífico debería ser divertido. Estoy feliz porque iré. Cuando
el pobre Stan Forsythe tuvo la mala suerte de caer enfermo, nunca pensé que me
enviarían a mí.
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—Eres una chica lista —comentó él bostezando.
—¡Malvado! —exclamó Venetia tirando del vello pectoral y luego gimió cuando
Ryan la jaló sobre él.
—Eso me dolió. ¿No lo lamentas?
—En lo más mínimo —bajó la cara y empezó a besarle el cuello y a delinearle el
contorno con la lengua. Sabía bien y olía con erotismo a hombre excitado.
—Creo que quizá deba hacerte disculparte —dijo Ryan con severidad mientras
la atraía con fuerza sobre él.
Ella gimió y se movió, envolviéndolo, tomando la fuerza viril dentro de ella.
—Eres insaciable.
—No me desearías tanto si no lo fuera.
Tenía que estar bromeando; por desgracia ella no se atrevió a decirle que lo
amaría aunque estuviera sobre una silla de ruedas.
—¿Cuándo se va el primer ministro a las Islas? —preguntó Ryan, después.
Ella se lo dijo y él frunció el ceño.
—Tengo que ir a Estados Unidos por esas fechas.
Como después lo averiguaron, él llegaría a Nueva Zelanda un día antes de que
Venetia se fuera a las Islas.
—¡Maldición! —protestó ella cuando se enteró.
—¿Cuál es el problema? —preguntó él con una de sus miradas penetrantes.
El problema era que ese mismo día era el cumpleaños de su prima Elizabeth y
quizá Ryan insistiría en que Venetia pasara la velada con ella, cuando preferiría estar
con él.
—Nada —respondió—. Lo que me duele es que pasaré casi un mes sin ti.
Él no dijo nada y ella sintió miedo. Lo amaba tanto y sabía tan poco acerca de él,
salvo que le era necesario y que ella no lo era para él. No era más que un añadido
agradable en su vida. Después de un momento, Ryan se relajó y le sonrió y ella sintió
su miedo desaparecer en una oleada de amor.
Cuando él se marchó, Venetia le escribió una larga y graciosa carta a su abuela
que vivía en Australia. Edith Gamble era una pequeña y fuerte mujer que transmitió
su atractivo a sus dos hijos y a través de ellos, a sus nietas. Ella y Venetia mantenían
una correspondencia frecuente. El escribirle la ayudó a no pensar en sus temores.
La noche anterior a que Ryan partiera hacia Estados Unidos, se quedaron en
casa, cenaron frente a la chimenea y pasaron largas horas haciendo el amor al calor
de las llamas; cuando al fin llegó el exquisito final, Venetia sintió las lágrimas en el
rostro y en el corazón.
—¿Qué te pasa? —preguntó Ryan con suavidad, mientras le secaba las lágrimas
con los labios.
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—No lo sé —ahogó un sollozo y se acurrucó en su hombro—. Te voy a extrañar.
—Yo también te extrañaré —había ternura en su voz, pero cuando ella lo miró
tenía una expresión de cansancio que destruyó su euforia. Pero sonrió y le dijo que se
acostaran. Por un momento creyó que pasarían juntos la noche.
Cuando él se fue hacia las dos de la mañana, ella lloró, sacudida por temores
ocultos.
Diez días pasaron con lentitud. Venetia se desilusionó al saber que no la habían
aceptado para el nuevo trabajo, pero no se sorprendió. Compró un bonito mantel de
lino para su prima; Elizabeth estaba haciendo su ajuar. La noche anterior al
cumpleaños, Venetia llevó el regalo a la casa en los suburbios en donde vivían sus
tíos con la prima.
—No voy a abrirlo hasta mañana —le dijo Elizabeth estrechando el paquete y
sacudiendo el largo cabello que la hacía parecer una princesa de un cuento de hadas.
—Pero yo no estaré contigo.
Elizabeth se desilusionó pero fue su madre la que preguntó:
—¿Por qué no, Venetia? ¿A pesar de ser el cumpleaños…? Además no te vemos
todos los días…
Venetia pudo haber inventado cualquier pretexto pero no mintió.
—Lo siento —dijo ella con firmeza, deseando no haber desilusionado a su tía.
Janice trató de ser una madre para ella y le dio un hogar, pero nunca la
comprendió.
—¿Pero qué puede ser más importante que el cumpleaños de Elizabeth?
—¡Mamá! —exclamó Elizabeth, dulce y tierna como siempre. A través de los
años se convirtió en una mediadora experta entre Venetia y su madre—.
Sinceramente, no importa. No vamos a dar una fiesta, sólo vamos a ir a cenar y si
Venetia tiene otro compromiso, está bien. Gracias por el regalo —dijo ella, dándole
un beso a su prima.
—No es nada —dijo Venetia tomando su bolso—. Es hora de que me vaya, se
está haciendo tarde.
Elizabeth la acompañó hasta la puerta.
—Perdóname, Liz —dijo Venetia con un suspiro.
—Eres la única persona que aún me llama así. No te preocupes, está bien.
Siempre has sido nuestro caballo salvaje; así te queremos, irrumpiendo en nuestras
vidas con toda la emoción y brillantez de un cometa. Diviértete.
—Eso haré —rió Venetia y toda su alegría se reflejó en su cara haciendo que su
prima replicara con una nota de envidia en la voz:
—Bueno, ¡si él es tan especial…!
—Es… todo para mí —dijo Venetia con tono cabal.
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—Buena suerte entonces. ¿Puedo decirle a mamá que existe la posibilidad de oír
campanas nupciales?
—¡Claro que no! Aún es muy pronto.
Y Ryan no era ese tipo de hombre, pensó mientras se alejaba en el auto. El
matrimonio nunca estuvo en su agenda. ¡No, no estaba pensando en forma positiva!
Un día, él aprendería a amarla, pero ella no iba a arruinar lo que tenían, insinuando
el matrimonio antes que él estuviera listo.
Se fue a la cama con una fiebre de anticipación que le hizo recordar su niñez y a
su tía diciéndole que el tiempo era algo que no se podía apresurar. Y aún no aprendía
la lección, pensó Venetia en su cuarto vacío.
Al fin se durmió y al día siguiente, en el trabajo y a la hora de la comida, la
llamó por teléfono.
—¿Qué vas a hacer esta noche? —preguntó Ryan, con la voz profunda y
semiburlona que la estremecía.
—Pensé que quizá podríamos cenar en mi casa —sugirió ella.
—¿Llamaste a un servicio de banquetes? —rió él con burla evidente.
—No, y no cocino tan mal —protestó Venetia.
—Querida, tu cocina es tan básica que apenas se puede llamar cocinar.
Reservaré una mesa en el Flamingo. Pasaré a las siete. Te prometo que no tendremos
una larga sobremesa.
—Está bien —ella casi podía ver el brillo sensual en los ojos de él. La alegría se
reflejó en su voz al agregar—: Te extrañé.
—¿De veras? —él todavía parecía divertido, como si su ausencia no fuera de
gran importancia.
Ella debía tener cuidado en no decirle que se equivocaba, porque temía que si se
volvía posesiva o dependiente, él la alejaría de su vida con rapidez.
Sonrió llena de esperanza. El tiempo estaba de parte suya, pensó, abrazándose.
El tiempo y esa magia física y poderosa que los unía con más fuerza día con día. Y la
comunión de las mentes, el hecho de que podían hablar durante horas y nunca
aburrirse… oh, pronto él se daría cuenta de que la amaba.
Se puso un vestido de seda blanca muy elegante. Elizabeth usaba colores suaves
que se le veían bien pero que la hacían parecer una niña, y Venetia quería presentarse
hermosa y mundana ante Ryan. Se maquilló con cuidado para resaltar el tono dorado
de sus ojos y se puso su perfume favorito. La fragancia de jazmín y sándalo flotó en
el aire mientras se miraba con ansiedad en el espejo. La boca le temblaba como si
fuera una jovencita que viviera la agonía de su primer romance; a pesar de parecer
elegante, se sentía vulnerable y muy, muy joven, casi virginal, se dijo con un ligero
disgusto. Quizá el color blanco no fue una buena elección, pero ya era demasiado
tarde. Ya sonaba el timbre de la calle.
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Él portaba un traje oscuro que resaltaba su elegancia saturnina, la vio durante
un largo y silencioso momento y ella se estremeció al verle el brillo de emoción en los
ojos.
—Es bueno regresar a ti —comentó con suavidad y sonrió—. Tan bueno que
creo que será mejor que no te bese, si no, jamás iremos a cenar.
—Yo comí mucho a la hora del almuerzo —le indicó ella, en tono de broma,
mientras su hambriento corazón gozaba de su presencia.
—Pero necesito comer más que tú.
—Siempre y cuando no te sacies —sonrió ella, con una lenta promesa.
—Las últimas semanas me han mostrado que es imposible que me sacie jamás
—se burló Ryan—. Eres una mujer de infinita variedad. Ahora, vámonos.
Así, apreciada y hermosa como nunca lo estuvo, pareció que los hilos
enredados de su vida al fin formaban un tejido valioso de belleza.
Pero, en el espacio de dos horas cortas, ella tuvo que mirar con impotencia
cómo el tejido se destruía hasta no ser más que un caos y amarga desolación.
Sucedió sin ninguna dificultad. Mientras el camarero los precedía en el
restaurante, Ryan murmuró al oído de Venetia:
—Parece que alguien te llama.
Sin sentir ninguna advertencia, ella siguió la mirada de él y vio a sus tíos con
Elizabeth.
Sintió un raro escalofrío en el corazón. Ella vaciló y luego cambió de dirección
diciéndole a Ryan con tono hueco:
—Es mi familia —Venetia resintió las sonrisas que ellos dirigían en su dirección.
—Tu hermana se parece mucho a ti —murmuró Ryan.
Él parecía absorto, mirando la linda cara de Elizabeth. Sin poder creerlo,
Venetia se dio cuenta de que se asía al varonil y elegante cuerpo como si la
amenazaran.
—Liz es mi prima —replicó Venetia—. Lo que estás viendo es el efecto de los
buenos y fuertes genes de la familia Gamble.
—De algún modo tenía la impresión de que ellos vivían lejos de aquí —
manifestó Ryan con tono extraño.
¿Por qué, por qué no le dijo que sus tíos vivían en Auckland? Ahora ella parecía
como una mujer a quien le importaba tan poco su familia, como lo hizo la madre de
Ryan. La cara de él se endureció y ella creyó que la miraba con desprecio.
Mientras los presentaba, Venetia se recordó que él prefería mujeres
experimentadas y elegantes. A los hombres mundanos como Ryan no les atraían las
chicas virginales. Él ya le había comentado que admiraba su determinación, la
intensidad de su vida. Sabía que él gozaba de su salvaje abandono en la pasión, su
inventiva, el conocimiento intuitivo de las formas en que le gustaba que lo
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complaciera, así como su gran inteligencia que estaba en el mismo plano que la suya.
Pero más hondos que la lógica estaban sus instintos de mujer y ella reaccionó ante
una amenaza desconocida, con la posesividad fiera de una mujer.
—¿Por qué no cenan con nosotros? —preguntó Elizabeth, con timidez—. Hoy
cumplo veintiún años.
Ryan le sonrió y Venetia se tensó. Cuando él dijo que sí sin consultarla, tuvo
que fingir con gran esfuerzo que el hecho no la enfurecía ni la asustaba.
Los últimos diez días deterioraron la autosuficiencia de Venetia; ella esperó esa
noche con una pasión que le carcomía el cuerpo y el alma.
Pero sonrió y se sentó. Cuando Elizabeth le agradeció el hermoso mantel,
Venetia respondió sin darle importancia:
—Pensé que te gustaría. Liz está haciendo su ajuar en grande. Su señor
Esperado, será también el señor Afortunado.
Ryan la miró con deliberación, pero dirigió una sonrisa en dirección a Elizabeth
al preguntarle:
—¿Está este afortunado hombre en el horizonte?
Era una pregunta totalmente inocente, un poco indulgente y bromista, así que
¿por qué sintió Venetia que un desastre se avecinaba?
—No, no estoy tan comprometida con mi carrera como Venetia, pero tampoco
tengo prisa por casarme —contestó Elizabeth, sonrojándose.
Era claro que fue la respuesta correcta. Los tíos sonrieron con orgullo, Ryan los
acompañó y Venetia sintió un miedo enorme. Elizabeth era reservada por naturaleza,
pero no podía esconder sus rubores o sus manos temblorosas cuando Ryan le
hablaba.
Era imposible saber en qué pensaba él. Encantó a los Gamble sin esfuerzo,
mientras la cara saturnina sólo revelaba lo que él quería. Pero los instintos de Venetia
estaban agudizados por el amor y la desesperación y ella sintió que él dirigía casi
toda su atención a su adorable y serena prima.
El darse cuenta de eso, hizo que Venetia sintiera pánico y que se comportara
como la clase de mujer que siempre menospreció, haciendo todas las pequeñas
ridiculeces que trataban de afirmar una posesión.
Ella era culpable de haber hecho planes; ella, quien desde la niñez supo que
planear la felicidad era matarla. Ahora, mientras todos sus sentidos estaban alertas,
trató de recobrar el equilibrio en un mundo que de súbito carecía de bases.
Tonta. Tonta por creer que el tiempo estaba de su lado; ella podía ver cómo se le
acababa, terminando con todo lo que era valioso, todo el amor, el éxtasis, la alegría y
la intensa y satisfactoria amistad. Y al día siguiente lo dejaría de ver durante dos
semanas.
Fue el pensar en eso lo que la hizo pararse al final de la cena, con una rígida
sonrisa mientras decía:
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—No tardaré ni un minuto. Acompáñame, Liz.
Aunque no miró a Ryan, Venetia pudo sentir que la observaba. Janice hizo el
intento de levantarse también, pero se sentó con una expresión de aprensión cuando
su esposo le hizo una pequeña seña de negación. Venetia quería gritar y enfurecerse,
quería proferir las palabras de desesperación y de frustración que tenía en la boca,
pero todo lo que pudo hacer fue preceder a su prima hacia el tocador.
Una vez que hubieron cerrado la puerta, tuvieron que esperar a que dos
mujeres salieran, antes de que Venetia dijera con voz áspera:
—No me veas como si te fuera a arrancar el pelo.
Elizabeth no la miró. Se volvió hacia el espejo y se acarició el cabello.
—Como si fueras a hacerlo.
—Podría, que no te quepa ninguna duda sobre ello. Pero eres de la familia —
replicó Venetia con dureza.
—No sé a qué te refieres.
Venetia sacó su lápiz de labios del bolso y se pintó la boca, mientras miraba a su
prima reflejada en el espejo.
—Tú y yo nos parecemos mucho —dijo ella con voz pensativa—. Tú eres más
bonita y más alta, pero tenemos rasgos muy parecidos gracias a la abuela Gamble.
Tus ojos son verdes y los míos casi amarillos, pero la forma es la misma. Así como
nuestro cabello. Quizá sería muy difícil encontrar a dos primas tan parecidas como
nosotras en todo el país. Ryan es importante para mí, Liz.
—No sé de qué…
—Sí lo sabes —la interrumpió Venetia con brusquedad.
—¿Está enamorado de ti?
—Sí —mintió sin vacilar, mirando los ojos de su prima con insistencia—.
Compartimos algo muy especial.
—¿Están… bueno, están viviendo juntos? —se sonrojó Elizabeth.
—No, ambos necesitamos independencia en estos momentos, pero somos
amantes —permitió que en las palabras hubiera un dejo de pasión—. Amantes muy
ardientes.
Elizabeth se sonrojó aún más y se tardó años en maquillarse.
—De la forma más moderna. Siempre fuiste una rebelde.
La sonrisa de Venetia tenía más que algo de cinismo.
—Ahora, las vírgenes empecinadas como tú son las rebeldes —replicó Venetia
con sequedad—. No quiero pelear, Liz, pero lo haré si debo y no te gustará nada. No
esperes favores especiales de mí sólo porque eres mi prima. Ryan me pertenece.
—No suelo destruir parejas —le dijo Elizabeth con la dignidad que Venetia
siempre le envidió—. De todos modos, es demasiado mundano para mí. El olor a
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peligro puede excitarte, pero a mí me asusta. De cualquier modo, me halaga que
pienses que yo pueda ser suficiente amenaza como para darme esta advertencia.
Sin embargo, el resto de la velada mostró que se había atemorizado por las
palabras de Venetia. Ya no escuchaba con tanta atención lo que Ryan decía y redujo
bastante el número de miradas significativas en dirección a él. Venetia aún estaba
tensa, pero pudo relajarse un poco, luchando por ser tan alegre como siempre.
Pensó que había tenido éxito, cuando al fin Ryan y ella estuvieron solos en casa
y éste le preguntó sin preámbulos:
—¿Qué no te llevas bien con tu familia?
Ella no quería hablar. Durante la larga velada, el ansia que él le despertaba
creció hasta un punto intolerable. Ahora lo rodeó con los brazos y apretó la cara
contra su pecho, inhalando el aroma masculino con un goce abierto. Ella sintió cómo
el corazón de él se aceleraba.
—¿Venetia?
Ella le miró el rostro determinado e impaciente. Aunque le hubiera molestado
la intrusión familiar en su idilio personal, conocía esa mirada.
—Me ven como un ave rara en su nido convencional —con rapidez y
demasiada alegría, ella concluyó—: Los quiero mucho, pero no tenemos gran cosa en
común.
Él ignoró la invitación de la voz de ella, de su cara, del movimiento sinuoso de
su cuerpo. Puso las manos sobre sus hombros y la miró con ojos entrecerrados.
—Qué lástima que no te importen mucho. A mí me simpatizaron mucho.
Sintió que él la condenaba y recordó lo que le comentó acerca de su niñez
solitaria, allá en el yate.
—A mí también me caen bien —dijo ella con un triste murmullo.
—Pero olvidaste el cumpleaños de tu prima.
Él parecía objetivo y hablaba con sólo un ligero interés, pero ella sintió miedo y
se alejó con una sonrisa de enojo.
—¿Qué es esto, una inquisición?
—Quizá sólo quiero saber lo que te mueve en la vida —dijo él mirándole la
ansiosa cara, con expresión impasible.
—¿Por qué? ¿Es tan extraño que te prefiera a ti más que a mi familia?
¡Maldita, maldita, maldita sea! Eso no era lo que ella quiso decir. Quería
retractarse, empezar de nuevo. Él acababa de llegar de viaje, ella se iría al día
siguiente durante quince días y ahora estaban discutiendo.
—Como de costumbre —murmuró él con un brillo de ironía y de deseo en los
ojos—, tienes razón, mi hermosa sensualista. Ven a la cama ¿Te das cuenta de que he
pasado diez largas noches sin tener a mi amante en los brazos?
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Él recobró el tiempo perdido de esas solitarias noches; ella le dio todo lo que él
pidió, ardiendo con una actitud desinhibida bajo el encanto primitivo de su
sensualidad, hasta que le dio tanto que, agotada, se quedó dormida en sus brazos,
preguntándose cómo un hombre tan inteligente como él no se daba cuenta de que lo
amaba.
Cuando despertó, estaba sola. Sólo por una vez, pensó ella, le gustaría despertar
a un nuevo día con él. La manera en que él la dejaba tipificaba su romance:
apasionado pero desapegado, como si la parte importante de su vida estuviera
separada de ella. Pero él podía ser tierno y a menudo era amable; hasta esa última
noche, ella esperó que él dejara de verla sólo como una amante deseosa. Ella bostezó
y rodó sobre la cama para ver la hora. Tenía tiempo, mucho tiempo…
Acariciándose la piel gozó los recuerdos de la violencia de su pasión. Ryan le
impuso exigencias salvajes a Venetia, la noche anterior, usando su cuerpo con una
ardiente intensidad que la llevó a alturas jamás alcanzadas.
A modo de respuesta, ella canalizó su amor por nuevos caminos hasta que él
perdió el control por completo, diciendo su nombre en un jadeo de éxtasis agónico en
el momento en que ella gritó el suyo, olvidando un instante los temores que la
acosaban sin piedad.
De seguro él no la habría tomado con tanta pasión si hubiera sentido alguna
atracción por Elizabeth. Qué tonta fue al reaccionar como una mujer insegura ante el
interés de Elizabeth por él.
Y pensar que de regreso al restaurante, ella estuvo a punto de cancelar su viaje
a las Islas. Eso le hubiera arruinado la carrera, y sin ningún otro motivo que los
tontos celos de una mujer enamorada. Ella confió en que él le sería fiel mientras
estuvo viajando, y podía confiar en que le sería fiel ahora que ella salía.
Justo antes de partir para el aeropuerto, él la llamó y le deseó un feliz viaje y
ella hizo una broma con la voz temblorosa.
Tosió y dijo con urgencia:
—Me tengo que ir. Me extrañarás, ¿verdad?
—Claro que sí —respondió él. ¿Estaba un poco impaciente? Odio esto, pensó
ella mientras luchaba contra las lágrimas.
—Adiós, cariño.
—Adiós. Diviértete.
El recorrido fue agotador, emocionante y divertido. Algo que ella no se hubiera
podido perder. Pero el último día su jefe la llamó y la envió a una de las pequeñas
islas que fue devastada por un huracán insólito. Mediante una insistencia feroz,
Venetia logró que la llevaran en un avión de rescate del ejército.
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Una vez que estuvo allí, quedó horrorizada por el desastre y ofreció su ayuda.
Trabajó haciendo reportajes, ayudando en las expediciones de rescate y largas horas
en el hospital, hasta que un virus la enfermó. Tuvo suerte; no fue muy grave, pero
retrasó su regreso tres veces mas de lo que esperaba.
Cuando al fin abrió la puerta de su casa, estaba tan contenta de llegar que
sonrió de felicidad. La larga ausencia le esclareció las emociones y la ayudó a admitir
que estaba atada de modo irrevocable a Ryan.
Llamó a su oficina y su secretaria le dijo que estaba en una reunión.
—Por favor dígale que he regresado —le indicó Venetia.
Él llamó diez minutos más tarde y parecía preocupado.
—Iré a tu casa en una hora —dijo él después de saludarla.
—Bien, así podré bañarme.
De hecho, apenas había terminado cuando el timbre sonó. Venetia terminó de
ajustarse el vestido veraniego y abrió la puerta, mientras los ojos le brillaban de
emoción.
—¡Ryan! Oh, querido…
Ella se arrojó a sus brazos pero advirtió que él la rechazaba. De inmediato,
empezó a sospechar. Sólo el orgullo evitó que decayera, ella se apartó y miró los
rasgos herméticos.
—No es lo que se podría llamar una bienvenida alegre —dijo ella, mientras el
dolor la hacía hablar con imprudencia—. ¿Qué pasa?
—Todo ha terminado, Venetia.
Ella levantó la mano y le tocó el cuello en donde el pulso le latía con fuerza.
—¿De veras? —preguntó ella con una voz tranquila.
Él hizo un gran esfuerzo pero no intentó disminuir el crudo impacto de sus
palabras sobre ella.
—Quizá siempre puedas hacer que te desee, pero eso es todo. Sabías que no era
un romance. Gozamos la una con el otro, pero todo tiene un fin. No terminemos con
nuestra amistad.
—¿Por qué? ¿Porque eso te daría problemas con el resto de la familia? —ella
leyó la confirmación en los ojos sorprendidos de él—. Me temo que Elizabeth no
puede siempre salirse con la suya. La dulzura puede ser su estilo pero no es el mío.
—Trata de tener un poco de dignidad —le aconsejó él con disgusto.
Ella se estremeció. No desmayes, se ordenó.
—Va a querer que te cases con ella, ¿sabes? Ella es del tipo que necesita tener
garantías.
La expresión de él seguía siendo una máscara impasible de autoridad, pero en
la ligera contracción de los músculos ella leyó su intención como si la hubiera gritado
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al mundo entero. No sólo Elizabeth quería casarse; Ryan estaba empeñado en que así
sería.
En el fondo de Venetia, algo valioso, frágil y muy hermoso se rompió como si él
le hubiera robado la alegría, el calor y el respeto.
Ella necesitaba hacer daño del mismo modo en que la dañó para evitar
fragmentarse como sus sueños. Haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad, le
dijo con amargura:
—Veremos qué tan dispuesta está ella a casarse contigo después de que le haya
dicho qué esperar de ti. Ha llevado una vida muy abrigada y no tiene ninguna idea
de cómo manejar apetitos como los tuyos. Mi tía la ha criado haciéndole creer que el
sexo no es muy bueno que digamos…
—Si haces o dices algo para lastimarla, haré que te arrepientas de haber nacido
—prometió él con una amenaza velada—. Hablo en serio, Venetia. Te conozco
demasiado bien como para saber en dónde te lastimaría más.
Idiota. ¿Qué no veía que la estaba matando ahora?
—Valdría la pena —profirió ella con un silbido—. ¿Qué te hizo pensar que yo
era una buena perdedora, Ryan?
