ARQUITECTURAS MARGINALES_4AS.indb

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ARQUITECTURAS SINGULARES
Ingeniería y arqueología industrial
C
O L E C C I Ó N:
Metrópoli
Los espacios de la
arquitectura
Colección dirigida por Antonio Fernández Alba
y Roberto Fernández
Antonio Bonet Correa
ARQUITECTURAS SINGULARES
Ingeniería y arqueología industrial
BIBLIOTECA NUEVA
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Bonet Correa, A.
Arquitecturas singulares : ingeniería y arqueología industrial. - Madrid :
Biblioteca Nueva, 2013.
1. Arquitectura 2. Ingeniería industrial 3. Arqueología industrial 4. Paisajismo
5. Ensayo I. Bonet Correa, Antonio
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71
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© Antonio Bonet Correa, 2013
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
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28010 Madrid
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ISBN: 978-84-9940-538-4
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INTRODUCCIÓN
El Crystal Palace de Joseph Paxton
El siglo xix fue la centuria en la cual Gran Bretaña alcanzó su máximo esplendor y el
punto álgido de su historia. Inglaterra, bajo el largo y eficaz gobierno de la reina Victoria,
soberana del Reino Unido y emperatriz de las Indias, gracias a la Revolución industrial y a
la intensa actividad mercantil y financiera de sus clases dirigentes, se convirtió en la nación
más rica y próspera de la Edad Contemporánea. Londres, capital del Imperio, con su enorme
y dinámico puerto fluvial, sus numerosos docks, en los cuales se almacenaban y distribuían
mercancías procedentes de los núcleos fabriles ingleses y de las distintas partes del mundo,
pasó a ser la metrópoli y el imperio occidental de mayor tráfago y capacidad de Occidente,
en el centro bursátil capitalista que operaba a escala internacional.
Los cambios técnicos llevados a cabo durante el último tercio del siglo xviii y la primera
mitad del siglo xix fueron decisivos para una mutación de las condiciones económicas y sociales en Inglaterra. La explotación del carbón mineral, el coque y los progresos en la siderurgia
para la obtención del hierro fundido hicieron posible que se obtuviese un nuevo material muy
útil para la construcción, que a la vez podía aplicarse para la fabricación de objetos metálicos
de carácter ornamental y artístico. Otro tanto sucedió en la elaboración del vidrio, logrando
paneles cada vez más grandes y resistentes al deterioro. Los descubrimientos físicos y los adelantos químicos asociados al estudio científico de resistencia de los materiales contribuyeron
al desarrollo de la industria de la construcción ingenieril y arquitectónica y a la producción
de piezas de fundición de carácter decorativo y reproducciones de obras de arte producidas en
serie y a precios asequibles.
En lo relativo a la construcción, tanto en la ingeniería como en la arquitectura, el hierro
fundido primero y más tarde el acero desempeñaron un papel decisivo y determinante en las
estructuras. Los puentes metálicos, con arcos suspendidos y de gran luz, los tendidos de las
vías férreas, las cubiertas de las estaciones de ferrocarril, lo mismo que las estructuras metálicas con vidrios de los invernaderos y de los tinglados, naves y almacenes industriales fueron
posibles gracias al hierro y al vidrio, utilizados como materiales constructivos. Su protagonismo, que duró hasta la atrición del hormigón armado, fue verdaderamente revolucionario.
Las columnas de fundición para ámbitos interiores, como las tiendas, los cafés o salones de
carácter colectivo, las vigas de hierro para sostener suelos y techos o los paneles translúcidos
para los grandes ventanales y la iluminación cenital de los pasajes comerciales fueron de uso
[9]
corriente. En los cerramientos exteriores de tipo cortina podían ser utilizados sustituyendo
a los muros de carga en piedra o ladrillo. Muy pronto, como se sabe, los pabellones de los
jardines y los edificios de las Exposiciones Internacionales acostumbraron al gran público a
aceptar la arquitectura de hierro por su radical modernidad futurista.
Al uso de la fundición como nuevo material constructivo hay que añadir, como ya señalamos, la producción masiva y en serie de complementos arquitectónicos y ornamentales y
objetos artísticos en fundición. La demanda de las emergentes clases burguesas acomodadas,
deseosas de mejoras en sus hogares y lugares de esparcimiento público y urbano, llevó a la
creación de un mercado propicio para los fabricantes de rejas para jardines, de farolas, fuentes, mesas, bancos y sillas rústicas, lámparas, chimeneas y estufas, cocinas, baterías y cuberterías, enseres domésticos, lámparas, estatuillas, bibelots y demás obras decorativas y artísticas.
