Mujeres de esqueletos intachables y

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NOTAS
JORGE RUFFINELLI
Mujeres de esqueletos
intachables y persuasivos:
Pola Oloixarac
Revista Casa de las Américas No. 275 abril-junio/2014 pp. 98-101
E
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l «fenómeno Pola Oloixarac» se inició con la publicación de
su novela Las teorías salvajes (2008) en una pequeña editorial argentina. No mucho tiempo después rebasó la literatura para convertirse en un fenómeno mediático. La fama de la novela
generó en Buenos Aires mesas redondas en bares, filmadas con
deficiencias de sonido y meseros que obstaculizan la imagen, todo
muy en la «onda» antitradicional porteña de la presentación de libros o la discusión en torno. Su inclusión en la selección que en
2010 hizo Granta, The Best of Young Spanish Novelists fue una
catapulta internacional, así como la publicación de la novela en España (2010), que comenzó a generar el pase del libro y de la autora
al medio de comunicación más importante: la televisión.
La salida del volumen en portugués (As teorias selvagens, 2011)
y la participación de la escritora en FLIP (Festa Literária Internacional de Paraty, 2011) continuaron ese fenómeno: un periodista la
llamó «La Musa de FLIP», y otro la entrevistó para la TV durante
veintidós minutos en un viaje privado en bote. Pocas veces antes un
escritor, hombre o mujer, acaparó sin proponérselo tanta y tan rápida atención de los medios.
Las teorías salvajes es una novela inusual, experimental y hasta
cierto punto inesperada. Alterna varias historias que no se cruzan
entre sí, salvo por aludir algunas de ellas a los «años
de plomo» (los setenta de la insurgencia montonera, el gobierno de Cámpora, la llegada de Perón a
Argentina desde su exilio español, y la dictadura
militar que siguió) desde el presente del nuevo siglo.
Los grises ochenta y noventa aparecen difuminados,
y fue en el nuevo siglo cuando la autora estudió filosofía en la Universidad de Buenos Aires. Desde esta
atalaya ella observó y juzgó, con mordiente acidez,
los mitos hasta hoy intocados de la insurgencia setentista y de la educación universitaria. Otros escritores y otras novelas se han referido a la barbarie
de la «guerra sucia» militar, pero Pola Oloixarac
decidió no tomar ese camino, sino el más incómodo de la iconoclastia.
Sin embargo, habría referencias a la represión
militar si decidimos interpretar simbólicamente el
primer «fragmento» de la novela, que es la descripción antropológica sobre el ritual de la persecusión
y muerte de niños por adultos en Guinea. A lo largo
del libro hay más fragmentos que imitan, rescriben
o parodian la observación etnográfica, y estos se
pueden leer literal o simbólicamente.
Las historias y personajes más complejos y mejor trabajados de Las teorías salvajes se desarrollan en diferentes registros narrativos. El relato en
primera persona del singular lo emplea Rosa Ostreech, quien narra su relación con Collazo, un
aburguesado exmontonero, así como su obsesiva
persecución del viejo profesor Augusto García
Roxler, para completarle al fin la «teoría» de las
Transmisiones Yoicas originadas por el «antropólogo holandés Johan van Vliet», extraviado en la
selva, recuperadas por dos discípulos, y de algún
modo retomadas por el profesor argentino. También están en primera persona las cartas de contenido sentimental dirigidas a Mao por una militante desaparecida en los setenta, Vivi. Y en el
estilo omnisciente de la tercera persona del singular, la novela narra las peripecias de una pareja de jóvenes feos (Kamtchowsky y Pabst) y
otra de jóvenes bonitos (Andy y Mara), que se
relacionan entre sí provocando diversas situaciones cómicas o patéticas a lo largo de la novela.
Pola Oloixarac escribió una novela «experimental» para una época forzosamente experimental,
dadas las incertidumbres formales y caracterológicas de la modernidad. Como la escritora lo ha
señalado en más de una oportunidad, su atención y
afición a las tecnologías de la comunicación la han
llevado a concebir que todos existimos en la gran
novela que se llama Google. Dentro de esa novela
los vínculos, relaciones, links, son indefinidos e infinitos y conforman la realidad actual. ¿Realidad virtual o nueva realidad-real? Hacia el final de Las
teorías salvajes, precisamente unos hackers pretenden sustituir las imágenes que Google Earth da
de Buenos Aires por otras, alocadas y absurdas.
Esta es la nueva revolución: la de los hackers contra el Big Brother de internet.
De ahí el interés de la novela por vincular a sus
personajes subrayando el tema de dos intercambios fundamentales: de información y de fluidos
corporales, lo que en el hoy ya craso léxico novelístico serían: diálogo y sexo. Su novela, pues,
está llena de estas dos pulsiones: la de comunicarse a través de las palabras que también han
sido el vehículo elegido: literatura y seducción.
El miedo, la diversión y la seducción son tres
vectores unidos que conducen Las teorías salvajes hacia territorios, si no inexplorados del todo,
casi vírgenes en la narrativa latinoamericana.
En una reseña, en general elogiosa, la crítica argentina Beatriz Sarlo hizo una salvedad en torno al
«diario» de Vivi: «La caricatura de esos años de
infancia es tan sarcástica como eficaz, con una sola
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excepción: no funciona la parodia del diario íntimo
de una militante setentista que la novela transcribe.