Ella debió asustarse por la frialdad de sus rasgos, pero estaba fuera de control,
aguijoneada por la angustia hasta caer en la locura. Ignorando la advertencia de la
boca tensa de él, prosiguió con crueldad:
—Pobre Liz. Será un choque terrible para su pequeña y convencional mente.
¿Deberé decirle cómo te gusta…?
Él gruñó en el fondo de la garganta. Demasiado tarde, ella trató de escapar,
pero él la tomó y le dio un beso que la hizo olvidar sus palabras.
La declaración abierta y despiadada de ella penetró en su control, llevándolo
más allá de los límites que se había impuesto. Las manos le lastimaron los brazos,
aprisionando la suave carne, mientras él imponía su fuerza en ella en un abrazo de
poder inigualado y crudo. Al principio, Venetia resistió el salvaje empuje de su
lengua, pero casi de inmediato la elevada tensión de sus emociones se transformó en
una acalorada y silenciosa sexualidad que hizo que lo que siguió fuera inevitable.
El pequeño vestido fue tirado al suelo mientras él se acostaba a su lado
poniéndose a horcajadas sobre ella mientras la aprisionaba con las rodillas. Ella rió,
sintiéndose completamente excitada mientras veía cómo se le encendían las mejillas.
Ryan se quitó la ropa y ella sonrió mientras él le quitaba las bragas, en un solo y fiero
movimiento.
La usó con brusquedad, sin importarle su placer, pero ella se encendió y los
lanzó a ambos a un éxtasis que no fue nada similar a lo que antes compartieron.
Cuando terminó, él cayó en un colapso, jadeando y ella dijo con una voz
exhausta que no podía ocultar su triunfo:
—Liz no va a poder darte eso.
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Él se apartó de ella y mientras se vestía, la miraba con un desprecio helado y
amargo que congeló el pequeño cuerpo que yacía sobre la alfombra con una
humillación de desesperación.
—Acéptalo, esto ha terminado. Y si le dices cualquier cosa a Elizabeth, te haré
pedazos.
Entonces, se marchó y ella quedó como una marioneta rota en el suelo, lejos del
llanto, lejos de la emoción, atrapada en un abismo de agonía por la fría y refrenada
amenaza de sus palabras.
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Capítulo 4
La cama estaba tibia y cómoda, pero Venetia despertó de la pesadilla con el
cuerpo rígido y la cara llorosa. Después de mucho tiempo en el cual se calmó y se dio
cuenta de que estaba a salvo y de que no había hablado con Ryan desde aquella tarde
hacía casi seis años, encendió la luz. Eran las tres y cuarto de la mañana.
La última vez que soñó eso fue dos años antes y esperaba que el inconsciente ya
hubiera renunciado a ello. Nunca podía recordar lo que soñaba, sólo que sentía
miedo y frío, pero siempre la dejaba exhausta y temblorosa, sin poder dormir
durante el resto de la noche, víctima de la obsesión de su mente por no dejar que
muriera el pasado. Optimista, pensó que no estaba tan mal soñar eso cada dos años.
Cuando llegó a compartir la casa con su abuela, tenía la misma pesadilla todas las
noches.
Se bajó de la vieja cama y escuchó los sonidos de la noche australiana. Ya
habían pasado seis años y ya no amaba a Ryan. Por desgracia, en esos seis años
descubrió que era más fácil aprender a no amar que a deshacerse de las pesadillas.
Abajo, llenó una tetera, esperó a que el agua hirviera y tomó la causa de lo que
provocó la pesadilla. Aun de cabeza, la letra de su tía era nítida y fácil de leer.
Ahora que la abuela Gamble ha muerto, ya no necesitas quedarte en Australia. Sé que
estás trabajando en tu novela, pero también podrías hacerlo aquí, sobre todo si dices que la
historia se desarrolla en Nueva Zelanda.
Te extrañamos mucho.
Venetia sonrió con cinismo. A quien su tía extrañaba era a Elizabeth, muerta de
leucemia hacía ya un año. Dos días después, la abuela Gamble también murió.
Venetia, quien cuidaba a la anciana, no pudo ver a su prima antes de su
fallecimiento.
Se sirvió el té y se quedó en la cocina viendo su reflejo en la ventana de
enfrente. No parecía más vieja. Buenos genes, solía decir la abuela Gamble, y tenía
razón. Cuando la vieja señora murió, parecía tener sesenta años y no ochenta.
Al fin tuvo la edad para morir, a diferencia de Elizabeth. Venetia suspiró,
recordando la última vez que vio a su prima, cinco meses después del rechazo brutal
de Ryan. Un mes más tarde, ella buscó refugio con su abuela al otro lado del mar de
Tasmania y la pequeña e indómita mujer la ayudó a unir los fragmentos de su vida.
El sonido de la risa de Elizabeth fue lo primero que Venetia y su abuela oyeron;
Venetia estaba en el cuarto de estar cuando Elizabeth dijo en la puerta principal:
—¿Lo ves?, te lo dije, nunca cierra la puerta durante el día. ¿Abuela, podemos
pasar?
Venetia asió la mano de su abuela con fuerza y le suplicó en un susurro:
—No se lo digas. ¡Por favor!
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Edith Gamble la miró con compasión.
—Muy bien. Ve al solario. Me aseguraré de que no entren allí.
Venetia llegó al lugar justo a tiempo y se escondió detrás de un biombo y como
el corazón le latía desesperado, no pudo escuchar la primera parte de la
conversación.
Fue la voz de Elizabeth, suave, plena y satisfecha, la que penetró primero en su
tristeza.
—Hawai es tan hermoso. Ryan pensó en la luna de miel perfecta. Tuvimos un
par de semanas espléndidas y no quiero regresar a casa.
Eso le dolió más a Venetia que un latigazo. Trató de no oír pero no se podía
mover, como si estuviera hechizada, torturada por la incapacidad de acallar la alegría
de su prima.
—Ambos se ven bien —comentó la abuela.
—Nos sentimos maravillosamente bien. Nos dolió cuando, dijiste que no tenías
ganas de ir a nuestra boda, así que pensé que sería mejor traer a Ryan a visitar a la
matriarca de la familia. Abuela, ¿Venetia está aquí?
—Sí. Está viviendo conmigo.
—¿Cómo está?
—Está bien —dijo Edith con sequedad—. Me está ayudando a ordenar los
diarios de mi tatarabuelo para que se publiquen; así que está ocupada. ¿Por qué?
—¿Está… está bien ella?
—¿Por qué no habría de estarlo? Conoces a Venetia, no es alguien que haga
grandes confidencias, pero parece estar bien.
Algo autocrítico en el tono de la abuela hizo decir a Ryan:
—Elizabeth tiene un gran corazón. Ha estado preocupada por ella.
Venetia se llevó los nudillos a la boca. Él parecía demasiado distante, como si
no aprobara la decisión de Elizabeth de haber ido allí.
—Lo odio —murmuró Venetia, pero sabía que mentía. Sólo tenía que oír su
voz…
La abuela no se dejó intimidar. Sin ceder ni un ápice, prosiguió con suavidad.
—Me alegra saber que te preocupas en algo por ella, Elizabeth. Sin embargo,
Venetia tiene valor y suficiente carácter como para soportar todo lo que le imponga
la vida.
Venetia se mordió el labio con horror. Pero Ryan no atacaba a las viejecitas
aunque éstas fueran muy agresivas.
—Quizá usted pueda convencer a Elizabeth de ello —comentó él.
A ella nunca la protegió tanto, pensó Venetia con furia. Oh, ella le gustaba,
sintió una fuerte atracción pero esperaba que se cuidara sola. Tuvo que aceptar que
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realmente amaba a Elizabeth y ése fue el primer paso hacia la realidad. Hasta
entonces, ella albergaba sueños imposibles; ahora sabía que se había engañado. Él
amaba a Elizabeth.
—Nos separamos como enemigas. Siento… odio eso —tartamudeó Elizabeth.
—Lo lamento, pero todos debemos enfrentarnos a las consecuencias de nuestros
actos, tarde o temprano —replicó Edith—. Si aún no aprendes, Elizabeth, ya es hora
de que lo hagas. Lo que sucedió entre tú y Venetia te concierne a ti, no a mí. Ahora,
cuéntame cómo están tus padres.
Por fin, Venetia pudo taparse los oídos y no escuchó el resto de la conversación.
Nunca supo cuánto tiempo se quedaron, pero cuando advirtió que la puerta
principal se cerraba, fue hacia la ventana y vio cómo se dirigían al auto con la abuela.
Eran la pareja ideal, altos, elegantes; la gracia de la prima hacía agradable
contraste con la virilidad de Ryan. Estaban tomados de la mano; quizá hubiera
podido adivinar algo en el hecho de que era Elizabeth quien tomaba la mano a Ryan,
pero Venetia lo vio sonreírle con ternura y supo lo inútiles que fueron sus sueños.
Elizabeth estaba radiante, sonriéndole con tanta adoración, que Venetia bajó la vista
incapaz de soportarlo.
Estaba sentada en el sofá cuando la abuela regresó. Al mirar la cara pálida, la
señora le preparó un té que Venetia bebió, agradecida.
—Así que eso fue lo que sucedió —dijo la señora—. ¿Por qué no luchaste por él,
tontuela? Tienes mucho más que ofrecerle a él que tu prima, aunque ella sea muy
dulce. Él es demasiado vital como para conformarse por mucho tiempo con una
encantadora pasividad.
—Él la ama —dijo Venetia.
—¿Amor? ¿Qué es el amor? Un sentimiento débil si no hay sangre ni
fundamento. Él necesita el fuego y la pasión y la emoción de lo desconocido y no va a
encontrarlos en ella. Ella lo rechazará. Tú tienes agallas, ¿por qué no lo buscaste?
—Lo hice, pero no en la forma correcta —suspiró Venetia resignada—. No
puedes hacer que un hombre te ame, abuela. Ryan creció en una casa en donde sus
padres trabajaban; su madre lo descuidó emocionalmente. Creo que sueña con tener
un hogar tranquilo, con una esposa cuya única meta sea mantenerlo sereno y
amoroso; en suma, madre y esposa dedicada. Debes admitir que Liz es idónea, es
dulce, doméstica… y era virgen.
—Oh, ¡por Dios! —exclamó Edith—. ¡No me digas que te echó en cara ese
patético matrimonio que tuviste!
—No, oh no, pero supongo que él asumió que yo tuve otros amantes. Nunca me
lo preguntó y yo no le dije que antes de él sólo existió Sean.
—No era un asunto de su incumbencia. ¿A qué hombre le importa la virginidad
ahora? Ese absurdo victoriano dejó de existir hace cincuenta años. Ni siquiera los
victorianos se preocupaban por ello. Muchísimas viudas se casaron en esos tiempos.
Así que tuviste mala suerte en el amor. No es el fin del mundo. Puede ser un hombre
muy emocionante, pero no es el único. Encontrarás a uno en quien puedas confiar,
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alguien que vea a la valiosa persona que eres tú. Y descubrirás que te amará sin
condiciones.
Venetia la abrazó, reconfortada. Edith no creía en la autocompasión, era
práctica, positiva y muy divertida. La panacea ideal para un corazón roto.
Aun ahora, después de un año, Venetia la extrañaba muchísimo.
Mientras bebía el té miró la carta. Janice decía que estaba enferma, y eso
significaba que estaba sola. Solía decir que Elizabeth era su mejor amiga y siempre le
decía a la gente que toda mujer debía tener una hija. Mientras Elizabeth vivió, su
madre no necesitó a nadie más.
Venetia sintió un sabor amargo. No era la culpa de Janice si ella no podía
aceptar lo poco común que tenía con su sobrina.
Llevaba una vida plena y satisfactoria en Australia; Nueva Zelanda estaba en el
pasado. Y aunque atravesara de nuevo el mar de Tasmania, su tía se desilusionaría.
A Janice le gustaba ir de compras y comer fuera, gozaba de todas las formas
femeninas para pasar el tiempo. Venetia tenía la obsesión de trabajar y pasaba varias
horas sentada frente al procesador de palabras.
El regresar a Nueva Zelanda era imposible. Janice debía darse cuenta de ello.
Pero el saberlo era una cosa y otra el aceptarlo. Venetia escuchó los primeros trinos
de la mañana y se fue a bañar.
Cuando Edith Gamble murió, le dejó todo a Venetia y eso incluía la casa, así
como los servicios de una agradable ama de llaves que aprendió a no interrumpirla,
así que cuando algunas horas después Venetia oyó que llamaban a la puerta, levantó
la cabeza.
—Sí, ¿qué pasa? —preguntó con impaciencia, volviéndose hacia la puerta.
Pero no era la señora Edmonds quien llamaba.
Era Ryan Fraine quien estaba en el umbral, alto, bronceado y lleno de confianza
y la miraba con expresión enigmática.
Ella permaneció inmóvil durante un momento y se puso de pie.
—Esto es una sorpresa —murmuró ella.
Estaba a punto de desfallecer, pero se apoyó en el escritorio y el mareo
desapareció.
—Tu tía me dio tu dirección —dijo él, frío.
¡Maldita Janice con su manipulación y su egoísmo! Mejor que nadie sabía por
qué Venetia se negaba a regresar. De hecho, hasta que Elizabeth murió, siempre
insistió en que Venetia viviera al otro lado del mar de Tasmania.
—¿Estás aquí en un viaje de negocios? —Venetia evitó la mirada penetrante de
Ryan—. Ven a la sala y tomaremos café. ¿Qué hora es?
—La una y media.
—¿Ya comiste?
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—Sí, gracias —él se hizo a un lado para dejarla pasar.
Alterada por su cercanía, Venetia lo acompañó a la sala. Sin embargo, cuando él
vio a dónde lo llevaba, murmuró:
—Te acompañaré y así podremos hablar mientras preparas el café.
No le iba a dar la oportunidad de recobrar la compostura. ¿Qué pensaba que
haría ella? ¿Huir? Sólo una vez lo hizo y fue porque estaban otras personas por las
que debía preocuparse; no iba a suceder de nuevo.
Debió sentir un pequeño triunfo por aparentar estar tranquila, pero estaba
demasiado tensa; quería que se marchara lo antes posible y no le importaba cómo lo
lograba.
—¿Cuánto tiempo pasarás aquí? —el agua que caía en la tetera ocultó el
temblor de la voz.
Ella parecía poco interesada, fría y segura de sí misma.
—Eso depende. Estoy organizando una película.
—Ah, sí. La tía Janice me escribió que tenías un proyecto. Debo felicitarte por tu
habilidad como director y productor. Has tenido tres éxitos en los últimos tres años.
Creo que la última de tus películas es muy popular en los Estados Unidos. ¿Todavía
tomas el café con azúcar?
—Sin azúcar. ¿Viste Fortitude?
—Me pareció maravillosa; como al resto del mundo —ella sacó las tazas y la
leche.
—Debes saber lo que se siente. Me gustan tus libros igual que al resto del
mundo.
—No podía fallar, dado el material con el que trabajé —Venetia encogió los
hombros—. Mi tatarabuelo llevó una vida muy emocionante y escribía con verdadero
talento. La publicación de su diario encajó bien con esta fascinación moderna por
saber acerca de nuestra herencia y pasado. Cuando terminé, usé el material que
sobraba como fondo para las novelas históricas. Fue emocionante que se vendieran
tan bien.
—También te dio dinero —comentó él y le preguntó cómo iba la última.
—Ya pasó por la primera corrección. Todavía la estoy puliendo, pero la
mandaré a prensa en unos días.
Ella se tardó mucho en preparar el café. Cuando lo hubo hecho, Venetia se
dirigió al ama de llaves que había aparecido en el umbral y abrió más los ojos en
señal de advertencia. La señora entró en el cuarto y Venetia los presentó,
agradeciendo la cara adusta de la señora.
Ryan sonrió con peligroso encanto, le tomó la mano e hizo un comentario que
casi hace reír a la señora Edmonds. Venetia esperó un momento antes de decir con
tono casual:
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—¿Le importaría llamar a la señora Dodwell para decirle que estoy un poco
ocupada esta tarde y que recogeré mi "paquete" hacia las cinco de la tarde?
—Lo haré —respondió la señora recobrando la usual severidad—. ¿Quiere que
venga a trabajar mañana?
—No, debe ir al dentista. En estos tiempos ya no duele.
—Traté de convencer a mi subconsciente de ello —la inflexible mujer se
marchó.
—Tiene un miedo atroz de ir al dentista —explicó Venetia, al dirigirse hacia la
sala. Le hizo señas a Ryan para que se sentara—. Ahora, dime a qué has venido,
Ryan. Pero antes cuéntame cómo está Janice. En su última carta insinuaba que estaba
enferma.
Las manos no le temblaron al servir el café. Se reclinó en su silla y lo miró como
si fuera un viejo amigo, sin que hubiera nada entre ellos más que amistad.
Él encogió los hombros. Después de mirar las fotografías antiguas del cuarto, la
vio con la agudeza y fuerza de una lanza de obsidiana.
—Extraña a Elizabeth —dijo él sin rodeos.
Venetia asintió, despreciándose por tratar de discernir el menor asomo de
emoción en la voz al pronunciar el nombre de su esposa muerta.
—Sí, lo sé. Recibí carta suya ayer. Parece que tiene la rara idea de que yo puedo
sustituir a Elizabeth.
—Estoy seguro de que se da cuenta de que eso es imposible —las palabras
hirientes fueron dichas en un tono neutral—. ¿Pero realmente te costaría tanto trabajo
regresar a casa?
—He hecho una vida nueva aquí, Ryan; una vida que me gusta. No quiero
regresar.
—¿Hay un hombre? —la duda de ella hizo que él mismo se contestara la
pregunta—. Por supuesto. ¿Cuándo no ha habido un hombre en tu vida? No lo veo
por aquí.
Gracias a Dios que no, pensó ella.
—Mi vida privada no te concierne —ocultó su temor y su ira bajo una sonrisa
cortés, pero todo el brillo había desaparecido de sus ojos.
—¿Es él más importante para ti que tu tía? ¿La mujer que te crió y que siempre
se consideró como tu madre?
—Mira, me doy cuenta de que la tía Janice te preocupa, de otro modo no me
harías este chantaje moral; pero si tu madre te pidiera que volvieras a Inglaterra, ¿lo
harías?
—No, pero hay una diferencia. Mi madre nunca me ha necesitado y yo estaba
casado. Tú no —él la miró con la dureza del cuarzo—. ¿O es que hay alguna
posibilidad de matrimonio? ¿Estás comprometida con tu amante?
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—No —Venetia no pudo ocultar el sarcasmo de su voz.
—Eso pensé —dijo él con ligera burla.
Venetia encogió los hombros. Hubo un silencio tenso con los pensamientos y
los recuerdos que se callaron.
—Si hubiera sabido que te impondrías un exilio así, hubiera sido un poco
menos cruel contigo cuando nos separamos. Nunca pensé que tu orgullo exigiera
tales medidas.
—Me sorprende que pienses que tengo orgullo —sonrió ella con ironía—. Pensé
que me considerabas como la persona más baja en la escala humana.
—No seas tonta. Algo que te admiré era tu negativa para ocultarte bajo la
hipocresía que tanta gente usa para esconder sus emociones y acciones. Eras aguda y
abrasiva, pero eras sincera.
—Comprendiste muy poco acerca de mí —replicó ella con serenidad—. De
hecho, me fui por varias razones, una de las cuales fue que Janice hizo obvio que
todos ustedes estarían mucho más felices si yo me iba. Eso es enteramente
comprensible. Hasta tu seguridad y dominio masivo de ti mismo hubieran fallado si
con frecuencia estabas viendo a una amante rechazada. Sin embargo, eso pertenece al
pasado y no tiene nada que ver con el hecho de que no estoy dispuesta a renunciar a
todo lo que tengo aquí, sólo por un capricho de mi tía. Noto que has evitado decir
que está realmente enferma.
Él terminó su café mientras los rasgos se tensaban con impaciencia y
exasperación. Venetia lo miró con miedo; conocía esa mirada.
—Así que tu respuesta es no —dijo él después de dejar la taza.
Ella asintió, pequeña pero indómita. Estaba furiosa por las maniobras de su tía.
—Lo siento.
—No tendrás que verme mucho, si eso es lo que te preocupa.
—Seis años es mucho tiempo —dijo ella, sonriendo. Ni siquiera se dio cuenta de
que evadió la cuestión hasta que la sonrisa de él la hizo sonrojarse. Aguijoneada,
mintió—. Tu presencia en Nueva Zelanda no tiene nada que ver con mi negativa
para regresar. Ya no me afectas de ninguna forma.
Y eso, pensó ella con satisfacción, debía dar en el blanco.
Él sonrió a su vez pero su reacción fue la de un hombre ante un reto y se
levantó de la silla con la suavidad del acecho de un depredador. Venetia se hundió
en el asiento, abriendo los ojos con consternación y sorpresa mientras él le quitaba la
taza y la ponía sobre la mesa. Entonces la tomó de los hombros y la puso de pie con
una insistencia implacable e insultante.
—Espera un…
Las palabras fueron interrumpidas por la presión de la boca de él, decidida a
señalar algo. Ella no sucumbió, cerrando los labios para negarle acceso, así que su
mano le acarició las suaves curvas del seno.
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Para horror suyo, Venetia sintió resurgir el deseo incandescente que pensaba
que había muerto. Rígida y furiosa con él, su boca se suavizó. Él levantó la cabeza y
la miró con una sonrisa burlona.
—¡Maldito seas! —murmuró ella entre dientes.
Ryan rió.
Ella sintió aversión además de la acalorada y desesperada sensualidad que
tanto trató de olvidar. Por fin, se zafó. Le dolía, pero podía ver los signos inequívocos
de la excitación de él y de repente el placer prohibido fue reemplazado por
vergüenza, ira y miedo. Ella los reprimió, consciente de que si dejaba salir cualquiera
de ellos, sería presa fácil para él.
Venetia se tocó el labio hinchado. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para decir,
negándose a otorgarle más que un triunfo menor:
—Parece que me equivoqué, por lo menos en un aspecto.
—¿Qué otro aspecto había entre nosotros? —él habló con desprecio, pero no
pudo ocultar el temblor de su voz y, por un momento, el corazón de Venetia se
alegró.
Sólo cuando todos los instintos ganados durante siglos de ser el sexo débil le
hubieron gritado una advertencia, ella se alejó.
—Me acabas de dar otro motivo por el cual no debo regresar —dijo ella—. No
estoy bien adaptada para soportar el rechazo.
—No necesitaba haber ningún rechazo.
Ella lo miró con fijeza, palideciendo mientras comprendía la implicación de sus
palabras.
—Eso es patológico —murmuró ella, después de un silencio tenso—. No voy a
tomar el lugar de mi prima en tu cama. O en tu vida.
Él rió sin humor, destilando peligro al mirar el antagonismo de ella.
—¿Por qué no? Ella no tenía tales inhibiciones.
Ella lo vio con sorpresa mientras oía, más que las palabras, el tono tembloroso
de la voz.
—No te preocupes —prosiguió él, sarcástico—. He aceptado su muerte, la he
llorado y ya lo he superado. Y tienes razón, fue un error. No deseo regresar seis años,
pero no deberías retarme. Me es difícil ignorar los retos.
Lo miró con incertidumbre, consciente de que él recobraba su formidable
control y que había aplacado un instinto enojoso.
—Siéntate —dijo él con cansancio—. No voy a saltar sobre ti. ¿Quieres saber por
qué le pedí tu dirección a tu tía y vine a verte?
—No; tengo el presentimiento de que no me va a gustar.
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—Algo de lo que nunca te hubiera acusado, es de cobardía —hizo una pausa
antes de continuar—. ¿Recuerdas haber vendido los derechos de tu libro para hacer
una película? ¿Del primero, del diario de tu abuelo?
—Sí. Pero no te los vendí a ti. Fue a una compañía.
—Rápida como siempre. La compañía es mía y ésa es la película que estoy
pensando hacer.
Ella se quedó pasmada. Recordó la advertencia de su agente, diciéndole que le
pagaban más de la cuenta por los derechos de filmación y que estaba loca por querer
tener una supervisión editorial del guión. El representante de la compañía no quería
ceder en un principio, pero cuando vio que nada la haría cambiar de opinión, aceptó.
¡Si él eral ayudante de Ryan, no la sorprendía el que hubiera sido tan difícil!
—¿Entonces por qué estás aquí? —preguntó ella con cautela.
—Por motivos obvios. Exigiste que te dieran supervisión editorial para el guión.
He venido a trabajar contigo sobre ello.
Él se estaba riendo de ella, pensó Venetia al ver la burla de su mirada Se levantó
y se dirigió hacia la ventana. Después de pensarlo un momento, se volvió y replicó:
—Todo lo que quiero es supervisión. Pero no escribiré el guión para ti. Cuando
hice esa estipulación, fue porque no quería que algún director tonto convirtiera a
Arthur Gamble en otro valentón acartonado. Es cierto que vivió como un aventurero,
pero no era un Robin Hood del siglo diecinueve. Si tú vas a dirigir la película,
renunciaré a mis derechos.
Él frunció el ceño y ella se dio cuenta de que lo había sorprendido.
—¿Tanto así confías en mí, Venetia? —dijo él con voz burlona.
