(Ordo Querimoniae, Replicatio y Residuum) y su

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(Ordo Querimoniae, Replicatio y Residuum) y su compilación hagiográfica (en sentido estricto, una de las primeras del Occidente tardoantiguo). Entre los temas centrales y colaterales que van aflorando en las más de cien páginas que se les consagra, yo me quedaría con
una cuestión sustancial y de amplísimo alcance: ¿por qué se eligió el formato hagiográfico —y no, en cambio, el historiográfico— para relatar determinadas vidas «históricas»,
tales la del obispo vienés Desiderio o las de los padres de Mérida? La propia pregunta encierra la respuesta: cualquier lectura literal (o histórica) de los acontecimientos sociales, políticos, económicos narrados en las Vidas está condicionada por el análisis que hagamos de
su lectura y presentación literaria (id est, hagiográfica).
En conjunto, el (siempre) penúltimo libro de Isabel Velázquez conjuga dos cualidades que acostumbran a viajar separadas: la utilidad instrumental de un compendio o manual
y la complejidad y belleza del ensayo erudito. La primera parte de La literatura hagiográfica se cierra con un apéndice ilustrativo de lo primero: una relación de las principales obras
hagiográficas de la Antigüedad tardía y la Edad Media, ordenada según épocas y lugares,
y presentada de forma más simplificada que en la primera edición. Y la segunda parte culmina con una coda que se me antoja paradigmática de lo segundo: la dedicada a Genadio
de Astorga († 929), obispo y abad de carne y hueso que moldeó su biografía a imagen y
semejanza de la hagiografía de Fructuoso de Braga y Valerio del Bierzo. Es un guiño a la
historia cuando imita la literatura.
Daniel Rico Camps
CAMPILLO QUINTANA, Jordi, 2007, On és la calaixera? L’espoli del patrimoni historicoartístic
alt pirinenc al segle XX, Ecomuseu, Valls d’Aneu, Garniseu Edicions, Tremp, 205 p., il.l. b/n.
ISBN: 978-84-96779-28-0.
El expolio de bienes culturales es un fenómeno universal y atemporal. Ninguna civilización ha quedado al margen del saqueo, en sus distintas modalidades. El libro del Dr. Jordi
Campillo, basado en su trabajo doctoral sobre el expolio del patrimonio histórico artístico
en el Alto Pirineo durante el siglo XX, es un buen reflejo de la delicada situación que nuestra herencia cultural ha sufrido –y sigue sufriendo– a lo largo de la historia.
La estructura del libro en cuatro periodos temporales nos permite constatar cómo la
situación política, social y económica de cada época condiciona en cierta manera la actitud general hacia los ataques contra los bienes culturales, al tiempo que determina la preferencia de los agresores respecto de unos u otros bienes. Así, especialmente relevante
resulta el periodo que comienza con el inicio de la Guerra Civil española y se prolonga
durante la posguerra hasta la década de los años sesenta, cuyo balance nos deja innume-
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rables ejemplos de actos de expolio, fundamentalmente contra bienes eclesiásticos.
