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G.K. Chesterton: Ortodoxia
GILBERT K. CHESTERTON
ORTODOXIA
Traducción de Denes Martos
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Edición Original: 1908 - Edición Electrónica: 2008
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INDICE
Prólogo
Prefacio
I. Introducción en Defensa de Todo el Resto
II. El maniático
III. El suicidio del pensamiento
IV – La ética del país de los elfos
V. La bandera del mundo
VI. Las Paradojas del Cristianismo
VII La eterna revolución
VIII El Romance de la Ortodoxia
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IX. La autoridad y el aventurero
Por una reseña biográfica de Gilbert K. Chesterton,
véase Herejes en esta misma Editorial
Prólogo
P
or extraña casualidad, a la misma hora en que, en su vivienda campesina
de Beaconsfield, Gilbert Keith Chesterton fallecía, George Bernard Shaw[1]
anunciaba, en Newcastle, que no hablaría más en público.
Con estos mosqueteros, que tantas veces midieron sus armas dialécticas, el
espectáculo de la refriega ideológica perdió en Inglaterra sus dos más diestros,
tenaces y fantásticos combatientes.
Chesterton y Shaw nacieron tal para cual. Dotados del mismo vigor polémico e
idéntico afán proselitista, iguales en ingenio, no existía bajo el sol una sola
cuestión frente a la cual sus opiniones no se encontraran en diametral
oposición.
La oposición de sus opiniones encendió y mantuvo encandilada, sin un
momento de desmayo, durante dos generaciones, la más fragorosa batalla que
jamás engendró la inventiva. Sus controversias públicas eran como justas de la
razón dirimidas con los fuegos artificiales de las paradojas, las sutilezas, los
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retruécanos y las imágenes, donde el público olvidaba el objeto de la riña y se
dejaba fascinar por el deslumbrante espectáculo.
Shaw vencía en el arte de la dramatización de su causa, pero Chesterton le
vencía en la sutileza que infundía al argumento de la suya.
Como si quisiera compensarle de la monstruosa corpulencia que levantó sobre
sus pies, el Creador dotó el cerebro de Chesterton con el más ágil, elástico, fino
entendimiento que puso en ninguno de nuestros contemporáneos. Era tan
gigantesco y pingüe que le llamaron "monumento andante de Londres", y en
una ocasión, durante un banquete en su honor, Bernard Shaw dijo a la hora de
los discursos: "Tan galante es nuestro agasajado, señores, que esta misma
mañana le dejó su asiento en el tranvía a tres señoras".
Fantasía o imaginación no iban a la zaga de su figura en cuanto a exuberancia.
Aunque, superficialmente considerada, la obra de Chesterton aparece sólo
como un intento ingenioso de encontrar la verdad por procedimientos
originales en los que el ingenio y la originalidad semejan lo principal y la
verdad lo secundario, en realidad ocurre todo lo contrario.
Chesterton vivió perpetuamente desasosegado por la idea de la verdad, y sus
paradojas no eran sino el doble lazo con que pretendía tomar por los cuernos
tan elusivo toro.
Su versatilidad estaba propulsada por el mismo desasosiego, el cual le llevaba
del verso al artículo de periódico; de éste al ensayo filosófico; del ensayo a la
novela teológica, cuando no detectivesca, o al discurso proselitista y a la
controversia.
La búsqueda de la verdad le condujo al catolicismo en 1922 y, poco después, a
la fundación del movimiento distributista, en el que pretendía encarnar su
ideología y al que, secundado por su fiel y veterano escudero el escritor Hilario
Belloc, dedicara la mayor parte de su astronómica energía durante los diez
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últimos años.
Chesterton odiaba tanto al capitalismo como al comunismo, porque ambos
destruyen igualmente la propiedad privada individual, el ejercicio de los oficios
manuales que, para él, constituyen la base de la libertad y el desenvolvimiento
espiritual del hombre.
En el imaginario "Reino distributivo" cada individuo es propietario de las
herramientas con que trabaja, ejerce su oficio individualmente y posee su
vivienda. Para propulsar el triunfo del Estado distributivo, que debe ser
alcanzado por los medios constitucionales, "puesto que los ingleses aborrecen
la violencia", Chesterton fundó un semanario, excelente y brillantemente
escrito, titulado "G. K's Weekly", es decir, "Semanario de Chesterton", donde
colaboraba una pléyade escogida de jóvenes intelectuales católicos.
La concepción chestertoniana de la economía estaba íntimamente vinculada a
la que tenía de la libertad.
La libertad abstracta que la Reforma impuso sobre Europa es, según
Chesterton, una maldición que ha devorado la libertad concreta que se gozaba
anteriormente en los pueblos de la Cristiandad. "La libertad de la postReforma significa esto: cualquiera puede escribir un folleto, cualquiera puede
dirigir un partido, cualquiera puede imprimir un periódico, cualquiera puede
fundar una secta. El resultado ha sido que nadie posee su propia tienda o sus
propias herramientas, que nadie puede beber un vaso de cerveza o apostar a un
caballo. Ahora yo les ruego a ustedes, con toda seriedad, que consideren la
situación desde el punto de vista del hombre del pueblo. ¿Cuántos seres
humanos desean fundar sectas, escribir folletos o dirigir partidos?".
Esta cita es un ejemplo característico del procedimiento con que Chesterton
mezcla lo arbitrario y lo lógico, el sentido común y lo absurdo para, después de
fundirlos en el crisol de su imaginación, elevar el resultado a teoría.
Tan natural como su extravagante figura física era en Chesterton la jovialidad
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intelectual, el gozo en el puro juego de la inteligencia y la frase chispeante.
Cualquier argumento podía ser convertido por él, automáticamente, en un
deslumbrador juego de prestidigitación.
Muchas de sus frases y de las incidencias de sus controversias se han
convertido ya en leyenda que el pueblo transmite de boca en boca. Un día
debatía por la radio con un poeta defensor del verso libre, quien le acusó de no
entender la "nueva métrica".
Verso libre – respondió G. K. Chesterton – no es una nueva métrica, del mismo
modo que dormir al raso no es una nueva forma de arquitectura.
– Pero no, podrá usted negar – objetó el poeta – que es una revolución en la
forma literaria.
– El verso libre es una revolución, respecto de la forma literaria, igual que el
comer carne cruda es una revolución respecto del arte de la cocina – replicó
Chesterton.
A la agudeza y mordacidad intelectual, que le hacían un enemigo temible, se
unían en la inmensa humanidad de Gilbert Keith una bondad y campechanía
primitivas y populares que le convertían en el más delicioso de los amigos. De
su amistad privada disfrutaban muchos de aquellos con quienes Chesterton
cambiaba en público los más inflexibles mandobles: librepensadores,
racionalistas, protestantes, socialistas, eugenistas, y, especialmente, la
encarnación misma de todos estos "ismos", el inescrutable, invencible,
incorregible George Bernard Shaw.
Con Bernard Shaw y Lloyd George compartió Chesterton el privilegio único de
que tanto en los periódicos como en las conversaciones se le mencionara por
las solas iniciales de su nombre. "¡Pobre G. K. Chesterton!", se decía la gente al
saludarse, en Londres, el día de su muerte.
Una de las mejores biografías que existe hoy de Bernard Shaw la escribió, en
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1909, Chesterton. Antes había escrito ya una de sus obras maestras, la
biografía de poeta Browning.
Más tarde escribió las de Chaucer, Stevenson, Colbett, San Francisco de Asís y
Santo Tomás de Aquino. Dos meses antes de morir había terminado la suya
propia.
Sus libros de poemas llenan casi una biblioteca. Uno de ellos se titula
"Bagatelas tremendas". Las dos novelas más famosas que escribió: "El hombre
que fue jueves" y "El padre Brown", están traducidas al español, pero, en
cambio, creo que no ha sido trasladado al castellano ninguno de sus últimos
libros, ni siquiera el epos de "Lepanto".
The Napoleon of Notting Hill y A Club of Queer Trades son novelas de la vida
suburbana de Londres, en las que revive el espíritu "pickwickiano". Chesterton
hace de los personajes de sus novelas instrumentos en que emplear su ingenio
y les obliga a proceder del modo más incongruente que jamás procedieron los
habitantes del mundo novelesco.
De entre las obras teóricas o filosóficas, aparte de Ortodoxia, aquella en que la
ideología del autor adquiere más coherencia es la contenida en el tomo de
ensayos sobre el tema Qué hay de malo en el mundo, donde arguye contra las
concepciones eugenistas, las cuales asumen que la suerte de la vida está
determinada por el nacimiento, y hace la más impresionante descripción del
concepto cristiano de la vida que se haya escrito en este siglo.
Aunque sostuvo siempre la opinión de que el viajar contrae la inteligencia y
apoca la fantasía, visitó Italia, Irlanda y América y escribió un libro sobre las
impresiones recibidas en cada uno de dichos países.
Al revés que Bernard Shaw y Wells, las otras dos grandes figuras de las letras
inglesas de su tiempo, Chesterton no sufrió privaciones en su juventud, sino
que disfrutó de la más esmerada educación que en aquella época podía recibir
un hijo de burgueses ricos.
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A pesar de que era dieciocho años más joven que Bernard Shaw, sus obras
comenzaron a ser conocidas al mismo tiempo que las de éste. Chesterton no
desempeñó nunca, en realidad, otra ocupación que la de escritor, a la que se
dedicó por entero desde los veinte años, después de haber abandonado el
aprendizaje de dibujante. Por entonces consistía su cultura,
fundamentalmente, en un profundo conocimiento de la Biblia que le había
infundido el padre, propietario de un importante negocio de alquileres. Por las
venas de la madre corría sangre francesa.
Tuvo un solo hermano, Cecil, que se dedicó también al periodismo y había
logrado gran renombre cuando, poco después de la guerra, vino a sorprenderle
la muerte.
A los veinticinco años se casó y de su matrimonio no le quedó ningún hijo a la
viuda.
Su vida toda fue una portentosa exhibición de atletismo intelectual y de
entusiasmo espiritual.
AUGUSTO ASSÍA.
Prefacio
E
ste libro está pensado para ser el compañero de Herejes y para agregarle
el lado positivo al negativo. Muchos críticos se quejaron del libro que llamé
Herejes porque meramente criticaba las filosofías actuales sin ofrecer ninguna
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filosofía alternativa. Este libro es un intento de responder a ése desafío. Es
inevitablemente afirmativo y, por lo tanto, inevitablemente autobiográfico. El
autor se ha visto frente a una dificultad de cierta forma similar a la que se le
presentó a Newman al escribir su Apología : se ha visto forzado a ser
egocéntrico a fin de ser sincero. Mientras todo lo demás puede ser diferente, el
motivo en ambos casos es el mismo. El propósito de este autor es intentar una
explicación, no de si la Fe Cristiana puede ser creída, sino de cómo él,
personalmente, ha llegado a creer en ella.
El libro, por lo tanto, está construido sobre el principio positivo de un acertijo y
su solución. Trata, primero, sobre las especulaciones solitarias y sinceras del
propio autor y luego con toda la maravillosa forma en que resultaron
repentinamente satisfechas por la teología Cristiana. El autor considera que el
hecho equivale a un credo convincente. Pero, si no es así, resulta al menos una
coincidencia reiterada y sorprendente.
Gilbert K. Chesterton
I. Introducción en Defensa de Todo el Resto
L
a única justificación posible para este libro, consiste en que es la
respuesta a un desafío. Hasta un mal tirador se honra cuando acepta un duelo.
Cuando hace algún tiempo publiqué una serie de apresurados pero sinceros
ensayos bajo el título de "Herjes", algunos críticos por cuyas inteligencias
siento un caluroso respeto (puedo mencionar especialmente al señor G. S.
Street), dijeron que estaba muy bien de mi parte sugerir que todos debían
demostrar su teoría cósmica, pero que yo había evitado cuidadosamente
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consolidar mis consejos con el ejemplo. “Voy a comenzar a preocuparme por
mi filosofía”, dijo el señor Street, “cuando el señor Chesterton nos haya
expuesto la suya”. Tal vez fue imprudente sugerirle algo así a una persona
demasiado dispuesta a escribir libros ante la más leve provocación. Con todo,
si bien el señor Street ha inspirado y creado este libro, al fin y al cabo no tiene
por qué leerlo. Si lo hace, hallará que en sus páginas, de un modo genérico y
personal – y más por medio de un conjunto de imágenes mentales que por
series de deducciones – he intentado formular la filosofía en la que he llegado a
creer. No voy a llamarla "mi filosofía", porque yo no la hice. Dios y la
Humanidad la hicieron; y ella me hizo a mí.
Muchas veces sentí el capricho de escribir una novela sobre un navegante
inglés que, embarcado en su yate, calculó levemente mal su ruta y llegó a
Inglaterra convencido de haber descubierto una nueva isla en los mares del
Sur. No obstante, siempre encuentro que soy demasiado perezoso o estoy
demasiado ocupado para escribir esta excelsa obra, por lo que bien puedo
ahora revelarla con fines de ilustración filosófica. Probablemente existirá la
impresión general de que el hombre se sintió más bien tonto cuando llegó a
tierra (armado hasta los dientes y hablando por señas) para plantar la bandera
inglesa sobre aquél templo bárbaro que después resultó ser el Pabellón de
Brighton. No me preocupa aquí negar que pareció tonto. Pero si ustedes se
imaginan que se sintió tonto, o por lo menos que la sensación de tontera fue su
única o dominante emoción, eso significa que no han estudiado con suficiente
delicadeza la rica sustancia romántica del héroe de este cuento. Su error fue en
verdad un error muy envidiable. Y él lo sabía, si era el hombre que yo imagino.
¿Qué podría ser más agradable que sentir, simultáneamente y en pocos
minutos, todas las fascinantes angustias del partir combinadas con toda la
seguridad humana de volver a casa otra vez? ¿Qué mejor que gozar del encanto
de descubrir África sin tener la fastidiosa necesidad de trasladarse a ese
continente? ¿Qué podría ser más glorioso que congratularse por descubrir
Nueva Gales del Sur y comprender después, en medio de un torrente de
lágrimas de alegría, que en realidad no se trataba más que de la vieja Gales del
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Sur?
Este, al menos en mi opinión, es el problema principal de los filósofos y en
cierta forma, el principal problema de este libro. ¿Cómo es posible que el
mundo nos asombre y al mismo tiempo nos hallemos en él como en nuestra
casa? ¿Cómo puede este extraño pueblito cósmico que es el mundo, con sus
monstruosas y antiguas luces, brindarnos la fascinación de ser un poblado
exótico y, simultáneamente, el confort y el honor de ser nuestro propio
pueblito?
Demostrar que una fe o una filosofía son verdaderas desde todo punto de vista,
sería empresa demasiado grande, aún para un libro mucho más grande que
éste. Es necesario atenerse a una sola línea de argumentación y esa es la ruta
que propongo seguir. Deseo exponer mi fe respondiendo particularmente a esa
doble necesidad espiritual: la necesidad de esa mezcla de lo familiar con lo
extraño que el cristianismo acertadamente llamó "romance". Porque la misma
palabra "romance", lleva en sí el misterio y el antiguo significado de "Roma".
Cualquiera que se disponga a discutir algo, debería empezar siempre
especificando qué es lo que no discute. Antes de afirmar qué se propone
demostrar, debería declarar qué es lo que no se propone demostrar. Lo que no
intento probar, lo que propongo dejar establecido como algo compartido entre
mí y el lector promedio, es esta atracción ejercida por una vida activa e
imaginativa, pintoresca y llena de poética curiosidad; por una vida como la que
el hombre occidental al menos aparenta haber deseado siempre. Si una
persona afirma que la extinción es mejor que la existencia o que la mera
subsistencia es mejor que la variedad y la aventura, esa persona no es una de
esas personas comunes a las que me dirijo. Si un hombre prefiere la nada, nada
puedo darle. Pero casi todas las personas que he conocido en esta sociedad
occidental en la que vivo, estarían de acuerdo con la proposición general de
que necesitamos esta vida de romance práctico; que necesitamos la
combinación de algo que es extraño con algo que es familiar y seguro.
Necesitamos eso para considerar al mundo combinando una idea de maravilla
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con una idea de bienvenida. Necesitamos ser felices en este país de las
maravillas sin sentirnos necesariamente confortables en él. Éste es el
resultado de mi credo y esto es lo que trataré en estas páginas de modo
principal.
Pero tengo una razón especial para mencionar al hombre en el yate que creyó
descubrir Inglaterra. Porque ese hombre en el yate soy yo. Yo creí haber
descubierto a Inglaterra. No sé cómo evitar que este libro sea egocéntrico; y (a
decir verdad) no sé cómo evitar que resulte aburrido. Su tedio, sin embargo,
me librará del reproche que más me desagrada: el reproche de ser superficial.
Sucede que la mera sofistería liviana es, de todas las cosas, la que más
desprecio y quizás resulta ser saludable que sea la cosa de la que generalmente
se me acusa. No sé de nada más aborrecible que la mera paradoja; esa apenas
ingeniosa defensa de lo indefendible. Si fuese cierto (como se dijo) que el señor
Bernard Shaw vive de las paradojas, entonces Bernard Shaw tendría que ser
otro millonario común más; porque un hombre de su rapidez mental podría
inventar un sofisma cada seis minutos. Inventar sofismas es tan fácil como
mentir porque es mentir. La verdad, por supuesto, es que el señor Bernard
Shaw se encuentra cruelmente limitado por el hecho de que no puede decir una
mentira si no está convencido de que es una verdad. Yo mismo me encuentro
bajo la misma limitación. Nunca en mi vida dije algo tan sólo porque pensé que
sería gracioso; aunque, por supuesto, tengo la humana vanidad de haber
podido llegar a creer que era algo gracioso por haberlo dicho yo. Pero una cosa
es describir la entrevista con una gorgona o con un grifo – que son criaturas
que no existen – y otra muy distinta es descubrir que el rinoceronte existe y
luego deleitarse en el hecho de que tiene todo el aspecto de no existir. Es cierto
que uno busca la verdad, pero puede ser que uno, instintivamente, persigue las
verdades más extraordinarias. Por eso dedico este libro con el más cálido de los
sentimientos a todas esas fantásticas personas que odian todo lo que escribo
porque consideran (muy acertadamente, por todo lo que sé) que mis obras son
tan sólo una pobre payasada o una broma archiconocida.
Si este libro es una broma, pues es una broma contra mí mismo. Soy el hombre
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que, en un rapto de audacia, descubrió lo que ya había sido descubierto antes
de mí. Si hay un elemento de farsa en lo que sigue, la farsa es a mi costa;
porque lo que este libro explica es cómo creí que fui el primer hombre en hollar
el suelo de Brighton tan sólo para descubrir que era el último. Relata mis
gigantescas aventuras en persecución de lo obvio. Nadie puede pensar que mi
caso es más ridículo de lo que yo mismo sé que es. Ningún lector me puede
acusar aquí de burlarme de él: yo soy el único tonto de esta historia y ningún
rebelde me expulsará de mi trono. Admito abiertamente haber tenido todas las
ambiciones idiotas de fines del siglo diecinueve. Al igual que todos los demás
chiquilines solemnes, yo también traté de adelantarme a mi tiempo. Al igual
que ellos, yo también intenté adelantarme en diez minutos a la verdad. Y
encontré que estaba mil ochocientos años detrás de ella. Forcé mi voz con
dolorosa exageración juvenil declamando mis verdades. Y terminé castigado en
la forma más adecuada y graciosa. Porque he mantenido mis verdades pero
descubrí, no que no eran verdades, sino que no eran mías. Cuando me hice la
ilusión de estar parado allí, solo y sin nadie a mi alrededor, me encontré en la
ridícula posición de estar en compañía de toda la cristiandad. Es posible, y que
el cielo me perdone, que haya tratado de ser original; pero lo único que
conseguí fue logar una mala copia de las tradiciones ya existentes de la religión
civilizada. El hombre del yate creyó haber sido el primero en llegar a
Inglaterra; yo creí que había sido el primero en llegar a Europa. Quise fundar
una herejía propia y, cuando terminé de darle los últimos toques, descubrí que
era ortodoxia.
Es posible que alguien encuentre entretenida la historia de este feliz fiasco. Es
posible que alguno de mis amigos, o de mis enemigos, se divierta leyendo
como, de las verdades de alguna leyenda al azar o de la falsedad de alguna
filosofía predominante, aprendí gradualmente cosas que podría haber
aprendido de mi catecismo – si lo hubiese leído alguna vez. Puede que exista, o
no, algún placer en leer cómo, en un club anarquista o en un templo
babilónico, encontré por fin lo que podría haber encontrado en la parroquia de
la iglesia más cercana. Si hay alguien que se entretenga leyendo cómo las flores
del prado, o las frases en un ómnibus, y los accidentes de la política o los
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sufrimientos de la juventud confluyeron en determinada secuencia para
producir una convicción cierta de ortodoxia cristiana, entonces ese alguien
posiblemente pueda leer este libro. Pero en todo hay una razonable división del
trabajo. Yo escribí este libro; y nada en el mundo me induciría a leerlo.
Quisiera agregar una nota exclusivamente pedante que, como toda nota,
naturalmente debería estar al principio del libro. Estos ensayos están
dedicados sólo a argumentar el hecho concreto de que la teología cristiana
central (acabadamente resumida en el Credo de los Apóstoles) es la mejor
fuente de energía y de sana ética. No tienen la intención de discutir la cuestión,
muy fascinante pero bastante distinta, de quién tiene en la actualidad la
autoridad para la proclamar ese credo. Cuando aquí se emplea la palabra
“ortodoxia”, el término significa el Credo de los Apóstoles – tal como es
entendido por todos los que se han llamado cristianos hasta hace muy poco – y
la conducta histórica general de quienes sostuvieron ese credo. Por una simple
cuestión de espacio, me he visto obligado a limitarme a lo que obtuve de este
credo; no entro en la cuestión, muy discutida entre los cristianos modernos,
del origen del cual todos nosotros lo obtuvimos. Este no es un tratado
eclesiástico, sino una especie de autobiografía desprolija. Ahora, si alguien
quisiera conocer mis opiniones sobre la naturaleza concreta de la autoridad
que proclama ese credo, el señor G. S. Street sólo tiene que lanzarme otro
desafío y con mucho gusto le escribiré otro libro.
II. El maniático
L
a gente absolutamente mundana no entiende ni al mundo; se apoya en
algunas pocas máximas cínicas que ni siquiera son ciertas. Recuerdo que cierta
vez paseaba con un próspero editor que hizo una observación que yo ya había
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escuchado antes muchas veces; en realidad es casi un apotegma del mundo
moderno. Sucedió, sin embargo, que la había oído con demasiada frecuencia y
recién en ese momento comprendí de repente que carecía de significado. El
editor dijo acerca de cierta persona: “Ese hombre llegará lejos; tiene fe en si
mismo”. Recuerdo que, en el momento en que alcé la cabeza para escuchar
mejor, mi mirada cayó sobre un ómnibus cuyo destino estaba indicado por un
cartel que rezaba “Hanwell” [2] Le respondí al editor: “¿Quiere que le diga
dónde están los hombres que más fe se tienen? Porque puedo decírselo.
Conozco personas que se tienen una fe más colosal que la de Napoleón o la de
César. Sé dónde fulgura la estrella fija de la certeza y el éxito. Puedo guiarlo
hasta el trono de los superhombres. Las personas que realmente se tienen fe
están todas en el manicomio.” Me contestó diciendo que, al fin y al cabo, había
muchas personas que tenían fe en si mismas y que no estaban encerradas en
asilos para lunáticos. “Sí, las hay” – retruqué – “y de todas las personas del
mundo usted es quien más debe conocerlas. Aquel poeta borracho a quien
usted le rechazó una tragedia lúgubre, creía en sí mismo. Aquel viejo pastor
que escribió una obra épica y de quien usted se ha estado escondiendo en la
trastienda, se tenía fe. Si consultara su experiencia comercial en lugar de
consultar su horrenda filosofía individualista, sabría usted que el tenerse fe es
una de las características más comunes de los fracasados. Los actores que no
saben actuar, se tienen fe; al igual que los deudores que no le pagarán. Sería
mucho más correcto decir que una persona fracasará con toda seguridad
precisamente porque se tiene fe. La fe completa en uno mismo no es
meramente un pecado; tenerse fe absoluta es una debilidad. Creer
absolutamente en uno mismo es un credo tan histérico y supersticioso como el
de creer en Joanna Southcote.[3] El hombre que profesa ese credo tiene la
palabra “Hanwell” escrita sobre su frente de un modo tan claro como el cartel
de ese ómnibus”. Y a todo esto, mi amigo el editor contestó con esta muy
profunda y efectiva observación: “Bueno, pero si un hombre no cree ni siquiera
en si mismo, ¿en qué tiene que creer?” Después de una larga pausa le respondí:
"Iré a casa y escribiré un libro contestando a esa pregunta." Y éste es el libro
que escribí para contestarla.
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De modo que creo que este libro podría muy bien comenzar en dónde comenzó
nuestra discusión – en las cercanías del manicomio. Los grandes científicos
modernos están muy convencidos de la necesidad de comenzar toda
investigación con hechos concretos. Los grandes religiosos antiguos estaban
igualmente convencidos de esa necesidad. Comenzaban con el hecho del
pecado – un hecho concreto, tan concreto como las papas. Más allá de si el
hombre podía, o no podía, ser lavado con aguas milagrosas, no existió duda de
que, de todas formas, quería ser lavado. Pero ciertos líderes religiosos de
Londres – y no simples materialistas – han comenzado en nuestros días a
negar, no la discutible propiedad del agua, sino la indiscutible suciedad.
Ciertos teólogos ponen en duda el pecado original, que es la única parte
realmente demostrable de la teología cristiana. Algunos discípulos del
Reverendo R. J. Campbell, en su casi fastidiosa espiritualidad, admiten una
inocencia divina que no pueden ver ni en sueños, mientras niegan
esencialmente el pecado humano que pueden ver hasta en la calle. Tanto los
más grandes santos como los más grandes escépticos han adoptado el mal
positivo como el punto de partida de sus argumentos. Si resulta ser cierto
(como ciertamente lo es) que un hombre puede llegar a sentir un placer
exquisito desollando a un gato, pues entonces el filósofo de la religión tiene
sólo dos conclusiones para deducir: o bien está forzado a negar la existencia de
Dios, como lo hacen todos los ateos; o bien tiene que negar la deificación
material del hombre, como lo hacen todos los cristianos. Lo que los nuevos
teólogos parecen haber adoptado como solución racional al dilema es el
recurso de negar el gato.
En esta curiosa situación resulta obvio que hoy no es posible (con alguna
esperanza de concitar el consenso universal) comenzar, como lo hacían
nuestros padres, con el hecho del pecado. Especialmente este hecho, que a
ellos les quedaba (como me queda a mí) más claro que el agua, es justo el
hecho que hoy resulta especialmente diluido o negado. Pero, si bien los
modernos niegan la existencia del pecado, no creo que, al menos hasta ahora,
hayan negado la existencia del manicomio. Todavía todos estamos de acuerdo
en que el colapso del intelecto existe y es tan inconfundible como el colapso de
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un edificio. Los hombres niegan al infierno, pero todavía no niegan a Hanwell.
A los fines de nuestro argumento principal, pues, el primero bien podría
sustituir al segundo. Lo que quiero decir es que, así como antes todos los
pensamientos y todas las teorías se juzgaban por la medida en que tendían a
hacer que el hombre perdiera su alma, para nuestros fines todos los
pensamientos modernos y todas las teorías actuales podrían ser juzgadas por
la medida en que tienden a hacer que un hombre pierda el juicio.
Es cierto que algunos hablan de la locura livianamente y muy sueltos de cuerpo
como si fuese, en si misma, algo atractivo. Pero un instante de reflexión basta
para comprender que, cuando una enfermedad resulta atractiva, generalmente
se trata de la enfermedad de algún otro. Una persona ciega puede ser
pintoresca; pero se requieren dos ojos para verlo pintoresco. Y de un modo
similar, la más salvaje de las poesías sobre la locura sólo puede ser disfrutada
por los cuerdos. Al demente, su demencia le parecerá bastante prosaica;
porque es bastante cierta. Una persona que cree ser una gallina se considerará
exactamente tan común y corriente como una gallina. Una persona que cree
ser un pedazo de vidrio será, para si mismo, tan aburrido como un pedazo de
vidrio. Será la homogeneidad de su mente la que lo hará aburrido, y la que lo
vuelve loco. Lo encontramos hasta divertido porque nos damos cuenta de la
ironía de su idea; sólo porque él no percibe la ironía de su idea es que lo
encierran en Hanwell en absoluto. En resumen: las cosas raras sólo asombran
a la gente común. Las cosas raras no asombran a la gente rara. Esto explica por
qué la gente común tiene una vida mucho más interesante y por qué la gente
rara siempre se anda quejando de lo aburrido que es vivir. También por esto
las nuevas novelas mueren con tanta rapidez mientras los viejos cuentos de
hadas perduran por siempre. Los antiguos cuentos de hadas hacían del héroe
un muchacho humano normal; son las aventuras de este muchacho las que
asombran; y le asombran porque es normal. En cambio, en la novela
psicológica moderna el héroe es anormal; el centro no es central.
Consecuentemente las más increíbles aventuras no consiguen afectarlo y el
libro se vuelve monótono. Se puede escribir un cuento a partir de un héroe
entre dragones, pero no partiendo de un dragón entre dragones. El cuento de
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hadas especula con lo que el hombre cuerdo hará en un mundo loco. La sobria
y realista novela actual especula con lo que un sujeto esencialmente
desequilibrado hará en un mundo aburrido.
Comencemos, pues, con el manicomio; y partamos de esta posada maldita y
fantástica en pos de nuestra travesía intelectual. Ahora bien, ya que estamos a
punto de echarle un vistazo a la filosofía de la cordura, lo primero que tenemos
que hacer es librarnos de un error grande y muy común. En todas partes existe
por allí la noción de que la imaginación – y, en especial, la imaginación mística
– es peligrosa para el equilibrio mental de una persona. Con frecuencia se
considera que los poetas son psicológicamente poco confiables y, en términos
generales, existe una vaga asociación entre una frente coronada de laureles y
una cabeza con un tricornio sobre ella. Los hechos y la historia contradicen
esta interpretación por completo. La mayoría de los poetas realmente grandes
no sólo fue cuerda sino, por el contrario, tuvo rasgos extremadamente
comerciales, y si Shakespeare realmente se dedicó alguna vez a criar caballos
ello fue porque resultó ser la persona probablemente más adecuada para
criarlos. La imaginación no cría demencia. Lo que cría demencia es la razón.
Los poetas no se vuelven locos; los que se pueden volver locos son los
jugadores de ajedrez. Los matemáticos se vuelven locos, y los cajeros; pero es
muy raro que les suceda a los artistas creativos. Como se verá más adelante, de
ninguna manera estoy atacando a la lógica. Lo único que digo es que el peligro
está en la lógica, no en la imaginación. La paternidad artística es tan saludable
como la paternidad física. Más aún, merece ser destacado que, en aquellos
casos en los que un poeta fue realmente mórbido, el hecho, por regla general,
obedeció a que tenían algún punto racional débil en su cerebro. Poe[4], por
ejemplo, fue realmente mórbido; pero no porque fuese poético sino porque fue
especialmente analítico. Hasta el ajedrez le resultaba demasiado poético. Le
desagradaba el ajedrez porque estaba lleno de caballos y de castillos, al igual
que un poema. Sobre un damero, prefería abiertamente las fichas negras
porque se parecían más a los simples puntos negros de un diagrama. Quizás el
argumento de mayor peso sea el siguiente: de todos los poetas ingleses, sólo
uno se volvió loco; Cowper[5]. Y es indiscutible que fue llevado a la locura por
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la lógica, por la fea y extraña lógica de la predestinación. La poesía no fue su
enfermedad sino su medicina; la poesía fue lo que, en parte, lo mantuvo sano.
A veces consiguió olvidar el rojo y sediento infierno al que lo arrastraba su
terrible necesitarismo[6] entre las anchas aguas y los blancos lirios del Ouse.
[7] Cowper, condenado por Juan Calvino[8], casi resulta salvado por John
Gilpin.[9] Por todas partes podemos ver que los hombres no enloquecen por
haber soñado. Los críticos están mucho más enloquecidos que los poetas.
Homero es bastante íntegro y calmado; son los críticos quienes lo despedazan
y lo convierten en harapos extravagantes. Shakespeare es bastante fiel a si
mismo; son tan sólo algunos críticos los que han descubierto que no era él sino
algún otro[10]. Y a pesar de que San Juan el Evangelista vio muchos
monstruos extraños en su visión, nunca vio una criatura tan salvaje como
alguno de ésos que lo comentan.
El hecho general es simple. La poesía es sensata porque flota con facilidad
sobre un mar infinito; la razón intenta cruzar ese mar infinito para hacerlo
finito. El resultado es el agotamiento mental, similar al agotamiento físico del
señor Holbein[11]. El aceptarlo todo es un ejercicio; el entenderlo todo es un
sufrimiento. El poeta sólo desea exaltación y expansión; un mundo en el cual
pueda estirarse. El poeta sólo pide poder meter la cabeza en los cielos. Es el
especialista en lógica el que trata de meter los cielos en su cabeza. Y es la
cabeza de él la que se parte.
Es un detalle, aunque no insignificante, que este conspicuo error se halla por lo
común apoyado por una cita conspicuamente incorrecta. Todos hemos
escuchado a personas recitar la célebre línea de Dryden[12] que dice: “El gran
genio está en estrecha alianza con la locura”. Pero resulta que Dryden no dijo
que el gran genio está en estrecha alianza con la locura. Dryden era un genio y
lo sabía mejor. Hubiera sido difícil encontrar a un hombre más romántico o
más sensato que él. Lo que Dryden dijo fue: “Los grandes intelectos están
frecuentemente en estrecha alianza con la locura”, y eso es cierto. La que corre
el peligro de un colapso es la pura agilidad intelectual. Por otra parte, la gente
tendría que recordar también la clase de hombre de la que hablaba Dryden. No
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estaba hablando de un visionario alejado del mundo como Vaughan[13] o
como George Herbert[14]. Hablaba de un cínico hombre de mundo, de un
diplomático, de un gran político práctico. Esas personas están, por cierto,
estrechamente aliadas a la locura. Los incesantes cálculos que hacen acerca de
sus propios cerebros y acerca de los de otras personas constituyen una
actividad peligrosa. Siempre es peligroso para la mente explorar a la mente.
Cierta frívola persona preguntó por qué decimos “loco como un sombrerero”.
Una persona más frívola todavía podría contestar que el sombrerero está loco
porque tiene que medir la cabeza de las personas.
Y si con frecuencia los grandes razonadores son maniáticos, igualmente cierto
es que los maniáticos son grandes razonadores. Cuando estuve enzarzado con
el Clarion [15] en una controversia sobre la cuestión del libre albedrío, ese
talentoso escritor que es el señor R. B. Suthers dijo que el libre albedrío es una
locura porque significaba acciones sin causa y las acciones sin causa serían las
de un demente. No me detendré aquí sobre este desastroso traspié de lógica
determinista. Obviamente, si cualquier acción, hasta la de un demente, puede
ser incausada, pues entonces el determinismo está liquidado. Si la cadena
causal puede romperse en el caso de un loco, entonces se le puede romper a
cualquiera. Pero mi propósito es señalar algo más práctico. Era natural, quizás,
que un socialista marxista moderno no supiera nada del libre albedrío. Pero
fue por cierto notable que un socialista marxista moderno no supiera nada de
lunáticos. Lo último que se puede decir de un loco es que sus acciones carecen
de causa. Solamente las acciones menores de cualquier persona sana pueden
ser llamadas, y en forma muy laxa, incausadas: el silbar mientras se camina;
escarbar el pasto con un bastón; golpear los tacones o frotarse las manos. Es el
hombre sano el que hace esas cosas inútiles; el hombre enfermo no es lo
suficientemente fuerte como para estar ocioso. Son exactamente esas acciones
descuidadas y sin causa las que un demente nunca entendería; porque el
demente (al igual que el determinista) por lo general ve demasiadas causas en
todo. El loco le daría un significado conspirador a esas actividades triviales.
Pensaría que el escarbar la hierba constituye un ataque a la propiedad privada.
Pensaría que el golpear los tacones es la señal a un cómplice. Si por un instante
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el loco se descuidara, se volvería cuerdo. Cualquiera que haya tenido la
desgracia de hablar con personas atacadas por – o al borde de – un desorden
mental, sabe que la cualidad más siniestra de estas personas es una horrible
capacidad para los detalles; esa capacidad de conectar una cosa con otra para
elaborar un mapa más complicado que un laberinto. Si discute usted con un
loco, lo más probable es que lleve las de perder porque en varias formas la
mente del loco se moverá mucho más rápido ya que no se detiene en las cosas
que exige el sano juicio. El loco no está limitado por el sentido del humor, ni
por la caridad, ni por las pedestres certezas de la experiencia. Es más lógico
porque ha perdido ciertos afectos propios de la cordura. En este sentido, la
frase común que se usa para señalar la insania resulta engañosa. El loco no es
quien ha perdido la razón. El loco es quien lo ha perdido todo menos la razón.
