la cultura del diálogo en la comisión europea

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Joaquín Díaz Pardo*
LA CULTURA DEL DIÁLOGO
EN LA COMISIÓN EUROPEA
Este artículo describe la cultura política y administrativa que caracteriza el trabajo de
la Comisión Europea, centrándose en el período de la presidencia Delors que, a su vez,
coincidió con el proceso de integración de España en las Comunidades Europeas.
Considera el autor que la Comisión es un ejemplo admirable de una cultura fiel a la
naturaleza de los objetivos de integración europea, en la que los logros son siempre el
resultado del interés común y de la negociación.
Palabras clave: integración europea, instituciones comunitarias, Comisión Europea.
Clasificación JEL: F02.
1.
Introducción
Con una frase gráfica y divertida, Ramón de Miguel,
director del gabinete del comisario Abel Matutes, me
hizo partícipe de una serie de muy útiles consejos y
orientaciones —al poco tiempo de haber entrado a formar parte de dicho gabinete— en lo que se refería al
modo de hacer y de proceder en la Comisión y, en particular, en los gabinetes de los miembros de ésta.
Lo que me dijo Ramón fue, si no recuerdo mal, que
«al mismo Albert Einstein, aunque viniera a la Comisión
disfrazado de Superman, se lo podrían comer con patatas en media hora».
Quien pensase que bastaría con conocer a fondo un
tema o una política, o tuviese tendencia a «dárselas de
listo» o fuese proclive a las demostraciones de poder
demasiado explícitas (de índole política, propia de la
cartera de su comisario o del que pudiera derivarse del
Gobierno del país o del partido político del jefe) y no te-
* Ex funcionario europeo y miembro de varios gabinetes.
ner en cuenta una serie de reglas, no todas escritas, u
olvidase respetar una sagrada cultura caracterizada por
un complejo y fino entramado, podía estrellarse fácilmente.
Para faenar en la «sala de máquinas» de la Comisión,
y dado por supuesto el conocimiento de las políticas comunitarias y el institucional, se exigía sobre todo mucho
sentido común, buen olfato y una gran capacidad de
adaptación a un hábitat muy particular. Lo demás, por
específico que fuera, se podía aprender.
Empiezo con esta anécdota para ilustrar a través de
mi experiencia, por modesta que fuera, de qué materia y
textura está hecha la Comisión y con arreglo a qué reglas y objetivos funciona lo que se ha llamado su «cocina» o su «sala de máquinas» en una época particularmente significativa en el proceso de construcción europeo que algunos —¿por qué no decir afortunados?—
tuvimos el privilegio de conocer.
Porque fue realmente un privilegio haber tenido la fortuna, dicho en su sentido literal —pues fue fruto más del
azar que de méritos profesionales o de inexistente background político y en circunstancias que ahorro al lec-
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tor—, el haber pertenecido y trabajado en un gabinete,
aunque fuera durante sólo unos cuantos años (primero
en el del comisario Abel Matutes y luego brevemente
con Marcelino Oreja, gran europeísta y maestro, para
pasar al Comité Económico y Social Europeo, como jefe
de gabinete de su presidente, entonces Carlos Ferrer
Salat). Constituyó, además, una oportunidad única en
una época apasionante, que coincidió en parte con la
segunda Comisión Delors.
Inevitablemente la experiencia de cada cual marca la
valoración que se pueda hacer —por muy objetivo que
uno se esfuerce en ser— de cualquier organización a la
que haya pertenecido. Tratándose de la Comisión Europea cualquier juicio se hace difícil, por lo que esta institución tiene de singular y de atípica. Todos hemos pasado por el trance de explicar a personas ajenas al mundo
comunitario el perfil y las reglas de funcionamiento de la
Comisión, sobre todo cuando nuestro interlocutor tomaba como referencia inevitable otra Administración nacional y aun internacional.
