el taller de vicentito

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EL TALLER DE VICENTITO
FELIPE DÍAZ PARDO
PARTE PRIMERA
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Capítulo I: La bicicleta
V
icentito decidió que quería ser mayor desde el momento en que pudo
entender su primer pensamiento, o sea, en su más tierna infancia,
momento en el que se alcanza el “uso de razón”, según dicen los adultos, y
los niños entran de golpe en un mundo más grande.
Pero no se puede decir que este deseo de Vicentito estuviera motivado
solamente por una vocación inevitable. No del todo. Era más bien debido al
convencimiento de verse distinto a los demás niños.
Y llegó a esta conclusión después de un tiempo de triste y repetida
observación de varios hechos. Tantos tropiezos le hicieron creer que era
difícil que su carácter tímido y retraído pudiera contagiarse del entusiasmo y
dinamismo habituales en los primeros años del ser humano.
Mas Vicentito no era niño que se dejara llevar por el desánimo. Sólo que
era lo suficientemente sensato como para reconocer que nunca llegaría a ser
aclamado en el barrio por su destreza con el balón. Tampoco se le daba bien
lanzar con acierto las canicas dentro del agujero hecho en la arena del parque,
ni conseguía hacer bailar la peonza dentro del círculo de tiza dibujado en el
alquitrán de su calle, ni defender como Dios manda la portería del equipo que
le tocaba cuando no había otro para portero. En fin, Vicentito sabía de sobra
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que nunca sería aclamado en el barrio por sus destrezas o habilidades en el
mundo de los juegos.
A pesar de lo dicho, Vicentito estaba convencido de que lo suyo no era
cuestión de torpeza o, al menos, no era cuestión de torpeza únicamente. Y a
los datos se remitía. Que no era tan patoso como podía pensarse quedaba
demostrado con una prueba que nadie sería capaz de rechazar: la del día en
que aprendió a montar en bici, hazaña que, además, contaba con un testigo de
primera categoría. Ese testigo indiscutible era Javierín, precisamente el dueño
del objeto en cuestión.
La aventura más temeraria con un vehículo, a que había llegado Vicentito
en sus primeros años, era la de pilotar un triciclo de sillín rojo, de piñón fijo y
parada en seco mediante el hábil bloqueo con los pies, que sus abuelos le
regalaron en uno de sus primeros cumpleaños. Como cualquier niño, soñaba
con una gran bicicleta que le diera la independencia de moverse por las calles
con la libertad de los mayores. Pero, de momento, había de conformarse con
la generosidad de alguno de los propietarios que le daban una vuelta a la
manzana incómodamente montado sobre el transportín o la barra del cuadro.
Aquella mañana de verano esperaba Vicentito a su amigo Javierín en lo
alto del parque. Es de todos conocida la satisfacción que produce el andar sin
rumbo fijo en la época de vacaciones. Así que fácilmente, también,
cualquiera puede hacerse una idea de la tranquilidad con que se hallaba
sentado nuestro personaje sobre el montículo de arena desde el que aún
disfrutaba del frescor lanzado por las ramas de los árboles cercanos, todavía
sin castigar por los rayos del Sol.
Apareció entonces Javierín, dando saltos y cabriolas con su magnífico
artefacto de dos ruedas, conseguido las Navidades pasadas, y del que desde
hacía unos días parecía no desprenderse ni para dormir.
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Ambos se saludaron y empezaron a planear el día. Luego, sin llegar a
conclusiones de carácter definitivo, decidieron esperar a algún camarada más
que pudiera acompañarles en sus proyectos hasta el atardecer. Por todos es
sabido también el afán que de pequeños tenemos por hacer que las horas se
estiren como el chicle. Fantasear es relativamente fácil, aunque luego un
castigo por llegar tarde a la hora de comer acabe con toda una tarde de
ilusiones.
En la espera, Javierín, impulsado por su noble y cariñoso carácter –
además de ingenuo y demasiado infantil en opinión de sus amigos-, tuvo la
feliz idea de enseñar a Vicentito a montar en bicicleta.
-Éste es el mejor sitio para soltarse –dijo el propietario del ingenio móvil
refiriéndose a la pronunciada cuesta del promontorio en el que se hallaban.
Vista desde arriba, la vereda dibujada en la arena daba cierto vértigo a un
piloto inexperto como él, que apenas conocía el mecanismo y menos las
posibles reacciones de aquella máquina.
No obstante, se dejó llevar por los gritos de ánimo del amigo. Como quien
se desentiende de algo que no le afecta o que no es asunto suyo, Vicentito se
lanzó inconsciente por la pendiente dando tumbos y trompicones y
manteniendo un difícil equilibrio, hasta que las leyes de la gravedad se lo
permitieron.
En efecto, una precipitada carrera impidió la caída en los primeros metros.
Luego, apabullado por la cantidad de movimientos que tenía que hacer a la
vez, fue incapaz de enderezar el manillar lo suficiente como para tomar un
camino recto. La mente no funcionaba con la rapidez necesaria. No
encontraba los pedales, tampoco los frenos…
No dio tiempo a llegar al remanso de la explanada, donde, al menos, la
caída hubiera sido más suave. La dirección de la bicicleta hizo un giro
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extraño y Vicentito se vio de manera instantánea en el suelo, en una difícil
postura y con rasguños por todas partes del cuerpo.
Los dos amigos, tras la frustrada intentona, cogieron la diabólica
estructura de hierros y engranajes y marcharon en busca de los demás.
Habían abandonado aquel terreno rasposo del parque en el que el principiante
se había dejado parte de la piel de los codos y se adentraron en la lisura del
asfalto, no menos cruel para los golpes. La calle, bordeada de coches a ambos
lados, no tenía apenas tránsito en aquellos momentos.
Parecían haber olvidado el experimento y volvían a hablar de sus cosas.
Mientras, Vicentito, sujetaba la bicicleta entre sus piernas y con gesto
distraído tanteaba las palancas del freno y tocaba los pedales con la punta de
los pies.
Y fue en uno de esos instantes, en que la atención traicionó a Vicentito,
cuando el siempre travieso Javierín le engañó. Con alguna improvisada
excusa se colocó detrás, empujó con el amigo encima, y luego soltó
abandonándolo a su torpeza.
Impulsado por la inercia, Vicentito se vio de pronto, otra vez, haciendo
malabarismos encima de un artilugio que enfilaba el horizonte en feroz
carrera. En un hábil golpe de suerte y no poco esfuerzo, consiguió colocar los
pies en unos pedales que le obligaban a una frenética e interminable rotación
de rodillas que no podía detener. Tampoco esta vez llegó a adivinar, entre la
desesperación y las prisas, la situación exacta del freno.
Debió de ser la natural atracción de los metales la razón por la que la
bicicleta dibujó una línea recta perfecta hacia la parte trasera de un coche
aparcado a unos cuantos metros. Con una mezcla de histeria y nerviosa
satisfacción, Vicentito parecía estar dominado por una fuerza invisible que le
obligaba a seguir moviendo las piernas al ritmo ordenado por los pedales, aun
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a costa de saber que se empotraba contra aquel parachoques hacia el que se
dirigía y que cada vez estaba más cerca.
Con el golpe llegó la certeza. A pesar de recibir una nueva dosis de dolor,
ahora experimentado con más rigor por la mayor dureza de la carrocería,
pudo respirar aliviado, seguro ya de que la aventura había acabado. Tras él
Javierín corría con los brazos en alto celebrando la hazaña del amigo.
Él, cuando pudo reponerse y tomar conciencia de nuevo de la realidad
que le rodeaba, hubo de admitir también que había dado un paso importante
en el mundo de las habilidades infantiles y aceptó la felicitación.
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Capítulo II: Los cromos
L
a proeza de la bicicleta, sin embargo, y como si de un espejismo se
tratara, no empañó la lúcida y responsable mente de Vicentito. Al igual
que hubo de reconocer el éxito de aquella aventura, incluso a costa de los
golpes y trompazos, él era consciente todavía de sus carencias en otras
muchas actividades que realizaban los chicos de su edad.
Y como prueba de esta otra afirmación, el recuerdo le traía siempre a su
pensamiento la fatídica historia de los cromos, suceso que aún estaría
sirviendo de regodeo a medio barrio.
Tuvo lugar lo ocurrido, hecho triste desde luego para Vicentito, una tarde
de aquellas mismas vacaciones, ya pasadas, cuando las interminables siestas
se convierten en islas desiertas y silenciosas para unos náufragos que se
escapan de sus casas cuando sus madres no les ven. Es el momento apropiado
para actividades tranquilas, que requieran poco esfuerzo. Probar algún vídeojuego nuevo, intercambiar tebeos o jugar a los cromos.
En uno de esos momentos llegó Víctor, otro de los amigos, algo retorcido,
interesado y malicioso cuando podía, aunque por lo demás buen chico.
Habían quedado todos en apostarse los repes de la liga de fútbol,
recientemente acabada. A Vicentito, poco hábil y desafortunado en el difícil
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arte del coleccionismo, le faltaban muchas estampas para completar los
equipos, y vio en esa ocasión la última posibilidad de completar un álbum ya
pasado de moda o, al menos, de tapar el mayor número posible de huecos que
se veían en sus hojas. La temporada futura aventuraba una oleada de
traspasos y lo que para otros significaba la caducidad de los cromos, para él
era un motivo de melancolía y tristes recuerdos. Ver a los jugadores vestidos
con otros colores le provocaba nostalgia y cierta desazón por la traición de
unos ídolos que cambiaban tan fácilmente de bando. Era como cerrar
definitivamente una época del tiempo.
Sería, pues, el único modo de apresar el pasado que luego podría recordar
pasando las hojas y aumentar así un material de documentación formado
hasta ese momento por las revistas antiguas de su madre y por los libros de
texto de los cursos anteriores.
Pero tal iniciativa fue derrumbada aquella tarde por las artimañas de
Víctor, a las que contribuyó el habitual despiste de Vicentito, quien sentado
en la entrada del portal de su casa recibió con alivio la llegada, por fin, de
alguno de sus compañeros de diversión.
Víctor, con las manos en los bolsillos, daba muestras de no aportar nada al
juego. Antes al contrario. Se adelantó, con su probada pericia, a proponer un
trato, imposible de rechazar en momentos de aburrimiento.
-Préstame un cromo, y jugamos, si quieres, hasta que vengan los demás
-dijo Víctor con un margen de cautela.
Tan absurda sugerencia mantuvo en silencio a Vicentito mientras buscaba
en su cabeza la razón apropiada para negarse a aceptar.
-Si pierdo, que es lo más seguro, no pasa nada –argumentó Víctor-. Si
acaso gano yo, te devuelvo el préstamo y en paz. La verdad es que no he
traído los míos porque se me han olvidado. Si no es por eso estaríamos en la
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misma situación, ¿a que sí? –terminó con ánimo convincente.
Al final se cerró el trato. Vicentito no acostumbraba a resistirse a
situaciones tan obvias. Estaba convencido de que el destino no se detiene con
una negativa. Por eso aceptó.
Víctor apostó el cromo en uno de los montones que hizo Vicentito. El
nombre del jugador que extrajo superaba en letras al que a continuación
saldría del segundo montón. Víctor, ahora que barajaba la segunda mano,
contaba ya con dos de aquellas estampas. Con la destreza del mejor croupier
entremezclaba aquellas cartulinas de tal modo que el contrincante debía estar
atento si no quería caer en la trampa. Todos en el barrio se cuidaban de jugar
con los habilidosos que se los “colocaban” y Víctor, para no defraudar a la
audiencia, era uno de los sospechosos.
Ceremonioso en el rito, dejó, como corresponde, pedir a Vicentito.
-Pide –dijo una vez preparados los montones.
Como quien hace esto por rutina y no ha de dominar temor alguno, mostró
el último cromo del montón que señaló Vicentito. Con esta segunda jugada
veía multiplicada por cuatro la inversión inicial y en un gesto de honradez
devolvió el préstamo inicial a su competidor.
Siguieron jugando hasta que la progresión de las ganancias dio un vuelco
total a la partida. Víctor, como todo jugador empedernido, jugaba el todo por
el todo, y Vicentito, como buen conformista de lo inevitable, admitía
pasivamente tanta osadía.
Coincidió la llegada de los demás con el final de la partida. A nadie le
pareció extraño ver a Vicentito perder la última mano y que Víctor, a duras
penas, sostuviera entre sus manos una buena parte de la colección de cromos
de la liga de fútbol.
Aquella tarde Vicentito, con las manos en los bolsillos, hubo de
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consolarse con el alivio que le suponía desprenderse de la obligación de
terminar otra vez una colección de cromos que, por mucho empeño que
pusiera, nunca llegaría a su fin.
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Capítulo III: El taller del señor Joaquín
V
icentito decidió, después de éste y algún que otro fracaso, dedicarse de
lleno a sus aficiones, tras reconocer sus escasas posibilidades de éxito
en el mundo de la infancia.
Una de ellas, y tal vez la que llenaba más satisfactoriamente sus
inquietudes intelectuales, era la confección personalizada de una revista. Era
elaborada en un cuadernillo de hojas dobladas y cosidas con un pequeño hilo
de bramante que con delicadeza hacía pasar a través de dos agujeritos. La
publicación, totalmente artesanal en su composición, iba dirigida a él como
único y fiel lector y servía para compensar a su espíritu introvertido y tímido
que muy poca gente comprendía.
El título –El candado- no respondía a ninguna secreta razón ni a ningún
oculto significado. Tan sólo se debía a la facilidad de la ilustración que
presidía la portada. Poco hábil con el dibujo, Vicentito sólo sabía hacer bien
las líneas rectas y las curvas sencillas. Así que un dibujo realizado con una
monótona fórmula geométrica, mediante rayitas, practicado miles de veces en
sus momentos de aburrimiento, iba a ser el motivo ornamental utilizado para
su revista. A modo de adorno, una cadena de eslabones entrelazados
bordearía la portada, cadena que quedaría sellada en la esquina inferior
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derecha con una de esas pesadas cerraduras utilizadas para cerrar castillos,
cofres y demás tesoros de las historias de aventuras.
El contenido del primer número contaba con material de muy distinta
procedencia, pero la sección más cuidada era la dedicada a los cuentos. En
ella copiaba, con impecable letra de caligrafía, los relatos que desde siempre
leía una y otra vez sin parar en su libro de pastas y enterarse de lo que decían.
Luego, calcaba con esmero los dibujos y, para dar un cierto toque personal a
la obra, modificaba algunas palabras, y así quedarse a gusto dejando su huella
de autor en la publicación.
Llegado el tiempo desapacible y, a la vez confortable, del otoño y del
invierno, encerrado en su habitación y acomodado en una mesa camilla toda
llena de lápices de colores y retazos de papel, Vicentito vivía en el mundo
maravilloso de Hansel y Gretel, Hans el de la Suerte o El Bien Amado
Rolando. Todos eran personajes de esos cuentos que copiaba en su revista. Al
reproducir aquellas historias no dejaba de soñar, acompañado del atardecer
violeta que traspasaba la ventana de su cuarto, en la posibilidad de entrar en
ese mundo de pueblecitos entrañables y casitas de infinitas formas, todas de
madera, adornadas con visillos transparentes y manteles con cuadraditos de
colores.
Y el caso es que Vicentito conocía todavía en su barrio un pequeño rincón
donde habitaban los artesanos bonachones y de pelo blanco que se imaginaba
en sus historias.
Desde pequeño le había llamado la atención la existencia de dos o tres
talleres de reparación de calzado que había junto al mercado. Siempre le
había impresionado el virtuosismo de un trabajo tan delicado y que, por
contra, estaba destinado a ser estropeado enseguida por el contacto con el
barro, la suciedad y el asfalto. Poco a poco, aquellos locales se fueron
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modernizando e instalando grandes máquinas rojas, provistas de rodillos de
caucho y grandes cepillos para lustrar el cuero reparado o dar el acabado
justo a la suela recién implantada al zapato. Los zapateros abandonaron
también sus delantales ennegrecidos por el betún y se colocaron con el
tiempo unas batas también rojas que parecían sacadas de una tienda de
hamburguesas, perdiendo así la imagen antigua de exquisitos y pacientes
orfebres de otros tiempos.
Uno de esos talleres se salvaba, sin embargo, aún de la modernización. Le
agradaba a Vicentito el olor del pequeño establecimiento, impregnado del
sabroso y denso aroma de la cola de pegar. La disposición de los tres
operarios siempre le había parecido una cosa curiosa por su semejanza con
los espacios reducidos de esas casitas que él imaginaba, situadas en un
maravilloso lugar rodeado de verdes montañas y dispuestas alrededor de una
placita presidida por una fuente de agua sonora y cristalina, pavimentada con
brillantes adoquines y desde la cual se dejaba ver en el horizonte el castillo
que todo cuento que se precie ha de tener.
La colocación y el escenario poco iluminado hacía a aquellos hombres
más pequeños. Parecían traviesos duendes, habitantes del interior de un gran
árbol hueco donde las ardillas y los gorriones suelen encontrar su refugio.
En la entrada, tras el mostrador, atendía los encargos uno de los zapateros,
el señor Joaquín. Arriba, justo sobre su cabeza y en un piso construido con
madera, a unos dos metros escasos, estaban los otros dos artesanos, sentados
en sendos taburetes, tan pequeños que apenas se veían bajo sus rodillas.
Situados a la vista del público, y a modo de escaparate, los tres hombres
mostraban diariamente su quehacer. En silencio, trabajaban un oficio
consistente en apuntalar tacones o en añadir piezas a la piel cuarteada de unos
objetos deformes y maltratados por el andar.
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Buscaba Vicentito la excusa para visitar el taller del señor Joaquín
siempre que podía. Al principio se servía de los encargos de la familia
cuando había que hacer algún arreglo de calzado. Luego, con el trato y la
confianza, una puntada en el balón de cuero de algún amigo o el retoque en
alguna cremallera defectuosa del estuche de lápices le servía para pasarse por
allí y echar un rato de charla.