—Nunca he cuestionado tu integridad profesional.
—Eso es más típico de ti. Sin embargo, no correré el riesgo de que puedas
esperar hasta que la película esté hecha para que insistas en hacer cambios. O para
que me demandes. Así que querré tener tu supervisión.
Le dolió que él tampoco confiara en ella, pero lo asimiló. Sabía poco acerca de la
dirección de una película, pero se daba cuenta de que el controlar el presupuesto
podía ser una pesadilla.
—Está bien, aceptaré eso. Haz el guión y yo lo revisaré…
—No, eso nos hará perder mucho tiempo. Quiero que estés a la mano para
poder consultarte y para que revises la precisión del guión mientras se filma.
Ella lo miró con dureza sin confiar en él. Él había organizado todo eso por
alguna razón. Quería que trabajaran juntos durante semanas enteras hasta que
escribieran un guión y estaba asustada. Con seguridad, a diferencia de la tía, él era
demasiado equilibrado como para pensar que tomaría el lugar de Elizabeth en su
vida.
No. era una tonta. Él sabía que ambas eran diferentes. Amó a su prima,
mientras que el beso de unos minutos antes le demostró que no la respetaba. Fue una
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expresión sofocante y exigente de dominio y deseo, y para su eterna vergüenza, ella
se excitó de inmediato.
—No creo que necesites mi supervisión constante para nada. De hecho, creo
que te has obsesionado con la idea. Y no voy a darte una respuesta ahora… —objetó.
—Puedes revisar otra vez el contrato si lo deseas —la interrumpió con
indiferencia—. Pero es muy rígido. Tú misma te encargaste de ello.
—No creo que quieras quedarte aquí por el tiempo que te tome escribir el
guión. ¿Sueles escribir los guiones de tus películas?
—Si tengo que hacerlo, sí.
—¿Cuáles has hecho? —ella estaba tratando de evitar tomar una decisión y él lo
sabía.
—Fortitude y A Severe Compulsión.
Los dos guiones fueron brillantes.
—Oh —dijo ella con dureza y se sonrojó al ver que él la contemplaba divertido,
lo que la hizo proseguir con enojo—. Bueno, no estoy dispuesta a que te pasees por
aquí. Regresa, haz el maldito guión y mándamelo. Maldita sea, Ryan, confío en que
lo harás bien.
—¿De veras? —él levantó la ceja—. Me siento conmovido… y muy sorprendido.
Ella lo miró, refrenando el deseo de contestar algo. En medio del pesado
silencio, el sonido agudo del teléfono la sacó de algo que se parecía al pánico.
—Discúlpame un momento —murmuró ella, mientras iba al vestíbulo a
contestar.
Era Kay Dodwell.
—Venetia, creo que será mejor que vengas de inmediato. Tu "paquete" está
lleno de ronchas.
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Capítulo 5
Venetia se deshizo de Ryan de inmediato diciéndole que había surgido una
urgencia. Tan pronto como el auto de él se hubo alejado, ella condujo hasta la casa de
Kay Dodwell. Allí, fue recibida por dos radiantes niños, uno de los cuales levantó su
camiseta y le enseñó con orgullo una colección de ronchas en el pecho.
—Varicela —dijo Kay—. Te hice una cita con la doctora. Te dará algo para que
las ronchas no le piquen tanto. Tienes suerte, no es muy grave.
—Oh, John —dijo Venetia acariciando el pelo negro del niño—. ¡Qué desastre
que te enfermes ahora!
La doctora le recetó una loción para la comezón.
—Vea si puede mantenerlo en cama un par de días. Asegúrese sobre todo de
que no tenga mucho calor o las ronchas le molestarán muchísimo. No se va a
enfermar más de lo que ya está. Buena suerte.
Venetia rió y miró con amor a su hijo. Él sonrió y aprovechó la situación para
pedirle un helado a Venetia cuando salieron de la farmacia.
—Cuando Jamie está enfermo, la tía Kay le da helado todo el tiempo —dijo él
con atrevimiento.
—¿Ah, sí? No te creo, pero como vamos a tener helado para la cena, no puedes
tomarlo ahora.
Él la miró de reojo. Aunque todavía odiaba que lo contradijeran, ya había
dejado de hacer los terribles berrinches de un año antes. Se contentó con un racimo
de uvas. Riendo, Venetia vio cómo escogió el racimo exacto que quería.
Cuando subieron en el auto, él eligió una uva y se la ofreció; Venetia masticó
con mucho ruido mostrando su satisfacción por la fruta haciéndolo reír. En ese
momento se sentía dichosa.
—Pareces enojada, mamá —comentó el niño con incertidumbre.
—No, sólo estoy pensando.
—Oh, acerca del libro —estaba acostumbrado a que ella soñara despierta y lo
había aceptado como una peculiaridad más, parecida a su insistencia en que se
lavara las manos.
Venetia se daba cuenta de cuánto se parecía el niño a su padre y le sonrió con
ternura. John también tenía los pómulos altos y una barbilla que expresaba
determinación, rayando casi en la necedad.
No tenía idea de cómo reaccionaría Ryan al saberse padre, pero casi estaba
segura de que si sabía de la existencia del niño, no lo abandonaría. Eso significaba
que insistiría en su derecho a visitarlo y el pequeño episodio en sus brazos le mostró
qué peligroso podía ser eso. Tan pronto como llegara a casa, iba a revisar ese contrato
al detalle.
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
Lejos de la dominante presencia de Ryan, ella confirmó su decisión y estaba
empeñada en no escribir el maldito guión con él. En cualquier otro momento,
hubiera estado muy emocionada por saber que su libro habría de convertirse en
película, pero el hecho de que Ryan tuviera los derechos le arruinaba el gusto.
De regreso en casa, John salió del auto, asiendo sus preciadas uvas y el dibujo
de un gato veteado que había pintado.
—Le hice las rayas rojas —le dijo John—, pero Jenny Sanders dijo que era una
mala idea porque el gato era gris.
Él habló con el desprecio de un artista de vanguardia por lo convencional y
Venetia ocultó una sonrisa.
—Creo que tienes mucha razón.
—Bueno, eso lo sé.
La llave entró en la cerradura justo en el momento en que la reja se abrió. Ella se
volvió y vio a Ryan que miraba al niño, tensando la cara tanto que parecía una
máscara.
Venetia sintió que sus peores pesadillas se volvían realidad. Ella se quedó
helada, viendo cómo el hombre y el niño se miraban con miradas idénticas,
frunciendo las mismas cejas rectas en un ceño idéntico con los dos pares de ojos
negros como la noche; el niño ya mostraba que llegaría a tener la estatura y gracia de
movimiento del padre y las dos caras tenían los rasgos definidos que se sacaron del
mismo molde.
—¿Has tenido varicela? —preguntó Venetia.
Ryan la miró sorprendido, pero replicó con calma:
—Sí, cuando no tenía más edad que…
—John —dijo su hijo cuando se dio cuenta de que su madre no iba a decir su
nombre—. John Ryan Gamble. Tengo cinco años —el niño miró sus manos cargadas,
dejó las uvas sobre el suelo con gran cuidado y le tendió una manita.
Ryan se la estrechó diciendo con todo el encanto de que pudo hacer acopio:
—¿Cómo estás? Yo soy Ryan Fraine.
Su hijo rió con un encanto igual.
—¿De veras? Mamá, este hombre tiene el mismo nombre que yo.
—Qué bien —dijo Venetia, consciente de que estaba blanca como una sábana.
—¿Quiere una taza de té? —preguntó John—. Mamá siempre toma una taza de
té a esta hora. Es su salvavidas.
—Gracias —Ryan se controló, viendo a su hijo.
Venetia entró primero en la cocina. Puso la tetera en la estufa y se disculpó,
yendo arriba con su hijo. Cuando lo hubo metido en la cama junto con su adorado
oso panda, el niño preguntó, somnoliento:
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—¿Para qué está ese señor Ryan aquí, mamá?
—Por negocios —dijo ella, con aspereza, pero su hijo no comentó nada.
Qué suerte tiene John, pensó ella bajando por la escalera. Debía ser maravilloso
pensar como los niños que cada día sería, sin duda, mejor que el anterior. El crecer le
haría saber que también lo contrario puede suceder.
Ryan la esperaba en la cocina. Preparó el té y parecía bastante relajado a pesar
de ser un hombre que había sufrido una fuerte impresión. Venetia vio con sorpresa
que no estaba furioso; no era así como ella lo recordaba. El Ryan que conoció la
hubiera matado de inmediato al darse cuenta de lo que ella hizo.
Actuó con cautela. Sin decir nada, él esperó que llevara las tazas a la sala.
Quizá, pensó ella, no le importaba. Muchos hombres adoptaban una actitud de
indiferencia ante los hijos de sus amantes. Venetia hubiera podido creer eso, salvo
que Ryan no era de ellos.
A pesar de su infancia infeliz, que lo hacía más sensible hacia los niños, poseía
una rara empatía. Lo que lo hizo ser un excelente reportero, así como director
sobresaliente, era la preocupación que sentía por la gente.
Algo amenazador en su silencio la tensó, mientras servía el té.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó él con suavidad después de un rato.
—¿Dé qué hubiera servido? Ya estabas casado cuando lo supe en definitiva.
—No lo creo. Yo… nos casamos cinco meses después de que tú te fuiste —la
pausa de él fue deliberada—. Hubieras podido evitar ese matrimonio al decírmelo.
—¿Crees que quería estar contigo entonces? —preguntó ella, enojada—. No eres
tan irresistible. Ya habías aclarado de manera obvia lo que pensabas de mí.
Pertenecías a Elizabeth.
Él se reclinó en la silla. Al hablar, lo hizo sin emoción.
—No me diste ninguna indicación acerca de ti, salvo que eras una mujer
inteligente y lista, lo bastante ambiciosa como para pensar en usar tu cuerpo para
tener trabajo, con una actitud moderna hacia el sexo y la moralidad. Gocé de tu
compañía y de tu cuerpo y eso fue lo único que tú quisiste de mí a cambio. Nunca
mencionaste el matrimonio. Pensé que tu primer fracaso te había hecho no querer
probar de nuevo.
—No tiene caso anhelar algo que no se puede tener —replicó ella—. Pero no te
dije nada de John, porque vi que estabas enamorado de Elizabeth. No te necesitaba.
Mi abuela quiso darnos un hogar a ambos. Si tengo que aceptar limosnas, prefiero
que sean de un familiar.
—Sí, entiendo esa clase de orgullo —aceptó él—. También entiendo que quizá
engrandeció tu ego el saber que tú tuviste a mi hijo, mientras que Elizabeth era
estéril.
Eso la hizo sentir mal y tomó té para humedecerse la garganta.
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—Si eso es lo que piensas, entonces no voy a tratar de defenderme, pero para tu
información, quería mucho a Liz. Quisiera que te fueras, por favor.
Él suspiró y dijo de pronto:
—Lo siento, no debí decir eso. Atribúyelo a que estoy muy impresionado. Pero
no tengo intenciones de irme, Venetia. Voy a quedarme contigo hasta que
terminemos el guión y luego tú y mi hijo regresarán conmigo a Nueva Zelanda.
—¡Primero, muerta! —exclamó, poniéndose las manos en la cintura—. ¡Sal de
aquí! —exclamó furiosa, luego de pararse.
—No —él habló con un empecinamiento cansado y cuando ella pateó el suelo,
él la hizo sentarse sobre su regazo inmovilizándola.
—Ahora, escúchame —dijo él con el tono suave que ella escuchaba en las
pesadillas—. Si me obligas a demandarte, te quitaré todo lo que valoras. Todo. Tu
hijo, tu tranquilidad, esta vida que has construido para ti…
—Ningún tribunal te daría la custodia de John y yo no te negaría que lo
visitaras —dijo ella, con una voz serena que ya era una especie de capitulación.
—Pequeña mamá, no sabes lo que haría una corte. Pero te aseguro que no
bromeo. Y una demanda nos traería, sobre todo a John, una fama que no sería bien
recibida —ella hizo una mueca y él prosiguió con ironía—: Todo lo que tienes que
hacer es trabajar en ese guión conmigo y luego ir a vivir a Nueva Zelanda.
Ryan tenía que estar bromeando. Pero nunca amenazaba en vano. Por un
momento pensó en retarlo al máximo, pero él tenía muchas ventajas. La conocía
demasiado bien. No podía dejar que John se volviera el centro de una batalla por la
custodia. Esa experiencia lo marcaría de por vida. Conocía a bastantes niños
desgarrados entre los padres como para saber que no provocaría un trauma en su
hijo.
De pronto Venetia trató de zafarse de él. Cuando Ryan la soltó, ella podía sentir
su mirada mientras caminaba al otro extremo del cuarto, tomó una de las viejas
fotografías de su abuela y la miró. Era una foto de veinte años atrás, de su tío y de su
tía, en donde Elizabeth sonreía con dulzura al lado de una reacia Venetia, que veía
algo más allá de la cámara, como un águila enjaulada. Se parecían tanto, que
hubieran podido pasar por hermanas. Aun entonces, Elizabeth era más alta. Venetia
sintió los ojos llenos de lágrimas. Dejó la fotografía y dijo con una voz sin emoción:
—Me dejas muy pocas opciones.
—Te he hecho un favor —dijo él con desdén—. Puedes regresar a casa con
banderas desplegadas. No te habrás rendido.
—¿No? Me degradas —dijo ella con dureza.
—También es degradante para mí el querer a una mujer que se acostaría con
cualquier hombre que la atraiga, pero aquí estoy y espero que no rechaces mi
ofrecimiento.
Ella se sonrojó al oír la crudeza de las palabras.
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—Si tú… si dejo que te quedes, no quiero que me toques.
—Oh, creo que eso puede arreglarse. Lo que obtengo contigo, lo puedo obtener
con cualquiera, cariño.
Ella estaba vencida, pero tenía que soportarlo.
—Muy bien, te veré en una semana —dijo ella.
—Me verás esta noche —le dijo él con calma—. De hecho, me quedo. Mi maleta
está en el auto.
—¡Pero tengo que trabajar en mi libro!
—Está bien. También tienes un hijo enfermo.
—¿Y qué significa eso? —preguntó ella con dureza.
—Nada, salvo que será una oportunidad perfecta para que John me conozca.
Puedo hacer que no te moleste, mientras terminas tu libro tan importante.
—Quiero mucho a John. No lo descuido de ninguna forma y no voy a permitir
que insinúes que lo hago —le indicó con dureza en la voz.
—Pero tu libro es primero —dijo él con cinismo.
—Si hubiera necesidad de ello, dejaría de trabajar en él para cuidar a John. Sin
embargo, la doctora me aseguró que no empeorará, como has podido verlo, no está
tan grave.
—Estoy seguro de que tienes razón —comentó él con ponzoña.
No estaba convencido. Sin duda, nunca, creería que John era un niño normal y
feliz, al que no le importaba que ella trabajara. El trabajo de ella no era una amenaza
para la seguridad y el amor que él dar: por sentados, porque sabía que era la persona
más importante en vida de su madre.
—John no te necesita para que llenes los vacíos de su vida, porque éstos no
existen —dijo ella, maliciosa.
—Aún no has aprendido a callarte —dijo él—. Creo que no podré soportarlo.
—Ya sabes lo que puedes hacer al respecto.
—Querida, tú eres la que vas a sufrir, si seguimos con esta actitud guerrera. A
mí no me importa, pero espero que seas una buena madre y que no quieras que
nuestro hijo se entere de cómo están las cosas entre nosotros.
Ella se mordió el labio, consciente de la amenaza de sus palabras.
—Así que sé sensata —dijo él viéndola sonrojarse—. En lo que toca a l os vacíos
de su vida, quizá no quieras admitirlo, pero hay uno que se llama "padre". Y pienso
llenarlo.
Venetia no replicó. Después de unos minutos, terminó el té, sin que la cara
revelase ninguna de las sospechas ni preocupaciones que sentía. Ya no amaba a
Ryan; ¿cómo podría amarlo? Su crueldad mató el amor que la chica creyó eterno,
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pero la atracción física seguía tan fuerte como siempre. Fuerte y peligrosa porque él
también la sentía; él tampoco era inmune a ella más de lo que ella era a él.
Lo miró entre las pestañas, tratando de ver el paso de los años en los fuertes
rasgos. Había más arrugas en los ojos negros y una marca de autocontrol alrededor
de la boca, pero eso sólo lo hizo el tiempo. Envejecería, pero la atractiva cara que
heredó el niño lo haría atractivo aunque tuviera ochenta años. Pero no era su físico,
ni su cuerpo delgado, ni la piel bronceada, lo que hacía que las mujeres lo miraran.
Poseía una autoridad y una vitalidad que atraía las miradas. No era un hombre que
agradara, porque ésa era una palabra demasiado suave. Pero no se le podía ignorar.
Se le amaba, respetaba, admiraba. Una vez Venetia lo amó. Luego lo odió. Ahora,
debía aprender a ignorarlo. No iba a ser fácil.
—¿A qué te referías cuando dijiste que estaba dispuesta a usar mi cuerpo para
tener un aumento de sueldo? —preguntó de pronto.
—¿No es cierto?
—No hay nada profesional en esa conducta. Y hasta tú admitiste que yo era
muy profesional en mi trabajo.
—¿Y qué hay de Jeff Caldwell?
—¿Y qué de él? —Venetia frunció el ceño.
—Querida, no intentó esconder el hecho de que conseguiste tu trabajo en la
televisión gracias a que te acostaste con él. Luego, Brett March. Me contaste una
historia conmovedora acerca de tu matrimonio, pero él me dijo que tuvo que darte
dinero para que te divorciaras de su primo. Estabas dispuesta a usar ese matrimonio
para salir de la vida aburrida de un pueblo. Y es evidente que no tardaste mucho en
acostarte conmigo. Siempre asumí que era porque querías un puesto dentro del
equipo de noticias que estaba organizando. Quizá te hubiera ofrecido trabajo si te
hubieras quedado.
—Eres demasiado halagador.
—Supongo que era porque tenías muchos problemas para que la gente te
tomara en serio —dijo él suavizando la voz—. Una vez que tuviste tu oportunidad,
nadie podía echarte en cara tu trabajo. Eras muy profesional.
—Gracias —ella se preguntó por qué no le arrancaba los ojos.
¡Cómo se atrevía a pensar que ella se acostó con esos hombres para ascender de
puesto! ¿Cómo se atrevía a aceptar esas insinuaciones como si fueran verdaderas? En
ese momento supo lo que era querer asesinar a alguien. La furia desapareció y se
quedó con un mal sabor de boca.
Las suposiciones de Ryan explicaban muchas cosas. Y la conducta de ella debía
haber reforzado la evaluación cínica sobre su carácter.
Ella se comportó de modo estúpido, porque lo amaba. Pero si hubiera sido la
mujer amoral que él creía, ella no debió sentirse dolida cuando él la abandonó a favor
de su prima. Le ayudó a calmar su orgullo el entender al fin por qué él no hizo
ningún intento por suavizar el duro golpe.
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Ryan la observaba. Frunció el ceño como si no entendiera los cambios de humor
que se reflejaban en su rostro. Después de un momento le dijo con calma.
—Me pregunto si no podríamos declarar una tregua. Vamos a empezar a
vernos con frecuencia y será más fácil para John. Después de todo, compartimos
momentos agradables, gozábamos de nuestra compañía. No debe haber motivo para
que lo que sucedió hace seis años ensombrezca cualquier relación que pudiésemos
formar ahora.
Todo muy civilizado cuando ella se sentía agotada por haberse enojado tanto.
No podía contestar y la fría voz continuó:
—Sabes que ahora no obtendrás ninguna concesión de mi parte si usas tu
cuerpo tan deseable. Nos comprendemos. Eso podría ser una base bastante sólida
para el futuro. Olvida cualquier idea de huir otra vez. Ya me he perdido gran parte
de la niñez de John. No tengo la intención de perderlo de vista.
—Te iba a llamar eventualmente —dijo ella sin emoción—. Pero no sabía cómo
decírtelo.
—Así que te ahorré la forma de encontrar cómo decírmelo —era claro que no le
creía.
Ella no mentía. John tenía el derecho de conocer a su padre, pero se acobardó y
cuanto más se hubiera tardado, más difícil sería para todos. Sin embargo, ella
siempre pensó que algún día Ryan debía conocer a su hijo.
—Si sacas tus cosas del auto, te enseñaré cuál será tu cuarto —dijo ella,
encogiendo los hombros.
Era raro hacer la cama en el cuarto de huéspedes, sabiendo que Ryan se
acostaría allí. Nunca pensó que él volvería, fue un refugio cuando ella lo necesitaba
con desesperación. Y ahora le ponía las sábanas a la cama y le mostraba en dónde
estaba el baño, hasta cortó flores del jardín para alegrar el cuarto.
—¿En dónde duerme John?
—Al otro lado del corredor.
John se había quitado las colchas y dormía con abandono sobre las sábanas.
Tenía la cara roja por el sueño y un poco de fiebre. Pandy estaba en el suelo como de
costumbre. John murmuró algo cuando entraron y hundió la cara en la almohada.
Venetia sonrió y levantó el panda para ponerlo al lado del niño.
—¡Sí! —exclamó el niño sin moverse y ella levantó la vista hacia Ryan y vio que
la miraba con un brillo extraño en la profundidad de los ojos.
—Nunca pensé que tuvieras instintos maternales —dijo él, cuando salieron.
—Aun el cocodrilo tiene instintos maternales —dijo ella con acidez—. Con
permiso, prepararé la cena.
—¿Cocinas, Venetia?
—O lo hago, o morimos de hambre. El ama de llaves dejó algo listo, que lo
único que tengo que hacer es preparar la ensalada.
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—Qué alivio. Pensé que tendría que comer queso y naranjas.
Si él trató de bromear haciendo un comentario sobre lo que Venetia comió
durante mucho tiempo, falló.
—Mira, me doy cuenta de que puedes ser muy civilizado y elegante acerca de
todo este asunto. Yo todavía tengo que adaptarme. Vamos Pretender que nos
acabamos de conocer, quizá sea más fácil.
—Lo dudo —le dijo él con calma—. Si ésta fuera la primera vez que nos
conociéramos, estaría calculando qué tan pronto podría hacerte el amor. Y dudo que
eso sea lo que tienes en mente.
Hacía años que ella no se sonrojaba ante una insinuación sexual. Despreció el
color que le invadió las mejillas.
—En eso tienes toda la razón —desvió la mirada—. Sírvete un trago en la sala.
Creo que allí está el periódico. Regresaré en un momento.
El guisado ya estaba en la estufa y aún era pronto para preparar la ensalada. De
todos modos, lavó las verduras para tener algo en que ocupar la mente y no pensar.
Pero fue imposible. La única emoción que sentía Venetia, era querer ver que Jeff
Caldwell y Brett March se ahogaran en sus propias mentiras.
Pero no se les podía echar toda la culpa. Si ella no hubiera sucumbido a sus
propios deseos, quizá hubiera convencido a Ryan de que no era amoral como él creía.
Mas eso no hubiera hecho gran diferencia Recordó la noche que él vio a Elizabeth y
que se enamoró de ella, un cínico atrapado por la inocencia. Venetia aún no conocía
esa fuerte emoción.
Bueno, todo pertenecía al pasado. Podía recordar a la Venetia que sintió la
traición dura con una mezcla de piedad y de tristeza. Se creía tan independiente, tan
autosuficiente, pero en el fondo fue una tonta romántica, atribuyendo una pasión
grandiosa a un romance ordinario; ahora ya había aprendido la lección.
—¿Qué quieres tomar?
Sorprendida, vio a Ryan en el umbral de la puerta.
—Oh, una ginebra con agua quinada, por favor. Con un poco de alcohol.
Al entrar en la sala, ella bebió el trago que estaba justo como lo quería. Se lo
agradeció y se sentó, preguntándose cómo se comportaba uno en semejante
situación.
Seguía pensando que él no reaccionó como ella esperaba al saber de la
existencia de John. Se sentiría mejor si él se hubiera enojado.
—No has cambiado el lugar —comentó él viendo el cuarto—. ¿Realmente no
vives aquí, verdad? Aún eres una visita en la casa de tu abuela.
—Supongo que eso parece, pero no veo el motivo para alterar una casa de por sí
agradable.
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—Estás de paso, Venetia. Ya no te ata nada aquí ahora que tu abuela ha muerto.
Como el libro se desarrolla en Nueva Zelanda, sería mucho más fácil si trabajáramos
allá.
—No hay nada que te detenga para que regreses —dijo ella, indiferente—. Yo
soy feliz aquí.
Él sonrió y ella supo que no se rendiría. Sintió miedo. Sabía qué tan persistente
podía ser Ryan al usar una combinación letal de encanto, determinación y crueldad
para obtener lo que quería.
Él empezó a hablar de un escándalo político reciente de Nueva Zelanda; como
siempre, su charla era interesante. Venetia se relajó sin sentirlo, a pesar del hecho de
que sabía lo que él hacía. Escuchó e hizo comentarios, divirtiéndose como no lo hacía
en mucho tiempo.