Cualquiera de quienes hemos trabajado en ella y para
ella sabemos que la Comisión imprime carácter: se es
«animal» de la Comisión. Those are other animals, escuché decir en su despacho en una ocasión al comisario
Van Miert, mientras le «asistía» —como se decía en el
argot cuando se era llamado por el gabinete para aportar información técnica— en un encuentro sobre un
tema conflictivo de transportes con un miembro británico del Parlamento Europeo. Éste, en apoyo de su argumento, se había referido a lo que alguien habría dicho
en el entorno del Consejo. No había, por supuesto, ningún sentido despectivo sino de diferenciación para que
se entendiera en nombre de quién se hablaba y qué
sentido tenía lo que expresara un representante de la
Comisión, es decir el interés general europeo.
Y así es. Se es Comisión y se pertenece a ella, cualquiera que haya sido la suerte de cada uno de los que
allí trabajaron. Y aun cuando se deje esta institución
temporal o definitivamente uno piensa y se expresa,
conscientemente o sin quererlo, en términos de Comisión.
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Quien esto escribe, de los quince años pasados en
Bruselas, hizo sus primeras armas, al año siguiente de
la adhesión, en la DG VII (Dirección General de Transportes), entonces al mando de Eduardo Peña —que fue
efectivamente un caballero en todos los sentidos del término y también en el de gentleman como corresponde a
su formación británica, de lo que doy fe que hizo prueba—, y de cuya mano y mediante el correspondiente
concurso entré en la misma.
El haber trabajado y conocido los llamados servicios,
es decir la administración de la Comisión, resulta algo
de inapreciable valor para el trabajo en un gabinete y
contribuye, entre otras cosas, a neutralizar la no infrecuente incomprensión mutua y la frecuente tensión entre los mismos y la dirección o direcciones generales
que dependen del comisario y el gabinete.
Desde distintas perspectivas se ha analizado la Comisión y aun enjuiciado su funcionamiento (en ocasiones
con una clara mala fe intelectual desde posiciones eurofóbicas, dicho sea entre paréntesis). Ángel Viñas hace
en estas páginas y muy en detalle en su libro Al servicio
de Europa, de apasionante lectura, una excelente disección con una mirada crítica en particular hacia su historia reciente y avanza algunas consecuencias de futuro.
En estas páginas también, algunos colegas que han
sido actores relevantes en la Comisión, describen con
conocimiento y de manera interesante algunas de las
políticas de la misma a las que han contribuido esforzadamente en esa etapa o, desde diversos ángulos, exponen su experiencia personal en relación con el papel de
la Comisión y de su funcionamiento.
La experiencia personal de algunos a los que se
nos invita a estas páginas podrá interesar al lector y
por lo que al que estas breves líneas escribe, en la
medida en que trasciendan la peripecia personal, y
puedan dejar constancia e ilustrar de cómo se vivió
una cierta etapa y por lo que puedan tener de revelador de la naturaleza y del funcionamiento de esa «sala
de máquinas».
Esta experiencia permitió a la vez una vivencia y un
observatorio al menos en tres sentidos:
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· En primer lugar, el de haber conocido una etapa
crucial de la integración europea, en particular bajo una
parte del mandato magistral de un presidente irrepetible
como Jacques Delors.
· En segundo lugar, el haber sido testigo de tres lustros de la pertenencia de España a la Unión Europea y
observar desde el mirador de la Comisión el desarrollo y
la modernización de nuestro país.
· Y, finalmente, lo que significó de conocimiento y de
enriquecimiento personal haber habitado una Administración única, como es la Comisión Europea, y conocido
una cultura política y administrativa capaz como ninguna otra de enriquecer profesional y humanamente.
2.
La presidencia Delors
En aquella etapa crucial en el proceso de integración,
en los años vividos por los funcionarios españoles entre
1987 y 1992, el trabajo de preparación de iniciativas para
la plena realización, legislativamente hablando, de los objetivos del Acta Única, fue verdaderamente impresionante.