La parodia necesita una idea más exacta del texto a
parodiar y Oloixarac no la tiene». Sin embargo,
sucede que la libertad y la desfachatez de Pola
Oloixarac en toda su novela se funda precisamente
en su falta absoluta de compromiso con los «años
de fuego». Esos coincidieron con su infancia. Como
alguna vez la autora se ha solazado en narrar, a los
ocho años (hacia 1985) ella escribía su primera
novela durante una travesía familiar por el Atlántico, «sobre los últimos días de una familia de nobles
agazapados en un castillo en las afueras de París,
en 1789. Había como doce personajes, todos con
nombres rimbombantes excepto los femeninos, que
se llamaban como mis amiguitas de la primaria».
En ese momento, la generación hoy madura de
quienes detentan el poder político y cultural estaba
embarcada en las luchas ideológicas militantes. No
solo a mediados de esa década había vuelto Perón
a Argentina, y comenzó más tarde la «guerra sucia». Ya había ocurrido la Revolución Cubana, la
masacre de Tlatelolco e, incluso en Argentina, a
comienzos de los ochenta, la guerra de Malvinas.
Gran telón de fondo histórico que «formó» a más
de una generación, pero no a los nacidos en los
setenta. Todo aquello a que se refieren la narradora
y los personajes de Las teorías salvajes fue aprendido, no vivido. Esa es su libertad y su suerte. Por
eso, a menudo no podemos comprender por qué
no se relacionan emocionalmente con las ideologías que nos formaron. Y es que no las tienen. Son
libres como los pájaros. O como los «salvajes».
Los diarios de Vivi no son satíricos y, como parodia, resultan tal vez la parte más naif y dulce de
toda la novela. Ni se compara con el regusto sardónico con que, de un plumazo, Las teorías salvajes barre desde el comienzo con el sicoanálisis
100
freudiano y, al final, con los discursos lacanianos.
Eso, más las pretensiones malolientes de Collazo,
que emblematiza a los intelectuales guerrilleros de
los setenta, son las zonas más calientes de la novela
y las que le han deparado críticos y «enemigos», allí
donde Pola Oloixarac pulveriza reductos ñoños de
los que precisamente nuestras generaciones debieran comenzar a revisar y no lo han hecho.
No es Pola Oloixarac quien abre juicios: son sus
personajes, aunque uno sienta la sonrisa de la escritora entre bambalinas. En el relato inicial sobre
los «orígenes» familiares de Kamtchowsky, Rodolfo, el futuro padre de la niña fea, conoce a quien
pronto será su mujer, estudiante de sicología, y escucha los entusiasmos disciplinarios de la joven con
el siguiente atrevido registro de su reacción: «Cuando ella le contó del mito edípico, la vagina dentada de Juanito y la mamá-auto de Melanie Klein,
Rodolfo hizo lo posible por disimular su sorpresa;
la escrutaba intentando adivinar, bajo el rímel y la
sombra, a esa selecta multitud letrada que se tomaba en serio esas gansadas».
No solo aquí, sino en todo momento, la novela
enfila sus dardos precisamente a esa «selecta multitud letrada», que en el caso se encontraba en Sicología, pero abundaba en toda la Facultad de Filosofía y Letras de la calle Puán 480 del barrio
Caballito. Sucede hoy, al leer esta feroz y a la vez
divertidísima novela, que muchos hemos sido profesores allí, y nos cuesta admitir que dicho ejercicio
incluía el narcisismo profesoral y cierto borreguismo en cuanto a las «teorías» en boga. Se las seguía
porque eran in.
Más sardónico resulta, al final de la novela, el
retrato del análisis lacaniano. Allí no necesita adjetivos por parte de ningún personaje. Habituados ya
a percibir (y, ojalá, a disfrutar) el sistema paródico
del libro, nos basta el ejemplo de una página entera
de un discurso lacaniano por parte de una expositora de la Asociación de Orientación Lacaniana,
donde pretende explicar un documental de Kamtchowsky que de inmediato se exhibiría. De haber
estado presente Rodolfo, lo habría denominado una
«gansada», pero no era necesario hacerlo porque
la exposición es tan abstrusa como ridícula.
Entre los aspectos experimentales de la novela
se destaca el juego de las identidades. Señalé antes
que el relato de Rosa Ostreech está en primera
persona. Sin embargo, en el mismo momento en
que lo hace se contradice y crea un equívoco cuando en nota a pie de página indica: «Bajo este nombre se esconde la identidad de quien escribe». Esto
quiere decir una de dos cosas: que bajo el nombre
de Rosa hay otra identidad que nunca conoceremos, o que Rosa Ostreech es el álter ego de Pola
Oloixarac. Y aquí el juego se enlaza con la autodescripción que Rosa hace de su belleza física:
Tengo un esqueleto intachable y persuasivo –a
menudo insoslayable según cierto monstruo estadístico acercado por los olfatos sedientos de
muchachotes, viejos y sáficas–. Me reparto con
elegancia a través de carne suave, rósea, de tono
impreciso entre las aceitunas doradas y el marfil lírico de Bizancio. El resto de mis partes son
comentario de vario tenor y cantidad de saliva
sobre cuestiones de distinción innata y belleza
rioplatense; mi pelo negro emprende un salto al
vacío y se detiene, con unción, segundos antes
de rozar mi cadera; mis ojos son negros y profundos, un poco bizcos; mi boca es ortodoxa,
es roja.