Vicentito observaba con embelesamiento la habilidad de aquellos
hombres, quienes con calma y ternura daban, con sus manos, una segunda
vida a unos objetos muchas veces inservibles cuando llegaban allí.
El carácter pausado y poco impetuoso de Vicentito encontró así compañía
en el ritmo tranquilo del taller. Con el tiempo, se fue instalando la costumbre
y tras salir del colegio por la tarde, de paso para casa, Vicentito se llegaba a
recordar el ambiente de sus cuentos y a dar algo de conversación al señor
Joaquín durante unos minutos. Éste terminaba siempre ofreciéndole el mismo
consejo, sin darse cuenta de la pesada insistencia de sus palabras, algo que, a
veces suele pasarles a las personas de cierta edad.
-Sabes lo que te digo, Vicentito… –decía el señor Joaquín adoptando el
tono de sabiduría propio de estos casos.
-Sí, señor Joaquín, que el estudio es hoy en día el jarabe que cura a uno de
la pobreza –Vicentito continuaba recitando la frase aprendida con especial
aplicación.
-Ahí está. Se ve que eres un chico listo.
-Pero no todo es ganar dinero –rebatía Vicentito con sensatez.
-Nada, nada. Haz caso a lo que siempre te digo y que es una verdad como
un templo –el señor Joaquín soltaba los clavos que sujetaba entre sus labios y
componía un gesto teatral como si fuera a recitar-: Don sin din –decía
frotándose el dedo gordo y el dedo índice de la mano- son gaitas en latín. Así
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que hala, aplícate el cuento.
Salía Vicentito del taller camino de su casa pensando que tal vez tenía
razón el señor Joaquín. Si era cierto lo que le decía con tanta insistencia,
habría que empezar a buscarse la manera de “llegar a ser algo en la vida”,
como suelen decir los mayores.
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Capítulo IV: El taller de Vicentito
O
cupado en sus horas de ocio en la redacción del segundo número de su
revista, Vicentito empleaba también ese tiempo en recapacitar sobre el
consejo que tarde tras tarde recibía del señor Joaquín. A pesar de su
inclinación por los asuntos intelectuales y por la vida contemplativa,
Vicentito se dejaba llevar siempre con facilidad por el fin práctico de las
cosas, lo cual provocaba en su interior cierta indecisión. ¿Por qué opción
decidirse, pues? ¿Por la atracción, muchas veces incierta, del mundo artístico
o por la necesidad y la rutina del oficio seguro?
Pasó largos atardeceres junto a la ventana de su habitación intentando dar
con la solución del dilema. No estaba dispuesto a renunciar a esa fantasía
perfectamente establecida que encontraba representada en unas historias que
hacía suyas y que plasmaba con decoro y cariño en su revista. Él mismo
formaba ya parte de ese mundo y había encontrado, además, el taller del
señor Joaquín, que ampliaba ese horizonte varias calles más allá, en su
mismo barrio. En definitiva, todo era muy confuso para él.
Pero por fin dio con la clave del problema planteado. De poder llevar a
cabo el negocio que había ideado tras tantas horas de reflexión, tendría el
éxito seguro. En principio era una ocurrencia imprecisa, pero tras ese empeño
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que consistía en no renunciar a la ilusión, sino en trasladarla al mundo real, se
fueron conformando todos los elementos necesarios para dar con un plan
lógico. Instalaría él también un taller de reparación, con el fin de ayudar a sus
compañeros a mantener en adecuado estado de conservación aquellos
utensilios que a los escolares les son del todo necesarios para realizar su
esforzado trabajo en el colegio.
La reflexión sobre aquel teórico oficio le empezó a llenar de impaciencia y
ansiedad por verlo pronto hecho realidad. Tan sólo necesitaba dejar suelta la
imaginación y figurarse la escena. Para él, amante de la soledad y del
recogimiento, verse aislado en el rincón de su taller, reparando o adornando
lapiceros, recomponiendo gomas de borrar, limpiando plumieres, podía ser el
colmo de la felicidad.
Transcurrieron varios días en ese estado glorioso de las suposiciones. No
obstante, pasada esta fase romántica de la idealización, y en consonancia
también con el talante práctico y meticuloso de Vicentito, se necesitaba
completar la invención con la parte más material y realista.
Guiado siempre por la admiración hacia aquel pequeño establecimiento
del señor Joaquín, fiel reproducción al natural de sus fantasías, Vicentito
consideraba un sueño dar con un local similar para ejercer la profesión.
Sería conveniente instalarlo en una callecita recoleta, escondida del
tumulto que proporcionan las prisas de los mayores. Igualmente, sus
dimensiones y, sobre todo, ese carácter íntimo de la madera antigua y la
penumbra podrían contribuir a crear un ambiente distinto al de las tiendas
modernas, llenas de superficies de metal y tubos fluorescentes por todas
partes. En las paredes figurarían colgados retratos de los más conocidos
personajes de los hermanos Grimm y de Hans Christian Andersen, y se
verían adornadas con el suave color de los visillos de las contraventanas. Por
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último, y para hacer honor a aquel despliegue, montones de libros se
esparcirían por mesas y anaqueles para uso de los clientes necesitados de tan
original servicio.
Era este modelo de local el que él se imaginaba como ideal para ejercer
una profesión únicamente pensada para un público especial, tan poco
acostumbrado a ver atendidas las necesidades propias de su edad.
Quedaba por concretar también en su original iniciativa el aspecto técnico
de la empresa. En principio habría que ofrecer dos tipos de servicio. Uno
básico, que sería el de la reparación de los objetos rotos o deteriorados, si se
tienen en cuenta los abundantes destrozos que sufre el material escolar. A
veces tales desperfectos son producidos por las mordeduras que provoca la
impaciencia o, simplemente, la pura costumbre. En otras ocasiones, las
roturas se deben a otros usos más malintencionados y poco acordes con los
niños, criaturas que se suponen llenas de inocencia y carentes de maldad. Son
ejemplos de estas acciones el pisoteo consciente o la raspadura contra la
pared del artilugio del compañero en un momento de furia incontenible,
cuando surge una discusión por una bobada.
Otro tipo de servicio, ya menos elemental y primario, sería el del
artesanado. Así, las niñas y los niños de la clase, interesados en adornar sus
herramientas diarias, podrían dar un aire personal a lápices, gomas, reglas,
estuches y cualquier otro accesorio de la escritura colocando, a modo de
detalle, unas florecitas, las iniciales del chico o chica que guste en ese
momento, o la imagen de su futbolista, cantante o modelo de moto preferida,
según los casos. En fin, las posibilidades eran muchas y ya se vería la forma
de lanzar otros reclamos que atrajeran al personal. No había que descartar,
por ejemplo, la creación de un catálogo de caprichos de temporada, práctica
tan usual en la sociedad que Vicentito empezaba a conocer. Estaba claro que
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la finalidad de la empresa era alcanzar el mayor éxito en sus resultados.
Todos estos planteamientos no estaban nada mal, pensaba el joven
aprendiz de empresario, pero, puesto que Vicentito era un chico consecuente
y responsable, reconocía que no era fácil llevar a cabo tan precioso proyecto.
El panorama se presentaba atrayente desde el punto de vista inagotable de la
fantasía. Sin embargo, se carecía de ese confortable establecimiento con
vistas a una pequeña callecita y, ni mucho menos, era conocedor de la técnica
necesaria para desempeñar el delicado trabajo artesanal que se proponía.
Después de mucho tiempo dando vueltas a su idea, Vicentito llegó a una
solución inicial con la que salvar el primer obstáculo con el que se
encontraba.
Cambió de sitio algunos de los muebles de su habitación, territorio
totalmente suyo gracias a que no tenía hermanos, y en uno de los rincones, ya
vacío, situaría el fantástico taller de sus deseos.
Tomó algunas de las sillas abandonadas en el trastero. Dispuestas todas
juntas, formó con ellas y con las dos paredes perpendiculares de la esquina un
rectángulo, más o menos holgado, donde él quedaría encerrado en perfecta
disposición para su profesión. Los travesaños de los respaldos, de los cuales
quitó uno de ellos para mejor atención al público, servirían de límite
separador, a modo de ventanilla o mostrador. Entre aquellas maderas, los
clientes harían sus encargos, los cuales él estudiaría sobre la mesa de trabajo,
formada con los asientos de enea. El espacio del interior dejaba lugar para
una pequeña banqueta en la que él, como esmerado artesano, se sentaría y
para un carrito de su primera infancia, que había rescatado también del
trastero, donde colocaría los útiles necesarios para la labor.
Resuelto de esa forma el impedimento físico de la ubicación del negocio,
quedaba por solucionar el problema de la destreza en el oficio, ya
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mencionado anteriormente. Problema verdaderamente importante y que
Vicentito, harto de meditaciones infructuosas, decidió dejar en manos de la
suerte.
Ya sólo quedaba, pues, encomendarse a algún santo patrón y poner en
marcha la empresa.
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Capítulo V: Los preparativos
D
edicó Vicentito los días siguientes a observar con detalle el mundo de
la publicidad, tan presente en la televisión y en otros medios de
comunicación. Y por fin dio con el sistema apropiado de propaganda, poco
costoso para su empresa y eficaz para darla a conocer entre sus compañeros.
En efecto, el producto iba dirigido a un sector de consumidores muy
determinado. El poder adquisitivo de los potenciales clientes era muy
limitado también, por lo que el éxito estaría en saber crear unas expectativas
y unas necesidades imposibles de rechazar. Pronto llegaba a comprender
Vicentito el mundo actual, marcado por unas estrictas reglas comerciales.
Jugaba a su favor –seguía Vicentito con su reflexión- el carácter caprichoso y
antojadizo que, por lo general, caracteriza a los niños, quienes desean todo lo
que ven. Ahí estaba la clave, en saber difundir entre los colegiales una moda
que les haga a todos iguales y les integre en su colectividad. Bien sabía él que
lo peor que le puede pasar a un niño es sentirse distinto de los demás, y tenía
que aprovecharse de la situación.
Una vez establecidos los principios fundamentales de la empresa, y una
vez claro también el modo de darla a conocer, Vicentito se puso manos a la
obra. Y para eso empezó por practicar las dotes pictóricas, más o menos
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depuradas, que últimamente había demostrado al ilustrar sus particulares
revistas. No es que fuera un Picasso, como ya todos sabemos, pero con su
intuición, más que con su técnica, lograba sacar siempre adelante unos
dibujos para los cuales utilizaba diversos procedimientos extraídos de su
ingenio: copiaba, calcaba, recortaba o lo que hiciera falta.
En poco tiempo diseñó unos folletos utilizando ese revoltijo de técnicas.
Luego reprodujo a mano tantos ejemplares como pudo. Fueron tardes en que,
abandonando los ratos empleados en la lectura y en la elaboración de su
eterna revista personal, se hubo de dedicar en cuerpo y alma a una tarea
monótona y aburrida.
Llegó, incluso, a idear varios modelos con distintos colores y dibujos, en
función del sexo y del curso de los colegiales destinatarios. En los días
previos a la operación publicitaria que estaba preparando, Vicentito había
observado cómo cada producto tiene destinado un comprador determinado.
Había visto en la tele que los anuncios de coches eran distintos cuando el
coche era pequeño o cuando era grande, cuando iba destinado a gente joven o
a personas mayores. También había comprobado que los anuncios de
detergente aparecían en la hora de la sobremesa, tras el telediario. Y los de
juguetes, justo antes de comenzar la programación infantil.
En fin, todos esos empeños le parecían a Vicentito trucos un tanto
chapuceros, semejantes a los que utilizan los ogros y las brujas en los cuentos
para hacer caer al héroe en la trampa. Sin embargo, guiado ahora por un claro
objetivo, y tras los consejos del señor Joaquín, para ser alguien en la vida
habría de servirse él de esas prácticas comerciales tan poco originales.
Obsesionado con el éxito, Vicentito no quería dejar detalle alguno a la
improvisación. De ahí que estudiara con cuidado también el momento de
lanzamiento de su oferta. Casualmente, había visto en las vallas publicitarias
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del barrio cómo unos carteles se limitaban a anunciar la inminente aparición
de un producto sin dar más pistas. Para una mente imaginativa como la suya,
aquel acertijo fue motivo de curiosidad y le pareció un truco sugerente y
asequible a sus posibilidades. Cada mañana, de camino al colegio, no
olvidaba mirar el cartel para ver si ya se había resuelto el enigma.
Sin duda, para su plan necesitaba ayuda. Pensó entonces en contratar los
servicios de Víctor y Javierín, sus dos mejores amigos, con el fin de que
fueran preparando el terreno. Mejor oportunidad para hacerse valer,
imposible. Era una combinación extraña pero razonable para sus intenciones,
consideró Vicentito. Guiado nuevamente por intereses empresariales, creyó
conveniente formar un equipo de personas eficientes, en donde no hubiera
posibilidades de excesivas dosis de afectividad y cariño. Con Víctor tal
objetivo estaba cumplido. Era el niño más interesado que conocía y nunca
hacía buenas migas con nadie para evitar así compartir algo suyo con los
demás, si algún día llegara el momento. Javierín era todo lo contrario y
serviría para aliviar tensiones y aportar el tono ingenuo, que es propio de los
niños. Su afabilidad e inocente generosidad servirían para equilibrar la
balanza. El primer trabajo que les destinaría sería el de crear entre los
alumnos la curiosidad necesaria para la campaña, de la misma forma que
había visto en la valla publicitaria del barrio.
Así pues, Vicentito hubo de renunciar una tarde a una de sus ya habituales
visitas por la zapatería del señor Joaquín y esperar en el camino de vuelta del
colegio, haciéndose el remolón, el encuentro con sus futuros compinches.
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Capítulo VI: Un plan arriesgado
L
e resultaba difícil a Vicentito exponer, de repente, un plan tan meditado
entre el alboroto infantil que se produce al acabar un día de
obligaciones escolares. Tampoco su carácter poco dicharachero ayudaba a
comentar con desenfado y soltura su idea. No le quedó otro remedio que
acompañar pacientemente al grupo de escolares hasta que, poco a poco, los
chicos se fueron separando en los cruces y semáforos que se iban sucediendo
a su paso. Ya solos, acaparó la atención de Víctor
y Javierín con una
promesa que nunca fallaba: la de invitarles a un chicle.
Camino del puesto de chucherías, Vicentito lanzó la proposición:
-¿Queréis participar en un negocio? –dijo alto tímido y sin dar más
detalles.
-¿A nuestra edad? –intervino Víctor con extrañeza-. No se puede trabajar
hasta los dieciséis años, la ley no lo permite –siguió con aire de enteradillos-.
Además, no basta con ser mayor. Hay que ser rico también para tener un
negocio. Fíjate en el padre de Laura. Es la única persona a la que yo conozco
que tiene un negocio y que tiene un cochazo, y chalé en la sierra y se van
todos los veranos de vacaciones a la playa.
-Por eso –volvió a hablar Vicentito, ahora con más seguridad-. Primero
25
hay que tener el negocio y luego ser rico. Para lo que yo os digo no hace falta
nada más que tener buenas ideas. Sólo hace falta que hagáis lo que yo os
diga.
-Yo tengo muchas ideas y todavía no me he hecho rico –dijo con el tono
de despistado de siempre el ingenuo Javierín-. Mi madre me está diciendo
siempre: “¡Vaya ideas que tiene este chico! ¡Vaya ideas que tiene este
chico!”. Y no penséis que se ríe cuando me lo dice. Será que todavía no sabe
que para ser rico hay que tener ideas. Ya veréis cuando se lo diga.
-No digas chorradas –cortó con su habitual sequedad Víctor, el
sabelotodo-. Ya sabemos todos por qué te dice eso tu madre.
Vicentito compró los tres chicles y siguió contando. Mientras tanto,
Javierín se entretenía en despegar la pegatina que había encontrado bajo el
envoltorio. Luego, con ese entusiasmo que nunca le abandonaba, intervino de
nuevo:
-Vale, yo me apunto. Sería fenomenal que todas las chicas de la clase
vinieran a hacernos los encargos. Entonces sí que seríamos importantes.
-A mí me parece una tontería –dictaminó Víctor con superioridad-. ¿Quién
de nosotros sabe hacer una cosa tan inútil como arreglar o adornar lápices y
estuches? Cuando se rompen se tiran y se compran otros nuevos. Por eso yo
no sé, ni me interesa.
-Eso no es problema –puntualizó Vicentito, tímidamente-. Eso es asunto
mío. Vosotros sólo tenéis que dedicaros, de momento, a la propaganda.
Siguió Vicentito detallando sus propósitos mientras tomaban el camino
hacia casa. Llegaron al portal y allí estuvieron discutiendo hasta que los tres
se pusieron de acuerdo sobre la utilidad del negocio. La tarde oscurecía cada
vez más y tuvieron que apresurarse en concretar el inicio de sus actividades
empresariales.
26
Antes de nada, había que poner en marcha la campaña de publicidad ya
diseñada por Vicentito. Para eso, al día siguiente, los hábiles Víctor y
Javierín tendrían que pasarse durante el recreo por todas las clases y, sin que
nadie les viese, escribir en todas las pizarras del colegio el siguiente lema:
“¡Estáis de suerte, chicos!”. El segundo día, el eslogan, con el mismo tono de
misterio, debía ser otro: “¡Todo tiene solución en vuestras vidas!”. Por
último, el tercer mensaje de la mañana siguiente completaría esta primera
fase publicitaria: “¡Sé distinto, sé sólo tú!”.
Ciertamente, produjo extrañeza entre los compañeros la primera proclama
estampada con letras grandes y desiguales sobre el fondo oscuro de todos los
encerados, dando ánimos al alumnado. No se le hubiera dado más
importancia, si con igual letra no hubiera aparecido otra pintada distinta a la
mañana siguiente animando al optimismo.