Cuando el loco explica algo, su explicación es siempre completa y, con mucha
frecuencia, también es satisfactoria en un sentido puramente racional. O bien,
para ser más estrictos: la explicación del loco, si no es concluyente, al menos es
irrefutable; y esto puede ser observado en las dos o tres clases más comunes de
locura. Si, por ejemplo, un hombre le dice que todo el mundo conspira contra
él, a usted le resultará imposible refutarlo, a menos que le diga que todo el
mundo niega ser un conspirador; lo cual es exactamente lo que harían los
conspiradores. La explicación de él se ajusta a los hechos tanto como la de
usted. O bien, si un hombre dice que es el Rey de Inglaterra, de nada serviría
responderle que las autoridades vigentes lo consideran loco por decirlo;
porque, si fuese el Rey de Inglaterra, eso podría ser lo más aconsejable que
podrían hacer las autoridades vigentes. O bien, si un hombre dice que es
Jesucristo, el responderle diciendo que el mundo niega su divinidad no lo
refutará, porque el mundo también negó la divinidad de Cristo.
Y, sin embargo, el hombre está equivocado. Pero, si tratamos de rastrear su
error en términos exactos, descubriremos que no es algo tan fácil de hacer
como se supone. Quizás lo más aproximado sería decir que su mente se mueve
en un círculo perfecto pero estrecho. Un círculo pequeño es bastante igual de
infinito que un círculo grande; pero, si bien es casi tan infinito, no es igual de
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grande. De la misma forma, la explicación del demente es casi tan completa
como la del cuerdo, pero no es tan amplia. Una bala es casi tan redonda como
el mundo; pero no es el mundo. La universalidad estrecha existe; la eternidad
pequeña y restringida existe; pueden ustedes observarlo en muchas religiones
modernas. Ahora bien, hablando explícita y empíricamente, podríamos decir
que el signo más evidente e inconfundible de la locura es esa combinación de
totalidad lógica y contracción espiritual. La teoría del loco explica una gran
cantidad de cosas, pero no las explica en gran medida. Lo que quiero decir es
que, si usted o yo estuviésemos tratando con una mente que se está volviendo
enferma, en forma principal no tendríamos que preocuparnos tanto por darle
argumentos sino por darle aire; tendríamos que tratar de convencerla de que
existe algo más limpio y más fresco fuera de la asfixia de un único argumento.
Supongamos, por ejemplo, que se trata del primer caso que mencioné como
típico. Supongamos que se trata del caso del hombre que acusa a todo el
mundo de conspirar contra él. Si tuviésemos que expresar nuestra más sentida
protesta y combatir esa obsesión, supongo que diríamos algo como: “Oh,
admito que su caso es real y que lo siente de corazón, y que muchas cosas
encajan en otras tal como lo dice usted. Admito que su explicación explica
muchas cosas, pero ¡cuántas cosas no explica! ¿No hay en el mundo más
historia que la suya? ¿Todo el mundo está ocupado con los asuntos de usted?
Supongamos que concedemos los detalles. Supongamos que, cuando el
hombre en la calle pareció no verlo, quizás fue por astucia. Quizás el policía
que le preguntó su nombre lo hizo porque ya lo sabía. Pero ¡cuánto más feliz
sería si tan sólo supiese que a todas estas personas usted no les importa para
nada! ¡Cuanto más amplia sería su vida si usted pudiera empequeñecerse en
ella; si pudiera observar realmente a las demás personas con curiosidad y
placer comunes; si pudiera verlas caminar tal como son en su radiante egoísmo
y en su viril indiferencia! Al no estar ellas interesadas en usted, podría
empezar usted a interesarse en ellas. Podría escapar de este pequeño y
mezquino teatro en el que siempre se representa su dramita personal y se
encontraría usted bajo un cielo más despejado y en una calle llena de
espléndidos desconocidos.” O supongamos que se trata del segundo caso de
locura, el del hombre que pretende la corona. Nuestro impulso sería el de
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contestar: “¡Está bien! Quizás usted sabe que es el Rey de Inglaterra, pero ¿por
qué le importa tanto? Haga un magnífico esfuerzo y se convertirá en un ser
humano, y con eso podrá mirar desde arriba a todos los reyes de la tierra.” O
bien podría tratarse del tercer caso, el del loco que decía ser Jesucristo. Si le
dijéramos lo que sentimos, le podríamos decir: “Así que usted es el Creador y el
Redentor del mundo. ¡Pero qué mundo más pequeño debe ser! ¡Qué cielo más
pequeño debe habitar usted, con ángeles no más grandes que mariposas! ¡Debe
ser muy triste ser Dios y, para colmo, un Dios inadecuado! Realmente, ¿no hay
una vida más plena y un amor más maravilloso que el de usted? ¿Es realmente
en su mezquina y penosa compasión que todo lo encarnado debe depositar su
fe? ¡Cuánto más feliz sería usted si el martillo de un Dios más grande pudiera
hacer añicos su pequeño cosmos, desparramando las estrellas como si fueran
chispas y dejándolo a usted al aire libre, libre como los demás hombres para
mirar tanto hacia arriba como hacia abajo!"
Hay que recordar que incluso la ciencia más puramente práctica ataca la
enfermedad mental desde este punto de vista. No trata de discutir con ella
como si fuese una herejía sino, simplemente, trata de romperla como se hace
con un encantamiento. Ni la ciencia moderna ni la antigua religión creen en la
completa libertad de pensamiento. La teología rechaza ciertos pensamientos
llamándolos blasfemos. La ciencia rechaza ciertos pensamientos llamándolos
enfermizos. Por ejemplo, algunas sociedades religiosas desaconsejaron, con
mayor o menor éxito, que la persona pensara en el sexo. La nueva sociedad
científica desaconseja terminantemente que las personas piensen en la muerte.
La muerte es un hecho, pero es un hecho que se considera morboso. Y, al
someter a tratamiento a quienes presentan una morbosidad con un toque de
manía, la ciencia moderna se preocupa de la lógica pura mucho menos todavía
que un derviche danzante. En estos casos no es suficiente que el pobre hombre
desee la verdad; lo que tiene que desear es la salud. Nada puede salvarlo,
excepto un ciego, casi bestial, hambre de normalidad. Una persona no puede
salir de su enfermedad mental pensando, porque es precisamente el órgano del
pensamiento el que se le ha enfermado volviéndose ingobernable como si se
hubiese tornado independiente. Sólo puede ser salvado por la voluntad o por la
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fe. En el instante en que su razón aislada se empiece a mover, se moverá en la
vieja senda circular; andará dando vueltas por su círculo lógico exactamente de
la misma manera en que el hombre viajando en un vagón de tercera clase por
el Inner Circle [16] andará dando vueltas por el Inner Circle hasta que consiga
ejecutar la voluntaria, vigorosa y mística acción de bajarse en Gower Street.
En esto, todo depende de la decisión; hay que cerrar una puerta para siempre.
Todo remedio es un remedio desesperado. Toda curación es milagrosa. Curar a
un loco no es discutir con un filósofo; es exorcizar al demonio. Y por más
suavemente que procedan los médicos y los psicólogos en esta materia, sus
actitudes son profundamente intolerantes – tan intolerantes como las de
Bloody Mary.[17] Porque su verdadera convicción es ésta: el paciente, si quiere
seguir viviendo, tiene que dejar de pensar. El criterio es el de la amputación
intelectual. Si tu cabeza te ofende, pues córtala; porque más vale ingresar al
Reino de los Cielos, no sólo como un niño sino como un imbécil, y no que todo
tu intelecto sea arrojado al infierno – o a Hanwell.[18]
Así es el loco real. Por lo común es un razonador, y con frecuencia un
razonador exitoso. Sin duda podría ser conquistado en forma puramente
racional planteándole su caso en forma lógica. Pero se le puede plantear ese
caso con mucha mayor precisión en términos más generales e incluso más
estéticos. El loco se encuentra en la limpia y bien iluminada prisión de una sola
idea: se ha agudizado hasta un extremo penoso. Carece de la sana
incertidumbre y de la sana complejidad. Ahora bien, tal como lo expliqué en la
introducción, en estos capítulos no me propongo tanto ofrecer el diagrama de
una doctrina como las imágenes de un punto de vista. Y he descrito en detalle
mi visión del maniático por la siguiente razón: es que el maniático me produce
la misma impresión que los pensadores modernos. Ese inconfundible tono, o
esa nota, que oigo desde Hanwell, también la oigo desde las cátedras científicas
y los centros de enseñanza de la actualidad; y muchos médicos de enfermos
mentales tienen de enfermos mentales algo más que sus pacientes. Todos
tienen exactamente la combinación que hemos observado: la combinación de
una razón expansiva y exhaustiva con la contracción del sentido común. Son
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universales tan sólo en el sentido en que toman una sola delgada explicación y
la llevan muy lejos. Pero, por más que se lo pueda estirar indefinidamente, un
modelo seguirá siendo una modelo. Estas personas ven un tablero de ajedrez
en blanco sobre negro; y aún cuando pavimentemos al universo entero con él,
seguirán viéndolo en blanco sobre negro. Al igual que el loco, estas personas no
pueden modificar su punto de vista; les resulta imposible hacer el esfuerzo
mental para verlo de pronto en negro sobre blanco.
Para empezar, tomen ustedes el caso más obvio del materialismo. Como
explicación del mundo, el materialismo tiene una especie de simpleza
demencial. Posee justo la misma cualidad que el argumento del loco; nos
produce la misma sensación de abarcarlo todo y de excluirlo todo
simultáneamente. Contemplen a un materialista capaz y sincero como por
ejemplo McCabe[19], y tendrán exactamente esa inigualable sensación.
McCabe lo entiende todo, y parece que nada vale la pena ser entendido. Su
cosmos podrá estar completo en cada remache y en cada engranaje, pero aún
así sigue siendo más pequeño que nuestro mundo. De algún modo, su
esquema, como el lúcido esquema del loco, parece no tomar conciencia de las
energías externas y de la enorme indiferencia del mundo; su esquema no
contiene un pensamiento sobre las cosas reales del mundo tales como la lucha
contra otros pueblos, o las madres orgullosas, o el primer amor, o el miedo de
navegar por el mar. Su tierra es tan enorme y su cosmos es tan diminuto. Su
cosmos es algo así como el agujero más pequeño en el cual el hombre puede
esconder la cabeza.
Hay que entender que aquí no estoy discutiendo la relación de estos credos con
la verdad sino su relación con la salud. Más adelante en la discusión me
dedicaré a atacar la cuestión de la veracidad objetiva; aquí sólo estoy hablando
de un fenómeno psicológico. Por ahora, no pretendo demostrarle a Haeckel
[20] que el materialismo es falso, como que tampoco intento demostrarle al
hombre que se creyó Cristo que fue víctima de un error. Tan sólo quiero
subrayar aquí el hecho de que ambos casos presentan la misma clase de
atributo: son, en igual sentido, completos e incompletos a la vez. Si una
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persona es encerrada en Hanwell, el hecho puede ser explicado diciendo que
un público indiferente crucificó a un dios que el mundo no merecía. La
explicación, explica. En forma similar, se puede explicar el orden del universo
diciendo que todas las cosas, incluso las almas de las personas, son hojas que
se despliegan en forma inevitable sobre las ramas de un árbol completamente
inconsciente – el ciego destino de la materia. La explicación, explica. Aunque
no, por supuesto, en forma tan completa como la del loco. Pero la cuestión aquí
es que la mente humana normal no sólo objeta ambas explicaciones sino que
siente la misma objeción ante las dos. Lo que la mente normal diría,
aproximadamente, es que, si el hombre de Hanwell es realmente Dios, pues no
es gran cosa como Dios; y si el cosmos de los materialistas es el cosmos real,
ese cosmos no es gran cosa. El concepto se ha encogido. La deidad es menos
divina que muchas personas; y (de acuerdo con Haeckel) la totalidad de la vida
es algo mucho más gris, estrecho y trivial que muchos de sus aspectos tomados
por separado. La parte parece ser más grande que el todo.
Porque debemos recordar que la filosofía materialista (más allá de si es
verdadera o no), resulta ciertamente mucho más limitante que cualquier
religión. En cierto sentido, por supuesto, todas las ideas inteligentes son
estrechas. No pueden ser más amplias que ellas mismas. Un cristiano sólo está
restringido en el mismo sentido en el que lo está un ateo. El cristiano no puede
pensar que el cristianismo es falso y seguir siendo un cristiano; y el ateo no
puede pensar que el ateísmo es falso y seguir siendo ateo. Pero sucede que hay
un sentido muy especial en el cual el materialismo tiene más restricciones que
el espiritualismo. El señor McCabe piensa que soy un esclavo porque no me
está permitido creer en el determinismo. Y yo a mi vez pienso que el señor
McCabe es un esclavo porque no le está permitido creer en las hadas. Ahora, si
examinamos las dos prohibiciones, veremos que la de él es una prohibición
mucho más restrictiva que la mía. El cristiano es bastante libre de creer en que
hay una cantidad apreciable de orden establecido y de desarrollo inevitable en
el universo. Pero al materialista no le está permitido admitir en su inmaculada
máquina la más mínima mancha de espiritualidad o de milagro. Al pobre señor
McCabe no le está permitido conservar ni al más pequeño duende; ni aunque
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se esconda en una flor. El cristiano admite que el universo es múltiple y hasta
heterogéneo, así como la persona cuerda sabe de si misma que es compleja. La
persona cuerda sabe que tiene un toque de bestia, un toque de demonio, un
toque de santo y un toque de ciudadano. Más aún: la persona realmente cuerda
hasta sabe que tiene un toque de locura. Pero el materialista está seguro de que
el mundo es bastante simple y sólido; del mismo modo en que el loco está
bastante seguro de ser sensato. El materialista está seguro de que la historia no
ha sido más que, simple y exclusivamente, una cadena causal; exactamente así
como la interesante persona antes mencionada está segura de ser simple y
solamente una gallina. Los materialistas y los locos nunca tienen dudas.
En realidad, las doctrinas espirituales no limitan a la mente como lo hacen las
negaciones materialistas. Aún si creo en la inmortalidad no tengo que pensar
en ella. Pero si no creo en la inmortalidad, no debo pensar en ella. En el primer
caso, tengo el camino abierto y puedo ir tan lejos como quiera; en el segundo
caso el camino está cerrado. Pero el caso es más concluyente todavía y el
paralelo con la locura es aún más extraño. Nuestra imputación a la exhaustiva
y lógica teoría del loco fue que, fuese verdadera o falsa, destruía gradualmente
su humanidad. Ahora la imputación a las principales deducciones del
materialista es que, sean verdaderas o falsas, destruyen gradualmente su
humanidad. Y no me refiero sólo a que destruyen la bondad. Me refiero a la
esperanza, al coraje, a la poesía, a la iniciativa; a todo lo que es humano. Por
ejemplo, cuando el materialismo lleva las personas a un fatalismo absoluto
(como generalmente sucede), resulta bastante inútil pretender que, en
cualquier sentido que sea, constituye una fuerza liberadora. Es absurdo decir
que alguien promueve la libertad de un modo especial cuando utiliza la
libertad de pensar para destruir al libre albedrío.
Los deterministas vienen a atar, no a desatar. Hacen muy bien en llamar a su
ley la “cadena” causal. Es la peor cadena que jamás amarró al ser humano. Se
puede usar el lenguaje de la libertad todo lo que se quiera para difundir el
materialismo, pero es obvio que ese lenguaje resulta inaplicable a la totalidad
de la doctrina, del mismo modo en que resulta inaplicable al hombre encerrado
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en un manicomio. Si lo desean, pueden decir que el hombre es libre de pensar
que es un huevo hervido. Pero de seguro será de más peso e importancia el
hecho de que, si es un huevo hervido, no será libre de comer, beber, dormir,
pasear o fumarse un cigarrillo. En forma similar podrán ustedes decir, si lo
desean, que el audaz especulador determinista es libre de no creer en la
realidad de la voluntad. Pero de seguro será de más peso e importancia el
hecho de que no es libre de alabar, de maldecir, de agradecer, de justificar, de
urgir, de castigar, de resistir tentaciones, de agitar muchedumbres, de hacer
promesas de fin de año, de perdonar pecadores, de oponerse a tiranos; ni
siquiera es libre de decir "gracias” cuando alguien le alcanza la mostaza.
Pasando a otro tema, no puedo dejar de apuntar la extraña falacia que presenta
al materialismo fatalista como algo en cierta forma favorable a la misericordia,
a la abolición de los castigos crueles, o a la abolición de los castigos sean de la
clase que fueren. Esto es notoriamente contrario a la verdad. Es sostenible que
la doctrina de la necesidad no cambia nada en absoluto; que deja azotando al
flagelador y alentando al buen amigo igual que antes. Pero, obviamente, si
resulta que detiene a alguno de los dos, detendrá al buen amigo que alienta.
Que los pecados sean inevitables es un hecho que no evitará el castigo; en todo
caso, si es que evita algo, evitará la persuasión. El determinismo tiene tantas
probabilidades de inducir a la crueldad como ciertamente las tiene de inducir a
la cobardía. El determinismo no es incompatible con el tratamiento cruel de
los criminales. Es (quizás) incompatible con darles un tratamiento generoso;
con cualquier apelación a sus mejores sentimientos o con la exhortación a
superar su conflicto moral. El determinista no cree en la eficacia de apelar a la
voluntad, pero cree en la eficacia de cambiar el entorno. No le puede decir al
pecador: “Anda, y no peques más”, porque, según su concepción, el pecador no
puede evitar el pecado. Pero puede sumergirlo en aceite hirviendo porque el
aceite hirviendo es un entorno. Por consiguiente, considerado como un
personaje, el materialista posee el fantástico perfil del loco. Ambos adoptan
una postura que es, al mismo tiempo, incontestable e intolerable.
Por supuesto, lo señalado no se aplica tan sólo al materialista. Lo mismo
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podría decirse de cualquier otro extremo de lógica especulativa. Existe una
clase de escéptico que es mucho más terrible que el que cree que todo comenzó
en la materia. Podemos toparnos con el escéptico que cree que todo comenzó
dentro de él. Éste es uno que duda, no de la existencia de ángeles y demonios,
sino de la existencia de seres humanos y de vacas. Para él, sus propios amigos
no son sino una mitología creada por él mismo. Creó a su propio padre y a su
propia madre. Esta horrible fantasía posee una cosa que decididamente atrae
al, algo místico, egoísmo actual. Ése editor que pensaba que los hombres
obtendrían éxito creyendo en si mismos; esos buscadores del superhombre que
lo buscan mirándose al espejo; esos escritores que hablan de impresionar con
sus personalidades en lugar de crear vida para el mundo; todas estas personas
se encuentran sólo a una pulgada de ese tremendo vacío. Y luego, cuando este
amable mundo que existe alrededor del ser humano haya sido ennegrecido
como una mentira; cuando los amigos se desvanezcan y se vuelvan fantasmas;
cuando fallen todos los cimientos del mundo; cuando el hombre, no creyendo
en nada ni en nadie, se encuentre solo en su propia pesadilla; pues entonces,
en vengativa ironía, se escribirá sobre él el gran lema individualista. Las
estrellas serán sólo puntos en la oscuridad de su cerebro; el rostro de su madre
será tan sólo un boceto que su propio lápiz demente dibujó sobre la pared de
su celda. Pero sobre la puerta de su celda estará escrito con aterradora verdad:
“Aquí hay uno que cree en si mismo”.
No obstante, todo lo que nos interesa aquí es que este extremismo intelectual
panegoísta presenta la misma paradoja que aquél otro extremo del
materialismo. Es igual de completo en teoría e igual de amputador en la
práctica. En aras de ser simples, es más fácil explicar la noción diciendo que
una persona puede creer que está constantemente en un sueño. Ahora bien, es
obvio que no se le puede demostrar positivamente que no está en un sueño por
la simple razón de que no se le puede ofrecer ninguna prueba que no se le
podría ofrecer también en un sueño. Pero si el hombre comenzara a incendiar
Londres y a decir que su ama de llaves pronto lo llamará para desayunar, lo
llevaríamos y lo pondríamos, junto con otros especialistas en lógica, en ese
lugar que tantas veces hemos mencionado en este capítulo. La persona que no
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puede creerle a sus sentidos está loca, y la persona que no puede creerle a nada
fuera de sus sentidos está igual de loca; y su locura no queda demostrada por
ningún error de argumentación sino por el hecho que toda la vida de estas
personas está manifiestamente errada. Ambos se han encerrado en sendas
cajas que del lado interno tienen pintado el sol y las estrellas; ambos son
incapaces de salir, el uno a la salud y a la felicidad del cielo y el otro ni siquiera
a la salud y a la felicidad de la tierra. La posición de los dos es bastante
razonable; más aún: en cierto sentido es infinitamente razonable del mismo
modo en que una moneda de tres peniques es infinitamente circular. Pero
existe la infinitud malvada, y la eternidad vil y esclava. Es divertido observar
que muchos de los modernos, ya sean escépticos o místicos, han adoptado
como signo cierto símbolo oriental que es el símbolo mismo de esta definitiva
nulidad. Cuando quieren representar a la eternidad lo hacen mediante una
serpiente que se muerde la cola. Hay un sorprendente sarcasmo en la imagen
de esta más que insatisfactoria comida. La eternidad de los fatalistas
materialistas, la eternidad de los pesimistas orientales, la eternidad de los
arrogantes teósofos y de los encumbrados científicos actuales está, de veras,
muy bien representada por una serpiente que se come la cola; un animal
degradado que se destruye hasta a si mismo.
Este capítulo es puramente práctico y está dedicado a lo que en la actualidad
constituye el principal signo y el principal elemento de la demencia.
Resumiendo, podemos decir, pues, que es la razón utilizada sin raíces; la razón
en el vacío. La persona que comienza a pensar sin los primeros principios
adecuados, se vuelve loca; comienza a pensar desde el lado equivocado. Y a lo
largo del resto de estas páginas tenemos que tratar de descubrir cuál es el lado
correcto. Pero, en conclusión, si esto es lo que enloquece a las personas,
podríamos preguntar: ¿qué es lo que las mantiene cuerdas? Hacia el fin de este
libro espero dar una respuesta definitiva; algunos pensarán que demasiado
definitiva. Pero, por el momento y en la misma forma estrictamente práctica,
es posible dar una respuesta general a la pregunta de qué es lo que, en la
historia humana real, ha mantenido la salud mental de los seres humanos. Es
el misticismo el que nos ha mantenido mentalmente sanos. Mientras tengáis
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misterio, tendréis salud; destruid el misterio y habréis creado la enfermedad.
El hombre común siempre ha estado mentalmente sano porque siempre fue un
místico. Siempre aceptó la media luz. Siempre estuvo con un pie sobre la tierra
y con el otro en el país de las hadas. Siempre se ha sentido libre de dudar de
sus dioses pero (a diferencia del agnóstico[21] actual) también se sintió libre
para creer en ellos. Siempre le importó más la verdad que la consistencia. Si
vio dos verdades que parecían contradecirse, tomo las dos verdades y las
contradicciones junto con ellas. Su visión espiritual es estereoscópica, al igual
que su visión biológica: ve dos imágenes en forma simultánea y sin embargo, o
justo por eso, ve mejor. Así, siempre ha creído que existe algo llamado destino
pero también algo llamado libre albedrío. Así, creyó que los niños eran
realmente del reino de los cielos, pero sin embargo debían obedecer a los
reinos de la tierra. Admiró a la juventud porque era joven y a la vejez porque
no lo era. Es exactamente este equilibrio de contradicciones aparentes lo que
ha constituido toda la vitalidad del hombre sano. Todo el secreto del
misticismo consiste en que el ser humano puede entenderlo todo con la ayuda
de lo que no entiende. El experto en lógica enfermo busca dilucidarlo todo y
consigue hacer que todo sea misterioso. El místico permite que una cosa siga
siendo misteriosa y todo lo demás se vuelve lúcido. El determinista expone con
bastante claridad la teoría causal, y después se encuentra con que no le puede
decir “si le parece” a su mucama. El cristiano permite que el libre albedrío
continúe siendo un misterio sagrado pero, a consecuencia de eso, sus
indicaciones a la mucama adquieren una claridad meridiana. Deposita la
semilla del dogma en una oscuridad central, pero la semilla se ramifica en
todas direcciones derrochando salud natural. Así como tomamos el círculo
para simbolizar a la razón y a la locura, podríamos muy bien tomar a la cruz
como símbolo tanto del misterio como de la salud. El budismo es centrípeto
pero el cristianismo es centrífugo; se escapa hacia afuera. Porque el círculo es
perfecto e infinito por naturaleza; pero su tamaño está fijado para siempre y
nunca puede ser ni mayor, ni menor. Pero la cruz, si bien tiene una colisión y
una contradicción en su corazón, puede extender sus cuatro brazos por toda la
eternidad sin cambiar su forma. Puede crecer sin cambiar porque tiene una
paradoja en su centro. El círculo vuelve sobre si mismo y está limitado. La cruz
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abre los brazos a los cuatro vientos y es un cartel indicador para viajeros libres.
Los símbolos, por si mismos, tienen hasta un valor nebuloso cuando se habla
de estas cuestiones profundas y otro símbolo de naturaleza física expresará
adecuadamente el verdadero lugar del misticismo para la humanidad. El único
objeto creado al que no podemos mirar es el único objeto a cuya luz lo vemos
todo. Como el sol al atardecer, el misticismo explica todo lo demás por la llama
de su propia, victoriosa, invisibilidad. El intelectualismo autárquico es tan sólo
luz de luna, luz sin calor, luz secundaria, reflejada por un mundo muerto. Y los
griegos tuvieron razón cuando hicieron de Apolo tanto el dios de la
imaginación como el dios de la salud; porque fue tanto el protector de la poesía
como el protector de las curaciones. De los dogmas necesarios y de un credo
especial hablaré más adelante. Pero ese trascendentalismo en virtud del cual
todos los hombres viven tiene en forma principal mucho de la posición del sol
en el cielo. Lo percibimos como una especie de espléndida confusión; es algo
brillante y al mismo tiempo sin forma definida, es luz y sombra
simultáneamente. Pero el círculo de la luna es claro e inconfundible, tan
recurrente como inevitable, es como el círculo de Euclides sobre un pizarrón.
Porque la luna es completamente razonable; y la luna es la madre de los
lunáticos y les ha dado el nombre a todos ellos.
III. El suicidio del pensamiento
L
as frases que se dicen en la calle no son sólo enérgicas sino también
sutiles; porque una expresión idiomática muchas veces puede terminar en una
grieta demasiado pequeña para una definición. Hay frases populares que
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podrían haber sido acuñadas por el señor Henry James[22] en una agonía de
precisión verbal. Y no hay verdad más sutil que la cotidiana referencia al
hombre que tiene "el corazón en el lugar adecuado". Es algo que incorpora la
idea de la proporción normal; no sólo afirma la existencia de una función sino
también su justa relación con otras funciones. Más aún; la negación de esta
frase describiría con peculiar precisión esa algo enfermiza compasión y
perversa condescendencia de la mayoría de los personajes representativos
modernos. Por ejemplo, si tuviese que describir con justicia el carácter del
señor Bernard Shaw, lo más exacto que podría expresar sería decir que tiene
un corazón heroicamente grande y generoso; pero no un corazón en el lugar
adecuado. Y esto se aplica de la misma manera a la típica sociedad de nuestro
tiempo.
El mundo moderno no es malvado; en ciertos aspectos el mundo moderno es
demasiado bueno. Está lleno de plenas y desperdiciadas virtudes. Cuando una
religión se desmembra (como se desmembró el cristianismo con la Reforma)
no es tan sólo que los vicios quedan sueltos. Es cierto que los vicios quedan
sueltos y se esparcen haciendo daño. Pero también las virtudes quedan sueltas,
y las virtudes se esparcen de un modo más salvaje; con lo cual las virtudes
hacen un daño más terrible. El mundo moderno está repleto de virtudes
cristianas que se han vuelto locas. Y esas virtudes enloquecieron porque han
quedado aisladas las unas de las otras y están deambulando solas. Así, a
algunos científicos les importa la verdad; pero sus verdades carecen de
misericordia. Así, a algunos humanitaristas sólo les importa la misericordia
pero su misericordia (lamento tener que decirlo) muchas veces carece de
verdad. Por ejemplo, el señor Blatchford[23] ataca al cristianismo porque está
furioso por una virtud cristiana: la meramente mística y casi irracional virtud
de la caridad. Tiene la extraña idea de que puede facilitar el perdón de los
pecados diciendo que no hay pecados que perdonar. El señor Blatchford no es
solamente un primer cristiano, es el único primer cristiano que realmente
tendría que haber sido comido por los leones. Porque, en su caso, la acusación
pagana es realmente cierta: su caridad significaría tan sólo simple anarquía. Es
realmente enemigo de la raza humana por ser tan humano. En el otro extremo
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podemos tener al cáustico realista que ha asesinado en si mismo todo placer
humano por los cuentos felices o por los bálsamos del corazón. Torquemada
[24] torturó a la gente físicamente en aras de la verdad moral. Zola[25] torturó
a la gente moralmente en aras de la salud física. Pero en la época de
Torquemada al menos había un sistema en el cual, en cierta medida, la justicia
y la paz se podían dar un beso. Actualmente ni siquiera se saludan. Pero,
aparte de la verdad y la misericordia, el caso de la dislocación de la humildad
es mucho peor.
Nos ocuparemos aquí de tan sólo un aspecto de la humildad. La humildad fue
pensada como un freno a la arrogancia y a lo ilimitado de los apetitos del
hombre. El ser humano siempre ha estado superando sus compasiones con sus
propias, inventadas, nuevas necesidades. Su mismo poder para gozar destruyó
la mitad de sus deleites. Reclamando el placer, perdió el mayor placer de
todos; porque el placer más grande es el de la sorpresa. A partir de esto se hizo
evidente que, si el hombre quería agrandar su mundo, debía siempre hacerse
pequeño a si mismo. Aún las ambiciosas visiones, las altas ciudades, y los
elevados pináculos son creaciones de la humildad. Los gigantes que pisotean
bosques enteros como si fuesen pasto, son creaciones de la humildad. Torres
que se esfuman sobrepasando en altura a la más solitaria de las estrellas, son
creaciones de la humildad. Porque las torres no son altas a menos que las
miremos desde abajo; y los gigantes no son gigantes a menos que sean más
altos que nosotros. Toda esta gigantesca imaginación que constituye, quizás,
uno de los mayores placeres del hombre, es en lo fundamental completamente
humilde. Sin humildad es imposible disfrutar algo – incluso el orgullo.
De lo que padecemos en la actualidad es de una humildad puesta en el lugar
equivocado. La modestia se ha desplazado del órgano de la ambición. Se ha
instalado sobre el órgano de la convicción; un lugar en el cual nunca se pensó
que debería estar. Se suponía que el hombre podía dudar de si mismo pero no
dudar de la verdad. Y actualmente esto es exactamente al revés. Hoy en día la
parte del ser humano que el hombre exalta es exactamente la parte que no
debería exaltar – a si mismo. Y la parte de la cual duda es exactamente la parte
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de la que no debería dudar – la Razón Divina. Huxley[26] predicó una
humildad que se limitaba a aprender de la naturaleza. Pero el nuevo escéptico
es tan humilde que duda hasta de que pueda aprender. Por ello estaríamos
equivocados si dijésemos apresuradamente que no existe una humildad típica
de nuestro tiempo. La verdad es que hay una humildad típica de nuestro
tiempo, pero sucede que, prácticamente, es una humildad más venenosa que
las más extremas postraciones del asceta. La antigua humildad fue una espuela
que le impedía al hombre detenerse; no un clavo en su zapato que le impedía
avanzar. Porque la antigua humildad hacía que el hombre dudara de sus
esfuerzos; lo que lo hacía trabajar más duro. La nueva humildad hace que el
hombre dude de sus objetivos; lo cual lo lleva a dejar de trabajar en absoluto.
En cada esquina podemos encontrarnos con una persona que profiere la
delirante y blasfema afirmación de que puede estar equivocado. Todos los días
nos encontramos con alguien que nos dice que, por supuesto, su punto de vista
podría no ser el correcto. Por supuesto que su punto de vista tiene que ser el
correcto. Si no lo fuera, no sería su punto de vista. Estamos en el mejor camino
de producir una raza de personas mentalmente tan modestas que ya no
creerán ni en la tabla de multiplicar. Estamos en peligro de ver filósofos que
dudan de la ley de la gravedad como si ésta fuese un capricho inventado por
ellos. Los burlones de antaño eran demasiado orgullosos como para dejarse
convencer, pero éstos son demasiado humildes para convencerse. Los
humildes heredarán la tierra; pero éstos son demasiado humildes hasta para
reclamar su herencia. Nuestro segundo problema es exactamente esta
impotencia intelectual.
El capítulo anterior estuvo dedicado a un único hecho de observación directa:
que el hombre corría más peligro de enfermar por la razón que por la
imaginación. El capítulo no fue pensado para atacar la autoridad de la razón;
en última instancia, su propósito fue más bien el de defenderla. Porque
necesita ser defendida. Todo el mundo moderno está en guerra contra la razón;
y la torre ya se tambalea.
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Se dice con frecuencia que los sabios no le encuentran respuesta al enigma de
la religión. Pero el problema con nuestros sabios no es que no pueden ver la
respuesta; el problema que tienen es que no pueden ver ni siquiera al enigma.
Son como niños, tan estúpidos que no perciben nada de paradójico en la jocosa
afirmación de que una puerta es una puerta. Por ejemplo, los modernos
latitudinarios[27] hablan de la autoridad en la religión, no sólo como si no
habría razón alguna para su existencia sino como si nunca hubiese habido
razón alguna para su existencia. No sólo dejan de ver su base filosófica sino
que hasta les resulta imposible ver sus causas históricas. Sin duda, la autoridad
religiosa ha sido con frecuencia opresiva o irracional; así como todo sistema
legal (y especialmente nuestro sistema actual) ha sido insensible y lleno de
cruel apatía. Es racional atacar a la policía; no, ¡qué digo!, es glorioso. Pero los
críticos modernos de la autoridad religiosa son como personas que atacan a la
policía sin haber oído jamás hablar de ladrones. Y es que la mente humana se
halla expuesta a un peligro grande y posible: un peligro tan prácticamente
concreto como el robo. Es contra este peligro que se levantó, para bien o para
mal, la autoridad religiosa como una barrera. Y ciertamente algo tiene que ser
levantado a modo de barrera contra él si nuestra especie ha de evitar la ruina.
El peligro está en que el intelecto humano es libre de autodestruirse. Así como
una generación podría evitar la existencia misma de la generación siguiente
entrando todos al monasterio o saltando al mar; del mismo modo un grupo de
pensadores puede evitar hasta cierto punto todo pensamiento posterior
enseñándole a la generación siguiente que el pensamiento humano no tiene
nada de válido. Es inútil hablar siempre de la alternativa entre razón o fe. La
propia razón es cuestión de fe. Es un acto de fe afirmar que nuestros
pensamientos tienen alguna relación en absoluto con la realidad. Si usted es
tan sólo un escéptico, tarde o temprano tendrá que preguntarse: “¿Por que ha
de salir bien cualquier cosa; incluso la observación y la deducción? ¿Por qué
la buena lógica no ha de ser tan engañosa como la mala lógica? ¿No son ambas
movimientos en el cerebro de un mono confundido?” El escéptico joven nos
dice: “Tengo derecho a pensar por mi mismo”. Pero el escéptico viejo, el
escéptico total, nos dirá: “No tengo derecho a pensar por mi mismo. No tengo
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derecho a pensar en absoluto”.
Hay un pensamiento que paraliza al pensamiento. Ése es el único pensamiento
de debería ser inmovilizado. Ése es el mal crucial contra el cual estuvo dirigida
toda autoridad religiosa. Aparece sólo al final de las épocas decadentes como la
nuestra. El señor H. G. Wells[28] ya levantó su ruinosa bandera al escribir una
delicada pieza de escepticismo llamada “Dudas del Instrumento”. En ella,
cuestiona al cerebro mismo e intenta eliminar por completo la realidad de
todas sus propias afirmaciones, ya sean pasadas, presentes o futuras. Y es
contra esta extensa ruina que se estructuraron y se gobernaron todos los
sistemas militares religiosos. Las creencias y las cruzadas, las jerarquías y las
horribles persecuciones no se organizaron, como dicen los ignorantes, para
suprimir a la razón. Se organizaron para la difícil tarea de defenderla. El
hombre supo, por ciego instinto, que una vez que las cosas se cuestionasen de
forma salvaje, la razón podría ser la primera en ser cuestionada. La autoridad
de los sacerdotes para absolver; la autoridad de los papas para definir la
autoridad; incluso la autoridad de los inquisidores para aterrorizar: todas
fueron sólo débiles defensas erigidas alrededor de una autoridad central, más
indemostrable y más sobrenatural que todas ellas – la autoridad del hombre
para pensar. Sabemos que esto es así; no tenemos excusa alguna para no
saberlo. Porque podemos oír como el escepticismo rompe el círculo de las
autoridades y, en el mismo momento, podemos ver a la razón tambalearse
sobre su trono. En la medida en que la religión se va, la razón se va con ella.
Porque ambos son de la misma clase primaria y autoritaria. Ambos son
métodos de demostración que no pueden ser demostrados. Y mediante el acto
de destruir la idea de la autoridad divina hemos destruido en gran medida la
idea de esa autoridad humana mediante la cual hacemos cálculos integrales y
diferenciales. Con un tirón largo y sostenido hemos tratado de quitarle la mitra
al pontífice; y resultó que le arrancamos la cabeza junto con la mitra.
Para que no se diga que todo esto es simplemente un conjunto de afirmaciones
sin fundamento, quizás sea conveniente – aunque aburrido – repasar
rápidamente las principales modas intelectuales modernas que producen este
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efecto de paralizar al propio pensamiento. El materialismo y la doctrina de que
todo es una ilusión personal producen ambos algo de este efecto, porque si la
mente es mecánica, el pensamiento no puede ser demasiado excitante, y si el
cosmos es irreal, no hay nada en qué pensar. Pero en estos casos el efecto es
indirecto y podría ponerse en duda. En otros casos es directo y claro;
especialmente en el caso de lo que comúnmente se llama evolución.