Ello supuso una permanente pulsión de trabajo para
los funcionarios de la Comisión, especialmente en el
caso de los servicios responsables de políticas verticales que demandaban una serie de «paquetes legislativos» para completar el Mercado Único y que laboraban
a destajo atendiendo varios «frentes». Se empezaba
con las no siempre fáciles (no ya por el contenido sino
por la logística que conllevaba, como el delicado problema de las lenguas disponibles para la interpretación)
reuniones preparatorias, en el Centro Borschette, con
los expertos nacionales para iniciar el proceso de preparación de proyectos legislativos. Después, con el enorme peso administrativo subsiguiente, las frecuentes
reuniones con los sectores implicados, las consultas interservicios, los trabajos con el gabinete para las reuniones preparatorias del colegio y, tras la aprobación por
éste y su «puesta en la mesa del Consejo» y antes de
su adopción, había que atender el trabajo que suponían
las consultas con el Parlamento, el Comité Económico y
Social y el de las Regiones.
Los trabajos previos del Consejo, como se sabe, a
nivel de grupo y de COREPER, implicaban una labor
ingente de seguimiento y negociación por parte de los
servicios de la Comisión y en aquellos años que precedieron a 1992 y aun luego en lo que se llamaron medidas legislativas de acompañamiento del Mercado Interior, supusieron trabajar magnus itineribus, lo que incluso durante una temporada obligó a celebrar en
ocasiones Consejos de Ministros en fin de semana.
Fue, sin embargo, un esfuerzo gratificante, aunque
agotador, para un núcleo importante de funcionarios de
todas las escalas. Pero entre ellos se apreciaba un espíritu de motivación colectiva que permitía una singladura
hacia puerto conocido y, aunque siempre con escasez
de recursos humanos, con buenos instrumentos y cartas seguras de navegación.
En 1992, ya en el gabinete del comisario Matutes,
quien esto escribe tuvo encomendado, durante el tiempo que restó de la cartera de relaciones exteriores, el
seguimiento de los países del ASEAN, India y Pakistán.
Fue una etapa apasionante, un poco de bautismo de
fuego, de responsabilidad de temas antes desconocidos, de aprendizaje rápido en los temas verticales y de
brega con los llamados dossiers horizontales, que se repartían entre los miembros del gabinete: es decir el seguimiento de las políticas de las carteras de los otros comisarios, lo que implicaba a veces una responsabilidad
tan estresante si no más que la propia cartera del comisario, cuando se trataba de políticas que se interrelacionaban o de temas que por su naturaleza o de manera
coyuntural podían entrar en conflicto, sin olvidar la atención que debía prestarse a las políticas que con carácter
general o puntual podían afectar «al país que se conocía mejor», eufemismo conocido para aludir al país de la
nacionalidad del comisario.
A partir de 1993, como se recordará, se renovó por
dos años el mandato del Presidente Delors, tras dos
mandatos anteriores de cuatro años. Por empezar por lo
particular, el llamado «carrusel» de la Comisión atribuyó
al comisario Matutes una doble y complicada cartera:
Transportes y Energía.
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El comisario lidió con valentía y eficacia estas dos políticas en condiciones no fáciles. Por resumir: en materia
de transportes hubo que poner en marcha la inexistente
liberalización de los sectores marítimo y aéreo y lanzar
medidas complementarias de seguridad en el primero y,
en materia energética, iniciar la liberalización de los sectores de la electricidad y el gas y rematar la difícil faena
del carbón —lo que se hizo por cierto con mucho tiento y
buenos resultados— para preparar el final de la CECA,
al tiempo que se promovía el impulso de las nuevas tecnologías y de las energías renovables. Matutes demostró ser un negociador magistral, con una inteligencia
enormemente selectiva para identificar los problemas
básicos, centrar las energías en lo prioritario y una rara
aptitud para buscar puntos de encuentro y de consenso.
En lo general, fue una etapa crucial, en la que se cerraba un ciclo y al tiempo se abría si no una crisis sí una
«zona de turbulencia», en palabras del propio presidente, en un clima de estancamiento económico y de dificultades en el Sistema Monetario Europeo y también de
entrada en vigor de Maastricht y de apertura de un nuevo proceso de ampliación a quince.