Y a continuación se describe en detalle por delante y por detrás.
Este juego de las identidades implica una osadía
pocas veces encontrable en la novelística latinoamericana. Porque después de crear la sospecha, la deshace con un gesto pirandelliano: «Me mantuve a un
costado, un rato, tomando Fanta; después intercambié una venia amigable con Pola (en la facultad algunos nos confunden, lo cual es absurdo porque yo
soy mucho más alta y además Pola usa anteojos), y
me quedé charlando con Milton, Andy y EK».
Las teorías salvajes es una novela para nuestros tiempos, porque los cuestiona. Las referencias
a la sicología y el sicoanálisis molestarán a muchos
teóricos o practicantes de la disciplina. El retrato
de un exmontonero burgués molestará a los nostálgicos de las luchas militantes. La descripción de los
estudios en la Facultad de la calle Puán molestará a
quienes celebran sin discusión las carreras universitarias. Sin duda no se entenderá como políticamente correcto tener un personaje con Síndrome de
Down que abusa arteramente de Kamtchowsky
cuando ella está drogada. Que Rosa descubra en
El Tigre, escondida, la gran estatua con que se iba a
celebrar la llegada de Perón al país, no causará gracia a los peronistas.
De repente irrumpe en la literatura argentina una
mujer joven, inteligente, bella, y de notable sentido
del humor, que se ríe de los mitos y nos hace reír
con ella, y eso es lo que hay que celebrar mientras
se espera su segunda (y ya anunciada) novela: A
History of Venus in the Tropics. Escrita con fluidez notable, en una prosa a la vez erudita, barroca
y juguetona, Las teorías salvajes nos mira y nos
invita a mirarnos a nosotros mismos. Pocas novelas
han logrado esa doble pulsión con tanta energía.
Algunos dicen que el apellido legal de Pola es
Caracciolo, pero el verdadero seguirá siendo el que
ella eligió para identificarse. c
101
KIKE FERRARI
Arlt: la apropiación criminal
de la cultura
1.
Revista Casa de las Américas No. 275 abril-junio/2014 pp.102-105
A
102
rlt nunca será un clásico. Es demasiado incorrecto, demasiado burlón. De una ferocidad sucia, áspera, incompatible con
el bronce. Un hijo de nadie, heredero de nada, que construye con lo que encuentra entre los escombros de «un edificio social
que se desmorona».
Arlt es, además, sobre todo, un hombre de su tiempo. Un tipo
con el oído atento a los sonidos secretos, a los ecos de ciertos
ruidos que todavía no sucedieron. Así en su obra –junto con restos
todavía frescos de Dostoievski y Pushkin y retazos de la novela de
aventuras del siglo XIX– ya resuenan las pesadillas paranoicas
de Philip Dick, las angustias del existencialismo, la ficción de espionaje. Y, por supuesto, lo negro y lo policial.
2.
Hace un par de años participé de una charla sobre el género negro
en la Sociedad Argentina de Escritores (SEA) junto a Reynaldo
Sietecase y Álvaro Abós.
La intervención de Abós giró en torno a la idea (bastante propagada en su generación, creo, ya que recuerdo haber leído declaraciones similares en alguna entrevista a Vicente Battista) de lo que
podríamos llamar pannegrismo y que se resume así:
todo –o casi todo– es género negro.
Abós señalaba que cualquier historia en la que
haya una investigación es una novela policial; cualquiera en la que se narre un crimen, una novela negra. De esta forma entrarían en esa categoría desde
Otelo hasta Crimen y castigo, de Martín Fierro a
El juguete rabioso.
Pero si todo es género negro, claro, nada lo es.
Esta lectura no toma en cuenta que el crimen no
es una de las cosas que pasan en una novela negra. El crimen es lo que pasa. No es el andamiaje
literario sobre el que se construye la historia, es la
historia misma.
En El extranjero hay un asesinato, pero la novela no trata de eso. 1280 almas, sí.
goza de buena salud. Porque las relaciones sociales de producción que le dieron vida todavía están
ahí y, principalmente, porque ha ido evolucionando, mutando y transformándose junto con los vaivenes del sistema.
Hoy, como en la década del treinta, en pocos
lados como en la descripción del crimen se pueden
leer las huellas que permitan entender el funcionamiento de la sociedad en la que vivimos.
4.
Entre una y otra lectura habrá que buscar las tensiones que acercan y alejan a Roberto Arlt del género negro.
5.
3.
La mirada contrapuesta es la de la lectura purista
que pretende que la novela negra es un producto
de un momento histórico único e irrepetible, que
todo empieza y termina en los Estados Unidos, desde 1929 a 1940.
Veamos: la novela negra, es cierto, nació en los
Estados Unidos –el país que sería el dueño del mundo
de ahí en adelante– de la Depresión, justo entre las
dos guerras más sangrientas, brutales y con mayor
número de muertos de la historia de la humanidad.