La evolución es un buen ejemplo de esa inteligencia moderna que, si hay algo
que destruye, es a si misma. La evolución es, o bien una descripción científica
inocente de cómo sucedieron ciertas cosas terrenales, o bien y si es algo más
que eso, constituye un ataque a si misma. Si hay algo que la evolución
destruye, no es a la religión sino al racionalismo. Si la evolución simplemente
significa que una cosa positiva llamada mono se convirtió muy lentamente en
otra cosa positiva llamada hombre, pues en ese caso no le resulta urticante ni
al más ortodoxo porque un Dios personal puede hacer las cosas tanto lenta
como rápidamente; en especial si, como el Dios cristiano, es un Dios que está
más allá del tiempo. Pero si significa algo más, eso querrá decir que no hay un
mono que cambie y tampoco hay un hombre en el cual se puede transformar.
Significará que no hay una cosa que sea tal cosa. En el mejor de los casos,
habrá sólo algo así como un flujo de todo y cualquier cosa. Y éste no es un
ataque a la fe sino un ataque a la mente; nadie puede pensar si no hay algo
acerca de lo cual pensar. Nadie puede pensar si no está separado del objeto
pensado. Descartes dijo: “Pienso, luego existo”. El filósofo evolucionista
invierte y negativiza el epigrama diciendo: “No soy, luego no puedo pensar.”
Después está el ataque opuesto al pensamiento: es el que propone el señor H.
H. Wells cuando insiste en que cada cosa por separado es “única” y que no hay
categorías en absoluto. Esto también es tan sólo destructivo. Pensar significa
conectar cosas entre sí, y el pensamiento se detiene si las cosas no pueden ser
conectadas. Ni hace falta decir que este escepticismo que prohíbe el
pensamiento, prohíbe también el lenguaje; una persona no podría ni siquiera
abrir la boca sin contradecirlo. Por ello, cuando el señor Wells dice (como lo ha
hecho en alguna parte): “todas las sillas son muy diferentes”, no sólo está
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emitiendo una afirmación errada sino una contradicción en los términos. Si
todas las sillas fuesen diferentes nadie podría decir “todas las sillas”.
Similar a las anteriores es la falsa teoría del progreso que sostiene que
alteramos el examen en lugar de tratar de pasar el examen. Con frecuencia
escuchamos, por ejemplo: “Lo que está bien para una época está mal para la
otra”. Esto resulta bastante razonable si lo que se quiere decir es que hay un
objetivo fijo y que ciertos métodos son adecuados para ciertas épocas y no para
algunas otras. Si, pongamos por caso, las mujeres desean ser elegantes, es
posible que logren progresar volviéndose más gordas en una época y más flacas
en otra. Pero nadie puede decir que progresarán dejando de querer ser
elegantes y comenzando a desear ser oblongas. Si el criterio varía, ¿cómo
puede haber progreso siendo que éste implica un criterio? Nietzsche[29]
empezó con esa idea insensata de que los hombres de otrora consideraban
bueno lo que hoy llamamos malo. Si fuese cierto, no podríamos hoy hablar ni
de superarlos, ni de haber sido superados por ellos. ¿Cómo puede usted
adelantarse a Juan si ambos caminan en direcciones diferentes? No se puede
discutir si un pueblo tuvo más éxito en ser miserable que otro pueblo en ser
feliz. Sería como discutir si Milton[30] era más puritano de lo que un cerdo es
gordo.
Es cierto que una persona (una persona tonta) puede hacer del cambio mismo
su objetivo o su ideal. Pero, como ideal, el cambio mismo se vuelve
incambiable. Si el idólatra del cambio quisiera estimar su propio progreso,
tendría que ser férreamente leal a su ideal de cambio y no tendría que empezar
a flirtear con el ideal de la monotonía. El progreso mismo no puede progresar.
Dicho sea de paso, vale la pena apuntar que, cuando Tennyson[31] – de un
modo alocado y débil – festejó la idea de una infinita alteración de la sociedad,
instintivamente eligió una metáfora que sugiere un tedio aprisionado. Escribió:
“Dejad al mundo girar por siempre por los tintineantes surcos del cambio.”
Concibió al cambio mismo como un surco incambiable; y así es. El cambio es
casi el surco más estrecho y más difícil en el cual el hombre puede llegar a
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meterse.
Sin embargo, el argumento principal aquí es que esta idea de la alteración
fundamental constituye una de las cosas que hace simplemente imposible
pensar acerca del pasado o del futuro. La teoría de un cambio completo en las
normas de la historia humana no nos priva simplemente del placer de honrar a
nuestros padres; nos priva hasta del más moderno y aristocrático placer de
despreciarlos.
Este breve resumen de las fuerzas destructoras del pensamiento que operan en
nuestro tiempo no estaría completo sin alguna referencia al pragmatismo[32].
Si bien he defendido y habré de defender al método pragmático como guía
preliminar a la verdad, existe una aplicación extrema del mismo que implica la
ausencia de cualquier clase de verdad. Lo que quiero decir puede expresarse
brevemente así: estoy de acuerdo con los pragmáticos en que la verdad objetiva
no lo es todo y que hay una exigencia imperiosa de creer en las cosas que le son
necesarias a la mente humana. Pero digo que una de esas exigencias es,
precisamente, el creer en una verdad objetiva. El pragmático le dice al hombre
que piense en lo que debe pensar y que se despreocupe del Absoluto. Pero
precisamente una de las cosas en las que tiene que pensar es en el Absoluto.
Esta filosofía, realmente, es una especie de paradoja verbal. El pragmatismo es
una cuestión de necesidades humanas; y una de las primeras necesidades
humanas es la de ser algo más que un pragmático. El pragmatismo extremo es
tan inhumano como el determinismo al cual tan vigorosamente ataca. El
determinista (que, para hacerle justicia, no pretende que es un ser humano)
convierte en un sinsentido al sentido humano de la opción real. El pragmático,
que se profesa especialmente humano, convierte en sinsentido al sentido
humano del hecho real.
Para resumir nuestra argumentación hasta aquí, podemos decir que la
característica de la mayoría de las filosofías actuales es que no sólo tienen un
toque de manía sino un toque de manía suicida. Quienes se hacen tantas
preguntas, se han golpeado la cabeza contra los límites del pensamiento
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humano y se han roto la crisma. Esto es lo que hace tan inútiles las
advertencias de los ortodoxos y los alardeos de los progresistas acerca de la
peligrosa juventud del librepensamiento[33]. Lo que estamos viendo no es la
juventud del librepensamiento; es la senectud y la disolución final del
librepensamiento. Es inútil que los obispos y los grandes piadosos capitostes
discutan acerca de las terribles cosas que sucederán si el escepticismo
desbocado sigue su curso. Ya ha terminado de seguir su curso. Es inútil que
elocuentes ateos hablen de las grandes verdades que serán reveladas una vez
que veamos el comienzo del librepensamiento. Ya hemos visto su fin. El
librepensamiento ya no tiene más preguntas para hacer; ya se ha cuestionado
hasta a si mismo. No es posible imaginarse una visión más increíble que la de
una ciudad en la que las personas se cuestionan a si mismas preguntándose si
son si mismas. No es posible imaginarse un mundo más escéptico que aquél en
el cual las personas dudan hasta de la existencia del mundo. Ciertamente, el
mundo hubiera logrado quedar en bancarrota más rápido y de un modo más
limpio de no ser por la tímida aplicación de esas indefendibles leyes contra la
blasfemia o por esa absurda pretensión de que la Inglaterra moderna es
cristiana. Pero la bancarrota hubiera llegado de todos modos. A los ateos
militantes se los persigue injustamente; pero no porque sean una minoría
nueva sino porque son una minoría vieja. El librepensamiento ha agotado su
propia libertad. Está cansada de su propio éxito. Si hoy cualquier
librepensador exalta la libertad filosófica como si fuera el amanecer, sólo
consigue hacer el papel de aquél hombre de Mark Twain[34] que salió envuelto
en sus sábanas para ver salir al sol y llegó justo a tiempo para ver cómo se
ponía. Si algún cura asustado todavía dice que sucederá algo terrible cuando se
haya difundido la tiniebla del librepensamiento, sólo podemos responderle con
las elevadas y poderosas palabras del señor Belloc:[35] "Os imploro; no os
preocupéis por el aumento de las fuerzas que ya se están disolviendo. Os
habéis equivocado con la hora de la noche: ya es de mañana." No quedan
preguntas por hacer. Hemos estado buscando preguntas en los rincones más
oscuros y en los picos más extraordinarios. Hemos encontrado todas las
preguntas que se pueden encontrar. Ya es tiempo de dejar de buscar preguntas
y comenzar a buscar respuestas.
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Tan sólo unas palabras más. Al comienzo de este esquema negativo preliminar
dije que nuestra desgracia mental ha sido producida por una razón desbocada
y no por una imaginación desbocada. Una persona no se vuelve loca por hacer
una estatua de una milla de altura sino por tratar de pensarla y concebirla en
pulgadas cuadradas. Ahora bien, hay una escuela de pensadores que se ha
dado cuenta de esto y ha corrido a tomarlo como una forma de renovar la salud
pagana del mundo. Estas personas ven que la razón destruye pero la voluntad,
según ellos, es creadora. La autoridad definitiva, dicen, es la voluntad y no la
razón. El argumento final no es por qué el hombre exige una cosa sino el hecho
que la exige. No tengo lugar suficiente aquí para exponer esta filosofía de la
Voluntad. Supongo que nos viene de Nietzsche, quien predicó algo que se
llama egoísmo. Eso, por cierto, fue bastante ingenuo porque Nietzsche negó al
egoísmo simplemente predicándolo. El predicar algo es regalarlo. Primero el
egoísta define a la vida como una guerra sin cuartel y luego se toma todo el
trabajo posible en adiestrar a sus enemigos para esa guerra. Es que para
predicar el egoísmo hay que practicar el altruismo. Pero, sea como fuere que
comenzó, el punto de vista está bastante difundido en la literatura actual. La
principal defensa de estos pensadores es que no son pensadores; son hombres
de acción, son hacedores. Nos dicen que la opción en sí es la cosa divina. De
este modo, el señor Bernard Shaw atacó la vieja idea de que los actos de los
hombres deben ser juzgados por la medida del deseo de obtener la felicidad.
Nos dice que un hombre no actúa impulsado por su felicidad sino por su
voluntad. La persona no dice: "La mermelada me hará feliz" sino "Quiero
mermelada". Y en todo esto hay otros que le siguen con un entusiasmo aún
mayor. El señor John Davidson[36], un notable poeta, está tan
apasionadamente excitado por esto que se siente obligado a escribir en prosa.
Publica una breve obra de teatro con varios largos prefacios. Esto es bastante
natural en el señor Shaw cuyas obras de teatro son todas prefacios. El señor
Shaw es (al menos sospecho que es) el único hombre sobre la tierra que jamás
ha escrito poesía. Pero que el señor Davidson (que sabe escribir excelente
poesía) se ponga a escribir una trabajosa prosa metafísica en defensa de esta
doctrina de la voluntad, demuestra que la doctrina voluntarista se ha adueñado
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de las personas. Hasta el señor H. G. Wells ha hablado, a medias, en este
lenguaje manifestando que las acciones no se deberían juzgar como si uno
fuese un pensador sino como si fuese artista. Se debería decir "siento que esta
curva está bien"; o bien que "aquella línea debería ir para allá". Todos ellos
están entusiasmados y es comprensible que lo estén. Porque piensan que,
mediante esta doctrina de la divina autoridad de la voluntad, pueden salir de la
condenada fortaleza del racionalismo. Creen que pueden escapar.
Pero no pueden. La pura exaltación de la volición termina en el mismo colapso
y en el mismo desierto que la mera práctica de la lógica. Exactamente de la
misma manera en que el pensamiento completamente libre incluye la duda
sobre el pensamiento mismo, la unilateralidad de la mera volición paraliza la
voluntad. El señor Bernard Shaw no se ha dado cuenta de la verdadera
diferencia que hay entre la vieja, utilitaria, prueba por el placer (por supuesto
burda y fácilmente tergiversable) y la que él propone. La verdadera diferencia
entre la prueba por la felicidad y la prueba por la voluntad es simplemente que
la de la felicidad es una prueba y la otra no lo es. Si una persona salta por sobre
un peñasco, se puede discutir sobre si su acción estaba, o no, dirigida a lograr
la felicidad; lo que no se puede discutir es que esa acción fue un producto de su
voluntad. Por supuesto que lo fue. Se puede elogiar una acción diciendo que
estaba orientada a producir placer, o dolor, o a descubrir la verdad, o a salvar
el alma. Pero no se puede elogiar una acción porque denota voluntad; decir que
denota voluntad es lo mismo que decir que es una acción. Mediante este elogio
de la voluntad no se puede decir realmente que un curso de acción es mejor
que otro. Y sin embargo, el optar por un curso de acción, porque es mejor que
otro, es justamente la definición de la voluntad que se está elogiando.
La idolatría de la voluntad conduce a la negación de la voluntad. Quedarse
admirando la mera opción es negarse a optar. Si el señor Bernard Shaw se me
aproxima y me exige querer algo de un modo volitivo diciéndome "¡Quiera
cualquier cosa!" su expresión equivaldría a decir "No me importa qué es lo que
usted quiere"; y eso, a su vez, es lo mismo que decir "no tengo voluntad
respecto de la cuestión". No se puede admirar a la voluntad en general porque
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la esencia de la voluntad consiste en ser particular. Un brillante anarquista
como el señor John Davidson se siente irritado por la moralidad común, por lo
que invoca a la voluntad - voluntad para cualquier cosa. Sólo quiere que la
humanidad quiera algo. Pero es que la humanidad ya quiere algo. Quiere la
moralidad común. El señor Davidson se rebela contra la ley y nos dice que
queramos algo, que queramos cualquier cosa. Pero ya hemos querido algo.
Hemos querido la ley contra la cual él se rebela.
Todos los idólatras de la voluntad, desde Nietzsche hasta el señor Davidson, en
realidad están bastante vacíos de volición. No pueden querer, apenas si pueden
desear. Y por si alguien quisiera la prueba de ello, la misma es bastante fácil de
encontrar. Y está en lo siguiente: siempre hablan de la voluntad como de algo
que se expande y que derriba barreras. Y la voluntad es más bien lo opuesto.
Cada acto de la voluntad es un acto de autolimitación. Desear la acción implica
desear la limitación. En ese sentido, todo acto es un acto de autosacrificio.
Cuando alguien elije una cosa, está rechazando todo lo demás. La objeción que
las personas de esta escuela solían hacerle al acto del matrimonio es, en
realidad, una objeción a todos los actos. Cada acción es una irrevocable
selección y exclusión. Así como usted renuncia a todas las demás mujeres
cuando se casa con una mujer, de la misma manera si toma usted un curso de
acción habrá dejado de lado todos los demás cursos posibles. Si usted se
convierte en el Rey de Inglaterra, habrá renunciado al puesto del Ujier de
Brompton. Si usted se muda a Roma, habrá sacrificado una rica y sugestiva
vida en Wimbledon. La existencia de este aspecto negativo y limitante de la
voluntad es lo que convierte la mayor parte del discurso de los anárquicos
adoradores de la voluntad en algo apenas poco mejor que una tontería. Por
ejemplo, el señor John Davidson nos insta a que no tengamos nada que ver con
el “No deberás”; pero es seguramente obvio que ése “No deberás” es tan sólo
uno de los corolarios necesarios a “Yo quiero”. “Yo quiero ir al espectáculo del
Lord Mayor y tu no deberás detenerme”. El anarquismo nos convoca a ser
artistas audaces y creativos; a ignorar las leyes y los límites. Pero es imposible
ser artista ignorando leyes y límites. El arte es limitación; la esencia de toda
pintura es el marco. Si dibujo a una jirafa, tengo que dibujarla con un cuello
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largo. Si usted, para ser audaz y creativo, insiste en querer dibujar una jirafa de
cuello corto, pues se encontrará con que no es usted libre de dibujar una jirafa.
En el momento en que se ingresa al mundo de los hechos, uno entra al mundo
de los límites. Es posible liberar a las cosas de leyes accidentales o externas,
pero no de las leyes inherentes a su propia naturaleza. Puede usted, si lo desea,
liberar al tigre enjaulado de sus barrotes; pero no podrá liberarlo de sus
manchas. No libere al camello de la carga de su joroba: puede terminar
liberándolo de ser un camello. No vayan por allí como demagogos, alentando a
los triángulos a liberarse de la prisión de sus tres lados. Si un triángulo se
escapa de sus tres lados, su vida habrá llegado a un fin lamentable. Alguien
escribió un libro titulado “Los Amores de los Triángulos”; nunca lo leí, pero
estoy seguro de que si alguna vez los triángulos fueron amados, fue por ser
triangulares. Y esto es indudablemente así en el caso de toda creación artística
pues la misma, en cierto modo, es el ejemplo más decisivo de la voluntad pura.
El artista ama sus limitaciones: constituyen el objeto que está haciendo. El
pintor se alegra de que la tela sea plana. El escultor se alegra de que la arcilla
no es multicolor.
Por si el asunto no quedó claro, un ejemplo histórico puede llegar a ilustrarlo.
La Revolución Francesa fue realmente una cosa heroica y decisiva; y lo fue
porque los jacobinos querían algo definido y limitado. Deseaban las libertades
de la democracia, pero también los vetos de la democracia. Quisieron tener
votos y no tener títulos de nobleza. El republicanismo tuvo un costado ascético
en Franklin y en Robespierre así como un costado expansivo en Danton o en
Wilkes. Consecuentemente estas personas crearon algo que tiene una sólida
sustancia y forma: la justa igualdad social y la riqueza campesina de Francia.
Pero, desde entonces, la mente revolucionaria o especulativa de Europa se ha
debilitado huyendo de toda propuesta a causa de las limitaciones de aquella
propuesta original. El liberalismo se ha degradado para convertirse en
liberalidad. Los hombres han tratado de convertir el verbo transitivo
“revolucionar” en un verbo intransitivo. El jacobino podía señalarle a usted no
sólo el sistema contra el que quería rebelarse sino también (lo que es más
importante) el sistema contra el cual no se rebelaría, el sistema en el cual
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confiaría. Pero el nuevo rebelde es un escéptico y no confía plenamente en
nada. No tiene lealtades y, por consiguiente, jamás podrá ser realmente un
revolucionario. Y, en realidad, el hecho de que duda de todo se interpone en su
camino cuando quiere denunciar cualquier cosa. Porque toda denuncia implica
una doctrina moral de alguna clase; y el revolucionario moderno duda no sólo
de la institución que denuncia sino hasta la doctrina en virtud de la cual la
denuncia. Así, escribe un libro quejándose de que la opresión imperial insulta
la pureza de las mujeres y después va y escribe otro libro (acerca del problema
sexual) en el cual se insulta a si mismo. Maldice al Sultán porque las
muchachas cristianas pierden su virginidad y luego insulta a la señora Grundy
[37] porque la mantienen. Como político proclamará que la guerra es un
desperdicio de vidas y después, como filósofo, dirá que vivir es perder el
tiempo. Un pesimista ruso denunciará a un policía por matar a un campesino y
después demostrará, por los principios filosóficos más elevados, que el
campesino tenía derecho a suicidarse. Una persona denuncia el matrimonio
diciendo que es una mentira, y después denuncia a los aristócratas excéntricos
por practicar el matrimonio como si fuese una mentira. Dice que la bandera es
una baratija, y después va y critica a los opresores de Polonia o de Irlanda por
haber secuestrado esa baratija. La persona perteneciente a esta escuela
primero acude a una reunión política en dónde se queja de que los salvajes son
tratados como si fuesen bestias; y luego toma su sombrero y su paraguas, y
acude a una reunión científica en dónde demuestra que, prácticamente, son
bestias. En resumen, el revolucionario moderno, siendo infinitamente
escéptico, está continuamente ocupado en minar sus propias minas. En sus
libros sobre política ataca a los hombres por pisotear a la moral; y en sus libros
sobre ética ataca a la moral por pisotear a los hombres. Consecuentemente, el
revolucionario moderno se ha vuelto prácticamente inservible para cualquier
propósito revolucionario. Por rebelarse contra todo ya no tiene derecho a
rebelarse contra nada.
Podría agregarse que la misma esterilidad y bancarrota se observa en todos los
feroces y terribles tipos de literatura, especialmente en la sátira. La sátira
puede ser loca y anárquica, pero presupone una superioridad admitida de
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ciertas cosas sobre otras; presupone una norma. Cuando los niños de la calle se
ríen de la obesidad de algún distinguido periodista, esos niños están
inconscientemente presuponiendo una norma de escultura griega. Están
apelando al Apolo de mármol. Y la curiosa desaparición de la sátira de nuestra
literatura es un ejemplo de que la mordacidad desaparece cuando falta todo
principio a cuya costa se puede ser mordaz. Nietzsche tenía algún talento
natural para el sarcasmo: podía mofarse, aunque no reír; y siempre hay algo
incorpóreo y falto de peso en su sátira simplemente porque carece de una masa
de moralidad común para respaldarla. Él mismo es más grotesco que
cualquiera de las cosas que denuncia. Pero sin duda, Nietzsche se mantendrá
muy bien como exponente del fracaso total de la violencia abstracta. El
reblandecimiento cerebral que finalmente se apoderó de él, no fue un
accidente físico. Si Nietzsche no hubiera terminado en la imbecilidad, lo que
terminaría en la imbecilidad sería el nietzscheismo. El que piensa en el
aislamiento y con orgullo termina siendo idiota. Todo hombre que no quiere
que se le ablande el corazón, forzosamente termina en que se le ablanda el
cerebro.
Este postrer intento de evadir el intelectualismo termina en intelectualismo y,
por lo tanto, en la muerte. El ataque falla. La idolatría a la ausencia de normas
y la idolatría materialista terminan, ambas, en el mismo vacío. Nietzsche escala
montañas impresionantes pero, al final, termina en el Tibet. Se sienta al lado
de Tolstoy[38] en el país de la nada y el Nirvana[39]. Los dos quedan
desconcertados – uno porque no debe aferrarse a nada; el otro porque no debe
soltar nada. La voluntad tolstoyana está congelada por un instinto budista que
dice que todas las acciones especiales son malas. Pero Nietzsche está bastante
igual de congelado en su visión de que todas las acciones especiales son
buenas; porque, si todas las acciones especiales son buenas, entonces ninguna
de ellas es especial. Los dos están parados en una encrucijada: el uno odia a
todos los caminos y el otro ama a todos los caminos. El resultado es – bueno,
algunas cosas no son difíciles de calcular. Ambos están en una encrucijada.
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Aquí (gracias a Dios) termino la primera y más aburrida cuestión de este libro
– la somera panorámica del pensamiento reciente. Después de esto comenzaré
a bosquejar una visión de la vida que puede no interesarle al lector pero la cual,
en todo caso, me interesa a mí. Tengo frente a mí, al cerrar esta página, una
pila de libros modernos que he estado hojeando para este propósito – es una
pila de ingenuidades, una pila de futilidades. Por el accidente de mi actual
equidistancia, puedo ver la colisión inevitable de las filosofías de Tolstoy y
Schopenhauer[40], Nietzsche y Shaw, de un modo tan claro como se podría ver
desde el aire el inevitable choque de dos trenes. Todos ellos están en camino al
vacío del asilo. Porque la locura podría definirse como la utilización de la
actividad mental hasta el logro de la invalidez mental; y estas personas casi
han llegado a ella. El que piensa que está hecho de vidrio, piensa en la
destrucción del pensamiento porque el vidrio no puede pensar. De este modo,
quien no quiere rechazar nada, quiere la destrucción de la voluntad, porque la
voluntad no implica sólo la opción por algo sino el rechazo de casi todo. Y al
deambular entre estos inteligentes, maravillosos, tediosos e inútiles libros
modernos, el título de uno de ellos me ha llamado la atención. Se llama "Juana
de Arco", por Anatole France[41]. Le he dado sólo un vistazo, pero ese vistazo
fue suficiente para hacerme recordar la "Vida de Jesús" de Renan[42]. Tiene el
mismo extraño método de reverencia escéptica. Desacredita historias
sobrenaturales que tienen algún fundamento simplemente contando historias
naturales que no tienen fundamento alguno. Dado que no podemos creer en lo
que un santo hizo, tenemos que pretender que sabemos exactamente lo que
sintió. Pero no menciono a ninguno de estos libros para criticarlos. Los
menciono porque la combinación accidental de los nombres evocó dos sanas
imágenes que hicieron explotar a todos los libros que tenía ante mí. Juana de
Arco no estaba atascada ante una encrucijada, ni por rechazar todos los
caminos como Tolstoy, ni por aceptarlos a todos como Nietzsche. Eligió un
camino y lo recorrió como un rayo. Y aún así, si me detengo a pensar en ella,
Juana tenía en su fuero interno todo lo que es verdad ya sea en Tolstoy o en
Nietzsche; todo lo que fue hasta apenas tolerable en cada uno de ellos. Pensé
en todo lo que hay de noble en Tolstoy: su placer en las cosas simples,
especialmente en la compasión simple, las cosas terrenales de todos los días, el
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respeto por los pobres, la dignidad de los relegados. Juana de Arco tuvo todo
eso y algo más: soportó la pobreza además de admirarla, mientras que Tolstoy
fue tan sólo un aristócrata tratando de descifrar su secreto. Y después pensé en
todo lo que fue valiente, orgulloso y patético en el pobre Nietzsche y su
rebelión contra el vacío y la mediocridad de nuestro tiempo. Pensé en su
llamado al equilibrio extático del peligro, su hambre por el galope de grandes
caballos, su llamado a las armas. Pues Juana de Arco tuvo todo eso y, de nuevo,
con la diferencia que no ensalzó la lucha sino que luchó. Sabemos que no le
tuvo miedo a un ejército mientras que Nietzsche, por todo lo que sabemos, se
asustó de una vaca. Tolstoy sólo alabó al campesino; Juana fue la campesina.
Nietzsche sólo alabó al guerrero; Juana fue la guerrera. Juana de Arco los
superó a los dos en el terreno de sus propias ideas antagónicas. Fue más gentil
que el primero y más violenta que el segundo. Y, aún así, fue una persona
perfectamente práctica que hizo algo mientras los otros dos son furibundos
especuladores que no han hecho nada. Fue imposible evitar que se me cruzara
por la mente la idea de que ella y su fe quizás tuvieron un secreto de unidad y
utilidad moral que se ha perdido. Y, de la mano de ese pensamiento, apareció
otro más grande y la colosal figura del Maestro de Juana también cruzó el
teatro de mis pensamientos. La misma dificultad moderna que oscureció el
sujeto-asunto de Anatole France también oscureció el de Ernesto Renan.
Renan también separó la misericordia de su héroe de la combatividad de su
héroe. Renan hasta representó la justa furia en Jerusalén como un mero
colapso nervioso después de las idílicas expectativas de Galilea. ¡Como si
existiese alguna inconsistencia entre amar lo humano y odiar lo inhumano!
Ciertos altruistas, con voces delgadas y débiles, denuncian a Cristo tildándolo
de egoísta. Ciertos egoístas (con voces más delgadas y débiles todavía) lo
denuncian tildándolo de altruista. En nuestro ambiente actual esta clase de
cavilaciones resulta bastante comprensible. El amor de un héroe es más
terrible que el odio de un tirano. El odio de un héroe es más generoso que el
amor de un filántropo. Existe una salud enorme y heroica de la cual los
contemporáneos sólo pueden coleccionar algunos fragmentos. Existe un
gigante del cual sólo vemos los brazos y las piernas amputadas caminando por
allí. Han desgarrado el alma de Cristo en necios jirones etiquetados como
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egoísmo y altruismo. Y todos están igual de perplejos por Su formidable
magnificencia y por su formidable humildad. Se han distribuido Sus ropas
entre ellos, y por Su túnica han echado suertes; a pesar de que la túnica carecía
por completo de costuras de principio a fin.
IV – La ética del país de los elfos
C
uando el hombre de negocios critica el idealismo de su joven asistente,
es común que lo haga diciendo algo así como: “Oh, sí; cuando uno es joven se
tienen esas ideas abstractas y se arman esos castillos en el aire; pero a la edad
madura todas esas cosas se rompen como si fuesen nubes y uno termina
creyendo en políticas prácticas, usando la maquinaria que se tiene y tomando
al mundo tal como es.” Al menos, cuando era joven, así me hablaban esos
venerables y filantrópicos ancianos que ahora se encuentran en sus honorables
tumbas. Pero crecí desde entonces y descubrí que aquellos ancianos filántropos
mentían. Lo que realmente sucedió fue exactamente lo contrario de lo que
predijeron. Me dijeron que perdería mis ideales y comenzaría a creer en los
métodos de los políticos prácticos. Pues sucede que no perdí mis ideales en lo
más mínimo; mi fe en las cosas fundamentales es hoy exactamente la misma
que siempre tuve. Lo que sí perdí fue mi infantil fe en la política práctica. Estoy
mucho menos preocupado por las Elecciones Generales y sigo tan preocupado
como siempre por la Batalla de Armagedón[43]. Cuando era una criatura, a su
sola mención saltaba al regazo de mi madre. No; la visión es siempre sólida y
confiable. La visión es siempre un hecho. Es la realidad la que, con frecuencia,
resulta un fraude. Creo en el liberalismo tanto como siempre creí; y más
todavía de lo que siempre creí. Mi rosado tiempo de inocencia fue cuando
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todavía creía en los liberales.
Menciono el caso de la perdurabilidad de una de mis creencias porque,
teniendo ahora que rastrear las raíces de mi especulación personal, creo que
ésta podría considerarse como mi única tendencia positiva. Me criaron como
liberal y siempre he creído en la democracia, en esa elemental doctrina liberal
de una humanidad que se autogobierna. Si alguien encuentra que esta frase es
vaga o trillada, lo único que puedo hacer es detenerme por un momento para
explicar que el principio democrático, tal como yo lo entiendo, puede ser
establecido con dos proposiciones. La primera de ellas es que las cosas
comunes a todos los hombres son más importantes que las cosas particulares
de cualquier hombre. Las cosas comunes son más valiosas que las cosas
extraordinarias, y no sólo eso: hasta son más extraordinarias. El Hombre es
más terrible que los hombres; es algo más extraño. El sentido del milagro de la
humanidad en si misma debería sernos siempre más vívido que cualquiera de
las maravillas del poder, del intelecto, del arte o de la civilización. El mero ser
humano sobre dos pies, como tal, debería ser concebido como algo más
emocionante que cualquier música y más sorprendente que cualquier
caricatura. La muerte es hasta más trágica que el morir de hambre. El tener
una nariz es hasta más cómico que el tener una nariz normanda.
El primer principio de la democracia es que lo esencial en los seres humanos lo
constituyen las cosas que tienen en común, y no las cosas que tienen por
separado. Y el segundo principio es tan sólo que el instinto o el impulso
político es una de esas cosas que tienen en común. Enamorarse es más poético
que hurgar en la poesía. El argumento democrático es que el gobierno
(ayudando a regir la tribu) es algo así como enamorarse y no algo así como
hurgar en poesía. No es algo análogo a tocar el órgano en una iglesia, pintar
sobre vitela, descubrir el Polo Norte (ese siniestro hábito), dar vueltas en el
aire, ser un astrónomo, o cosas por el estilo. Porque no queremos que una
persona haga estas cosas en absoluto, a menos que las haga bien. Por el
contrario, es análogo a escribir nuestras propias cartas de amor o sonarnos
nuestra propia nariz. Estas son las cosas que queremos que una persona haga
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por si misma, incluso si las hace mal. No estoy aquí argumentando acerca de la
verdad de ninguno de estos conceptos; sé que hay algunos modernos que están
pidiendo que sus esposas sean elegidas por científicos y, por todo lo que sé,
pronto podrían pedir que sean enfermeras las que les limpian la nariz. Digo tan
sólo que la humanidad reconoce estas funciones humanas universales y que la
democracia clasifica al gobierno entre ellas. En resumen, la fe democrática
consiste en que las cosas más terriblemente importantes deben ser dejadas
libradas a los propios hombres comunes – la complementación de los sexos, la
crianza de los jóvenes, las leyes del Estado. Eso es democracia, y en eso
siempre he creído.
Pero hay una cosa que no he podido comprender desde mi juventud al día de
hoy. Nunca pude entender de dónde ha sacado la gente la idea de que la
democracia en alguna forma se opone a la tradición. Es obvio que la tradición
sólo es democracia extendida en el tiempo. Significa confiar en el consenso de
las voces humanas antes que confiar en algún documento aislado o arbitrario.
La persona que cita a algún historiador alemán en contra de la tradición de la
Iglesia Católica, por ejemplo, está estrictamente apelando a la aristocracia.
Está apelando a la superioridad de un experto en contra de la horrible
autoridad de un populacho. Es bastante fácil de ver por qué una leyenda es
tratada, y debe ser tratada, con más respeto que un libro de historia. La
leyenda está generalmente armada por la mayoría de la gente cuerda de una
aldea. El libro está generalmente escrito por el único hombre de la aldea que
está loco. Quienes agitan contra la tradición diciendo que los hombres del
pasado eran ignorantes podrían ir y agitar eso en el Carlton Club[44]
afirmando a renglón seguido que los votantes de los barrios bajos son
ignorantes. Y no nos convencerían. Porque si le adjudicamos una gran
importancia a la opinión casi unánime de las personas comunes cuando
estamos tratando cuestiones cotidianas, no hay razón alguna para desechar esa
misma opinión cuando estamos tratando de historia o de fábulas. La tradición
podría, en esto, definirse como una extensión de la franquicia. La tradición
significa otorgarle el voto a la más oscura de todas las clases: la de nuestros
antepasados. Constituye la democracia de los muertos. La tradición se niega a
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someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de quienes casualmente se
pasean por ahí en la actualidad. Todos los demócratas objeta que las personas
sean descalificadas por el accidente de su nacimiento; la tradición objeta que
sean descalificadas por el accidente de su muerte. La democracia nos sugiere
no menospreciar la opinión de una buena persona, aunque sea nuestro
mucamo; la tradición nos pide no despreciar la opinión de una buena persona,
aunque sea nuestro padre. En todo caso, yo no puedo separar estas dos ideas
de democracia y tradición; se me hace evidente que ambas son la misma idea.
Tendremos a los muertos en nuestros concejos. Los antiguos griegos votaban
con piedras; los muertos votarán con las piedras de sus lápidas. Y todo será
bastante correcto y oficial, ya que la mayoría de las lápidas – como la mayoría
de las papeletas electorales – están marcadas con una cruz.
De modo que lo primero que tengo que decir es que, si he tenido un sesgo, ese
sesgo siempre fue a favor de la democracia y, por lo tanto, de la tradición.
Antes de dedicarnos a cualquier introducción teórica o lógica, me conformo
con permitirme esta ecuación personal. Siempre he estado más inclinado a
creer en la multitud de la gente trabajadora que en esa clase literaria, especial y
problemática, a la cual pertenezco. Prefiero hasta los caprichos y los prejuicios
de las personas que ven la vida desde adentro, antes que las más claras
demostraciones de las personas que ven la vida desde afuera. Siempre confiaré
más en las fábulas de las viejas esposas que en los hechos de las viejas
solteronas. Mientras la fantasía sea fantasía innata, por mí puede ir tan lejos
como le plazca.
Ahora bien, tengo que elaborar una proposición general y no pretendo
disponer de una formación especial para estas cosas. Por ello, propongo
hacerlo escribiendo, una detrás de la otra, las tres o cuatro ideas
fundamentales que he encontrado para mí, aproximadamente en el mismo
órden en que las encontré. Después, las sintetizaré en borrador, resumiendo
mi filosofía personal o religión natural; luego de lo cual describiré mi increíble
descubrimiento de que todo el asunto ya había sido descubierto antes. Porque
fue descubierto por el cristianismo. Pero de las profundas convicciones que
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habré de poner en orden, la primera de todas tiene que ver con este elemento
de la tradición popular. Y sin la precedente explicación en lo que se refiere a la
tradición y a la democracia, me hubiera resultado muy difícil dejar en claro mi
experiencia mental. Así como están las cosas, no sé si puedo dejarla en claro;
pero al menos lo intentaré.
Mi primera y última filosofía, ésa en la que creo con certeza inquebrantable, es
la que aprendí en la guardería infantil. En general, la aprendí de una niñera;
esto es, de la solemne y estelar sacerdotisa tanto de la democracia como de la
tradición. Las cosas en las que en aquella época más creí, son las mismas cosas
en las que más creo ahora. Y son esas cosas llamadas cuentos de hadas. A mí
me parecen cosas completamente razonables. No son fantasías: comparadas
con los cuentos de hadas, son otras cosas las que resultan fantásticas.
Comparadas con ellas, la religión y el racionalismo son ambos anormales, si
bien la religión es anormalmente cierta y el racionalismo es anormalmente
falso. El país de las hadas no es más que el radiante país del sentido común. No
es la tierra que juzga al cielo; es el cielo que juzga a la tierra. De este modo, al
menos para mí, no era la tierra la que criticaba al país de los elfos sino que éste
criticaba a la tierra. Conocí el mágico tronco del poroto antes de haber
saboreado un poroto; tuve la certeza del hombre en la luna antes de tener la
certeza de la luna. Y esto coincidía plenamente con todas las tradiciones
populares. Los poetas menores modernos son naturalistas y hablan del bosque
y del arroyo; pero los cantores de las antiguas epopeyas eran sobrenaturalistas
y hablaban de los dioses del arroyo y del bosque. Esto es lo que los modernos
quieren decir cuando manifiestan que los antiguos no "apreciaban a la
Naturaleza" porque sostenían que la Naturaleza era divina. Las viejas niñeras
no les cuentan a los niños acerca del pasto, sino de las hadas que bailan sobre
el pasto; y los antiguos griegos no podían ver los árboles por culpa de las ninfas
del bosque.