Pero el golpe de efecto total lo supuso la tercera intentona. Se encontraba
Javierín copiando a toda prisa la frase en la última clase, mientras Víctor, con
la eficacia que le caracterizaba, vigilaba la puerta y los pasillos. Salieron
después con sigilo hacia el patio, aún precavidos pero satisfechos por la labor
bien hecha y terminada. La primera parte del plan ya estaba en marcha y
aunque Víctor todavía no estaba convencido del todo, se sentía contento por
haber cumplido con el compromiso. Javierín, menos consciente del peligro,
se dedicaba a curiosear por todos los despachos que encontraba a su paso.
-Vamos –dijo Víctor en voz baja y algo nervioso-. Como nos coja el jefe
de estudios nos quedamos sin recreo para todo lo que queda de trimestre.
Acuérdate de la amenaza de ayer.
En efecto, en un colegio tan estricto como aquél los anónimos mensajes
habían hecho pensar poco menos que en una secreta conspiración que podía
provocar
el
revuelo
entre
los
alumnos, quienes se pasaban la hora
27
siguiente al hallazgo tarareando, a modo de estribillo, la extraña consigna
para sacar de quicio al profesor de turno. Luego, a la salida de las distintas
clases, y como punto final a una mañana demasiado larga, todos salían
comentando la ocurrencia.
Con mayor o menor enfado, los profesores advirtieron a sus alumnos que
si los responsables de la broma eran descubiertos, lo iban a pasar mal. Y la
osadía de Víctor y Javierín en esa tercera mañana supuso una nueva
provocación, añadida a las de los días anteriores.
Por eso, Víctor y Javierín, casi convertidos en héroes anónimos, temieron
lo peor cuando, a punto de tomar las escaleras que bajaban al patio, oyeron
una voz lejana que les llamaba. Al final del pasillo se veía la figura de don
Argimiro, cuya sombra se aproximaba poco a poco hacia ellos. En esos
instantes de espera no sabían si adoptar la postura valiente de los hombres de
honor o comenzar a lloriquear como vulgares malhechores. El caso es que
mientras se lo pensaban fueron conducidos al despacho del director.
No fueron necesarias más pruebas que una corta confesión en toda regla
por parte de los acusados para ser declarados oficialmente responsables de las
múltiples proclamas. El castigo consistió, en principio, en borrar de las
pizarras las frases que momentos antes habían escrito. Lo harían delante de
sus compañeros, los cuales aún no sospechaban el sentido de tan absurdo
empeño. Luego una semana sin recreo, limpiando mesas, completaría la
condena por “deterioro del material del centro y perturbación del normal
desarrollo de las clases”, según hizo constar en acta la comisión de
convivencia.
Le pareció beneficioso a Vicentito aquel revuelo. Se apresuró entonces a
adelantar la segunda fase de su campaña, prevista, en un principio, para más
tarde. Para ello ya tenía apalabrada, en secreto también, la colaboración de
28
varios chicos y chicas de la clase. A cambio de la realización de varias
redacciones de lengua y los ejercicios de la próxima lección de matemáticas,
Vicentito contaba con su ayuda para cuando fuera preciso.
A la mañana siguiente les descifró el sentido del intercambio
entregándoles los folletos confeccionados por él días antes y que tendrían que
repartir a la salida de clase. De este modo culminaba un proceso que había
sido ideado a partir de las más modernas y agresivas técnicas publicitarias. Y
lo que era más importante, todos los alumnos del colegio llegaron a conocer
así el origen de los mensajes de tiza escritos en los recreos y descubrir así un
misterio que los tenía en vilo desde hacía varios días.
29
Capítulo VII: Mejoras en el negocio
P
oco fue el tiempo necesario para que un público todavía escaso en edad,
pero curioso por todo aquello que suponga alboroto en sus vidas, se
hiciera eco de la llamada de Vicentito.
Puede parecer absurda la finalidad del negocio, y más teniendo en cuenta
la amplia oferta de material escolar en el mercado, de todos los precios y de
todas las clases. Pero también es conocida la costumbre de algunos niños de
encapricharse por cualquier cosa, aunque lo deseado sea de dudosa utilidad.
El caso es que la clientela pronto respondió a los anuncios y comenzó a
aumentar y a aumentar en poco tiempo, como si se debiera a un contagio
repentino entre los compañeros. Quiere esto decir que, en cuanto un niño o
una niña apareció con su portaminas torpemente reparado por Vicentito,
cundió el deseo entre los demás de no ser menos. Era una forma de iniciar ese
juego de ser mayor, haciendo encargos y recibiendo resguardos de recogida
para el día siguiente.
Vicentito, por su parte, tomó muy en serio su nueva ocupación, para la
cual empleó de todo el esfuerzo y dedicación que podía. Así, al principio, no
escatimó horas en aprender un oficio que no conocía, pero que tenía mucho
en común con el trabajo que se realizaba en el taller del señor Joaquín. Pulir,
30
cortar, pegar, coser, eran técnicas que él también tenía que ir aprendiendo con
soltura, y para eso ya había observado muchas veces las habilidades de
aquellos operarios acomodados en sus huequecitos de madera. Sin embargo,
cuando la avería era compleja, no tenía más remedio que acudir al señor
Joaquín, quien dejaba todo lo que tenía entre manos y le atendía.
-¿Que habrán hecho con esta cremallera? –preguntaba el señor Joaquín,
ajeno a los trapicheos de Vicentito-. ¿Cómo habrán podido arrancar los
enganches? Cada vez sois más brutos. ¡Será posible! Ni que hubiesen cogido
unos alicates…
Callaba Vicentito mientras observaba con devoción la habilidad del señor
Joaquín para reparar aquel estuche, el más difícil de los encargos recibidos
hasta ese momento. Miraba con atención cómo acudía al cajoncito de los
remaches y cómo, tras buscar con detenimiento, encontraba una piececita que
pudo acoplar en la cremallera desdentada hasta hacerla correr de nuevo.
Reparaciones como aquella, ayudado en principio por el señor Joaquín, le
dieron a Vicentito la fama y el prestigio definitivos entre la clientela del
colegio.
Además, Vicentito ya se había ingeniado formas para que su negocio
fuese lo más conocido y atrayente posible. Inventó otra nueva estrategia que
puso en práctica desde el primer día que abrió la empresa. Con el primer
encargo realizado por el cliente le entregaba un carnet de socio del “Club
Escolar de los Chicos Ecológicos”. Según explicaba en su reverso, la tarjeta
convertía a su portador en miembro de un grupo, cuya noble causa era
defender el reciclado y el aprovechamiento de los materiales inservibles que
tanto ensucian y degradan la naturaleza. Vicentito explicaba a todo nuevo
cliente que las piezas sustituidas eran almacenadas para una posible utilidad
posterior, con lo que se evitaban dañar más el medio ambiente. Pero el mayor
31
atractivo de la tarjeta era que proporcionaba a su dueño un servicio especial
para reparaciones urgentes y de justificada necesidad, así como un crédito
inmediato para hacer frente a ese imprevisto.
Animados por la idea, el que más y el que menos quería formar parte de
un grupo tan exquisito como de nobles sentimientos. Ayudar a mantener
limpia la naturaleza no está nada mal, pero tampoco estaba nada mal contar
con la seguridad de que uno no va a estar sin lápices de colores durante una
semana porque algún despistado o algún gamberrete se los ha pisoteado.
Tantas ventajas animaban al personal a reparar sus piezas de escritorio antes
que a desecharlas inmediatamente y acudir corriendo a la papelería de la
esquina.
Con tan buen hacer y tan buenas iniciativas, dignas del más experto
ejecutivo y publicitario, pronto hubo de adaptar el jovencísimo empresario el
negocio a la nueva realidad.
Ocurría entonces que los niños y niñas de los grupos de primaria, lejos de
demostrar la habitual inocencia, encontraron enseguida en el taller de
Vicentito el método para sacarle más partido al dinero conseguido de sus
padres, con la excusa de necesitarlo para la adquisición del material
deteriorado. Optando por la reparación, en lugar de por la compra conseguían
elevar también ellos su poder adquisitivo. Era una nueva forma, hasta
entonces desconocida, de rentabilizar los pocos ingresos de que uno dispone
en la época infantil. Los precios de las reparaciones eran tan pequeños en
proporción con el de los objetos nuevos que nadie dudaba sobre qué decisión
tomar.
Esta circunstancia repercutió, por tanto, en el volumen de trabajo que
Vicentito recibía todos los días, y que era muy superior al esfuerzo que él
podía desarrollar en las pocas horas libres que le quedaban, después de un día
32
agotador de clase.
Llegó entonces la tarde en que Vicentito hubo de plantear la primera
reestructuración de la empresa, para hacer frente a una expansión, ya
inevitable.
La madre de Vicentito, una señora pacífica y siempre respetuosa con las
aficiones de su hijo, entró aquel día con gesto serio en la habitación empleada
como local del negocio. Allí, en perfecto orden, una fila de niños que se
prolongaba por las escaleras del edificio, esperaba su turno para hacer el
encargo. Vicentito, tras las sillas que dispuso como mostrador, estudiaba el
desperfecto y después de explicar a su dueño el trabajo necesario para dejar
en óptimo funcionamiento el objeto, extendía un recibito que habría de
presentarse en el momento de la recogida.
-¡Vicente, quiero hablar contigo ahora mismo! –dijo la madre.
-Ahora no puedo, mamá –respondió Vicentito sin apartar la vista del
encargo que atendía en ese instante-. Tendrás que esperar a que acabe el
trabajo.
El ligero murmullo de aquella fila de seres diminutos desapareció ante la
mirada colérica de una madre que estallaba tras soportar varias semanas una
situación que, en principio, creyó otro más de los juegos pasajeros de los
niños.
-¿Cómo que tengo que esperar? –se preguntó aquella señora, encolerizada,
impotente y rodeada de montones de ojos atentos y algo sorprendidos-. Diles
a todos tus amigos que se acabó el trabajo, y ahora hablaremos tú y yo.
-Sí, mamá –ante la situación, Vicentito decidió cambiar de opinión y
obedecer-. Chicos –dijo ahora refiriéndose a los clientes que esperaban-, por
razones ajenas a la dirección de esta empresa, el taller cierra hasta mañana a
la salida del colegio.
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Tras el desalojo, y tras un diálogo con su madre, que duró largo tiempo,
Vicentito se convenció de que no servía el sistema que había creado para
entregar y recoger los encargos. El trabajo aumentaba y lo que en principio se
había planteado con procedimientos artesanales y tradicionales, había de ser
resuelto ahora con métodos más modernos. Además, el sistema actual
impedía a Vicentito dedicar el tiempo necesario a la reparación de material.
-No te preocupes, mamá, todo está solucionado –dijo finalmente Vicentito
al tiempo que le venía a la cabeza otra idea que podía ser la respuesta a su
problema.
Era preciso mejorar la organización, pensaba Vicentito mientras bajaba las
escaleras en busca de Víctor y Javierín. En las páginas color salmón que el
periódico de los domingos dedicaba a la sección de economía, había leído
que las grandes industrias, las multinacionales y los bancos repartían el
trabajo por sectores. Dado que su negocio estaba tomando dimensiones
importantes, era el momento, pues, de diseñar una estructura nueva, basada
en un sistema parecido al que se contaba en las páginas color salmón.
Crearía una “división comercial”, cuya dirección compartida ofrecería a
los fieles Víctor y Javierín como pago a sus esfuerzos, discreción y posterior
castigo sin recreos. Ellos se harían cargo de la tarea de la representación y de
la recogida de los encargos, tareas estas imposibles de llevar a cabo por
Vicentito como había quedado demostrado aquella tarde, después de la
bronca de su madre. Les ofertaría, por hacerse cargo de esa responsabilidad,
el diez por ciento de las ganancias, propuesta que seguramente no
rechazarían.
Sería necesario crear también una “división laboral”, es decir, una
organización interna constituida por células de trabajo, cada uno de los cuales
se formaría con tres personas dispuestas a dedicar una cantidad de tiempo
34
diario al taller. Los miembros de estos equipos serían rigurosamente
seleccionados de acuerdo al rendimiento escolar de los candidatos, a su trato
con los demás compañeros y a otros méritos por determinar. Luego serían
instruidos, mediante un curso intensivo y en pequeños grupos, en casa de
Vicentito, previo permiso de sus padres, claro estaba, después de la disputa
familiar que había ocasionado días pasados la aglomeración de personal. Una
vez bien entrenados en el arte de la recomposición y el ornamento, los nuevos
operarios comenzarían el trabajo en régimen de franquicia y recibiendo una
importante parte de las ganancias por los encargos realizados.
Todo estaba solucionado, por tanto. Vicentito encontró a Víctor
intentando ganar a una máquina de los juegos recreativos del barrio y a
Javierín lanzando penalties con Mario en la plaza que hay antes de llegar a la
iglesia. Los llevó al escalón de su portal y allí les contó las remodelaciones
que se veía obligado a realizar en la empresa. Los dos amigos aceptaron al
instante las atribuciones encomendadas, animados, sin duda, por el aliciente
económico que aquello suponía.
Luego, envueltos en la penumbra de un atardecer que empezaba a hacer
acto de presencia, se despidieron con la imaginación llena de proyectos.
Vicentito volvía a su casa pensando que no podía hacer más por intentar
prosperar en la vida.
35
Capítulo VIII: Las cosas se complican
E
l negocio sin duda iba viento en popa. Llegó, incluso, a extenderse a
otros colegios del barrio gracias a los esfuerzos expansivos y a la
ambición, desmedida para su edad, de los eficaces Víctor y Javierín. Estos
chicos, arrastrados únicamente por el afán de lucro llegaron a perder algo de
la inocencia infantil. Era tanta su preocupación por el aspecto económico del
negocio que eran capaces, a veces, de elevar las tarifas sin conocimiento
alguno de Vicentito, cuando un capricho inmediato se les antojaba.
Tal punto alcanzó el desenfrenado deseo de la pareja que un buen día se
plantearon pedir al jefe mayores beneficios.
-Nosotros trabajamos y Vicentito es quien se lleva las ganancias –lanzó
Víctor a Javierín una tarde a la salida del colegio.
-Para eso es el jefe –replicó Javierín, quien estaba pendiente tan sólo de
saber si tenía cantidad suficiente de dinero para comprar unas gominolas en
la tienda de los frutos secos.
-Pareces tonto, chaval –soltó el otro, ahora enfadado-. A ti te da igual
todo. Con tal de tener cuatro duros en el bolsillo para tus chucherías, te puede
explotar cualquiera. No sé cómo puedes ser tan crío.
-¡A mí no me da igual! –estalló Javierín con cierto tono ñoño e
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infantiloide, como si estuviera a punto de echarse a llorar.
-Entonces vamos a ver a Vicentito, y déjame hablar a mí.
Le esperaron en su portal, como siempre que tenían que hablar de asuntos
importantes. Una vez los tres juntos, Víctor, interesado y calculador, inició la
conversación.
-Hemos hablado Javierín y yo y hemos llegado a un acuerdo –comenzó un
tanto misterioso.
Vicentito se quedó mirando, sin decir palabra.
-Venimos a decirte que nuestro porcentaje es una porquería. –Hubo un
momento en que se quedó titubeante. En el fondo, a pesar de parecer muy
hombrecito, Víctor sentía demasiado respeto por Vicentito-. Vaya, que es
poco queremos decir.
-Me lo imaginaba –dijo sin más, secamente Vicentito.
-Entonces, si te lo imaginabas ¿por qué no nos lo subes? –intervino con su
ingenuidad habitual el torpe Javierín.
-Lo que me imaginaba es que antes o después vendríais con esta historia –
respondió Vicentito riéndose por la simpleza de su amigo.
-Es que este chico es muy listo –intervino de nuevo Víctor, ahora más
desafiante-. Siempre está imaginando historias, por eso sabía que íbamos a
venirle con la nuestra –dijo dirigiéndose a su cómplice e ironizando sobre el
gusto por la lectura de Vicentito, conocido por todos. Convencido del éxito
de su ocurrencia, siguió con la burla-. ¿Y seguro que crees que somos como
esos traidores de tus cuentos que sólo piensan en fastidiar al héroe en cuanto
se descuida.
-Yo no me he metido con vosotros –cortó serio Vicentito, algo ofendido
pero manteniendo su habitual gesto de calma-. Es normal que el trabajador
intente mejorar sus condiciones. Eso ha pasado siempre.
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-Entonces, ¿nos subes el sueldo? –interrumpió otra vez Javierín,
impaciente.
-Antes de eso, igual que venís vosotros exigiendo una subida salarial,
tendría yo que defender mi postura de empresario, ¿no creéis?
-Venga, vale, defiéndela –dijo entusiasmado Javierín, al tiempo que se
ponía en postura de lucha, como si defender un pensamiento se hiciera con
una pelea de las suyas.
-No hagas el tonto, hombre –Vicentito empezaba a estar harto de las pocas
luces de su compañero-. ¿Es que no habéis visto en la tele que estas cosas
necesitan hacerse con acuerdos, negociaciones, mesas sectoriales…?
-¡Déjate de rollos, colega! –Víctor interrumpió la explicación con la
intención de no dejarse convencer.
-El negocio tiene muchos gastos… –intentaba Vicentito justificar su
postura, sin mucha convicción.
-Corta el rollo, macho, y dinos qué pasa con lo del porcentaje –exigía
Víctor.
-Vale, el diez por ciento para cada uno –lanzó de improviso Vicentito
antes de que los otros pudieran reaccionar.
Los dos solicitantes dieron muestras, con un silencio absoluto, de que la
oferta satisfacía sus exigencias. Entonces Vicentito se despidió con uno de
sus tímidos ademanes y tomó las escaleras hacia su casa. Al fin y al cabo,
pensaba según subía, todo iba bien. En honor a la verdad, había que
reconocer la buena tarea realizada por Víctor y Javierín. La “división
comercial”, encomendada a ellos, era la que mantenía viva el espíritu de la
empresa. Se merecían el aumento de sueldo, concluyó al fin mientras tocaba
el timbre de casa. Ya en su habitación dejó los libros y se paró a contemplar
aquel recuadro formado por las sillas, ahora vacío.