Podríamos decir que nació entre la muerte y la búsqueda desesperada del dinero: la novela negra es, por
definición, el género literario del capitalismo tardío.
Los puristas del detective de sobretodo, sombrero y pucho en los labios sostienen que el género negro no puede existir, porque la sociedad que lo hizo
nacer ya no existe.
Pese a ellos es claro que la literatura criminal –al
contrario de las novelas de caballería, digamos–
La novela negra, por cierto, no nació de la nada. Ni
tampoco solo de las condiciones sociales. La literatura tiene sus propias reglas y sus propias tradiciones.
¿Cuáles son entonces los antecedentes genéticos, el ADN de la novela negra?
Por un lado, sin dudas, el policial clásico, la novela de enigma, aquella donde, desde Poe, manda
el intelecto; la historia de una investigación, que es el
primer intento de hacer una narrativa del crimen.
Por el otro, la novela de aventuras del siglo XIX,
con la que comparte una serie de funciones, lo que
podríamos llamar el esquema: acción hostil inicial,
investigación, resolución. El género negro se apropia de este esquema, al que le impone sus propias
leyes.
En Roberto Arlt, sobre todo en Los siete locos,
encontramos una continuidad similar de estas dos
tradiciones –en el sentido que le da Lukács, es
decir dialéctico, que contiene la discontinuidad, la
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formación de la novedad cualitativa, el salto– pero
elaborada de una manera única, porque Arlt es un
escritor único.
Como después hará Walsh, Arlt usa los mecanismos del periodismo para ennegrecer su obra;
como el mismo Borges, aprovecha el modo policial de narrar para contar otra cosa.
6.
En una de sus líneas más conocidas Chandler escribió que «Hammett sacó el asesinato del jarrón
veneciano y lo echó al callejón. Lo devolvió al tipo
de gente que lo comete por algún motivo, no solo
para proporcionar un cadáver a la trama».
Siguiendo esa metáfora podríamos decir que
Roberto Arlt, en cambio, se robó el jarrón veneciano, se lo vendió a un contrabandista del Bajo y se
sentó a escribir, con el ritmo y las armas del cronista policial, todo lo que se desencadenaba por ese
hecho: la angustia, la locura, el complot, el asesinato, el sexo, el suicidio. Y una ciudad –Buenos Aires– que es teatro de operaciones y protagonista.
Podemos pensar que el acercamiento de Arlt a lo
negro tiene más que ver con los vestigios que hay
en sus novelas de su trabajo como periodista, que
con sus cuentos formalmente policiales. Una aproximación lateral; como veremos más adelante, el uso
–la apropiación– de un recurso para otros fines.
No es casualidad que esa suma de atrocidades
que es Los siete locos haya sido escrita en 1927
(un bienio antes de que en los Estados Unidos aparezca Cosecha roja, la novela fundacional del género negro), año en el que entra como cronista policial –criminal sería más exacto decir– a Crítica, el
diario de Natalio Botana.
Porque, claro, lo policial en Arlt no son los mecanismos de relojería de Borges en La muerte y la
brújula, lo policial –lo criminal– en Arlt es el voceo del canillita en las calles brumosas anunciando
el suicidio del feroz asesino Erdosain en el tren de
las 9:45 con destino a Moreno.
104
7.
El juguete rabioso, su primera novela, empieza con
un robo menor. Unos pibitos fascinados con Rocambole y las novelas de aventuras se inventan un
club secreto –los Caballeros de la Medianoche– y
entran a una escuela a robar libros. Ese gesto explica como ninguno el acercamiento de Arlt a la cultura: el asalto bárbaro a los nichos de la civilización,
la apropiación desde el delito.
Libros y lamparitas roban los Caballeros de la
Medianoche. Cosas que sirven para iluminar.
Cuando huyen con el botín la policía casi atrapa
a uno de los tres muchachos. Al día siguiente el club
se autodisuelve, del cagazo.
Uno de ellos, sabremos después, se hará policía; otro –Silvio Astier, el protagonista– será delator. El tercero, Enrique Izurbeta, que seguirá ligado
al mundo del delito, se resiste y lo hace saber. Les
anuncia a sus excamaradas su decisión de seguir en
la huella.
–Claro, no para todos es la bota de potro –dice
despectivamente.
8.
Esas líneas de El juguete rabioso podrían servir
para explicar la relación de casi todos los escritores argentinos de la época, y el propio Arlt, con el
género policial: una cosa medio vergonzante que se
hace casi siempre por encargo, muchas veces con
seudónimo y por un breve período, mientras se escribe otra cosa: la Obra.
En ese sentido pueden leerse los cuentos policiales –«Las fieras», «Un crimen casi perfecto», por
ejemplo– que Arlt escribe para revistas como Vea
y Lea.
Habrá que esperar varios años hasta que una
generación de escritores –Martini, Piglia, Feinmann, Soriano, Sinay, Tizziani– tome con orgullo
la bandera y escriba los primeros policiales negros con sabor y acento argentino: para ellos era
la bota de potro.
Lo policial será entonces, también, una perspectiva de lectura.
Y leídos desde ahí, el brutal asesinato de la Bisca, el robo de seiscientos pesos a la compañía azucarera, la muerte de Haffner, el falso secuestro de
Barsut o el suicidio de Erdosain cobrarán una dimensión nueva.