Pero aquí tengo que ocuparme de lo que sucede cuando la ética y la filosofía se
alimentan con cuentos de hadas. Si estuviera describiendo esos cuentos en
detalle, podría apuntar muchos nobles y sanos principios que surgen de ellos.
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Ahí está la caballerosa lección de "Jack, el Matador de Gigantes" que nos
enseña que hay que matar a los gigantes porque son gigantescos. Es la rebelión
del hombre contra el orgullo como tal. Porque el rebelde es más antiguo que
los reinados, y el jacobino tiene más tradición que el jacobita partidario de
Jacobo II de Inglaterra. Ahí está la lección de la "Cenicienta", que es la misma
que la del Magnificat – exaltavit humiles. Está la gran lección de "La Bella y
la Bestia"; que nos enseña que algo tiene que ser amado antes de que sea
amable. Ahí está la terrible alegoría de "La Bella Durmiente" que nos dice
cómo la criatura humana fue bendecida con todos los regalos de cumpleaños
y, sin embargo, maldecida con la muerte; y cómo quizás la muerte puede ser
suavizada y convertida en un sueño. Pero no estoy interesado en ninguno de
los estatutos particulares del país de los elfos, sino en todo el espíritu de sus
leyes que aprendí antes de que pudiese hablar y que retendré cuando ya no
pueda escribir. Estoy interesado en cierta forma de ver la vida; forma que se
creó en mí por los cuentos de hadas pero que, desde entonces, me ha sido
gentilmente ratificada por los simples hechos.
Se lo podría expresar de la siguiente forma: existen ciertas secuencias de
desarrollo (casos en que una cosa sigue después de otra) que son, en el sentido
estricto de la palabra, razonables. Son, en el sentido estricto del término,
necesarias. Es el caso de las secuencias matemáticas y las meramente lógicas.
Nosotros, los del país de los elfos (siendo que somos las más razonables de las
criaturas), admitimos esa razón y esa necesidad. Por ejemplo, si las Hermanas
Feas son mayores que Cenicienta, es necesario (en el más férreo y terminante
de los sentidos) que Cenicienta sea más joven que las Hermanas Feas. No hay
más remedio que aceptarlo. Sobre ese hecho, Haeckel puede hablar de
fatalismo todo lo que quiera: realmente tiene que ser así. Si Jack es el hijo del
molinero, el molinero es el padre de Jack. Lo decreta la fría razón desde su
horrendo trono; y nosotros en el país de las hadas nos sometemos. Si de los
tres hermanos todos cabalgan, habrá seis animales y dieciocho piernas
involucradas. Eso es verdadero racionalismo y el país de las hadas está repleto
de él. Pero, a medida en que saqué la cabeza por encima del cerco de los elfos y
comencé a tener noticia del mundo natural, pude observar una cosa
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extraordinaria. Observé que muy doctas personas con anteojos estaban
hablando de las cosas reales que sucedían – la puesta del sol, la muerte y todo
eso – como si éstas fuesen racionales e inevitables. Hablaban como si el hecho
de que los árboles tienen frutos fuese exactamente tan necesario como el
hecho de que dos más uno son tres. Pues no lo es. Existe una enorme
diferencia sometiendo la cuestión a la prueba del país de las hadas, que es una
prueba por la imaginación. Usted no se puede imaginar que dos más uno no
sumen tres. Pero le será fácil imaginar árboles que no dan frutos. Los puede
imaginar dando velas de oro o tigres colgando de la cola. Estos señores de
anteojos hablaban mucho de un hombre llamado Newton y decían que fue
golpeado por una manzana y que había descubierto una ley. Pero nadie
conseguía hacerles ver la diferencia entre una verdadera ley, la ley de la razón,
y el simple hecho de que las manzanas caen. Si la manzana chocó contra la
nariz de Newton, la nariz de Newton chocó contra la manzana. Eso se llama
verdadera necesidad: porque no podemos concebir que ocurra lo primero sin
que ocurra lo segundo. Pero podríamos muy bien concebir una manzana que
no cayese sobre la nariz de Newton; podríamos imaginarla volando
raudamente por los aires hasta ir a chocar contra la nariz de cualquier otro y
por la cual ese otro sintiese un desagrado más manifiesto. Nosotros, en
nuestros cuentos de hadas siempre hemos mantenido esta estricta distinción
entre la ciencia de las relaciones mentales, en la que realmente existen leyes, y
la ciencia de los hechos físicos, en la que no hay leyes sino tan sólo extrañas
reiteraciones. Nosotros creemos en los milagros físicos, pero no en
imposibilidades mentales. Creemos que el tallo de un poroto creció hasta el
cielo; pero eso no confunde en absoluto nuestras convicciones filosóficas sobre
la cuestión de cuantos porotos hacen falta para sumar cinco.
En esto reside la peculiar perfección en el tono y en las verdades de los cuentos
para niños. El hombre de ciencia dice: “Corte el cabo y la manzana caerá”. Pero
lo dice en forma tranquila, como si una idea llevase a la otra. En cambio, la
bruja en el cuento de hadas dice: “Haz sonar el cuerno y el castillo del ogro se
derrumbará”. Pero no lo dice como algo en lo cual el efecto surge obviamente
de la causa. Sin duda, le ha dado el consejo a muchos héroes y ha visto caer
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muchos castillos, pero no ha perdido ni su capacidad de asombro ni la razón.
No se devana los sesos hasta imaginarse una conexión mental necesaria entre
el cuerno y la torre que se derrumba. Pero los grandes científicos sí se devanan
los sesos hasta que se imaginan la necesaria conexión mental entre la manzana
que abandona el árbol y la manzana cayendo al suelo. Realmente hablan como
si hubiesen encontrado no sólo un conjunto de hechos maravillosos sino una
verdad conectando esos hechos entre si. Hablan como si la conexión física
entre dos cosas extrañas las conectase filosóficamente. Piensan que, porque
una cosa incomprensible constantemente sigue después de otra cosa
incomprensible, las dos cosas juntas de alguna manera se las ingenian para
constituir una cosa comprensible. Así, dos acertijos negros hacen una solución
blanca.
En el país de las hadas evitamos la palabra “ley”; pero en el país de la ciencia
todos están particularmente enamorados de ella. De este modo, a una
interesante conjetura acerca de cómo ciertos pueblos olvidados pronunciaban
el alfabeto, en el país de la ciencia la llamarán Ley de Grimm[45]. Pero la Ley
de Grimm es por lejos menos intelectual que los Cuentos de Grimm. En todo
caso, los cuentos son, con certeza, cuentos de hadas; mientras que la ley no es
una ley. Una ley implica que conocemos la naturaleza de la generalización y el
fenómeno; no que meramente hemos observado algunos de sus efectos. Si hay
una ley que dice que los carteristas deben ir a prisión, eso implica que existe
una conexión mental imaginable entre la idea de una prisión y la idea de
robarle a alguien la cartera. Y sabemos cual es esa idea. Sabemos por qué le
quitamos la libertad a un hombre que se toma libertades. Pero no podemos
decir por qué un huevo se convierte en un pollo; como que tampoco, y con la
misma imposibilidad, podemos decir por qué un oso podría convertirse en un
príncipe azul. En tanto que ideas, el huevo y el pollo se hallan a mayor
distancia que el oso y el príncipe; porque ningún huevo por si mismo sugiere a
un pollo, mientras que ciertos príncipes sí nos sugieren a los osos. Puesto,
pues, que ciertas transformaciones suceden de hecho, es esencial que las
consideremos del modo filosófico de los cuentos de hadas y no de la manera
afilosófica de la ciencia y las “Leyes de la Naturaleza”. Si se nos preguntara por
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qué los huevos se convierten en pájaros o las frutas se caen en otoño,
tendríamos que responder exactamente como el hada madrina le hubiera
respondido a Cenicienta si ella le hubiese preguntado por qué los ratones se
convirtieron en caballos o por qué el vestido se le cayó del cuerpo a las doce de
la noche. Tendríamos que responder que es magia. No es una “ley” porque no
entendemos su fórmula general. No es una necesidad porque, si bien podemos
contar con que sucederá en la práctica, no tenemos derecho a decir que
siempre tiene que suceder. El argumento de que contamos con el curso
ordinario de las cosas no es (como creyó Huxley) un argumento que demuestre
la existencia de leyes inmutables. Es que no contamos con él; apostamos por él.
Percibimos el riesgo de la remota posibilidad de un milagro del mismo modo
en que lo hacemos con un panqueque envenenado o un cometa capaz de
destruir a la tierra. Lo dejamos fuera de la cuenta, no porque sea un milagro –
y, por lo tanto un imposible – sino porque, siendo un milagro, constituye por lo
tanto una excepción. Todos los términos empleados en los libros de ciencia,
“ley”, “necesidad”, “orden”, “tendencia”, etc. son a-intelectuales en realidad
porque presuponen una síntesis que no poseemos. Las únicas palabras con las
que siempre me he sentido satisfecho al describir a la Naturaleza han sido los
términos utilizados en los libros de cuentos de hadas: “encanto”, “sortilegio”,
“fascinación”. Estas palabras expresan la arbitrariedad del hecho y su misterio.
Un árbol da frutos porque es un árbol mágico. El agua corre hacia abajo por la
ladera porque está embrujada. El sol brilla porque también está embrujado.
Niego por completo que esto sea fantástico o siquiera místico. Veremos algo de
misticismo más adelante; pero este lenguaje de cuento de hadas aplicado a las
cosas es simplemente racional y agnóstico. Es el único modo en que puedo
expresar con palabras mi clara y definida percepción de que una cosa es
bastante distinta de otra; que no hay una conexión lógica entre volar y poner
huevos. El místico es el hombre que habla de una “ley” que jamás ha visto. Más
aún: el científico común es estrictamente sentimental. Es un sentimental en el
sentido esencial del concepto; está empapado y alucinado por meras
asociaciones. Ha visto tantas veces a los pájaros volando y poniendo huevos
que siente que tiene que haber alguna tierna y soñadora conexión entre las dos
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ideas; pero sucede que no la hay. Es posible que un amante abandonado sea
incapaz de disociar a la luna del amor perdido; de la misma forma el
materialista será incapaz de disociar a la luna de las mareas. En ambos casos
no hay más conexión alguna que la de haber percibido las cosas en forma
simultánea. Un sentimental podrá derramar lágrimas al percibir el perfume de
las flores del manzano porque eso le hace recordar su infancia. Del mismo
modo, el profesor materialista (aún cuando oculte sus lágrimas) es también un
sentimental porque, en virtud de alguna umbrosa asociación personal, las
flores del manzano le hacen acordarse de las manzanas. Y a todo esto, el frío
racionalista del país de las hadas seguirá sin poder entender por qué, en
principio, el manzano no podría dar tulipanes carmesíes cuando, de hecho, en
su país, a veces los da.
El milagro elemental, sin embargo, no es un mero capricho derivado de los
cuentos de hadas. Por el contrario, todo el calor de los cuentos de hadas se
deriva de él. Así como nos gustan las historias de amor porque existe el instinto
sexual, del mismo modo a todos nos gustan las historias sorprendentes porque
nos tocan la fibra del ancestral instinto del asombro. Esto queda demostrado
por el hecho de que, cuando somos niños de muy corta edad, no necesitamos
cuentos de hadas; sólo necesitamos cuentos. La simple vida es suficientemente
interesante. Un niño de siete años se entusiasmará si se le dice que Tomasito
abrió la puerta y vio un dragón. Pero un niño de tres se entusiasmará con sólo
decirle que Tomasito abrió la puerta. Los niños adoran los cuentos románticos,
pero las criaturas prefieren los cuentos realistas – porque los encuentran
románticos. De hecho, casi la única persona que me puedo imaginar, a la que
se le podría leer una novela moderna sin aburrirla, es un bebé.
Lo cual demuestra que hasta los cuentos infantiles sólo se hacen eco de un afán
casi prenatal de interés y asombro. Estos cuentos nos dicen que las manzanas
son doradas sólo para refrescar en nosotros el olvidado momento en que
hallamos que eran verdes. Nos hablan de ríos de vino sólo para hacernos
recordar por un fantástico momento que en realidad lo que tienen es agua. Dije
que esto es completamente razonable y hasta agnóstico. En realidad, en este
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punto soy partidario del agnosticismo superior; es decir, de la Ignorancia, para
decirlo con un nombre mejor. Hemos leído en todos los libros científicos, y por
supuesto en todas las novelas, la historia del hombre que olvidó como se
llamaba. Esta persona deambula por las calles y puede verlo y apreciarlo todo;
sólo que no puede recordar quién es. Pues bien, toda persona es el hombre de
esa historia. Todo hombre ha olvidado quién es. Se puede entender el cosmos
pero nunca el ego; el ser está más lejos de nosotros que cualquier estrella.
Amarás al Señor tu Dios; pero no te conocerás a ti mismo. Estamos todos
sufriendo la misma calamidad: todos hemos olvidado nuestros nombres.
Hemos olvidado aquello que realmente somos. Todo lo que llamamos sentido
común y racionalidad y practicidad y positivismo sólo significa que en relación
con ciertos niveles muertos de nuestra vida nos olvidamos de que hemos
olvidado. Y todo lo que llamamos espíritu y arte y éxtasis sólo significa que por
un tremendo instante nos acordamos que olvidamos.
Pero a pesar de que caminamos por las calles (como el hombre sin memoria de
la novela) con una especie de admiración semi consciente, lo que sentimos a
pesar de todo es admiración. Sólo que es admiración en inglés y no admiración
en latín. El asombro tiene un elemento positivo de elogio. Éste es el próximo
mojón que debemos marcar definitivamente en nuestro camino por el país de
las hadas. En el próximo capítulo hablaré de optimistas y de pesimistas en su
aspecto intelectual, en la medida en que lo tienen. Aquí sólo estoy tratando de
describir esas enormes emociones que no pueden ser descriptas. Y la emoción
más fuerte de todas fue descubrir que la vida era tan preciosa como
enigmática. Era un éxtasis porque era una aventura; y era una aventura porque
constituía una oportunidad. La excelencia del cuento de hadas no se veía
afectada por el hecho de que podía haber más dragones que princesas;
simplemente era bueno estar en un cuento de hadas. La prueba de toda
felicidad es la gratitud; y yo me sentí agradecido, aunque no sabía muy bien a
quien agradecer. Los niños están agradecidos cuando Santa Claus les pone
regalos y caramelos en las medias. ¿No podía yo estarle agradecido a Santa
Claus porque puso en mis medias el regalo de dos piernas milagrosas? A la
gente le agradecemos regalos de cumpleaños tales como cigarros y pantuflas.
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¿Acaso no puedo agradecerle a nadie el regalo de mi nacimiento?
Allí estaban, pues, estas dos primeras percepciones, indefendibles e
indiscutibles. El mundo era una sacudida, pero no era solamente chocante; la
existencia era una sorpresa, pero era una sorpresa agradable. De hecho, mis
primeras opiniones quedaron exactamente expresadas en un acertijo que se
me ha quedado en el cerebro desde mi niñez. La pregunta era: “¿Qué dijo la
primera rana?”. Y la respuesta era: “Señor, ¡cómo me hiciste saltar!” Eso
expresa sucintamente todo lo que estoy diciendo. Dios hizo saltar a la rana;
pero la rana prefiere saltar. Y, cuando estas cosas están establecidas, entra en
escena el segundo gran principio de la filosofía de las hadas.
Lo puede ver cualquiera simplemente con leer “Los Cuentos de Hadas de
Grimm” o las hermosas colecciones del señor Andrew Lang[46]. Por puro
placer de pedantería lo llamaré la Doctrina de la Felicidad Condicional.
Touchstone[47] habló del gran valor del “si” condicional. De acuerdo con la
ética de los elfos toda virtud reside en un “si”. La característica de lo que un
hada dice siempre es: “Podrás vivir en un palacio de oro y zafiros si no
pronuncias la palabra vaca”; o bien “Podrás vivir feliz con la hija del rey si no
le muestras una cebolla”. La visión siempre depende de un veto. Todo el
vértigo, todas las cosas colosales que se conceden dependen de una pequeña
cosa que se retiene. Todas las cosas fantásticas y turbulentas que se liberan y se
dejan sueltas por ahí dependen de una cosa que se prohíbe. El señor W. B.
Yeats[48] en su exquisita y aguda poesía élfica describe a los elfos como
carentes de ley; se lanzan en inocente anarquía sobre los desenfrenados
caballos del aire:
“Cabalga sobre la cresta de la marea desordenada
y baila sobre las montañas como una llama.”
Es terrible decir que el señor W. B. Yeats no entiende al país de las hadas. Pero
lo digo. Es un irlandés irónico, lleno de reacciones intelectuales. No es lo
suficientemente estúpido como para entender ese país. Las hadas prefieren al
tipo rústico, como yo mismo; personas que se quedan boquiabiertas, sonríen, y
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hacen lo que se les dice. El señor Yeats le adjudica al país de los elfos toda la
justiciera insurrección de su propia raza. Pero la desobediencia civil de Irlanda
es desobediencia civil cristiana, fundada en la razón y la justicia. El Fenian se
está rebelando contra algo que entiende demasiado bien; pero el verdadero
ciudadano del país de las hadas obedece a algo que no entiende en absoluto. En
el cuento de hadas, una incomprensible felicidad depende de una
incomprensible condición. Se abre una caja y salen volando todos los males del
mundo. Se olvida una palabra, y desaparecen ciudades enteras. Se prende una
lámpara y el amor se va volando. Se corta una flor y se sacrifican vidas
humanas. Se come una manzana y se pierde la esperanza en Dios.
Este es el tono de los cuentos de hadas, y por cierto que no es una situación sin
ley. Ni siquiera es libertad, aunque, por comparación, las personas que
padecen una malvada tiranía moderna puedan creer que lo es. Las personas
que están en la cárcel de Portland pueden llegar a creer que en Fleet Street [49]
uno es libre; pero un estudio detallado demostraría que tanto las hadas como
los periodistas son esclavos de su deber.
Las hadas madrinas son por lo menos tan estrictas como otras madrinas.
Cenicienta recibió un carruaje proveniente del País de las Maravillas y un
cochero proveniente de ninguna parte, pero recibió la órden – que bien podría
haber provenido de Brixton [50] – de estar de regreso antes de medianoche.
También tenía zapatos de cristal, y no puede ser coincidencia que el cristal sea
una sustancia tan común en el folklore. Esta princesa vive en un castillo de
cristal, aquella otra sobre una montaña de cristal; ésta ve todas las cosas en un
espejo de cristal y todas podrían vivir en viviendas de cristal si nadie tirase
piedras. Es que este débil brillo de cristal por todas partes es la expresión del
hecho que la felicidad es refulgente pero frágil, como la sustancia que más
fácilmente hacen añicos las sirvientas y los gatos. Y también este sentimiento
de cuento de hadas arraigó en mi y se convirtió en mi y llegó a ser mi
sentimiento hacia todo el mundo. Sentí como si la vida misma fuese brillante
como un diamante pero frágil como el cristal de una ventana; y cuando
comparaba el cosmos con ese terrible cristal recuerdo que sentía un
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estremecimiento. Tenía miedo de que Dios dejase caer el cosmos y éste se
rompiese en mil pedazos.
Quisiera apuntar, sin embargo, que ser frágil no es lo mismo que ser
perecedero. Golpeen un vidrio y no resistirá ni un instante; simplemente no lo
golpeen y durará miles de años.
Así me pareció que era la dicha del hombre, ya sea en el país de los elfos o en la
tierra; la felicidad dependía de no hacer algo. Algo que, por otra parte, uno
podía hacer en cualquier momento y, con mucha frecuencia, no era obvio por
qué no había que hacerlo. Ahora bien, la cuestión a subrayar es que eso, a mí,
no me pareció injusto. Si el tercer hijo del molinero le dijo al hada “Explícame
por qué no debo pararme de cabeza en el palacio de las hadas”, el hada podría
muy bien contestar: “Bueno, si se trata de eso, explícame el palacio de las
hadas”. Si Cenicienta preguntara: “¿Cómo es que tengo que irme del baile
antes de las doce?”, su hada madrina podría contestar: “¿Como es que estarás
allí hasta las doce?” Si en mi testamento le dejo a un hombre diez elefantes
parlantes y cien caballos alados, mi heredero no se puede quejar si hay
condiciones que forman parte de la pequeña excentricidad del regalo. Y la
existencia, en si misma, me pareció un legado tan excéntrico que no podía
quejarme por no comprender las limitaciones de la visión cuando no entendía
la visión que estaban limitando. El marco no era más extraño que la pintura.
La prohibición puede muy bien ser tan maravillosa como la visión; puede ser
tan sorprendente como el sol, tan elusiva como las aguas y tan fantástica y
terrible como los árboles gigantes.
Fue por esta razón (y podemos llamarla la filosofía del hada madrina) que
nunca pude unirme a los jóvenes de mi tiempo en sentir lo que ellos llamaban
el sentimiento general de rebelión. Me habría resistido – supongo – a
cualquier regla mala, y de estas reglas y sus definiciones trataré en otro
capítulo. Pero no me sentí inclinado a resistir cualquier regla sólo porque fuera
misteriosa. Las propiedades se adjudican a veces según normas ridículas, como
el partir una vara o el pago de un grano de pimienta. Por mi parte estuve
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dispuesto a poseer la vastedad de los cielos y la tierra en virtud de una fantasía
feudal como ésa. La fantasía no podía ser más maravillosa que el hecho de que
me estaba permitido quedarme con todo. A esta altura voy a dar sólo un
ejemplo ético para ilustrar lo que quiero decir. Nunca pude mezclarme con el
murmullo general de aquella emergente generación en contra de la
monogamia porque ninguna restricción del sexo me pareció tan inusual y tan
inesperada como el sexo mismo. Que, al igual que a Endimión[51], se me
permitiera hacerle el amor a la luna y después que fuera yo a quejarme de que
Júpiter mantenía a sus propias lunas en un harén, me pareció un anticlímax
vulgar después de haber sido criado en cuentos de hadas como los de
Endimión. El mantenerse junto a una mujer es un precio pequeño a pagar por
lo mucho que significa conocer a una mujer. Quejarse de que uno sólo puede
casarse una vez es como quejarse de que sólo se puede nacer una vez. La
discusión de aquella generación era desproporcionada comparada con la
terrible excitación que producía aquello de lo cual se estaba hablando.
Demostraba que había, no una sensibilidad exagerada por el sexo, sino una
curiosa insensibilidad hacia él. El hombre que se queja de que no puede entrar
al Edén por cinco portales a la vez es un tonto. La poligamia es una falta de
conciencia del sexo; es como el hombre que arranca cinco peras sólo porque
está distraído. Los estetas han llegado a los últimos extravagantes límites del
lenguaje en su exaltación de las cosas que se pueden amar. Un plumerillo los
hace llorar; un escarabajo brillante los hace ponerse de rodillas. Y, sin
embargo, sus emociones jamás me impresionaron, ni siquiera por un instante,
y la razón de ello es que nunca se les ocurrió pagar por su placer con ninguna
clase de sacrificio simbólico. Me di cuenta de que había hombres capaces de
ayunar por cuarenta días para oír el canto de un mirlo. Había hombres capaces
de atravesar las llamas para encontrar una prímula. Y sin embargo, estos
amantes de la belleza ni siquiera se podían mantener sobrios en compensación
por el mirlo. No querían pasar por el matrimonio cristiano común en
recompensa por la prímula. Es completamente cierto que la felicidad
extraordinaria se debería pagar con una moral común. Oscar Wilde[52] decía
que las puestas de sol no resultaban valoradas porque nadie podría a pagar por
una puesta de sol. Pero Oscar Wilde estaba equivocado; podemos pagar por las
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puestas de sol. Podemos pagar por ellas no siendo como Oscar Wilde.
Pues bien, dejé los cuentos de hadas tirados sobre el piso de la guardería
infantil y desde entonces no encontré ningún libro más sensato que aquellos.
Dejé a la niñera guardiana de la tradición y la democracia, y desde entonces no
volví a encontrar a otro personaje moderno tan sanamente radical o tan
sanamente conservador. Pero la cuestión que merece un comentario
importante reside en que, cuando salí por primera vez a la atmósfera mental
del mundo moderno, encontré que ese mundo moderno se oponía en dos
instancias a mi niñera y a los cuentos infantiles. Me llevó mucho tiempo darme
cuenta de que el mundo moderno está equivocado y mi niñera tenía razón. Y la
cosa realmente curiosa fue que el pensamiento moderno contradecía esta fe
básica de mi niñez en dos de sus doctrinas más esenciales. Ya expliqué que los
cuentos de hadas anclaron en mí dos convicciones muy esenciales: primero,
que este mundo es un lugar maravilloso y sorprendente que hubiera podido ser
bastante diferente pero resulta que es bastante encantador; y segundo, que
ante esta maravilla y placer uno haría bien en ser modesto y aceptar las más
extrañas limitaciones que pide esta rara bondad. Pero encontré que todo el
mundo moderno estaba lanzándose como una marea alta contra estas dos
queridas ideas, y la conmoción producida por el choque generó dos
sentimientos repentinos y espontáneos que llevo conmigo desde entonces y
que, a pesar de su crudeza inicial, con el tiempo se han consolidado y
convertido en convicciones.
En primer lugar, encontré a todo el mundo moderno hablando de fatalismo
científico; diciendo que todo es como desde siempre ha tenido que ser,
desarrollándose sin error desde el principio. Según esto, la hoja en el árbol es
verde porque jamás hubiera podido ser de otra forma. Pero sucede que el
filósofo del cuento de hadas está contento de que la hoja sea verde
precisamente porque hubiera podido ser escarlata. Siente como si se hubiera
vuelto verde un instante antes de que él la mirara. Está encantado con que la
nieve sea blanca por la estrictamente razonable razón de que podría haber sido
negra. Para él, cada color conlleva una audaz calidad como si hubiese sido
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elegido; el rojo de las rosas del jardín no es sólo decisivo sino dramático, como
la sangre repentinamente derramada. El filósofo del cuento de hadas siente
que algo ha sido hecho. Pero los grandes deterministas del siglo diecinueve
estaban decididamente en contra de esta sensación nativa de que algo ocurrió
hace apenas un instante. En realidad, de acuerdo a ellos, nada sucedió
realmente desde el inicio del mundo. Nada habría ocurrido desde que ocurrió
la existencia; y ni siquiera estaban muy seguros en cuanto a la fecha de eso.
El mundo moderno tal como lo encontré estaba sólidamente a favor del
calvinismo moderno, a favor de la necesidad de que las cosas fuesen lo que son.
Pero, cuando se me ocurrió preguntarles, encontré que en realidad no tenían
ninguna prueba de esta inevitable reiteración de las cosas excepto el hecho de
que se repetían. Ahora bien, la mera repetición me hacía las cosas más bien
extrañas antes que más racionales. Era como si, después de haber visto por la
calle una nariz de perfil curioso y después de haberla desechado como un
accidente, hubiera visto después seis narices con el mismo extraño perfil. Por
un momento hubiera podido sospechar que tenía que tratarse de alguna
sociedad secreta local. Así, un elefante con una trompa era algo raro; pero que
todos los elefantes tuviesen trompas parecía una conspiración. Estoy hablando
aquí tan sólo de una emoción, de una emoción que era obstinada y sutil a la
vez. Pero la reiteración en la Naturaleza parecía a veces una repetición
exaltada, como la del maestro de escuela enojado que repite lo mismo una y
otra vez. El pasto parecía hacerme señales con todos sus dedos al mismo
tiempo; la multitud de estrellas parecía hacer reverencias pidiendo ser
comprendida. El sol me hacía verlo como si estuviese saliendo mil veces. Las
recurrencias del universo aumentaban hasta alcanzar el ritmo enloquecedor de
un encantamiento y comencé a vislumbrar una idea.
Todo el enorme materialismo que domina a la mente moderna descansa en
última instancia sobre una presunción; una falsa presunción. Se supone que si
algo se repite constantemente es porque probablemente está muerto; porque
es como un pedazo de relojería. La gente siente que, si el universo fuese
personal, variaría; si el sol estuviese vivo, bailaría. Y esto es una falacia, aún en
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relación con hechos conocidos. Porque la variación en los asuntos humanos
generalmente es algo que se introduce en ellos no por la vida sino por la
muerte; por el desgaste o por el colapso de su fuerza o de su deseo. Una
persona varía sus movimientos a causa de algún leve elemento de fracaso o de
fatiga. Se sube a un ómnibus porque está cansado de caminar; o se pone a
caminar porque está cansado de estar sentado. Pero si su vida y su alegría
fuesen tan gigantescas como para no cansarse nunca de ir a Islington[53], pues
iría a Islington con la misma regularidad con la que el Támesis[54] va a
Sheerness[55]. La propia velocidad y éxtasis de su vida tendrían la serenidad
de la muerte. El sol sale todas las mañanas. Yo no salgo todas las mañanas;
pero la variación no se debe a mi actividad sino a mi pereza. Ahora bien, para
expresar la cuestión con una frase popular, es posible que sea cierto que el sol
se levanta regularmente porque nunca se cansa de levantarse. Su rutina podría
deberse, no a que es inanimado, sino a que está repleto de vida. Lo que quiero
decir puede observarse en los niños cuando encuentran algún juego o alguna
broma que los divierte en forma especial. Un niño balancea sus piernas por
exceso, no por falta, de vitalidad. Los niños quieren que las cosas se repitan y
que no cambien porque rebosan de vitalidad, porque son agresivamente libres
en espíritu. Siempre nos piden: “Hazlo otra vez”; y la persona adulta lo vuelve a
hacer hasta casi morir de cansancio. Es que los adultos no son lo
suficientemente fuertes como para divertirse con la monotonía. Pero quizás
Dios es lo suficientemente fuerte como para divertirse con la monotonía.
Quizás, cada mañana, Dios le dice al sol “Hazlo otra vez” y cada atardecer le
dice “Hazlo otra vez” a la luna. Es posible que no sea la necesidad la que hace
que todas las margaritas sean iguales; quizás Dios hace cada margarita por
separado, pero nunca se ha cansado de hacerlas. Quizás Él tiene el eterno
deseo de la infancia; porque nosotros hemos pecado y nos hemos vuelto viejos
y resulta que nuestro Padre es más joven que nosotros. La repetición de la
Naturaleza puede no ser una mera recurrencia; es posible que sea un encore
[56] teatral. El cielo puede ejecutar un encore con el pájaro que puso un
huevo. Si el ser humano concibe y da a luz un niño humano en lugar de dar a
luz un pez, un murciélago o un grifo, la razón podría no ser que somos
prisioneros de un destino animal sin vida y sin propósito. Quizás nuestra
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pequeña tragedia ha conmovido a los dioses, quizás la disfrutan desde sus
galerías estelares, quizás es tan sólo que al final de cada drama humano el
hombre es llamado una y otra vez a salir ante el telón. La repetición puede
seguir, por mera preferencia, por millones de años; y en cualquier instante
puede cesar. El hombre puede estar sobre la tierra generación tras generación,
y aún así cada nacimiento puede ser su definitivamente última aparición.
Esa fue mi primera convicción; producida por el choque de mis emociones
infantiles al encontrarse a mitad de camino con el credo moderno. Siempre
había percibido a los hechos como milagros, en el sentido que son
maravillosos. Ahora comencé a pensarlos como milagros en el sentido más
estricto de que eran premeditados. Lo que quiero decir es que eran, o podían
ser, ejercicios repetidos de alguna voluntad. En resumen, siempre creí que el
mundo implicaba magia: lo que ahora se me ocurrió fue que quizás implicaba
un mago. Y esto estimulaba la profunda sensación siempre presente y
subconsciente de que este mundo nuestro tiene algún propósito. Y si hay un
propósito, también hay una persona que lo tiene. Siempre sentí la vida
principalmente como un cuento: y, si hay un cuento, hay un relator.
Pero el pensamiento moderno también golpeó a mi segunda tradición humana.
Es que iba en contra de la sensación proveniente de los cuentos de hadas en
cuanto a límites y condiciones estrictas. La única cosa que entusiasmaba a ese
pensamiento era hablar de expansión y de inmensidades. Herbert Spencer[57]
se hubiera enojado mucho si alguien lo hubiera llamado imperialista, por lo
que es de lamentar profundamente que nadie lo haya hecho. Porque fue un
imperialista y del tipo más bajo. Popularizó esa desgraciada noción de que el
tamaño del sistema solar tendría que humillar al dogma espiritual del hombre.
¿Por qué habría un hombre de rendir su dignidad ante el sistema solar y no
ante una ballena? Si el simple tamaño es prueba de que el hombre no está
hecho a imagen y semejanza de Dios, entonces una ballena podría ser la
imagen de Dios; bien que una imagen algo carente de formas, digamos que un
retrato impresionista. Es bastante inútil argumentar que el hombre es pequeño
comparado con el cosmos desde el momento en que siempre ha sido pequeño
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hasta comparado con un árbol. Pero Herbert Spencer en su precipitado
imperialismo insistiría en que, de algún modo, hemos sido conquistados y
anexados por el universo astronómico. Habló de los hombres y de sus ideales
exactamente como los unionistas más insolentes hablan de los irlandeses y de
sus ideas. Convirtió a la humanidad en una pequeña nacionalidad. Y su
maléfica influencia se puede percibir en los más talentosos y honorables
autores científicos posteriores; especialmente en las primeras novelas del
señor H. G. Wells. Muchos moralistas exageraron al pintar a la tierra como
perversa. Pero el señor Wells y su escuela hicieron algo perverso del cielo.
Según ellos deberíamos alzar la mirada hacia las estrellas porque de ellas
provendrá nuestra ruina.
Pero la expansión de la que hablo fue mucho más funesta que todo eso. Ya he
subrayado que el materialista, al igual que el loco, está en prisión; en la prisión
de un pensamiento único. Y estas personas parecen pensar que resulta
singularmente inspirador andar repitiendo que la prisión es muy grande. El
tamaño de este universo científico no era ninguna novedad, ni ofrecía ningún
consuelo. El cosmos era eterno pero ni en la constelación más fantástica podía
haber en él algo realmente interesante; algo como, por ejemplo, el perdón o el
libre albedrío. La grandiosidad o lo infinito del secreto de este cosmos no le
agregaban nada. Era como decirle al preso de la cárcel de Reading que se
pondría contento al escuchar que ahora la cárcel cubría la mitad del país. El
guardián no tendría otra cosa para mostrarle al preso que más corredores
largos, iluminados con fantasmagóricas luces y vacíos de todo lo que es
humano. De la misma forma, estos expansores del universo no tenían nada
para mostrarnos excepto más y más infinitos corredores del espacio,
iluminados por soles fantasmagóricos y vacíos de todo lo que es divino.
En el país de las hadas había existido una ley real, una ley que podía ser
violada, porque, por definición, una ley es algo que puede ser violado. Pero la
maquinaria de esta prisión cósmica no era algo que podíamos violar; porque
nosotros mismos seríamos sólo una parte de su maquinaria. Éramos, o bien
incapaces de hacer cosas, o bien estábamos condenados a hacerlas. La idea de
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lo místicamente condicional casi desaparecía; uno no podía tener ni la firmeza
de respetar las leyes, ni la diversión de violarlas. La enormidad de este espacio
no tenía nada de esa frescura y de esa erupción de aire fresco que hemos
celebrado en el universo del poeta. Este universo moderno era, literalmente,
un imperio; eso es: era enorme, pero no era libre. Uno entraba en habitaciones
cada vez más grandes y sin ventanas; habitaciones grandes al estilo babilónico;
pero nunca se podía encontrar la más pequeña ventana o sentir el susurro del
aire exterior.
Sus infernales paralelos parecían expandirse con la distancia; pero, para mí,
todas las buenas cosas tienen que confluir en un punto – las espadas, por
ejemplo. Así, después de encontrar tan emocionalmente insatisfactoria la
jactancia del enorme cosmos, comencé a discutir sobre ella un poco; y pronto
encontré que toda la actitud era todavía más chata de lo que había creído. De
acuerdo con estas personas, el cosmos era una sola cosa puesto que tenía una
sola ley inquebrantada. Sólo que (según decían), siendo una cosa, es también la
única que existe. ¿Por qué, entonces, tanta particular insistencia en describirlo
como enorme? No hay nada con qué compararlo. Sería exactamente tan
razonable declararlo pequeño. Una persona podría decir: “Me encanta este
vasto cosmos, con su multitud de estrellas y su abundancia de diferentes
criaturas”. Pero, si se trata de eso, ¿por qué no podría alguien decir: “Me
encanta este pequeño y agradable cosmos, con su discreta cantidad de estrellas
y su prolija provisión de seres vivos, tal como a mi me gusta?” Cualquiera de
estas manifestaciones es tan buena como la otra; pero ambas no son sino
sentimientos. Es tan sólo un sentimiento alegrarse porque el sol es más grande
que la tierra; y es un sentimiento igualmente sano alegrarse de que el sol no
sea más grande de lo que es. Una persona elije emocionarse por la vastedad del
mundo; ¿por qué no habría de optar por emocionarse con su pequeñez?