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Muchas cosas se le pasaban por la cabeza. Lo que había sido una
invención para escapar de los límites de la infancia, gracias a un sueño
encontrado en el taller del señor Joaquín, se había convertido en una
ocupación productiva más cerca del mundo de la realidad. La vida está llena
de contradicciones, se decía sin dejar de fijar la vista en aquella mesa de
trabajo hecha con la ingenuidad con que los niños se inventan submarinos,
cohetes o castillos para jugar bajo las faldas de una mesa camilla.
Todo marchaba demasiado bien, mejor de lo que él hubiera deseado. Él
nunca se podría parecer a uno de esos héroes que tienen que luchar contra
todo tipo de dificultades. Hasta la “división laboral” cumplía con su trabajo a
la perfección, absorbiendo todos los encargos recibidos. Tal eficacia le había
hecho librarse a él, inclinado de siempre más al trabajo intelectual que al
manual, del monótono sacrificio que suponía atender el taller. Aún no había
llegado del todo la primavera y ya había conseguido desembarazarse de
aquella banqueta que durante el invierno le obligó a hacer frente a montones
de arreglos y adornos.
Todos los datos analizados, terminó de recapacitar Vicentito tumbado
sobre la cama, hacían reconocer, por tanto, un éxito rotundo a su iniciativa.
Pero frente a la perfecta apariencia de todo lo superficial, hay otra verdad
más oculta que acecha el momento oportuno para atacar.
Llegó ese momento inesperado un mediodía de sol radiante, cuando
parece sobrar toda esa ropa de más que las madres obligan a llevar para
soportar los tempranos aires de la mañana.
Salía Vicentito del colegio con toda la rapidez posible para aprovechar
esas horas intermedias y demasiado cortas que apenas permiten comer y
descansar antes de volver a la dura obligación del aula. Apenas traspasó la
puerta que abría el ancho horizonte de la libertad, se topó de bruces con el
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señor Roque, el dueño de la papelería de enfrente. Éste aposentó su oronda
barriga en el rostro de Vicentito para cortar así toda posibilidad de
escapatoria.
-Je, je, je –rió con la voz ronca que le caracterizaba-. Con usted, señorito,
quería yo hablar.
-¿Conmigo? –preguntó cabizbajo Vicentito, sin apenas dar salida a las
palabras.
-Sí, con usted, don Vicentito, nuevo hombre de los negocios, por lo que
tengo oído.
No sé de que me está hablando –dijo algo tembloroso, imitando una frase
muchas veces repetida en las series policíacas de la televisión.
-¿Sabes que hay mucha gente de mi gremio enfadada porque está
perdiendo clientela? Y la culpa la tiene un tallercito de reparación, de dudosa
legalidad que algún espabilado ha colocado en el barrio –el señor Roque daba
a su verborrea un toque de oficialidad que asustaba al muchacho.
-Estamos en un país de libre competencia, ¿no? –Vicentito seguía
haciendo esfuerzos por mantener la compostura al tiempo que buscaba la
forma de escapar del apuro.
Por fin decidió el comerciante apartar su cuerpo, que había tenido
apoyado sobre la pared, y por el resquicio que se abrió se escabulló Vicentito.
-Bueno, jovencito, ya nos volveremos a ver las caras, je, je, je. Y espero
que antes no nos arruines, je, je, je.
Vicentito oía aquella voz amenazante y socarrona al tiempo que algo en su
interior le obligaba a echar a correr. Sin embargo, un temblor nervioso le
calaba también las piernas y tuvo que parar nada más doblar la esquina.
Una complicación nunca prevista en los planes hacía tambalear el talante
meditado de Vicentito. Lo primero era no perder la calma. Nunca hubiera
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pensado él que tan inocente empeño tuviera consecuencias tan graves. De
pronto se veía enemigo de todo el sector papelero del barrio. Quién sabía si
habría de sufrir más amenazas, insultos u otros avatares que pusieran en
peligro su integridad física.
Un chico inteligente como era él pronto dio con el error que había
provocado tan delicada situación. Enseguida reconoció Vicentito su fallo. No
había tenido en cuenta los intereses de los mayores a la hora de diseñar la
estrategia para la implantación de su negocio. Y eso no se lo perdonarían.
Nadie que se crea superior, aunque sólo sea en edad, pensaba aún sudoroso
Vicentito, va a permitir a un niño un triunfo que haga ver cómo la estatura y
la inteligencia son dos cosas diferentes.
Ya más tranquilo y descansado, reanudó el camino hacia casa. Una voz
interior le daba ánimos y le decía: “En momentos difíciles hay que encarar
los problemas de frente”. Se sentía más solo ante el peligro que Bruce Willis
y Arnold Swarzenegger juntos, pero no por eso iba a rendirse.
41
Capítulo IX: Vicentito y los mayores
T
ranscurrida una semana ya del fatal encuentro con la barriga del señor
Roque, Vicentito había decidido apaciguar los ánimos hasta que fuera
necesario entrar en acción. Víctor y Javierín, contentos con sus nuevos
sueldos, mantenían vivo el espíritu de la empresa y el ritmo de producción
seguía aumentando.
En ese estado de inercia, dio rienda suelta de nuevo a sus costumbres más
apacibles: leer nuevos cuentos, preparar material para la revista y visitar por
las tardes al señor Joaquín.
En aquel reducto, escenario perfecto para historias de hadas, el señor
Joaquín y sus dos operarios trabajaban mientras dejaban hablar y desahogarse
a Vicentito. Después de comentar los acontecimientos de los últimos días, no
pudo contener las ganas y terminó por referir su contencioso con el señor
Roque, el dueño de la papelería que había a una manzana tan sólo de allí. Una
obsesión inconsciente hacía mantener presente en la mente de Vicentito aquel
encuentro. Últimamente, un rodeo por las calles traseras le evitaba traspasar
el camino por donde habría de toparse con aquella tienda.
-Vicentito, eres muy joven para complicarte la vida en cosas de mayores
-decía con gesto preocupado el señor Joaquín-. Tu deber es ahora estudiar
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mucho para ser algo en la vida.
-¿En qué quedamos entonces, señor Joaquín? –saltaba con aire contrariado
Vicentito-. ¿No me dice usted que el dinero es lo importante?
-No me entiendes, Vicentito –contestaba apesadumbrado el zapatero, al
tiempo que dejaba su tarea y apoyaba los codos sobre el mostrador-. Son
formas de hablar que tenemos las personas. Si todo lo tomáramos al pie de la
letra, arreglados estábamos.
-Ah, ¿no? –lanzaba mecánicamente el niño con la vista un poco perdida,
como intentando comprender aquella contradicción-. Vale, vale –poco a poco
parecía retomar el hilo de sus pensamientos-. Lo que yo quiero decirle, señor
Joaquín, es que estamos en un país de libre mercado. Y nadie va a impedirme
ser alguien en la vida. He empezado a lo pobre, pero luego pondré un taller
de verdad, como usted, y luego otro y otro, y con sus encargados y todo…
–llevado por la excitación, Vicentito olvidaba su poco interés real por tales
proyectos.
-Para, para el carro Vicentito –cortó entre risas el señor Joaquín-. Me
parece que se te han metido muchos pájaros en la cabeza. Y parte de culpa, a
lo peor, la tengo yo, me temo.
Salió Vicentito, tras la arenga, camino de su casa con la debida precaución
de tomar las callejuelas oscuras que se desmadejaban por detrás de aquella
avenida del barrio. No quería toparse con la papelería del señor Roque. Así
podría esquivar la mirada amenazante de su contrincante, oculta tras unas
cristaleras llenas de un material escolar reluciente que dormía el sueño de los
justos desde que él revolucionó el mundo de los negocios.
Quedaron entonces refiriendo los tres zapateros la fantasía sin límites de
Vicentito. El más joven, sentado en el hueco que había sobre la misma
cabeza del señor Joaquín, comentaba con cierto tono de seguridad:
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-Estos chicos de hoy en día se creen cualquier cosa. Eso pasa por ver tanta
televisión. Ya se lo digo yo a mis hijos –luego seguía dando martillazos sobre
el tacón que estaba reparando, poniendo cara de resignación y de padre
sufrido.
-Eso es, que se le creen todo –repitió el señor Joaquín volviendo también
al zapato que tenía entre sus manos, con la intención de darle los últimos
retoques para poder finalizar cuanto antes la jornada.
44
Capítulo X: La sospecha
P
asaron los días y Vicentito seguía creyendo en la suerte de los héroes de
esos cuentos que tanto leía y copiaba con tesón para sus particulares
revistas. Como aquellos aventureros en busca de fortuna, él se había topado
ya con el éxito también. Había encontrado la riqueza en aquella maravillosa
empresa y su reino lo formaba todo lo que giraba alrededor de su próspero
negocio. Luego, gran parte de las ganancias las invertía en aumentar la
biblioteca que llenaba el primer estante de su escritorio y, de esta forma, se
engrandecía también el mundo de la fantasía que tanto admiraba. Así que, por
ese lado, todo perfecto.
Sin embargo, tal vez le faltara algo, pensaba ruborizado, para completar
esa vida de ilusión. Y era el hallazgo de una princesa, de una princesa real.
Pero pronto desechaba esa posibilidad, pues con su carácter introvertido era
imposible pensar en el trato con las chicas sin ponerse colorado.
Eso quedó demostrado la tarde en que, a la salida del colegio, le abordó
Silvia, una chica de 6º B, para pedirle trabajo en el taller. Apenas pudo hablar
la muchacha, pues Vicentito, con el balbuceo entrecortado y estúpido que
provoca la timidez, sólo acertó a remitirla a sus eficaces subordinados, Víctor
y Javierín, quienes, por aquel entonces, ya se ocupaban también de la
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contratación de personal.
Pero aquel encuentro no sirvió a Vicentito sólo para recordarle que tendría
que contentarse con ser un príncipe sin princesa. Silvia era la nieta del señor
Roque y, al verla, revivió el fatídico encuentro de semanas anteriores, cuando
a la salida del colegio su barriga le hizo frenar en seco.
A pesar de la natural inclinación de Vicentito a la precaución y de las
confidencias hechas al señor Joaquín sobre el tema, apenas se acordaba, o no
se quería acordar, del asunto del señor Roque. Habían pasado varios días ya
y, aunque de manera inconsciente evitaba el paso por su tienda, no había
motivo para más preocupación.
No obstante, volvió la amenaza, cuando, entre el tumulto de escolares
agradecidos por el final de la jornada escolar y tras aquel breve diálogo con
ella, la vio acompañada del señor Roque. Desde el otro lado de la acera pudo
darse cuenta de que ambos le miraban mientras el abuelo se hacía cargo de la
mochila y se marchaba él solo hacia la tienda. Y hasta podía jurar que la niña
hizo un gesto siniestro y sospechoso dirigido hacia él cuando salió por la
puerta del colegio.
Intrigado y confuso, enfiló la calle en dirección al taller del señor Joaquín
con el fin de olvidarse de un temor que volvía a renacer y que empezaba a
preocuparle de nuevo.
Pero era difícil olvidar y más tarde, de camino a casa, el mismo
pensamiento invadía su mente. En su corta experiencia lectora, había podido
conocer esos gestos utilizados por la nieta y el abuelo entre la gente de la
peor calaña. Piratas, bandidos sin escrúpulos y algún que otro traidor de
suntuosas cortes palaciegas utilizaban similares movimientos del rostro para
delatar a alguien que no le caía bien. Así pues, sin duda que algún grave
peligro se cernía otra vez sobre su persona, pensó mientras un cosquilleo,
46
fruto del miedo y el atrevimiento a la vez, le subía por el estómago.
No le quedó más remedio que concluir que nada bueno traería el empeño
de esa niña por entrar a trabajar en su taller, cuando al torcer la esquina de su
calle vio a lo lejos que sus colaboradores de siempre, Víctor y Javierín, le
estaban esperando en el portal de casa.
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Capítulo XI: La propuesta de Silvia
E
n efecto, nada bueno traía la aparición de Silvia. Eso le parecía también
a Víctor cuando, atento hasta el final, oyera la proposición de la chica,
después de que ésta hablara sin éxito con Vicentito y se acercara a su abuelo
para darle la mochila que se llevaría a casa.
-¡Imposible! ¡Eso es imposible! –exclamó-. Nuestro jefe no lo admitiría
porque iría en contra del trabajo libre y cooperativo, del trabajo sin ataduras
ni condiciones –se veía que Víctor empezaba a saber utilizar un lenguaje
apropiado con su nivel en la empresa.
Tan exaltada respuesta surgió cuando Víctor, porque Javierín siempre
despistado con su última compra de chucherías nunca intervenía, vio
alarmado el fin de tan lucrativo negocio al oír la propuesta de Silvia. ¿Qué
mejor lugar para el negocio que la trastienda de su abuelo, si allí podían
disponer de espacio en cantidad, de herramientas, de material y de cualquier
ayuda que necesitaran para llevar a cabo el trabajo?, les preguntó la niña.
-Bueno, bueno –cortó Víctor con la intención de dar por zanjada una
conversación que no le gustaba nada y que le hacía pensar en pérdidas de
beneficios personales de todo tipo-. ¿Verdad que nos tenemos que ir, que nos
espera nuestro jefe? –preguntó a Javierín para acelerar la despedida.
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-Sí, nos tenemos que ir –farfulló el otro mientras masticaba a dos carrillos
las tiras de regaliz que acababa de comprar en el puesto de la esquina.
Lejos ya de la compañera, y mientras tomaban el camino del portal de
Vicentito, punto de encuentro, como ya es sabido, para discutir planes y
comunicar novedades, Víctor iba buscando en su mente posibles soluciones
con las que atajar este imprevisto, originado por el empeño de Silvia.
-¡Ya está! –lanzó en un gritó que le sacó de la concentración necesaria
para reflexionar sobre un problema tan importante-. ¡Nadie nos quitará el
negocio! –seguía exclamando Víctor mientras Javierín se dedicaba a asentir
con la cabeza al tiempo que se atiborraba con los últimos caramelos
masticables que le quedaban-. Tengo un plan.
-Víctor –dijo Javierín algo extrañado mientras se quedaba mirando al
amigo-, los planes son cosa de Vicentito. Nosotros mandamos también, pero
menos, y por eso no hacemos planes.
-Tú a callar –ordenó rápidamente Víctor-, que yo sé lo que me hago. Lo
primero es el negocio.
Sentados en silencio en el escalón de entrada al portal donde vivía
Vicentito esperaron hasta que éste apareció. En su cara se reflejaba alguna
cavilación. Javierín, siguiendo sin rechistar las órdenes de Víctor, sacó del
bolsillo una bolsa de gusanitos y no abrió la boca. Entretanto, Víctor puso en
marcha la actuación que momentos antes había ideado, utilizando el mayor
tono trágico que sus palabras y sus gestos le permitían.
Primero simuló un rostro de preocupación acompañado de una
pronunciación pausada que hacía presagiar algo terrible. Javierín, al rato, se
percató del asunto, sobre todo cuando el amigo le advirtió con un ligero toque
en la espinilla, y tras dejar de comer de la bolsa se desparramó sobre el
escalón en actitud de profunda depresión.
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-¿Qué os ocurre? –preguntó Vicentito ante el expresivo desánimo moral y
físico mostrado por sus amigos.
-Tenemos un problema –espetó Víctor sin rodeos.
-Cuenta –propuso Vicentito sin el menor indicio de asombro, tal y como
conocía que hacían los más afamados y enteros héroes del tebeo ante la
adversidad, para dar ejemplo.
-Silvia, la de 6º B quiere entrar en el negocio –Víctor quiso ser directo y
así, de algún modo, justificar la angustia que mostraban tanto Javierín como
él.
-Normal –respondió Vicentito, con igual aplomo que antes-. Seguramente
que conoce a otras chicas que trabajan con nosotros y querrá entrar ella
también. No hay nada raro en eso.
-Ya, pero ella propone algo más –intervino inoportunamente, como
siempre, el ingenuo Javierín, queriendo tomar parte en la conversación-.
Anda, explícaselo, Víctor.
-No hay nada que explicar –cortó de raíz Vicentito cualquier posibilidad
de hacer más patente un asunto que estaba bien claro para él-. Y ahora me
voy a casa que tengo deberes.
Víctor y Javierín se miraron impotentes ante la inconsciencia y el
desinterés tan manifiesto del jefe. Siempre tan obsesionado por la buena
marcha del negocio y ahora, cuando la propia continuidad del taller peligraba,
ni una sola muestra de preocupación.
Sin embargo, Vicentito sí estaba preocupado. Lo que pasaba es que
también sabía lo inútil que es luchar contra lo inevitable.
50
Capítulo XII: Solo ante el peligro
A
pesar de estar seguro de la verdad, a pesar de que sabía que todo lo
tenía perdido, a pesar de que antes o después le arrebatarían lo que era
suyo, lo que con tanto esfuerzo y, sobre todo, lo que con tanta habilidad y
confianza en el futuro había creado, Vicentito no se resignaría a vender barata
su derrota. Eso lo había aprendido de las películas, cuando el protagonista
descubre la trampa en la que, además, intervienen también hasta sus más
íntimos amigos. Seguro que sus más íntimos colaboradores estarían
interesados también en su fracaso, en el sucio complot que llegaría a
hundirle, pensaba. Desde hacía muchos días se imaginaba lo peor, pero
destituir a sus subordinados Víctor y Javierín era ya demasiado tarde. La
única solución era enfrentarse él solo ante el peligro.
Al día siguiente, tuvo una jornada extenuadora en la que no paró de
vigilar todo lo que se movía a su alrededor. Y por la tarde, cuando se
encontró de nuevo frente a él, en la salida del colegio, a Silvia y al señor
Roque supo que al mínimo movimiento que hiciesen debía actuar con
rapidez. Así que no esperó a ser hombre muerto, como también oía decir en
las películas, y mirando por el rabillo del ojo intentaba controlar la situación
con el fin de poner pies en polvorosa cuando fuera necesario.