El liderazgo del presidente Delors fue providencial. Su
inteligencia y habilidad políticas y sus esfuerzos —hay
que decirlo en honor a la verdad— se hicieron patentes
en una época marcada por la crisis. Por una parte, negoció con los jefes de gobierno europeos, contribuyendo a salvar el SME, en un contexto de desorden monetario mundial —que agravaba la ralentización económica y amargaba el éxito del objetivo 1992 del Mercado
Único— y por tanto lo que habría de ser la «moneda única». Y, por otra, lanzó una serie de iniciativas centradas
en impulsar un crecimiento creador de empleo en el famoso Libro Blanco sobre el crecimiento, la competitividad y el empleo, con la idea —que tenía también algo
de efecto psicológico— de señalar objetivos y de contribuir a dar un nuevo aliento al devenir de la Unión.
Los esfuerzos para la ratificación del nuevo Tratado
de Maastricht fueron el fruto también de negociaciones
y esfuerzos de la Comisión, muchas veces en la sombra
—y no por falta de transparencia—. Esto supuso en al-
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gún caso, como en el tema de la subsidiariedad al que,
a título de ejemplo, luego se hará referencia, aceptar implícitamente y en aras de la causa, un poco el papel de
víctima, al propio tiempo que, con habilidad, se salvaba
lo esencial.
El presidente Delors, como se ha dicho con frecuencia, era un hombre de reflexión y de acción y de ambas
cosas —como fuimos testigos los que en ese último
mandato estuvimos en la «sala de máquinas» —dejó
constancia en su último mandato.
El equipo de comisarios, «el colegio», le siguió en la
filosofía y en el esfuerzo. No cabe hacer mención prolija
de cada uno de sus miembros, pero sí recordar, además
de a Matutes, a nuestro compatriota y vicepresidente de
la Comisión Manuel Marín, hombre de gran cultura europea, muy experimentado en sus diversas carteras,
trabajador infatigable y persona de gran calidad humana. Brittan, Van Miert, Bangemann, Christophersen...,
por citar algunos de ellos, eran pesos pesados en aquella Comisión, en estilos diferentes. David Williamson, un
«medio comisario», al decir de algunos, veterano, fidelísimo y muy capaz, llevaba con mano segura y hábil, una
parte vital de la «sala de máquinas», la Secretaría General.
La gloria y la servidumbre de la Comisión se han
puesto siempre de manifiesto en los momentos de crisis. Sirvan, en esa época, dos botones de muestra de
ambas cosas. En el primer ámbito, el presidente debió
moverse en sus contactos del más alto nivel, negociando con Mitterrand, Kohl, Lubbers,... «en ese terrible mes
de septiembre de 1992», como él mismo recuerda en
sus memorias, contribuyendo a salvar el SME, y lanzó la
iniciativa del Libro Blanco, poniendo a prueba ese liderazgo en el terreno de la acción. En el terreno de la reflexión y de la estrategia se había trabajado intensamente
desde la Comisión en el Tratado de Maastricht y su proceso de ratificación se enfrentó a una situación crítica.
En este contexto adquirió un protagonismo muy particular el tema de la subsidiariedad, en el que el papel de
la Comisión —voluntariamente aceptado— en su dimensión de servidumbre, en el sentido de hacer de chi-
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vo expiatorio, quedó para muchos quizás en la sombra.
El 12 de octubre de 1992 se celebró un debate en Comisión sobre el mismo. Esta cuestión crítica y polémica
había venido centrando la atención política, de los media y de toda suerte de think tanks y de analistas políticos, desde puntos de vista no siempre convergentes y
con intenciones también distintas.
La confusión era uno de los elementos de ese contexto. Desde algunos sectores, claramente buscada. La
mala intención que favorecía posiciones intergubernamentalistas fue un «plumero» que se vio rápidamente.