Muy pronto los comerciantes hicieron exposiciones de los distintos géneros, que iban desde
las máquinas hasta los objetos más pequeños de lujo y adorno, a veces de un pésimo gusto.
A la vez comenzaron a editarse catálogos con la descripción y la ilustración en grabado de
las piezas disponibles para su venta. De estas primeras exposiciones surge la idea de las Exposiciones Internacionales, que se inician con una obra pionera de la arquitectura en hierro
y cristal. Nos referimos a The Great Exhibition of the Works of Industry of all Nations,
celebrada en Londres en el verano de 1851. Su trascendencia fue considerable inaugurando
un tipo de espacio y de arquitectura expositiva totalmente opuesta a los antiguos recintos,
bazares y edificios mercantiles de las tradicionales Ferias existentes tanto en Occidente como
en Oriente.
La iniciativa de internacionalizar las exposiciones industriales partió de Henry Cole,
quien propuso al príncipe Alberto, marido de la reina Victoria y presidente de la Sociedad de
las Artes, el celebrarlas en Hyde Park, el corazón verde del barrio más elegante de la capital
británica. De acuerdo con las excursiones organizadas por Thomas Cook, combinando el pasaje de tren a Londres con la visita a la Exposición, se podía mostrar al mundo la importancia
de la industria inglesa y la pujanza política, económica y comercial del Imperio entonces más
poderoso del mundo. Adelantándose a los franceses y demás países occidentales, incluidos
los Estados Norteamericanos, se llevó a cabo el grandioso evento. El resultado fue la visita
de 6.039.195 personas, en un ritmo de 43.000 visitantes diarios. Las nuevas masas urbanas
londinenses y los primeros turistas contemporáneos acudieron a Londres para admirar tan
prodigiosa y mágica exposición, espejo del capitalismo y del progreso moderno.
Para la construcción del edificio de la Exposición se convocó un Concurso Internacional
al que acudieron con proyectos arquitectos tan importantes como el francés Hector Horeau,
profeta y utopista de la arquitectura en hierro y cristal. De los 245 proyectos presentados,
procedentes de 17 países, se escogió, fuera de concurso, el proyecto del jardinero inglés y autodidacta Joseph Paxton, constructor de invernaderos, especializado en edificios translúcidos
y transparentes, con estructuras de hierro fundido y paneles de cristal. De ahí el nombre de
Crystal Palace para el pabellón de 1851. Paxton —quien era hijo de un pequeño granjero pero
que en 1826 había viajado con su protector, el duque de Devonshire, por Suiza, Italia, Grecia,
Asia Menor y España y había trabajado en los jardines del duque de Chiswick y Chatsworth—
no era ni arquitecto ni ingeniero. La novedad de su enorme edificio, que fue elevado en seis
meses, cubriendo 98.000 metros cuadrados empleando elementos prefabricados de hierro
[10]
Interior del Crystal Palace (Exposición Universal de Londres, 1851)
El Crystal Palace de J. Paxton (Exposición Universal de Londres, 1851)
fundido, es el triunfo de la ligereza, luminosidad, finura y esbeltez de una arquitectura hasta
entonces inédita en su radical concepción. Como señala Argan con acierto, Paxton «no inventa una técnica nueva sino que instaura un nuevo método para proyectar y realizar un edificio»
a partir de segmentos metálicos y planchas de cristal. Su novedad era que, con su facilidad de
rápido montaje y desmontaje, se ahorraba tiempo y dinero y el material podía ser recuperado.
El príncipe Alberto, quien exaltaba sus valores de modernidad y ponderaba lo que esta técnica
aportaba a la gloria de Inglaterra a la vez que fomentaba la «libertad de comercio», estaba satisfecho de una obra que se convertía, a los ojos de todas las naciones, en una especie de castillo
inmaterial, en un monumento del progreso. Interesante es constatar que Paxton, quien con
posterioridad a la exposición de 1851 se ocupó de la construcción de casas de campo para
miembros de la poderosa familia Rothschild, presentó al Comité Londinense de Mejoras Urbanas un estrafalario proyecto, la Great Victorian Way (1855), de un pasaje o pasadizo cubierto
de cristal que rodearía como un anillo, con almacenes, tiendas y establecimientos públicos, el
distrito financiero de Londres. Para su tránsito preveía un tren aéreo. Mitad pasaje comercial y
mitad ciudad lineal a lo Arturo Soria, no cabe duda de que para este proyecto la imaginación
creativa era la de un constructor futurista.