—Tienes una gran inteligencia —dijo él después de un rato—. ¿Extrañas tu
trabajo?
—No. Sigo trabajando y es algo que me gusta.
—Ahora, quizá. ¿Cómo fue antes de que John naciera? Debiste habérmelo
dicho, Venetia. Por lo menos te habría mandado dinero.
Había algo en su voz que Venetia no entendió.
—Mi abuela no era pobre, Ryan —replicó ella—. Estaba feliz de poder
ayudarme.
—Me enoja que otros hayan cuidado a mi hijo.
—Eso ennoblece tu carácter, pero John fue concebido la última vez que…
estuvimos juntos. No fue tu culpa.
—Creí que estabas protegida.
—Tomaba la píldora, pero tuve ti… un bicho en el estómago cuando fui de viaje
y eso alteró el ciclo. Fue mala suerte.
—¿Qué tuviste? —ella guardó silencio y él maldijo al decir—: Tifoidea.
—¿Qué importa? La gente que se entromete en las desgracias ajenas debe
esperar atrapar las infecciones de esa gente. Yo tuve suerte. Estaba trabajando en el
hospital cuando ocurrió. Mucha gente murió incluyendo una persona que debió
tomar las medicinas que a mí me dieron.
Él estaba muy pálido, asombrosamente.
—Así que cuando regresaste… acababas de recuperarte de esa tifoidea. Y yo te
herí con el hecho de que nuestro romance había terminado. Y yo…
Venetia no era vengativa. Aun en lo profundo de su dolor y de su furia, nunca
quiso herirlo. Así que dijo con rapidez:
—En lo que toca al fin del romance, yo ya lo sabía. Tú y Elizabeth se miraron y
yo vi que sólo eso bastó. No te culpo… nunca lo hice. No se puede controlar el
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enamoramiento. No fue como si me hubieras mentido. Todo lo que sucedió fue tanto
mi culpa como tuya.
—¿Fue por eso que no me lo dijiste? ¿Porque sentías una especie de sentimiento
de culpa? Creí que tenías un juicio más claro, Venetia. Debiste saber que yo lo
hubiera aceptado, que me habría casado contigo. En los círculos en los que nos
movemos yo hubiera sido el primero en saber si me hubieras sido infiel.
—La infidelidad es la prerrogativa de los matrimonios —dijo ella con acidez.
Él terminó el whisky y dejó la copa con fuerza. Venetia podía sentir la furia
oscura, real y palpable de Ryan. Se quedó inmóvil viendo la brusquedad de sus
movimientos. Una de las cosas que la atraía tanto era su gracia tan diferente de la
fuerza de él. Era alto, pero no una torre; alguna vez lo describieron como una
persona elegante y sólo ella conocía la fuerza que se ocultaba bajo esa elegancia.
—Parece que estabas tomando una pequeña venganza —dijo él.
—Sin duda tienes razón —dijo ella con la dulzura de un niño, pero con
malicia—. Me conoces tan bien.
—Me estoy preguntando si alguna vez te conocí.
Se miraron ambos con un reto que se incubó desde hacía tiempo. Quizá fue
mejor que hubiera una interrupción. John apareció en la puerta, sonrojado e irritado,
y anunció:
—No quiero quedarme en la cama ahora, ya no estoy enfermo. Quiero ver
televisión. Ahora mismo.
—Está bien —dijo ella con calma. Se levantó y lo llevó al cuarto en donde estaba
el receptor.
Él parecía contento y un poco sospechoso pero ella encendió el aparato y le
acercó su panda.
—Odio esto —dijo el niño, molesto, cuando vio las noticias.
—Lo siento, es todo lo que hay.
—No quiero verlo —la miró de forma acusadora.
—No te culpo. Es aburrido, ¿no es cierto? ¿Quieres tomar el helado que te
prometí?
—Sí, por favor. ¿Es de mango y durazno?
—Sí, mi amor.
—Está bien —él le tomó la mano y toda la agresividad desapareció.
John comió en la cocina, ignorando a Ryan que había entrado en el cuarto, pero
viéndolo de reojo. Tomó jugo y bostezó.
—Ahora regresa a la cama —ordenó Venetia.
El niño protestó cuando ella se acercó a él para cargarlo.
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—Ya soy grande —señaló indignado—. Recuérdalo. No tienes que cargarme
como si fuera un bebé.
Cuando ella regresó, después de cobijarlo de nuevo, miró la ironía de Ryan con
desafío.
—Veo que has podido manejarlo.
—Tiene la testarudez de un cerdo y un carácter igual.
—¿Los cerdos tienen carácter?
—Trata de quitarle a una cerda uno de sus críos y verás —rió ella de repente.
—Me pregunto de quién lo habrá heredado.
—Me lo pregunto —dijo ella sonriendo—. Puedes llevarlo pero no conducirlo,
como decía mi abuela. De hecho, dudo que el llevarlo siga siendo posible. Por
fortuna, se puede razonar con él. A veces, tienes que esperar a que se le pase el
berrinche antes de que escuche, aunque casi siempre funciona.
—Creo que voy a quererlo —dijo él con lentitud, como si eso lo sorprendiera.
—Eso espero —sonrió ella—. Se parece mucho a ti.
—Esa —dijo él, sombrío—, es quizá la mejor razón para que no lo quiera.
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Capítulo 6
Mucho después, mientras se preparaba para dormir, Venetia se preguntó lo que
él quiso decir con ese comentario. El Ryan que recordaba era tan seguro de sí que no
hubiera admitido tener defectos.
Se dio cuenta de que estaba demasiado absorta en él. Debería olvidar esas
semanas en las que se amaron y en las que su vida estaba llena de pasión. Quizá sería
útil recordar lo que sucedió después, cuando durante meses pensó que la muerte era
mejor que el abandono en que vivía.
A pesar de la tensión pudo dormir y despertó para ver una mañana nublada y a
un John que tenía más ronchas.
—Tengo cincuenta y dos en mi estómago, pero no puedo verme la espalda.
—¿Te cuento las que tienes en la espalda? —sonrió Venetia.
—¡No! Quiero hacerlo yo solo.
—Bueno, que te ayude Pandy. Quizá él pueda verlas.
Quedó satisfecho con la sugerencia y más tarde bajó a decirle que también tenía
cincuenta y dos ronchas en la espalda.
—¿De veras? —dijo ella, alegre, mirando la cafetera.
Ryan aún no aparecía y recordó que siempre se levantaba temprano, pero ella
no iba a ir a buscarlo. Debería acostumbrarse a su rutina o prepararse sus propios
alimentos.
—Será mejor que te ponga loción —le dijo a su hijo—. ¿Te molestan las
ronchas?
—Pandy dice que le pican mucho, pero yo no me rasco las mías —contestó él,
formal—. Pandy se rasca las suyas.
—Oh, Pandy malo. Va a quedar cubierto de cicatrices. Ven, vamos a verlas.
El niño tomó su desayuno después de la loción, platicando con alegría como de
costumbre. No tenía fiebre y era obvio que ya no se quedaría en cama. No mencionó
a Ryan hasta que él apareció por la puerta trasera, sudando después de correr.
—¿Por qué todavía está este hombre aquí? —preguntó John con voz alta.
Oh, Dios, pensó Venetia. No había previsto los celos.
—Porque soy tu padre —dijo Ryan antes de que Venetia pudiera decir algo.
John abrió los ojos de sorpresa y luego preguntó con necedad:
—¿Por qué no vives con nosotros entonces, como el papá de Jamie?
—Porque no sabía en dónde vivían —dijo Ryan—. Tan pronto como lo supe,
vine.
John aceptó eso, para sorpresa de Venetia.
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—¿Vas a vivir con nosotros todo el tiempo ahora? —inquirió él.
—No lo sé —respondió Ryan, mirando con burla a Venetia—. Tendremos que
ver cómo funcionan las cosas. Pero jamás te olvidaré, aunque vivamos en casas
diferentes. A partir de ahora, me verás mucho. Dame tiempo para darme una ducha
y bajaré.
Hubo un silencio después de que Ryan se fue. John comió un pedazo de pan y
luego declaró:
—Pandy dice que su padre vive en China y que nunca va a venir a casa.
—Pobre Pandy. No importa, te tiene a ti para que lo cuides.
—Estoy enfermo —dijo John, bajando de la silla—. Pandy y yo vamos a regresar
a la cama. Queremos que vengas a cobijarnos.
Iba a estar más exigente que lo normal, pero parecía que la noticia brusca de
Ryan funcionó mejor que un método gradual. Cuando ella regresó, Ryan estaba en la
cocina, bebiendo café.
—¿Y bien?
—Parece bastante contento al respecto, aunque me temo que el papá de Pandy
no vendrá a casa —ella encogió los hombros.
Después de que se lo hubo explicado, Ryan quedó pensativo y comentó:
—Supongo que es inevitable que sienta celos.
—Supongo que sí. Lo superará. Es posesivo, pero no suele ser celoso.
—Tú lo conoces mejor que yo —ella abrió la boca para decirle algo, pero él se
adelantó—. Eso es algo que tengo la intención de rectificar —le sostuvo la mirada.
Ella sintió que se tensaba al verlo tan seguro y arrogante pero sólo preguntó:
—¿Qué quieres desayunar?
—Yo puedo prepararlo. ¿Qué no quieres empezar a trabajar?
—Bueno, sí, pero…
—Una de las consecuencias de haber tenido una madre que estaba demasiado
ocupada como para ser madre, me dio cierta experiencia —dijo él con frialdad—. Soy
bastante capaz para preparar mi desayuno.
—Bien. ¿Y sabes usar una lavadora de platos?
—También puedo hacerlo.
—Entonces, estás en tu casa.
En el estudio, ella se quedó un momento pensando. ¿Qué era exactamente lo
que ella sentía por él ahora? Una gran cautela; no tenía la intención de volver a
enamorarse de él. La última vez le dejó cicatrices para toda la vida.
Estaba tan concentrada en su trabajo, que no oyó a John cuando entró.
—¿Sí? —dijo ella con vaguedad levantando la vista.
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—Dile que se vaya —ordenó él sonrojado y belicoso—. No es mi papá. Mi papá
es amable.
—¿Qué sucede?
—Quiero ver televisión y ese hombre me dijo que no podía. Dile que sí puedo.
Estoy enfermo, ¡eso dijo la doctora!
—Sabes bien que a esta hora de la mañana no hay nada en la televisión que
puedas ver —dijo ella con severidad—. En cuanto a lo de estar enfermo, hijo mío, los
niños enfermos se quedan en cama, duermen mucho y se sienten mal. ¿Estás en
cama?
—No —sonrió él.
—¿Estás dormido?
—No —él sonrió más.
—¿Te sientes mal?
—Tengo un poco de comezón —dijo él bajando las pestañas—. Pandy está muy
enfermo.
—Entonces Pandy debe ir a la cama, leer un libro, dibujar con colores, tomar un
poco de limonada y dormir un poco —Venetia vio algo con el rabillo del ojo—, y
cuando Pandy se sienta mejor y se porte bien, puede jugar un poco en su
computadora. Ahora, váyanse.
—¿De verdad es mi papá? —dijo John con ansia.
—Sí.
—¿Me caerá bien? —dijo él preocupado, pero con confianza.
Venetia miró la puerta y vio que Ryan estaba parado allí.
—Sí —dijo ella con firmeza—. Quizá tome un poco de tiempo, porque él no está
acostumbrado a tener un hijo y tú no estás acostumbrado a tener un padre, pero él te
quiere mucho y tú también lo querrás.
—Está bien —suspiró con resignación.
Venetia también suspiró un poco. Ryan se había ido para dejar el camino libre.
Permaneció sentada, con la mirada perdida. Oyó a lo lejos la voz de John;
parecía alegre, pero podría estar teniendo una de sus interminables conversaciones
con su oso panda.
Los celos debían ser una de las emociones más amargas y una de las más
difíciles de superar. Pobre John.
Se levantó y fue hacia donde se originaba la voz. Era en la cocina y el tono grave
de Ryan le contestaba. Sintiéndose desolada de pronto, regresó al estudio pero le fue
difícil concentrarse.
A la hora del almuerzo, le complació ver la cantidad de trabajo que había
logrado hacer; dos días más y el manuscrito estaría listo para publicarse. No estaba
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
mal, pero, como siempre, la desilusionó el resultado final al compararlo con su idea
inicial.
Ryan preparó una ensalada con carne fría y puso la mesa con la ayuda de John.
Parecían en términos amigables y eso era un alivio. Se lavó las manos y entró en la
cocina con una sonrisa.
Fue una comida agradable a pesar de la tensión. John comió mucho, como de
costumbre, pero habló poco, mirando de reojo a su padre. Ryan lo veía en forma
directa sonriéndole. Venetia notó con resignación que su encanto funcionaba con los
niños pequeños igual que con las mujeres impresionables. Ryan le preguntó por su
libro con interés genuino.
—Bueno, ahora es la parte aburrida —replicó ella y le contó acerca de la
desilusión que sentía con cada trabajo.
—Lo entiendo —dijo él—. Soñamos con la perfección, pero el resultado siempre
está lejos de eso. Así es la vida.
Después de la comida, John fue arriba con su oso, tarareando una canción que
indicaba que se sentía mejor.
—Trabajaré hasta que John decida salir de su cuarto. ¿Estarás bien? —preguntó
Venetia.
—Puedo arreglármelas —replicó él, seco—. Deja los platos. Los pondré en la
lavadora.
—Gracias —ella sabía que parecía rígida, pero él no tenía que mirarla de esa
forma.
¡Gracias a Dios que tenía trabajo! Mientras se concentraba, no tenía por qué
preocuparse por la presencia de Ryan.
Al despertar John, llegó Kay Dodwell con su hijo Jamie. Entraron con Ryan en
la cocina en donde John comía una naranja y Venetia se dio cuenta de que Kay
identificó a Ryan de inmediato. Los presentó y notó con resignación que Kay
tampoco era inmune al encanto viril de Ryan.
—Él es mi papá —anunció John con despreocupación—. Es más grande que el
tuyo.
—Mi papá tiene una barriga más grande —dijo Jamie viendo a Ryan.
—Por desgracia, tiene toda la razón —rió Kay.
—Chicos, ustedes coman sus naranjas y luego pueden jugar con los camiones y
los cubos. Kay, ¿quieres un café?
—Me encantaría.
—¿Y cómo se está portando John? —preguntó Kay, alegre—. Es tan posesivo,
que me imagino que deben tener problemas. No está acostumbrado a compartir la
atención de Venetia.
—Sólo con su trabajo —comentó Ryan con sutil insolencia, mientras a Venetia
se le encendían las mejillas de furia.
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—Todos los niños se acostumbran a compartir a su madre con su trabajo,
cualquiera que éste sea —comentó Kay—. Mis talentos son sólo domésticos, pero me
concentro igual que Venetia en mis actividades. Puedo olvidarme del mundo
mientras se elabora un patrón de tejido. Ya no se suele ver mal a las mujeres que se
quedan en casa.
—Eso no era a lo que yo me refería, pero tomo nota —sonrío Ryan—. Y sí,
observo un cierto resentimiento por parte de John. Sin embargo, se acostumbrará a
compartir el día de su madre conmigo.
Kay miró la cara retadora de Ryan y la máscara fría de Venetia y dijo con
demasiada alegría:
—Bueno, qué bien. Pasa mucho tiempo con nosotros y James siempre está
dispuesto a hacerla de padre adoptivo, pero John necesita el propio. ¡Miró a Jamie
con orgullo cuando presumió de su estatura!
Todos sonrieron y miraron a los dos chicos que se divertían en construir
carreteras y en destruirlas otra vez. John estaba de pie, explicando algo; Jamie lo
escuchaba y asentía.
—Allí tienen —dijo Kay—. John dirige y Jamie lo sigue.
John los miró y corrió hacia su madre para apoyarse en su rodilla con
posesividad mientras miraba a Ryan. Era claro que quería que su madre fuese para él
solo. Venetia le tocó la frente con afecto. Estaba fresca, pero tenía un par de ronchas
nuevas en las mejillas.
—¿Podemos tomar limonada? —preguntó John, con cortesía.
—Sí, te la prepararé y luego tú y Jamie pueden ver las caricaturas. ¿Qué te
parece?
—Fantástico, pero Jamie y yo debemos regresar a casa —Kay se levantó y tomó
la mano de su hijo—. Tengo que preparar la cena y debo llevar a Sarah a la gimnasia.
Despídete, Jamie.
Esa noche, algo que Kay dijo surgió de forma inesperada. John ya dormía y
Ryan había puesto un disco en el aparato. La música del piano era reconfortante;
Venetia dejó que su mente vagara con la melodía. Sólo una vez pensó que así debió
ser siempre, compartiendo algo sin tener que hablar, mientras su hijo dormía.
Los sueños causaban más daño que la malicia abierta, pensó ella.
Cuando el disco terminó, Ryan le preguntó sin preámbulos:
—¿Por qué dijo tu amiga que su marido gozaba al ser un padre adoptivo? ¿Te
deshaces de John con ellos?
El ataque la tomó por sorpresa.
—Jamie y John son muy buenos amigos. Pasan mucho tiempo juntos, la mitad
aquí y la otra en casa de Kay. Como Kay tiene un matrimonio feliz, su esposo pasa
mucho tiempo con ellos —ella vaciló, preguntándose si no diría una tontería, pero
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añadió—: Pensé que era importante que John tuviera la imagen de un padre en su
vida.
—¿Alguien más estable que tus amantes?
—Mi abuela era muy liberal, pero no aprobaba la promiscuidad. Y como no creí
que fuera justo que ella tuviera que cuidar al niño, no he vivido precisamente en un
torbellino social.
—¿Estás tratando de decirme que no ha habido amantes? —dijo él
observándola.
A pesar del ansia que ella sentía, algo en su mente le aconsejó cautela. Podía ser
peligroso admitir la falta de interés masculino en su vida. Sosteniéndole la mirada, le
indicó:
—No estoy tratando de decirte nada, Ryan. No tienes ningún derecho en lo que
a mí concierne, como tampoco en interesarte por mi vida emocional.
Sí, eso le dolió. Él entrecerró los ojos aún más.
—John es mi hijo y tú has sido la responsable de su bienestar. Eso me da
bastantes derechos para saber acerca de todos los aspectos de tu vida, ¿no es cierto?
—Quizá. Pero no voy a decirte si tengo o no amantes.
—Si tu respuesta de ayer pudo servir de indicación, has sido célibe por largo
rato —señaló él con tono ofensivo—. Conozco la frustración cuando la veo. Estabas
loca por un hombre. Cualquier hombre.
El insulto desató su furia; ella pudo sentir la rabia ciega con tanta violencia que
se puso a temblar.
—¡Maldito insufrible! ¡Cómo te atreves a venir aquí con tus insinuaciones
crudas y tus insultos despreciables! ¿Qué te da el derecho para que me juzgues?
Dime, ¿con cuántas mujeres te has acostado? ¿Puedes contarlas? ¿Puedes siquiera
recordarlas? Yo sé exactamente con cuántos hombres he hecho el amor, cada uno de
ellos y los puedo recordar…
Él se paró de la silla y la levantó por los hombros con tanta rabia, que se calló
antes de que él la sacudiera.
—¡Cállate, malvada, cállate! —murmuró él entre dientes—. Estás gritando como
una verdulera. No quiero saber acerca de tus amantes, me llenas de disgusto cuando
hablas de ellos…
—Ryan, suéltame —susurró ella, temiendo la explosión desatada. Sus ojos
brillaban de furia—. Ryan… —repitió casi como una súplica.
Él la apretó con más fuerza, impidiéndole escapar. Ella lo miró con fijeza
tratando de evitar eso antes de que continuara, pero él la besó y toda la precaución,
toda la sensatez, desaparecieron en el ansia increíble que la sacudía.
Sucumbió como si se ahogara, abriendo la boca para que él la invadiera,
recibiendo el dolor que no era dolor porque venía de todos los centros de placer del
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cuerpo, suave e intenso como un choque eléctrico, hasta que ella se quedó ciega y
sorda concentrándose en los demás sentidos.
Y a través de todo, el profundo conocimiento, el saber instintivo de que, entre
todos los hombres del mundo, ése era su compañero.
Él levantó la cabeza y murmuró unas palabras que rozaron sus labios con
erotismo, encendiéndola de nuevo. Ella hizo un ruido extraño en el fondo de la
garganta y le besó la comisura de la boca, la mandíbula y el hermoso y fuerte cuello.
—Oh, Dios, ¿por qué no puedo controlar esto? —susurró él con los dientes
apretados—. ¿Por qué tienes que ser tú?
El tormento de sus ojos heló la sangre de Venetia. Ella lo miró y le enmarcó la
cara con las manos; también él tenía la boca hinchada y al ver la angustia en los ojos
negros, ella dijo con suavidad:
—No, Ryan. No, querido. No es así.
Él cerró los ojos y le besó el cuello. Ella no respondió y después de un momento,
él la miró, ya sin tormento. Su cara era una máscara suave, encendida por el deseo.
Parecía haber librado una lucha interna y que había ganado a un costo enorme.
Venetia estaba asustada. Trató de retroceder, pero él se lo impidió.
—No, no lo harás. Veamos si mis recuerdos han sido sólo fragmentos de mi
imaginación, ¿no? Nada podría ser tan bueno como yo lo recuerdo.
—No creo que sea una buena idea —dijo ella, tan dolida como él—. Es mejor
que nos detengamos.
—¿Cuando se pone interesante? —él le tocó el pulso de la garganta y sonrió—.
¿Qué no quieres recordar, Venetia?
Venetia estaba aterrada y trató de liberarse del ansia, del hambre y de la
atadura de su propio cuerpo y dijo con dureza:
—¡No! Esto ha ido demasiado lejos. No quieres hacer el amor, quieres
castigarme.
—Siempre fuiste demasiado inteligente para tu propio bien, pero ahora no es
cierto. No quiero castigarte a ti, tanto como a mí.
Ella trató de zafarse del sello de su boca. La autoconservación combatió con la
oleada de sensaciones; advertía los besos que buscaban cavidades sensibles y, al
sentirlo, se dejó invadir por el deseo, a pesar de la cruel delicadeza que él usaba
como arma.
Sabía lo que él quería hacer. Él había conquistado sus propios deseos y la falta
de control que tanto aborrecía, y ahora la iba a forzar a entrar en la incontrolable
región de los sentidos que ella recordaba tan bien, mientras que él conservaba todo
su dominio.
—¡No! —exclamó ella, mientras se estremecía.
—Calla, calla —murmuró él.
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Pero Venetia lo empujó, tratando de zafarse hasta que él perdió los estribos y
cayó sobre ella en el sofá. Antes de que la chica pudiera huir, él le arrancó el vestido
y la puso sobre él con sólo la ropa interior.
Ryan tenía las mejillas encendidas. La vio con pasión ciega y le besó el pezón
bajo la tela delgada. Ella gimió, inmovilizada por una punzada de deseo tan aguda
que la perdió, mientras sentía sus besos sobre la piel. Le desabrochó la camisa y
acarició la piel que la quemaba con abandono y goce.
—Mira —dijo él con voz ronca—. Mira lo que te puedo hacer, Venetia.
Casi fuera de sí por el deseo, ella siguió su mirada hacia donde la tela estaba
húmeda. Él hundió la cara entre los senos y la movió de un lado a otro para convertir
los delicados pezones en ardientes puntas de deseo y le preguntó con voz ronca:
—¿Tú misma alimentaste a John?
—Sí, durante siete meses —las palabras fueron pesadas, casi sin tono ni
significado.
Ella luchó en contra de una oleada de pasión tan intensa, que sintió un dolor
interno y casi sin quererlo empezó a mover las caderas, buscando el tipo más
primitivo de satisfacción para apaciguar el fuego que él despertó.
Él era como una roca bajo ella, estaba rígido, conteniéndose, y ella sintió las
señales de la excitación de su cuerpo y se movió desesperada, por calmar el ansia.
En ese momento ella no quería nada más que lo que iba a suceder; los años
felices y productivos se deslizaron hasta una especie de limbo gris; toda su
tranquilidad y lógica se disiparon como humo en el viento y estaba perdida,
abandonándose al deseo, ansiosa por sentir amor y la satisfacción y plenitud que
seguirían, impaciente por apaciguar ese saber interno de que, para ella, él era el único
hombre sobre la Tierra.
Sonrió con los ojos entrecerrados a modo de una esfinge enigmática y miro
como una vez más la boca de él le besaba el seno. Cómo podía ser tan diferente,
pensó, sintiéndose mareada, un niño…
El cuerpo de ella se convulsionó en una agonía de placer.
—Con suavidad —murmuró Ryan—. Quiero que esto dure horas… Ha pasado
tanto tiempo, que quiero saborear cada minuto, cada dulce segundo…
Pero la fiera oleada de pasión fue alejada por la razón.
John, pensó ella, luchando por recordar algo. Oh, Dios, ¡John! Con voz
entrecortada, exclamó:
—¡No! ¡No quiero embarazarme de nuevo!