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Todo el mundo abandonaba la puerta del colegio. Los chicos y sus madres
avanzaban en tropel por la acera hasta que, al llegar a la calle ancha, cada
cual torcía por las distintas callejuelas que a su paso se encontraban, en busca
de sus casas. Vicentito no dejaba de prestar atención a unos pasos concretos
que, como él y como todos, hacían el mismo camino. Eran los pasos de Silvia
y del señor Roque. Unos pasos que venían tras él y que no se separaban.
Torció varias esquinas de forma improvisada, aunque sin resultados.
Aquellas dos figuras aparecían a los pocos segundos de manera implacable.
Pensó en correr, en un acelerón que despistase a sus perseguidores, pero
tampoco quería caer en el ridículo al toparse con alguien conocido que le
descubriese huir despavorido. Así que intentaba aguantar el tipo sin perder de
vista, y utilizando todos sus sentidos, lo que venía detrás de él.
La tarde, de una primavera aún en sus comienzos, anunciaba lentamente su
fin, dejando perder su brillo a cada minuto que pasaba. Aún faltaba tiempo
todavía para que la noche cerrada del todo llegase, pero Vicentito empezaba a
ponerse nervioso ante la situación. Tal vez sería necesario enfrentarse a la
dura realidad de una vez por todas, iba pensando. Comprobar si eran ciertos
sus temores y plantar cara al señor Roque, a Silvia y a quien hiciera falta.
Según iba caminando se convencía más de eso, y cuando ya estaba decidido a
darse la vuelta hubo algo que lo desconcertó, algo con lo que no contaba.
Oyó la voz ronca y cansada del señor Roque que le llamaba desde lejos.
- Vicentitoooooo…. Espera, hombre, que queremos hablar contigo.
Comprendió Vicentito entonces que la cosa iba en serio, que iban a por él
y que en estos casos, como suele hacer hasta el más pintado de los buenos de
las películas, lo mejor es escapar utilizando todas las artimañas a su alcance.
Las suyas eran pocas en ese momento, así que optó por la única posible.
Corrió y corrió hasta verse solo, sin sus perseguidores. El corazón le latía con
52
fuerza pero también se sentía satisfecho por su proeza.
La tarde aún daba luz suficiente sin que se tuviera que echar mano de las
farolas, aún apagadas. Vicentito estaba todavía excitado por su hazaña.
Nunca, nada más que en juegos, se había visto en la obligación de poner tanto
empeño en desaparecer.
Pero no estaba todo resuelto aún, recapacitó su mente, siempre dispuesta a
no dejarse llevar por la euforia. Seguramente que, en lo que quedaba de tarde,
podían dar con él cuando emprendiera el camino de regreso a casa. Lo mejor
era esperar en algún sitio seguro un buen rato. Se había apartado bastante de
la ruta utilizada normalmente por él, pero conocía el terreno, gracias a los
paseos con sus padres o cuando de pequeño su madre le llevaba a jugar a los
jardines, poco poblados de vegetación, de aquella colonia de edificios
pequeños y casas blancas y bajitas.
La calle seguía un camino que apuntaba fuera del barrio, pero un poco
más adelante los edificios abrían un hueco y la acera daba paso a una
pequeña zona de arena que ocultaba al fondo unos edificios de los que, desde
su posición, sólo se veían las ventanas de los pisos más altos. Siempre que
había pasado le había intrigado aquella superposición de ventanas y se había
imaginado un mundo distinto allí abajo que nada tendría que ver con el de
más arriba, donde los coches, ruidosos y acelerados, corrían en busca del
centro de la ciudad. Aquél, oculto y silencioso, parecía un sitio seguro para
esperar un rato antes de volver a casa.
Dejó Vicentito, pues, el trasiego de la calle y se adentró en aquella
pequeña parcela sin asfaltar que acababa en una pendiente que no se podía
divisar desde lo lejos. Cuando llegó al borde del terraplén, se encontró con
una escalera estrecha y empinada que nunca había visto y que conducía hacía
una callejuela angosta e iluminada por el color amarillento de unas farolas
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pegadas a las paredes. Se encontraba de repente ante una nueva realidad que,
a pesar de habérsela imaginado muchas veces, nunca había tenido la
curiosidad de investigar.
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PARTE SEGUNDA
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Capítulo XIII: Un lugar seguro
S
egún iba bajando por aquella escalera, la luz de la tarde iba cambiando
sus tonalidades. Las cosas iban tomando un tamaño y un color que a
Vicentito no le parecían extraños, a pesar de no haberlos visto nunca. No era
un escenario del todo desconocido para él, y cuando terminó de bajar todos
los peldaños pudo comprobar que esta vez no era producto de su
imaginación.
Definitivamente, la avenida que del barrio salía hacia el centro de la
ciudad había desaparecido. Desde allí abajo no se podía ver nada de lo que
había dejado arriba y, por tanto, tampoco había señales de Silvia ni del señor
Roque. Ahora, una callecita adoquinada, bordeada de fachadas de piedra de
superficies redondas y brillantes, se abría ante sus ojos. Tras los visillos de
las ventanas aparecía el resplandor de unas luces suaves que daban compañía
a aquellas aceras solitarias.
Allí, las farolas alumbraban con la misma calma que lo hacían los
destellos que salían de las casas y todo parecía modelado y preparado para la
ocasión. En una esquina se encontraba una fuente, en la siguiente unos
arbolitos, más adelante un banco. Todo era pequeño y personal, como si la
ciudad hubiera sido preparada para el disfrute de cada una de las personas
que la habitaban.
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Estaba sentado en el escalón de la puerta de una de las casas, observando
embelesado el resplandor de tonos rosáceos y aterciopelados de una lámpara
que se veía a través de una ventana, cuando oyó un ruido.
Del fondo de la calle, haciendo verdaderos esfuerzos por superar un
desnivel que hacía perder pronto de vista el horizonte por donde venía,
apareció una bicicleta tambaleándose, impulsada por las pedaladas lentas y
pesadas de un chico mofletudo y regordete que con grandes esfuerzos la
conducía.
-Uf, qué cansancio, eso me pasa por cambiar la ruta.
Vicentito apenas había advertido la presencia de aquel muchacho, ya que
seguía mirando embelesado por la ventana de la lámpara rosa, esperando
encontrar dentro a uno de esos personajes de las casitas de piedra de sus
cuentos.
-Hola –volvió a intervenir el chico gordito de la bicicleta-. Te veo un poco
despistado.
-No –balbuceó Vicentito-. Sólo estaba pensando en mis cosas.
-Yo soy Lupo, el cartero. ¿De dónde vienes tú? –el chico dejó tumbada la
bicicleta sobre los adoquines lustrosos a los que la luz de los farolillos de las
esquinas hacían brillar con reflejos plateados-. Se te nota que eres nuevo por
aquí.
-De ahí arriba –contestó Vicentito con brevedad señalando hacia el otro
extremo de la calle, por donde llegó cuando bajó las escaleras.
-Todos venimos de ahí arriba. Pero cada uno venimos de un sitio
diferente. Yo, por ejemplo, vengo de un lugar lleno de rascacielos y avenidas
atascadas por los coches. Cuando regreso del colegio por las tardes, mis
padres no han llegado a casa todavía. Así que entro en el gran edificio donde
vivo, recojo la correspondencia del buzón y llamo al ascensor. Ésa es toda mi
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relación con el vecindario. Luego espero a que mis padres lleguen, si no me
he dormido antes en el sofá –aquel chico soltó todo su discurso con gesto
serio, como quien recita algo aprendido de memoria, pero enseguida una
sonrisa cambió su rostro-. Bueno, esa era mi vida hasta hace poco. Ahora
todo ha cambiado.
-Donde yo vivo –replicó Vicentito- los rascacielos quedan un poco más
lejos, al otro lado de la ciudad, por eso yo no tengo ese problema. El del
ascensor, quiero decir. Yo siempre subo a pie.
-Pues tendrás otros –opuso Lupo con aire de sabeloto-. Toda la gente tiene
algún problema.
-Pensándolo bien, llevas razón –cortó Vicentito, a modo de reflexión-. A
mí me perseguían hace un momento. Y eso para mí es un problema.
-¿Lo ves? –continuó Lupo, seguro de lo que decía. No hay nadie que se
salve. A mí también me persiguieron una vez y también tuve la suerte de dar
con este maravilloso lugar cuando ya pensaba que por querer ser cartero iba a
terminar encerrado en el oscuro cuarto de luces de un rascacielos, lleno de
cables y de humedad.
Vicentito empezó poco a poco a perder el recelo por aquel chico que llegó
con una cartera al hombro y se sentó a su lado para tomar aire. Tanto misterio
le picaba la curiosidad.
-¿Por querer ser cartero le pueden encerrar a uno? –preguntó Vicentito un
tanto extrañado.
-Toma, y eso no es nada –exclamó el gordito Lupo viendo que Vicentito,
antes pensativo y distante, empezaba ahora a interesarse por él.
-Si quieres que te cuente, acompáñame a repartir las cartas que me
quedan. Y a todo esto, ¿cómo te llamas?
-Vale, te acompaño. Me llamo Vicentito.
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Capítulo XIV: La historia de Lupo, el cartero
L
a idea me llegó hace unos meses –comenzó a relatar Lupo-, durante una
de esas tardes interminables en que, sentado frente al televisor, esperaba
el regreso de mis padres. Pensé que ser cartero de mi edificio podía servirme
para conocer a mucha gente que tenía tan cerca de mí y que nunca veía. Y,
además, podría proporcionarme algún dinero para mis caprichos.
Multipliqué el número de plantas por las viviendas que hay en cada una de
ellas para calcular lo que podía obtener si, por un módico precio, establecía
un sistema de reparto de correspondencia para librar a los vecinos de la
aburrida tarea de abrir todos los días el buzón. En el sitio del que vengo se
vive muy deprisa y buscar una llave puede hacerte perder un ascensor, y
perder un ascensor puede impedirte llegar a tiempo para coger el teléfono que
suena, y no coger un teléfono que suena puede hacerte fracasar toda la vida.
Al menos, eso es lo que dice mi padre.
Así que convencí a casi todos mis vecinos. La verdad es que se reían un
poco cuando pasé por sus casas anunciando el servicio, pero no parecía
desagradarles la idea. Cuando todo estuvo a punto para comenzar, sólo tuve
que acordar con el portero la manera de almacenar la correspondencia de
cada día hasta que llegara por la tarde, a cambio de un tanto por ciento de las
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ganancias.
Y a mi llegada todas las tardes, tras salir del colegio y recorrer varias
millas en el autobús escolar, era feliz. Varias cajas con sobres y paquetes me
hacían ver que mi vida ya no consistía sólo en esperar y esperar frente a un
televisor la aparición de mis padres. Ahora mi ilusión estaba puesta en ver la
cara de mis vecinos a quien antes no conocía, y en charlar con ellos
imaginándome ser un cartero con gorra y bicicleta de un pueblo pequeñito,
donde todo el mundo se conoce; un cartero que se dedica a llevar noticias,
unas veces buenas y otras veces menos buenas, a los demás.
Pero con el tiempo, la cosa se complicó. En el barrio se conoció mi
sistema de reparto de correspondencia a domicilio y todo el mundo quería
que alguien le entregara sus cartas con una sonrisa amable mientras le
preguntaba qué tal durmió anoche, si su niño había pasado ya el resfriado o si
había podido arreglar la gotera el baño. Y es que el eslogan con que me di a
conocer era sugerente: “Una carta, una sonrisa y el saludo de su vecino son
tres acontecimientos que nadie se debe perder”.
Todos los porteros de los edificios cercanos, acudieron en masa a pedirme
una solución a su problema. Y no tuve más remedio que ampliar el negocio
contratando a los chicos que iban a patinar al parque que había en una
manzana próxima. Las ganancias subieron como la espuma, pero mi
satisfacción ya no era la misma. Lo que empezó como un pequeño negocio
individual se convirtió en una empresa con muchos empleados.
Para colmo, sucedió algo que un chico como yo nunca hubiera imaginado.
Una banda de las que abundan en mi ciudad vio en mi servicio de reparto un
medio más de enriquecimiento del que se tenían que apropiar como fuera.
El empeño de la banda me hacía correr todas las tardes, una vez que me
dejaba el autobús en la parada, en busca de un sitio donde esconderme, hasta
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que un día la situación se puso más difícil de lo habitual.
Esa tarde conseguí, como tantas otras, llegar a duras penas al vestíbulo de
entrada de mi edificio, pero no pude alcanzar las escaleras para subir a pie los
primeros pisos y esconderme hasta ver desaparecer el peligro. Ya se sabían el
truco y varios chicos de la banda, apostados por todas partes, estaban
empeñados en no dejarme escapar esta vez. No obstante, la puerta que bajaba
al sótano había quedado libre de su vigilancia y en una rápida carrera pude
llegar a ella y bajar a toda prisa por unos peldaños resbaladizos mientras la
cañerías de la calefacción y las calderas me acompañaban con un ruido sordo
y con un calor vaporoso y asfixiante.
Pronto oí los pasos que me perseguían y comprendí que ya no me quedaba
escapatoria posible. Entonces eché mano de una trampilla que vi en un rincón
de aquel cuarto y por aquello de “perdidos al río” empecé a bajar por la
escalerilla que comenzaba a mis pies. Bajé y bajé, y al poco rato toda aquella
oscuridad y suciedad fue desapareciendo y se abrió ante mi vista una amplia
sala de paredes de piedra limpia y ornamentada bañada con toda la luz del día
que por sus ventanas entraba. Era la sala de uno de los edificios de esta
ciudad y por la que cada día llego hasta aquí y luego vuelvo a mi casa.
Y ahora vamos a darnos prisa –concluyó Lupo-, que veo que no acabo de
repartir hoy. Eso me pasa por haber cambiado la ruta.
61
Capítulo XV: Vicentito, el sabelotodo
E
l cambio de la ruta habitual era la preocupación de Lupo aquel día.
Había probado un camino distinto aquella vez, pero las pendientes de
las calles le estaban matando.
-¿No te parece un poco tarde para entregar las cartas? –preguntó Vicentito,
algo enteradillo él.
-¡Qué listo éste! –exclamó Lupo-. ¿Te crees que puedo venir aquí cuando
quiera? Esto lo hago yo en mis ratos libres, es decir, cuando salgo del
colegio. Y gracias a que nunca falto a mi obligación.
Entonces siguió contando Lupo cómo cuando llegó allí, al encontrarse con
Chimo el alguacil, como ahora le estaba pasando a Vicentito, aquél le
anunció que el sitio en donde estaba era la ciudad de los oficios y le informó
de lo que debía hacer para conseguir el suyo. Porque allí sólo llegan los que
traen un oficio en la mente y lo desean con todo su corazón. Dado el talante
amable de la ciudad y la tradicional costumbre de acoger a cualquier persona
con ilusión de ejercer una profesión, había establecida una oficina de
inscripciones en la que cada cual era provisto de lo necesario para empezar
cuanto antes en lo que gustara trabajar. Obreros, maquinaria, locales: todo un
surtido de posibilidades para iniciar el negocio. Y sólo era preciso, por parte
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del solicitante, un deseo sincero de dedicarse a la ocupación que pedía.
-A todo esto, ¿cuál es tu oficio? –preguntó Lupo.
-Reparador de material escolar –contestó Vicentito de un tirón, cada vez
más impresionado por lo que estaba oyendo.
Aprovechó entonces el recién llegado para contar su historia, que con
pocas variantes era parecida a la de Lupo si se tiene en cuenta el éxito de la
empresa en sus inicios y las posteriores complicaciones con Silvia y el señor
Roque.
-Entonces éste es tu sitio también –afirmó rotundamente Lupo mientras
daba una palmada de ánimo en la espalda a su nuevo amigo-. Terminamos en
un momento de repartir estas pocas cartas que me quedan y nos pasamos por
la oficina de inscripciones. Así podrás empezar cuanto antes. Y luego nos
llegaremos por el mesón de Petrita para celebrarlo.
-¡Esto es un sueño! –estalló Vicentito, sin poder evitarlo-. ¡Es tan absurdo
que sólo puede ser un sueño! Llego a un lugar habitado por duendes que me
ofrecen convertir en realidad mis deseos y todavía no me he despertado.
-Sin insultar, eh –interrumpió Lupo, con cierta dosis de enfado-, que aquí
nadie se ha metido contigo. Ni soy un duende, ni esto es un sueño.
¿Entonces qué es? –siguió hablando Vicentito con tono provocador e
impertinente-. Bajo unas escaleras que siempre he visto al pasar por la
avenida de mi barrio y vengo a dar con un escenario de cuento en el que me
tropiezo con un cartero que hace su trabajo de noche. A ver, ¿dime dónde se
ha visto repartir cartas de noche?
Vicentito, siempre tan metódico y racional, no podía aceptar lo que estaba
viendo, y con su pregunta, parecida a la del fiscal cuando pregunta al
sospechoso, en las películas de detectives, diciendo “A ver, díganos usted
dónde estuvo la noche del crimen”, creía dejar sin salida posible a su
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interlocutor.
-Es tu problema que no te creas lo que estás viendo –dijo Lupo con tono
de despreocupación mientras se encogía de hombros-. Pero vayamos por
partes. Primero, las escaleras por donde bajaste te ofrecieron la posibilidad de
escapar cuando lo necesitaste, ¿no es así?
-Así es –ahora era Vicentito quien respondía cabalmente al interrogatorio.
-Pues primer punto resuelto: se te dio la posibilidad de huir del peligro,
igual que a mí, porque te lo merecías, porque tanto empeño puesto en una
ilusión se merecía una oportunidad.
-Visto así, puede que tengas razón –reconoció Vicentito.
-Segundo punto: ¿te gustan los cuentos? Supongo que sí, porque si no, no
estarías aquí.
-Claro que me gustan –contestó ahora con firmeza Vicentito.