El Crystal Palace, que era el edificio más importante de la época y que hubiera sido imposible con sus dimensiones construirlo en piedra y ladrillo, tenía 600 metros de largo, es decir,
más de medio kilómetro. Más extenso que el Palacio de Versalles, era un prodigio del ensamblaje de piezas todas idénticas y al exterior no tenía ninguna decoración. Su maqueta, con el
alzado geométrico recto y la cubierta semicircular o de medio cañón de la nave central, de 22
metros de ancho, le proporcionaba un aspecto limpio y severo pero armonioso. El Crystal
Palace era una inmensa caja transparente con un interior luminoso, de vastos espacios. Citando de nuevo a Argan, señalemos que Paxton logra liberar a la geometría volumétrica del peso
de la masa y elimina la distinción que existe en la arquitectura tradicional entre el espacio
interior y el espacio exterior. Paxton da gran preeminencia al vacío por medio de las vidrieras
respecto a la masa de los finos segmentos metálicos de hierro fundido. Hombre precavido,
no se encargó del arreglo del interior, que fue realizado por el arquitecto, esteta y hombre
excepcional Owen Jones. Este inglés —autor en 1842 del libro sobre los planos, alzados y
detalles de la Alhambra de Granada, dibujados, entre 1834 y 1837, por él mismo y en parte
por el francés Jules Goury— fue nombrado el supervisor de las obras interiores para darles un
aspecto artístico. Owen, quien no añadió adornos, aplicó un sistema decorativo basado en el
color para dar cuerpo y profundidad a la estructura. Utilizando tres colores primarios separados por el blanco, logra crear recintos diversos y variados, recreando estancias históricas, ya
de la Alhambra o de otros monumentos del pasado, o salas con stands modernos de refinado
gusto. Owen Jones, quien en 1856 publicará su famoso tratado The Grammar of Ornament,
tuvo como ayudante en su tarea nada menos que al arquitecto alemán Gottfried Semper que,
como se sabe, con anterioridad se había interesado por el debate sobre la policromía en la
arquitectura clásica y que, después de intervenir en el montaje del Museo Victoria y Alberto
en South Kensington, será uno de los arquitectos y teóricos más importantes de su siglo en
el ámbito germánico desde Dresde hasta Viena pasando por Zúrich.
La reina Victoria, quien se maravilló al inaugurar la exposición, escribió en su diario que
la vista del pabellón «era mágica, al ser tan enorme, tan gloriosa y sobrecogedora. Uno se
[12]
sentía lleno de devoción», como si la burbuja cristalina del Crystal Palace fuese una catedral
gótica, un templo elevado a la Diosa Industria, creadora de la modernidad. El edificio, que
era una especie de laboratorio experimental de la ciudad del futuro, fue comentado por
unos y otros, alabado y criticado por los entendidos. Hubo los que lo compararon con el
templo de Salomón y los que, como Ruskin, el autor de Las siete lámparas de la arquitectura
(1849) y de tantos escritos sobre los edificios más relevantes de la Edad Media, pensaba que
el Crystal Palace no era más que «un invernadero más grande que todos los invernaderos
construidos hasta la fecha» y que era prueba de que la belleza superior era «eternamente imposible» de alcanzarse con el hierro. Famosa es su definición de que la arquitectura «no es un
nido de avispas, una cueva de ratas o una estación de ferrocarril». Otros como el arquitecto
historicista George Gilbert Scott opinaban que «abría un camino», aunque la juzgaban más
bien obra de ingeniería.
Al acabarse la exposición, en octubre de 1851, se procedió al desmontaje del edificio. La
firma Henderson & Co. compró el palacio en 1852 y lo volvió a montar en Sydenham Hill.
Colocado en un jardín en plena naturaleza, fue dedicado a edificio festivo y auditorio de música, en especial de Haendel. Comparado a un palacio para las hadas, símbolo en un primer
momento del poderío británico, era admirado por su singularidad. En el año 1936 sufre un
incendio y desaparece definitivamente un monumento que era la expresión constructiva de
una nueva arquitectura en la cual no solo hay que ponderar los aspectos técnicos, como los
desagües de los tejados y la fabricación sobre el terreno mismo, sino también sus aspectos
estéticos y poéticos. No hay que olvidar que Paxton, quien en un principio fue jardinero, se
inspiró para las articulaciones de las cubiertas en el dibujo de los nervios de la flor de loto.