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Capítulo 7
Ryan se tensó y luego la soltó de la cálida prisión de sus labios. Por un
momento yació con la cara hundida entre sus senos hasta que la miró.
—¿Es posible?
—Sí, lo es. Yo no… no… —Venetia asintió, revelando con la mirada lo que la
situación provocaba.
Él dijo algo que hubiera debido avergonzarla de no haber sentido lo mismo. La
pasión desapareció y fue sustituida por la frustración y un ansia que eran lo que
Venetia sentía.
Los brazos de él apretaron sus caderas forzándola a entrar en contacto íntimo
con él, y a pesar del sentido común que surgió tan tarde y de forma tan dolorosa, ella
se movió contra él durante un segundo.
—Por el amor de Dios, ponte el vestido —dijo él empujándola.
Ella se levantó, estremeciéndose con un ansia feroz. Por primera vez ella pudo
seguir los dictados de su conciencia y no sucumbió a las necesidades de su cuerpo.
Debía sentirse fuerte, valiente y madura. En vez de ello, sólo quería no haber
recordado nunca a John, nunca haber pensado en que no estaba protegida.
Ella se quedó de pie, mirando en torno suyo sin comprender. La vergüenza
evitaba que mirara al hombre del sofá. Vio que su vestido estaba tirado en el suelo y
fue por él con rapidez.
—Podrías ganar buen dinero si alguien te fotografiara ahora —dijo Ryan con
cinismo y dureza—. La excitación personificada; el sexo en su disfraz más peligroso.
Ella palideció. Mientras se ponía el vestido, supo que él había visto sus senos
erectos.
—Ryan, ¿qué no puedes ver que esto no funcionará? Yo…
—No lo sé, querida —dijo él mientras la observaba—. Un hombre debería ser
un tonto si no obtiene lo que ofreces.
—No estoy ofreciendo nada, ¡maldito! —explotó ella—. ¡Cómo te atreves a
venir aquí y pensar que tienes el derecho de continuar lo que empezaste, como si yo
fuera una mujer que hubieras comprado! ¡Me abandonaste entonces, no quisiste lo
que yo te ofrecía, y sería una imbécil si vuelvo a cometer el mismo error!
—Tú me deseas —dijo él con frialdad.
—Como una vez me dijiste en una de las ocasiones más memorables de mi
vida, es probable que tú siempre puedas hacer que yo te desee —le escupió las
palabras—. No significó nada para ti entonces, no significa nada para mí ahora.
—Mentí —dijo él con expresión insondable—. Oh, pensé que estaba diciendo la
verdad, me convencí de que lo que sentía por ti era sólo deseo, puro y simple, y
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porque tuve un ataque de remordimiento te herí, igual que tú tratas de herirme
ahora.
—Supongo que vas a intentar convencerme de que me amabas —se burló ella
asiéndose de su enojo, porque tenía que defenderse de la fuerte influencia que él
ejercía en ella—. ¡Es impresionante el grado al que puedes llegar para hacer que una
mujer se acueste contigo!
—No, no voy a tratar de convencerte de nada; de todos modos no creerías una
palabra de lo que te diga. Con franqueza, no puedo culparte, pero…
Alarmada, Venetia retrocedió cuando lo vio acercarse.
—Esto —dijo él con suavidad tocando el pulso que latía traicionero en la base
del cuello de la chica—, es algo que ninguno de los dos puede ignorar, esperando
que desaparezca. Puedes resentirlo; es cierto que yo lo resiento, pero existe, y los
últimos seis años no parecen haber hecho ninguna diferencia.
Ella contuvo el aliento, sintiendo las caricias de sus dedos.
—Es por eso que no deberías estar aquí, Ryan —dijo ella, cautelosa.
—Por el contrario —él le acarició la mandíbula—. Si algo he aprendido en estos
seis años es que no vale la pena luchar ni huir. Es por eso que si no quieres tener más
hijos, será mejor que vayas al doctor mañana. Te daré una semana. Entonces voy a
saciarme de ti hasta que ambos estemos demasiado agotados hasta para salir de la
cama.
Ella sintió que la sangre se le helaba. Trató de zafarse, pero él la sujetó con
crueldad.
—No puedes hablar en serio —protestó la joven.
—Nunca más. De una forma u otra, voy a deshacerme de la debilidad que
representas. Nunca he sentido más que desprecio por los hombres, o mujeres, que
son esclavos de sus pasiones. No tengo la intención de ser uno de ellos. La
abstinencia no parece haber conquistado esta ansia que tengo, así que veremos si la
depravación funciona. Me imagino que después de unos meses de tenerte, sentiré
aversión gracias a un empacho de tu hermoso cuerpo y entonces quizá tú y yo
podamos crear algún tipo de existencia que le dé a John la vida estable que necesita y
merece.
Él no lo dijo, pero ella supo que tenía en mente el momento cuando esa pasión
inconveniente y arrasadora pudiera al fin ser apaciguada y exorcizada, y cuando ella
no lo perturbara más. Estaba enojada y aterrada porque sabía que eso jamás le
ocurriría a ella. Si él muriera quizá ella sería capaz de amar a otro hombre, pero
nunca sería igual. Nunca esa dulzura consumiente y violenta de la sangre, esta
comunión de cuerpo, alma y mente. Lo que él veía como una debilidad que debía
erradicar, ella sabía que era amor.
Y si ella lo dejaba tomarla, la destruiría.
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—No té permitiré que me trates como si fuera una enfermedad contra la que
debes vacunarte —dijo ella con una compostura helada que ocultó su miedo y
desesperación.
Él sonreía todavía, con esa sonrisa enloquecedora y aterradora. Pero su mirada
era determinada y un poco especuladora. Había fuego en los ojos, pero era un fuego
helado.
—No podrás detenerme —dijo él con calma, sin atender a la amenaza—. Porque
ambos sabemos que sólo tengo que besarte y podría tomarte sobre la mesa de la
cocina si quisiera. Y quiero hacerlo. Cuando llegue el día en que pueda verte sin que
sienta cómo se me hunden las costillas, saldré de tu vida y sólo necesitarás verme en
relación a John.
Él dejó su barbilla y le rozó la boca. Toda el ansia negada a su cuerpo
hambriento volvió a la vida; ella se estremeció y retrocedió.
—No voy a ser tu esclava sexual. Olvidas que ya lo fui una vez y no me gustó
mucho. Si quieres sexo al instante, tendrás que casarte conmigo.
Ese último comentario fue muy imprudente. Ella no hablaba en serio, no se
casaría con él, pero quería hacerle perder el control del que estaba tan orgulloso.
En vez de eso, él la miró de forma enigmática como si ella acabara de darle la
solución que buscó por tanto tiempo.
De pronto, ella se sintió exhausta. Los hombros siguieron erguidos, pero la voz
estaba vencida, mientras ella se alejó de la mirada socarrona.
—Eso fue algo muy estúpido, porque yo no me casaría contigo. Voy a irme a la
cama, Ryan, estoy cansada.
Él la dejó marchar y la siguió después de unos minutos. En el solitario
dormitorio, ella esperó hasta escuchar las pesadas pisadas de él dirigiéndose a su
cuarto, entonces se puso su camisón y se metió en la cama. Permaneció tensa y
dolorida durante lo que parecieron horas.
Apenas había logrado dormirse, cuando un gemido de John la hizo salir de la
cama. Sin molestarse en ponerse una bata, corrió hacia el cuarto del niño. Él estaba
sentado en la cama, con la cara llorosa y la boca abierta de susto. La luz de la lámpara
lo hizo parpadear, pero el terror de su expresión desapareció cuando la luz hizo
desaparecer la pesadilla. Venetia se sentó en la cama, abrazándolo.
—¿Qué pasó? —preguntó ella con dulzura.
Él sacudió la cabeza con violencia y la hundió en el hombro materno.
—Cariño, ¿era una pesadilla?
Él sollozó y afirmó con la cabeza.
—No te preocupes, sé que asustan mucho, pero era sólo un sueño, amor, no era
algo real.
Él estaba tenso y rígido, y, sin soltarla, se sentó en su regazo.
—¿Quieres un poco de limonada?
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Él negó con la cabeza con fuerza.
—A veces ayuda si puedes hablarme de ello —sugirió ella—. ¿Por qué no
fingimos que era una película y me dices qué pasó?
Él pareció relajarse un poco, pero después de pensarlo un rato dijo:
—No, mamá, tú también te asustarías.
Ella sintió una oleada de ternura. Él era tan pequeño, tan valiente. Debía ser
parte de su instinto esa necesidad masculina de proteger.
Venetia apoyó la mejilla en el pelo húmedo.
—Entonces, Pandy. ¿Se asustaría él?
—Pandy estaba allí y estaba asustado… él… —John tragó saliva.
Venetia lo abrazó con fuerza y empezó a mecerlo.
—Cariño, no era cierto, era sólo un sueño. ¿Ves?, yo estoy aquí, tú estás aquí, en
tu cuarto, en casa. Pandy también está aquí.
—Y yo estoy aquí —dijo Ryan desde la puerta.
John se tensó y Venetia dijo con rapidez:
—Y papá está aquí. Papá es un hombre grande y fuerte, John, él no se asustaría
si le cuentas tu sueño.
John se relajó. Vio con preocupación a Ryan que estaba ya cerca de la cama. Con
cautela, John preguntó:
—¿Puedes matar monstruos?
—Todo el mundo puede matar monstruos —prometió Ryan—. Hasta los
monstruos de los sueños. Sólo tienes que saber cómo.
—Está bien, te lo diré. Quiero que te quedes, mamá, pero no escuches.
—Oye, ¿qué te hizo pensar que yo no puedo matar monstruos también? —
bromeó Venetia—. Ningún monstruo se atreve a entrar en mi sueño porque sabe que
lo haré huir de inmediato.
John aceptó eso y Venetia pensó que eso era una prueba de que ciertas actitudes
masculinas pueden ser modificadas.
Escuchó con atención la pesadilla, un cuento de monstruos con grandes dientes
y la persecución y eventual captura de Pandy. En poco tiempo, John ya casi estaba
liberado del horror, pero cada vez que le temblaba la voz, Ryan le preguntaba qué
haría si estuviera haciendo una película acerca de eso, y después de sugerencias de
los dos padres, John ya estaba más alegre, describiendo una acción inteligente de
Pandy.
—Yo creo que eso asustaría a cualquier monstruo —dijo Ryan, alegre—. Uno de
estos días te llevaré al escenario de una película que estoy haciendo.
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Ryan le explicó cómo era la película. Bostezando pero emocionado, John contó
un resumen entrecortado de una película a la que lo llevó Venetia, interrumpiéndose
al fin para restregarse los ojos.
—Creo que ahora ya puedes volver a dormir puesto que sabes qué hacer si tu
pesadilla regresa —propuso Venetia acariciándole el pelo—. Te traeré una limonada.
¿Quieres que deje la luz encendida?
—Creo que a Pandy le gustaría un ratito —dijo John, después de mirar a su
padre entre las pestañas.
Ryan no dijo nada, pero al salir Venetia del cuarto, lo vio darle el oso a su hijo
con una sonrisa de comprensión y de afecto. Sí, John necesitaba un padre.
Bebió toda la limonada y luego se deslizó bajo las colchas, sonriéndoles a
ambos.
—Pandy está cansado —explicó el niño.
Al salir, Venetia aún sonreía al ver a Ryan.
—Supongo que Pandy es su alter ego. Pensé que sólo los niños solitarios tenían
compañeros de juegos imaginarios —dijo Ryan.
—¿Y tú? ¿Tuviste un compañero imaginario?
Él parpadeó como si hubiera sido sorprendido.
Después de un tenso momento, dijo:
—Sí, lo tuve. Pero yo era un niño solitario.
—Y muy imaginativo. John no pasa todo el tiempo en la escuela, ni jugando con
Jamie. Cuando necesita un compañero, tiene a Pandy. Ya lo está superando ahora;
dentro de unos meses ya no lo necesitará.
Él asintió, sin verla. Luego dijo su nombre casi como una pregunta.
Ella lo miró y él acarició su mejilla. Fue un movimiento tentativo, casi
titubeante. Venetia no se movió y no dejó de mirarlo. Su barba era una sombra
oscura que hacía un poco borrosos los contornos de su mentón, un músculo se
flexionó como cuando él estaba tenso.
Él la miró con ojos atónitos y gimió.
—Dios, nunca… —ella debió mostrar su sorpresa porque él se detuvo y calló.
Le acarició la boca y la frágil sien y luego dijo con lentitud—: Te veré mañana.
Fue difícil alejarse y regresar al solitario dormitorio. Después de la crisis de
pasión de antes, ella pensaba que nunca podría enfrentársele de nuevo, pero como su
hijo actuó como intermediario, el primer encuentro no fue embarazoso.
Y de alguna manera, el incidente afuera del cuarto de John le quitó el elemento
punzante a los recuerdos. Aunque quizá nunca sabría lo que él pensaba, ella vio en
su semblante una atormentadora ternura que la maravilló y sorprendió. Si no lo
conociera mejor, habría pensado que él acababa de darse cuenta de algo tan grande,
que hasta su cerebro inteligente no había podido comprender.
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Mientras caía en el sueño, recordó los amplios hombros, el vello que le bajaba
hasta la cintura. Era como una estatua de bronce que hubiera cobrado vida, de forma
peligrosamente atractiva. La hacía sentirse ansiosa y excitada; satisfacía su vista
mientras capturaba las reacciones de su cuerpo y le estimulaba la mente.
El último pensamiento de Venetia fue que vio cómo Ryan se enfrentó a la
pesadilla de su hijo.
John despertó al día siguiente con una roncha enorme que le mostró a su
madre, se negó a tomar el desayuno y la miró con gran enojo cuando ella se negó a
llevarlo al zoológico. Parecía arrepentido de haberse abierto con su padre, se percató
Venetia. Era muy digno, algo que Ryan apreciaba. Después de un intercambio de
miradas con Venetia, se dispuso a recobrar el terreno perdido. Lo hizo bien,
adoptando una actitud casual que aguijoneó la curiosidad de John.
Venetia pensó que era como un cazador experto que había logrado atrapar a un
animal pequeño y sospechoso. Eso la habría divertido a no ser porque le asustaba el
descubrir lo buen psicólogo que era Ryan.
Por lo menos ya no la amenazó como lo hizo la noche anterior. Mientras trabajó,
Venetia pudo deshacerse de los recuerdos, pero cuando apagó el procesador de
palabras, éstos regresaron a la memoria. Y con ellos lo que sucedió después de la
pesadilla. Pero Ryan no mostraba ningún signo revelador de qué lo indujo a eso.
Durante todo el día, él fue agradable, un poco distante, hablándole a John
después de la cena con una calma que tensó a Venetia. Cuando él ocultaba sus
emociones detrás de una pantalla suave e incomunicativa, era cuando se mostraba
más peligroso. Recordó la entrevista que le hizo a Pereira. Del mismo modo que
relajó al hombre antes de usar la frase maestra, el comentario sereno, pero agudo,
que obligó al hombre a revelar su gobierno brutal y violento.
Consideraba que él haría con ella lo mismo que con el dictador, que haría lo
mismo con John. Con un poco de aliento y algún subterfugio haría que John
aprendiera a quererlo; y ella… bueno, ya había manifestado lo que intentaba hacer
con ella.
Nunca, pensó con amargura. Ella tenía más orgullo.
Durante la siguiente semana, estuvo temerosa y a la defensiva, dándose cuenta
de que era difícil hacer frente a un Ryan que era muy agradable, tranquilo y fácil de
complacer, que al parecer usaba toda su energía en construir alguna relación con
John. A pesar de las sospechas, Venetia se relajó y más aún cuando el plazo que él fijó
expiró y no intentó hacerle el amor.
Quizá había cambiado de opinión, pensó ella. Eso le dolió tanto, que se rebeló
ante su propia debilidad. ¿Acaso en su inconsciente estuvo alimentando esperanzas?
Durante un par de días, actuó rígida y tensa con él, y aunque la miraba con
burla, no intentó persuadirla y ella desechó sus miedos al gozar de su compañía.
Las ronchas de John desaparecieron. Empezó a aceptar que Ryan era una parte
ineludible de su vida. Venetia mandó el manuscrito por correo. Esa noche Ryan los
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
llevó a cenar y cuando John se hubo dormido, abrió una botella de champaña para
ambos.
—¿Y cuál es el motivo de esto? —preguntó Venetia, nerviosa.
—Deja de mirarme como si esperaras lo peor. Pensé que debíamos hacer un
brindis por el éxito de tu novela —le entregó una copa.
—No estoy acostumbrada al champaña —pero de todos modos bebió el líquido
delicioso.
—Supongo que no —él se reclinó en la silla y la miró con una expresión que la
puso nerviosa—. Los últimos seis años no han sido fáciles para ti, ¿verdad?
—No fueron tan malos —ella encogió los hombros—. John ha sido una alegría
constante y mi abuela era… bueno, hubieras tenido que conocerla para apreciarla.
—Yo no le agradaba —dijo él, sereno—. Me pregunté por qué en ese entonces,
pero no puedo culparla. Debió pensar que yo era un completo canalla.
—No lo hizo —Venetia pensó que él no debía quedarse con esa impresión—.
Hasta el día en que viniste, ella no tenía idea de quién… quién era el padre de John.
—Ya veo.
—Oí la voz de Liz en la puerta y, llena de pánico, le pedí a mi abuela la
promesa de que no diría nada. No se le tenían que explicar las cosas. Tenía una
inteligencia brillante.
—Bueno, eso por lo menos explica por qué fue tan fría con nosotros, Elizabeth
dijo que tú siempre fuiste su preferida. Decía que se parecían mucho.
—Yo no soy tan fuerte —dijo ella, herida al oír el nombre de Elizabeth.
Él bebió un poco de champaña y miró la copa como hipnotizado.
—¿Por qué no me dijiste que estabas embarazada?
—No lo supe al principio. Pensé que los síntomas eran sólo consecuencias de lo
que sucedió. Cuando me di cuenta, ya estaba en Australia con la abuela y tú estabas
comprometido con Liz. No parecía el momento propicio para anunciar que serías
padre.
—Yo lo hubiera aceptado, Venetia —dijo él sin emoción.
—Sí, lo sé —suspiró ella—. Pero estaba Elizabeth. A ella no le habría gustado.
¿Y quién la hubiera podido culpar?
Él bajó la vista como si el nombre de Elizabeth le doliera.
—Sí, lo hubiera odiado. Sin embargo, quisiera que me lo hubieses dicho.
—No hay necesidad de sentir tal responsabilidad. La última vez… tú no
quisiste… Yo…
—La última vez, al igual que todas las veces, te deseaba con una desesperación
que destruía toda lógica, toda razón. Desde mi niñez, cuando supe lo peligrosas que
podían ser las emociones, me enorgullecí de mi control. Hasta que te conocí, me las
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pude arreglar con mi sexualidad con reserva y un cierto grado de elegancia. Tú eras
un peligro para mí porque las reglas ya no funcionaban. Sólo tenías que sonreír y yo
estaba perdido para todo, menos para una pasión tan irresistible que no sentía nada
más que eso. Lo odiaba porque tú me hacías menos hombre de lo que yo pensaba
que era.
—Todavía lo odias.
—Igual que tú. Pero esta vez, Venetia, tengo la intención de enfrentarme a ello.
—Lo sé. Recrearte hasta el grado de depravación como dijiste. Yo, sin
embargo…
—¿Yo dije eso? —la interrumpió él, divertido—. ¿Ves qué tanto afectas mi
sensatez normal? No, ya no creo que un romance funcione. Hay algo prohibido,
emocionante, en un romance. Creo que tienes una buena idea. Creo que debemos
intentar la rutina del matrimonio.
—Eso no me parece gracioso —comentó Venetia con dureza.
—¿Quién está bromeando?
Ella dejó la copa sobre la mesa y lo miró. Pero él era insondable; tenía el
semblante frío y empecinado.
—No lo dije en serio —le indicó ella al fin—. Como ya lo sabes.
—Prefiero pensar que fue un lapsus del inconsciente —dijo él con una sonrisa
siniestra.
Si él la amaba, ella atravesaría todo el mundo caminando para casarse con él;
casarse por otro motivo era imposible.
—Lo siento, tendrás que conformarte con tener acceso ilimitado a John —dijo
ella con una gravedad provocada por la tensión.
—El matrimonio es la única forma de tener eso —él también dejó la copa, como
un preludio para levantarse.
Mientras se acercaba a ella, Venetia vio la misma sonrisa y no había duda de su
significado. Él parecía peligroso, y tenía un brillo cruel en los ojos ante el cual la
lógica y la inteligencia no la protegían. Venetia hundió en la silla y él se detuvo,
frunciendo el ceño.
En ese momento sonó el teléfono. Ella lo miró y luego al aparato, como si lo
desconociera. Ryan maldijo y la jaló con fuerza de la silla para que fuera a contestar.
Era el tío Bob, cansado y muy preocupado, que le hablaba para decirle que su
tía estaba en el hospital y que quería verla.
—¿Qué le pasa? —preguntó Venetia, asustada.
—El doctor no está seguro. Quizá sea el corazón.
Cayendo en una silla, Venetia se quitó un mechón dorado de la frente.
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—Está bien, iré para allá tan pronto como consiga los boletos. Te llamaré en la
mañana, tío. Trata de no preocuparte. Si el doctor pensara que hay algo por lo cual
preocuparse realmente, te lo habría dicho.
El silencioso y reservado tío pareció alegrarse un poco por su optimismo y
comentó antes de colgar:
—Será bueno tenerte de regreso, Venetia.
Eso la conmovió. Se volvió hacia Ryan. Le informó de lo que ocurría de forma
concreta y severa, y concluyó:
—Llamaré a la aerolínea para que nos consiga boletos de inmediato.
—Yo lo haré —dijo él—. Tú haz las maletas.
Diez minutos después, le anunció que tenían boletos para el día siguiente; ella
estaba sentada sobre la cama, enjugándose las lágrimas mientras doblaba ropa.
—Oh, amor, no llores —dijo él con voz temblorosa, como si no soportara ver la
debilidad de ella.
—Sé que es estúpido pero… me siento como una canalla. Quería que yo
regresara y yo no quise y ahora me siento como si yo la hubiera puesto en el hospital
—sollozó Venetia.
—Sabes perfectamente bien que no has hecho tal cosa —él se sentó junto a ella y
le tomó la barbilla, mirándola con compasión y con una ternura enojada—. Ella va a
estar bien. Deja de sentirte culpable y dime qué puedo hacer para ayudarte.
—Empaca tu ropa —dijo ella con una sonrisa torcida—, y cómete todo lo que
hay en el refrigerador.
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Capítulo 8
Después de un día ocupado, hicieron el vuelo. Tuvieron que cerrar la casa y
hacer todos los demás preparativos y John estaba demasiado emocionado. Sólo se
tranquilizó al estar en el jet. Para entonces, Venetia sintió que la había pisado una
manada de elefantes.
Ryan fue muy eficiente. Venetia se estremeció de sólo pensar que hubiera
debido hacer todo sin su apoyo. Mientras Australia quedaba atrás, la chica se
preguntó si su tía no habría mejorado ya. Tensó los labios, recordando la época
terrible en que Elizabeth y su abuela estaban moribundas apenas un año antes. Fue
una época de angustia y dolor, de remordimiento amargo…
—No sigas —le ordenó Ryan con suavidad, ignorando a la azafata. Él le tomó la
mano y Venetia se sintió mejor.
John estaba bebiendo jugo de naranja y Venetia miró con cautela el brandy que
Ryan había ordenado.
—Me hace dormir —objetó Venetia.
—Qué bien. Pareces exhausta. ¿Pudiste dormir anoche?
—Un poco.
—Muy poco —dijo él, confundiéndola con la ternura de su sonrisa—. Tal vez
puedas dormir ahora.
—John…
—… se está dando la divertida de su vida. Yo puedo cuidarlo.
Ella sucumbió al cansancio y durmió hasta que aterrizaron en AucKland. John
hizo una mueca cuando el cambio de presión le lastimó sus tímpanos pero no lloró, y
cuando se detuvo el avión, suspiró de emoción y preguntó:
—¿Cuándo podemos volar en un avión de nuevo, mamá?
—Dentro de unas semanas, cuando regresemos a casa —sonrió Venetia, al ver
la cara de felicidad del niño.
El tío, un hombre alto y delgado, sonrió a John.
—Hola, ¿quién eres tú?
—Soy John Ryan Gamble.
—Yo soy tu tío Bob. Si te quedas el tiempo suficiente, quizá vayamos al
zoológico de aquí. ¿Qué te parece la idea?
Mientras el niño le aseguraba que le encantaría ir, Venetia reprimió una
multitud de sentimientos incómodos. No iba a permitir que la culpa la presionara a
hacer algo tonto como aceptar regresar a Nueva Zelanda.
—¿Cómo está tía Janice?
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—Mejor —Bob hizo una pausa—. De hecho, se recuperó un poco tan pronto
como supo que venías. El doctor dijo hoy que dentro de dos días la dejará salir del
hospital.
—¿Cuál fue el problema?