Pero también esa pagaille propició toda suerte de afirmaciones, algunas a caballo entre lo patético y lo cómico. Por empezar aludiendo a una anécdota ligera, en un
prestigioso diario español, un conocido periodista publicó un extenso artículo sobre el proceso de ratificación y
el entonces referéndum francés —como se recordará
con resultados a favor del sí pero muy igualados por los
del no—. El columnista en cuestión, tras aludir al poder
«burocrático de Bruselas» y al temor de los franceses al
«nacionalismo no menos provinciano de Bruselas», y
demostrando que no había ni abierto el Tratado, aventuraba la siguiente perla: el texto introducía «el principio
de subsidiariedad a escala continental... por el cual se
establecía la igualdad económica de la Comunidad Europea». En virtud de tal principio, «los países más ricos
ayudarían a los más pobres» (¡!).
En el gabinete del comisario Matutes se me había
encargado la preparación de lo que llamábamos notas
de briefing y de background para el debate del colegio. No fue fácil desbrozar y resumir la cantidad inmensa de documentos y señalar en el maremágnum
de interpretaciones de toda índole, y de intenciones
no siempre explicitadas, los limites precisos de la
cuestión.
En una de esas notas iniciales se decía: «En este
juego, la Comisión se puede prestar a jugar el papel de
víctima a favor de “la causa” (aludiendo a contribuir a
crear un clima favorable para la pendiente ratificación
de Maastricht por Dinamarca y el Reino Unido), pero
todo tiene sus límites (...) La Comisión ya ha estableci-
do modalidades de autolimitación en su procedimiento
interno; ahora le toca al Consejo presentar un procedimiento aceptable que no comprometa el equilibrio institucional (...). Una declaración conjunta de la Comisión,
del Consejo y del Parlamento Europeo, que pudiera
consensuarse de aquí al Consejo de Birmingham, sobre la aplicación del principio de subsidiariedad, sería
lo deseable...»
La noción tuvo su origen en la doctrina de la Iglesia
Católica desde la filosofía escolástica y se plasmó después en la Encíclica Quadragessimo Anno como principio ético de defensa del individuo y de las organizaciones sociales frente a la intervención del Estado, principios que inspiraron las doctrinas individualistas de
inspiración cristiana.
La subsidiariedad que, en rigor, debía encontrar su
sentido ligada a la noción de federalismo, particularmente en conexión con el constitucionalismo federal
alemán, pasó a ser un principio y un instrumento que,
en el contexto citado, concitó interpretaciones a la carta. Pero se quiso aprovechar este contexto para que la
Comisión, que por otra parte ya había reconocido que
debía limitarse en su actividad reguladora, fuese más
allá: en el sentido de un documento que se había presentado en el COREPER durante la presidencia entonces del Reino Unido (que pretendía, dicho sea brevemente, una especie de consulta previa de la conformidad del principio de subsidiariedad de las propuestas
de la Comisión).
Mediante esta propuesta, y bajo la apariencia de un
procedimiento previo de examen por el Consejo, podría
crearse una dinámica que condujese a los mismos resultados anhelados por alguno o algunos Estados que
buscarían una renegociación de Maastricht en el sentido de lo que eufemísticamente se llamaba «una arquitectura de perfil bajo de la construcción europea», es
decir, de privilegiar la cooperación intergubernamental
en detrimento del avance en la integración que suponía
el Tratado de la Unión. Esto ponía claramente en peligro
el derecho de iniciativa de la Comisión y el equilibrio institucional.
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El buen sentido situó finalmente la cuestión, no sin
esfuerzos y sobresaltos, donde correspondía, como
principio regulador del ejercicio de las competencias
del Tratado. La Comisión (que ya había retenido unas
fórmulas de autolimitación de carácter interno) adoptó
en dicha reunión del 12 de octubre de 1992 un sólido y
consistente documento que contenía de manera sistemática un ejercicio de interpretación, sobre la base de
que la subsidiariedad era un principio regulador del
ejercicio de las competencias, y no de atribución de
esas competencias, que tenían su origen «constitucional» en el Tratado.