Pues, casualmente, yo tuve esa emoción. Cuando uno está encariñado con algo
tiende a llamarlo por diminutivos, aún si es un elefante o un guardia real. La
razón es que cualquier cosa, aunque sea enorme, si puede ser concebida como
completa, también puede concebirse como pequeña. Si los mostachos militares
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no sugiriesen una espada o las trompas no sugiriesen una cola, esos objetos
serían vastísimos porque sería inmensurables. Pero, desde el momento en que
uno puede imaginar un guardia real, también puede imaginar un guardia real
pequeño. Al momento de ver un elefante, puede usted bautizarlo de
“Pequeñín”. Si puede usted hacer una estatua de algo, también puede hacer
una estatuilla. Las personas que mencioné afirmaban que el universo era una
cosa coherente; pero no estaban encariñados con el universo. Por el contrario,
yo estaba terriblemente encariñado con él y quería dirigirme a él en
diminutivo. Muchas veces lo hice y no pareció importarle. En realidad de
verdad, sentí que estos no demasiado brillantes dogmas de vitalidad se
expresaban mejor considerando al mundo pequeño y no considerándolo
grande. Porque en relación con la infinitud había una especie de displicencia
que constituía la inversa del cuidado extremo y piadoso que sentía yo al tocar
lo invaluable y lo riesgoso de la vida. Ellos sólo exhibían un aburrido
despilfarro; pero yo por mi parte sentía una especie de sagrada moderación.
Porque la prudencia es por lejos más romántica que la extravagancia. Para
ellos las estrellas representaban un interminable ingreso de centavos; pero
respecto del dorado sol y de la plateada luna yo me sentía como el escolar que
tiene en su bolsillo una libra esterlina de oro y un chelín plateado.
La mejor forma de expresar estas convicciones subconscientes es con el
colorido y el tono de ciertos cuentos. Por eso dije que sólo las historias mágicas
pueden expresar mi sensación de que la vida no es únicamente un placer sino
una especie de excéntrico privilegio. Puedo expresar esa otra sensación de
confortabilidad cósmica, refiriéndome a ese otro libro que siempre se lee en la
infancia: "Robinson Crusoe"[58]; que leí más o menos por aquella época y que
debe su eterno vigor al hecho de que celebra la poesía de los límites y no sólo
eso: celebra incluso al loco romanticismo de la prudencia. Crusoe es un
hombre sobre una pequeña roca, con algunas pocas cosas confortables apenas
rescatadas del mar. Lo mejor del libro es simplemente la lista de cosas salvadas
del naufragio. El más grande de los poemas resulta ser un inventario. Cada
implemento de cocina se vuelve ideal porque Crusoe podría haberlo perdido en
el mar. En esas horas vacías o ingratas del día, es un buen ejercicio mirar
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cualquier cosa - el atizador del fuego, o el estante de los libros – y pensar en lo
feliz en que uno sería de haberlo podido rescatar del naufragio trayéndolo a la
isla solitaria. Pero un ejercicio mejor aún es recordar como todas las cosas se
han salvado por un pelo: todo lo que tenemos se ha salvado de un naufragio.
Toda persona ha tenido una horrible aventura: de no ser por un recóndito y
atemporal nacimiento, no hubiera sido; al igual que los niños que nunca vieron
la luz. Durante mi niñez, las personas hablaban mucho de los hombres de
genio impedidos o arruinados. Era común decir que más de uno era un “Gran
Podría-Haber-Sido”. Para mí es algo mucho más concreto y sorprendente que
cualquier hombre en la calle sea un “Gran Podría-No-Haber-Sido”.
Pero realmente me sentí (y la fantasía puede parecer tonta) como si todo el
orden y el número de las cosas del mundo fuesen los restos del barco de
Crusoe. Que había dos sexos y un sol era análogo al hecho de las dos pistolas y
un hacha de Crusoe. Era expresamente importante que ninguna de estas cosas
se perdiera; pero, de alguna manera, resultaba más bien divertido que no se les
podía agregar nada. Los árboles y los planetas parecían haberse salvado de un
naufragio; y cuando vi el Matterhorn [59] me sentí feliz de que no fue pasado
por alto en la confusión. Me sentí algo mezquino respecto de las estrellas,
como si fuesen zafiros (Milton las llama así en su Edén); y acaparaba a las
montañas. Porque el universo es una única joya y, si bien es un lugar común
hablar de una joya diciendo que es incomparable e invaluable, de ésta no es un
lugar común: es verdad. El cosmos es por cierto sin par y sin precio: lo es
porque no puede haber otro.
De este modo termina, con inevitable imperfección, el intento de expresar las
cosas inexpresables. Estas son mis posiciones definitivas frente a la vida; las
tierras para las semillas de mi doctrina. Estas son las cosas que, de alguna
nebulosa manera, pensé antes de aprender a escribir y sentí antes de poder
pensar. A fin de que podamos proceder con mayor facilidad después, las
recapitularé aquí brevemente.
Primero, sentí en mis huesos que el mundo no se explica por si mismo. Es
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posible que sea un milagro con una explicación sobrenatural; y es posible que
sea un truco de hechicería con una explicación natural. Pero la explicación del
truco del conjuro, si me ha de satisfacer, tendrá que ser mejor que las
explicaciones naturales que he escuchado hasta ahora. Cierta o falsa, la cosa es
magia. Segundo, llegué a sentir como que la magia tiene que tener un
significado, y el significado tiene que tener a alguien que lo signifique. Había
algo personal en el mundo, como en una obra de arte. Fuese su significado lo
que fuese, significaba algo con fuerza. Tercero, pensé que este propósito era
hermoso en su diseño original, a pesar de sus defectos, como por ejemplo los
dragones. Cuarto, que la manera apropiada de mostrarse agradecido era a
través de alguna forma de humildad y restricción: deberíamos agradecerle a
Dios la cerveza y la borgoña no tomando demasiado de ninguna de las dos. Le
debíamos, también, acatamiento a lo que fuere que nos ha hecho. Y, por último
y lo más extraño de todo es que se me ocurrió la indefinida y gran impresión de
que todo lo bueno había sido rescatado de alguna catástrofe primigenia, por lo
que debía ser atesorado y considerado sagrado. El hombre había salvado a su
bien de la misma manera en que Crusoe había salvado a sus pertenencias: las
había salvado de un naufragio. Todo esto lo sentí a pesar de que la época no me
había dado ningún estímulo para creerlo. Y durante todo este tiempo no había
siquiera pensado en la teología cristiana.
V. La bandera del mundo
C
uando era muchacho, había dos curiosas clases de hombres dando
vueltas por ahí. Se los llamaba el optimista y el pesimista. Yo mismo usaba esas
palabras, pero no me da vergüenza confesar que nunca tuve una idea
demasiado concreta de lo que significaban. Lo único que podría considerarse
evidente es que podían significar lo que se decía; ya que la explicación usual
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era que el optimista pensaba que el mundo era tan bueno como podía serlo
mientras que el pesimista pensaba que era tan malo como podía ser. Desde el
momento en que estas afirmaciones no eran más que colosales sinsentidos,
uno no podía hacer más que salir en busca de otras explicaciones. Un
optimista no podía ser una persona que pensaba que todo está bien y nada está
mal. Porque eso no tiene sentido; es como decir que todo está a la derecha y
nada a la izquierda. Considerándolo en conjunto, llegué a la conclusión de que
el optimista creía en que todo – excepto el pesimista – era bueno, mientras
que para el pesimista todo estaba mal, excepto él mismo. Sería injusto omitir
de la lista, la misteriosa pero sugestiva definición dada, según se dice, por una
pequeña niña: “Un optimista es un hombre que te mira a los ojos y un
pesimista es un hombre que te mira los pies.” No estoy seguro, pero quizás ésta
es la mejor definición de todas. Tiene hasta una especie de verdad alegórica.
Porque podría establecerse una distinción útil entre ese pensador más bien
tedioso que sólo piensa constantemente en nuestro contacto con la tierra y ese
otro pensador más feliz que prefiere considerar el primario poder de nuestra
visión y nuestra capacidad de elegir caminos.
Pero esta alternativa entre el optimista y el pesimista constituye un profundo
error. La presunción implícita es que un hombre puede criticar este mundo
como si estuviese por comprarse una casa; como si le estuviesen mostrando un
nuevo edificio de departamentos. La persona que llegase a este mundo
proveniente de algún otro mundo, podría discutir si la ventaja de tener
bosques en pleno verano compensa la existencia de perros rabiosos, así como
un hombre buscando vivienda podría evaluar la existencia de teléfono contra la
ausencia de una vista al mar. Pero ningún ser humano se halla en esa posición.
Una persona pertenece a este mundo aún antes de poder empezar a
preguntarse si es lindo pertenecer a él. Ya peleó por la bandera y con
frecuencia hasta obtuvo resonantes victorias para la bandera, incluso antes de
ser reclutado. Para ser breves y expresar lo esencial de la cuestión: tiene una
lealtad antes de tener cualquier admiración.
En el capítulo anterior se ha dicho que los cuentos de hadas son la mejor forma
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de expresar ese sentimiento primario en cuanto a que el mundo es extraño
pero también atractivo. El lector, si lo desea, puede pasar por alto el período
siguiente de esa literatura belicosa y hasta patriotera que, por lo general, sigue
a la de los cuentos de hadas en la vida de un niño. Le debemos, todos, mucha
sana moralidad a la literatura de terror barata. Haya sido cual fuere la razón,
me pareció y me sigue pareciendo que nuestra actitud hacia la vida se puede
expresar mejor en términos de una especie de lealtad militar que en términos
de crítica y aprobación. Mi aceptación del universo no es optimismo, es más
parecido a patriotismo. Es una cuestión de lealtad elemental. El mundo no es
un socucho alquilado en Brighton del que nos podemos mudar porque es
miserable. Es la fortaleza de nuestra familia con la bandera flameando sobre la
torreta, y mientras más miserable es, menos la abandonaríamos. La cuestión
no es si este mundo es demasiado triste como para amarlo o bien demasiado
alegre como para no amarlo; la cuestión es que cuando se ama una cosa, su
alegría es una razón para amarla y su tristeza es una razón para amarla más
todavía. Para el patriota inglés, todos los pensamientos optimistas sobre
Inglaterra y todos los pensamientos pesimistas acerca de ella constituyen
razones igualmente valederas. De modo similar, el optimismo y el pesimismo,
son argumentos equivalentes para el patriota cósmico.
Supongamos que nos enfrentamos con algo desesperante – digamos el Pimlico.
[60] Si pensamos en lo que sería realmente mejor para Pimlico, encontraremos
que el hilo del pensamiento nos lleva, o bien hacia el gobierno, o bien hacia lo
místico y lo arbitrario. No alcanza con que una persona desapruebe a Pimlico.
En un caso así, sólo podría cortarse las venas o mudarse a Chelsea. Ni
tampoco, por cierto, alcanza con que una persona apruebe a Pimlico; porque
en ese caso Pimlico permanecería siendo lo que es; o sea: horrible. La única
forma de salir del problema parece ser que alguien ame a Pimlico; que alguien
lo ame con un vínculo trascendental y sin ninguna razón mundana. Si surgiese
un hombre que amase a Pimlico, pues entonces en Pimlico surgirían torres de
marfil y pináculos dorados; Pimlico se vestiría como se viste una mujer cuando
es amada. Porque la decoración no está para ocultar las cosas horribles sino
para decorar las que ya son adorables. Una madre no le pone una corbata azul
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a su hijo porque, sin ella, el niño sería tan feo. Un amante no le regala un collar
a una muchacha para tapar su cuello. Si las personas amasen a Pimlico como
las madres aman a sus hijos – arbitrariamente y sólo porque son suyos – en
un año o dos Pimlico podría ser más hermoso que Florencia. Algunos lectores
me podrán decir que esto es sólo fantasía. Mi respuesta es que esta es la
verdadera historia de la humanidad. Es un hecho que ésta es la forma en que
las ciudades se hicieron grandes. Vayan atrás hacia las más remotas raíces de
la civilización y las hallarán anudadas alrededor de alguna piedra sagrada o
rodeando alguna fuente sagrada. Las personas primero le rindieron honores a
un sitio y sólo después conquistaron glorias para él. Los hombres no amaron a
Roma porque era grande; fue grande porque la amaron.
Las teorías sociales sobre el contrato social del Siglo XVIII han sido expuestas
en nuestro tiempo a mucha crítica torpe. Es posible demostrar que estaban en
lo cierto, en la medida en que querían expresar que, detrás de todo gobierno
histórico, está la idea de consenso y cooperación. Pero estuvieron realmente
equivocadas en la medida en que sugerían que los hombres alguna vez
tendieron al orden o a la ética por medio de un intercambio consciente de
intereses. La moralidad no comenzó con un hombre diciéndole al otro: “No te
pegaré si no me pegas”. No hay ni vestigios de una transacción semejante. Pero
sí hay vestigios de ambos hombres diciendo: “No debemos pegarnos en este
lugar sagrado”. Obtuvieron su moralidad respetando su religión. No cultivaron
la valentía. Pero combatieron por su templo y hallaron que se habían vuelto
valientes. No cultivaron la limpieza. Pero se purificaron para el altar, y hallaron
que estaban limpios. La historia de los judíos es el único documento antiguo
que conoce la mayoría de los ingleses y los hechos pueden ser suficientemente
bien juzgados por él. Los Diez Mandamientos, que en lo sustancial son
comunes a toda la humanidad, fueron meramente órdenes militares; un código
de instrucciones de regimiento, emitidas para proteger cierto arca a través de
cierto desierto. La anarquía era mala porque ponía en peligro lo sagrado. Y
recién cuando hicieron un día sagrado para Dios se dieron cuenta de que
habían hecho un día sagrado para los hombres.
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Si me conceden que esta inmemorial devoción a un lugar o a una cosa es una
fuente de energía creativa, podemos seguir y pasar a un hecho peculiar.
Reiteremos por un instante que el único verdadero optimismo es una especie
de patriotismo universal. ¿Cuál es el problema con el pesimista? Creo que se
puede definir diciendo es un antipatriota cósmico. ¿Y cuál es el problema con
el antipatriota? Creo que eso puede ser definido, sin excesiva amargura,
diciendo que es un amigo sincero. ¿Y cuál es el problema con un amigo
sincero? Aquí chocamos contra la roca de la vida real y la inmutable naturaleza
humana.
Me animo a decir que lo que está mal con el amigo sincero es que simplemente
no es sincero. Está escondiendo algo: su propio depresivo placer en decir cosas
desagradables. Tiene un secreto deseo de herir, no de ayudar. Realmente creo
que esto es lo que hace a cierta clase de antipatriotas tan irritantes para los
ciudadanos sanos. Y no estoy hablando (por supuesto) del antipatriotismo que
sólo irrita a febriles corredores de bolsa y a actrices verborrágicas; porque eso
es solamente patriotismo expresado en forma directa. Una persona que dice
que ningún patriota debería criticar a la guerra contra los boers hasta que no
haya terminado, lo que está diciendo es que ningún buen hijo debería
advertirle a su madre que puede caer por un precipicio hasta que no haya
caído. Pero hay una clase de antipatriota que realmente enfurece a las personas
honestas, y se explica por lo que ya he sugerido. Es el amigo sincero insincero;
la persona que dice: “Lamento decir que estamos arruinados”, y no lo lamenta
en absoluto. Y, sin retórica alguna, puede ser llamado traidor; porque está
usando ese feo conocimiento que le permitió fortalecer al ejército para
desalentar a la gente a unirse a él. Puesto que le está permitido ser pesimista
como asesor militar se permite ser pesimista como sargento de reclutamiento.
Exactamente del mismo modo, el antipatriota cósmico es el pesimista que
utiliza la libertad que la vida le permite a sus consejeros para alejar a la gente
de su bandera. Concedo que este pesimista sólo afirma hechos; pero aún así
sigue siendo esencial saber cuales son sus emociones; cual es su motivo. Puede
ser que mil doscientas personas en Tottenham estén atacadas de viruela; pero
quisiéramos saber si esto lo dice algún gran filósofo que quiere maldecir a los
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dioses, o lo dice algún funcionario común que quiere ayudarlos.
La maldad del pesimista no es, pues, que castiga a los dioses y a los hombres,
sino que no ama lo que castiga – no posee esa primigenia y sobrenatural
lealtad para con las cosas. ¿Qué es lo que está mal con la persona comúnmente
llamada optimista? Obviamente que el optimista, deseando defender el honor
de este mundo, se pone a defender lo indefendible. Es el patriotero del
universo. Es el que dirá: “Mi cosmos, en el acierto y en el error”[61]. Estará
menos inclinado a reformar las cosas y más inclinado a responder a los ataques
con esa especie de respuestas oficiales de primera fila que tratan de calmar a
todo el mundo con promesas. No limpiará al mundo lavándolo sino
blanqueándolo con una mano de cal. Todo esto – que es aplicable a cierto tipo
de optimista – nos lleva a una cuestión psicológica realmente interesante que
no podría ser explicada sin lo que antecede.
Dijimos que tiene que haber una lealtad primaria para con la vida. La pregunta
es: ¿debería ser una lealtad natural o sobrenatural? Si quieren ustedes ponerlo
de otra forma: ¿debería ser una lealtad racional o irracional? Ahora bien, lo
extraordinario es que el mal optimismo – es decir, el blanqueo; la débil defensa
de cualquier cosa – viene junto con el optimismo racional. El optimismo
racional conduce a la parálisis; es el optimismo irracional el que conduce a la
reforma. Permítaseme explicarlo recurriendo una vez más al paralelo con el
patriotismo. La persona que más probablemente arruinará el lugar al que ama
es aquella que lo ama por alguna razón. La persona que mejorará el lugar es la
persona que lo ama sin razón alguna. Si una persona ama alguna característica
de Pimlico – por más improbable que parezca – es posible que termine
defendiendo esa característica en contra de Pimlico mismo. Pero si
simplemente ama a Pimlico en si, es posible que lo elimine convirtiéndolo en la
Nueva Jerusalén. No niego que la reforma puede ser excesiva; sólo estoy
diciendo que es el patriota místico el que reforma. La simple patriotería
autocomplaciente es más común entre quienes tienen alguna pedante razón
para su patriotismo. Los peores patrioteros no aman a Inglaterra sino a una
teoría sobre Inglaterra. Si amamos a Inglaterra por ser un imperio, podemos
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estar sobrevaluando el éxito que tenemos en gobernar a los hindúes. Pero, si la
amamos por ser una nación, podremos sobrellevar todos los acontecimientos;
porque seguiría siendo una nación aún si los hindúes nos gobernaran a
nosotros.
Consecuentemente, sólo permitirán la falsificación de la historia aquellos cuyo
patriotismo depende de la historia. A una persona que ama a Inglaterra por ser
inglesa no le importará cómo surgió Inglaterra. Pero una persona que ama a
Inglaterra por ser anglosajona probablemente irá en contra de todos los hechos
con tal de satisfacer su capricho. Puede terminar (como Carlyle[62] y
Freeman) afirmando que la Conquista Normanda fue una Conquista Sajona.
Puede terminar en la más absoluta irracionalidad – porque tiene una razón
para ello. Un hombre que ama a Francia por ser militarista tratará de justificar
al ejército de 1870. Pero un hombre que ama a Francia por ser Francia tratará
de fortalecer al ejército de 1870. Esto es exactamente lo que han hecho los
franceses y Francia es un buen ejemplo de la paradoja en funcionamiento. En
ninguna otra parte hay un patriotismo más puramente abstracto y arbitrario; y
en ningún otro lugar hay reformas más drásticas y extensas. Mientras más
trascendental sea vuestro patriotismo, más prácticamente efectivas serán
vuestras políticas.
Quizás la instancia más cotidiana de esta cuestión se dé en el caso de las
mujeres y su extraña y sólida lealtad. Cierta gente estúpida implantó la idea de
que, desde el momento en que obviamente las mujeres apoyan a los suyos
contra lo que venga, las mujeres son ciegas y no se dan cuenta de nada. Esta
gente difícilmente haya conocido a una mujer en absoluto. Porque las mismas
mujeres que están dispuestas a defender a sus hombres contra viento y marea,
son – en su trato cotidiano con el hombre – casi morbosamente conscientes de
la debilidad de los argumentos o de la testarudez de él. Cuando un hombre
tiene un amigo, lo aprecia y lo deja ser tal cual es. En cambio, su esposa lo ama
y constantemente está tratando de convertirlo en otra persona. Las mujeres
que son profundamente místicas en sus creencias, resultan también
profundamente cínicas en su crítica. Thackeray[63] expresó esto muy bien
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cuando hizo que la madre de Pendennis, a pesar de idolatrar a su hijo como a
un dios, presumiera que fracasaría como hombre. Subestimó su virtud y
sobreestimó su valor. El devoto es enteramente libre para criticar; el fanático
puede ser un escéptico sin correr riesgos. El amor no es ciego; eso es lo último
que puede ser. El amor es un vínculo, y mientras más fuerte sea el vínculo,
menos ciego es.
Al menos esto es lo que terminó siendo mi posición frente a todo aquello
llamado optimismo, pesimismo y progreso. Antes de llevar a cabo cualquier
reforma universal deberíamos hacerle un juramento de lealtad al universo.
Una persona tiene que estar interesada en la vida para poder desinteresarse de
las opiniones sobre ella. “Hijo mío, dame tu corazón”; el corazón tiene que
estar comprometido con lo adecuado, porque en el momento en que tenemos
el corazón fijamente puesto en algo, nuestras manos quedan libres.
Tengo que hacer una pausa aquí para anticiparme a una crítica obvia. Se me
dirá que una persona racional aceptará al mundo como algo en el que se
mezclan lo bueno y lo malo, y lo hará con una satisfacción y una entereza
razonables. Y ésta es exactamente la actitud que considero equivocada. Ya sé
que resulta una actitud muy común en nuestros tiempos; como que ha sido
perfectamente descrita en aquellas serenas líneas de Matthew Arnold[64] que
resultan más estridentemente blasfemas que los alaridos de Schopenhauer:
“Vivimos bastante: y si una vida
es en grandes logros tan mezquina;
aún si soportable, difícilmente ha de merecer
estas pompas mundanas, este dolor de nacer.”
Ya sé que esta sensación inunda nuestra época; pero pienso que es también lo
que la congela. Porque para nuestros enormes proyectos de fe y de revolución,
lo que necesitamos no es la fría aceptación del mundo como un compromiso,
sino alguna forma en que podamos odiarlo y amarlo de todo corazón. No nos
sirve que la alegría y la rabia se anulen mutuamente para producir un vulgar
compromiso; lo que necesitamos es un entusiasmo más feroz y una
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insatisfacción más feroz todavía. Tenemos que sentir que el universo es el
castillo del ogro a asaltar y, simultáneamente, que es nuestra propia choza a la
que podemos regresar cuando cae el sol.
Nadie duda que el hombre común puede arreglárselas en este mundo. Pero lo
que exigimos no es que tenga la fortaleza de estar en él sino la fortaleza de
vivirlo. ¿Puede odiarlo lo suficiente como para cambiarlo y puede amarlo lo
suficiente como para pensar que vale la pena cambiarlo? ¿Puede ver sus
colosales bondades sin sentir aceptación aunque sea una sola vez? ¿ Puede ver
sus maldades colosales sin desesperarse aunque sea una sola vez? En breve:
¿puede no sólo ser a la vez optimista y pesimista, sino fanáticamente pesimista
y fanáticamente optimista? ¿Podrá ser tan pagano como para morir por el
mundo y tan cristiano como para ofrendarle su muerte? Sostengo que ésta es
la combinación en la que fracasa el optimista racional y tiene éxito el optimista
irracional. Es el optimista irracional el que está dispuesto a hacer pedazos a
todo el universo por el bien del universo mismo.
He puesto todas estas cosas, no en su madura secuencia lógica, sino tal como
me vinieron; y esta visión se me aclaró y se me hizo más nítida en forma
accidental. Bajo la larga sombra de Ibsen[65], de pronto surgió la pregunta de
si no sería algo bueno asesinarse a uno mismo. Había pomposos modernos que
nos decían que ni siquiera teníamos que decir “pobre diablo” a propósito de un
hombre que se había volado los sesos, porque en realidad era una persona
envidiable y sólo se los había volado a causa de su excepcional excelencia. El
señor William Archer[66] hasta sugirió que en la próxima edad dorada habría
máquinas automáticas en las cuales bastaría con introducir una moneda en la
ranura para que una persona pudiese suicidarse al costo de un penique.
Respecto de esto me encontré en una posición hostil a todos los que se
llamaban liberales y humanos. No es tan sólo que el suicidio es pecado; es EL
pecado. Es la maldad última y absoluta; es la negativa a interesarse por la
existencia; la negativa a jurarle lealtad a la vida. El hombre que mata a un
hombre, mata a un hombre. El hombre que se mata a si mismo, mata a todos
los hombres – por lo que a él concierne, borra a todo el resto del mundo. Su
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acción es peor (considerándolo en forma simbólica) que cualquier violación o
cualquier atentado con explosivos. Porque destruye todos los edificios y es una
afrenta a todas las mujeres. El ladrón se conforma con diamantes pero no así el
suicida: ése es su crimen. No puede ser sobornado ni siquiera por las
esplendorosas piedras de la Ciudad Celestial. El ladrón respeta lo que roba,
aunque no a quien se lo roba. Pero el suicida insulta a todo lo que existe sobre
la tierra no robándolo. Denigra a toda flor rehusando vivir por ella. No existe ni
la más pequeña criatura en el cosmos para la cual su muerte no sea una injuria.
Cuando un hombre se ahorca colgándose de un árbol, las hojas podrían caer
indignadas y los pájaros salir volando furiosos; porque cada uno de ellos ha
recibido una afrenta personal. Por supuesto que pueden existir patéticas
excusas emocionales para la acción. Con frecuencia las hay para la violación, y
casi siempre las hay para el atentado con explosivos. Pero, si se trata de ideas
claras y del sentido inteligente de las cosas, hay mucho más de verdad racional
y filosófica en el entierro en las encrucijadas y en el empalamiento [67] que en
las máquinas automáticas para suicidarse del señor Archer. Tiene sentido
sepultar aparte a los suicidas. Ese crimen es diferente de otros crímenes, y lo es
porque imposibilita hasta al crimen.
Aproximadamente por la misma época leí la solemne puerilidad de algún
librepensador: decía que el suicidio era igual al martirio. La manifiesta falacia
de esto me ayudó a clarificar la cuestión. Es obvio que el suicidio es lo opuesto
del martirio. Un mártir es una persona que se preocupa tanto por algo externo
a él que se olvida de su propia vida personal. Un suicida es alguien que se
preocupa tan poco por cualquier cosa externa a él que quiere ponerle fin a
todo. El primero quiere que algo comience; el segundo quiere que algo
termine. En otras palabras, el mártir es noble porque proclama este último
vínculo con la vida (aunque renuncie al mundo y execre a la humanidad); pone
su corazón fuera de si mismo; muere para que algo pueda vivir. El suicida es
innoble porque no tiene este vínculo con el ser: es un mero destructor;
destruye al universo espiritualmente. Y después recordé la estaca y la
encrucijada, y el raro hecho que la cristiandad haya manifestado tener esta
extraña crueldad para con el suicida. Porque el cristianismo había
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manifestado un exaltado entusiasmo por el mártir. El cristianismo ascético
estaba siendo acusado, no por entero sin razón, de llevar el martirio y el
ascetismo a un punto desolado y pesimista. Los primeros cristianos hablaron
de la muerte con una horrible felicidad. Blasfemaron contra los hermosos
deberes del cuerpo. Podían olfatear la tumba desde lejos como quien percibe el
perfume de un campo lleno de flores. Y todo esto le había parecido a muchos
como la misma poesía del pesimismo. Y, sin embargo, allí está la estaca en la
encrucijada para mostrar lo que el cristianismo pensó del pesimista.
Ésta fue la primera de una larga serie de enigmas con los que el cristianismo
entró en la discusión. Y junto con él apareció una peculiaridad que habré de
tratar con mayor detalle, que es una característica de todas las nociones
cristianas, pero que claramente comenzó con ésta. La actitud cristiana para
con el mártir y el suicida no fue lo que tan frecuentemente afirman las morales
modernas. No fue una cuestión de gradación. No se trataba de que siempre hay
que poner un límite en alguna parte y que el auto-inmolado por exaltación caía
dentro de ese límite y el auto-inmolado por tristeza caía fuera de él.
Evidentemente, el sentimiento cristiano no era meramente que el suicida
estaba llevando el martirio demasiado lejos. El sentimiento cristiano estaba
furiosamente a favor de uno y furiosamente en contra del otro: estas dos cosas,
que parecían tan semejantes, estaban en los extremos opuestos del cielo y del
infierno. Una persona arrojaba su vida lejos de si y resultaba ser tan buena que
sus huesos resecos podían curar ciudades enteras durante una peste. La otra
persona arrojaba su vida lejos de si y resultaba ser tan malvada que sus huesos
ensuciarían a sus hermanos. No estoy diciendo que esta ferocidad estaba bien.
Pero ¿por qué esta ferocidad?
Aquí fue dónde por primera vez sentí que mis vagabundos pies transitaban por
un sendero ya hollado. El cristianismo también había sentido esta oposición
entre el mártir y el suicida: ¿acaso la había sentido por la misma razón? ¿Había
el cristianismo sentido lo mismo que yo no podía (y no puedo) expresar – esta
necesidad de primero serle leal a las cosas y luego arruinarlas para
reformarlas? Y después recordé la acusación que se le hacía al cristianismo:
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que combinaba estas dos cosas que yo estaba tratando desesperadamente de
combinar. El cristianismo estaba siendo acusado de ser, al mismo tiempo,
demasiado optimista en cuanto al universo y demasiado pesimista en cuanto al
mundo. Ante esa coincidencia, de repente me detuve.
En la controversia moderna ha surgido el hábito imbécil de decir que tal o cual
credo puede ser sostenido en una época pero no en otra. Se nos dice que algún
dogma resultó creíble en el Siglo XII pero que ya no es creíble en el XX. Con el
mismo principio se podría decir que una filosofía puede ser creída los Lunes
pero no los Martes. También se podría decir que una visión del cosmos es
adecuada para las tres y media pero inadecuada para las cuatro y media. Lo
que un hombre puede creer depende de su filosofía; no del reloj o del siglo. Si
una persona cree en la ley natural inalterable, no puede creer en ningún
milagro, en ninguna época. Si una persona cree en una voluntad detrás de la
ley, puede creer en cualquier milagro en cualquier época. Supongamos, en aras
de la discusión, que estamos tratando acerca de un caso de curación milagrosa.
Un materialista del Siglo XII no creería en ella más de lo que cree un
materialista del Siglo XX. Pero un científico cristiano del Siglo XX puede
creerla tanto como la creía un cristiano del Siglo XII. Es simplemente cuestión
de la teoría que un hombre tiene de las cosas. Por lo tanto, cuando tratamos
cualquier respuesta histórica, la cuestión no es la de establecer si fue dada en
nuestra época sino si fue dada en respuesta a nuestra pregunta. Y mientras
más pensaba acerca del cuándo y del cómo de la aparición del cristianismo en
este mundo, tanto más sentí que el cristianismo había venido para responder a
esta pregunta.
Por lo común, los cristianos amplios y tolerantes son los que alaban al
cristianismo del modo más indefendible. Hablan como si la piedad o la
compasión no hubieran existido nunca antes del advenimiento del
cristianismo, un asunto sobre el cual cualquier medieval hubiera estado
ansioso por corregirlos. Dicen que lo destacado del cristianismo es que fue el
primero en predicar la simpleza y la auto-moderación, o la meditación y la
sinceridad. Dirán que soy muy rígido (sea lo que fuere que eso significa) si digo
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que lo notable del cristianismo es que fue el primero en predicar el
cristianismo. Su peculiaridad consistió en ser peculiar, y la simpleza y la
sinceridad no son peculiares sino ideales evidentes de toda la humanidad. El
cristianismo fue la respuesta a un acertijo, no la última obviedad pronunciada
después de una larga conversación. Hace poco leí en un excelente semanario
de tendencia puritana la observación que el cristianismo, despojado de la
estructura del dogma (como quien habla de un hombre despojado de su
estructura ósea), resultaba no ser nada más que la doctrina cuáquera de la Luz
Interior[68]. Ahora bien, si yo dijera que el cristianismo vino al mundo
especialmente para destruir la doctrina de la Luz Interior, eso sería una
exageración. Pero estaría mucho más cerca de la verdad. Los últimos estoicos
[69], como Marco Aurelio[70], fueron exactamente las personas que creyeron
en la Luz Interior. Su dignidad, su fatiga, su triste preocupación hacia afuera
por los demás, su incurable preocupación hacia adentro por si mismos; todo
ello se debió a la Luz Interior y existió tan sólo en virtud de esa tenue
iluminación. Observen como Marco Aurelio insiste, tal como siempre lo hacen
los moralistas introspectivos, en las pequeñas cosas que se hacen o se dejan de
hacer. Es porque no ama ni odia lo suficiente como para hacer una revolución
moral. Se levanta temprano por la mañana, exactamente al igual que nuestros
propios aristócratas que viven la Vida Simple, porque eso es mucho más fácil
que detener los juegos en el anfiteatro o que devolverle al pueblo inglés sus
tierras. Marco Aurelio es el más insufrible de los tipos humanos. Es un egoísta
generoso. Un egoísta generoso es una persona cuyo orgullo carece de la excusa
de la pasión. De todas las formas de iluminismo posibles, la peor de todas es
ésa que la gente llama de la Luz Interior. De todas las religiones horribles, la
más horrible de todas es la del culto al dios interior. Cualquiera que conozca un
cuerpo sabrá cómo funciona; cualquiera que conozca a alguien del Centro
Superior del Pensamiento sabrá cómo funciona. Pero que Jones deba adorar al
dios en su interior termina resultando en que Jones deberá adorar a Jones.
Dejen que Jones adore al sol o a la luna; cualquier cosa antes que a la Luz
Interior; dejen que Jones adore a los gatos o a los cocodrilos si es que puede
encontrar alguno por la calle, pero no al dios interior. El cristianismo vino al
mundo en primer lugar para afirmar violentamente que el ser humano no tenía
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que mirar sólo hacia su interior sino también hacia afuera, para percibir con
asombro y con entusiasmo una compañía divina y a un capitán divino. Lo
único divertido en ser cristiano fue que el hombre ya no se quedaba a solas con
la Luz Interior sino que, definitivamente, reconocía una luz externa, brillante
como el sol, clara como la luna, terrible como un ejército con banderas.
De cualquier modo, sería mejor que Jones no adorase al sol ni a la luna.
Porque si lo hace, habrá una tendencia en él de imitarlos; de decir que, porque
el sol quema vivos a los insectos, él también puede quemarlos vivos. Podrá
pensar que, porque el sol le da insolación a las personas, él le puede dar
paperas al vecino. Podrá pensar que, porque la luna tiene fama de enloquecer a
la gente, él puede volver loca a su mujer. Este lado feo del optimismo
meramente externo también apareció en el mundo antiguo. Aproximadamente
por la época en que el idealismo estoico comenzó a mostrar las debilidades del
pesimismo, el antiguo culto de sus antepasados a la naturaleza empezó a
mostrar las enormes debilidades del optimismo. El culto a la naturaleza es
bastante bueno mientras la sociedad es joven, o bien, en otras palabras, el
panteísmo[71] está bien mientras sea el culto a Pan[72]. Pero la Naturaleza
tiene otro costado que la experiencia y el pecado no tardan en descubrir, y no
es ninguna trivialidad decir del dios Pan que pronto mostró su casco partido.
La única objeción a la Religión Natural es que, de algún modo, siempre
termina siendo antinatural. Por la mañana un hombre ama a la Naturaleza por
su inocencia y por su cordialidad; y por la noche, si todavía la ama, lo hará por
su oscuridad y su crueldad. Se bañará al amanecer en agua clara como lo hizo
el Hombre Sabio de los estoicos, pero, de alguna manera, en la oscuridad del
atardecer de ese día, estará bañándose en la sangre caliente de un toro como lo
hizo Juliano el Apóstata[73]. El mero afán por la salud siempre termina en algo
insalubre. La naturaleza física no debe convertirse en objeto de obediencia;
debe ser disfrutada, no adorada. No hay que tomar en serio a las estrellas y a
las montañas. Si lo hacemos, terminaremos en dónde terminó el culto pagano
a la Naturaleza. Porque la tierra es generosa, podemos terminar imitando
todas sus crueldades. Porque la sexualidad es sana, podemos enloquecer de
sexualidad. Con los paganos, el simple optimismo llegó a su demencial y
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apropiado final. La teoría de que todo era bueno se convirtió en una orgía de
todo lo malo.
Por el otro lado, nuestros pesimistas idealistas estuvieron representados por
los antiguos restos de los estoicos. Marco Aurelio y sus amigos realmente
abandonaron la idea de que había algo bueno en el universo y se concentraron
exclusivamente en el dios interior. No tenían esperanza alguna en ninguna
virtud de la naturaleza, y apenas cierta esperanza de que hubiese alguna virtud
en la sociedad. No estaban lo suficientemente interesados en el mundo exterior
para destruirlo o para revolucionarlo. No amaron la ciudad lo suficiente como
para prenderle fuego. De esta manera, el mundo antiguo se encontró con
exactamente el mismo desolado dilema que tenemos hoy. Las únicas personas
que realmente disfrutaban del mundo estaban ocupados en romperlo; y a las
personas virtuosas esas personas no les importaban lo suficiente como para
derrocarlas. En este dilema – que era el mismo que el nuestro – apareció de
repente el cristianismo ofreciendo una respuesta singular que, eventualmente,
el mundo terminó aceptando como la respuesta. Fue la respuesta entonces y
creo que sigue siendo la respuesta hoy.
Fue como el corte de una espada; fragmentó y en ningún sentido unió
sentimentalmente. En breve: separó a Dios del cosmos. Esa trascendencia y
esa diferenciación de la deidad, que algunos cristianos hoy quisieran quitar del
cristianismo, fue realmente la única razón por la que se quería ser cristiano.