Este sentido biológico de la arquitectura enlaza el Crystal Palace con las obras de los expresionistas alemanes de la primera mitad del siglo xx y en especial con los proyectos y escritos
de Bruno Taut, autor de la Corona de la ciudad, la arquitectura alpina y los rascacielos y las
montañas de cristal. Para el visitante de la Exposición Universal de Londres de 1851, el Crystal Palace era como la realización de la utopía posible.
[13]
Mi obra preferida
La Torre Eiffel
Por su grandiosidad y su valor estético, la Torre Eiffel, construida en 1889 para celebrar el
centenario de la Revolución francesa, pertenece a las imágenes clave del arte universal.
No solo por ser una obra maestra de la ingeniería, sino también por el valor iconográfico
e iconológico de su imagen, mi obra preferida es la Torre Eiffel. Monumento capital de la
Edad Contemporánea, desde el punto de vista histórico puede ser parangonable únicamente
con las Siete Maravillas de la Antigüedad. Para la era industrial moderna, es todo un símbolo. Producto del desarrollo de la metalurgia en el siglo xix, es un dechado del arte y por la
dinámica de su fábrica solo parangonable a la arquitectura de una catedral gótica. Aparato
enorme y de pasmosa altura, es una obra deslumbrante, que ha apasionado a los artistas de
vanguardia y que, desde su construcción, se ha incorporado al imaginario popular.
Sin la Torre Eiffel no se puede concebir París como ciudad luz y urbe moderna. «Pastora
de los puentes sobre el Sena», según Guillaume Apollinaire, o «Carrillón de París y afiche de
Francia», para Vicente Huidobro, es uno de los mitos de la ciudad moderna y tentacular;
un símbolo, casi sagrado, de la civilización industrial; un faro que ilumina el universo, como
el anuncio de un futuro radiante y de ilimitados horizontes. Nacida para celebrar, en la Exposición Universal de 1889, el primer centenario de la Revolución francesa, es el emblema
de la libertad y de la ilustración, a la vez que un producto de la racionalidad y de la ciencia.
También de la audacia constructiva. Auténtico desafío a las leyes de la gravedad, surgió como
respuesta al reto de alcanzar los 1.000 pies, es decir, los 300 metros de altura. Producto del
cálculo, este gran mecano de piezas metálicas prefabricadas es un prodigio técnico y de extraña belleza, a la vez que una estructura de gran utilidad científica. Máquina monumental
que, en principio, iba a tener la vida efímera de la Exposición, acabó siendo el laboratorio
de Física más avanzado de la época. Su entrecruzada carpintería metálica sirvió para que se
pudiesen lograr grandes avances en el estudio de la resistencia al viento de las superficies
metálicas, lo que tuvo resultados aplicados a la aeronáutica. En la segunda plataforma de la
torre, se montó un dispositivo experimental para conocer el efecto de la caída de los cuerpos
desde gran altura. Incluso se llegó a creer que, con la ascensión a su cima, se podía curar
la tosferina. Ahora bien, la utilidad mayor que aportó la torre y que fue la causa de que se
[15]
La Torre Eiffel (Tarjeta postal con poema manuscrito de Rafael Lasso de la Vega, 1926)
conservase, evitando su derribo a principios del siglo xx, fue la de ser soporte para la entonces
naciente radiotelegrafía. Al valor de vigía y de faro que iluminaba los techos de París, la torre
añadió un papel estratégico y positivo, al instalarse en ella una estación emisora y receptora
de las ondas hercianas. Con su gran antena de radio, la Torre Eiffel pasó a ser el emblema de
la comunicación.
El desdén de los estetas
Desde su inauguración, en 1889, la Torre Eiffel, a la que antes de su construcción un
grupo de artistas y estetas, contrarios a su edificación, calificaron de «deshonor de París»,
obtuvo el beneplácito entusiasta y el aplauso unánime del público, que hacía cola para subir
a ella. Muy pronto, y en virtud del comercio de los recuerdos turísticos, se transformó, de
objeto enorme y desmesurado, en un modelo minúsculo y doméstico. Las bolas de nieve,
los pisapapeles, los recortables, los cromos y las reproducciones gráficas de la Torre Eiffel sirvieron para adornar los salones o cuartos de los pequeños burgueses. Su fama alcanzó desde
entonces una dimensión universal. En muchas ciudades, como Tokio o México, por ejemplo,
tienen una réplica, más o menos fiel, de la misma.