—Sólo una fuerte impresión. Su corazón ya no es tan fuerte como debía, pero
no está enferma y no tienes por qué preocuparte. Tu tía es bastante fuerte.
La miró con intensidad, como si quisiera transmitirle un mensaje. Venetia
asintió con la cabeza de modo casi imperceptible. Parecía que Janice se excitó
demasiado a propósito y luego se asustó ante la reacción de su cuerpo. Ella usaría
hasta eso para convencer a su sobrina de que se mudara de nuevo a Nueva Zelanda.
Ese chantaje emocional debía causarle aversión a Venetia, pero comprendía que su
tía quería mucho a su familia y no se podía enojar por ello.
Esa tarde, Ryan cuidó a John mientras ella y el tío iban al hospital, en donde
Janice se puso a llorar al verla y le dijo que quería regresar de inmediato a casa, para
no perderse ni un segundo de su estancia.
—Oh no, no lo harás —le dijo Venetia—. Nosotros podemos tomar unas largas
vacaciones, así que no quiero que vuelvas a casa hasta que el doctor esté de acuerdo.
—Pero estoy bien, sólo fue una impresión.
—Te creo. Sin embargo, te quedarás aquí hasta que te den de alta.
—¿Cuánto tiempo crees que te quedarás, cariño? —preguntó Bob con timidez
de regreso a casa.
—No lo sé —suspiró ella—. No estoy… ésta es una situación rara.
—Bien, sabes que nos encantaría tenerte con nosotros, pero debes hacer lo que
quieras —dijo Bob sin tratar de convencerla como lo hubiera hecho su tía.
—No es precisamente lo que quiera —admitió Venetia—. Es lo que crea que sea
mejor.
—No dejes que te convenzan —dijo Bob.
—No.
Aunque no hablaron más, ambos se comprendían. Venetia bostezó mientras
caminaba hacia la bonita casa en donde sus tíos vivían desde que fueron a instalarse
en Auckland.
—A la cama —la voz de Ryan surgió del fondo de la terraza.
—Sí, será mejor que duerma. Llueva, truene o viaje en avión, John se despierta a
las seis de la mañana —asintió ella.
—Yo me haré cargo de él —dijo Ryan—. Ven y siéntate, relájate un poco. Es una
tarde preciosa.
Ella se sentó bajo un árbol de jazmines rosados. Sin pensarlo, dijo:
—¿No tienes un apartamento en el centro de Auckland? Pensé… —se
interrumpió cuando él la miró con fijeza.
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—¿Que me iría al apartamento? —sonrió él con burla—. Lo siento, pero tengo la
intención de quedarme aquí por lo menos hasta que Janice regrese a casa. No pongas
esa cara de angustia; tengo mi oficina aquí cerca, así que estaré allí durante la mayor
parte del día.
—¿Qué te hizo decidirte a producir películas? Recuerdo que una vez dijiste que
te gustaría hacerlo, pero no me di cuenta de que ya tenías planes en concreto. Es algo
totalmente diferente de los documentales de televisión.
—En realidad no. Todo es parte del negocio del entretenimiento. Pronto
aprendí que nadie vería un documental aburrido. El que yo hiciera mis propios
documentales, me dio gusto por la organización, y el instalar la cadena privada de
televisión aquí, me mostró cómo se maneja el dinero en Nueva Zelanda. Cuando
decidí lanzarme a la industria del cine, que apenas empezaba a desarrollarse aquí,
fue algo emocionante, brusco y arriesgado, tal como debió ser el cine en los años
treinta. El resto del mundo es demasiado cauteloso y demasiado atado a la taquilla.
Ella le entendió. Siempre lo atrajeron los retos. Escuchó que su tío preparaba sin
duda una taza de té en la cocina. Venetia sé relajó al ver la terraza llena de flores que
eran el orgullo del tío Bob. Algunas cosas parecían no cambiar nunca, y la visión del
jardín inmaculado era una de ellas.
—¿Cómo se organiza una película? —preguntó ella con flojo abandono.
—Empecé con una computadora y una oficina. Cuando la primera película me
hizo ganar algo, invertí en una oficina completa con todo y secretaria. Se puede decir
que construí una infraestructura. Tengo un equipo en quien confío, casi todos son
jóvenes y entusiastas, que hacen el trabajo pesado.
—¿No extrañas el contacto directo de la televisión?
—¿Lo extrañas tú? —preguntó él dándose cuenta de lo que ella quería.
—Un poco —sonrió Venetia al verse descubierta—. Hacía que mi adrenalina
fluyera, me hacía sentir que hacía algo valioso.
—Eso era importante para ti, ¿verdad? El ser apreciada, el tener un lugar en el
mundo. ¿No sientes eso con tu actual trabajo?
—No pongas en mis labios cosas que no dije. Trato de hacer un trabajo lo más
profesional posible dentro de los límites del género. Quienes leen mis libros pueden
estar seguros de que me acerco lo más posible al modo en que la gente vivía en las
épocas que escojo; quizá presento protagonistas románticos, pero las condiciones de
fondo son reales.
—Tienes una autenticidad tan cruda que llega al corazón y satisface la mente —
dijo él, sorprendiéndola—. En cuanto a que presentas protagonistas románticos,
siempre he considerado que son gente de la vida real. Están lejos de ser acartonados.
Y tus escenas de amor me parecen conocidas.
Ella lo vio sin estar segura de si él se burlaba de ella o no. Sonreía con un afecto
burlón, como si estuviera conmovido de modo extraño.
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—¿Eso crees? —preguntó ella, sin saber cómo hablarle cuando él estaba de ese
humor.
Ella bostezó de pronto y él se levantó para jalarla con suavidad de la silla.
—Estaba bromeando, pero tus lectores masculinos quizá se preguntan si eres
tan creativa en la cama como lo eres en tus libros.
Ella hubiera debido resistirse al sentir la cercanía del cuerpo de él, pero otro
bostezo le impidió actuar y él la abrazó con afecto.
—Eres tan pequeña —murmuró él a su oído, ya sin brusquedad—. Pequeña,
indómita e inteligente. Tu independencia es como una bandera. Me gusta mirarte y
saber que te puedo besar cada vez que yo quiera. Es como tener un halcón que viene
solo a mi mano, que abanaba su libertad solamente por mí.
Esas palabras la estremecieron de dolor y de deseo.
—Te gusta imponer tu voluntad a los demás —dijo ella con dureza.
—En realidad no. Sólo a ti. Creo que atraes alguna parte atávica y primitiva de
mi ser. Necesito que te rindas. Pero piensa, pequeño halcón. ¿Alguna vez he tomado
algo de ti que tú no quisieras darme?
Sólo mi corazón, pensó ella con tristeza. Sólo mi vida. Y él no los tomó. Ella se
los ofreció como un regalo, con libertad, sin pensar en las consecuencias.
Él rió sin hacer ruido ante su silencio y susurró:
—Me gusta tu sinceridad brillante y tu amor por lo sensual. Atraes mi frío
corazón, me prestas algo de tu calor.
—No seas tonto. Tu trabajo se ha caracterizado por una pasión por la verdad y
la justicia. Se refleja en todo lo que has hecho.
—Verdad y justicia son conceptos fríos, duros y brillantes, con bordes cortantes.
¿Te sorprende que te desee?
Ella no sabía cómo lidiar con eso. Él nunca le reveló tanto antes y ella temía que
así como él se despreciaba por desearla físicamente, después se odiaría por haberle
dicho sus sentimientos más íntimos.
—No creo que me guste el ser usada como una especie de calentador emocional
—dijo ella con lentitud y tristeza.
Él rió y le besó el pelo. En ese momento apareció el tío, preguntando si querían
té.
—Me encantaría —dijo Venetia viendo la oportunidad ideal para escapar—. Y
luego iré a la cama. Estoy cansada.
Se separó de él e ignoró la sonrisa provocadora de Ryan. Podía enfrentarse a la
burla, pero no sabía cómo hacerlo con esa ternura enervante.
—Ryan, tú dormirás en el cuarto de huéspedes. Es el único que tiene dos camas.
Venetia, te puse en el antiguo cuarto de Elizabeth —señaló Bob.
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—¿Qué no debería estar yo en el cuarto con las dos camas? —objetó Venetia—.
John querrá dormir conmigo.
—Creo que es mejor que él no se acostumbre a compartir la habitación contigo
—comentó Ryan—. Por el viejo y malvado complejo de Edipo, querida. Ya está celoso
de mí y no queremos que eso empeore.
Eso parecía sensato, aunque le enojó que él tomara decisiones por ella.
—Supongo que no importa, sobre todo si es a ti a quien despertará al amanecer
—dijo Venetia, mirándolo con furia.
Bob sintió un alivio tan grande, que Venetia decidió ser agradable. Lo logró
aunque la sonrisa sarcástica de Ryan mostraba que él sabía lo que ella hacía.
Venetia durmió como un tronco y despertó para ver una soleada mañana que
era una promesa de verano. El cuarto daba a la terraza y pudo oír la voz emocionada
de John, mientras hablaba sobre los acontecimientos del día anterior.
Antes de que pudiera hacer otra cosa que sonreír y bostezar, la puerta se abrió y
Ryan apareció muy formal con un traje oscuro que lo hacía verse más atractivo.
Venetia se quedó atónita, consciente de que tenía el pelo enredado y de que aún
estaba somnolienta.
—Café —dijo él, lacónico, y dejó la bandeja sobre la mesa de noche.
Se quedó parado viendo la pequeña figura en la cama con apreciación y luego
se inclinó y le besó el cuello con un ansia despiadada y acalorada.
Venetia jadeó mientras lo asía por los brazos. A través de la tela pudo sentir sus
miembros y los músculos rígidos como si le costara trabajo mantenerlos quietos.
—¿Por qué no puedes ser dulce, ansiosa por complacer y amigable? —
murmuró él acariciándole el cuello con los dientes—. ¿Por qué tengo que obligarte a
ceder cada centímetro? Te casarás conmigo eventualmente, Venetia. ¿Por qué no lo
aceptas?
La arrogancia convirtió el deseo de la chica en una furia inmensa.
—No me forzarás a un matrimonio que sé que será un desastre. No me intimido
con tanta facilidad. No me confundas con Elizabeth.
Eso funcionó. Él se enderezó y la miró con furia.
—Cometí ese error una vez. Ahora ya aprendí la lección —dijo él, sombrío, y
salió.
El café le supo amargo, pero ella lo bebió todo. Entonces se bañó y vistió, antes
de reunirse con John y Bob que charlaban sobre las conchas de los caracoles en el
jardín.
Ambos sonrieron, pero John no acudió a ella corriendo. Era obvio que estaba a
gusto con el tío.
—¿En dónde está Ryan? —preguntó ella después de saludarlos.
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—Fue a trabajar. Dijo que esperaba llegar a casa temprano para que ustedes
puedan ir a ver su apartamento —dijo Bob.
—¿De veras? —dijo ella con una calma increíble.
Después, el tío también se fue a trabajar y John pasó el día jugando en el jardín
y la casa. Por la tarde fueron a ver a una Janice milagrosamente rejuvenecida, quien
saludó a John y le hizo mimos hasta que el chico se retrajo con su madre. Janice les
informó que el doctor le había prometido que podría regresar a casa al día siguiente.
—Qué bien —dijo Venetia—. Y no más sustos. Preocupan mucho al tío Bob.
Parece estar cansado.
—Lo sé, pobrecito —dijo Janice con expresión de culpa—. Ha sido un año malo.
Bob no puede hablar de sus sentimientos. Él y tú son muy parecidos en ese aspecto.
Creo que si se hablan las cosas, se superan más rápido.
—Quizá —dijo Venetia sin comprometerse.
—Estoy segura de ello. De todos modos, ya voy a estar bien así que no necesita
preocuparse. ¿Has decidido si te quedarás aquí a vivir?
—No, todavía no —dijo Venetia.
—Eso haría la situación mucho más agradable. No debo presionarte, ya que
sueles hacer lo contrario de lo que uno desea. ¿Cómo se llevan tú y Ryan?
¡Qué pregunta! Venetia sintió que se tensaba al responder:
—Bastante bien.
—Es una situación rara, pero él tenía derecho a saberlo, Venetia, no lo puedes
negar. Es por eso que le di tu dirección.
—Tenía la intención de decírselo.
—¿Cuándo? —Janice observó la cara tensa de su sobrina—. ¿Cuando John fuera
lo bastante grande para empezar a exigir respuestas? Eso hubiera sido injusto y tú lo
sabes.
—Sí y quizá hiciste lo más adecuado —dijo Venetia—. De cualquier manera, no
importa, él lo sabe ahora.
Vio cómo la tía jugaba con nerviosismo con la orilla de la sábana.
—¿Qué sientes por él? —preguntó Janice.
—Todavía es un maldito arrogante —replicó Venetia sin enojo, sabiendo que si
la mujer se enteraba de cuál era la situación entre Ryan y su sobrina, recibiría una
fuerte impresión.
—El… Elizabeth… —la tía la miró de reojo antes de proseguir.
Venetia la interrumpió, pues no quería ahondar en ese asunto.
—La elección fue de Ryan, y él la tomó y no lo he oído decir nada acerca de que
se arrepiente de ello. Todo lo que yo quería era su felicidad y Elizabeth se la dio.
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—Así que no fue uno de esos romances modernos, sólo deseo y acabar siendo
buenos amigos cuando terminara. Realmente lo amabas. Oh, Venetia, debió ser… —
ella se inclinó hacia su sobrina.
Venetia estaba furiosa por haberse traicionado a sí misma.
—Sucedió hace seis años. Todo ha terminado —dijo ella con indiferencia
fingida.
El tiempo pasó hasta que Venetia pudo despedirse, preguntándose si alguna
vez podrían ser sinceras la una con la otra sin que existiera la cautela con que se
hablaban.
No parecía probable. Janice nunca podría verla sin recordar a Elizabeth, tan
querida, todo lo que una hija debía ser. Una sobrina voluntariosa no era un buen
sustituto.
Ryan regresó cuando John despertó de la siesta. Mientras Venetia vestía al niño,
él tomó café con aire preocupado, como si le costara trabajo desconectarse del
trabajo.
El enojo de la mañana había desaparecido; de hecho, parecía haberse retraído
detrás de un muro de cortesía y reserva. Sólo bromeó acerca de la imagen de un
perro impresa en la camisa de John.
—Mamá me la compró porque quiero un perro —explicó el pequeño.
Empezaba a aceptar a su padre, aunque todavía lo miraba con celos cuando
estaba cerca de Venetia.
—Si vivieras conmigo, podríamos conseguirte un perro —observó Ryan
pensativo. Se encontró con la mirada furiosa de Venetia y la miró como si no
comprendiera.
—Eso sería muy agradable —dijo John después de mirar al padre largo rato.
—Tendremos que hablar sobre eso. John y yo somos muy felices en Australia,
¿verdad, John? —replicó Venetia con frialdad. John asintió, pero tenía el semblante
esperanzado y Venetia miró a Ryan con furia—. Será mejor que nos vayamos, pues se
está haciendo tarde y tengo que preparar la cena.
—Bob y yo ya nos hicimos cargo de ello, no necesitas preocuparte.
Él se negó a decir otra cosa y Venetia no le preguntaría nada, así que tuvo que ir
con él sin saber, qué habían planeado.
—Puedes dejar de mirarme con sospecha. No es probable que te viole mientras
John está aquí —dijo Ryan en el auto, divertido.
—Él repetirá todo lo que digas en un momento inconveniente si no es que
embarazoso —replicó Venetia con frialdad.
—Maldito arrogante —dijo John en ese momento desde el asiento posterior.
—Ya veo lo que quieres decir —rió Ryan, mientras se integraba al tránsito
vespertino—. Bueno, eso es más decente que otras cosas que me has llamado.
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Él ya no le dijo nada y ocupó el tiempo mencionándole a John los nombres de
los autos que el chico no reconocía. Mientras se estacionaba frente a un bonito y viejo
edificio no lejos del centro de la ciudad, preguntó:
—¿Es normal que todos los niños de cinco años tengan los nombres de los autos
registrados en una computadora interna?
—Creo que sí —sonrió Venetia—. Al menos él y Jamie Dodwell sí. Su padre les
enseñó, pues yo no soy una experta en la materia.
—Ah sí, el padre adoptivo —no dijo más, pero algo desagradable en su voz
impidió que Venetia siguiera la conversación.
Los apartamentos habían sido modernizados con buen gusto y eran muy
elegantes. Subieron en el ascensor cinco pisos hasta un apartamento inmenso de tres
dormitorios, que parecía haber sido decorado por un profesional. No se notaba ni un
detalle de la personalidad de Elizabeth.
Con dureza, como si ella hubiera hablado con voz alta, Ryan dijo:
—Me mudé aquí tres meses después de la muerte de Elizabeth.
—Es muy bonito.
—Es tranquilizante —dijo Ryan con cinismo—. Y está cerca del trabajo. Cuando
me vaya de la ciudad tengo la intención de venderlo y de conseguir uno más
pequeño para alguna urgencia.
—¿Planeas hacer eso pronto?
—Sí. Necesito más intimidad que la que este lugar me puede dar —él la miró
divertido—. Quiero una granja en donde mis hijos puedan jugar, montar a caballo y
nadar.
—¿No te parecerá cansado conducir a diario a la ciudad? —dijo ella, tensa.
—No.
—¿Cuál será mi cuarto? —preguntó John, impaciente.
—Cariño…
Ryan interrumpió a Venetia con voz autoritaria y dura:
—Puedes escogerlo. Ven a ver.
Cada una de las habitaciones de huéspedes tenía una cama y una cómoda.
Mientras entraban al cuarto más grande, un camión de bomberos pasó con sirena
abierta y John corrió a la ventana para verlo. Cuando el vehículo se perdió en la
distancia, el niño anunció con alegría:
—Este es mi cuarto, mamá. Es el que más le gustará a Pandy.
Venetia miró a Ryan de modo fulminante, pero dijo con calma:
—Qué bonito. Si vienes a dormir con papá, tú y Pandy pueden dormir aquí.
—Bien —John estaba complacido, pero preguntó a bocajarro—. ¿En dónde
dormirán ustedes?
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—Ven a ver —le indicó Ryan con tono provocativo.
El dormitorio de Ryan era el único en toda la casa que tenía una marca de su
personalidad. Era grande, con ventanas qué daban hacia una gran avenida y un
parque y la cama era grande y amplia. Detrás de la cama, había un tapiz hindú de
colores brillantes de oriente, sensuales, eróticos, en donde las mujeres de un harén y
unas bailarinas divertían a un potentado solemne.
—Allí está el baño —dijo Ryan mostrando una puerta—. Como ves, el
guardarropa tiene mucho espacio. Pensé que podríamos convertir el tercer cuarto en
una oficina para ti.
—Es suficiente —dijo ella mirándolo a los ojos.
Él asintió y ella creyó ver en sus ojos una simpatía divertida, como si entendiera
su frustración por la táctica injusta. Quizá él la entendía, pero sabía que, simpatía o
no, él trataría de arrinconarla hasta que el matrimonio fuera la única solución. Y él
era despiadado, así que no le importaba usar a su hijo como arma.
—Eso me recuerda que quiero que me acompañes a una fiesta mañana en la
noche —dijo él con suavidad—. La ofrece una compañía financiera con la que he
tenido tratos, y quizá quiera hacerlos de nuevo; es en honor de un joven príncipe
árabe. Puedes comprarte un vestido mañana en la mañana y luego los llevaré a la
playa.
—No.
—Sí, querida —dijo él con determinación de hierro—. No me hagas forzarte a
ello.
—No lo haré —dijo ella con la mirada fría—. Encuentra a otra persona que te
acompañe a tus diversiones.
—Te quiero a ti —dijo él sin bromear.
Era una amenaza cuya eficacia residió en que fue pronunciada con voz baja,
casi opaca. Venetia se estremeció y se dirigió hacia la puerta. John la había precedido
y estaba imitando a una sirena en el dormitorio que escogió para él.
—Venetia…
Ryan la tomó del brazo y eso fue la última gota. Ella se volvió, escupiendo
fuego por los ojos y se zafó de él.
—Déjame en paz —replicó ella—. ¡Sólo déjame en paz!
Él la soltó, pues era lo bastante astuto como para saber que ya la había
presionado demasiado, aunque su semblante rígido le hizo ver cuánto quería que ella
se rindiera.
¡Cásate con él, se dijo, y ya no serás dueña ni de tu alma!
A pesar de su necedad, al día siguiente, ella se metió al camerino de una de las
tiendas de ropa más exclusivas de la ciudad. Media hora después, subió en el auto de
Ryan con el vestido más caro que jamás se hubiera comprado.
—¿Me perdonas? —preguntó Ryan, mirándola con ojos sombríos.
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—Oh, sí, aunque nunca usaré este vestido otra vez —dijo Venetia con cortesía
fingida—. Yo misma lo pagué.
—Pensé que eso harías —asintió Ryan—. La idea de aceptar cualquier cosa de
mí te horroriza, ¿verdad?
—No, pero si quieres que yo acepte con gracia, no deberías presionarme tanto.
—Esa es la única forma de tratarte —dijo él con ironía—. Quiero que te veas
muy bien porque toda la alta sociedad de Auckland estará allí, sin contar a algunas
personas desesperadas por integrarse a ella. No quiero que te hagan menos.
Ella frunció el ceño, pero sintió placer porque él la protegiera, así que contestó
sin irritación en la voz:
—Nadie me mira así, porque yo no lo permitiría.
—¿Estás bien allá atrás, John? —Ryan levantó la voz para que el niño pudiera
escucharlo.
—Puedo ver una playa —le recordó John, con cortesía.
—Espera un poco más y podrás ver la playa a la que iremos.
Ryan los llevó a la costa norte. Estaba casi desierta salvo por algunas personas
al otro extremo, así que John pudo correr detrás de las gaviotas. Venetia se puso
crema protectora y se acostó sobre la cobija que Ryan sacó del coche.
Él se quitó la camisa y se sentó a su lado, mientras veía al niño y toda su alegre
efervescencia. La brisa del mar le dejó un mechón de pelo negro en la frente. Venetia
desvió la mirada, perturbada por el deseo irresistible de apartarlo.
Esa noche, mientras se arreglaba para la fiesta, Venetia pensó que hacía mucho
que no pasaba un día tan agradable. John corrió y construyó castillos de arena, se
hizo amigo de tres perros y de sus dueños, se acercó a su padre y jugó en el agua,
gritando de alegría. Ahora, agotado, ya estaba dormido.
Cuando volvieron a casa, Janice los estaba esperando, sonrosada y traviesa. Bob
la llevó del hospital, al regresar del trabajo.
—No —contestó Janice a Ryan—. No me di de alta yo misma. ¡Ellos se
alegraron de que me fuera!
Ella y Ryan tenían una agradable relación; era obvio que él la quería y que ella
lo admiraba. Él parecía relajarse en su compañía, como debió hacerlo en compañía de
Elizabeth, pensó Venetia.
El vestido que escogió en la mañana era de seda, que enfatizaba su cabello rubio
y su delgada silueta. Los suaves pliegues terminaban justo abajo de la rodilla. El
color era muy llamativo, un rojo escarlata, pero el estilo era muy simple. Completaba
su atuendo con un bolso de la misma tela y sandalias del mismo color.
—Te ves estupenda —le dijo la tía cuando vio a Venetia.
—Soy tan baja de estatura que debo usar estilos muy sencillos, pero me gusta
un color que llame la atención —dijo Venetia.
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
—No debería sentarte bien, pero te va de maravilla. Ya vete y que te diviertas
mucho. Asegúrate de que veas bien al sheik para que me cuentes cómo es —Venetia
se detuvo en la puerta y la tía insistió—. No, no te necesito aquí. Bob es capaz de
cuidarme y sabes que John no despertará.
Venetia rió porque la mujer acertó en las dos cosas que la preocupaban.
—Te veré mañana. Buenas noches.
Ella se sentía tan emocionada que estaba un poco eufórica. Sus ojos semejaban
ser dos joyas brillantes. Parecía una sirena que hacía señas, un poco peligrosa.
Ryan se levantó cuando ella entró en el cuarto; él estaba muy elegante y
atractivo en su traje de etiqueta, pero la miró con estupefacción, como si hubiera
olvidado lo hermosa que ella era.
Le sonrió con una sonrisa lenta y traviesa y vio cómo se le oscurecían los ojos.
—Vámonos —dijo él y le tendió la mano.
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Capítulo 9
Fue el tipo de fiesta que era más divertido recordar que vivir. No se reparó en
los gastos, los invitados iban muy elegantes y formales, el príncipe árabe era
intrigante aunque no muy parlanchín y la decoración era tan lujosa como podía
permitirlo el dinero.
Todos parecían estarse divirtiendo mucho y se observaban unos a otros para
asegurarse de que no estaban siendo opacados. La gente que reconoció a Venetia la
miró con ávido interés, lanzándole miradas fascinadas y esperanzadas, volviéndose
mientras murmuraban.