Fue lo más esencial de la respuesta cristiana al triste pesimista y al optimista
más triste todavía. Y ya que estoy tratando aquí el problema particular de estas
personas, me limitaré a mencionar brevemente esta gran sugerencia
metafísica: todas las descripciones del principio creador o sustentador de las
cosas tienen que ser metafóricas porque tienen que ser verbales. Así, el
panteísta está forzado a hablar de Dios en todas las cosas como si estuviese en
una caja. Así el evolucionista tiene, por su propia definición, la idea de ser
desenrollado como una alfombra. Todos los términos, ya sean religiosos o
irreligiosos, están expuestos a esta acusación. La única pregunta es la de si
todos los términos son inútiles o bien si se puede, con una frase así, cubrir una
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idea diferenciada acerca del origen de las cosas. Pienso que se puede; y el
evolucionista evidentemente también lo piensa, o no estaría hablando de
evolución. Y la frase básica de todo el deísmo cristiano fue que Dios era un
creador, de la misma forma en que lo es un artista. Un poeta está tan separado
de su poesía que habla de ella como algo que “le salió”. Hasta al transmitirla se
separa de ella. Este principio de que toda creación y procreación es una
ruptura resulta por lo menos tan consistente a lo largo del cosmos como el
principio evolutivo de que todo cambio es una bifurcación. Una mujer pierde
un niño incluso cuando tiene un niño. Toda creación es separación. El
nacimiento es una partida tan solemne como la muerte.
El principal principio filosófico del cristianismo fue que este divorcio en el
divino acto de la creación – semejante al que separa al poeta del poema y a la
madre del niño recién nacido – correspondía a la verdadera descripción del
acto mediante el cual la energía absoluta hizo al mundo. De acuerdo con la
mayoría de los filósofos, Dios, al hacer al mundo, lo esclavizó. De acuerdo con
el cristianismo, al hacerlo, lo liberó. Dios escribió, no tanto un poema sino más
bien una obra de teatro; una obra que planeó perfecta pero que,
necesariamente, quedó encomendada a actores y a escenógrafos humanos que,
desde entonces, la han convertido en un gran desbarajuste. Discutiré la verdad
de este teorema más tarde. Aquí sólo deseo señalar con qué sorprendente
suavidad el cristianismo superó el dilema que hemos discutido en este
capítulo. De esta manera uno podía al menos ser feliz o indignado sin
degradarse a ser ni pesimista ni optimista. Dentro de este sistema se podía
combatir a todas las fuerzas de la existencia sin desertar la bandera de la
existencia. Se podía estar en paz con el universo y, sin embargo, en guerra
contra el mundo. San Jorge podía pelear contra el dragón, por más que se
hinchara el monstruo en el cosmos para parecer más grande que las poderosas
ciudades y más alto que las eternas montañas. El dragón hubiera podido ser
muerto en nombre del mundo aún si hubiera sido tan grande como el mundo
entero. San Jorge no tenía por qué considerar ninguna clase de obvios riesgos
o proporciones en la escala de las cosas, sino tan sólo el secreto original de su
diseño. Podía blandir su espada contra el dragón incluso si éste lo era todo;
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incluso si los cielos vacíos por sobre su cabeza no eran más que el enorme arco
de las fauces abiertas del dragón.
Y después vino una experiencia imposible de describir. Fue como si, desde mi
nacimiento, hubiera estado chapuceando con dos enormes e inmanejables
máquinas de diferentes formas y sin conexión aparente – el mundo y la
tradición cristiana. Había encontrado un hueco en el mundo: el hecho que, de
alguna manera, uno tiene que encontrar la forma de amar al mundo sin confiar
en él; de alguna forma uno tiene que amar al mundo sin ser mundano. Y
encontré esa característica prominente de la teología cristiana, aguda como
una dura espina: la dogmática insistencia de que Dios era personal y había
creado al mundo separado de si mismo. El dogma de la espina cabía
exactamente en el hueco – era evidente que había sido diseñada para calzar allí
– y, después de eso, lo extraño empezó a suceder. Una vez que estas dos partes
de aquellas dos máquinas quedaron unidas, todas las demás partes, una
después de la otra, comenzaron a acoplarse y a ensamblarse con una exactitud
pasmosa. Pude oír como en toda la maquinaria perno tras perno caía en su
lugar con un clic de alivio. Habiendo conseguido ordenar una parte, todas las
demás partes estaban repitiendo ese orden del mismo modo en que un reloj
tras otro marcan el mediodía. Intuición tras intuición resultaba contestada por
doctrina tras doctrina. Me sentí como alguien que había avanzado en un país
hostil para conquistar una alta fortaleza y, al caer esa fortaleza, el país entero
se me había rendido y ahora me apoyaba sólidamente. Era como si todo el país
se iluminara con una luz que llegaba hasta los primeros prados de mi niñez.
Todas esas ciegas fantasías de la adolescencia que en el cuarto capítulo traté en
vano de dibujar sobre la oscuridad, de pronto se volvieron transparentes y
lozanas. Había tenido razón cuando sentí que las rosas eran rojas por alguna
suerte de elección: era la elección divina. Había tenido razón cuando sentí que
casi prefería decir que el pasto tenía el color equivocado antes que decir que,
por necesidad, tenía que tener ese color; en realidad podría tener cualquier
otro color. Mi intuición de que la felicidad pendía del loco hilo de una
condición realmente tenía sentido una vez que todo se había dicho: tenía el
sentido de la doctrina de la Caída. Incluso esos monstruos, borrosos e
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informes, de nociones que no había podido describir y menos aún defender, se
colocaron tranquilamente en su lugar como colosales cariátides[74] del credo.
La fantasía de que el comos no era inmenso y vacío sino pequeño y agradable
tenía ahora un significado pleno, porque todo lo que sea una obra de arte tiene
que ser pequeña a los ojos del artista. Para Dios, las estrellas sólo pueden ser
pequeñas y valiosas, como diamantes. Y mi recurrente intuición que, de alguna
manera, el bien no era meramente una herramienta a usar sino una reliquia a
ser guardada – como los restos del naufragio de Crusoe – constituía la versión
disparatada de algo originalmente sabio; porque, de acuerdo al cristianismo,
éramos realmente los sobrevivientes de un naufragio, tripulantes de un barco
dorado que se había hundido antes del comienzo del mundo.
Pero la cuestión importante era que eso invertía por entero la razón para el
optimismo. Y, en el instante en que la inversión se produjo, la sensación fue
como la del repentino alivio que se siente cuando un hueso es vuelto a poner en
su lugar. Muchas veces me había definido como optimista para evitar la
demasiado evidente blasfemia del pesimismo. Pero todo el optimismo de la
época había resultado falso y descorazonador porque constantemente estaba
tratando de demostrar que encajamos en este mundo. El optimismo cristiano
está basado sobre el hecho de que no encajamos en el mundo. Había tratado
de ser feliz diciéndome que el hombre es un animal, igual a cualquier otro, que
le imploraba su alimento a Dios. Pero ahora era realmente feliz porque había
aprendido que el hombre es una monstruosidad. Había tenido razón en sentir
que todas las cosas eran raras, porque yo mismo era, al mismo tiempo, peor y
mejor que todas las cosas. El placer del optimista era prosaico porque se
fundamentaba en que todo es natural; en cambio el placer del cristiano era
poético porque se fundamentaba en que, a la luz de lo sobrenatural, todo
resulta artificial. El filósofo moderno había insistido en decirme una y otra vez
que yo estaba en el lugar adecuado, pero yo seguía sintiéndome deprimido,
incluso estando de acuerdo. Pero cuando escuché que estaba en el lugar
equivocado mi alma cantó de alegría como un pájaro en primavera. Ese
conocimiento encontró e iluminó habitaciones olvidadas en el oscuro edificio
de mi infancia. Ahora sabía por qué el pasto verde siempre me había parecido
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tan raro como la barba verde de un gigante; o por qué podía sentir nostalgias
del hogar estando en mi propia casa.
VI. Las Paradojas del Cristianismo
E
l verdadero problema con este mundo nuestro no está en que es
irracional; ni siquiera está en que es razonable. La clase más común de
problema es que resulta casi razonable, pero no tanto. La vida no es algo
ilógico; y sin embargo es una trampa mortal para los expertos en lógica. Lo que
sucede es que parece un poco más matemático y regular de lo que realmente
es. Su exactitud es obvia, pero su inexactitud está oculta; su insensatez está al
acecho. Daré un burdo ejemplo de lo que quiero decir. Supongan que una
criatura matemática de la luna tuviese que investigar el cuerpo humano.
Observaría de inmediato que lo esencial de ese cuerpo es que todo está
duplicado. Una persona es, en realidad, dos personas; el de la derecha es
exactamente igual al de la izquierda. Después de anotar que hay un brazo a la
derecha y otro a la izquierda, una pierna a la derecha y otra a la izquierda,
podría continuar investigando y seguiría hallando a cada lado el mismo
número de dedos, el mismo número de dedos gordos en los pies, un par de
ojos, un par de orejas, un par de agujeros en la nariz y hasta un par de
hemisferios cerebrales. Por último, presumiría que es una ley y, al hallar el
corazón en un lado, deduciría que hay otro en el lado opuesto. Y justo en ese
momento, cuando más creyera que está en lo cierto, estaría equivocado.
Este silencioso desvío de la exactitud por una pulgada es lo que constituye el
elemento misterioso que hay en todo. Es como si el universo fuese
secretamente traicionero. Una manzana o una naranja son lo suficientemente
redondas como para que puedan ser llamadas redondas, pero no son redondas
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después de todo. La tierra tiene una forma de naranja a fin de tentar a algún
astrónomo ingenuo a llamarla globo. La hoja de pasto y la hoja de una espada
tienen similitudes que justifican que se las designe por la misma palabra pero,
bien miradas, no son iguales. En todas partes hay un elemento subrepticio e
incalculable en las cosas. Se le escapa a los racionalistas, pero se les escapa a
último momento. De la gran curva que tiene el perfil de nuestra tierra se
podría inferir fácilmente que cada pulgada de la misma está curvada de forma
idéntica. Parece irracional que un ser humano tenga un hemisferio cerebral a
cada lado y no tenga un corazón a cada lado. Y aún así, los científicos
continúan organizando expediciones al Polo Norte porque siguen encariñados
con la idea de un paisaje plano. Los científicos están también organizando
expediciones para encontrar el corazón del hombre y, cuando tratan de
hallarlo, por lo general empiezan por el lado equivocado.
Ahora bien, la mejor forma de comprobar la existencia de la perspicacia o la
inspiración es verificando si resulta capaz de adivinar estas malformaciones o
sorpresas ocultas. Si nuestro matemático de la luna vio los dos brazos y las dos
orejas, podría deducir los dos omóplatos y los dos hemisferios cerebrales. Pero
si adivinara el lugar correcto del corazón, yo lo llamaría algo más que un
matemático. Ahora bien, ésta es exactamente la afirmación que sostengo desde
que abogo por el cristianismo. No es tan sólo que el cristianismo deduce
verdades lógicas. Sucede que cuando, de pronto, se vuelve ilógico es porque ha
encontrado, por decirlo así, una verdad ilógica. No es tan sólo que acierta
acerca de las cosas sino que falla – por decirlo de algún modo – exactamente
en dónde las cosas también fallan. Su plan se condice con las secretas
irregularidades y espera lo inesperado. Es simple acerca de la verdad simple,
pero se vuelve obstinado en relación con la verdad sutil. Admitirá que una
persona tiene dos manos, pero no admitirá (aunque todos los modernistas
aúllen por ello) la deducción aparentemente obvia de que tiene dos corazones.
Mi propósito en este capítulo es señalar esto; mostrar que cuando sentimos
que hay algo paradójico en la teología cristiana, por lo general hallaremos que
hay algo paradójico también en la verdad.
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Ya he aludido a esa frase sin sentido según la cual, éste o aquél credo no puede
ser creído en nuestra época. Por supuesto que cualquier cosa puede ser creída
en cualquier época. Pero, por extraño que parezca, existe realmente un sentido
en el cual un credo, si es que es creído en absoluto, puede ser creído de una
manera más estable en una sociedad compleja que una sociedad simple. Si una
persona encuentra que el cristianismo es verdadero en Birmingham, tendrá en
realidad más razones para su fe que si lo hubiera hallado verdadero en Mercia.
[75] Porque mientras más complicada parezca la coincidencia,, menos
coincidencia puede ser. Si cayeran copos de nieve en la forma de, digamos, el
corazón de Midlothian,[76] eso podría ser un accidente. Pero si cayesen copos
de nieve con la forma exacta del laberinto de Hampton Court[77] creo que a
eso se lo podría llamar milagro. Es exactamente un milagro como ése que he
llegado a sentir respecto de la filosofía del cristianismo. La complejidad de
nuestro mundo moderno demuestra la verdad del credo con mayor perfección
que cualquiera de los problemas simples de las épocas de fe. Fue en Notting
Hill y en Battersea[78] que comencé a ver que el cristianismo era verdadero. Es
por esta complejidad que la fe tiene esa elaboración de doctrinas y detalles que
tanto desespera a quienes admiran el cristianismo sin creer en él. Pero una vez
que cree, el creyente está orgulloso de la complejidad de su credo, de la misma
forma en que los científicos están orgullosos de la complejidad de la ciencia.
Demuestra la riqueza de sus descubrimientos. Si está en lo cierto en absoluto,
será un halago decir que está elaboradamente en lo cierto. Un palo puede
calzar en un agujero y una piedra puede calzar en un pozo por accidente. Pero
tanto una llave como una cerradura son complejas. Si una llave calza en una
cerradura, sabemos que es la llave correcta.
Pero esta precisión intrínseca del asunto hace muy difícil lo que ahora tenemos
que hacer, que es describir esta acumulación de la verdad. Es muy difícil para
un hombre defender cualquier cosa de la que está completamente convencido.
Es comparativamente más fácil hacerlo cuando está sólo parcialmente
convencido. Cuando su convicción es sólo parcial es porque ha encontrado la
prueba de esto o de lo otro y puede exponerla. Pero una persona no se
convence de una teoría filosófica cuando encuentra que hay algo que la
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demuestra. Sólo estará realmente convencido si encuentra que todo la
demuestra. Y mientras más razones convergentes encuentre apoyando su
convicción, más incómodo se sentirá cuando se le pida de repente que las
resuma. Si se le preguntase súbitamente a un hombre inteligente común: “¿Por
qué prefiere usted la civilización a la barbarie salvaje?” el individuo miraría
desesperado a su alrededor buscando un objeto tras otro y sólo sería capaz de
responder vagamente, “Bueno, ahí está ese estante lleno de libros . . . y el
carbón en la carbonera . . . y los pianos . . . y los policías.” El problema de la
civilización es que es un problema complejo. ¡Ha hecho tantas cosas! Pero
precisamente esa multiplicidad de pruebas, que debería convertir la respuesta
en aplastante, hace que la respuesta sea imposible.
Por consiguiente, existe una especie de enorme impotencia en relación con
toda convicción completa. La creencia es tan grande que se necesita mucho
tiempo para traducirla en acción. Y lo más extraño de todo es que esta
vacilación surge principalmente de lo indiferente que resulta el lugar por
dónde uno tendría que empezar. Todos los caminos conducen a Roma; razón
por la cual muchas personas nunca llegan a ella. En el caso de la defensa de la
convicción cristiana, confieso que me daría lo mismo comenzar el argumento
tanto con un tema como con otro; podría comenzar con un nabo o con un
taxímetro. Pero si he de ser en absoluto cuidadoso de expresarme con claridad,
creo que lo más aconsejable será continuar con los argumentos ya expuestos en
el capítulo anterior que estaba dedicado a exponer la primera de estas
coincidencias, o más bien ratificaciones, místicas. Todo lo que hasta ese
momento había escuchado sobre la teología cristiana me alienaba de ella. Fui
pagano a la edad de doce años y un completo agnóstico a los dieciséis; y no
puedo entender cómo alguien puede pasar la edad de diecisiete años sin
haberse hecho una pregunta tan simple. Conservé, por cierto, una nebulosa
reverencia por una deidad cósmica y un gran interés histórico por el Fundador
del cristianismo. Pero lo consideré conscientemente como un hombre; aunque,
quizás y hasta en ese punto, estimé que le sacaba ventaja a algunos de sus
críticos modernos. Leí la literatura científica y escéptica de mi tiempo – toda
ella. Al menos lo que pude encontrar escrito en inglés y disponible por ahí. Y
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no leí nada más. Me refiero a que no leí otra cosa sobre cualquier otro aspecto
de la filosofía. Las novelas baratas de terror que también leí estaban, por
cierto, dentro de la saludable y heroica tradición cristiana, pero yo no lo sabía
en ese momento. Nunca leí una sola línea de apologética cristiana. Hasta el día
de hoy leo lo menos que puedo sobre ella. Fueron Huxley y Herbert Spencer
quienes me trajeron de regreso a la ortodoxia teológica. Fueron ellos quienes
sembraron en mi mente las primeras tremendas dudas sobre la duda.
Nuestras abuelas estaban bastante en lo cierto cuando afirmaban que Tom
Paine[79] y los librepensadores perturbaban el pensamiento. Lo perturban. Al
mío lo perturbaron horriblemente. Los racionalistas hicieron que me
preguntara si la razón sirve para algo en absoluto; y cuando terminé con
Herbert Spencer llegué hasta a poner en duda (por primera vez) que la
evolución hubiese ocurrido jamás. Cuando terminé de leer la última de las
clases ateas del Coronel Ingersoll,[80] se me cruzó por la cabeza la espantosa
observación “Por poco, con tus argumentos, haces de mí un cristiano.”[81] Me
encontré en un estado desesperante.
Se puede ilustrar de muchas maneras este extraño efecto que tienen los
grandes agnósticos de provocar dudas más profundas que las de ellos. Elegiré
sólo una. Mientras leía y releía los comentarios no-cristianos o anticristianos
sobre la fe, desde Huxley hasta Bradlaugh[82], una leve y atroz impresión
creció en mi mente, en forma gradual pero bien gráfica – la impresión de que
el cristianismo tenía que ser de lo más extraordinario. Porque (tal como se
desprendía de lo que entendí) no era tan sólo que el cristianismo adolecía de
los más flagrantes defectos sino que, aparentemente, tenía el talento místico de
combinar defectos que parecían inconsistentes entre si. Se lo atacaba desde
todos lados y por razones contradictorias. Ni bien un racionalista terminaba de
demostrar que estaba ubicado demasiado hacia el Este, venía otro que
demostraba con la misma claridad que estaba demasiado al Oeste. Ni bien se
había calmado mi indignación por su angular y agresiva cuadratura, se me
instaba a ver y condenar su enervante y sensual redondez. Para el caso de que
algún lector no haya tropezado también con lo que quiero decir, daré algunos
ejemplos de esta contradicción intrínseca en el ataque de los escépticos, tal
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como los recuerdo al azar. Los ejemplos serán cuatro o cinco. Hay como
cincuenta más.
Así, por ejemplo, quedé muy impresionado por el elocuente ataque al
cristianismo como algo inhumanamente lúgubre; porque pensé (y sigo
pensando) que el pesimismo sincero es un pecado imperdonable. El pesimismo
insincero es una conquista social más bien aceptable y, por suerte, casi todos
los pesimistas no son sinceros. Pero si el cristianismo era, como decían estas
personas, una cosa puramente pesimista y contraria a la vida, pues en ese caso
yo estaba dispuesto a hacer volar la Catedral de San Pablo por los aires. Pero lo
más extraordinario de todo era que, después de haberme demostrado en el
Capítulo I (a mi entera satisfacción) que el cristianismo era demasiado
pesimista, venía el Capítulo II en dónde me empezaban a demostrar que era,
en buena medida, demasiado optimista. Una de las acusaciones era que el
cristianismo, por medio de lágrimas y terrores enfermizos, impedía que las
personas buscaran alegrías y placeres en el seno de la Naturaleza. Pero la
siguiente acusación era que consolaba a las personas con una providencia
ficticia y las ponía en una guardería infantil pintada en tonos color de rosa.
Uno de los grandes agnósticos se preguntaba por qué se consideraba a la
Naturaleza como insuficientemente hermosa y por qué se decía que resultaba
difícil ser libre. El otro gran agnóstico objetaba que el optimismo cristiano era
“el manto de la ficción tejido por manos piadosas” colocado para ocultar el
hecho que la Naturaleza era fea y que resultaba imposible ser libre. Apenas uno
de los racionalistas terminaba de presentar al cristianismo como una pesadilla
ya venía otro a decir que era el paraíso de los tontos. Esto me extrañó; las
acusaciones resultaban inconsistentes. El cristianismo no podía ser la máscara
negra de un mundo blanco y, al mismo tiempo, la máscara blanca de un
mundo negro. La situación del cristiano no podía ser simultáneamente tan
confortable que fuera cobardía aferrarse a ella y tan incómoda que fuera
idiotez soportarla. Si distorsionaba la visión humana, tenía que distorsionarla
de una manera o de la otra; yo no podía usar anteojos con vidrios coloreados
de verde y rosa al mismo tiempo. Con terrible placer, como todos los jóvenes
de aquella época, mi lengua desgranaba las burlas que Swinburne[83] le
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lanzaba a la insipidez del credo:
“Has vencido, oh pálido Galileo,
el mundo se ha vuelto gris con Tu aliento.”
Pero cuando leí la descripción que del paganismo hacía el mismo poeta (por
ejemplo, en “Atlanta”), me quedé con la impresión de que el mundo había sido
posiblemente más gris antes de que el Galileo respirara sobre él. En realidad el
poeta sostenía que, en abstracto, la vida misma era más negra que la boca del
lobo. Y aún así, de alguna manera, el cristianismo la había logrado oscurecer.
La misma persona que acusaba al cristianismo de pesimismo, era un
pesimista. Algo estaba mal. Y por un momento se me cruzó por la mente que
los mejores jueces de la relación entre la religión y la felicidad no podían ser
quienes, en si mismos, no poseían ni religión ni felicidad.
Queda sobreentendido que no llegué apresuradamente a la conclusión de que
las acusaciones eran falsas o los acusadores tontos. Simplemente deduje que el
cristianismo tenía que ser algo más estrafalario y más malvado de lo que ellos
decían. Algo podía tener estos dos defectos opuestos; pero, de tenerlos, tendría
que ser bastante grotesco. Un hombre puede ser demasiado gordo en cierta
parte de su cuerpo y demasiado flaco en la otra; pero su figura sería muy
extraña. Llegado a este punto, mis pensamientos sólo se centraban en la
extraña figura de la religión cristiana y no me adscribí a ninguna figura extraña
en la mente racionalista.
He aquí otro ejemplo de la misma clase. Me pareció que había un argumento
sólido contra el cristianismo en la acusación de que, en todo lo llamado
“cristiano”, hay algo tímido, monacal y poco viril; especialmente en su actitud
frente a la resistencia y a la lucha. Los grandes escépticos del Siglo XIX eran
mayormente viriles. Bradlaugh de un modo expansivo, Huxley de un modo
reticente, eran decididamente hombres. En comparación, parecía sostenible
que hay algo débil y demasiado paciente acerca de los consejos cristianos. La
paradoja del Evangelio acerca de la otra mejilla, el hecho de que los sacerdotes
nunca peleaban, y cientos de cosas más hacían plausible la acusación de que el
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cristianismo constituía un intento de hacer que los hombres fuesen como
ovejas. Lo leí y lo creí; y si no hubiera leído nada diferente, lo hubiera seguido
creyendo. Pero leí algo muy diferente. Volteé la página de mi manual agnóstico
y mi cerebro quedó dado vuelta. Ahora se me decía que tenía que odiar al
cristianismo, no porque había peleado poco sino porque había peleado
demasiado. Según esto, el cristianismo parecía ser la madre de todas las
guerras. El cristianismo había inundado al mundo con sangre. Había
empezado por enojarme con el cristiano porque nunca se enfurecía. Y ahora
me pedían que me enojase con él porque su furia había sido la cosa más
enorme y horrible en la historia de la humanidad; porque su furia había
empapado la tierra y ahumado al sol. Las personas que le reprochaban al
cristianismo la sumisión y la no-resistencia de los monasterios eran las mismas
que le reprochaban también el coraje de las Cruzadas. Era (de un modo o de
otro) culpa del cristianismo, tanto que Eduardo el Confesor[84] no luchara
como que lo hiciera Ricardo Corazón de León[85]. Los cuáqueros (se nos
decía) eran los únicos cristianos típicos; y sin embargo las masacres de
Cromwell[86] y de Alba[87] fueron crímenes típicamente cristianos. ¿Qué
podía significar todo eso? ¿Qué era este cristianismo que siempre prohibía la
guerra y siempre producía guerras? ¿Cuál podía ser la naturaleza de algo que
uno podía despreciar, primero porque no quería pelear y después porque
siempre estaba peleando? ¿En qué mundo de acertijos había nacido este
monstruoso asesinato y esta monstruosa sumisión? La figura del cristianismo
se me hacía más insólita a cada instante.
Y voy al tercer caso, que es el más extraño de todos porque implica una
objeción real a la fe. La única verdadera objeción al cristianismo es,
simplemente, que es una religión. El mundo es un lugar grande, lleno de
diferentes clases de gentes. El cristianismo – podría decirse – es una cosa
confinada a cierta clase de gente; habiendo comenzado en Palestina,
prácticamente se detuvo en Europa. En mi juventud, quedé realmente
impresionado por este argumento y me sentí inclinado hacia la doctrina
frecuentemente predicada en las Sociedades Éticas – me refiero a la que
sostiene que existe una gran iglesia inconsciente de toda la humanidad
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fundada en la omnipresencia de la conciencia humana. Se afirmaba allí que los
credos dividían a los hombres pero al menos la moral los unía. El espíritu
podía buscar en los países y en las eras más extrañas y remotas, y siempre
seguiría encontrando un esencial sentido común ético. Podría encontrar a
Confucio bajo árboles orientales y estaría escribiendo: “No robarás”. Podría
descifrar el más enigmático jeroglífico en el desierto más primigenio y el
significado, una vez descifrado, sería: “Los niños pequeños no deben mentir”.
Creí en esta doctrina de la hermandad de todos los seres humanos poseedores
de un sentido moral, y sigo creyendo en ella – además de otras cosas. Y estaba
profundamente enojado con el cristianismo por sugerir (suponía yo) que
épocas e imperios enteros habían carecido por completo de esta luz de justicia
y razón. Pero después encontré algo sorprendente. Encontré que la misma
gente que decía que la humanidad constituía una sola iglesia, desde Platón
hasta Emerson[88], era la misma gente que decía que la moralidad ha
cambiado por completo y que lo que estaba bien en una época, estaba mal en la
otra. Si preguntaba, digamos, por un altar, me decían que no lo necesitamos
porque los seres humanos, nuestros hermanos, nos ofrecían claros oráculos y
un solo credo en sus costumbres e ideales universales. Pero si tímidamente se
me ocurría señalar que una de las costumbres universales del ser humano fue
la de tener un altar, mis maestros agnósticos hacían un giro de ciento ochenta
grados y me decían que los seres humanos siempre habían vivido en la
oscuridad y en la superstición de los salvajes. Hallé que su crítica cotidiana al
cristianismo era que representaba la luz para ciertas personas y había dejado
morir en la oscuridad a otras. Pero también encontré que se jactaban
especialmente de que la ciencia y el progreso constituían el descubrimiento de
ciertas personas y que todas las demás habían muerto en la oscuridad. Su
principal insulto al cristianismo era, en realidad, una forma de lisonjearse a si
mismos, y parecía haber una rara injusticia en toda su relativa insistencia en
ambas cosas. Cuando se trataba de considerar a algún pagano o a algún
agnóstico, teníamos que recordar que todos los seres humanos tienen una
religión común; pero cuando se trataba de algún místico o espiritualista, sólo
teníamos que considerar cuan absurdas religiones tenían ciertas personas.
Podíamos confiar en la ética de Epícteto[89] porque la ética nunca cambiaba.
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Pero no teníamos que confiar en la ética de Bossuet[90], porque la ética había
cambiado. No había cambiado en dos mil años, pero lo había hecho en
doscientos.
Esto empezaba a ser alarmante. No parecía tanto que el cristianismo fuese lo
suficientemente malo como para incluir todos los defectos, sino más bien que
cualquier palo era suficientemente bueno para pegarle al cristianismo. Y de
nuevo: ¿qué podía tener ese algo asombroso que la gente ansiaba tanto
contradecir que, al hacerlo, no le importaba contradecirse? Por todas partes
veía lo mismo. No puedo ocupar más espacio con los detalles de esta discusión,
pero para que nadie diga que he seleccionado injustamente tres casos
accidentales, recorreré brevemente algunos otros. Así, algunos escépticos
escribieron que el gran crimen del cristianismo fue su ataque a la familia; que
había arrastrado a las mujeres hacia la soledad y la contemplación del
convento, lejos de sus hogares y de sus hijos. Pero después, otros escépticos
(levemente más avanzados) decían que el gran crimen del cristianismo
consistía en habernos impuesto el matrimonio; que había condenado a las
mujeres al tedio de sus hogares y de sus hijos, prohibiéndoles la soledad y la
contemplación. Con lo cual, la acusación terminaba invirtiéndose. O bien
ciertas frases en las Epístolas o en el ritual del matrimonio demostraban, según
los anticristianos, desprecio por el intelecto de la mujer. Pero encontré que los
anticristianos mismos manifestaban desprecio por el intelecto femenino
cuando su gran burla de la Iglesia en el continente europeo consistía en señalar
que “sólo las mujeres” concurrían a ella. O bien el cristianismo era criticado
por sus costumbres de austeridad y de ayuno, con sus hábitos de telas burdas y
sus arvejas secas. Pero al minuto siguiente el cristianismo resultaba denostado
por su pompa y su ritualismo; por sus altares de pórfido y sus mantos dorados.
Se lo criticaba por ser demasiado simple y por ser demasiado colorido. Por otra
parte, el cristianismo siempre fue acusado de reprimir demasiado la
sexualidad; hasta que Bradlaugh, el malthusiano[91], descubrió que la había
reprimido demasiado poco. Con frecuencia se lo acusa, de una sola tirada, de
respetabilidad mojigata y de extravagancia religiosa. Entre las tapas del mismo
folleto ateo, encontré a la fe censurada por su desunión “Todos opinan algo
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diferente” y también censurada por su unión “Lo que evita que el mundo se
vaya al demonio es la diferencia de opiniones”. En la misma conversación un
librepensador amigo mío le reprochó al cristianismo su desprecio por los
judíos y después despreció al cristianismo por ser de origen judío.
Quería ser justo entonces y quiero ser justo ahora. En aquél momento no
concluí que el ataque contra el cristianismo estaba completamente equivocado.
Sólo llegué a la conclusión de que, si el cristianismo estaba equivocado, pues lo
estaba y mucho. Todos esos horrores amenazadores podían combinarse en una
sola cosa; pero en dicho caso, esa cosa tenía que ser muy rara y única. Existen
hombres que son miserables y también despilfarradores; pero no abundan.
Existen personas sensuales y también ascéticas; pero son raros. Ahora, si
existía realmente esta masa de locas contradicciones, pietismo con sed de
sangre, magnificencia con exceso de harapos, austeridad con ostentación y
lujuria visual, misoginia con proteccionismo femenino, pesimismo solemne
con optimismo estúpido; si este mal existía, tenía que haber en él algo bastante
supremo y único. En todo caso, en mis maestros racionalistas no encontré
ninguna explicación para semejante corrupción excepcional. A sus ojos
(hablando en teoría) el cristianismo era sólo uno de los mitos comunes y sólo
uno de los errores ordinarios de los mortales. Ellos no me ofrecían ninguna
clave para esta retorcida y antinatural perversidad. Semejante paradoja del mal
ya adquiría la estatura de lo sobrenatural. En verdad, era casi tan sobrenatural
como la infalibilidad del Papa. Una institución histórica que jamás ha hecho
nada bien es un milagro por lo menos tan grande como una institución que
jamás se puede equivocar. Realmente, desde esta óptica si Jesús de Nazaret no
fue el Cristo, tendría que haber sido el Anticristo.
Y después, en un momento de tranquilidad, un extraño pensamiento cayó
sobre mí como un rayo silencioso. De pronto se me había ocurrido otra
explicación. Supongamos que muchas personas nos hacen comentarios sobre
un desconocido. Supongamos que estamos intrigados por el hecho de que
algunos nos dicen que el hombre era demasiado alto y otros nos dicen que era
demasiado bajo; que algunos objetan su obesidad y otros su delgadez; algunos
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lo consideran demasiado morocho y otros demasiado rubio. Una de las
explicaciones sería – tal como lo vimos ya – que el sujeto es realmente
estrafalario. Pero hay otra explicación: el sujeto podría ser perfectamente
normal. Personas increíblemente altas podrían percibirlo como demasiado
bajo. Personas muy bajas lo percibirían como demasiado alto. Vetustos
gordinflones podrían considerarlo insuficientemente relleno; garbosos vejetes
esmirriados podrían opinar que está hinchado más allá de los límites de la
elegancia. Quizás los suecos, que tienen cabellos color de lino, lo llamarían
morocho mientras que los negros lo considerarían definitivamente rubio.
Quizás, en resumen, este fulano extraordinario no es más que alguien común y
corriente; o por lo menos un fenómeno normal; un término medio central.
Quizás es el cristianismo el que está cuerdo y todos sus críticos están locos – de
muchas maneras diferentes. Verifiqué esta idea preguntándome si en los
acusadores no habría algo de enfermizo que podría explicar sus acusaciones.
Me sorprendí al comprobar que esta llave calzaba en la cerradura. Por ejemplo,
resultaba ciertamente ridículo que el mundo acusara al cristianismo de
austeridad física y de pompa artística al mismo tiempo. Pero no menos
ridículo, muy ridículo, era que el mundo moderno mismo combinara extrema
lujuria física con una extrema ausencia de esplendor artístico. Para el hombre
moderno, la ropa de Becket[92] resultaba demasiado lujosa y su comida
demasiado austera. Pero, por el otro lado, el hombre moderno era algo
excepcional en la historia: ninguno antes de él había elaborado jamás una
gastronomía tan elaborada y una vestimenta tan horrenda. El hombre
moderno hallaba a la iglesia demasiado simple exactamente allí en dónde la
vida moderna es demasiado compleja; hallaba a la iglesia demasiado fastuosa
exactamente allí en dónde la vida moderna es demasiado lúgubre. El hombre al
que le desagradaban los ayunos y las comidas austeras enloquecía por los
postres. El hombre al que le desagradaban los fastuosos atuendos llevaba un
par de pantalones despampanantes. Y, si en absoluto había algo de locura en el
asunto, seguramente estaba en esos ridículos pantalones y no en la túnica
simplemente vistosa. Si había algo de capricho en absoluto, estaba en los
extravagantes postres y no en el pan y el vino.
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Revisé todos los casos y encontré que, hasta allí, la llave seguía calzando. El
hecho que Swinburne estuviese irritado por la infelicidad de los cristianos y
más irritado todavía por su felicidad se podía explicar fácilmente. Ya no era
una complicación de la enfermedad del cristianismo sino una complicación de
la enfermedad de Swinburne. Las restricciones de los cristianos lo entristecían
porque él era más hedonista de lo que cualquier persona sana podía llegar a
ser. La fe de los cristianos lo enfurecía porque él era más pesimista de lo que
una persona sana puede llegar a ser. De la misma manera, los mathusianos
atacaban al cristianismo no porque hubiese algo especialmente antimalthusiano en él sino porque hay algo un poco anti-humano en el
maltusianismo.
Sin embargo, pensé que no podía ser del todo cierto que el cristianismo fuese
simplemente sensato y se hallase en el término medio. Había en él realmente
un elemento de énfasis y hasta de exaltación que justificaba la crítica
superficial de los secularistas. El cristianismo podía ser sabio, y comencé a
pensar cada vez más que era sabio, pero no era tan sólo mundanamente sabio;
no era tan sólo moderado y respetable. Sus fieros Cruzados y sus mansos
santos podían equilibrarse entre si; pero aún con esto los Cruzados habían sido
muy feroces y los santos muy humildes, más allá de lo decente. Ahora bien,
justo a esta altura de la especulación fue que recordé mis reflexiones sobre el
mártir y el suicida. En esa cuestión había aparecido esa combinación de dos
posiciones casi demenciales que, sin embargo y de alguna manera, resultaban
en cordura. Ésta era tan sólo otra de esas contradicciones, y yo ya había
encontrado que eran ciertas. Ésta era exactamente una de esas paradojas en las
que los escépticos encontraban el error del credo mientras que yo había
encontrado en ellas su acierto. Por más exageradamente que los cristianos
amasen al mártir y odiasen al suicida, nunca sintieron esas pasiones de un
modo más exaltado de lo que yo las había sentido mucho antes de soñar
siquiera acerca del cristianismo. Luego, se abrió la parte más difícil e
interesante del proceso mental y comencé a rastrear esta idea a tientas a través
de todos los enormes pensamientos de nuestra teología. La idea era aquella
que había bosquejado en lo referente al optimista y al pesimista: no queremos
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una amalgama o un compromiso, sino ambas cosas en toda su energía; amor y
furia, ardientes ambos. Aquí sólo rastrearé sus relaciones con la ética. Aunque
no necesito recordarle al lector que la idea de esta combinación es, por cierto,
central a la ortodoxia teológica. Porque esa ortodoxia ha insistido
especialmente en que Cristo no fue un ser diferente de Dios y del hombre,
como un elfo; ni tampoco un ser mitad humano y mitad otra cosa, como un
centauro, sino ambas cosas a la vez y ambas cosas plenamente, muy hombre y
muy Dios. Pues bien, permítanme rastrear esta noción tal como la encontré.