Por su osadía, la Torre Eiffel era, para Barthes, la negación del pasado de París. Es indudable que su arquitectura es un paradigma de la modernidad. Quien mejor entendió este mensaje fue el gran pintor Robert Delaunay. En sus series o distintas versiones de la torre, este
artista, cuya obra rinde culto a la vida urbana contemporánea —acontecimientos deportivos,
edificios elevados, letreros publicitarios, anuncios de luminosos, círculos radiantes, hélices
de los aviones y demás máquinas—, encontró en la Torre Eiffel su leitmotiv, el punto fijo y
central de su imaginación plástica. Nadie como él supo captar la energía, la fuerza y el poder
de un monumento tan cósmico y de tan rutilante belleza.
A la hora de declarar cuál es mi obra de arte preferida de todos los tiempos, he de confesar
que admiro la Torre Eiffel tanto como monumento o construcción real y concreta que como
figura geométrica ideal, en la visión pictórica y virtual por Delaunay. Esta dualidad, a la que
se puede añadir la multiplicidad de su imagen icónica —recordemos el cuadro Composición,
de Alfonso de Olivares (1927), el filme La Tour, de René Clair (1928), la obra de teatro Les
Mariés de la Tour Eiffel (1921), con una música del grupo de los Six, o la novela de Camus Le
Scaphandrier de la Tour Eiffel (1929)—, es algo que me divierte y place en sumo grado y creo
que es la que ha seducido a tantas personas, sean intelectuales y amantes del arte o simples
ciudadanos curiosos del moderno fenómeno urbano. De lo que no queda duda es de que,
por su grandiosidad y valor estético, la Torre Eiffel no tiene edad. Trascendiendo la historia,
su perfil se ha incorporado al depósito de imágenes esenciales del arte universal.
[17]
El «hada electricidad»
o el arte moderno de iluminar
La iluminación eléctrica es relativamente reciente. Sin exagerar, se podría afirmar que
es de ayer. La historia del alumbrado lo confirma. Apenas hace un siglo, gracias al descubrimiento de las lámparas incandescentes, cambió radicalmente la manera de vivir de la
sociedad moderna. El perfeccionamiento de las técnicas de aprovechamiento de la energía
eléctrica para la iluminación ha supuesto un avance considerable, una auténtica revolución
de carácter universal. Cuando en el año 1882 el sabio norteamericano Thomas Alva Edison,
el «mago de la luz», puso en marcha en Nueva York la primera red de alumbrado eléctrico,
brindaba al mundo un beneficio incalculable. Bastaba dar una vuelta a un interruptor para
que, de repente, se disipasen las tinieblas. Muy pronto todas las poblaciones instalaron su
propio tendido eléctrico. Las calles y las plazas, los escaparates de los comercios y las vitrinas
de los cafés, al igual que los edificios públicos y las casas de vecinos, refulgían en la noche.
La ciudad nocturna iluminada es una ciudad transformada. Con el uso generalizado del
fluido eléctrico no solo mejoró el alumbrado. Las comunicaciones se hicieron más rápidas
al ser aplicada su fuerza al transporte urbano. Los tranvías y el metropolitano lo atestiguan.
También mejoró el confort de la vida cotidiana. Los electrodomésticos, desde la nevera hasta
la televisión pasando por el secador de pelo y el microondas, son el resultado de la aplicación
en el hogar de una energía que durante todo el siglo xx no ha cesado de prestar sus servicios
a la humanidad.
El alumbrado antes de la electricidad
A finales del siglo xix la bombilla eléctrica ponía un punto final a una larga y enojosa
historia. Desde la Prehistoria hasta la Edad Contemporánea la humanidad vivió el día
y la noche como dos repetidas y diametralmente opuestas fases de la realidad temporal.
Según la estación del año y las variables de la latitud geográfica, las personas organizaban
su existencia cotidiana de acuerdo con la mayor o menor duración de las horas solares. La
luz diurna y la oscuridad nocturna regían el horario. Los trabajos y los días transcurrían de
[19]
manera natural. El tiempo para la labor, el ocio y el descanso estaban determinados por la
mayor o menor claridad ambiental. En las largas noches de invierno, las gentes reunidas
en torno al fuego del hogar se entretenían oyendo los relatos de historias a veces fantásticas que alimentaban la imaginación colectiva, encandilada por el hechizo de la cerrada
oscuridad del entorno. En las noches de luna del estío. La fiesta al aire libre adquiría una
dimensión propicia a los sortilegios y a las efusiones sentimentales. Para el solitario y el
filósofo, la noche, con la lámpara encendida, era el momento del ensueño romántico o de
la meditación. El estudioso y el reflexivo vivían su aventura personal e intransferible, al
viaje alrededor de su cuarto. A veces, como el poeta Juan de Mena, retraído y adelgazado
«por las grandes vigilias tras el libro», tenían pálido el rostro y las cejas quemadas por la
vacilante llama de la bujía.