Este documento de la Comisión fue soporte de «un
proyecto de acuerdo interinstitucional» (es decir de la
Comisión con el Consejo y el Parlamento Europeo), de
cara al Consejo Europeo de Birmingham que tuvo lugar
unos días después.
En fin, tras el Consejo de Edimburgo, el principio de
subsidiariedad quedó —con un carácter que podría considerarse preconstitucional— como un criterio de oportunidad aplicable para delimitar el ejercicio de las competencias entre la Comunidad y los Estados miembros.
La Comisión anunció que debería legislarse menos y
mejor (es decir que se autolimitaría en sus iniciativas reglamentarias), hizo un mea culpa para dar gusto a los
que la acusaban de voracidad reguladora (a sabiendas
todos de que muchas de sus iniciativas procedían de
una previa voluntad del Consejo) e incluso presentó una
lista de propuestas que se retirarían.
Dinamarca y el Reino Unido ratificaron Maastricht.
Después veríamos entrar en vigor el Tratado de la Unión
Europea, el inicio del relanzamiento económico en
1994, culminar el proceso de ampliación a quince y, en
fin, la evolución hacia la moneda única introducida en dicho Tratado.
Fue un privilegio haber vivido esos acontecimientos
para todos los que, motivados por el objetivo de avanzar
en el proceso de integración europeo, pudimos desde la
Comisión participar, por pequeña que fuese la contribución, en aquella etapa crucial pero estimulante y no
exenta de emociones.
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La Comisión fue, además, un observatorio excepcional
que nos permitió a los funcionarios españoles seguir la
evolución de la pertenencia de España a la Comunidad y
luego a la Unión Europea y comprobar con satisfacción
que fue, como muy justamente se ha repetido, la historia
de un éxito. Un éxito que se revela en el balance de resultados de lo aportado por Europa a España y, al tiempo, de lo que España ha aportado a la Unión Europea.
3.
España en la Unión Europea
Aunque es conocido, es difícil resistirse a recordar
que desde la adhesión, España ha recibido, durante
cada año, fondos netos de la Unión equivalentes a 0,8
por 100 de nuestro PIB, que hemos pasado de una renta per cápita de un 68 a un 97,7 por 100 en la Europa de
25 miembros, que las ayudas europeas han venido contribuyendo a crear cada año 300.000 puestos de trabajo, que un 90 por 100 de las inversiones exteriores proceden de la Unión que, a su vez, es destinataria del 75
por 100 de nuestras exportaciones y proveedora del 66
por 100 de nuestras importaciones.
La modernización de nuestras infraestructuras ha
sido formidable como consecuencia de la transferencia
de fondos estructurales y de cohesión. El Fondo Social
Europeo ha beneficiado muy particularmente a nuestro
país que, a su vez, ha participado muy extensamente en
programas de Investigación y Desarrollo. Cerca de
200.000 estudiantes universitarios se han beneficiado
del programa Erasmus, por citar algunos de los indicadores o sectores más conocidos.
España, durante ese período, ha crecido por encima
de la media de la Unión Europea, ha generado más riqueza, ha sabido controlar el gasto público y ha generado una gran capacidad de empleo. Por su parte, ha
cumplido recíprocamente sus «deberes» de manera no
sólo satisfactoria sino, en algunos ámbitos, de manera
ejemplar como ha sido en materia de convergencia con
los llamados criterios de Maastricht.
Si como antes se señalaba el balance desde la adhesión, en el vigésimo aniversario que se conmemora en
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este año, es rotundo en sus indicadores y también en la
percepción de los españoles sobre la pertenencia a la
Unión —que nos aleja de ese spleen de Europa que parece recorrer parte del continente, como hemos visto en
la suspendida ratificación del nuevo Tratado de Constitución Europea—, la evolución durante ese tiempo de
pertenencia y acción en Europa, además de positiva, ha
sido interesante desde el mirador de Bruselas, cuando
quien esto escribe trabajaba en la Comisión.