-Y tercer punto: ¿por qué no se pueden repartir cartas por la noche, listo?
–ahora Lupo aparentaba estar molesto.
-Siempre se hace por la mañana, que yo sepa –musitó temeroso Vicentito.
-Dime dónde está escrito que tenga que ser por la mañana, listo –mantenía
Lupo su gesto provocador.
-A decir verdad, en ningún sitio, creo, pero no hace falta que lo ponga en
ningún sitio para que sea así –concluyó Vicentito sin querer dar su brazo a
torcer totalmente a pesar de la evidencia.
-Entonces no vayas de sabelotodo por la vida –los mofletes de Lupo
parecían más hinchados y colorados que antes, cuando subía la cuesta de la
calle dando pedales casi sin fuerzas-. Por desgracia, nuestro mundo está ahí
arriba y tenemos que cumplir con él. Tenemos que levantarnos todos los días,
ir al colegio todos los días, volver del colegio todos los días y hacer otras
zarandajas todos los días. Luego, por suerte, tú y yo podemos acudir aquí y
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dedicarnos a lo que nos gusta. ¿O acaso no vas a abrir tu taller de reparación
de material escolar porque sea de noche?
Se hizo un silencio entre los dos, en el que Lupo aprovechó para coger su
bicicleta.
-Eso es algo que no entiendo –dijo Vicentito, pensativo, e intentando
cambiar de tema después del sermón que Lupo le había soltado-. No creo que
a lo largo del día haya tiempo para hacer tantas cosas.
-Eso es algo de lo que poco a poco te irás dando cuenta sin que nadie te lo
tenga que explicar –remató Lupo mostrando todavía sus aires de superioridad
e intentando alcanzar el sillín de la bicicleta-. Ahora vamos, si quieres, a ver
si hacemos esta noche todo lo que tenemos que hacer.
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Capítulo XVI: Cristina y la oficina de inscripciones
L
a plaza de aquel pequeño lugar, pequeña ciudad o pequeño reino –pues
a lo lejos se podía ver un palacio como el que suele existir en cualquier
reino que se precie de serlo- era el sitio de reunión de los escasos habitantes
durante aquellas horas. Todas las calles iban a dar allí y, a medida que se
acercaban a desembocar en alguna de sus esquinas o de sus laterales, el Sol,
inexplicablemente, aparecía y se iba haciendo más luminoso hasta que sus
rayos invadían con toda su fuerza el recinto.
Después de callejear durante un rato para entregar las cartas, terminaron el
reparto dejando los últimos envíos a los comerciantes de la plaza. Lupo
pedaleaba tambaleándose sobre la bicicleta mientras Vicentito le seguía sin
muchos esfuerzos.
-Como ves, también se reparten las cartas de día, que es lo que tú querías
–dijo Lupo con algo de burla.
Al terminar, dejaron los aparejos del trabajo en la oficina de correos, un
pequeño chiscón con tan sólo una silla, una mesa, un armario clasificador y
sellos de caucho rodando por todas partes. Se dirigieron luego a la oficina de
oficios, situada en un lugar casi escondido de la plaza. Allí, una muchachita
de su misma edad rellenaba impresos tras una ventanilla con una máquina de
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teclas de colores.
-Hola, Cristina –saludó Lupo, apoyándose sobre el mostrador- ¿Mucho
trabajo hoy?
-Nunca falta trabajo, Lupo–dijo la niña con aires de eficiente funcionaria-.
Me pasa lo que a ti.
-Aquí te traigo a Vicentito, que quiere formar parte del gremio de los
artesanos –seguía Lupo con su cometido de guía perfectamente aprendido.
-Muy bien –respondió ella sin apartar los ojos del impreso que estaba
rellenando, mostrando la frialdad pero correcta educación que suelen utilizar
los oficinistas-. Enseguida estoy con vosotros.
-Cristina lo vive –susurró Lupo por lo bajo a Vicentito, como si a él no le
pasara lo mismo con su trabajo-. Fíjate que hasta que no les hizo a todos los
niños de su barrio el carnet de socios del parque cercano a su casa no paró.
Dice que así consiguió que todos los niños se pudieran montar en los
columpios, en orden y sin armar bronca, con sólo enseñar su carnet. Luego
parece ser que ideó un sistema revolucionario, según ella, de préstamo de
libros entre los niños de su barrio. Unos a otros se prestaban sus libros hasta
que éstos fueron desapareciendo misteriosamente. Ya te puedes imaginar el
revuelo que se formó y cómo vino a parar aquí. En realidad fue ella la que
montó esta oficina. Llegó justo en el momento en que las autoridades, viendo
el aburrimiento y abandono en que estaba sumido este lugar, pensaron en
convertirlo en la ciudad de los oficios.
-A ver, Lupo –cortó Cristina con tono de sabelotodo, ya al otro lado de la
ventanilla-. ¿Has acabado ya con tus cotilleos? Se ve que lo tuyo son los
chismes.
-¿Por qué te crees que soy cartero? –soltó, ingenioso, Lupo y con una
risilla que le salía de entre los mofletes.
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-Bien –siguió Cristina, dirigiéndose a Vicentito con el gesto serio que es
necesario en los organismos oficiales, al tiempo que ponía un formulario
sobre el mostrador.
Una vez cumplimentado el impreso y resueltos todos los requisitos
necesarios llegó el momento que nunca hubiera imaginado el bueno de
Vicentito. Cristina le asignó un local en uno de los laterales de la plaza y
todos los instrumentos y el mobiliario imprescindibles que había hecho
constar en la solicitud: necesitaría un mostrador bajito sobre el que trabajar
sentado en una silla de paja y las herramientas para cortar, limpiar, pulir,
pegar, taladrar o pintar sobre los objetos que tuviera que reparar. Vicentito,
recomponiendo un sueño que tantas veces se había imaginado, también
quería colocar visillos en las ventanas, cuadros en las paredes y esa mesita
repleta de cuentos para las esperas de la clientela, que tanto había ansiado.
Por desgracia, le hizo saber Cristina, un tanto displicente, que estas últimas
peticiones eran lujos innecesarios para el comienzo de la actividad, por lo
que, de colocarlos en su taller, habrían de correr de su cuenta.
El pequeño disgusto por la negativa y, sobre todo, por el tono algo
enfadado de la funcionaria se le pasó pronto al ver el sitio donde estaba
situado el taller, en aquella plaza de tejados desiguales, unos negros, otros
marrones, algunos rojos. La madera oscura de los balcones y ventanas
adornaban las fachadas alargadas que hacían más altas las casitas de dos
plantas. Para colmo, la fuente del centro, provista de numerosos caños por
donde brotaba incesante el agua, completaba una estampa tantas veces
dibujada en la mente de Vicentito.
Al contemplar la plaza, se podía observar otro elemento que servía de
decoración al lugar. Las mesas del fondo, cubiertas con mantelitos de cuadros
rojos, se unían al colorido aportado por cada uno de los objetos antes
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descritos.
¡Esto hay que celebrarlo! –dijo Lupo eufórico, señalando hacia la
dirección de aquellos mantelitos. Y qué mejor sitio que en casa de Petrita la
camarera. Además, la casa invita. Aquí siempre invita la casa.
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Capítulo XVII: El mesón de Petrita, la camarera
A
unque el buen día invitaba a tomarse un rico batido de chocolate o un
delicioso zumo de multifrutas, la especialidad de la casa, había pocos
clientes sentados en las mesitas colocadas a la puerta del local de Petrita la
camarera. Todo el mundo estaba ocupado en realizar las compras y gestiones
necesarias y eso se notaba en el alegre bullicio del lugar.
Todo cambió en la plaza cuando las autoridades anunciaron su decisión de
facilitar a toda persona lo necesario para desempeñar un oficio. Se hicieron
obras en la planta baja de todas las casas y se construyeron locales para cada
tipo de actividad. Luego se abrieron accesos para comunicar con el exterior y
así hacer posible la llegada de los interesados: escaleras, puentes, túneles y
pasadizos conectaban con las más importantes ciudades y países del mundo.
Por eso, ahora la plaza lucía el colorido y el dulce murmullo que produce la
muchedumbre y que nunca se había conocido antes.
-Hola, Lupo –saludó Petrita, que salió muy dispuesta cuando vio sentarse
a unos clientes-. Qué suerte tienes, Lupo.
-Ya ves –respondió el interesado-. Eso nos pasa a algunos, que igual
trabajamos de noche que de día –Lupo no había olvidado la discusión
mantenida momentos antes con Vicentito y lanzaba todavía alguna que otra
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indirecta como ésta.
-Eso hago yo también, pero no tengo tanta suerte como otros. En fin, así
es la vida –Petrita puso ese gesto de resignación que tanto le gustaba. “Unos
cardan la lana y otros se llevan la fama”, dice el refrán. Aquí una, trabajando
día y noche también y vienes tú presumiendo de trabajador.
Una risilla hacía que se le hinchasen otra vez los mofletes a Lupo mientras
dirigía a Vicentito una mirada de complicidad.
-En fin –volvió a repetir Petrita, manteniendo el mismo gesto de
sufrimiento y abnegación que tanto le gustaba fingir, al tiempo que cogía su
libreta para anotar las consumiciones. Le encantaba su trabajo, pero también
le gustaba hacerse la mártir. Petrita era muy teatrera y todos lo sabían. Así
que lo mejor era seguirle la corriente.
-Dos zumos de arándanos con flores silvestres –se apresuró a pedir Lupo
mientras se relamía de gusto-. Hay que enseñarle a este nuevo compañero los
placeres de este maravilloso lugar –siguió orgulloso.
-La verdad es que suena a poción mágica y deliciosa lo que pediste
–intervino Vicentito-. Su nombre me recuerda también a lo que llevaba
Caperucita Roja en su cestita.
-Aquí todo suena a cuento, como ves –intervino Petrita, empeñada en
entablar conversación con el recién llegado después de abandonar su gesto de
trabajadora empedernida-. A todo esto, ¿cómo te llamas?
-Se llama Vicentito y es el nuevo artesano reparador de material escolar –
se adelantó Lupo, adoptando su papel de protector del recién llegado-. Y
ahora sírvenos y no hables tanto con los clientes, que no es buena tanta
confianza –volvió a decir Lupo, sabiendo que este tipo de bromas no
molestaban a la muchacha.
Petrita obedeció, a la vez que volvía a dibujar en su rostro ese falso gesto
71
fingido de sufridora, pero no tardó mucho en aparecer de nuevo luciendo con
gracia su delantal de lazos y volantes y sosteniendo con habilidad la bandeja
con los zumos en una de sus manos.
-Es que disfruto de lo lindo –soltó pizpireta mientras dejaba los zumos
encima de la mesa para sentarse luego junto a ellos, olvidando por un instante
su oficio de camarera-. ¿Quién me iba a decir a mí que iba a poder tener mi
negocio propio, con terraza a la plaza para que todo el mundo me viese? Y
pensar que antes tuve que batallar para hacerme con un hueco en el mundo de
la hostelería. Empecé jugando a las cocinitas, luego seguí haciendo comiditas
en casa con mis amigas, hasta que un día mamá se enfadó, cuando saltó la
leche con crema de cacao por toda la pared. Menos mal que se me ocurrió
montar un puesto ambulante de galletitas con chocolate en el barrio. Lo malo
fue el empacho que se cogieron Terelu y Nadia, que no dejaban ningún día de
comprar, y vino un señor médico a casa y preguntó a mamá por la causante
del envenenamiento, según le oí decir. Yo me escondí en el armario y me
encontré de pronto cayendo por un túnel que me trajo hasta aquí, en casa del
cocinero real que me enseñó el oficio y me ayudó a montar el mesón.
-Bueno, Petrita, nos vamos –dijo Lupo en cuanto tuvo la menor
oportunidad para escapar-. El zumo, muy bueno, como siempre.
-Muy bueno, sí señor –repitió cortésmente Vicentito, dando muestras de
agradecimiento.
Lupo y Vicentito anduvieron un rato bajo los soportales de la plaza
buscando la calle de salida que les interesaba. Mientras, Lupo aún se relamía
los labios.
-Lo malo de esta Petrita es que habla mucho, pero sus zumos son
deliciosos –terminó reconociendo Lupo.
72
Capítulo XVIII: Hasta mañana
P
aseando por aquella plaza, hecha con las fantasías de sus sueños,
Vicentito creía encontrarse en otro lugar del universo, pero mantenía la
calma y la compostura. Vicentito siempre había sido un chico muy
responsable y en eso nunca se cambia, aunque uno esté flotando como en una
nube.
-Voy a tener que irme, se está haciendo tarde –dijo Vicentito a Lupo, no
sin cierto pesar, mientras seguían paseando por uno de los laterales de la
plaza, repleto de tenderetes y comercios. Algunas de aquellas tiendas y
talleres tenían sus mostradores a la calle y, vista de frente, la panorámica
semejaba un guiñol de variados colores con sus muñecos en plena función.
-Aquí nunca es tarde, pero llevas razón. Alguna vez habrá que irse –Lupo
parecía hablar guiado por la voz de la experiencia-. Además, te esperan unos
días de duro trabajo hasta que pongas en funcionamiento tu taller. Deberás
tenerlo todo a punto para la inauguración.
-¡Así es! –exclamó Vicentito entusiasmado-. Y necesitaré muchas cosas
todavía para rematar los últimos detalles: cuentos para la espera de los
clientes, farolillos rojos, verdes y amarillos para la fachada, celofanes y lazos
de raso para envolver los encargos, cuadros para las paredes, visillos para las
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ventanas…
-Me parece que son demasiadas cosas, Vicentito –interrumpió Lupo,
poniendo el énfasis sobre la palabra “cosas”-. Los lujos y caprichos corren de
tu cuenta, ya te lo advirtió Cristina.
-Pero todo eso es preciso para el negocio –insistía Vicentito- Tan
importante es el ambiente agradable del local como la propia actividad que en
él se desarrolla –seguía hablando con tono relamido, haciendo uso de esas
teorías que había aprendido en las hojas de color salmón de los periódicos
dominicales.
-Tú dirás lo que quieras, pero a tu taller no le hace falta tanta envoltura ni
tanta finura –respondió Lupo, algo guasón-. La oficina de inscripciones no
puede hacerse cargo de gastos innecesarios, ya te lo han dicho –continuó,
abandonando la burla que había utilizado en sus anteriores palabras y
utilizando la misma seriedad, o más quizá, que su amigo-. Para eso tendrás
que echar mano de él, si quieres –dijo señalando uno de los locales que
aparecía a su paso.
-¿Quién es él? –preguntó Vicentito poniendo cara de no entender nada.
-Midas, el prestamista –contestó Lupo con idéntica firmeza que antes.
-Vaya, como el rey de la historia –dijo Vicentito-, que todo lo que tocaba
se convertía en oro.
-Exacto –Lupo se esforzó en poner un gesto de seriedad en su cara-. Eso
dijo cuando vino. Que se quería llamar así porque se iba a hacer rico. Y ahí lo
tienes, rico pero más sólo que la una. Pero parece no importarle mucho.
En efecto, un chico taciturno y con gesto torcido se hallaba sentado a la
puerta de su establecimiento. Era de los pocos lugares solitarios de la plaza.
-En fin, ya veremos si me olvido de los farolillos de colores y del papel de
celofán –rectificó Vicentito ante el silencio de su amigo-. Los cuentos los
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puedo traer yo.
-Eso está mejor –a Lupo se le iluminó la cara y pronto volvieron los
habituales colores a sus mofletes-. Venga, que te acompaño un rato.
Alcanzaron la callecita en la que, por primera vez, se encontraron. Como
todas las calles, ésta se iniciaba con una pequeña pendiente hacia arriba que
luego se inclinaba hacia abajo haciendo perder enseguida la visión de la
plaza. Poco a poco la penumbra y el silencio de la noche cubrían otra vez de
soledad y silencio unas aceras brillantes y desiertas, alumbradas por el
mágico destello de las luces de las esquinas.
-Mañana te veo –dijo Vicentito a Lupo mientras iniciaba la subida de las
escaleras que horas antes le dejaron allí.
-De acuerdo –contestó Lupo mientras inclinaba su cabeza para ver cómo
Vicentito desaparecía entre las ligeras brumas que levantaba la suave brisa de
la noche-. Y guarda bien el secreto de lo que has visto aquí –la voz del
gordito Lupo se convertía en un suave eco que cada vez se hacía más lejano.
Vicentito alcanzaba cada peldaño impulsado por la satisfacción de verse
en un mundo que él siempre había soñado. Además, ahora sí que había
encontrado a un amigo de verdad.
Tantos pensamientos le venían a la vez mientras subía, que cuando se
encontró arriba apenas reparó en que la luz del atardecer era distinta y que, de
un momento a otro, los grandes focos de la avenida iban a impedir de nuevo a
la noche que disfrutara del reflejo de la luna que empezaba a salir a lo lejos.
Tampoco reparó en las personas que acababan de torcer la esquina y que
se le acercaban al trote desde el final de la acera. Eran Silvia y el señor
Roque. El señor Roque, obligado por la carrera de su nieta, no paraba de
jadear mientras repetía: “diablo de chico”. Silvia, con cara de enfado, se
plantó delante de Vicentito y le dijo:
75
-Si no me dejas entrar en tu taller, haré el mío y me llevaré a Víctor y a
Javierín, para que lo sepas. Y, además, mi abuelo me hará uno más bonito en
el almacén de su tienda, por lo que todos acudirán a mí. Es tu ruina, te lo
aseguro.
-No te preocupes, Silvia –respondió Vicentito con total calma y seguridad.
Hablaré con Víctor y Javierín y buscaremos una solución.
Vicentito salió corriendo, pero esta vez con la alegría de haberse quitado
un peso de encima. El señor Roque seguía murmurando “diablo de chico” y
Silvia desconfiaba de una promesa dicha tan a la ligera.