La llama y el farol
Aprovechar al máximo la luz del día y vencer las tinieblas de la noche fueron, a lo largo
de los siglos, una de las mayores preocupaciones de todas las civilizaciones. Mejorar la iluminación era lograr una conquista. La historia del alumbrado, con la utilización de medios
naturales e industriales, lo demuestra. Poseer luz ha sido siempre prolongar las horas de la
existencia, alejar el miedo y apagar las angustias que la oscuridad despierta en el espíritu
humano. La luz que surge de la llama blanca, ligera y depurada, es el germen de un mundo
mejor. De la combustión de la materia ígnea nace la luz que, según Novalis, es «el genio del
proceso del fuego». Desde un principio el hombre se sirvió del fuego en el hogar para cocinar los alimentos y calentarse, y también para trabajar los metales en la fragua. La luz de las
hogueras al aire libre se usó para ahuyentar en la noche a las fieras salvajes y, desde un cerro o
una torre de vigía o un faro, hacer señales luminosas y guiar la navegación costera.
Las piras y fogatas desde los tiempo más remotos y las más antiguas civilizaciones han
estado ligadas a los sacrificios y al culto a las divinidades, al teatro sacro y a la celebración
de las fiestas rituales y lúdicas. El hombre primitivo, como el civilizado, sabía que, sin la luz
difundida en un gran área, resulta difícil lograr en la oscuridad de la noche una concentración
humana densa y considerable. Las manifestaciones multitudinarias, religiosas, políticas y deportivas al aire libre siempre se han hecho a luz de las antorchas, hogueras y grandes focos.
A lo largo de los siglos la humanidad ha buscado todos los medios posibles para obtener
un alumbrado eficiente. Hasta la aparición de la lámpara eléctrica el camino recorrido ha
sido largo y costoso. Durante centenares de años se han utilizado medios que todavía son
los vigentes en los pueblos del Tercer Mundo y hasta hace poco todavía persistían en las
zonas rurales de Europa. Las teas, antorchas, hachas, bujías, velas y candelas, y los candiles
de aceite, de sebo y otros materiales como la brea y las resinas, constituyen las formas más
antiguas y fundamentales de luz por combustión. También lo son, aunque más modernas,
producto de la destilación de la hulla, las lámparas de petróleo y los quinqués, además de las
lámparas de carburo. El romanticismo y la luz de gas son equivalentes. Muy bien lo sabían los
directores de cine de los años 50. En sus películas en blanco y negro la luz de gas es la protagonista siempre que reproducían el ambiente nocturno de una ciudad del siglo xix. El fulgor
[20]
de las farolas envueltas en la niebla y su débil reflejo en el pavimento mojado de la calle, tras
la lluvia, constituyen las imágenes indelebles de una atmósfera expectante y misteriosa.
El hombre para proteger la llama, siempre frágil y quebradiza, de una candela o de un mechero inventó el farol, caja de varias caras translúcidas. De cristal, papel, tela u otra materia
transparente, los faroles son fanales transportables. La llama así no es apagada por el viento.
También en la incesante búsqueda de una luz más viva y brillante se inventó el reverbero. El
principio de la reflexión del flujo luminoso llevó a colocar cerca de la llama una superficie
bruñida que hiciese de espejo de sus rayos. Los apliques murales y las lámparas con piezas
adicionales de pulido metal son ejemplos elocuentes. El clásico velón español en bronce, de
colgantes placas sobre el mechero, cumple la doble función de proteger del aire y aumentar
la luminosidad de la llama. Pero el dechado y paradigma más fascinante y lustroso de antaño
es el de las grandes arañas de cristal. A la reflexión de la luz añade la refracción. Las innumerables piezas prismáticas y esféricas suspendidas de sus brazos no solo incrementan el caudal
de la luz, sino que con sus irisaciones desempeñan el papel de los focos que actualmente
inundan de luz la escena mientras la sala permanece en la penumbra. En los faros, la luz de
los reflectores, con su cuenco interior de facetados espejos, adquiere una potencia luminosa
capaz de acceder muy lejos en los vastos horizontes del mar.