Lamentablemente, no es más que uno de los incontables casos de afectación de bienes culturales con ocasión de un conflicto bélico. A la destrucción involuntaria de obras de arte
como consecuencia de las acciones armadas, hay que añadir la difícil situación económica derivada de la guerra, lo que incita a muchos habitantes de las zonas en conflicto a aprovechar cualquier recurso a su alcance como medio de subsistencia, sin olvidar las destrucciones voluntarias que obedecen más a un intento por eliminar la simbología asociada
al enemigo –en el caso que nos ocupa, la Iglesia– que a un verdadero interés por destruir
la obra de arte en cuanto tal. La destrucción de monumentos, esculturas o, en definitiva,
de cualquier obra de arte asociada a una determinada cultura o corriente ideológica, ya
sea religiosa, étnica o política, supone un golpe directo y frontal a la esencia misma del
enemigo, una desmoralización del oponente que en no pocas ocasiones ha sido utilizada
como forma de ataque indirecto.1
Igualmente ilustrativo resulta el periodo comprendido entre 1961 y 1984, con dos
hechos especialmente remarcables: por un lado, la aparición de los primeros atestados policiales relativos al patrimonio histórico de los que tenemos constancia documental, en consonancia con el inicio del expolio del patrimonio histórico español a gran escala; por otro,
la promulgación en 1963 del Decreto de revisión del Código Penal de 1944, que introduce ciertas mejoras en la protección del patrimonio, contrastando con el absoluto desprecio por los valores culturales del texto anterior. También la aplicación práctica del Concilio
Vaticano II supuso un punto de inflexión en cuanto al tratamiento y destino de las imágenes de culto exhibidas en las iglesias, cuya retirada fue ordenada por las autoridades
eclesiásticas. En muchos supuestos, la ignorancia respecto al valor de determinadas piezas, así como los problemas de espacio en las sacristías, motivó que muchos sacerdotes se
deshicieran de las piezas poniéndolas a la venta, lo que, unido a las transacciones voluntarias motivadas por las necesidades económicas de los obispados, originó finalmente la
pérdida –en muchos casos irreparable– de piezas de valor. Casos como los del Obispado de
Urgell, documentados en el libro del Dr. Campillo, deben conducir a una reflexión obligada: ¿de quién es el patrimonio de un pueblo? ¿Es lícita su venta legal, cuando dicha
venta implica privar a los ciudadanos de parte de su acervo cultural? ¿Es lícita, al amparo
de su protección, la separación de los diversos elementos culturales o artísticos, concebidos inicialmente como un todo? Es el caso del valle de Boí, declarado Patrimonio de la
Humanidad, cuyas pinturas originales pueden contemplarse en un museo, fuera de su contexto original, permaneciendo el edificio original in situ. O el caso del monasterio segoviano de Sacramenta, declarado monumento nacional en 1931, cuando la mayor parte del
mismo (el claustro, el refectorio y la sala capitular) habían sido desmantelados y traslada-
1.
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Son innumerables los ejemplos de destrucción voluntaria y consciente de objetivos meramente culturales –el bombardeo de Dubrovnik durante la guerra de los Balcanes– o de su reconversión en elementos simbólicos propios
del vencedor, como la modificación de la mezquita de Córdoba en catedral cristiana apenas siete días después
de la conquista de la ciudad por Fernando III de Castilla en junio de 1326.
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dos a los Estados Unidos tras su adquisición «legal» por parte del millonario norteamericano W. R. Hearst.2
Estos últimos ejemplos, como tantos otros, reflejan otro de los problemas expuestos
por el Dr. Campillo en su libro, una dicotomía a día de hoy sin resolver: la integridad del
patrimonio versus su protección. Si consideramos el patrimonio en su sentido no sólo artístico sino también cultural, resulta evidente que la fragmentación y dispersión de elementos de un conjunto atenta a la esencia misma de la protección; la integridad del patrimonio
aconseja abogar por la opción de la conservación in situ siempre que la misma sea factible,
una opción que no es compartida por muchos sectores del mundo de la cultura, y que ha
conducido a supuestos cuanto menos discutibles como los anteriormente señalados.
Ya en la década de los años ochenta y hasta hoy en día, las dificultades que atraviesa
la protección del patrimonio histórico difieren significativamente de las de épocas anteriores. La evidente mejora en la regulación legal, con la aparición de leyes administrativas
de protección del patrimonio histórico y la específica regulación en el Código Penal de
1995 (el primer código español que recoge de manera autónoma una serie de conductas
relativas a los delitos sobre el patrimonio histórico), no ha impedido la proliferación de
ataques contra los bienes culturales. A los ya tradicionales robos y falsificaciones de obras
de arte, hay que añadir otro tipo de expolio que frecuentemente nos pasa por alto, pero
cuyo potencial destructivo es elevadísimo: nos estamos refiriendo al despiadado desarrollo urbanístico que ha sufrido nuestro territorio en las últimas décadas, que ha implicado
la destrucción de innumerables yacimientos arqueológicos como consecuencia de la construcción de carreteras, aparcamientos subterráneos o viviendas. En otros casos, la especulación urbanística ha supuesto tal alteración en el paisaje que ha desnaturalizado elementos culturales inherentes a un pueblo desde épocas ancestrales.