Venetia los ignoró, pero de todos modos sintió una sensación de malestar en el
estómago. Este era sólo un poco del desagradable interés que se suscitaría si ella era
lo bastante tonta como para regresar a Nueva Zelanda. Ella sintió un vuelco en el
corazón. Si alguno de esos curiosos ponía la vista en John alguna vez…
Era un aspecto de la situación en el cual nadie había pensado. Quizá Ryan lo
consideró, pero confiaría en su habilidad para protegerlos a ella y al niño. Era obvio
que no tenía la intención de que ningún lobo se le acercara esa noche; él se quedó con
ella sin importarle lo posesiva que pudiera parecer su conducta.
La fiesta se volvió una pesadilla cuando ella regresaba del tocador. Una palabra
lo hizo todo. Su nombre.
—¿Venetia?
La voz masculina era tentativa, asombrada a medias, pero la impresión de
reconocerlo la hizo palidecer.
—Sean —susurró ella.
Él recobró la compostura más rápido. Ya estaba en sus labios esa sonrisa tan
burlona y atractiva que le causó tantos problemas cuando ella tenía dieciocho años.
—Pensé que reconocía ese cabello —le dijo él con suavidad, mirándole la cara—
. Ven y baila conmigo.
Por un momento ella dudó, pero fue a bailar con él.
—¿Qué haces aquí? —dijo ella, cuando ya estaban en medio de la pista.
—Oh, he regresado de mi exilio en Estados Unidos. Brett… ¿Recuerdas a mi
primo? Ah sí, veo que lo recuerdas. Sugirió que debía tomar las riendas de una de las
propiedades de la familia, una granja de ganado y borregos en el norte. Como me he
portado bien, me dejó acompañarlo esta noche. Va a enfurecerse cuando nos vea
juntos —rió él con malicia—. Tu apariencia es extraordinaria, Venetia. ¿Cómo van las
cosas?
—Muy bien —dijo ella, cerrando los ojos un poco al mentir.
El Sean que conoció antes, cuando era el niño con el que se casó, hubiera
aceptado eso sin decir nada. Era egoísta y concentrado en sí como sólo los jóvenes
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pueden serlo. El Sean adulto la miró ahora con una expresión de simpatía en los ojos
y dijo:
—Si tú lo dices.
Ella le devolvió la sonrisa y apresuró la conversación.
—Dime qué has hecho desde que…
—¿Desde que nos divorciamos? —él pronunció las palabras que ella no podía—
. Bueno, fui a la universidad y luego a un rancho en Texas para adquirir un poco de
experiencia. Al principio, se acordó que sólo me quedaría un año, pero me estaba
divirtiendo tanto que no quise volver a casa.
—¿Te convertiste en vaquero?
—Será mejor que lo crea, señora —dijo él con acento texano.
Venetia rió y la entusiasmó más el oír ciertas anécdotas; estaba sorprendida de
estar tan relajada con él. Fue un esposo antagónico y huraño, pero también se debía
entender que todos serían así, si el sentido del honor y la presión familiar los
hubieran hecho casarse a la edad de diecinueve años. Descubrió que después de
todos esos años, él le agradaba. La alegría se reflejaba en su cara al encontrarse con la
mirada de Ryan.
Los ojos negros eran insondables, pero ella sintió que la habían golpeado.
—¿Y quién es él? —preguntó Sean, que no perdía ni un movimiento—. ¿Tu
esposo?
—No… —no supo qué la empujó a decirlo, pero no pudo detener las palabras—
. El padre de mi hijo. El esposo de Elizabeth.
—¡Cielos! —dijo él con un largo suspiro.
—Creo que repito las mismas situaciones. Hubieras pensado que ya había
aprendido la lección —Venetia dejó de ver a Ryan.
—¿Quieres hablar de ello? —él la abrazó más.
—No, realmente no.
—¿Qué piensa Elizabeth al respecto? —preguntó él de todas maneras.
—Está muerta —Venetia le contó con rapidez lo que había sucedido.
Al terminar, levantó la vista y advirtió que Sean la miraba con compasión.
—No te apiades de mí —dijo ella con firmeza.
—Oh, no me atrevo. Nunca soportaste la compasión. Recuerdo cómo después
de perder al bebé te retrajiste en tu propio infierno y yo no sabía qué hacer. Odio
pensar en cómo me comporté. Es demasiado tarde para pedirte perdón, pero te lo
pido.
—Ambos éramos demasiado jóvenes —dijo ella sintiendo afecto por él.
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—¿Pero qué está sucediendo ahora? —él frunció el ceño—. Alto, moreno y
guapo, nos está viendo en forma poco amistosa. Si las miradas pudieran matar, yo ya
estaría agonizando en el suelo.
Sólo Sean tenía la audacia de ver a Ryan sin darle importancia. A pesar de la
incomodidad, Venetia rió un poco, pero cuando habló, había una determinación de
acero en su voz.
—Nada está sucediendo. Una vez me casé porque era una niña. Puedo cometer
errores nuevos, sin tener que repetir los pasados.
—¿Estás enamorada de él? —inquirió él con urgencia cuando la música cesó.
Ella no dijo nada, pero después de verla, él prosiguió—. Ya veo. Sigues igual de
hermética que siempre, ¿verdad? Él parece un hombre muy rudo, querida. Si
necesitas ayuda, llámame —ella se conmovió y lo demostró con la mirada—. Pero
podrás tú sola. No es de maravillarse el que tus tíos siempre hayan tenido problemas
contigo. Eres como un gallito de pelea; muy diferente de Elizabeth. Ella siempre me
recordó a una abuela pata: plácida y doméstica.
Ella sonrió por la comparación y salieron de la pista. Ella no intentó evitar a
Ryan, aunque él la miraba con furia enorme.
Los dos hombres se hablaron con una cortesía helada hasta que Sean dijo con
alegría:
—Debo irme o mi primo Brett vendrá a buscarme con una pistola —él miró a
Venetia primero y después a Ryan con malicia y concluyó—: Sabes en dónde
buscarme si me necesitas, Venetia; gusto en conocerlo, Fraine.
Venetia sintió cómo Ryan se tensaba y ella le lanzó una mirada furiosa a Sean.
Él sonrió aún más y se alejó alzando la cabeza con arrogancia.
—No necesito preguntarte quién era él —Ryan no pudo ocultar el desprecio
corrosivo que sentía bajo el tono neutral.
—No —dijo ella con brusquedad, con un cansancio súbito.
Él no replicó. Venetia miró la tensa línea que se dibujaba en su boca y sintió
cómo le oprimía el brazo con fuerza mientras seguía a Sean con la mirada a través del
cuarto. Entonces la soltó.
—Vámonos de aquí —dijo de pronto.
Ella aceptó el fin de la velada sin protestar, pero se dio cuenta de que la llevaba
a su apartamento. Sin embargo, miró el perfil de acero de Ryan y no protestó.
Una vez que entraron en la sala, Venetia se sentó con alivio en el sofá, mirando
cómo él servía unos tragos.
Ella aceptó la copa que él le entregó pero no bebió, a diferencia de Ryan, quien
vació todo el contenido de un trago.
—Dime lo que piensas de tu exmarido después de todos estos años —dijo él con
una frialdad contenida.
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
—Ha crecido; apenas fue un matrimonio. Yo tenía dieciocho años; él,
diecinueve.
—¿Qué diablos les sucedió a Bob y a Janice para que estuvieran de acuerdo con
eso?
—Oh, ellos insistieron. Nosotros apenas éramos algo más que niños, pero ya
éramos lo suficientemente grandes para procrear un bebé. Sean fue un caballero y
soportó los preparativos.
—¿Y tú?
—Yo era joven, estaba asustada —Venetia fijó la vista en su brandy—. Protesté,
pero no sirvió de nada y pensé… —la voz tembló, pero recobró la compostura de
inmediato—, pensé que eso sería lo mejor para el bebé.
—Y lo perdiste.
Ella se mordió el labio y tuvo que controlar la voz de nuevo.
—Después de eso, ya no había necesidad de seguir con el matrimonio. Nos
divorciamos cuando yo tenía veinte años.
—¿Estabas enamorada de él? —inquirió él con brusquedad.
—No —murmuró ella.
Él cruzó la habitación y le tomó la barbilla con fuerza, levantándola para poder
verla a la cara. Los ojos de la chica estaban llenos de lágrimas y la hacían verlo
borroso y distorsionado, pero pudo ver de todos modos cómo la expresión le
cambiaba. Él maldijo entre dientes y suavizó la presión de los dedos mientras se
sentaba junto a ella en el sofá.
Venetia tragó saliva y él la acercó, abrazándola hasta que al fin la rigidez la
abandonó y empezó a llorar y a sollozar de forma desgarradora.
Él la sostuvo con suavidad, casi con ternura, hasta que los sollozos cesaron y
entonces le dio su pañuelo y esperó a que se enjugara la lágrimas. Cuando al fin
pudo controlar sus emociones él preguntó:
—¿Por qué te sientes culpable, Venetia?
Ella se estremeció.
—Cuando todo terminó, todo lo que pude sentir fue un gran alivio. Janice
dijo… que todo era para bien y sabía que Sean también se alegró. Sabía que era
demasiado joven para responsabilizarme de una niña. Pero… sentía como si yo la
hubiera matado…
Él alzó el brazo y tomó la copa de brandy que ella había dejado sobre la mesa.
—Bébelo —ordenó él y como ella negó con la cabeza, le hizo beber la mitad de
la copa.
—Lo siento —murmuró ella mientras el calor del alcohol se extendía por sus
venas.
—¿Por llorar? ¿Es ésta la primera vez que te permites llorar por tu bebé?
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
—No lloro con facilidad.
—No haces nada con facilidad —él tomó la copa y la dejó en la mesa.
Venetia se alejó del fuerte hombro y bajó la cabeza por temor a verlo.
—¿Fue hoy la primera vez que lo viste después de divorciarte de él?
Venetia asintió con la cabeza y la voz de él se endureció.
—¿Y qué sentiste al verlo?
—Sorpresa.
—No finjas —le advirtió él.
Ella levantó la cabeza, resentida. ¡Él no tenía derecho a juzgar sus emociones!
Pero cuando vio la dureza de los rasgos de Ryan, se rindió.
—Me gustó —dijo ella con una voz débil.
—¿Eso es todo? —la pregunta escéptica hizo que ella se sintiera como un
animal tenso al que se trata de enjaular.
—Eso fue todo lo que jamás sentí por él. Eso y un deseo enorme un día.
—¿Pero todo lo que sentiste esta noche fue que te gustó?
—Eso es todo —dijo ella, retándolo a que continuara el interrogatorio.
—¿Con cuántos hombres te has acostado antes de mí, Venetia? —él se levantó
como si no soportara estar cerca de ella y empezó a caminar por el cuarto.
—Uno —dijo ella con claridad, encogiendo los hombros.
Con sorpresa inmensa, lo vio palidecer. Sin volverse, bebió más brandy como si
muriera de sed.
—¿Por qué me mentiste? ¿Por qué me hiciste creer que yo formaba parte de una
procesión de hombres que se perdían en ese cuerpecito apasionado? —dijo él con voz
remota.
—Me enamoré de ti. Quería ser la clase de mujer que te parecía atractiva, y por
lo que sabía de tus romances previos, eso parecía incluir la experiencia. Pero no te
mentí. Nunca me lo preguntaste.
—¿Así que casi no tenías experiencia?
—Así es. Sabía que no querrías a una mujer que era casi como una virgen —ella
rió con ironía—. Y luego te enamoraste de Elizabeth, quien de verdad era virgen.
¿Divertido, no?
—¿Te das cuenta de lo que hiciste? —dijo él, volviéndose con emoción
contenida.
—He tenido seis años para darme cuenta. Aunque te hubiera contado acerca de
mi inexperiencia, ¿hubiera sido diferente?
—Por supuesto que lo hubiera sido —exclamó él con furia—. Pasaste muchas
dificultades para presentarte como una mujer mundana. Yo no me negué
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precisamente porque… porque eras un reto que no pude resistir. ¿Ha habido otros
hombres desde que nació John?
—No vale la pena rehacer el pasado. Está terminado, muerto. Pero no me casaré
por el bien de John. Por fin he aprendido algo de la experiencia —dijo ella, sintiendo
miedo.
Ryan dejó la copa sobre la mesa. La miró durante un segundo con los rasgos
tensos, con el semblante lleno de resolución, fuerza y autoridad. Ella podía sentir el
peligro.
Entonces se volvió y la vio, y ella saltó de la silla queriendo huir ante el
propósito que vio en su cara. Ryan la atrapó antes de que diera tres pasos. Él le
deslizó las manos por los hombros para cubrirle los senos.
—No, el pasado no está muerto. Me ha aguijoneado desde el día en que te fuiste
—la atrajo hacia su excitado cuerpo.
Ella luchó, arañando esas manos despiadadas, pero él no la lastimó; no la soltó
y ella se detuvo y jadeó, inmóvil.
—¿Por qué tienes que hacerlo todo difícil? No quiero que te lastimes.
—Pero no te importa lastimarme —dijo ella con dolor—. No hagas esto, Ryan.
No resolverá nada.
—Quizá no, pero creo que es demasiado tarde —él le besó el cuello—. Tengo
que hacerlo —y la mordió con suavidad en el hombro.
Venetia se estremeció, sintiendo una oleada de sensaciones. Sin pensar en las
consecuencias, dijo:
—No seré usada como un sustituto de Liz. No lo seré.
—Elizabeth murió hace un año —murmuró Ryan—. Esto es sólo entre tú y yo.
Siempre lo ha sido. Nadie más ha tenido participación en ello.
Venetia se preguntó qué quería decir él, pero vio que estaba obsesionado e
implacable. Lo miró con emoción; y supo que tenía las mejillas encendidas de pasión
y que la boca le temblaba.
Él la besó con ternura y control; le buscó la boca, la quijada y la barbilla, las
orejas, haciéndola estremecerse. Ella le abrió la camisa y lo abrazó apretando su
cuerpo en forma sensual y dándole una sonrisa llena de mil promesas.
—Te deseo —murmuró él con voz temblorosa—. Toda tú, toda, toda tu pasión,
risa y enojo; sólo para mí, sólo míos…
¿Se daba cuenta de lo que decía? No parecía posible, pues palabras tan
primitivas eran raras en un hombre tan mundano. Pero eso no le importó a Venetia.
Ella le acariciaba la piel y los músculos, la rudeza del pecho, deleitándose en el
contorno del fuerte cuerpo.
Él olía tan bien, mientras le besaba el pecho. El aroma de un hombre excitado, el
afrodisiaco más poderoso del mundo… Le besó la tetilla y él gimió estrechándola con
más fuerza.
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El mundo giró; ella le asió el cuello mientras él la levantaba para llevarla al
dormitorio. Protestó cuando Ryan la depositó en el suelo.
Él le quitó el vestido y dijo riendo:
—¿No puedes pararte?
—Claro que sí —respondió con voz ronca y lenta, como hipnotizada por las
sensaciones que sentía; miró cómo la desnudaba con manos temblorosas y la besaba
hasta que estuvo de rodillas, besándole un seno.
—Eres tan bella. No lo había olvidado… Venetia…
La alzó y la puso sobre la cama y se quitó la ropa mientras la luz tenue
iluminaba sus músculos, la belleza de las formas que ella recordaba desde el primer
día en que lo vio.
Venetia hizo una aspiración profunda, con un ansia tan intensa, que gritó con
agonía. Abrió los brazos en un gesto tan viejo como la humanidad y él entró en ellos
con una necesidad desesperada, urgente. Ella estaba lista, pero él le hizo el amor
como si fuera una virgen de diecisiete años hasta que la hizo gemir de éxtasis y
frustración.
Y aunque ella ansiaba la plenitud, no lo apresuró. Ryan sabía lo que hacía. La
acarició con suavidad y lentitud, la besó en donde su corazón parecía estallar, los
hoyuelos de los hombros, del cuello. Ella quiso tocarlo pero él negó con la cabeza y
cuando lo ignoró y exploró más, él le tomó las muñecas y las sostuvo encima de su
cabeza. Ryan nunca fue un amante tierno. Así que esa suavidad era inesperada. Él
trataba de hacerla reaccionar como nunca antes lo hizo. Aunque ella arqueaba el
cuerpo con ansia, él mantenía todo el control acariciándola como si fuera inocente.
Cuando ella trató de soltar las manos, él la sujetó con fuerza.
—Ryan —susurró ella, sin soportar la dulce tortura—. No puedo más. Por favor
déjame… quiero…
Él no pareció oírla. Él le besó el pezón, la cintura, el ombligo, las caderas. Ella se
tensó en un espasmo de ansiedad cuando él tocó los lugares secretos de su cuerpo.
Pronunció su nombre con un jadeo largo y empezó a sacudir la cabeza sobre la
almohada, presa de la pasión.
Como si ésa fuera la señal que él necesitaba, la reserva que se había impuesto
desapareció, se destruyó. La tomó con un poder dinámico, la selló con la fuerza del
deseo, buscó una reacción tan directa y vital que ella se convulsionó casi de
inmediato, sollozando, mientras sentía el cuerpo lleno de gloria. En el mismo
momento, él entró con ella en el vertiginoso mundo de las sensaciones, y siglos
después, salió con ella, jadeando, mientras el corazón le palpitaba alocado.
Venetia no tuvo idea de cuánto permanecieron así. De pronto sintió frío y él la
cobijó. Trató de alejarse de ella y, aunque estaba aplastada bajo él, lo abrazó con
fuerza. Al fin, la respiración de ambos se normalizó y cuando él intentó moverse, ella
no lo retuvo y sólo bostezó mientras él la acurrucaba entre sus brazos.
—Ahora, duerme —dijo él con una voz que parecía drogada por la satisfacción
y el cansancio.
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Cuando ella despertó, fue porque oyó el timbre del teléfono. Ella se movió con
ansiedad y chocó contra otro cuerpo. Abrió los ojos para ver cómo Ryan tomaba el
auricular.
—¿Sí? Oh, Janice… sí, ella está aquí —él vio la cara atónita de Venetia—.
¿Quieres hablar con ella? Oh, ya veo. Sí, dile que estaremos en casa en media hora.
—¿Por qué? —preguntó Venetia con frialdad cuando él colgó.
—Eso es lo que ambos hemos estado esperando —dijo él mientras la miraba con
dureza. Ella sólo lo miró. Ryan se puso las manos detrás de la cabeza y vio el techo—.
Quiero a mi hijo —dijo con calma.
—El acostarte conmigo no va a darte a tu hijo. ¡No soy tan débil como para
casarme contigo sólo porque eres un magnífico amante!
—Cuando estás conmigo en la cama, dices y haces todo lo que yo quiero y lo
sabes —dijo él con una sonrisa poco amable.
—¡Eres despreciable! —Venetia lo miró con furia—. Dios, ojalá pudiera hacerte
lo que me estás haciendo a mí.
—Querida, no sabía que pensaras que yo era tan buen actor —rió con diversión
genuina—. Te aseguro que no lo soy. Debes saber lo que me haces sentir. Soy tan
vulnerable como tú. Creí que te lo demostré anoche. Sin embargo, si quieres que lo
reafirme…
Él se acercó a ella con pasión y diversión en la mirada.
Venetia dudó y saltó de la cama como si fuera el mismo diablo y corrió hacia el
baño mientras lo oía reír.
Fue molesto tener que encontrarse con la mirada de reproche de Janice, pero, al
cabo de unos minutos, Ryan la había sacado de un disgusto hacia una aprobación
resignada. No tuvo tanta suerte con John, quien los ignoró durante media hora y
luego se acercó a Venetia para pedirle que Ryan se fuera de la casa.
—Ahora —dijo él en caso de que alguien no lo hubiera entendido.
—Yo voy a ir al zoológico —le dijo Ryan a Venetia con calma.
Fue un toque maestro. Venetia vio cómo el enojo de la cara del niño se
transformaba en concentración.
—Quizá mamá y yo también pudiéramos ir al zoológico —sugirió el niño a
bocajarro.
—No, tengo que escribir cartas —rechazó Venetia.
Él perdió la compostura. Después de momentos de intenso pensar, vio a su
padre entre las pestañas.
—¿Hay elefantes allí? —inquirió John.
—Dos. Uno grande y uno chico. Y también jirafas —dijo Ryan con indiferencia.
—Me gustaría verlos —dijo él mandando el rencor al diablo y acercándose a su
padre.
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—Ponte los zapatos y nos iremos.
Cuando se marcharon, Venetia miró a sus tíos con la frialdad que siempre la
protegió contra su desaprobación.
—Cuando John vino a decirnos que no estabas en tu cama, nos preocupamos —
dijo Janice a la defensiva.
—Sí, lo siento, debí llamarlos.
—Lo que hagas no nos concierne —dijo Bob viendo a su esposa con una mirada
de advertencia—, pero a John no le gustó.
—Espero que supere sus celos —suspiró Venetia.
—No creo que sea celoso, sino posesivo. Como su padre —comentó el tío.
Ella asintió y fue a su cuarto, preguntándose cuánto más se sentiría culpable
por no ser lo que ellos esperaban. Por fortuna, era cierto que tenía que escribir una
carta, así que pudo dejar de pensar en ello.
—¿Sí? —inquirió ella de modo abrupto cuando llamaron a la puerta.
—Quería saber si tenías ropa sucia —Janice entró y cerró la puerta.
—No —dijo Venetia—. Dejé todo en el canasto.
Janice comenzó a arreglar unos papeles y a limpiar el polvo imaginario del
escritorio.
—¿Qué pasa? —preguntó Venetia, impacientándose.
—Yo… ¿piensas casarte con Ryan?
—No —dijo Venetia, sin entonación, esperando que la tía se fuera para poder
sumirse en el refugio que el escribir le proporcionaba. Pero Janice siguió acariciando
el escritorio hasta que juntó las manos y preguntó con dificultad:
—¿Ustedes… anoche…?
—Hicimos el amor.
—Ya veo. ¿Pero no te quieres casar con él? —Janice apretó más las manos
mientras jadeaba un poco.
—No soy masoquista —dijo Venetia con cansancio por estar en esa situación,
odiando a Ryan y odiándose a sí por ser esclava de su deseo.
—¿Él no te ama? —dijo Janice con ansia.
—No, no me ama. Me desea, le parezco bien para una aventura, nos
entendemos muy bien así, pero si nos casáramos yo siempre sabría que es lo único
que siente por mí, y no es suficiente. Soy ambiciosa, lo quiero todo. Y no voy a
casarme porque pienso que sería un suicidio casarme con un hombre que me ve y ve
a Liz en vez de a mí. Tan simple como eso.
—Él solía tratar a Elizabeth como si fuera una criatura —dijo Janice como si no
la hubiera oído—. No te ve a ti de esa forma. No soy una persona apasionada, pero
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reconozco la pasión cuando la veo. Venetia, Ryan se ahoga en ti, te ve con ansia todo
el tiempo. A veces parece desesperado.
—Se llama sexo y no dura.
—Si ha durado seis años… —Janice vio la expresión dura de la sobrina pero
prosiguió—: Nunca pensé que fueras cobarde, Venetia. ¿O es que lo estás castigando
por haberse casado con Elizabeth y no contigo?
—No dejaré que me manipulen para hacer algo que siento que es nocivo para
mí —dijo Venetia con frialdad, aunque los ojos le ardían de furia.
—Quieres decir que no admitirás que es un orgullo necio lo que te detiene a
hacer las paces —Janice se dirigió a la puerta—. Sé que será difícil pero será mejor
que aprendas a asumir compromisos, Venetia. Ryan va a formar parte de tu vida, no
abandonará a John ahora que lo ha encontrado. No sé lo que sienta por ti, pero me
parece que tú puedes darle algo que Elizabeth ni siquiera sabía que necesitaba. Lo
amas. Siempre lo has amado. ¿Es tu amor algo tan malvado como para privar a John
del padre que necesitará mucho a partir de ahora, sólo para satisfacer tu orgullo?
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Capítulo 10
Venetia terminó de escribirle a Kay y cerró los ojos. Estaba exhausta y
deprimida pero recordó la noche anterior, la ternura increíble de Ryan y su
turbulenta reacción. ¿Podía ella rechazar ese placer supremo, quitarlo de su vida
porque quería algo más que la magia sensual? Se levantó y fue hacia la ventana.
Podía ver el jardín; era un día soleado.
Las palabras de la tía resonaron en su cabeza. ¿Tenía un orgullo herido, un
deseo de venganza? Suspiró y se preguntó si realmente importaba que Ryan hubiera
amado a Elizabeth.
Durante años, se prohibió pensar en ello. Ahora le dolía examinar sus acciones
con una lógica incisiva. Y concluyó algo que le dolió más. Sí, era orgullo y quizá algo
de rivalidad familiar lo que la hizo huir de los compromisos. Y sí, ella quería
castigarlo porque él fue feliz y ella vivió en la soledad.
¿Importaba que él jamás la amara como amó a Liz? Sí, pensó angustiada, sí
importaba. Pero él la deseaba y ella podía soportar ser la sustituta.
Eso la hacía tener que soportar el resentimiento, porque ella podía hacer que él
gimiera de deseo en una agonía de sensación. Él tenía una necesidad fundamental de
controlarse, inherente a él como su posesividad arrogante, y la fuerza que ella
despertaba en él de reacción y deseo era una amenaza directa a esa necesidad.