Más negra.
Y más criminal.
Buenos Aires, noviembre de 2013
c
Comounión (detalle), 1998. Instalación, medidas variables
105
SERGIO MISSANA
Borges, reaccionario*
Revista Casa de las Américas No. 275 abril-junio/2014 pp. 106-112
Y
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* Texto basado en la conferencia homónima dictada en la Universidad de Guadalajara, Centro Universitario de la
Costa, Puerto Vallarta, 7 de marzo de
2014.
a en 1957 Ana María Barrenechea se refirió a la «increíble
miopía socio histórica» de Borges, al contraste entre sus logros literarios y una cierta ingenuidad política, que él mismo
iba a ostentar afirmando, en más de una ocasión, que no leía los
diarios. Neruda sostuvo que Borges pensaba «como un dinosaurio». Carlos Fuentes sentenció con mayor aspereza que ilustraba el
hecho de que «[s]e puede ser un genio literario y un idiota político».
Emir Rodríguez Monegal conjeturó que, quizá a causa de la ceguera,
en sus años crepusculares se habría ido separando de la realidad.
Esto se iba a asentar en una doxa, una visión que casi no admitiría
matices dentro de la izquierda latinoamericana durante varias décadas: la idea del argentino como un intelectual anclado en el pasado,
de suyo conservador, cuando no directamente reaccionario.
No cabe duda de que Borges no adscribió, sino todo lo contrario, al fervor revolucionario que se extendiera por el Continente
durante los años sesenta desde el foco irradiante de Cuba. Tampoco se acomodó al rol de intelectual público y comprometido imperante en su época, que algunos escritores (Paz, Vargas Llosa) no
abandonarían ni siquiera en su tránsito hacia posturas afines a la
derecha. Borges escribió, sobre la conversión al catolicismo de uno
de sus autores más admirados, que «suponer que agota a Chesterton
es olvidar que un credo es el último término de una serie de procesos mentales y emocionales y que un hombre es toda la serie». No
es posible adscribir a Borges a algo tan rígido y
definitivo como un credo, pero resulta válido situar
algunas de las ideas políticas que esbozó a lo largo
de su vida en una serie, identificando momentos más
o menos discretos; una progresión no exclusivamente cronológica, ya que incluye dimensiones que se
superponen, entrelazan o contradicen:
1. En 1919, durante la estadía con su familia en
Mallorca, trabaja en un libro de poemas influido
por su lectura de los expresionistas alemanes: Los
ritmos rojos, que celebra la revolución rusa y que
nunca dará a la imprenta. Poco más adelante iba a
renegar con vehemencia de su breve etapa de afinidad con el comunismo como de un pecado de juventud. En el relato «El otro» (1975), el joven Borges declara estar redactando un poemario que
cantará «la fraternidad de todos los hombres». El
anciano Borges le pregunta si de verdad se siente
hermano, entre otras categorías, «de todos los que
viven en la acera de los números pares».
2. Durante los años veinte se manifiesta como un
entusiasta partidario del proyecto progresista, mesocrático y antioligárquico de Hipólito Yrigoyen (presidente en 1916-1922 y 1928-1930). Borges participa activamente en la campaña de 1928, fundando
y presidiendo un Comité de Jóvenes Intelectuales
Yrigoyenistas. En una carta pública, califica al líder
del Partido Radical como un caudillo llamado a
poner fin a los caudillismos que han regido, hasta
entonces, la vida política argentina. En su descripción de los arrabales en «Fundación mitológica de
Buenos Aires» (1926) se lee: «El corralón seguro
ya opinaba YRIGOYEN». Se ha señalado que la
oposición entre los grupos de Florida y Boedo habría sido una suerte de mito urbano, una tradición
inventada; aunque así fuera, no cabe duda de que
Borges pertenecía a una tribu de jóvenes escritores
burgueses centrados en la experimentación vanguardista (que en Buenos Aires, como en otras ciudades latinoamericanas, y a diferencia de Europa, fue
un fenómeno confinado a las elites, de limitada resonancia), aunque su recreación «mitológica» de las
orillas, desfasada en el tiempo, tuviera algunos puntos
de conexión con el realismo social. Más allá del
apoyo a Irigoyen –a quien dedicaría una breve mención en el relato «El Sur»–, la gran pasión política
del Borges veinteañero sería de política cultural: el
deslumbramiento con la vanguardia, de la que ofició de apóstol a partir de su regreso a Buenos Aires en 1921 y de la que también iba a renegar, de
manera más célebre, en «Pierre Menard, autor del
Quijote».