Especial interés revisten las reflexiones del autor sobre los denominados «ladrones de
guante blanco», en un elogiable intento por desmitificar la figura de los ladrones de obras
de arte, revestidos en la literatura y el cine de un encanto especial que dista mucho de la
realidad. Los ladrones de obras de arte son ladrones, sin más connotaciones y sin paliativos. E Indiana Jones no es un arqueólogo, es un aventurero a medio camino entre el expoliador y el coleccionista. Debemos hacer un esfuerzo por desterrar de la imaginería popular la errónea concepción del ladrón de arte como la de un personaje culto y refinado, cuyo
amor por el arte le lleva a cometer ciertas acciones reprobables, pero en suma justificables.
Ese esfuerzo debería abarcar la concienciación ciudadana respecto a la titularidad que todos
ostentamos sobre los bienes integrantes de nuestro patrimonio histórico, un mal endémico en nuestra sociedad y que el autor apunta con relación al escaso número de denuncias
interpuestas por ataques contra el patrimonio artístico.
Parece oportuno detenerse brevemente en este último punto. Las escasas denuncias
penales interpuestas por delitos relativos al patrimonio histórico reflejan la indiferencia,
2.
El monasterio fue reconstruido finalmente en Miami, donde funciona como una iglesia protestante. Curiosamente,
goza del honor de ser el edificio más antiguo de los Estados Unidos.
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cuando no la tácita tolerancia de muchos sectores de la sociedad hacia los hechos delictivos relacionados con los bienes culturales, posicionamiento que obedece no sólo a la generalizada ignorancia sobre el valor cultural de la obra, más allá del meramente artístico, sino
al total desconocimiento de la legislación ad hoc y, fundamentalmente, a la escasa conciencia ciudadana de la titularidad de dichos bienes. Es fundamental una labor educativa
al respecto, a fin de inculcar a todos los ciudadanos —incluida la Administración pública— el respeto por un patrimonio que es de todos. Las especiales características del bien
jurídico protegido, un interés denominado habitualmente como «colectivo» o «difuso»,
se traduce en que la víctima de estas infracciones contra el patrimonio histórico sea la
sociedad en su conjunto, que sufre el perjuicio derivado de estas actividades delictivas, ya
que todos somos titulares y responsables de nuestra herencia cultural.
En sus conclusiones, el autor aboga por una reforma que mejore tanto la vertiente
preventiva como la reactiva, propuesta que compartimos plenamente.
Desde el punto de vista preventivo, la defensa del patrimonio histórico requiere de
una tarea pedagógica generalizada y de una mejora en la formación profesional de los gestores culturales, así como de una reforma legal que permita conciliar los intereses públicos con el interés privado, defendiendo lo que es propiedad colectiva sin que esta defensa suponga un perjuicio de la propiedad privada.
Desde la vertiente reactiva, mediante el desarrollo de una legislación tanto administrativa como penal coherente, que evite las lagunas e insuficiencias que hoy en día persisten.
En este sentido, conviene destacar que, desde que en 1676 se publicara el primer texto
oficial conocido en España para la protección de restos arqueológicos, las sucesivas reformas legislativas no han estado a la altura de las circunstancias, siendo la actual legislación
deficitaria e insuficiente para dar una respuesta penal contundente a los ataques contra el
patrimonio histórico.
Por otra parte, para una eficaz aplicación de las disposiciones legales vigentes, deviene asimismo imprescindible la existencia de grupos policiales realmente especializados en
la materia, así como la creación de una fiscalía igualmente especializada, una aspiración
por la que el Dr. Campillo aboga en su obra. El nombramiento en junio de 2007 de un fiscal coordinador en materia de patrimonio histórico dentro de la Fiscalía de Barcelona ha
permitido superar, en gran medida, las deficiencias existentes con anterioridad en el tratamiento judicial de dicha materia en esa ciudad.
En definitiva, la obra de Jordi Campillo es una interesante aportación al siempre conflictivo tema del expolio cultural. Más allá de la excelente labor de documentación, tanto
escrita como oral, recogida por el autor, la mayor virtud de este libro es que nos invita a
reflexionar sobre qué debemos hacer para salvaguardar lo que, en definitiva, es de todos.
Susana Romero
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