La oscuridad de las ciudades
Durante siglos la humanidad vivió en ciudades que durante la noche permanecían
oscuras. La historia del alumbrado público pertenece a la Edad Contemporánea. Hasta
el siglo xviii, el siglo de la Ilustración y de las Luces, después de la caída del sol la ciudad
se convertía en un lugar peligroso. Durante las noches pululaban en las encrucijadas los
pícaros y los indeseables. Muy pocos si no eran buenos espadachines se aventuraban en las
calles oscuras y desiertas. Las rondas nocturnas eran entonces una verdadera expedición
militar. Solo las lamparillas que iluminaban tenuemente una imagen devota, en alguna
esquina o en el muro de un edificio, servían de puntos de referencia orientativa. Solo en
las noches de luna cambiaba el panorama. La lectura de El diablo cojuelo, del escritor andaluz Luis Vélez de Guevara, nos deleita sabrosamente con su pintoresca descripción de
tolo lo que nocturnamente sucedía debajo de los tejados del caserío urbano de Madrid.
Vista desde el aire, la capital era una jungla. La iluminación se imponía para establecer
el orden ciudadano. En el París de Luis XIV fue donde comenzó, en 1697, el servicio del
alumbrado público como carga tributaria. Más tarde en España con Carlos III se inauguró, el 15 de octubre de 1765, día de Santa Teresa, el primer alumbrado público. De los
tederos, elementales piezas de hierro para sostener las teas que lucían en las festividades o
en edificios singulares, se pasó en tiempos modernos a las farolas permanentes de hierro y
cristal. La administración pública se encargaba del cuidado y el cobro del impuesto municipal de luz. Una nueva era comenzaba no solo para la capital de España, sino también
para las demás ciudades de la Península que pronto establecieron su propio alumbrado
municipal, aunque en el caso de Sevilla fue tan tardíamente como el año 1791. El tenue
alumbrado sevillano durante la primera mitad del siglo xix, descrito en las novelas cos[21]
tumbristas de Fernán Caballero, propiciaba escenas de romántica nocturnidad, todavía
muy de Antiguo Régimen.
La aparición de la luz eléctrica
El impacto que a finales del siglo pasado y en los albores del presente causó la luz eléctrica
en todo el mundo fue enorme. Al hombre actual le resulta casi imposible imaginar el cambio
que supuso respecto a las costumbres y las ideas. En 1907 el francés Lucien Poincaré, miembro de una ilustre familia de científicos y políticos, afirmaba que «la iluminación eléctrica se
convirtió en práctica en el momento mismo en el cual las transformaciones sociales hacían
nacer el deseo de suprimir artificialmente la oscuridad de la noche». La española Emilia Pardo Bazán, siete años antes, al visitar en París la Exposición Universal de 1900, se admiraba
del derroche de luz eléctrica de la misma. Con clarividencia opinaba, en sus crónicas, que
«la Exposición de 1889 aún pertenecía al vapor; esta, a la electricidad: el vapor —¡quién los
dijera!— es una antigualla. La máquina aspira a utilizar solo la fuerza eléctrica. A la caldera
sucedió la dinamo». Con sentido social, pensaba en términos económicos. El progreso futuro
debía ser comunitario. Producir «¡electricidad barata!», es decir, «¡alumbrado, calor, fuerza al
alcance de todos!». Como española consideraba que «falta hace, pues, por hoy, la luz eléctrica
en Madrid (es) un lujo y un gasto indefinido». A pesar de todo, optimista ante «tan colosal
adelanto» como era la electricidad, afirmaba que sus benéficas maravillas «en otros tiempos
diríamos con cierta melancolía inevitable las verán nuestros descendientes. Ahora que en diez o
doce años se cumplen tan portentosas transformaciones, decimos con certidumbre arrogante
las veremos».