3. En 1934, la revista antisemita Crisol atribuye
a Borges una «ascendencia judía maliciosamente
ocultada», a lo que replica con el breve texto «Yo,
judío», donde agradece a los redactores por hacerle el honor de adscribirle un ilustre linaje del que
no tiene certeza. Sugiere también que toda persona
de origen español o portugués (como él) probablemente cuente con algún antepasado judío. Y también árabe, celta, romano, visigótico, etcétera. Edwin Williamson sugiere que la cercanía de Borges
con la cultura judía se remontaría a la amistad entablada en 1917 en Ginebra con Maurice Abramovicz y Simón Jichlinski. Ciertamente, la relación
de discípulo-maestro cultivada en Madrid con Rafael Cansinos Assens marca un hito personal decisivo en su relación con la tradición judía, cifrada,
entre otros aspectos, en un interés persistente en la
cábala, que asimila de manera bastante sui generis
a su sistema, en ensayos, poemas y cuentos como
«La biblioteca de Babel», «La escritura del dios» y,
de manera más obvia, en «Una vindicación de la
cábala», «La muerte y la brújula» o «El gólem». Borges iba a insistir en recordar el origen no occidental
107
de la cultura occidental: mezcla de religión judía y de
filosofía griega (que, a su vez, amalgama elementos
asiáticos y otros «occidentales», que llegaron hasta
Europa por medio de traducciones árabes). En términos políticos, tal como deja entrever el artículo
de Crisol, esa visión se encarna en una postura
impopular, abiertamente antagónica con el antisemitismo predominante en amplios sectores en su país
y con la simpatía de los «germanófilos» hacia el Eje,
al que Argentina declaró la guerra recién a finales
de marzo de 1945. Tras la liberación de París, en
agosto de 1944, escribe:
del universo a uno cualquiera de ellos», toma en sus
últimas líneas un giro político.
El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres
solo pueden morir por él, mentir por él, matar y
ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central
de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta
conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler, de
un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán...
Esta distinción filosófica, a la que regresaría en
textos como «La biblioteca de Babel» o «El idioma
analítico de John Wilkins», parece asociarse a la
dicotomía política planteada por Sarmiento entre
civilización y barbarie, que sintetiza las pugnas que
marcaron a la Argentina del siglo XIX y en las que la
familia de Borges se situó en el bando derrotado.
En «Anotación del 14 de agosto de 1944» postula
que Hitler, heredero de los vikingos y los tártaros,
quiere ser derrotado porque para los europeos y
americanos hay un solo orden posible: la cultura
occidental, heredera del Imperio Romano. En esta
idea de orden resuenan ecos de Andrés Bello y T.S.
Eliot. En «Historia del guerrero y la cautiva», se
opone la conversión de Droctulft –guerrero lombardo que, en el sitio de Ravena, cambió de bando
y murió defendiendo la ciudad que antes atacara–
al destino de una mujer inglesa absorbida por la
barbarie en la pampa argentina. El bárbaro intuye
el orden, la civilización, sin entenderlos plenamente, al divisar el mecanismo de una ciudad, y se adhiere a él. A la tensión compleja y no siempre consistente entre orden/civilización y caos/barbarie se
suma aquella entre la sedentariedad del intelectual
y la vida de acción de sujetos que se ubican en los
En Elogio de la sombra (1969), alentado por la
Guerra de los Seis Días, dedicaría un par de poemas a Israel: «Salve, Israel, que guardas la muralla
/ De Dios, en la pasión de tu batalla».
4. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (1940) se
desarrolla de manera explícita –ilustrando el principio de que «lo que puede ser un lugar común en
filosofía puede ser una novedad en lo literario»– la
distinción, recurrente en su obra, entre orden y caos.
Es posible que el universo sea un cosmos, un orden, pero este es incomprensible para los seres
humanos, quienes, en su limitado rango de percepción, lo experimentan como un caos. Este cuento,
sucesivamente policial, de ciencia-ficción y fantástico, en el que se sugiere que «un sistema no es otra
cosa que la subordinación de todos los aspectos
108
Hace diez años bastaba cualquier simetría con
apariencia de orden –el materialismo dialéctico,
el antisemitismo, el nazismo– para embelesar a
los hombres. ¿Cómo no someterse a Tlön, a la
minuciosa y vasta evidencia de un planeta ordenado? Inútil responder que la realidad también
está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a
leyes divinas –traduzco: a leyes inhumanas– que
no acabamos nunca de percibir.
márgenes, las orillas entre ambos mundos, o directamente en la barbarie, y la pasión de Borges por la
épica, desde la mitología de los compadritos hasta
el estudio tardío de la literatura anglosajona.
5. En 1946, anota: «“Il faut être absolument moderne”, decidió Rimbaud, limitación que corresponde, en el tiempo, a la muy trivial del nacionalista que
se jacta de ser herméticamente danés o inextricablemente argentino». El antinacionalismo es una
actitud persistente que atraviesa los textos de Borges, quien suele citar a Melville y la aspiración de
ser «ciudadano del cielo». Aparte de una clara dimensión política, esta actitud cosmopolita se manifiesta en una vertiente estética: la desconfianza del
color local, desarrollada, entre otros lugares, en «El
escritor argentino y la tradición» y en sus reseñas
de cine, y la multiplicidad de contextos culturales
en que se sitúan sus textos –justificada también en
términos estéticos, como un recurso de verosimilitud, una forma de eludir el escrutinio realista de sus
lectores– que dan forma a una perspectiva, si es
posible el anacronismo, «global». En «El jardín de
senderos que se bifurcan», el espía chino Yu Tsun
reflexiona, al recorrer la campiña inglesa, en torno
a su compleja y tenue lealtad hacia Alemania: «Pensé
que un hombre puede ser enemigo de otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero
no de un país: no de luciérnagas, palabras, jardines,
cursos de agua, ponientes». En el ensayo «El pudor
de la historia», se enfatiza que el historiador islandés Snorri Sturlason haya consignado un diálogo
admirable protagonizado por sus enemigos sajones, lo que profetizaría «algo que todavía está en el
futuro: el olvido de sangres y de naciones, la solidaridad del género humano».