76
Capítulo XIX: Liquidación del negocio
T
al y como había decidido la noche anterior, Vicentito citó a Víctor y a
Javierín en el portal de su casa. Las cosas no les iba nada mal a sus
empleados. No, señor. Unas bicicletas de reciente adquisición daban cuenta
de ello. Además, ambos venían degustando un inmenso polo de chocolate
que les chorreaba por los codos mientras pedaleaban sin sujetar el manillar.
Javierín, adicto a las bolsas de chucherías, llevaba la que había comprado
aquella tarde en uno de los bolsillos del pantalón, reventado en sus costuras
por la cantidad de cosas que en él había metido.
Viendo la estampa de aquella pareja, dedicada al lujo y a la diversión,
Vicentito se convencía cada vez más de lo acertado de su decisión. Él no
había montado toda una empresa para ver a unos jovenzuelos como aquéllos
abandonados a la vida fácil y cómoda que proporciona el dinero. Apenas
estudiaban y los tutores no dejaban de avisar a sus padres advirtiéndoles que,
a este paso, no sacarían el curso. Así que su plan iba a encajar como anillo al
dedo para acabar con aquella situación.
-Tengo que deciros algo importante –comenzó Vicentito cuando por fin
los vio instalados sobre el escalón del portal de su casa, con sus relucientes
bicicletas apoyadas en el bordillo de la acera, y lamiéndose las chorreras de
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chocolate que les caían por los brazos.
-Todo lo que dices siempre es importante –soltó Víctor con desgana y
cierta ironía.
-Lo de hoy es más importante –respondió Vicentito sin atender a la
provocación.
-¿No ves?, ¿no ves? –lanzó entusiasmado el ingenuo Javierín-. Ya te dije
que hoy estábamos de suerte. ¿A que nos vas a subir otra vez la comisión,
Vicentito?
-Mejor que eso –atajó Vicentito lacónico y misterioso.
-Mejor que eso no hay nada –siguió Javierín-. Lo mejor es tener dinero y
dinero. Ahora, con el calor, los helados están muy ricos y necesitamos más
dinero. Además queremos comprar un sillín de cuero para nuestras bicicletas.
-Anda, imbécil, calla que lo tienes que decir todo –ordenó Víctor, con ese
aire pendenciero que suele aportar la avaricia y la astucia cuando se juntan.
Que eres más tonto que hecho a posta.
-En vista de que eso es lo que os preocupa, os dejo todo el negocio. Para
eso os he llamado –terminó Vicentito por soltar la noticia.
-¿Y qué más? –Víctor, burlón y descreído, daba la última embestida a su
helado, sin creerse para nada lo que se le decía.
-Entonces seremos los jefes –reflexionó Javierín en un esfuerzo de lógica
y de sentido común.
-Pues claro –ratificó Vicentito.
-¡Oye! –explotó de nuevo Javierín, dirigiéndose a su compañero de
andanzas y aventuras-. Eso significa que ya no trabajaremos, y les diremos a
los demás la comisión que les corresponde, y…
-¿Es verdad lo que dices, Vicentito? –Víctor hizo callar de un pescozón a
Javierín, al tiempo que se levantaba y cara a cara, como en las películas del
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Oeste, en las que los pistoleros se miran fijamente antes de disparar, le
lanzaba a Vicentito esta pregunta-. Mira que últimamente te estás pasando
con tus bromitas. Cuando no sales de estampida, nos sales con éstas.
-No te pases tú –lanzó ahora amenazador Vicentito-. Os digo que os
quedéis con todo y me dejéis en paz. Cuando uno pierde la ilusión es mejor
buscar una solución rápida como ésta. Además, vosotros lo necesitáis –dijo
mirando malintencionadamente las bicicletas relucientes sobre la oscuridad
del asfalto- y disfrutáis con esto.
-Vale, macho, vale, lo que tú digas. Ya sabes que nunca te hemos fallado
–Víctor, conciliador y, sobre todo, intentando meterse en el bolsillo a su ya
antiguo jefe por si lo que decía era verdad, pasó el brazo por los hombros a
Vicentito-. Y a todo esto –prosiguió como el que ha olvidado preguntar algo
sin importancia-, ¿tú qué harás?
-Digamos que me marcharé a conocer otros lugares –Vicentito contestó en
un tono melancólico y misterioso, refiriéndose al secreto que sólo él conocía.
-Je, je, tú siempre tan ocurrente –Víctor esbozaba ahora una sonrisa
cordial, intentando asimilar la propuesta de Vicentito y no muy convencido
de lo que estaba ocurriendo.
Javierín, sin embargo, niño más inocente y bienintencionado a pesar de su
simpleza ya por todos nosotros conocida, parecía hacer cábalas sobre algo
que le preocupaba:
-Lo malo es que tendremos que buscarnos a quien mandar.
-Pues podéis empezar por ella –dijo Vicentito señalando con la cabeza
hacia el final de la calle, por donde acababa de aparecer Silvia, quien esta vez
venía sola, sin su abuelo.
-¿Y qué hace ésta aquí? –soltó Víctor, sorprendido.
-Es la primera a quien tendréis que mandar –Vicentito parecía no haber
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dejado nada a la improvisación aquella tarde-. Le dije que viniera para
acordar con vosotros los términos en que entraría en la empresa. Le prometí
el veinticinco por ciento de vuestras ganancias y un grupo de reparaciones en
el almacén de su abuelo. Espero no haber metido la pata. Ahora me voy, que
dentro de un rato me tengo que ir a conocer otros lugares.
Subía Vicentito las escaleras hacia su casa mientras oía “este Vicentito,
tan loco como siempre”, satisfecho por haberse desprendido de un negocio
que nunca debía haber concebido con tanta perfección y por creerse, además,
vengado de una deslealtad que nunca había existido, a pesar de que él no lo
sabía.
Ya en casa, y con la intención de que su madre no le pusiera pegas si le
veía salir otra vez a la calle, entró sigilosa y rápidamente en su habitación.
Cogió unos cuadritos y varios cuentos que tenía preparados sobre las sillas y
que días antes le habían servido de mostrador a su taller. Luego atravesó el
pasillo hacia la salida con el mismo cuidado y con la misma cautela con que
entró. Aunque necesitaba pasar un buen rato en su nuevo taller para poner
todo en orden, no tardaría mucho en volver.
80
Capítulo XX: La visita de la princesa
N
o era precisamente trabajo lo que le sobraba a Vicentito desde que se
estableció en su nuevo taller. La clientela a la que prestaba sus
servicios no era tan abundante ni derrochadora como la del barrio.
Por eso, aprovechaba el joven artesano las muchas horas libres que le
proporcionaba su oficio para dedicarse, con mucha diligencia y no menos
placer, a la afición que ya todos conocemos, afición aumentada, si cabe, ante
el estupendo escenario que le ofrecía aquel lugar lleno de colorido y cosas
pequeñas y entrañables.
Pasados unos días, pues, instalado perfectamente en su rutina, Vicentito
no dejaba de imaginarse historias que iba almacenando en su pensamiento,
ahora suyas propias y no copiadas de los libros. Aquella tarde decidió
estrenar el cuadernito que había comprado momentos antes en la tienda de
Silvia, ahora buena amiga suya, con el primer cuento de su invención. Se
colocó tras el mostrador, por si acaso se presentaba algún cliente, se puso las
hojas sobre las rodillas y empezó a escribir lo siguiente:
El príncipe salvador
Érase una vez un reino lejano y perdido, como lo son todos los reinos del
81
mundo maravilloso. El reino, como todos los reinos de este tipo, ofrecía
muchas posibilidades, pero como nadie se ocupaba de él, todo era un caos.
El palacio, al contrario de los palacios lujosos que dominan la parte alta de
estos reinos, era simplemente un edificio mugriento y ruinoso que no
albergaba a ningún príncipe ni a ninguna princesa porque no había. Las
calles, los campos, las plazas y demás lugares siempre estaban solos y, lo
que es peor, nadie se ocupaba de cuidarlos para que el reino ofreciera la
estampa alegre e ideal que un reino de este tipo siempre debe ofrecer.
Este triste panorama ocasionaba graves problemas al reino, como es de
suponer. Un día, los pocos habitantes que quedaban, pues la mayoría habían
emigrado a sitios más prósperos que eran conocidos por los cuentos que
circulaban por todo el mundo, se reunieron en la plaza del reino, una plaza
cochambrosa donde los edificios casi se caían, para buscar una solución al
problema.
Después de varias horas reunidos se les ocurrió que, tal vez, una buena
idea sería la de anunciar el reino en algún periódico o gaceta, ofreciéndolo
como pago a alguien que quisiera gobernarlo. Así que al día siguiente, un
grupo de habitantes tomó el camino del mundo real y colocó el siguiente
anuncio en los periódicos:
“Reino maravilloso con muchas posibilidades
se ofrece para su gobierno. Gran rentabilidad
e inmejorable ocasión para ser príncipe”.
La verdad es que pocas personas hicieron caso a la llamada, por no decir
que ninguna. Sólo después de mucho tiempo, y cuando ya todos se habían
olvidado de la desafortunada ocurrencia, apareció por allí un chico apocado
y callado pero con muchas ilusiones de ser príncipe. Después de hablar con
el muchacho durante un buen rato, en el que demostró amplios
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conocimientos del mundo maravilloso y expuso todos sus proyectos, los
habitantes decidieron que tenía la capacidad necesaria para que el reino
pudiera funcionar.
Acordaron, por tanto, concedérselo a prueba, y obedecerle en todo con el
fin de poder llevar a cabo los proyectos de los que les habló para levantar
aquel lugar. En unos meses, el palacio parecía otro, la plaza del reino
parecía otra, la alegría del reino parecía otra. Ya sólo quedaba, para que
todo funcionara medianamente, que el príncipe tuviera una princesa, pero
eso era ya otra historia, comentaba tímidamente el joven príncipe siempre
que se le insinuaba la necesidad de que se buscara a una linda muchacha
con la que compartir el reino.
-Lo importante –argumentaba el príncipe-, es que un reino maravilloso,
triste y abandonado como ha sido éste hasta ahora, tenga lo mínimo
necesario para poder contar historias de él.
- Pero también es necesaria una princesa –decían los demás, y también
llevaban razón.
No obstante, de momento y para no molestar al príncipe, los habitantes
pensaron que era mejor no contradecirle y dejar lo de la princesa para más
adelante, tal y como él dejó dicho. Todo llegaría. Y así todos quedaron
contentos al ver como el reino era salvado de caer en la tristeza y abandono
de otros tiempos.
Estaba Vicentito dando los últimos retoques a su cuento, cuando sonó la
campanilla de la puerta que anunciaba la entrada de alguien al taller. Levantó
la vista y pudo observar como un desfile de personas aparecían ante él con
aires ceremoniosos y exquisitos. Una vez dentro, se colocaron a ambos lados
de la puerta, a modo de pasillo, para dejar pasar a una preciosa joven vestida
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con un lujoso vestido y cubierta de hermosas joyas.
-Buenas tardes –dijo el hombre que parecía tener más rango dentro de
aquella comitiva-. Tiene ante sus ojos, honorable artesano y no menos
exquisito fabulador, a Diorina, la princesa de este reino, conocedora de sus
excelentes cualidades, quien anda buscando desde hace mucho tiempo lo que
usted puede proporcionarle.
Se inclinó Vicentito, a modo de saludo, llevado instintivamente por el
asombro y la hermosura de la muchacha, sin poder imaginarse, por lo más
remoto, lo que querían de él.
84
Capítulo XXI: Todos los cuentos se hacen realidad
A
lgunas personas del séquito se apresuraron para apartar todo lo que
encontraban a su paso, y así dejar el espacio libre a su señora. Mientras
tanto, y con una de sus rodillas en el suelo, Vicentito no dejaba de observar,
ceremonioso y extasiado al mismo tiempo, a la muchacha que tenía delante.
La piel de su rostro, lisa y brillante como la porcelana, sus ojos luminosos y
chispeantes cual estrellas resplandecientes, sus manos de delicados dedos y
tímidos movimientos conformaban la más fiel estampa que él siempre
hubiera imaginado en una persona de tan elevada alcurnia. Asimismo, tanto
frunce y adorno, tanto terciopelo y bordados, tantas joyas y abalorios sobre su
cuerpo terminaban por configurar la perfecta silueta de lo que para Vicentito
habría de ser una princesa.
Y es que los cuentos se hacen realidad alguna vez, pensaba el joven
artesano, mientras seguía embobado ante aquella dama de edad similar a la
suya. Fue cuando Diorina suspiró el momento en que la imagen inmóvil del
saludo se deshizo y todos los que se encontraban en el taller empezaron a
revolotear como impulsados por un mecanismo de precisión, perfectamente
engrasado. Rápidamente, alguien de entre los cortesanos acercó una silla a la
princesa, quien en un movimiento ya aprendido de mucho tiempo atrás, se
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dejó caer sobre el asiento con calculado acierto.
-Uf, qué pesada carga la de una princesa –comenzó diciendo Diorina,
como si hablara sola-. No recordaba que estuviera tan lejos de palacio la
plaza de este pueblo.
-Claro, señora –se apresuró a intervenir el que antes se dirigió a Vicentito
y que parecía ser el jefe de todos los cortesanos-. Tenga en cuenta, su
majestad, que los jardines de palacio tienen tanta superficie que una personita
como usted no es capaz de recorrerlos sin cansarse –terminó diciendo,
dejando entrever en sus palabras cierta ironía que la exquisita y joven dama
no alcanzaba a descubrir.
-¡Huy!, los jardines de palacio, con sus fuentes, sus olorosas flores, los
cisnes en el estanque y los bufones danzando por doquier. Si no fuera por
todo eso no podría aguantar a la insoportable que me ha tocado por hada. Ya
he dicho muchas veces que me cambien el hada y nadie me hace caso.
Las palabras de Diorina pasaban poco a poco de la alegría al reproche y
casi al lloriqueo, mientras Vicentito parpadeaba para comprobar que estaba
viviendo realmente lo que presenciaba. En efecto, parecía ser cierto lo que
veía: a una princesita de verdad, delicada y caprichosa, encantadora y un
poco ñoña como en algunos cuentos.
-Ya sabe usted, majestad –siguió explicando, en tono de reprimenda, el
maestro de ceremonias, al que poco caso hacía la princesa- que eso es
imposible. Un hada madrina es para toda la vida. Es como una segunda
madre que nos acompaña a todas partes, que nos acuna, que nos aconseja y
que cumple nuestros deseos por pequeños y caprichosos que sean –esto
último sonó con cierto retintín.
-Y a lo que íbamos –dijo ahora cortando bruscamente y dirigiéndose a
Vicentito-, pero antes déjeme que me presente, honorable trabajador. Soy el
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marqués de Picolino que, conocedor del carácter emprendedor con que se
adorna su persona, tal es la fama que corre de usted por el reino, me he
permitido, en mi condición de maestro y tutor de nuestra princesa, poneros a
sus pies para que tengáis el honor y la suerte de escuchar la elevada empresa
que se os viene a proponer.
Tras el silencio con que Picolino dio fin a sus palabras, todos se quedaron
inmóviles y expectantes, mirando a la princesa.
-Empiece cuando guste, majestad –requirió el marqués.
El revuelo que antes se había formado con la llegada real se transformó
ahora en solemnidad y silencio a la espera de la intervención de Diorina. Ésta
miró a su alrededor, como para dar el visto bueno a la escena que presidía: el
marqués de pie, a su derecha; los cortesanos, firmes también, a ambos lados
del improvisado trono; los criados, aposentados en el suelo a la espera de
cualquier deseo o necesidad de su ama; y Vicentito frente a la niña, sentado
en una de sus sillas de enea, que alguien le había acercado para tan especial
audiencia.
-Vos sabréis –empezó la princesa-, a pesar del poco tiempo que lleváis
entre nosotros, que nuestro reino no da para mucho: algunas calles –eso sí,
bien pulidas, adornadas e iluminadas y flanqueadas de hermosas casitas- que
van a dar a esta espléndida plaza, réplica también de las mejores que en los
cuentos y crónicas se describen; luego, el palacio, que también tiene su
mérito, si se le compara con otros reinos famosos; y, por último, un vasto
páramo que no sabemos qué hacer con él. Y es que, ¡ay! –detuvo un
momento su discurso la princesa para suspirar-, falta lo esencial.
-¿Qué es lo esencial, princesa? –preguntó Vicentito, haciéndose el
ingenuo, para continuar con otra pregunta de alabanza que ya tenía
preparada- ¿Qué más podéis querer para un reino de fantasía que lo tiene
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todo?
-¡Qué voy a querer! –soltó de un golpe la princesa, tal vez debido a su
extrema juventud, perdiendo así la compostura que la realeza requiere-. Pues
anda que no faltan cosas: por ejemplo, un bosque, y si es encantado mejor;
algún dragón; una bruja mala o algún ogro, según se quiera; y antes o
después un príncipe con el que una pueda casarse. O, a ver, ¿toda la vida me
la voy a pasar así, de paseo en paseo por unos jardines que nunca termino de
recorrer y con un hada madrina pesada, que no me la quito de encima ni
queriendo?
-Lo que ha expresado nuestra querida princesa –prosiguió el marqués de
Picolino-, y que tan bien ha explicado con su discurso, es nuestra
preocupación por la decadencia de nuestro reino, cada vez más hundido en la
tristeza del páramo que, año tras año, va ganando terreno al reino. Nuestros
súbditos abandonan las tierras y emigran a reinos más florecientes y ya son
pocos los artesanos y escasos los habitantes de estas calles, que con el tiempo
quedarán desiertas también.
La forma de hablar de la princesa le había parecido a Vicentito poco
acorde con su condición, pero llevaba razón el marqués. Él, que conocía a
través de la televisión, las noticias económicas sobre el mundo, sabía que un
reino como aquél necesitaba proyección hacia el exterior. Entonces, chico
listo él, comprendió para qué había acudido una comitiva tan importante a su
taller. Pero calló y siguió haciéndose el tonto con sus preguntas.