No sería fácil convencerlo de que él no se disminuía al desearla con tanta ansia,
pero de seguro cuando él supiera que ella jamás usaría su deseo como arma en su
contra, él empezaría a aceptarlo y quizá ya no sentiría resentimiento. Y eso sólo
dejaba una pregunta abierta: ¿Era el amor de ella lo bastante fuerte como para
soportarlo todo? Una sonrisa brillante la iluminó. ¡Sí, ella era lo bastante fuerte como
para soportar cualquier cosa! Sobre todo un hombre que no comprendía lo fuertes
que pueden ser los lazos familiares. Y ella le daría un hogar amoroso que
compensaría su niñez insegura. Podía hacerlo. John la ayudaría al igual que los otros
niños que tendrían.
Así que ella aceptaría casarse con él. Y decidiéndolo, pensó que sólo estaba
reconociendo lo inevitable.
Regresaron muy contentos del zoológico. John habló de las maravillas que vio.
Por la forma de ver a Ryan, era claro que ya no sentía celos y que al fin lo había
aceptado.
Mientras Janice hacía que John se lavara la cara, Ryan le preguntó a Venetia:
—¿Ya te decidiste?
—Supongo que tendré que casarme contigo —tan pronto como ella dijo las
palabras, se dio cuenta de cómo debían sonar, pero ya era demasiado tarde.
—¡No me hagas ningún favor! —dijo él con amargura y ella se sorprendió.
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Robyn Donald – Cenizas del pasado (Ecos del pasado)
¿Elizabeth le hizo favores? ¿O su hostilidad se debía a su infancia descuidada?
Ella nunca lo sabría y si no dejaba de pensar en Elizabeth, un matrimonio entre ellos
no tenía posibilidades de éxito.
—¡Dime eso en un año! —bromeó ella, tratando de aliviar la tensión—. Estoy
lejos de estar domesticada y ya te habrás dado cuenta de que John no es un niño
dulce y complaciente.
—Lo siento, tu capitulación me tomó por sorpresa. Esperaba tener que hacer
una mayor labor de convencimiento antes de que te rindieras. ¿Sellamos el arreglo en
la forma acostumbrada?
Ella se sintió incómoda por la dureza de la voz de Ryan y retrocedió. Él la miró
con furia y también con pasión y ella respondió a la pasión, aceptando la fuerza del
beso con un ardor que cambió la crueldad en deseo.
Se casaron dos semanas después.
Al recordar todo, Venetia concluyó que la mayor parte del tiempo, ella estuvo
en estado de shock. Flotaba a través de los días con una serenidad preocupante,
haciendo su trabajo, tomando decisiones, enfrentándose a las sospechas e
inseguridades de John.
Era como si una vez que tomó la decisión, todo fluyera con placidez en un curso
sin miedo, sin dudas, sin agonías. Aceptó que Ryan no la amaba, pero sabía que él no
pondría en peligro su matrimonio al enamorarse de otra mujer. Venetia confiaba en
su habilidad para satisfacerlo física e intelectualmente. Él no necesitaría buscar la
pasión en otra parte.
Y Ryan ya había tenido un romance. Con la tragedia de su muerte, Elizabeth
capturó su corazón. Ella siempre fue joven, hermosa y amorosa, la medida con la
cual él compararía a Venetia y quizá a todas las mujeres.
No dejaré que eso me lastime, se prometió Venetia.
Pero al acercarse la fecha de la boda, ella quería sentir la seguridad que le daba
el deseo mutuo que ambos sentían. Por lo menos en ese mundo sensual, nada era
fingido. Él se mudó al apartamento y aunque la veía diario, sólo la besaba en los
labios, algo que la perturbaba más de lo que la satisfacía. No hubo los abrazos
frenéticos ni la pasión acalorada que ella deseaba; él estaba dispuesto a esperar hasta
después de la boda.
Los días siguientes probaron que el logro de Ryan era permanente. John ya no
trataba al padre con recelo o resentimiento y se volvió el niño alegre de siempre. La
noche antes de la boda, Venetia se sentó con él y trató de explicarle lo que sucedería
al día siguiente.
—Ya conozco las bodas. Vi una en la televisión. La señora tenía un vestido
blanco.
—Bueno, yo no llevaré un vestido blanco —rió Venetia.
—No importa, pero después tú, papá, Pandy y yo, vamos a vivir juntos. Papá
dijo que me compraría un tren y que va a jugar conmigo —era claro que John ya
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estaba en paz. Venetia lo abrazó con fuerza hasta que él se zafó de ella. Ya estaba
creciendo, pensó ella.
No esperaba dormir bien esa noche, pero lo hizo como si fuera un tronco. Al
despertar, la tía Janice le llevó el desayuno en una bandeja.
—Es una tradición —dijo ella con dureza, cuando Venetia protestó—. Y lo
comerás todo o podrías desfallecer. Recuerdo que con Elizabeth… —se interrumpió
de pronto y toda la alegría abandonó su rostro.
—Sé que Liz se casó con Ryan; es tonto pensar que el mencionarlo me va a
entristecer —dijo Venetia con suavidad.
—Todavía la extraño —dijo Janice sin poder evitarlo.
—Lo sé —Venetia hizo que la tía se sentara a su lado en la cama. La abrazó
mientras la señora lloraba.
—Lo siento —sollozó Janice—, quería que este día fuera muy feliz para ti y
ahora te lo he arruinado.
—No, no es cierto; claro que todos recordamos a Liz. Todos la lloramos —
Venetia acarició el hombro de la mujer—. Por puro interés, ¿cómo te las has
arreglado para hacer que John no hiciera ruido hasta ahora?
—No me lo preguntes —rió Janice—. Es una combinación de soborno, amenaza
y llamado a la razón. Él…
—Hola, mami —dijo el niño entrando en el cuarto, como si hubiera oído su
nombre—. Apúrate, ya es hora de la boda.
Janice rió y rió más cuando John dijo que echaría confeti a su mamá y a su papá.
No cabía duda que sería el momento culminante del día para John. Quizá hasta de su
vida.
Era un día hermoso de primavera. Mientras Venetia se ponía el vestido color
marfil, sintió que se animaba más y más. En un día como ése, era fácil imaginar que
ella y Ryan tendrían un matrimonio feliz. Hasta llegó a creer que él llegaría a amarla.
No debía sentir celos del fantasma de Elizabeth. Tenían tanto en común, que de
seguro podrían vivir con un respeto y afecto mutuo, si eso era todo lo que él podía
darle.
Ella lo intentaría de todos modos. Haría lo imposible por hacerlo feliz, que se
sintiera menos solo y le daría la vida de hogar que él tanto ansiaba.
Venetia se miró en el espejo antes de calzarse los zapatos. Colocó una gardenia
en el sombrero diminuto y cubrió sus ojos con el ligero velo. Tomó los guantes y el
bolso. Era más elegante que el vestido de encaje y tul blanco que usó Elizabeth.
—Cuidaré a Ryan, Liz —dijo Venetia.
Era como decir adiós al pasado y contemplar el futuro con una promesa.
—¿Puedo entrar? —dijo Janice, llamando a la puerta.
—Claro, siempre y cuando John no esté contigo.
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—Él y Bob están jugando dominó —comentó la tía y luego observó a Venetia—.
Tu apariencia es hermosa, Ryan estará muy orgulloso de ti —se sentó en una silla y
prosiguió—: Debo decirte que cuando le hablé a Ryan de John, esperaba que él los
trajera a vivir aquí, pero nunca imaginé que lo deseara tanto hasta este momento.
—Así que Ryan sabía de la existencia de John antes de ir a Australia —dijo
Venetia con voz extraña.
—Sí, pensé que debía saberlo y no creí que tú fueras a decírselo.
—Ya veo —Venetia se puso unos pendientes de oro. ¿Por qué le dolía tanto el
saberlo? Fue una ilusión que él la hubiera ido a buscar por ella misma. Por lo menos
eso explicaba la rara calma de Ryan al enterarse de la existencia del niño. Tuvo
tiempo de superar su primera reacción, que quizá fue de rabia. Venetia prosiguió con
voz tajante—: Creo que debemos irnos.
La boda fue tranquila como lo habían planeado. John les aventó una caja de
confeti. Venetia no podía mirar a Ryan, aunque se daba cuenta de que estaba
retraído, casi ausente. Después, comieron en un salón privado de uno de los mejores
restaurantes de Auckland. Más tarde, los tres se fueron al apartamento.
—Tú, mi bravo guerrero, será mejor que vayas a dormir un rato.
—Está bien —aceptó el niño después de un bostezo—. Papá me puede arropar.
Venetia los vio irse al cuarto de John; ella fue al suyo y se quitó el vestido. El día
anterior ella y su tía llevaron todas sus cosas y las de John. El tener objetos conocidos
a su alcance debía ayudarla a sentirse como en casa, pero nunca se sintió más sola en
su vida.
Sólo tenía su fondo puesto cuando Ryan entró. Él se detuvo para mirar la
delgada silueta que estaba frente a la ventana con la vista perdida. Se volvió hacia él
con un esfuerzo visible.
—No pongas esa cara de aprensión —dijo él con tono inexpresivo.
—Es tonto, ¿verdad? —sonrió ella, con rigidez.
—¿Cuánto dormirá?
—Media hora, con suerte.
É l se quitó la chaqueta y la camisa y las dejó caer sobre la cama.
—No es suficiente —dijo él con calma—. Una vez que empiece a hacerte el amor
no quiero parar hasta saciarme y eso me tomará toda la noche. Haré un poco de café
mientras ves el cuarto que arreglé para tu estudio. Dejé ahí lo que he hecho hasta
ahora sobre el guión.
Ella rió y se alejó, ocultando el ansia que le recorría el cuerpo. Era injusto que el
sólo ver su torso desnudo la excitara; resentía su propia debilidad. Con rapidez,
antes de que él se diera cuenta de lo que pasaba, se puso un pantalón y una blusa y
se peinó.
Sonrió con ironía. Él dejaba en claro que no esperaba más que un matrimonio
amigable y un poco de pasión.
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Y si ella iba a sentirse herida cada vez que él lo probara, iba a arruinarse la vida.
Así que se armó de todo el valor de que fue capaz.
El día anterior, Janice y ella no tuvieron tiempo de arreglar el cuarto. Alguien,
quizá Ryan, ordenó los libros. También había una computadora del mismo modelo
que ella usaba y unos estantes. Sobre el escritorio estaba una vasija con flores que
daban una nota alegre a la habitación.
—¿Es así como lo quieres? —Ryan frunció el ceño—. Quizá quieras ver por la
ventana.
—No, me desconcentro si hay algo que me distraiga. Gracias.
—Allí está lo que hice del guión.
Venetia se sorprendió al ver todo lo que había adelantado. Se preguntó por qué
le habría dedicado tanto tiempo. Ahora ya sabía lo ocupado que estaba a pesar de
tener un equipo entusiasta de empleados, pues lo llamaban por la noche y siempre
parecía que sólo él podía tomar ciertas decisiones.
Quizá las largas horas que pasó escribiendo el guión, fueron un intento para
dejar de pensar que se casaría con una mujer a la que despreciaba.
Mucho tiempo después, dejó de leer. Hasta ese momento el trabajo de Ryan era
estupendo. No mostraba a Albert como un vaquero acartonado. Escogió sólo
aquellas aventuras que describían el carácter de él, señalando el dilema de un
hombre que debió renunciar su sed de aventuras para fundar una dinastía pastoral.
Además, Ryan describió con mucha sensibilidad el romance apasionado de Albert
con una chica de buena familia, pero que había ido a vivir a la colonia a trabajar
como sirvienta.
—Quiero un jugo, por favor —dijo John al entrar, mirándola con reproche—.
Papi está hablando por teléfono.
Venetia le dio el jugo y miró a Ryan cuando colgó.
—Era un reportero de la prensa —dijo Ryan, molesto.
—¿Qué le dijiste? —preguntó ella, preocupada.
—Los hechos. Ahora empezaré a cobrar algunos favores que me deben. Tengo
algunos amigos y contactos, quienes lo harán. No creo que nos molesten mucho los
columnistas —observó Ryan. John llamó desde la cocina y él prosiguió con un
murmullo—: Si hacen comentarios acerca del parecido, pon una cara de asombro y
de disgusto.
—Si alguien comenta algo sólo reiré y asentiré —dijo ella.
—No creo que sea tan desagradable.
Ella le creyó. Nadie se atrevía a enfurecer a Ryan. Después de hacer unas
llamadas, se dispuso a armar el tren con John. Después, Ryan lo bañó y le leyó un
cuento mientras Venetia preparaba la cena. Todo era muy doméstico, pensó ella,
como si siempre hubieran sido una familia. Era una fantasía demasiado reconfortante
y ella la desechó.
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Después de acostar a John, regresaron a la sala. Venetia sirvió el café mientras
que Ryan ponía un disco de música sensual. Ella se sintió como una desposada
virginal, pero excitada. Ryan se sentó junto a ella y extendió las largas piernas con
gracia natural.
Ella tragó salida.
—Pareces nerviosa —dijo él, casi con insolencia.
—Para sorpresa mía, lo estoy.
Él rió y la abrazó.
Lo que siguió fue lo que ella esperaba, un asalto ininterrumpido de los sentidos
que empezó con suavidad y terminó con una conflagración tan intensa que ella gritó
de éxtasis, perdida en el placer que él le hizo sentir.
Esto se repitió durante las semanas que siguieron, hasta que se dio cuenta de
que nunca se saciarían uno del otro. Cada vez era un ansia mayor; nunca se
cansaban, encontrando nuevos placeres, nuevas formas de complacerse y, al
terminar, dormían, exhaustos, como las dos mitades de un todo.
Y se distanciaron casi tan pronto como aprendieron de nuevo a amarse. Ryan se
volvió introvertido, trabajaba mucho y sólo se relajaba con John. Después de un frío
rechazo, Venetia ya no le preguntó lo que pensaba.
Ella también se retrajo, pensando en una nueva novela, yendo de compras con
John, llevándolo a pasear al parque. Venetia sintió otra vez la soledad, pero trató de
satisfacerse al ver cómo John quería más a su padre.
—Me llamó el agente de bienes raíces —dijo una noche Ryan—. Cree que nos
gustará una casa que está a treinta kilómetros hacia el norte, sobre la playa. Le dije
que mañana la veríamos.
—Muy bien —contestó Venetia—. ¿Ya cenaste?
—Un poco, no tengo hambre.
—¿Por qué no tomas un baño y te vas a la cama? Te llevaré un trago.
—Si voy a la cama no querré un trago —él la besó—. Ya lo sabes. ¿Por qué no
simplemente me pides que te haga el amor?
—No pensé que tuviera que pedirlo —replicó ella—. Yo también te hago el
amor, ¿o no lo has notado?
—Sí, lo he notado. Creo que moriré recordando cómo me amabas. Todo ese
fuego y ese dulce deseo… Eso es todo lo que debo recordar porque eso es todo lo que
sientes ¿no?
El teléfono los interrumpió y evitó que él la siguiera hiriendo con sus
comentarios. Mientras contestó, ella se alejó pero se detuvo al oírlo decir:
—Sí, mi esposa está aquí, un momento por favor —ella tomó el auricular pero
se estremeció cuando le dijo con una fría sonrisa—: No me dijo su nombre, pero es tu
antiguo marido. Deshazte de él.
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—¿Sean?
—Hola, linda —dijo él con alegría—. Oye, disculpa que te moleste pero cené
con mi primo Brett y me dijo que las acciones que mi tía Gabby nos dio como regalo
de bodas, se han multiplicado gracias al genio financiero de Brett.
—Lo siento, no entiendo —dijo Venetia mirando a Ryan.
—Bueno, la mitad de las acciones son tuyas.
—¡No! —exclamó ella con vehemencia—. No, Sean, no podría aceptar.
—Pero eran un regalo de bodas, tienes derecho a ellas —se empecinó Sean.
—Oh no, no, no quiero…
Ryan le arrebató el auricular y dijo:
—Mi esposa no quiere nada de usted, March, y no quiero que la llame de nuevo
—Ryan colgó y preguntó con el mentón apretado—: ¿Lo has visto?
—No, claro que no —ella le contó el motivo de la llamada y él pareció dejar de
enojarse un poco.
—Me alegro que no hayas querido el dinero, porque tu tirano esposo no te
hubiera permitido aceptarlo. Ya estoy harto de Sean March.
—Oh, ¡así que tú estás harto! —exclamó Venetia—. Yo estoy hasta acá con tu
mal humor y con que un minuto me jales hacia ti y al siguiente me rechaces como si
te contaminara. Todo lo que quieres de mí es sexo y me lo haces pagar muy caro
porque te odias por desearme, ¿no? Te disminuye ante tus propios ojos el desear a
una mujer como me deseas a mí. ¿Cómo diablos tratabas a Elizabeth? ¿O es que no la
deseabas?
—No hablaremos de Elizabeth —dijo él, conteniéndose.
—¿Cómo podemos dejar de hablar de ella? —ella golpeó la puerta con el
puño—. Es la tercera en discordia… de esta farsa llamada matrimonio, está con
nosotros todo el día, cada noche. ¡Aun cuando tienes que sucumbir a los instintos
que tanto desprecias y debes hacerme el amor! Empiezas a hacerle el amor a
Elizabeth en forma dulce y tierna y luego te das cuenta de que no soy ella y te
vuelves otro hombre, haciéndome sufrir porque no soy Elizabeth. ¿Realmente
pensaste que no me daría cuenta? —sollozó ella.
Él estaba pálido y se acercó a ella para ver si no se había lastimado la mano.
—Ven y siéntate —ordenó él.
Ella sabía que él iba a admitirlo y que la destrozaría, pero la mejor solución era
la verdad, y no la sarta de mentiras en la que vivían. Por lo menos, con la verdad
había posibilidades de empezar de nuevo. Ella se sentó en una silla y él en el sofá. Sin
verla, empezó a hablar:
—Cambio cuando hacemos el amor porque no puedo hacer otra cosa. Cuando
te toco, no quiero nada más, me pierdo en ti. Elizabeth era amable y serena y me
amaba, pensaba que yo era el mejor de los maridos. No me entendía, pero eso no la
preocupaba, porque todo el mundo sabía que los hombres son algo raro. Sólo me
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pedía que yo encajara en su concepto de un marido. No era superficial, pero para ella
el amor era una emoción suave y tranquila. No sé cuándo me di cuenta del error que
cometí. Fue después de unos meses de estar casados. Ella no sabía que había
profundidades y alturas de éxtasis en el amor. Nunca hubiera entendido que se
puede amar y odiar a alguien al mismo tiempo. Pensaba que esa emoción era vulgar.
No pensaba que existiera, porque era incapaz de sentirla. O quizá nunca conoció al
hombre que se la hiciera sentir —él levantó la vista y miró a Venetia que seguía
inmóvil—. La clase de pasión que despiertas en mí, la estupenda y total inmersión en
cada uno… Elizabeth no la hubiera querido, no la hubiera entendido. Descubrí que
quería ambas cosas de ti.
—Yo para el sexo, ella para el amor —dijo ella con brusca desilusión.
—No. Tú para mi esposa, ella como una amiga.
—Pero tú no me amabas —murmuró ella.
—No te conocía, ¿verdad? —él la miró sombrío—. Te encargabas de que nadie
penetrara a través de esa personita divertida y agresiva que representabas ante el
resto del mundo. Ocultabas tu carácter tan bien que engañabas a todos. Hasta a mí. Y
calculabas tu conducta para reafirmar esa imagen agresiva. Me divertía tu carácter y
me gustaba tu inteligencia. Como amante eras un gatito salvaje: ardiente y sensual.
Nunca ha habido otra mujer que me haga sentir como tú.
—Lo resentías. Todavía lo resientes.
—Sí, tenía miedo —él bajó la vista—. Aprendí que era peligroso querer y dar
amor. Era vital controlar mis emociones.
—Pero te vi enamorarte de Elizabeth —objetó Venetia con dolor—. Yo estaba
presente, lo vi suceder.
—Me viste conocer a una chica bonita que parecía tener las características que
buscaba en mi esposa y en mi amante. Desde mi niñez, siempre quise una mujer que
estuviera dispuesta a cuidar a nuestros hijos. Tú aclaraste que no tenías la intención
de hacer eso, así que Elizabeth era… un compromiso. Me convencí de que ella poseía
tu sensualidad y la suavidad que tú no tenías. Fue humillante darme cuenta de que
quise ver una ilusión y que me oculté tras una máscara de evasiones y de
racionalizaciones. Así que busqué a Elizabeth y pareció ser todo lo que yo quería.
Cuando regresaste de tu viaje a las Islas y me hiciste perder el control, te poseí en una
forma que siempre me ha atormentado.
—No importa —dijo ella sin poder soportar cómo se despreciaba a sí mismo.
—Claro que importa —dijo él condenándose con dureza—. Fue salvaje.
—Creo que hay algo salvaje en la forma en que nos sentimos —sonrió Venetia,
con suavidad.
—Sí; ya no es justo seguir hablando de Elizabeth pero créeme esto. Cuando
hacemos el amor no puedo pensar en nadie más que en ti, en lo que me haces y en
cómo asegurarme de que tú también recibas el mismo éxtasis que me das. Eres más
mujer de lo que puedo manejar.
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—¿Fue Elizabeth feliz? —dijo ella sorprendiéndolo.
—Sí era feliz. Tenía lo que quería; pensó que yo también era feliz. Nunca supo
que te amaba.
—¿Cómo lo sabes? —suspiró ella.
—Yo tampoco lo sabía. Me di cuenta en Australia, esa noche que vi cómo
abrazabas a John después de la pesadilla, y supe que si no te casabas conmigo, estaría
solo por el resto de mi vida. Esa noche me di cuenta de que siempre te había amado y
de que me condené a años de soledad por ser cobarde. Temía amar. Mi madre me
enseñó que el amor nos hace vulnerables al dolor y a la dependencia. Me casé con
Elizabeth porque sabía que nunca me rechazaría y porque sólo quería afecto de mi
parte. Tú lo exigías todo. Si necesitaba darme más cuenta de eso, fue cuando te vi
bailar con Sean March y sentí unos celos casi asfixiantes.
—Fuiste a Australia a buscar a John. Janice me lo dijo —Venetia lo miró como si
estuviera diciendo disparates.
—Sí, ella me lo dijo y él fue el pretexto. Lo quería pero era una persona
abstracta, no era John Ryan Fraine. Tuve que aprender a amarlo. Pero a ti… —él
alargó una mano y jaló a Venetia al sofá y se acostó a su lado. Ella vio el brillo de su
mirada y se emocionó—. Tú —repitió él con la emoción que ya no le importaba
ocultar—. Me bastó mirarte para saber que te había deseado con desesperación
durante seis años.
Él puso la cabeza sobre el pecho de Venetia y ella podía sentirle la cara casi
afiebrada y el pulso rápido del corazón.
—Me moría sin ti. No podía dormir por las noches, solía soñar contigo y
voltearme y encontrarme con Elizabeth, tan dulce, tan encantadora, tan paciente,
pero sin nada salvo afecto y un poco de placer en mis brazos. Pensaba que nuestra
vida amorosa era muy satisfactoria, solía decirme que era un maravilloso amante y
pensaba que era cierto, pero yo recordaba tus ojos, tu risa, tu boca y los ruidos que
hacías en el fondo de la garganta y sabía que… había tirado la joya preciosa, para
quedarme con una imitación. Y yo nunca podía dejarla, ni tenerte, porque ella no lo
hubiera entendido y se habría muerto. Entonces sentí la soledad. Pensé que tendría
que pasarme el resto de mi vida así. Pero no fue sino hasta que te vi abrazando a
nuestro hijo que me di cuenta de que lo que sentía por ti era amor.
—¿Te sientes culpable porque ella murió? —ella se estremeció.
—No —él dejó de explorarle el seno y la miró con los ojos abiertos, sin
barreras—. No, hasta me siento contento de que haya vivido esos años conmigo
porque era feliz, Venetia. La única cosa que velaba su felicidad era que se sentía
culpable contigo, pero ni se imaginaba el infierno que debes haber pasado.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le acercó la boca.
—Claro que te amaba —murmuró ella—. Creo que te amé desde que te vi. Te
amo ahora. Cuando muera, te llamaré y si no estás en el paraíso te iré a buscar al
infierno.
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Él rió y se levantó, cargándola en brazos hasta el dormitorio en donde la
depositó sobre la cama con amor. Su rostro estaba iluminado por una emoción que
ella no había visto nunca; se sentó junto a ella y sintió que la misma emoción la
invadía y supo que, tanto para ella como para él, esa felicidad duraría para siempre.
Él se inclinó y la besó con una dolorosa ternura y luego con la sensualidad que
ella necesitaba tanto. En contra de los labios, él le susurró:
—Tú y yo estaremos siempre juntos, somos como las dos mitades de un todo. Y
si tienes que seguirme hasta el infierno, el infierno se convertirá en el paraíso que
deseo.
Fin
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