6. 1946. Perón asume el poder. Borges, quien
ha firmado declaraciones antiperonistas, es destituido de su puesto burocrático en la Biblioteca
Municipal Miguel Cané y promovido a inspector
de aves y conejos en los mercados municipales,
forzando su renuncia. En 1947 escribe, junto a
Adolfo Bioy Casares, «La fiesta del monstruo», un
relato satírico redactado –como otros firmados por
H. Bustos Domeq– en una confusa jerga inventada, que describe una manifestación peronista y alude al asesinato (real) de un estudiante judío a manos de una organización nazi aliada a Perón. El texto
–compuesto, según Bioy, desde el odio– circula
como manuscrito entre amigos hasta ser publicado
tras la caída de Perón por el semanario uruguayo
Marcha. En 1948 la madre y la hermana de Borges son detenidas por participar en una manifestación contra el régimen. Durante un mes, Norah
Borges permanece en prisión y doña Leonor Acevedo en arresto domiciliario. El antiperonismo sería
la pasión política más intensa y duradera de la vida
de Borges, quien veía en Perón una nueva versión
–populista y gansteril– del dictador Juan Manuel
de Rosas, a quien se enfrentaran sus antepasados.
7. En 1955, el gobierno establecido por el golpe de Estado (la «Revolución Libertadora») que
derrocó a Perón nombra a Borges director de la
Biblioteca Nacional. En «Otro poema de los dones» (1964), quizá su mejor obra en verso, iba a
incluir, en su larga enumeración whitmaniana de las
dádivas del universo, una alusión a «ciertas vísperas y días de 1955».
8. 1960. Borges ingresa al Partido Conservador.
Declara: «me he afiliado al Partido Conservador, lo
cual es una forma de escepticismo»... «Si uno es
conservador, no es un fanático, porque uno no puede entusiasmarse con el conservadurismo».
9. En repetidas ocasiones, y hasta el final de su
vida, se define como anarquista spenceriano: «Soy
un modesto anarquista spenceriano, que cree en el
individuo y no en el Estado». «Creo que con el tiempo
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mereceremos que no haya gobiernos», declara,
añadiendo que para ello habrá que esperar quizá
«doscientos o trescientos años». No es inusual que
los cambios en el zeitgeist se asuman con relativa
naturalidad en retrospectiva, ante la evidencia de
los hechos consumados, pero no se anticipe siquiera su posibilidad hacia el futuro: el pasado parece
ser la única dimensión temporal dotada de plasticidad. La idea trivial de que Borges habría sido un
«adelantado a su tiempo», un precursor del postestructuralismo, el posmodernismo, el giro lingüístico,
la teoría de la recepción e incluso del ocaso de la
figura del intelectual público, no se ha extendido a
aquello que «Soñará el futuro».
10. En septiembre de 1976 visita Chile para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de
Chile y la Orden del Mérito Bernardo O’Higgins
de manos del capitán general Augusto Pinochet.
Luego de reunirse con el dictador, declara a la prensa que este le parece «una excelente persona». Unos
meses antes ha brindado su apoyo al naciente régimen militar argentino encabezado por Videla, tras
el golpe de Estado de marzo que derrocó a Estela
Martínez, viuda de Perón. Según Rodríguez Monegal, al momento de su visita a Chile –el punto
más bajo en la serie, digno de una historia de la
infamia–, la Academia Sueca ha decidido otorgarle
el Premio Nobel de Literatura pero aún no anuncia el fallo. A causa de ese esperpéntico error, opta
por concederlo a Saul Bellow. El apoyo a Pinochet
y a Videla (al parecer, ve en el derrocamiento del
régimen peronista un eco de la Revolución Libertadora, sin vislumbrar lo que este último golpe militar
tiene de distinto a los de 1930, 1943, 1955, 1962
y 1966) va a tener consecuencias más allá del boicot de la Academia Sueca, determinando en gran
medida la recepción de su obra en la América Latina durante los años siguientes.
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11. En 1976 escribe: «Me sé del todo indigno de
opinar en materia política, pero tal vez me sea perdonado añadir que descreo de la democracia, ese
curioso abuso de la estadística». En numerosas entrevistas reitera su desprecio por el gremio de los
políticos: «En primer lugar, no son hombres éticos;
son hombres que han contraído el hábito de mentir,
el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el
tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo,
el hábito de la popularidad...». Más que un animal
político, puede considerarse a Borges un animal ético, lo que se va intensificando hacia sus últimos
años. La ética de Borges presupone un conocimiento exhaustivo, que es en último término imposible,
dada nuestra limitada percepción. Para decidir si
un acto es bueno o malo debiéramos conocer toda
la cadena de causas y efectos que este echará a andar, por los siglos de los siglos: es posible que, a la
larga, las consecuencias de dos opciones antitéticas
terminen por anularse o por resultar equivalentes. La
ética de Borges no opera mediante reglas, sino por
intuición, en lo que sigue a R.L. Stevenson. Ya desde «El inmortal», que definió en 1949 como un
«bosquejo de una ética para inmortales», la moral
está determinada por la eventual aniquilación del
yo, que parece ser un prerrequisito para los momentos revelatorios en que el individuo comprende
quién es y cuál es su lugar en la «economía del universo». La muerte aparece como un don, aludida
mediante la metáfora bíblica y shakespereana de
un sabor peculiar: «la no gustada muerte». En relación al problema del mal, desde los años treinta
demuestra interés en la doctrina gnóstica (e idealista) de los demiurgos y, en particular, en la cosmología de Basílides.