-Lamento mucho esta situación, querida princesa –dijo Vicentito
ensayando un gesto de gran pesadumbre. Luego bajó la cabeza, apoyó la
rodilla en el suelo y continuó pensando que ahora venía su verdadera
oportunidad-. Estoy a vuestra disposición para lo que necesitéis, pero es bien
poco lo que yo puedo hacer.
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-Nada de eso –se adelantó Picolino antes de que Diorina empezara con sus
lamentos de princesa aburrida y bastante consentida-. Las noticias vuelan en
un reino tan escaso de movimiento como éste, donde el correo sólo nos hace
llegar los cuatro chismes de siempre. Así es como hemos sabido de vuestra
llegada y de vuestro carácter emprendedor, muy útil para nuestra causa.
-¿Qué causa? –preguntó intrigado Vicentito- ¿Acaso queréis hacerme
artesano real? –otra pregunta tonta que conduciría al final de tanto misterio.
-Mejor que eso –concluyó el marqués-. Os pedimos que aceptéis el gran
honor de revitalizar nuestro reino con todos los medios y facultades que todos
sabemos que se hallan a vuestro alcance.
-Eso, eso –interrumpió la princesa-. Necesitamos parajes frondosos, lagos
misteriosos y duendecillos. Y, sobre todo, un príncipe apuesto para que acabe
bien la historia…
-Veamos qué se puede hacer –dijo Vicentito adoptando el tono de
suficiencia que le era habitual, una vez alimentada su vanidad por la solicitud
de tan importante comitiva.
Entretanto, ya pensaba en una manera para levantar un reino tan remoto,
triste y pobre como aquél. Tal vez lo que había aprendido en los cuentos le
pudiera servir.
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Capítulo XXII: Misión imposible
S
onó la campanilla de la puerta de entrada. Era Lupo, que, como todas las
tardes, cuando terminaba con su jornada de colegio en su mundo de
rascacielos y soledad, comenzaba su otro trabajo de cartero en el reino.
-En qué lío me habéis metido –soltó distraídamente, y sin mirar, Vicentito,
al oír que alguien entraba en su establecimiento.
-¿Cómo dices? –preguntó el amigo, haciéndose el sorprendido.
-Nada –siguió Vicentito, sin dejar de prestar atención a unas hojas que le
tenían ocupado desde hacía horas y en las que no paraba de hacer
anotaciones-. Que te ha faltado tiempo para contar mi vida en palacio.
-¡A mí que me registren! –exclamó el cartero rechoncho, exagerando sus
gestos y mostrando una risita que le delataba-. Pero comprende que un
súbdito con cargo real, además, se debe a sus gobernantes.
-Anda, calla y acércate –ordenó Vicentito con cara de resignación.
-¿Me vas a seguir echando la bronca? –preguntaba Lupo con el mismo
tono de guasa que ya anticipaba su anterior gesto, colocando las manos en
alto.
-Algo peor –siguió Vicentito, cuyos planes seguramente que sorprenderían
al empleado real cuando los supiera-. Vas a ayudarme si quieres seguir con
90
vida.
-Recuerda que soy un niño. Así que nada de violencia –Lupo se dejó caer,
fingiendo pesadumbre, en la otra silla que había junto a Vicentito. A ver,
dispara cuanto antes.
-Primero, una pregunta –lanzó de repente el pequeño artesano,
abandonando ya la broma- ¿Tú crees que los cuentos se pueden hacer
realidad?
-Eso dicen de los sueños, ¿no? –contestó Lupo, adoptando la misma
seriedad-. Y pensándolo bien, los cuentos no son más que sueños metidos en
una historia.
-Exacto –concluyó Vicentito-. Pues ya sabes. Nos ha tocado a ti y a mí
una misión imposible que sólo resolveremos con los cuentos. Al menos, es
eso lo que a mí se me ocurre.
Ante la curiosidad del amigo, Vicentito le contó entonces la visita recibida
aquella misma mañana. Le habló de los lamentos de la princesa, un poco
infantil, pero aburrida de gobernar en un reino que no era un reino de verdad,
es decir, un reino como el de todos los cuentos.
Le siguió diciendo que, a pesar de lo difícil de la regia petición, había
visto la luz al problema, tras horas de reflexión, al comprender que en el
mundo de la fantasía también se puede hacer alguna que otra trampa, que
además aprovecharía para saldar alguna que otra cuenta pendiente con esa
gente del mundo real que no cree en las historias que nacen de la fantasía. Y
la solución la acababa de encontrar en su último cuento, cuando llegó Lupo.
-¿Ahí está la solución? –preguntaba incrédulo el cartero, que ahora
mostraba más cordura que nunca-. Lo que dije de los sueños era eso, un
decir. Al fin y al cabo, los sueños, sueños son, como decía aquél. Y tú, me
temo, quieres hacer algo más, ¿verdad?
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-Bien, no perdamos más tiempo –cortó Vicentito, seguro de que su plan
resultaría y seguro también de que de nada servía dar vueltas sobre lo mismo.
El caso es que la historia que acababa de terminar, justo en el momento de
la llegada de la comitiva real, le había dado la clave para poder llevar a cabo
la misión encomendada. En su cuento había inventado una fórmula que servía
para encontrar príncipes salvadores y cualquier otra cosa que se necesite en
un cuento. De paso, si las cosas iban bien, alcanzaría un notable triunfo
personal, al poder utilizar la imaginación para resolver un problema tan gordo
como el que se le presentaba.
La misma tarde de la feliz idea hubo tiempo suficiente para hacer todos
los preparativos necesarios. Lupo, haciendo uso de la rapidez de su oficio
más que nunca, trasladó la propuesta de su amigo al palacio, donde se le dio
el visto bueno. El principal argumento del plan de Vicentito era defender que,
puesto que aquél era el reino de los oficios, qué mejor propaganda que
convocar puestos para príncipe, bufón, hada madrina, duendecillos y toda
clase de personal que se precisa en un reino maravilloso.
Admitida la propuesta, comenzó Vicentito con un trabajo que le llevó
varias horas, de las que el mundo fantástico puede producir muchas sin que
se note un minuto en el mundo real. Primero redactó el anuncio, que
repartiría por todas partes, y que en lo principal recogía términos parecidos a
los que inventó para su cuento:
“Reino maravilloso con muchas posibilidades
y con vocación de líder en el sector de la fantasía
ofrece puestos, en media jornada y jornada completa,
para cubrir vacantes en el escalafón
de personajes de todos los niveles: príncipe, hada madrina,
duendecillos, ogros, brujas malvadas y toda clase de empleados reales.
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Luego pasó el texto a Cristina, la funcionaria, quien tras darle la
presentación apropiada con su máquina de teclas de colores, lo copió una y
otra vez, tantas como fueron necesarias para que Lupo, mofletudo y
sudoroso, se quejara del trabajo que le esperaba si se quería hacer llegar una
gran cantidad de folletos a gente interesada en hacer del reino una tierra
próspera.
Por último, y para no dejar a la improvisación el aprovisionamiento y el
alojamiento de los muchos visitantes que abarrotarían la plaza si se cumplían
las predicciones, se acercó al mesón de Petrita para hacerla responsable de
tales menesteres, con ayuda de los alguaciles y demás agentes del orden.
No habría que decir siquiera que en la nota, que se haría llegar a todos los
lugares posibles, se hacía saber que se accedía al reino –y de ello podían dar
cuenta todos los que últimamente habían llegado a él- por cualquier medio,
camino o procedimiento que la curiosidad, el misterio o la simple necesidad
de huida aparezcan en nuestro camino.
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Capítulo XXIII: En busca de un nuevo negocio
A
l día siguiente, el plan de Vicentito estaba preparado y puesto en
marcha. Lupo hubo de trabajar más de lo normal para llenar las sacas
de correo de un contenido que había de ser distribuido con rapidez por todos
los mundos imaginarios conocidos. Petrita, por su parte, tuvo que
acondicionar su negocio para hacer frente a las demandas que se le vendrían
encima cuando el pueblecito se llenara de gente. Y Cristina, sin descansar del
agotamiento de tanto copiar cartas y hojas de propaganda, ya estaba dispuesta
también, tras la ventanilla de su oficina, para recibir solicitudes de trabajo.
Vicentito, que ese día no acudió a la cita con su taller en el reino, se
dedicó a fijar carteles por el barrio con la extraña demanda que en ellos
aparecían. El colegio también se llenó de letreros por todas partes. El que
más y el que menos, a pesar de conocer las extrañas ocurrencias de Vicentito,
no dejaba de leer con atención el anuncio y de llevarse por la curiosidad y la
intriga. Lo que más sorprendía, no obstante, de la convocatoria no era la larga
oferta de ocupaciones que un reino maravilloso ofrecía, sino la manera de
llegar a él. Así, todo el que se encontraba con Vicentito le hacía, entre la
guasa y la sorpresa, la misma pregunta:
-¿Y cómo se llega a ese reino maravilloso?
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Y Vicentito siempre respondía lo mismo:
-Eso es fácil. Siempre encuentra uno una escalera olvidada en el fondo de
un sótano, o una puerta cerrada en la esquina de un desván, o una calle
misteriosa en la que nunca se ha atrevido a adentrarse… Sobre todo cuando
uno tiene prisa por escapar.
En fin, no había excusa, como se puede apreciar, para rechazar tan
extraordinaria oportunidad de llegar a convertirse en personaje maravilloso
durante unas horas al día. Porque esa condición podía mover el interés de los
indecisos, y así lo repetía Vicentito a los que le preguntaban. No era
necesaria, como bien decía el anuncio, una dedicación total al nuevo trabajo.
Unas horas –que se podían alargar a placer en aquel reino hecho sólo de
imaginación- podían ser suficientes para satisfacer nuestros más soñados
deseos y volver repuestos y llenos de la vitalidad necesaria para retomar la
vida diaria.
La ilusión, cada vez más acrecentada, a medida que se iban cumpliendo
las distintas fases del plan, infló a Vicentito de las fuerzas suficientes para
dejar pegados cientos de carteles en paredes y farolas aquella tarde. Las horas
entonces se hacían más cortas y de eso se dio cuenta cuando, extenuado,
observaba el atardecer sentado en el escalón del portal de su casa.
Fue en ese momento cuando vio al final de la calle tres sombras que
fueron tomando rasgos conocidos según se le acercaban. Eran las del trío
formado por sus antiguos compañeros de aventuras y desventuras, de
negocios, persecuciones y alguna que otra ingratitud. Eran Víctor, Javierín y
Silvia, unidos ahora, desde que la empresa de reparación de material escolar
fundada por Vicentito estaba bajo su control.
-Por fin te encontramos –soltó Víctor, jadeante, como si en aquel
encuentro le fuera la vida.
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-Por fin –repitió Javierín, imitando torpemente a su amigo en los gestos de
agotamiento-. Desde que te tragó la tierra, nada funciona tan bien como antes.
La señora de la tienda de las chucherías nos trata peor y los niños rompen
menos lapiceros y cremalleras.
-Ahora tenéis oportunidad de mejorar vuestra suerte y de abrir vuestras
fronteras hacía otros territorios –dijo irónica y maliciosamente Vicentito.
-Somos pequeños todavía para viajar sin compañía de los mayores –
recordó Javierín, muy serio y creyendo haber contrarrestado por una vez, con
su respuesta, la sabiduría del amigo.
-Calla, imbécil –atajó Víctor sin contemplaciones-. ¿Acaso tiene que ver
lo que dices con tu último negocio? –preguntó dirigiéndose a Vicentito.
-Tiene –repitió Vicentito, manteniendo una mirada impasible y
calculadora, estilo Clint Eastwood.
-Pues no perdamos el tiempo y empieza a contar –intervino por fin Silvia,
ambiciosa e interesada también, donde las haya, que formaba pareja perfecta
con su otro socio, no menos avaricioso.
La luna, con su resplandor, fue ocupando la máxima altura en el cielo
mientras Vicentito, en una larga y estudiada conversación, explicó a sus
antiguos subordinados todos los detalles que querían saber para entrar en el
nuevo negocio de los reinos maravillosos.
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Capítulo XXIV: Una deuda saldada
El plazo de la convocatoria acabó, según lo previsto, y llegó,
igualmente, la fecha establecida en que se daría a conocer el resultado de la
selección del personal que ocuparía los cientos de plazas sacadas a concurso
en el reino de los oficios. A los cargos de primer orden había que añadir,
como sabemos, otras profesiones no menos importantes para dar bríos a un
reino de este tipo: artesanos, mesoneros, jardineros, cocineros, músicos,
azafatas de la corte, guardias reales, cortesanos de baja categoría,
funcionarios, etc.
Así, el día en que el mensajero real había de leer el edicto con la
adjudicación de las nuevas ocupaciones a los solicitantes, la plaza se veía
incapaz de albergar a tanta gente, que había de distribuirse por las calles
aledañas llegando a ocupar, incluso, parte del páramo gris que anunciaba el
límite habitado de un pueblo en decadencia.
Observaba Vicentito desde la puerta de su taller la algarabía y el regocijo
de la muchedumbre y se reía viendo también a Petrita, al otro extremo de la
plaza, intentando atender a tanta gente festiva y contenta.
Transcurrido el medio día, sonaron los clarines que anunciaban la llegada
del funcionario real, quien daría detalle, previamente a la lectura de la lista de
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agraciados, de las deliberaciones llevadas a cabo para la selección, selección
que desde el más estricto anonimato, y a petición del marqués de Picolino,
había sido dirigida por Vicentito.
Ese día, desde el tranquilo retiro que le proporcionaba su pequeño taller,
recibía con satisfacción los nombres que el mensajero iba pronunciando, con
indicación, también, del cargo adjudicado. Entre ellos aparecían los nombres
de Víctor, Javierín y Silvia, sus antiguos socios y amigos, con los que tenía
una deuda que ahora era la ocasión de saldar.
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EPÍLOGO: Misión cumplida
En poco tiempo, aquel reino pequeño y menguado, iba viendo cómo los
límites del páramo gris que lo rodeaba se alejaban cada vez más. La pobreza
de un campo seco, lleno de roquedales y pelados alcores, iba dejando paso a
la riqueza de una arboleda que iban tomando la forma de un bosque frondoso
e infinito. Allí vivían los nuevos ogros, brujas y duendecillos que, en turnos
establecidos por la oficina de Cristina –ahora ayudada por más personal- se
ocupaban de dar vida y la suficiente dignidad a aquel hermoso escenario,
lugar perfecto en el que los niños traviesos y poco obedientes se perdían para,
después de un buen susto, reencontrarse con sus padres. Los nuevos jardines
eran cuidados por los jardineros reales; las nuevas calles, fuentes y recoletas
plazas eran custodiadas por el bien dotado cuerpo de alguaciles. Todo, en fin,
había tomado los bríos suficientes para que, en poco tiempo, el reino de los
oficios pudiera formar parte del catálogo de lugares maravillosos que bien
pueden ser escenarios apropiados para las historias maravillosas.
Incluso el palacio, con la princesa Diorina a la cabeza, había alcanzado el
lustre que toda casa real necesita. Las decisiones sugeridas por Vicentito en
la selección del personal estaban dando sus frutos. La princesa seguía tan
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impertinente como siempre, pero ya era menos caprichosa e infantil.
-Sin duda, la notable mejoría del carácter de la princesa se la debemos a
vos, mi querido Vicentito –repetía cada tarde el marqués de Picolino, en sus
visitas al taller, en las que departían amigablemente con el joven artesano.
Y le contaba también cómo Silvia, la pobre hada madrina, nueva en estos
menesteres, contribuía a la noble causa de contentar el ánimo real escuchando
las interminables confidencias de Diorina; cómo Javierín, el recién estrenado
bufón, caía extenuado cada día tras hacer reír a la corte durante horas con sus
ingenuidades y simples preguntas; y, sobre todo, cómo el amado Javier,
príncipe entre los príncipes, atendía las innumerables peticiones de su
princesa Diorina con infinita serenidad y aplomo, cual gobernante que se
sabe destinado a un oficio de tan grandes miras y sacrificio.
No dejaba de disfrutar, pues, Vicentito, día tras día, de la sabia
conversación del noble Picolino, quien cada tarde, desde el otro lado del
mostrador, le recordaba cada vez más a su querido amigo, el señor Joaquín, al
que imaginaba sentado, como él, en su pequeño taller de cuento.
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ÍNDICE
PARTE PRIMERA
Capítulo I: La bicicleta…………………………………………………… 3
Capítulo II: Los cromos…………………………………………………..
7
Capítulo III: El taller del señor Joaquín…………….……………………. 12
Capítulo IV: El taller de Vicentito……………………………………….. 17
Capítulo V: Los preparativos…………………………………………….. 22
Capítulo VI: Un plan arriesgado…………………………………………. 25
Capítulo VII: Mejoras en el negocio……………………………………..
30
Capítulo VIII: Las cosas se complican…………………………………...
36
Capítulo IX: Vicentito y los mayores…………………………………….
42
Capítulos X: La sospecha………………………………………………… 45
Capítulo XI: La propuesta de Silvia……………………………………… 48
Capítulo XII: Solo ante el peligro………………………………………… 51
PARTE SEGUNDA
Capítulo XIII: Un lugar seguro…………………………………………… 56
Capítulo XIV: La historia de Lupo, el cartero……………………………. 59
Capítulo XV: Vicentito, el sabelotodo……………………………………. 62
Capítulo XVI: Cristina y la oficina de inscripciones……………………… 66
Capítulo XVII: El mesón de Petrita, la camarera…………………………. 70
Capítulo XVIII: Hasta mañana……………………………………………. 73
Capítulo XIX: Liquidación del negocio…………………………………… 77
Capítulo XX: La visita de la princesa…………………..………………….. 81
Capítulo XXI: Los cuentos se hacen realidad……………………………… 85
Capítulo XXII: Misión imposible…………………………………………. 90
Capítulo XXIII: En busca de un nuevo negocio.………………………….. 94
Capítulo XXIV: Una deuda saldada……………………………………….. 97
EPÍLOGO: Misión cumplida……………………………………………...
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