Todas las personas cuerdas pueden constatar que la cordura es una especie de
equilibrio; que alguien puede estar loco y comer demasiado, o estar loco y
comer demasiado poco. Algunos modernos, por cierto, han surgido con
nebulosas versiones de progreso y evolución que tratan de destruir el “mesón”
o justo término medio de Aristóteles. [93]
Estas personas parecen querer sugerir que todos nosotros estamos destinados
a morir de hambre progresivamente, o bien a comer desayunos cada vez más
grandes cada mañana hasta el fin de los tiempos. Pero la gran obviedad del
mesón sigue siendo válida para todos los hombres pensantes, y los modernos
no han alterado ningún equilibrio excepto el de ellos mismos. Ahora bien, una
vez concedido que todos tenemos que mantenernos en equilibrio, lo
verdaderamente interesante está en la pregunta de cómo es posible hacerlo.
Ése fue el problema que el paganismo trató de resolver, y ése fue el problema
que el cristianismo resolvió, y de una manera muy curiosa.
El paganismo declaró que la virtud residía en el equilibrio; el cristianismo
declaró que residía en el conflicto: en la colisión de dos pasiones
aparentemente opuestas. Por supuestos que estas pasiones no eran realmente
inconsistentes; pero eran de tal modo que resultaban difíciles de sostener
simultáneamente. Sigamos por un momento la pista del mártir y del suicida, y
tomemos el caso del coraje. No hay cualidad que haya confundido tanto los
cerebros y enredado tanto las definiciones de los sabios meramente racionales.
El coraje es casi una contradicción en los términos. Significa un fuerte deseo de
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vivir que toma la forma de una disposición a morir. “Quien quiera perder su
vida se salvará” no es un fragmento de misticismo para santos y héroes. [94]
Es un consejo común y corriente para marineros o alpinistas. Podría estar
impreso en una guía o en un manual de entrenamiento para escaladores. Esta
paradoja encierra todo el principio del coraje; incluyendo al coraje mundano y
hasta al coraje bastante brutal. Un hombre aislado sobre un peñasco a la orilla
del mar puede llegar a salvar su vida si se anima a arriesgarse a cruzar un
precipicio. Podrá alejarse de la muerte sólo caminando continuamente a una
pulgada de distancia de ella.
Un soldado rodeado de enemigos, si quiere romper el cerco, tendrá que
combinar un fuerte deseo de vivir con una extraña indiferencia ante la muerte.
No deberá aferrarse simplemente a la vida, porque en ese caso será un cobarde
y no se evadirá. Tampoco debe simplemente esperar la muerte, porque en ese
caso será un suicida y tampoco escapará. Deberá salvar su vida con una furiosa
indiferencia por ella; deberá desear la vida como el agua y, a pesar de ello,
beberla como si fuese vino. Creo que ningún filósofo ha expresado este acertijo
romántico con adecuada lucidez; y por cierto que yo tampoco lo he logrado.
Pero el cristianismo ha hecho más que eso: ha marcado los límites de la
paradoja con las terribles tumbas del suicida y del héroe, mostrando la
distancia que hay entre el que muere porque quiere vivir y el que muere porque
quiere morir. Y desde siempre ha mantenido al tope de las lanzas europeas la
bandera del misterio de la caballería: el coraje cristiano, que es un desprecio
por la muerte; y no el coraje chino, que es un desprecio por la vida.
Después de eso empecé a darme cuenta de que esta doble pasión constituía la
clave cristiana para la ética en general. En todos los ordenes, el credo actuaba
de moderador en el silencioso choque de dos emociones impetuosas. Tómese,
por ejemplo, la cuestión de la modestia, ese equilibrio entre el mero orgullo y la
mera denigración. El pagano promedio, al igual que el agnóstico promedio,
dirá simplemente que está satisfecho de si mismo, pero no insolentemente
autosatisfecho, que los hay mejore y peores en grandes cantidades, que sus
postres son sobrios pero que él se encarga de recibirlos. En resumen: caminará
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con la cabeza alzada pero no necesariamente alzando la nariz. Esta es una
postura viril y racional, pero se expone a la objeción que ya hemos notado
cuando vimos el compromiso entre el optimismo y el pesimismo – la
“resignación” de Matthew Arnold. Una mezcla de dos cosas implica la
disolución de las dos cosas; ninguna está presente con la plenitud de su vigor
ni contribuye con la totalidad de su color. Este orgullo moderado y apropiado
no eleva el corazón como un toque de trompetas; nadie se vestiría de púrpura
y oro por algo así. Por otra parte, esta tímida modestia racional no limpia el
alma con fuego haciéndola clara como un cristal; no convierte al hombre –
como lo hace la humildad estricta e inquisitiva – en casi un niño pequeño que
puede sentarse a los pies de una brizna de pasto. No lo hace mirar hacia arriba
para ver maravillas; porque Alicia tiene que hacerse pequeña si es que quiere
ser la Alicia del País de las Maravillas. De esta manera, la tímida modestia
racional pierde tanto la poesía de ser orgullosa como la poesía de ser humilde.
Lo que el cristianismo buscó con sus raros métodos fue rescatar ambas poesías.
Separó las dos ideas y las exageró a ambas. En cierto sentido el Hombre sería
más arrogante que nunca antes; en otro sentido el hombre sería más humilde
que nunca antes. En la medida en que soy un Hombre, soy el rey de la
Creación. En la medida en que soy un hombre, soy el principal pecador. Toda
la humildad que había significado pesimismo, que había significado que el ser
humano tuviese una indefinida o malévola visión de todo su destino – todo eso
tenía que desaparecer. No oiríamos más el clamor del Eclesiastés acerca de que
la humanidad no tenía preeminencia por sobre las bestias, o el terrible lamento
de Homero diciendo que el hombre era tan sólo la más triste de las bestias del
campo. El Hombre era la estatua de Dios caminando por el jardín. El Hombre
tenía preeminencia por sobre todas las bestias; el hombre sólo estaba triste
porque no era una bestia sino un dios roto. Los griegos habían hablado de
hombres arrastrándose por la tierra como si se aferraran a ella. Ahora el
Hombre hollaría la tierra como para conquistarla. El cristianismo sostuvo así
una idea de la dignidad del hombre que sólo podía expresarse mediante
coronas radiantes como el sol y abanicos hechos de plumas de pavo real. Y sin
embargo, al mismo tiempo, era capaz de contener una idea de la abyecta
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pequeñez del hombre que sólo podía ser expresada, mediante el ayuno y una
fantástica sumisión, en las grises cenizas de Santo Domingo[95] y en las
blancas nieves de San Bernardo[96].
Cuando uno se ponía a pensar en su propio ser, había suficiente perspectiva
y restricción para cualquier cantidad de austera abnegación y amarga verdad.
Aquí el caballero realista podía dejarse ir – siempre y cuando se dejara ir
dentro de si mismo. Había un campo de juego abierto para el feliz pesimista.
Dejen que diga cualquier cosa contra si mismo con tal de que no blasfeme
contra el objetivo original de su ser; dejemos que se llame un tonto y hasta un
maldito estúpido (aunque eso ya sería calvinista); con tal que no diga que los
tontos no merecen ser salvados. No debe decir que el hombre, el hombre,
puede carecer de valor. Aquí, otra vez, el cristianismo superó la dificultad de
combinar dos furiosos opuestos, manteniéndolos a ambos y manteniéndolos
furiosos a los dos. La Iglesia fue positiva sobre ambos aspectos. Difícilmente
alguien puede exagerar la pequeñez de su propio ser. Difícilmente alguien
pueda exagerar la importancia de su propia alma.
Tomen otro caso: la complicada cuestión que la caridad, algo que ciertos
idealistas muy despiadados parecen creer que es bastante fácil. La caridad es
una paradoja, al igual que la modestia y el coraje. Expresada lisa y llanamente,
la caridad significa una de dos cosas: o bien el perdón de lo imperdonable, o
bien el amor a personas imposibles de amar. Pero si nos preguntamos (como lo
hicimos en el caso del orgullo) qué es lo que un pagano sensato sentiría acerca
de una cuestión como ésa, probablemente estaríamos empezando por el fondo
del asunto. Un pagano sensato diría que hay personas a las que se puede
perdonar y personas a las que no se puede: si un esclavo roba algo de vino, uno
puede reírse; pero si un esclavo traiciona a su benefactor, uno puede matarlo y
maldecirlo aún después de muerto. En la medida en que la acción era
perdonable, la persona era perdonable. Esto, otra vez, es racional y hasta
reconfortante; pero es una dilución. No deja espacio a un horror absoluto por
la injusticia de la misma intensidad que el aprecio por la belleza de la
inocencia. Y no deja lugar a la ternura de los seres humanos por otros seres
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humanos; algo que constituye toda la fascinación de quienes son caritativos. El
cristianismo intervino en esto del mismo modo en que ya vimos.
Sorprendentemente comenzó con una espada y separó una cosa de la otra.
Separó al crimen del criminal. Al criminal debemos perdonarlo setenta veces
siete veces. Al crimen no lo debemos perdonar en absoluto. No era suficiente
que los esclavos que robaban vino inspirasen, en parte enojo y en parte
compasión. Teníamos que enojarnos mucho más que antes con el robo y ser
mucho más compasivos que antes con el ladrón. De pronto había espacio para
que el enojo y el amor corriesen en libertad. Y mientras más consideraba al
cristianismo, más hallaba que, aparte de establecer una norma y un orden, su
objetivo principal consistía en dejar espacio para que las cosas buenas
corriesen en libertad.
La libertad mental y la libertad emocional no son tan simples como parecen.
Realmente, requieren un equilibrio casi tan delicado como las leyes y las
condiciones de la libertad sociopolítica. El anarquista estético común que se
pone a sentirlo todo libremente termina enredado en una paradoja que al final
le impide sentir en absoluto. Se escapa de los límites del hogar para perseguir a
la poesía. Pero, al dejar de sentirse dentro de los límites de su hogar, cesa
también de sentir la “Odisea”[97]. Se libera de prejuicios nacionales y está más
allá del patriotismo. Pero, el estar más allá del patriotismo significa estar más
allá de “Enrique V”[98]. Semejante literato está simplemente fuera de toda
literatura: es más un prisionero que cualquier extremista. Porque, si hay una
pared entre usted y el mundo, no hay mucha diferencia entre quedar encerrado
adentro y quedar encerrado afuera. No queremos la universalidad que hay
fuera de los sentimientos normales; queremos la universalidad que está dentro
de los sentimientos normales. Hay una gran diferencia entre librarse de ellos
como quien se libera de una prisión y librarse de ellos como quien se libera de
una ciudad. Estoy libre del Castillo de Windsor (es decir: no estoy detenido allí
por la fuerza); pero de ninguna manera me he liberado de ese edificio. ¿Cómo
un hombre aproximadamente libre de emociones refinadas podría hacerlas
vibrar en un espacio abierto sin perjuicio o desastre? Ése fue el logro de la
paradoja cristiana de las pasiones paralelas. Una vez concedido el dogma
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original de la guerra entre lo divino y lo diabólico, podían soltarse en catarata
la rebelión y la ruina del mundo, el optimismo y el pesimismo, como si fueran
poesía pura.
San Francisco[99], alabando todo lo bueno, podía ser un optimista más
alborotador que Walt Whitman[100]. San Jerónimo[101], denunciando al
demonio, podía pintar al mundo más negro que Schopenhauer. Ambas
pasiones pudieron ser libres porque se las mantenía en su lugar. El optimista
podía derramar todos los elogios que quería sobre la alegre música de las
marchas, las trompetas doradas y los rojos estandartes yendo a la batalla. Pero
no debía decir que la lucha era inútil. El pesimista podría describir, con todo el
dramatismo que quisiera, las agotadoras marchas o las heridas sangrantes.
Pero no debía decir que la lucha era desesperanzada. Lo mismo se aplicaba a
todos los demás problemas morales, como el orgullo, la protesta, y la
compasión. Al tener definida su doctrina principal, la Iglesia no sólo podía
mantener lado a lado cosas aparentemente inconsistentes sino, más aún, les
permitía salir libres en una suerte de violencia artística que de otro modo sólo
le era posible a los anarquistas. La humildad se hizo más dramática que la
locura. El Cristianismo Medieval se convirtió en un elevado y raro golpe de
efecto teatral de moralidad – con cosas que son a la virtud lo que los
crímenes de Nerón[102] son al vicio. Los espíritus de la indignación y de la
caridad adoptaron formas terribles y atractivas, abarcando desde la violencia
monacal que azotó como a un perro al primero y más grande de los
Plantagenetas[103] hasta la sublime piedad de Santa Catalina[104] quien, en el
desastre oficial, besó la cabeza ensangrentada del criminal. La poesía podía ser
tanto una actuación como una composición. Este estilo heroico y monumental
de la ética ha desaparecido por completo con la religión sobrenatural. Ellos,
siendo humildes, podían exhibirse; nosotros somos demasiado orgullosos para
ser prominentes. Nuestros maestros de ética actuales escriben razonablemente
sobre la reforma penal; pero no es probable que veamos al señor Cadbury
[105], o a algún otro eminente filántropo, ir a la cárcel de Reading para abrazar
un cadáver estrangulado antes de que sea arrojado a la fosa común. Nuestros
maestros de ética hablan débilmente contra el poder de los millonarios; pero
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no es probable que veamos como al señor Rockefeller, o a algún otro tirano
moderno, lo azotan públicamente en la Abadía de Westminster.
De este modo, las acusaciones por partida doble de los secularistas, a pesar de
que no ofrecen más que oscuridad y confusión, arrojan una luz real sobre la fe.
Es cierto que la Iglesia histórica exaltó el celibato y la familia al mismo tiempo;
que estuvo – si es posible ponerlo así – feroz y simultáneamente por tener
hijos y por no tenerlos. Ha mantenido estas cosas lado a lado como dos fuertes
colores; rojo y blanco, como el rojo y el blanco del escudo de San Jorge.
Siempre tuvo una saludable aversión por el rosado. Odia esa combinación de
dos colores que es el débil recurso de los filósofos. Odia esa evolución del
blanco al negro que equivale a un sucio gris. De hecho, toda la teoría de la
Iglesia sobre la virginidad puede ser simbolizada por la afirmación que el
blanco es un color y no meramente la ausencia de un color. Todo lo que estoy
sugiriendo aquí puede expresarse diciendo que el cristianismo, en la mayoría
de estos casos, trató de mantener dos colores, en coexistencia pero puros. No
es una mezcla como el anaranjado o el morado; es más bien como la seda
bicolor, porque la seda bicolor siempre está tejida a ángulos rectos, con dos
colores que forman una cruz.
Lo mismo sucede, por supuesto, con las acusaciones contradictorias de los anticristianos respecto del sometimiento y las masacres. Es cierto que la Iglesia a
algunos hombres les dijo que combatieran y a otros que no lo hagan. Es cierto
que aquellos que combatieron lo hicieron como relámpagos y los que no lo
hicieron fueron como estatuas. Todo esto simplemente significa que la Iglesia
prefirió utilizar a sus Superhombres y a sus Tolstoyanos. Tiene que haber
algún bien en la vida guerrera, ya que a tantos buenos hombres les gustó ser
soldados. Tiene que haber algún bien en la idea de la no-violencia, ya que a
tantos buenos hombres les gustó ser cuáqueros. Todo lo que hizo la Iglesia (en
este sentido) fue evitar que estas cosas buenas se excluyesen mutuamente. Los
tolstoyanos, al tener todos los escrúpulos del monje, simplemente se hicieron
monjes. Los cuáqueros se convirtieron en un club en vez de convertirse en una
secta. Los monjes dijeron todo lo que Tolstoy dice; derramaron lúcidos
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lamentos acerca de la crueldad de las batallas y lo inútil de la venganza. Pero
los tolstoyanos no son completamente adecuados para gobernar al mundo y,
en la era de la fe, tampoco se les permitió gobernarlo. El mundo no se perdió la
última carga de Sir James Douglas ni el estandarte de Juana de Arco. Y a veces
esta pura misericordia y esta pura fiereza se encontraron y justificaron su
alianza; la paradoja de todos los profetas se cumplió y en el alma de San Luis,
el león se echó junto al cordero. Pero recuerden que este texto resulta
interpretado muy livianamente. Constantemente se nos asegura,
especialmente a través de nuestras tendencias tolstoyanas, que cuando el león
se echa junto al cordero, el león se vuelve ovejuno. Pero ésa es brutal anexión e
imperialismo de parte del cordero. Eso es simplemente el cordero absorbiendo
al león en lugar del león comiéndose al cordero. El problema real es: ¿puede el
león echarse junto al cordero y, a pesar de ello, mantener su regia ferocidad?
Ése es el problema que encaró la Iglesia. Ése es el milagro que realizó.
Esto es lo que yo llamo adivinar las excentricidades ocultas de la vida. Esto es
saber que el corazón de un hombre está a la izquierda y no en el medio. Esto es
saber, no sólo que la tierra es redonda, sino conocer exactamente dónde es
plana. La doctrina cristiana detectó las extravagancias de la vida. No sólo
descubrió la ley sino que previó las excepciones. Subestiman al cristianismo
quienes dicen que descubrió la compasión. Cualquiera puede descubrir la
compasión. De hecho, todo el mundo lo hizo. Pero descubrir un plan para ser
compasivo y también severo – eso fue anticipar una extraña necesidad de la
naturaleza humana. Porque nadie quiere que se le perdone un gran pecado
como si fuese uno pequeño. Cualquiera puede decir que no deberíamos ser ni
muy miserables ni muy felices. Pero descubrir hasta qué punto uno puede ser
bastante miserable sin que se vuelva imposible ser bastante feliz – eso fue todo
un hallazgo en psicología. Cualquiera puede decir: “Ni fanfarrón ni sumiso” y
eso sería una delimitación. Pero decir: “Aquí puedes fanfarronear y aquí
puedes obedecer”, eso es emancipación.
El gran logro de la ética cristiana fue este descubrimiento de un nuevo
equilibrio. El paganismo había sido como una columna de mármol, erguida en
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su proporcionalidad simétrica. El cristianismo fue como una enorme e
irregular roca romántica que, a pesar de oscilar sobre su pedestal al menor
toque, podía quedar sobre su trono por miles de años porque sus exageradas
prominencias se equilibraban mutuamente. En una catedral gótica todas las
columnas eran diferentes, pero todas eran necesarias. Cada soporte parecía
accidental y fantástico; cada contrafuerte era volante. Del mismo modo, en la
cristiandad, los accidentes aparentes se equilibraban. Becket vistió una camisa
de crin bajo su oro y su carmesí; y habría mucho para decir de la combinación
porque Becket obtuvo el beneficio de la camisa de crin mientras el pueblo en la
calle obtenía el del carmesí y el oro. Al menos esta solución es mejor que la del
millonario moderno que, hacia afuera viste de negro y de gris para los demás, y
mantiene al oro cerca de su corazón. Pero el equilibrio no estuvo siempre
confinado al cuerpo de un hombre como el de Becket. Con frecuencia el
equilibrio estuvo distribuido por todo el cuerpo de la cristiandad. Porque un
hombre rezaba y ayunaba en las nieves del Norte, podían lanzarse flores en su
festival en las ciudades del Sur; y porque ciertos fanáticos tomaban agua en las
arenas de Siria, los hombres podían seguir tomando sidra en los huertos de
Inglaterra. Eso fue lo que hizo que la cristiandad fuese, simultáneamente,
mucho más sorprendente y mucho más interesante que el imperio pagano. Del
mismo modo, la catedral de Amiens no es mejor pero sí más interesante que el
Partenón.
Si alguien desea una prueba de todo esto, que considere el curioso hecho de
que bajo el cristianismo, Europa – manteniéndose como unidad – se
subdividió en naciones individuales. El patriotismo es un ejemplo perfecto de
este deliberado equilibrar un énfasis con otro énfasis. El instinto del Imperio
pagano hubiera dicho: “Seréis todos ciudadanos romanos y os desarrollaréis en
forma similar; que los alemanes se vuelvan menos lentos y menos tradicionales
mientras los franceses se vuelven menos revolucionarios y menos rápidos.”
Pero el instinto de la Europa cristiana dijo: “Que los alemanes sigan siendo
lentos y tradicionales y que el francés pueda ser rápido y revolucionario con
mayor seguridad. Compensemos estos excesos. Ese disparate llamado
Alemania corregirá esa otra locura llamada Francia.”
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Por último, lo más importante. Exactamente esto es lo que explica aquello que
resulta tan inexplicable para los críticos modernos de la historia del
cristianismo. Me refiero a las monstruosas guerras por pequeñeces teológicas;
a los terremotos de emoción por un gesto o por una palabra. Fueron cuestiones
por tan sólo una pulgada; pero una pulgada lo es todo cuando uno está
manteniendo el equilibrio. Sobre algunas cosas, la Iglesia no podía apartarse ni
por el espesor de un pelo si quería continuar con su grande y audaz
experimento de equilibrio inestable. Una vez que se dejara a una idea volverse
menos poderosa podía suceder que otra idea se volviese demasiado poderosa.
El pastor cristiano no estaba conduciendo a un hato de ovejas sino a una
manada de toros y de tigres con tremendos ideales y doctrinas absorbentes,
cada una de ellas lo suficientemente fuerte como para convertirse en una falsa
religión y devastar al mundo. Hay que recordar que la Iglesia, como domadora
de leones que era, se involucró específicamente en ideas peligrosas. La idea del
nacimiento a través del Espíritu Santo, la idea de la muerte de un ser divino,
del perdón de los pecados, o la del cumplimiento de las profecías; son todas
ideas de las cuales cualquiera puede ver que basta un pequeño toque para
convertirlas en algo blasfemo o feroz. Bastaba con que los artífices del
Mediterráneo dejasen caer el más pequeño eslabón y el león del pesimismo
ancestral rompería sus cadenas en los olvidados bosques del Norte. De estas
ecualizaciones teológicas hablaré más adelante. Baste aquí con señalar que, si
se cometía un pequeño error en la doctrina, se podía causar un enorme daño a
la felicidad humana. Una frase mal redactada acerca de la naturaleza del
simbolismo hubiera roto todas las mejores estatuas de Europa. Un desliz en las
definiciones hubiera podido detener todas las danzas, resecar todos los árboles
de Navidad y romper todos los huevos de Pascua. Las doctrinas tenían que ser
definidas dentro de límites estrictos, aún para que el hombre pudiese disfrutar
de libertades humanas generales. La Iglesia tenía que ser prudente, aunque
más no fuese para que el mundo pudiese ser imprudente.
Éste es el emocionante romance de la Ortodoxia. Las personas han adquirido
el tonto hábito de hablar de la ortodoxia como algo pesado, aburrido y seguro.
Nunca hubo algo tan peligroso y excitante como la ortodoxia. Era cordura: y
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ser cuerdo es mucho más dramático que estar loco. Era el equilibrio del ser
humano conduciendo caballos desbocados que querían correr una vez hacia un
lado y luego hacia el otro, manteniendo sin embargo en cada actitud la gracia
de la escultura y la precisión de la aritmética. La Iglesia, en sus primeras
épocas, fue dura y rápida con todos los caballos de guerra. Sin embargo, decir
que meramente se enloqueció con una idea como cualquier fanatismo vulgar es
falsear completamente la historia. Viró hacia la izquierda y hacia la derecha
exactamente lo necesario para evitar enormes obstáculos. Dejó a un costado la
gran mole del arrianismo que, apoyado por todos los poderes mundanos,
amenazaba con hacer del cristianismo algo demasiado mundano. Y al siguiente
instante ya estaba virando para evitar un orientalismo que lo hubiera alejado
demasiado de la realidad. La Iglesia en su ortodoxia nunca tomó un curso tibio
ni aceptó convencionalismos; la Iglesia en su ortodoxia nunca fue respetable.
Hubiera sido más fácil aceptar el poder mundano de los arrianos. En el Siglo
XVII calvinista hubiera sido fácil caer en el pozo sin fondo de la
predestinación. Es fácil ser un loco; es fácil ser un hereje. Siempre es fácil dejar
que la época se salga con la suya; lo difícil es salirnos con la nuestra. Siempre
es sencillo ser moderno, como que es fácil ser pedante. Caer en cualquiera de
esas trampas abiertas de errores y exageraciones que, moda tras moda, secta
tras secta, jalonaron la ruta histórica de la cristiandad – eso, por cierto que
hubiera sido simple. Siempre es simple caer; hay infinitos ángulos en los que
uno cae y sólo uno en el que queda parado. Hubiera sido por cierto
conveniente y acomodaticio caer en cualquiera de los caprichos de moda,
desde el gnosticismo hasta el cientificismo cristiano. Pero el haberlos evitado a
todos ha sido una aventura tempestuosa y, en mi visión, el carruaje celestial
vuela tronando a través de las épocas, dejando las tediosas herejías postradas y
dispersas a un lado mientras la indómita verdad se mantiene insistente pero
erguida.
VII La eterna revolución
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S
e han expuesto las siguientes proposiciones. Primero, que nuestra
vida requiere cierta cantidad de fe hasta para perfeccionarla. Segundo, que aún
para estar satisfecho resulta necesario algún grado de insatisfacción con las
cosas tal como están. Tercero, que, para adquirir el manifiesto equilibrio de los
estoicos, no es suficiente con tener esta necesaria aquiescencia y esta necesaria
oposición. Porque la mera resignación no posee ni la gigantesca euforia del
placer ni la suprema intolerabilidad del dolor. Hay una objeción vital al
consejo de limitarse a sonreír mostrando los dientes y soportando. Los héroes
griegos no sonreían mostrando los dientes; pero las gárgolas lo hacen – porque
son cristianas. Y cuando un cristiano está contento, se encuentra terriblemente
contento (en el sentido más estricto de la expresión) porque su alegría es
tremenda. Cristo profetizó toda la arquitectura gótica en aquél momento en el
que ciertas personas nerviosas y respetables objetaban el griterío de la plebe de
Jerusalén (al igual que hoy algunos objetan la presencia de los organilleros
callejeros). Fue cuando les dijo: “Si estos callaran, las mismas piedras
gritarían”.[106] Bajo el impulso de Su espíritu emergieron como un coro
clamoroso las fachadas de las catedrales medievales, recargadas de caras
gritonas y bocas abiertas. La profecía se ha cumplido: las mismas piedras están
gritando.
Si se aceptan estas cosas, aunque más no sea a los efectos de la discusión,
podemos retomar, el hilo del pensamiento sobre el hombre natural allí dónde
lo dejamos; ése que los escoceses – con impropia familiaridad – llaman “el
viejo”. Podemos hacernos la próxima pregunta que tan obviamente se nos
presenta. Se necesita algún grado de satisfacción hasta para mejorar las cosas.
Pero ¿qué significa eso de mejorar las cosas? La mayor parte del discurso
moderno sobre este tema no es más que un argumento en círculo vicioso – un
círculo al que ya hemos considerado como el símbolo de la locura y del mero
racionalismo. Según este discurso, la evolución sólo es buena si produce el
bien; el bien sólo es bueno si produce la evolución. El elefante se para sobre la
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tortuga y la tortuga sobre el elefante.
Obviamente, de nada servirá tratar de tomar nuestro ideal del principio
natural; por la simple razón que (excepto por alguna teoría humana o divina)
no hay principios en la naturaleza. Por ejemplo, el antidemócrata barato de
hoy en día les dirá solemnemente que no hay igualdad en la naturaleza. Tiene
razón, pero no está viendo el anexo lógico. No hay igualdad en la naturaleza,
pero tampoco hay desigualdad en ella. Tanto la igualdad como la desigualdad
implican una escala de valores. El extraer un principio aristocrático de la
anarquía del reino animal es exactamente tan sentimental como extraer de ella
un principio democrático. Tanto la democracia como la aristocracia son ideales
humanos: el uno dice que todos los hombres son valiosos y el otro que algunos
hombres son más valiosos que otros. Pero la naturaleza no nos dice que los
gatos son más valiosos que los ratones; la naturaleza no hace ningún
comentario sobre la cuestión. Creemos que el gato es superior porque tenemos
(o al menos la mayoría de nosotros tiene) una filosofía particular en el sentido
de que la vida es mejor que la muerte. Pero, si el ratón fuese un ratón alemán
pesimista, podría llegar a pensar que el gato no lo venció en absoluto. Podría
pensar que le ganó al gato llegando a la tumba primero. O podría pensar que,
en realidad, logró castigar tremendamente al gato contribuyendo a que siga
con vida. De la misma manera en que un microbio podría sentirse orgulloso de
provocar una epidemia, el ratón pesimista podría vanagloriarse pensando que
consiguió renovar en el gato la tortura de la existencia consciente. Todo
depende de la filosofía del ratón. Ni siquiera se puede decir que hay una
victoria o una superioridad en la naturaleza a menos que se tenga alguna
doctrina sobre qué cosas son superiores. Ni siquiera se puede decir que el gato
obtuvo más puntos a menos que haya un sistema de puntaje. Ni siquiera se
puede decir que el gato obtuvo la mejor parte a menos que haya una mejor
parte para obtener.
No podemos, pues, obtener el ideal mismo a partir de la naturaleza y, al seguir
aquí nuestra primera y natural especulación, dejaremos de lado (por el
momento) la posibilidad de obtenerlo de Dios. Debemos lograr nuestra propia
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visión. Pero los intentos de la mayoría de los modernos en expresarla son
altamente nebulosos.
Algunos recurren simplemente al reloj: hablan como si el mero paso del
tiempo produjera alguna clase de superioridad al punto en que hasta personas
del primer calibre mental emplean displicentemente la frase aquella de que la
moral humana nunca está al día. ¿Cómo puede algo estar al día? Una fecha no
tiene carácter. ¿Cómo podría alguien decir que las fiestas navideñas no son
adecuadas para el día 25 de cierto mes? Lo que estos escritores quieren decir,
por supuesto, es que la gran mayoría está detrás de la minoría favorita que
ellos representan – o delante de ella. Otras ambiguas personas modernas se
refugian en metáforas materiales; de hecho, ésta es la marca distintiva
principal de las ambiguas personas modernas. Al no atreverse a definir su
doctrina de lo bueno, utilizan giros idiomáticos sin pizca de vergüenza, y lo
peor de todo es que parecen creer que estas analogías baratas son
exquisitamente espirituales y superiores a la antigua moralidad. Así, creen que
es muy intelectual hablar acerca de ciertas cosas clasificándolas de “elevadas”.
Y esto es, como mínimo, lo contrario de la intelectualidad; es una simple frase
pronunciada desde un campanario o desde una veleta. “Tomasito fue un buen
niño”, es una afirmación de filosofía pura, digna de un Platón o de un Santo
Tomás de Aquino[107]. Pero “Tomasito vivió una vida más elevada” es una
burda metáfora pronunciada desde tres metros de altura.
Dicho sea de paso, ésta es casi toda la debilidad de Nietzsche a quien algunos
están presentando como un pensador fuerte y audaz. Nadie negará que fue un
pensador poético y sugestivo; pero fue casi lo contrario de fuerte. Y no fue
audaz en absoluto. Nunca presentó su pensamiento en palabras sencillas e
ingeniosas, como sí lo hicieron Aristóteles, Calvino y hasta Carlos Marx – esos
temerarios del pensamiento. Nietzsche siempre le escapó a la pregunta con
una metáfora como un alegre poeta menor. Dijo “más allá del bien y del mal”
porque no tuvo el coraje de decir “mejor que el bien y el mal” o “peor que el
bien y el mal”. Si se hubiera enfrentado con este pensamiento sin metáforas se
hubiera dado cuenta que constituía un sinsentido. Así, cuando describe a su
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héroe, no se atreve a decir “el hombre más puro”, o bien “el hombre más feliz”,
o bien “el hombre más triste” porque todas estas expresiones representan
ideas, y las ideas alarman. En lugar de ello dice “el hombre superior” o bien “el
superhombre”; que es una metáfora física para acróbatas o alpinistas. En
realidad, Nietzsche es un pensador muy tímido. De hecho no tiene ni idea de la
clase de ser humano que quiere ver producido por la evolución. Y si él no lo
sabe, por cierto que tampoco lo saben los evolucionistas comunes que nos
hablan de cosas más “elevadas”.
Y después están los que recurren a la pura aceptación y a quedarse sentados.
La naturaleza ya hará algo algún día. Nadie sabe qué y nadie sabe cuándo. No
tenemos ninguna razón para actuar y tampoco para no actuar. Cualquier cosa
que suceda estará bien; si se impide cualquier cosa, estará mal. Por otra parte,
están los que tratan de adelantarse a la naturaleza haciendo algo, haciendo
cualquier cosa. Siendo que posiblemente algún día desarrollaremos alas, ellos
se cortan las piernas. Aún cuando, quizás la naturaleza esté tratando de
convertirlos en ciempiés y ellos ni se han enterado.
Por último, hay una cuarta clase de personas que toman cualquier cosa que se
les ocurre desear y afirman que ése es el fin último de la evolución. Y éstas son
las únicas personas sensatas. La única forma sana de proceder con la palabra
“evolución” es trabajando por el objetivo que se quiere conquistas y llamar a
eso “evolución”. La única forma en que el progreso o el avance pueden tener
un sentido inteligible para los seres humanos es teniendo una visión definida y
tratando de hacer que el mundo sea como esa visión. Si quieren ponerlo de
otra manera: la esencia de esta doctrina es que lo que nos rodea es un mero
método y una mera preparación para algo que tenemos que crear. Éste no es
un mundo sino más bien el material para un mundo. Dios no nos ha dado
tanto los colores de un cuadro sino los colores de una paleta. Pero también nos
ha dado un sujeto, un modelo, una visión determinada. Debemos tener en
claro qué queremos pintar. Y esto agrega un nuevo principio a nuestra lista de
principios. Dijimos que teníamos que estar encariñados con el mundo, aún
para cambiarlo. Ahora tenemos que agregar que también tenemos que
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encariñarnos con otro mundo – real o imaginario – a fin de tener algo hacia
dónde cambiar.
No necesitamos debatir aquí las palabras “evolución” o “progreso”.
Personalmente prefiero llamarlo “reforma”. Porque reforma implica “forma”.
Implica que estamos tratando de darle forma al mundo según una imagen
particular; de convertirlo en algo que ya estamos viendo mentalmente. La
evolución es una metáfora para un simple proceso automático. El progreso es
una metáfora del simple transitar por un camino – muy posiblemente el
camino equivocado. Pero la reforma es una metáfora para hombres razonables
y decididos; significa que vemos que cierta cosa es deforme y queremos
ponerlo en forma. Y sabemos en qué forma.
Y ahora viene todo el colapso y el enorme desatino de nuestra época. Hemos
mezclado dos cosas diferentes, dos cosas opuestas. El progreso debería
significar que estamos siempre cambiando al mundo para ajustarlo a nuestra
visión. Pero en la actualidad, el progreso significa que estamos constantemente
cambiando de visión. Debería significar que, despacio pero seguro, estamos
estableciendo la justicia y la compasión entre los hombres; pero significa que
somos rápidos en dudar de la deseabilidad de la justicia y la compasión. La
página exaltada de cualquier sofista prusiano hace que las personas lo duden.
El progreso debería significar que estamos constantemente caminando hacia la
Nueva Jerusalén. En realidad, significa que la Nueva Jerusalén se está alejando
de nosotros. No estamos alterando lo real para acomodarlo al ideal. Estamos
alterando el ideal. Es más fácil.
Los ejemplos tontos son siempre más simples. Supongamos que un hombre
quisiera una clase particular de mundo; digamos, un mundo azul. No tendría
motivos para quejarse de la trivialidad o de la rapidez de su tarea; podría
trabajar durante mucho tiempo en su transformación; podría esforzarse
durante toda una vida para hacer un mundo azul. Podría tener heroicas
aventuras, como por ejemplo darle los últimos toques de azul a un tigre. Podría
tener sueños fantásticos, como la salida de una luna azul. Pero trabajando
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duro, nuestro quijotesco reformador al final dejaría este mundo un poco mejor
– desde su punto de vista – y por cierto un poco más azul de lo que era cuando
lo encontró. Alterando una brizna de pasto a su color favorito todos los días,
avanzaría lentamente; pero si alterara su color favorito todos los días, no
avanzaría en absoluto. Si después de haber leído a un nuevo filósofo, empezara
a pintarlo todo de rojo o de amarillo, todo su trabajo anterior se desperdiciaría;
no le quedaría de él casi nada para mostrar, excepto algunos tigres azules
caminando por ahí; muestras de su anterior mala conducta. Y ésta es
exactamente la posición del pensador moderno promedio. Se me dirá que éste
es decididamente un ejemplo ridículo. Es, literalmente, el retrato objetivo de
nuestra historia reciente. Los grandes y serios cambios de nuestra civilización
política ocurrieron a principios – y no a fines – del siglo XIX. Pertenecen a la
época del blanco y negro en que las personas creían firmemente en los tories,
en el protestantismo, en el calvinismo, en la Reforma y, en no pocos casos, en
la Revolución. Y si un hombre creía en cualquiera de estas cosas, martillaba
sobre ellas sin escepticismo. Hubo un tiempo en el cual la Iglesia Establecida
podía haber caído, y la Cámara de los Lores casi cayó. Y eso fue posible porque
los Radicales fueron lo suficientemente sabios para ser constantes y
consistentes; es decir: fueron lo suficientemente sabios como para ser
Conservadores. Pero en la atmósfera actual ya no hay ni tiempo ni tradición
suficientes como para que los radicales tiren algo abajo. Hay una gran dosis de
verdad en la observación de Lord Hugh Cecil[108] (hecha en el marco de un
excelente discurso) en el sentido de que la era de los cambios ya pasó, y que la
nuestra es una era de conservación y reposo. Pero probablemente le dolerá a
Lord Hugh Cecil darse cuenta (como que ciertamente ya se dio cuenta) de que
la nuestra es una época de conservación porque también es una época de
completo descreimiento. Dejad que los credos se desvanezcan rápida y
frecuentemente si deseáis que las instituciones permanezcan siendo las
mismas. Mientras más confusa sea la vida de la mente, tanto más a solas
quedará la maquinaria de la materia. El resultado neto de todas nuestras
propuestas políticas, colectivismo, tolstoyanismo, neofeudalismo, comunismo,
anarquía, burocratismo científico – el único fruto de todas ellas es que la
monarquía y la Cámara de los Lores persistirán. El resultado neto de todas las
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nuevas religiones será que la Iglesia de Inglaterra no será derrocada – y sólo el
cielo sabe hasta cuando. Fueron Carlos Marx, Nietzsche, Tolstoy,
Cunninghame Grahame, Bernard Shaw y Auberon Herbert quienes, entre
todos, sobre sus gigantescas espaldas dobladas, sostuvieron en alto el trono del
Arzobispo de Canterbury.