12. En 1983 se entrevista con dirigentas de la
Asociación de Madres y Abuelas de la Plaza de
Mayo. En una entrevista se refiere a la dictadura
militar argentina como un «régimen de asesinos» y
celebra, por contraste, la venturosa (e inofensiva)
mediocridad de Raúl Alfonsín.
13. 1986. Enfermo de cáncer, se instala en Ginebra, donde fallece y es sepultado, desatando una oleada de indignación nacionalista contra su viuda y albacea, María Kodama. Se trata de un gesto, más
que sentimental, político. En 1985 había publicado
su último libro, Los conjurados. En el último poema
(que da nombre al volumen) se lee: «En el centro de
Europa están conspirando. / El hecho data de 1291. /
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas. / Han tomado la extraña resolución de ser razonables. / Han resuelto olvidar sus diferencias y
acentuar sus afinidades». El poema concluye: «En el
centro de Europa, en las tierras altas de Europa, crece
una torre de razón y de firme fe. / Los cantones ahora son veintidós. El de Ginebra, el último, es una de
mis patrias. / Mañana serán todo el planeta. / Acaso
lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético».
En el libro de ensayos Historia de la eternidad
(1936), Borges había publicado uno de sus textos
narrativos fundamentales: «El acercamiento a Almotásim», la reseña de una novela apócrifa (que un crédulo Bioy Casares intentó encargar a un librero de
Londres) inspirada –tal como el Ulises de Joyce en
la Odisea– en El coloquio de los pájaros, poema
místico del persa Farid al-Din Attar. En el poema,
tras encontrar una pluma espléndida en el centro de
China, un grupo de pájaros viaja en busca de su rey, el
Simurg, cuyo nombre quiere decir «treinta pájaros».
«Muchos peregrinos desertan; otros perecen. Treinta, purificados por los trabajos, pisan la montaña del
Simurg. Lo contemplan al fin: perciben que ellos son
el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos». En la novela apócrifa, un estudiante de derecho en Bombay comete un asesinato y se asocia con
gente extremadamente vil. Percibe alguna «mitigación de infamia» y conjetura que las almas dejan leves rastros en otras. Emprende una larga búsqueda
por toda la India de un hombre perfecto, llamado
Almotásim, a través de los reflejos que ha dejado en
otros, en una progresión ascendente. La novela concluye tras muchos años en la misma Bombay, en la
antesala del encuentro del estudiante con Almotásim. Se da por entendida «la identidad del buscador
y el buscado»: que, a través de su larga peregrinación, el estudiante ha llegado a ser Almotásim. El
poema de Attar está compuesto en gran parte por
conversaciones entre la abubilla que les servirá de
guía y los muchos pájaros que deciden no emprender el viaje, aduciendo diferentes excusas. Una de
las historias que se relatan pasaría a Occidente (y,
específicamente, a Suiza) como la leyenda de Guillermo Tell. Da la impresión de que Borges nunca
leyó el poema, sino un resumen de su argumento. Es
lo que a su vez ofrece mediante su tramposa reseña:
«Desvío laborioso y empobrecedor el de componer
vastos libros: el de explayar en quinientas páginas
una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos... Más razonable, más inepto, más haragán, he preferido la escritura de notas sobre libros
imaginarios», declararía en 1944. Circulan varias leyendas sobre la muerte de Attar, ocurrida a comienzos del siglo XIII. Según una de las más extendidas,
fue capturado por uno de los jefes de las hordas de
mongoles que arrasaron su ciudad, Nishapur. Alguien
ofreció un rescate de mil monedas de plata por la
vida del anciano, que contaba más de cien años. Attar
convenció al mongol de que no lo vendiera ya que
no era un precio adecuado. Poco después, otra persona ofreció por él un saco de paja. Attar le dijo a su
captor que ahora sí podía liberarlo, ya que ese era su
verdadero valor. El mongol, en un ataque de ira, lo
decapitó. Quizá resulte exagerado comparar los
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finales de Borges y Attar, el valerse de la propia muerte
para trasmitir, de manera indirecta, un mensaje o lección. En el caso de Borges, ese mensaje es político y
remite a la conclusión no lineal de «El jardín de senderos que se bifurcan», donde se revela que el espía
chino ha asesinado al profesor Albert, ilustre sinólogo que resolvió el enigma de su propio antepasado,
para comunicar a su jefe en Alemania la importancia
de una ciudad llamada Albert, ya que «un pistoletazo
puede oírse muy lejos». c
Pareja (guagua aérea), 2010. Xilografía/papel, 190,5 cm x 96,5 cm
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