La luz eléctrica al principio fue un lujo únicamente reservado para determinados espacios urbanos, teatros, casinos, grandes almacenes, tiendas elegantes y aristocráticos salones
de los privilegiados de la fortuna. Su escenario más sobresaliente fue el de las Exposiciones
Universales. En la de París, de 1889, la Torre Eiffel, engalanada con miles de bombillas, entonces recién inventadas, relumbraba como un ascua en medio de la Ville Lumière. La silueta
iluminada de la torre se veía a más de 100 kilómetros desde Chartres y Orleans. Eiffel hacía
realidad el sueño de Jules Bourdais-Sebillat de iluminar eléctricamente París por medio de
la Colonne-Soleil. Projet de Phare Electrique pour la Ville de París (1885). En la Exposición,
también en París, de 1900, descrita como dijimos tan encomiásticamente por la Condesa de
Pardo Bazán, se alzaba, rutilante de luz, el «Palacio de la Electricidad y Castillo de Agua». Su
fachada estaba coronada con una enorme matrona que, sobre un carro llevado por hipogrifos
volantes, resplandecía en la noche. Con una estrella en la mano y una diadema de luz en su
cabeza, estaba envuelta por un abanico de rayos luminosos que, a manera de la cola de un
pavo real, daban realce a su soberbia figura. En 1886 Alessandro Antonelli remató la cúspide de la famosa Mole de Turín con la estatua del Genio Alado, tutelar de la Patria que, además de la lanza y la palma victoriosa, sostenía una estrella y reposaba sus pies sobre una serie
de globos eléctricos que a manera de un faro daban luz a la capital del Piamonte. Lo mismo
que la estatua de la Libertad de Nueva York con su antorcha ilumina el mundo moderno, la
benéfica diosa Electricidad era el símbolo mismo del progreso moderno. La luz eléctrica, en
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la Exposición Universal de Barcelona, de 1929, con las iluminaciones y la «fuente mágica»
del ingeniero Carlos Buhigas, se convirtió en puro color y dinamismo. En la Exposición
Universal de París de 1937, la electricidad alcanzó su cenit. Para el vanguardista «Palacio de
la Luz», el arquitecto Mallet-Stevens encargó a Raoul Dufy el famoso mural titulado la Feé
Electricité, que hoy se puede admirar en el Museo de Arte Moderno de París. En 600 metros
cuadrados, el pintor desarrolla el panorama histórico, temático y lírico de la energía eléctrica
que con su limpia potencia y claro destello ha transformado la vida industrial y cotidiana de
la humanidad.
Electricidad y modernismo
Rafael Cansinos-Assens, en sus memorias La novela de un literato I (1882-1914), nos deja
en breves frases el testimonio de la seducción que la energía eléctrica despertaba en los hombres que, a su igual, a finales del siglo xix, soñaban con la creación de un «mundo nuevo».
Las poblaciones las percibían poéticamente por su luz. De Sevilla, su ciudad natal, recuerda
que «bajo el inmenso cielo sevillano, de un azul añil y bajo los vuelos y trinos estridentes de
las golondrinas y el aroma de las rosas y los claveles, garrapateaba sus primeros balbuceos
literarios».
Madrid, adonde se trasladó muy joven, en 1897, «la nueva y enorme ciudad», le «atraía y
fascinaba como un libro nuevo», pero le pareció hosca, fea y fría con «calles mal alumbradas».
«¡Era tan lóbrego y sombrío y destartalado aquel Madrid de entonces…!», que su alma sensible de raíz semítica sufría su «cielo siempre ceñudo». Pero Cansinos-Assens llegó justamente
a la capital cuando en la Puerta del Sol se instalaron los arcos voltaicos que convertían el
corazón y rompeolas de las Españas en una deslumbrante isla de luz en medio de la semipenumbra de la ciudad. Al entonces escritor «modernista», luego «ultraísta», la palabra misma
de arco voltaico le entusiasmaba tanto como su fulgor. En sus parcas, por no decir nulas, descripciones de Madrid siempre se refiere a esta forma de alumbrado eléctrico. A Villaespesa lo
conoció en la calle de Alcalá en una «tarde tibia en que ya empezaban a encenderse los arcos
voltaicos, dorando el polvillo de incienso del véspero primaveral». Al café Colonial acudía
tarde en la noche, a la una de la madrugada, cuando los focos voltaicos de la Puerta del Sol
se extinguían «con una fulguración de desmayo» y la calle de Alcalá yacía «en la sombra que
han dejado al apagarse los grandes focos». Con idéntica perspicacia ante el fenómeno de la
electricidad citemos un párrafo de la novela El metal de los muertos, en la cual Concha Espina
relata la dura vida a finales del siglo pasado de los mineros de Riotinto en Huelva. Al referirse
al barrio de Bellavista en Riotinto, surgido en 1879 como una comunidad exclusivamente
británica, frente a la adusta población proletaria, oponía su ameno aspecto de «finca regia
con guardianes y tapia…, que tenía fuentes y rosas y la alumbraba por la noche el hada azul
de la electricidad».
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