El salto dado en los primeros diez años fue impresionante: en el período 1989-1993, España como uno de
los países más beneficiados en materia de fondos estructurales, que se habían multiplicado por seis en sólo
ocho años, había recibido la cuarta parte del total (unos
2 billones de pesetas); al mismo tiempo que era receptor neto como beneficiario de esos fondos, los de cohesión más los obtenidos por aplicación de la Política Agrícola Común, la evolución de la aportación financiera a la
Comunidad, como reflejo del impacto creciente de nuestra economía, se multiplicó por siete y la transformación
de la economía española se tradujo en una tasa media
de casi el 3 por 100 (frente a un 2,4 por 100 del conjunto
de los Estados miembros). Fue un período en el que, al
tiempo, se observó un incremento de la productividad
real superior también a la media de la Comunidad. Junto
a ello España se abrió a una enorme liberalización de su
comercio exterior, a una significativa internacionalización de su economía y se benefició de las oportunidades del Mercado Interior.
Todo eso implicó un dinamismo y una modernización
que se hicieron patentes a medida del paso del tiempo y
que eran perceptibles no ya a través de los indicadores
económicos sino en las actitudes, tanto de la Administración española como de los distintos sectores socioeconómicos.
La política social europea que, dentro de los limites
conocidos, fue consolidándose tuvo también una traducción significativa y una evolución correspondiente en
España. Los agentes socioeconómicos como interlocutores de la Comisión y el universo que representan a nivel europeo a través de la UNICE (patronal europea) y
de la CES (Confederación Europea de Sindicatos),
constituyen un tejido de extraordinario valor como expresión de la cultura del dialogo social que es, sin duda,
un elemento definidor del modelo europeo de sociedad.
El Comité Económico y Social, por su parte, órgano consultivo de la Comisión y del Consejo de la Unión Europea, creado en 1957 por el Tratado de Roma, agrupa a
los diversos grupos de interés económico y social, para
dar a conocer sus posiciones sobre las propuestas legislativas de aquélla y completa ese tejido de diálogo.
4.
El trabajo de la Comisión
La profesionalidad de los funcionarios y expertos nacionales en su conocimiento y en su capacidad negociadora se fueron afianzando y demostrando con frecuencia un nivel excelente. Y aquí no puedo dejar de citar la
profesionalidad y la capacidad de primera categoría de
los funcionarios de la Representación Española ante la
Unión Europea al mando en aquella época de dos embajadores excepcionales: Carlos Westendorp y Javier
Elorza.
Fue interesante, por otra parte, más allá de los datos
económicos, ir observando, a distintos niveles, la evolución en el nivel y en la actitud de los representantes de
los operadores económicos y en general de los representantes de la sociedad civil, en distintos ámbitos y circunstancias.
Desde los primeros años, unas veces en las reuniones de trabajo con la Comisión en las que participaban
representantes de organizaciones o en visitas y consultas de lobbies, pudo observarse no ya una evolución lógica en el sentido de un mejor conocimiento de los temas y del funcionamiento comunitario, sino un cambio
de actitud en muchos sentidos, y particularmente en una
dirección más de pertenencia activa, de aproximarse a
los Estados fundadores, desde los aspectos políticos
europeístas y de compromiso como en el de ir paulatinamente abandonando una cierta, consciente o inconsciente, idea de Bruselas como fuente de ayudas financieras.
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En el mismo sentido, fue posible percibir la evolución
desde posiciones que actuaban con un reflejo proteccionista, temerosas del proceso de liberalización que implicaba el Mercado Único, hacia posiciones en las que lo
que interesaba era ya cómo mejor utilizar las oportunidades que ofrecía un mercado abierto y cómo aprovechar su potencial. Eso se fue viendo en muchos ámbitos
como, por ejemplo, en el de la política medioambiental
—que adquirió carta de naturaleza con el Acta Única—
respecto a la cual se constató la adaptación a nuevas
realidades y exigencias de esta política, abandonando
posturas defensivas.
Se pudo observar, en fin, desde esa atalaya que es la
Comisión, y en particular desde el conocimiento y la cercanía a los problemas que ofrece un gabinete, un cambio muy patente en la modernización de las mentalidades, en el propio discurso, revelador siempre de éstas,
y, en fin, en las posiciones de todos esos representantes
del mundo económico y de la sociedad civil que a medida de esa evolución fueron volcándose hacia una aportación activa no sólo a las Instituciones comunitarias
sino a la propia sociedad europea, lo que ha sido, desde
luego, la auténtica reválida de la modernización.
Y, a propósito de sociedad civil, el citado Comité Económico y Social, que representa esa sociedad civil organizada y cuya función consultiva se vio reforzada por el
Acta Única y por el Tratado de Maastricht, fue presidido
durante el mandato 1995-1996 por Carlos Ferrer Salat,
que había sido anteriormente presidente de la UNICE y
cuyo carisma y espíritu activo dieron un impulso de renovación sin precedentes a dicho órgano consultivo.
Tuve la oportunidad de que me llamara para ocupar el
puesto de jefe de su gabinete. Fue esta una etapa estimulante que coincidió con la preparación del nuevo Tratado de Ámsterdam.
En ese contexto el presidente Ferrer llevó a cabo un
tour des capitales, es decir una serie de visitas institucionales a los jefes de Estado y de Gobierno de los quince, que tuve el honor de organizar. Iniciativa que no tenía precedentes en un órgano como el Comité y que supuso darle un tono de altura política que elevó su
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respeto institucional y la atención de los Gobiernos de
las capitales como parte de una estrategia de cara al
nuevo Tratado (que amplió sus competencias) y a una
mayor toma en consideración de su función consultiva.
Por último y no lo menor, volviendo a la Comisión y
en referencia a lo que al principio se comentaba: la Comisión ha sido juzgada por algunos muy negativamente y con un perfil que puede considerarse empequeñecido tomando como referencia su dimensión durante
los mandatos delorsianos —como los denomina Ángel
Viñas—. Sin embargo a juicio del que esto escribe, por
una parte la Comisión, además de conservar el poder
que le da el derecho de iniciativa y de ejecución que
conserva a pesar de algunos presagios y temores que
vivimos («acabaremos siendo una secretaría del Consejo», fue una frase que circuló en los años noventa,
expresando un temor que justificaba un cierto clima de
crisis), mantiene la esencia del llamado método comunitario.
En este sentido la Comisión, conservando las funciones que le confirma el Tratado constitucional y esa
esencia, podrá cambiar su perfil, pero no sustancialmente. Eso sí. Será necesariamente el reflejo de una
nueva época y de un nuevo equilibrio interinstitucional
en lo político y de un modus operandi en lo administrativo (quizás con una impronta más anglosajona y más escandinava, tras haber tenido en buena medida una influencia claramente francomorfa).
En el plano interno, y al margen de todo tipo avatares
y de la catarsis ya sufrida tras la crisis del equipo Santer,
la administración de la Comisión seguirá, pues no puede ser de otra forma, reflejando el entramado presidido
por el interés común europeo en el que se suman las
políticas comunitarias, las culturas nacionales y las inevitables, sin imponerse, influencias ideológicas, pero sobre todo será la expresión de una cultura caracterizada
por el diálogo y el consenso. Esa administración atípica
y única ha sido para los que la servimos una experiencia
en lo profesional y una escuela de vida en lo humano difícilmente comparable con otra, porque más allá de las
no infrecuentes miserias y errores que pusieron a prue-
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ba la paciencia y las arterias de más de un colega —y
que son componentes de toda organización humana
compleja, como suele decirse—, la Comisión es un
ejemplo admirable de una cultura fiel a la naturaleza de
los objetivos de integración europea, en la que los logros son siempre el resultado del interés común y de la
negociación. Y en la que el je passe ou je casse, según
se recordaba en mi época como algo siempre a evitar,
no funcionaba, aunque se defendiera algo razonable, si
no llegaba a conciliar los distintos objetivos y en la que
ni Einstein ni Superman lograrían imponerse si no respetaban tales principios.
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