En términos generales podemos decir que el librepensamiento es la mejor de
todas las salvaguardas contra la libertad. Administrada al estilo moderno, la
emancipación de la mente del esclavo es la mejor forma de evitar la
emancipación del esclavo. Enséñenle a preocuparse por si desea ser libre y ya
no se liberará. De nuevo: puede decirse que este ejemplo es exagerado o traído
de los pelos. Pero insisto: se aplica exactamente a las personas comunes que
nos rodean. Es cierto que el esclavo negro, siendo un bárbaro violado,
probablemente no tendrá un afecto humano por la lealtad o un afecto humano
por la libertad. Pero el hombre que vemos todos los días – el trabajador de la
fábrica del señor Gradgrind – el pequeño empleado de la oficina del señor
Gradgrind – está demasiado preocupado mentalmente como para creer en la
libertad. A él se lo mantiene quieto con literatura revolucionaria. Se lo
tranquiliza y se lo mantiene en su sitio con una constante sucesión de
estrafalarias filosofías. Será marxista un día y nietzscheano un día más tarde,
un Superhombre (probablemente) al día siguiente y un esclavo todos los días.
Lo única que queda después de todas las filosofías es la fábrica. La única
persona que gana con todas las filosofías es Gradgrid. Hasta le resultaría
beneficioso mantener a sus ilotas[109] bien provistos de literatura escéptica. Y
ahora que lo pienso, por supuesto: Gradgrid es famoso por sus donaciones a
librerías. Para él, tiene sentido. Todos los libros modernos están de su lado.
Mientras la visión del cielo esté siempre cambiando, la visión de la tierra
seguirá siendo exactamente la misma. Ningún ideal durará lo suficiente como
para ser realizado, ni siquiera parcialmente. El joven moderno no cambiará
nunca su entorno porque siempre está cambiando de opinión.
Por lo tanto, el primer requerimiento a un ideal que sirva de guía al progreso es
que sea permanente. Whistler[110] solía hacer muchos rápidos bosquejos de su
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hermana; y no importaba si rompía veinte retratos. Pero hubiera importado si,
al levantar la vista veinte veces, hubiera encontrado cada vez a una persona
distinta posando plácidamente para el retrato. Por lo tanto (comparativamente
hablando) no importan las veces que la humanidad fracasa en imitar su ideal;
porque si éste es permanente todos sus anteriores fracasos serán útiles. Y sí
importa tremendamente con qué frecuencia la humanidad cambia de ideal;
porque, si lo cambia, todos sus anteriores fracasos serán inútiles. La pregunta,
por lo tanto, es: ¿Cómo podemos mantener al artista insatisfecho con sus
retratos mientras evitamos que se vuelva vitalmente descontento de su arte?
¿Cómo podemos hacer que un hombre esté eternamente insatisfecho de su
obra pero siempre satisfecho de su profesión? ¿Cómo podemos asegurarnos
que el pintor tirará el retrato por la ventana en lugar de recurrir al más natural
y más humano expediente de tirar a la modelo por la ventana?
Las normas estrictas no sólo son necesarias para gobernar, también son
necesarias para rebelarse. Un ideal permanente y familiar es necesario para
cualquier clase de revolución. El ser humano a veces obra lentamente con
nuevas ideas; pero sólo obrará rápidamente con viejas ideas. Si meramente
habré de flotar y desvanecer, bien podría ser hacia algo anárquico; pero si he
de rebelarme, tendrá que ser por algo respetable. En esto reside toda la
debilidad de ciertas escuelas progresistas y de evolución moral. Sugieren que
ha habido un lento avance hacia la moralidad, con un cambio imperceptible
cada año o cada instante. Esta teoría tiene sólo una gran desventaja. Habla de
un lento avance hacia la justicia, pero no admite un avance rápido. No le
permite a un hombre ponerse de pié y declarar que tal o cual estado de cosas es
intrínsecamente intolerable. Para aclarar la cuestión, lo mejor es poner un
ejemplo. Algunos de los vegetarianos idealistas, como el señor Salt, afirman
que ha llegado el tiempo de no comer más carne; con lo cual, implícitamente,
están reconociendo que hubo un tiempo en dónde comer carne estaba bien.
Pero sugieren – en términos que podrían ser citados – que algún día estará
mal tomar leche y comer huevos. No quiero discutir aquí la cuestión de qué es
justicia respecto de los animales. Sólo digo que sea lo que fuere esa justicia,
debería ser, la justicia más rápida permitida por las circunstancias. Si se
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comete una injusticia con un animal, deberíamos poder correr a salvarlo. Pero
¿cómo podemos precipitarnos si, quizás, estamos adelantados a nuestro
tiempo? ¿Cómo podemos correr a tomar un tren que no llegará sino dentro de
unos pocos siglos? ¿Cómo puedo denunciar a un hombre que desuella gatos, si
él tan sólo es ahora lo que yo posiblemente llegaré a ser bebiéndome un vaso
de leche? Una fantástica y demente secta rusa se dedicó a correr por las calles
soltando a todos los animales de tiro de los carros. ¿Cómo podré juntar el
coraje de soltar al caballo del cabriolé que acabo de alquilar cuando no sé si es
mi reloj evolucionista el que está tan sólo un poco adelantado o el del cochero
es el que atrasa un poco? Supongamos que le digo al explotador: “La esclavitud
correspondió a una etapa ya pasada de la evolución”. Y supongamos que él me
contesta: “Y mi explotación corresponde a la etapa actual de la evolución”.
¿Cómo puedo rebatirlo si no hay una prueba de referencia permanente? Si los
explotadores pueden estar retrasados respecto de la moralidad común y
corriente, ¿por qué no podrían los filántropos estar demasiado adelantados
respecto de ella? ¿Qué cuernos es la moralidad común y corriente si no es – en
el sentido literal de la expresión – una moralidad que siempre corre a alejarse?
Por lo tanto, podemos decir que tanto el innovador como el conservador
necesitan un ideal permanente; porque se lo necesita, tanto si queremos que
las órdenes del rey sean prontamente ejecutadas, como si queremos que el rey
sea prontamente ejecutado. La guillotina tendrá muchos pecados pero
hagámosle justicia: no tiene nada de evolutivo. El mejor argumento
evolucionista encuentra su mejor refutación en el hacha. El evolucionista
pregunta: “¿Dónde trazas la línea divisoria?”, y el revolucionario le responde:
“La trazo aquí, exactamente entre tu cabeza y tu cuerpo”. En cualquier
momento dado tiene que haber un bien y un mal abstractos si se va a proceder
en contra de algo; tiene que haber algo eterno si ha de haber algo repentino.
Por lo tanto, para todos los propósitos humanos, tanto para alterar las cosas o
para mantenerlas tal cual están; tanto para fundar un sistema para siempre,
como en China; o bien para alterarlo cada mes como a principios de la
Revolución Francesa, en todos los casos es igualmente necesario que la visión
sea una visión permanente. Ése es nuestro primer requerimiento.
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Ni bien terminé de escribir lo que antecede, otra vez más sentí la presencia de
algo más en la discusión, como cuando una persona siente el tañido de las
campanas de una iglesia por sobre el ruido de la calle. Algo parecía estar
diciéndome: “Mi ideal, por fin, está establecido; puesto que fue establecido
antes de la fundación del mundo. Mi visión de la perfección es
garantizadamente inalterable, porque se llama Edén. Puedes alterar el lugar
hacia dónde te diriges, pero no puede alterar el lugar del que provienes. Para el
ortodoxo siempre tiene que haber un motivo para la revolución; porque en el
corazón de los hombres, Dios ha sido puesto bajo los pies de Satanás. En el
mundo superior, el infierno una vez se rebeló contra el cielo. Pero en este
mundo, es el cielo el que se está rebelando contra el infierno. Para el ortodoxo
siempre puede haber una revolución, porque una revolución es una
restauración. En cualquier instante se puede luchar por la perfección que
ningún hombre ha visto desde Adán. No hay costumbre cambiante, ni
evolución cambiante, que le pueda hacer al bien original más que el bien. El
hombre ha tenido concubinas desde que las vacas han tenido cuernos: y aún
así no son parte de él si son pecaminosas. Los hombres pueden haber estado
oprimidos desde que los peces se hallan bajo el agua; y aún así no deben
estarlo, si la opresión es pecaminosa. La cadena le puede parecer al esclavo y la
pintura a la prostituta tan natural como la pluma le parece al pájaro o la cueva
al zorro; y aún así no son naturales si son pecaminosos. Alzo mi leyenda
prehistórica para desafiar toda tu historia. Tu visión no es meramente un
juego: es un hecho.” Hice una pausa para tomar nota de esta nueva
coincidencia del cristianismo, pero seguí adelante.
Seguí con la siguiente necesidad de cualquier ideal de progreso. Tal como ya
dijimos, ciertas personas parecen creer en un progreso automático e
impersonal de la naturaleza de las cosas. Pero queda claro que no se puede
fomentar ninguna actividad política diciendo que el progreso es natural e
inevitable; ésa no sería razón para actuar sino más bien una razón para no
hacer nada. Si estamos destinados a mejorar, no tenemos que preocuparnos
por mejorar. La doctrina pura del progreso es la mejor de todas las razones
para no ser progresista. Pero no es sobre ninguno de estos comentarios obvios
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que quiero llamar la atención.
El único punto que llama la atención es que, si la suponemos como algo
natural, la mejora tendría que ser bastante simple. Es concebible que el mundo
esté avanzando hacia una consumación, pero difícilmente lo esté haciendo
hacia alguna disposición particular de muchas cualidades. Tanto como para
tomar nuestro ejemplo original: la Naturaleza en si misma puede estar
volviéndose más azul; es decir: involucrada en un proceso tan simple que
puede ser impersonal. Pero la Naturaleza no puede estar haciendo un retrato
elaborado con muchos colores elegidos ex profeso, a menos que la Naturaleza
sea personal. Si el fin del mundo consistiese sólo de oscuridad o sólo de luz,
podría venir lenta e inevitablemente al igual que el anochecer o el amanecer.
Pero si el fin del mundo ha de ser un claroscuro elaborado y artístico, pues
entonces tiene que haber un diseño en él, sea humano o divino. Por el simple
transcurso del tiempo, el mundo puede volverse negro como un cuadro viejo o
desteñido como un sobretodo viejo; pero si se convierte en una particular obra
de arte en blanco y negro – pues entonces hay un artista.
Si la diferencia no fuese evidente, daré un ejemplo común. Constantemente
oímos un particular credo cósmico de parte de los humanitaristas modernos.
Empleo el término “humanitarista” en su sentido común para expresar esa
clase de individuo que aboga por los reclamos de todas las criaturas en contra
de los reclamos de la humanidad. Estas personas nos dicen que, a lo largo de
las épocas, nos hemos vuelto más y más humanos; es decir: que, uno tras otro,
grupos o sectores de seres – esclavos, niños, mujeres, vacas o lo que fuere –
fueron gradualmente admitidos a participar de la misericordia o la justicia.
Nos dicen que en el pasado creímos que estaba bien comer a otros seres
humanos (nunca creímos eso); pero aquí no me estoy ocupando de la historia
que nos relatan, que es altamente ahistórica. De hecho, la antropofagia es
ciertamente una costumbre decadente, no una costumbre primitiva. Es mucho
más probable que una persona moderna se ponga a comer carne humana por
extravagancia, a que lo hiciera algún primitivo por ignorancia. Aquí sólo estoy
siguiendo los lineamientos del argumento humanitarista que consiste en
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sostener que el ser humano se ha vuelto progresivamente cada vez más
compasivo, primero con los ciudadanos, luego con los esclavos, luego con los
animales y por último (presumiblemente) con las plantas. Creo que está mal
sentarse sobre una persona. Pronto voy a pensar que está mal sentarse sobre
un caballo. Eventualmente estará mal (supongo) que me siente sobre una silla.
Ésta es la tendencia del argumento. Y en cuanto tal, es posible desarrollarlo en
términos de evolución o progreso inevitable. Podemos sentir que una perpetua
tendencia a tocar cada vez menos y menos cosas podría ser una tendencia
primitiva inconsciente, como la de una especie que produce cada vez menos
descendientes. Esta tendencia bien puede ser evolutiva, porque es estúpida.
El darwinismo puede servir para respaldar dos actitudes morales trastornadas
pero no sirve para respaldar una sola moral sensata. Podemos usar al
parentesco y a la competencia de todas las criaturas vivientes para ser
maniáticamente crueles o maniáticamente sentimentales, pero no para cultivar
un sano cariño por los animales. Sobre una base humanitarista se puede ser
inhumano o absurdamente humanitario; lo que no se puede ser es humano.
Que usted y el tigre son una sola cosa podría ser una razón para ser cariñoso
con el tigre. Pero también podría ser una razón para ser cruel como un tigre.
Un camino podría ser el de entrenar al tigre para que éste lo imite a usted;
aunque el camino más corto sería el de usted imitando al tigre. Pero en
ninguno de los dos casos la evolución nos dirá como tratar a un tigre de modo
razonable, esto es: admirando sus rayas mientras evitamos sus garras.
Si deseamos tratar a un tigre de modo razonable, tendremos que retroceder
hasta el Jardín de Edén. El recordatorio obstinado se reitera: sólo lo
sobrenatural conlleva una visión sensata de la Naturaleza. La esencia de todo
panteísmo, evolucionismo y moderna religión cósmica está realmente en la
proposición que afirma que la Naturaleza es nuestra madre.
Desgraciadamente, si considera usted a la Naturaleza como madre, descubrirá
que es una madrastra. En esto, el punto principal del cristianismo fue que la
Naturaleza no es nuestra madre. Es nuestra hermana. Podemos estar
orgullosos de su belleza desde el momento en que tenemos el mismo padre;
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pero la Naturaleza no tiene ninguna autoridad sobre nosotros. Tenemos que
admirarla, no imitarla. Esto le otorga al típico placer terrenal cristiano un
toque de liviandad que es casi frívolo. La Naturaleza fue una madre solemne
para los adoradores de Isis[111] y de Cibeles[112]. La naturaleza fue una madre
solemne para Wordsworth[113] y para Emerson. Pero la Naturaleza no fue
solemne para San Francisco de Asís ni para George Herbert. Para San
Francisco la Naturaleza es una hermana, incluso una hermanita menor; una
pequeña hermanita bailarina que nos hace sonreír y a la cual podemos amar.
Sin embargo, es difícil que éste sea nuestro tema principal aquí. Lo he traído a
colación sólo para mostrar que constantemente, como si fuese por casualidad,
la llave calza hasta en las cerraduras más pequeñas. Nuestro tema principal es
que, si en la Naturaleza existe una mera tendencia hacia la mejora impersonal,
presumiblemente debería ser una tendencia simple hacia algún éxito simple.
Podemos imaginar que alguna tendencia biológica automática podría estar
operando para dotarnos de narices más largas. Pero la pregunta es: ¿queremos
tener narices más y más largas? Se me ocurre que no. Creo que la mayoría de
nosotros le diría a su nariz: “Llegarás hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará
la soberbia de tu punta”.[114] Lo que queremos es una nariz del largo
apropiado que nos asegure una cara interesante. Pero no podemos
imaginarnos una mera tendencia biológica hacia la producción de caras
interesantes; porque una cara interesante está dada por una particular
disposición de ojos, nariz y boca, en una relación mutua por demás compleja.
La proporción no puede ser una tendencia. O bien es algo accidental, o bien es
un diseño. Lo mismo sucede con la moralidad humana y su relación con los
humanitaristas y los anti-humanitaristas. Es concebible que estemos en
camino a manipular cada vez menos objetos; a no andar a caballo, a no cortar
flores. Eventualmente podríamos llegar a no incomodar la mente del hombre
ni siquiera mediante argumentos; a no molestar el sueño de los pájaros ni
siquiera tosiendo. La apoteosis final podría ser la de un hombre sentado,
completamente quieto, que no se animaría a agitarse por miedo a perturbar a
una mosca, ni a comer por miedo a incomodar a algún microbio. Quizás
estemos tendiendo inconscientemente hacia una culminación tan elemental.
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Pero ¿queremos una culminación tan elemental? De modo similar, podríamos
estar evolucionando inconscientemente por la línea de desarrollo opuesta, por
la nietzscheana – la del superhombre aplastando a superhombres y tirándolos
a una pila de tiranos hasta aplastar al universo por pura diversión. Pero
¿queremos que el universo sea aplastado por pura diversión? ¿No queda
bastante claro que lo que realmente esperamos es una gestión particular y una
propuesta combinada de estas dos cosas; una cierta cantidad de restricción y
respeto y también una cierta cantidad de energía y señorío? Para que nuestra
vida alguna vez llegue a ser tan hermosa como un cuento de hadas tendremos
que recordar que toda la belleza de los cuentos de hadas reside en que el
príncipe tiene un asombro que apenas no llega a ser miedo. Si le teme al
gigante ése será su fin; pero también, si no está asombrado por el gigante, ése
sería el fin del cuento de hadas. La clave de todo el asunto está en que debe ser
lo suficientemente humilde como para asombrarse y lo suficientemente
soberbio como para desafiar. De modo que nuestra actitud para con el gigante
del mundo no debe ser ni la de una delicadeza cada vez mayor, ni la de un
desprecio cada vez mayor. Tiene que ser una proporción particular de ambas
cosas: la proporción exactamente correcta. Tenemos que reverenciar las cosas
externas lo suficiente como para caminar con cuidado por el pasto. Y también
tenemos que desdeñar las cosas externas lo suficiente como para escupirle a las
estrellas en el momento adecuado. No obstante, estas dos cosas – si es que
hemos de ser buenos o felices – tienen que combinarse, no en una
combinación cualquiera sino en una combinación determinada. La felicidad
perfecta de los hombres sobre la tierra – si es que llega alguna vez – no será
algo chato y sólido como la satisfacción de los animales. Será un equilibrio
exacto e inestable; como el de un romance desesperado. El ser humano tiene
que tener en si mismo exactamente la fe necesaria para tener aventuras, y
dudar de si mismo justo lo suficiente como para disfrutarlas.
Éste es, pues, nuestro segundo requisito para el ideal del progreso. Primero,
tiene que ser permanente; segundo, tiene que estar compuesto. Si ha de
satisfacer nuestras almas, no debe ser la mera victoria de una cosa que se traga
todo lo demás, sea amor, u orgullo, o paz, aventura. Tiene que ser un cuadro
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definido, compuesto por estos elementos en su mejor proporción y relación.
No me preocupa en este momento negar que una culminación feliz como ésa
podría estar reservada al género humano por la propia constitución de las
cosas. Sólo quiero señalar que, si una felicidad así nos ha sido determinada,
tiene que haberlo sido por alguna inteligencia; porque sólo una inteligencia
puede lograr las proporciones exactas de una felicidad compleja. Si la
beatificación del mundo es tan sólo obra de la naturaleza, pues entonces tiene
que ser tan simple como el congelamiento del mundo o el incendio del mundo.
Pero, si la beatificación del mundo no es una obra de la naturaleza sino una
obra de arte, pues entonces hay un artista involucrado. Y otra vez, aquí mi
pensamiento fue interrumpido por la voz ancestral que decía: “Podría haberte
dicho eso hace mucho tiempo. Si hay algún progreso real, sólo puede ser mi
clase de progreso, el progreso hacia toda una urbe de virtudes y dominaciones
en dónde la justicia y la paz se combinan para darse un beso. Una fuerza
impersonal puede estar guiándote hacia una llanura perfectamente llana o
hacia una cumbre de perfecta altura. Pero sólo un Dios personal puede
posiblemente estar guiándote (si es que realmente eres guiado) hacia una
ciudad con la cantidad justa de calles y con las proporciones justas; una ciudad
en la cual cada uno de vosotros puede contribuir exactamente la cantidad justa
de su propio color a los variados colores del manto de José.” [115]
Por segunda vez, pues, el cristianismo había aparecido con la respuesta exacta
que yo necesitaba. Yo había dicho: “El ideal tiene que ser permanente” y la
Iglesia me contestó: “Mi ideal es permanente; ha existido antes que todo lo
demás.” Luego dije: “Tiene que estar artísticamente combinado, como un
retrato”; y la Iglesia me contestó: “El mío es casi literalmente un retrato; y
hasta sé quién lo pintó.” Y luego seguí con un tercer elemento, uno que me
pareció necesario para la Utopía de un objetivo de progreso. Y de los tres es el
que resulta infinitamente más difícil de expresar. Quizás podría decirse de la
siguiente manera: tenemos que mantenernos alerta hasta en Utopía, no sea
que caigamos de ella de la misma manera en que nos caímos del Edén.
Ya hemos subrayado que una de las razones para ser progresista es que las
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cosas tienden a mejorar naturalmente. Pero la única razón real para ser
progresista es que las cosas tienden naturalmente a empeorar. No sólo la
corrupción de las cosas es el mejor argumento para ser progresista; también es
el único argumento contra ser conservador. La teoría conservadora sería
realmente bastante convincente e incontestable de no ser por este único hecho.
Pero todo conservadorismo está basado en la idea de que si uno deja las cosas
en paz, las cosas quedarán tal como son. Pero no quedan. Dejen una cosa en
paz y la expondrán a un torrente de cambios. Abandonen un poste blanco a su
suerte y muy pronto será un poste negro. Si realmente quieren mantenerlo
blanco, cada tanto tendrán que pintarlo de nuevo; esto es: constantemente
tendrán que tener una revolución. En resumen, si quieren tener el viejo poste
blanco, tendrán que tener un nuevo poste blanco. Pero, esto que es verdad
hasta de las cosas inanimadas, resulta cierto en un sentido bastante especial y
terrible respecto de todas las cosas humanas. Se requiere una vigilancia casi
antinatural de parte del ciudadano por la horrible rapidez con la que envejecen
las instituciones humanas. En las novelas románticas y en el periodismo existe
la costumbre de hablar sobre personas que sufrieron opresiones pasadas. Pero,
de hecho, los hombres casi siempre han sufrido bajo opresiones nuevas; bajo
opresiones que habían sido libertades públicas apenas veinte años atrás. Así,
Inglaterra enloqueció de júbilo con la monarquía patriótica de Isabel, y luego
(casi inmediatamente después) enloqueció de furia, atrapada en la tiranía de
Carlos I. Así, también, en Francia la monarquía se volvió intolerable no justo
después de haber sido tolerada sino después de haber sido adorada. El hijo de
Luis el bienamado fue Luis el guillotinado. De la misma manera, la Inglaterra
del Siglo XIX confió enteramente en el industrial radical considerándolo un
mero tribuno del pueblo, hasta que de pronto escuchamos el grito del socialista
acusándolo de comer cruda a la gente. Así, otra vez, hasta casi el último
instante hemos confiado en los diarios como órganos de la opinión pública. Es
apenas recién que algunos de nosotros han visto (y no en forma lenta sino de
repente) que obviamente no son nada de eso. Por su propia naturaleza, son el
pasatiempo de unos pocos hombres ricos. No tenemos ninguna necesidad de
rebelarnos contra la antigüedad; tenemos que rebelarnos contra la novedad.
Son los nuevos gobernantes, el capitalista o el editor, los que realmente
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manejan al mundo. No hay ningún peligro de que un rey moderno intente
violar la constitución; es mucho más probable que la ignorará y trabajará a sus
espaldas. No abusará de su regio poder; es mucho más probable que abuse su
regia falta de poder, del hecho que está libre de crítica y de publicidad. Porque
el rey es la persona más privada de nuestro tiempo. Nadie tendrá necesidad
luchar contra ninguna propuesta de censurar a la prensa. No necesitamos una
censura de la prensa. Ya tenemos una censura por la prensa.
El tercer hecho que le pediremos prever a nuestra teoría perfecta del progreso
es esta sorprendente rapidez con la que los sistemas populares se vuelven
opresores. Nuestra teoría tendrá que estar siempre alerta para detectar todo
privilegio abusivo, y todo bien efectivo que se haya convertido en mal. En esta
cuestión estoy por entero de parte de los revolucionarios. Realmente tienen
razón en sospechar constantemente de las instituciones humanas; tienen razón
en no confiar en príncipes ni en ningún hijo de vecino. El cacique elegido para
ser el amigo del pueblo se vuelve enemigo del pueblo; el diario fundado para
decir la verdad existe ahora para evitar que se diga la verdad. Como decía, aquí
sentí que, por fin, estaba de parte del revolucionario. Y después contuve el
aliento de nuevo porque me di cuenta de que estaba, otra vez, de parte del
ortodoxo.
El cristianismo volvió a hablar y me dijo: “Siempre sostuve que los seres
humanos son, por naturaleza, reincidentes; que la virtud humana, por su
propia naturaleza, tiende a oxidarse o a corromperse; siempre dije que los
seres humanos, como tales, caen en el mal, especialmente los seres humanos
felices, especialmente los seres humanos orgullosos y prósperos. A esta eterna
revolución, a esta desconfianza mantenida por siglos, vosotros (siendo
ambiguamente modernos) la llamáis la doctrina del progreso. Si fuerais
filósofos la llamaríais, como la llamo yo: la doctrina del pecado original. Podéis
llamarla el avance cósmico todo lo que queráis; yo la llamo por lo que es: la
Caída.”
Hablé de la ortodoxia que caía como una espada; aquí debo confesar que cayó
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como un hacha de guerra. Porque, realmente – cuando me detuve a pensar en
ello – el cristianismo resultaba ser lo único que nos quedaba con derecho real a
cuestionar el poder de los bien alimentados y los bien educados. Con bastante
frecuencia he escuchado a los socialistas, y hasta a los demócratas, decir que
las condiciones materiales de los pobres por fuerza tienen que degradarlos
mental y moralmente. He escuchado a científicos (y todavía quedan científicos
que no se oponen a la democracia) decir que, si a los pobres les ofrecemos
condiciones de vida más sanas, el vicio y el mal desaparecerán. Los he
escuchado con tremenda atención y con horrible fascinación. Porque fue como
observar a un hombre serruchando enérgicamente la rama sobre la cual estaba
sentado. Si estos alegres demócratas pudiesen demostrar sus argumentos, le
darían con ello a la democracia un golpe mortal. Si los pobres están
moralmente corrompidos por las causas apuntadas, la idea de elevarlos puede
ser – o no – una idea práctica. Pero, sin duda, sería práctico quitarles sus
privilegios. Si la persona que tiene un mal dormitorio no puede emitir un buen
voto, entonces la primera y más inmediata deducción es la de que no debe
emitir ese voto. La clase gobernante, no sin razón, podría decir: “Puede
llevarnos algún tiempo reformar su dormitorio. Pero, si es tan bruto como
usted dice, a él le llevará muy poco tiempo arruinar nuestro país. Por lo tanto,
seguiremos su consejo y no le daremos la oportunidad.” Me divierte
terriblemente observar la manera en que los más serios socialistas están
diligentemente poniendo los cimientos para la aristocracia, explayándose
insípidamente sobre la evidente incapacidad de los pobres para gobernar. Es
como escuchar a alguien entrando a una reunión de gala disculpándose por no
estar adecuadamente vestido y explicando que acaba de estar ebrio, tiene el
hábito de quitarse la ropa en medio de la calle y, por lo demás, acaba de
cambiar el uniforme de presidiario por lo que tiene puesto. Uno siente como
que, en cualquier momento, el dueño de casa podría llegar a decirle que, con
tantos problemas, podría no haber venido en absoluto. Es lo que sucede
cuando el socialista común nos demuestra, con cara radiante, que los pobres,
después de sus desdichadas experiencias, no pueden ser realmente confiables.
En cualquier momento, el rico podría llegar a decir: “Muy bien; pues entonces
no confiemos en ellos” para luego cerrarle la puerta en la cara. Sobre la base de
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la visión que el señor Blatchford tiene acerca de la herencia y el
medioambiente, el alegato en favor de la aristocracia es bastante abrumador. Si
casas limpias y aire limpio producen espíritus limpios, ¿por qué no darle el
poder a quienes (al menos por ahora) indudablemente poseen ese aire limpio?
Si mejores condiciones harán que los pobres sean más capaces de gobernarse a
si mismos, ¿por qué las mejores condiciones de las que ya gozan los ricos no
los hacen más capaces de gobernar a los pobres? El argumento ambientalista
común es bastante obvio: la clase acomodada debería ser nuestra vanguardia
en Utopía.
¿Existe alguna réplica a la proposición de que quienes tienen las mejores
oportunidades serían, probablemente, nuestros mejores conductores? ¿Existe
alguna réplica al argumento de que, quienes han respirado aire puro pueden
tomar mejores decisiones que quienes respiran aire viciado? Por todo lo que sé
existe solamente una respuesta, y esa respuesta es el cristianismo. Sólo la
Iglesia cristiana puede ofrecer una objeción racional a la confianza absoluta en
los ricos. Porque desde el principio esta Iglesia ha sostenido que el peligro no
está en el medioambiente del hombre sino en el hombre mismo. Más allá de
ello, ha sostenido que, si vamos a hablar de un medioambiente peligroso, el
más peligroso de todos es el opulento. Ya sé que la mayoría de los industriales
modernos ha estado realmente ocupada en fabricar agujas con ojos muchísimo
más grandes. También sé que los más modernos biólogos están más que
ansiosos por descubrir a un camello muy pequeño. Pero, si reducimos al
camello a su mínima expresión, o agrandamos el ojo de la aguja al máximo
posible, estaremos entendiendo las palabras de Cristo en el sentido menos
probable de su intención.[116] Porque, como mínimo, Sus palabras significan
que no es demasiado probable que un rico sea moralmente confiable. El
cristianismo, aún entibiado, es lo suficientemente ardiente como para hacer
hervir a toda la sociedad moderna hasta disolverla. Los requerimientos más
mínimos de la Iglesia constituirían un ultimátum mortal para este mundo.
Porque todo el mundo moderno está absolutamente basado sobre el supuesto
– no de que los ricos son necesarios (lo cual sería sostenible) – sino que son
confiables, lo cual, para un cristiano, no es sostenible. Eternamente, en todas
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las discusiones sobre diarios, compañías, aristocracias o políticas partidarias,
escuchará usted ese argumento de que las personas ricas no pueden ser
sobornadas. El hecho, por supuesto, es que el rico está sobornado; ya fue
sobornado. Precisamente por eso es rico. Todo el argumento del cristianismo
es que una persona que depende de los lujos de esta vida es una persona
corrupta, espiritualmente corrupta, políticamente corrupta, financieramente
corrupta. Hay una cosa que Cristo y todos los santos cristianos han estado
repitiendo con una especie de feroz monotonía. Han dicho simplemente que el
ser rico equivale a estar en un particular peligro de desastre moral. No es
demostrablemente contrario al cristianismo el matar a los ricos si violan una
justicia determinable. No es demostrablemente contrario al cristianismo
coronar a los ricos como gobernantes convenientes de la sociedad. Es cierto
que no está demostrado que sea contrario al cristianismo el rebelarse contra
los ricos o el someterse a los ricos. Pero por lo menos tan cierto es que resulta
contrario al cristianismo el confiar en los ricos, el considerarlos moralmente
más seguros que los pobres. Un cristiano puede decir con coherencia: “Respeto
la jerarquía de ese hombre, aunque sé que acepta sobornos.” Lo que un
cristiano no puede decir es lo que todos los modernos dicen desde el desayuno
hasta la cena: “Una persona de ese rango no aceptaría sobornos”. Porque es
parte del dogma cristiano que cualquier persona, de cualquier jerarquía puede
llegar a aceptar sobornos. Y no sólo es parte del dogma cristiano; por una
curiosa coincidencia resulta ser que también es parte de la historia humana
conocida. Cuando las personas dicen que un hombre “de esa posición” sería
incorruptible, no hay ninguna necesidad de traer a colación al cristianismo en
la discusión. ¿Acaso Lord Bacon[117] fue un lustrabotas? ¿Acaso el Duque de
Marlborough[118] fue un barrendero? En la mejor de las Utopías, tengo que
estar preparado para la caída moral de cualquier hombre, desde cualquier
posición, en cualquier momento. Especialmente para mi caída, de mi posición,
en este momento.
Hay una buena cantidad de producción periodística publicada al efecto de
demostrar que el cristianismo está emparentado con la democracia, y la mayor
parte de esta producción carece de la fuerza y de la claridad necesarias para
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refutar el hecho de que estos dos conceptos se han enfrentado con frecuencia.
El verdadero nivel en el cual el cristianismo y la democracia coinciden se
encuentra a mucha mayor profundidad. La idea especial y peculiarmente
contraria al cristianismo es la idea de Carlyle: la idea de que gobierne la
persona que siente que puede gobernar. Sea lo que fuere lo cristiano, esto es
pagano. Si nuestra fe ha de hacer algún comentario en absoluto sobre el
gobierno, su comentario debe ser que debe gobernar la persona que no piensa
que puede gobernar. El héroe de Carlyle podrá decir: “Yo seré rey”; pero el
santo cristiano debe decir: “Nolo episcopari”. [119] Si la gran paradoja del
cristianismo tiene un significado, éste es que debemos tomar la corona en
nuestras manos y salir de caza por lugares áridos y rincones oscuros hasta
encontrar a ese hombre que se considera indigno de llevarla. Carlyle estaba
equivocado; no debemos coronar a la persona excepcional que sabe que puede
gobernar. Por el contrario, debemos coronar a la mucho más excepcional
persona que sabe que no puede.
Ahora bien, éste es uno de los dos o tres parapetos vitales de la democracia
práctica. La mera maquinaria electoral no es democracia, aunque en la
actualidad no es fácil instrumentar un método democrático más simple. Pero
hasta la maquinaria electoral es profundamente cristiana en el sentido práctico
de que intenta recabar la opinión de aquellos que de otro modo serían
demasiado modestos como para ofrecerla. Es una aventura mística; es confiar
especialmente en aquellos que no confían en si mismos. Ese enigma es
estrictamente propio de la cristiandad. No hay nada realmente humilde en la
abnegación del budista; el moderado hindú es moderado, pero no es modesto.
Hay algo psicológicamente cristiano en la idea de buscar la opinión de los
ignorados en lugar de tomar el obvio camino de aceptar la opinión de los
destacados. Puede parecer un tanto curioso decir que el votar es
particularmente cristiano. Decir que el escrutar es cristiano puede parecer
bastante absurdo. Pero el escrutar, en su idea fundamental, es muy cristiano.
Es alentar al humilde; es ir y decirle a la persona modesta: “Vamos amigo;
elévate más”. Y si existe algún leve defecto en el escrutar – esto es: en su
perfecta y cabal piedad – ello se debe tan sólo a que posiblemente puede llegar
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a olvidarse un poco de alentar la modestia en el que escruta.
La aristocracia no es una institución; la aristocracia es un pecado;
generalmente uno muy venial. Es tan sólo la tendencia o el deslizamiento de
los hombres hacia una suerte de natural pomposidad o elogio de los poderosos,
algo que constituye la cosa más fácil y obvia del mundo.
Una de las cien refutaciones posibles a la superficial y perversa interpretación
moderna del concepto de “fuerza” es que los agentes más rápidos y audaces
son también los más frágiles y sensibles. Las cosas más rápidas son las cosas
blandas. Un pájaro puede ser activo porque es elástico. Una piedra es
impotente porque es dura. Por su propia naturaleza, una piedra tiene que caer;
porque dureza significa debilidad. El pájaro, por su naturaleza intrínseca,
puede ir hacia arriba; porque la fragilidad es fuerza. En la fuerza perfecta hay
una especie de ligereza, hay algo etéreo que puede mantenerse en el aire. Los
investigadores modernos de la historia de los milagros han admitido
solemnemente que una de las características de los grandes santos fue su poder
de “levitación”. Podrían ir más lejos: una de las características de los grandes
santos es su poder de liviandad. Los ángeles pueden volar porque se pueden
tomar livianamente a si mismos. Ése ha sido siempre el instinto de la
cristiandad y, en especial, el instinto del arte cristiano. Recordemos como Fra
Angélico[120] representaba a sus ángeles, no sólo como pájaros, sino casi
como mariposas. Recordemos como el arte medieval más serio estuvo lleno de
luz y de ondulantes cortinas, de pies rápidos y saltarines. Fue lo que los
modernos prerrafaelistas[121] no pudieron imitar en los verdaderos
prerrafaelistas. Burne-Jones[122] nunca pudo recuperar la profunda levedad
de la Edad Media. En los antiguos cuadros cristianos, el cielo que está sobre
cada figura es como un paracaídas azul o dorado. Cada figura parece a punto
de salir volando y quedarse flotando por los cielos. La capa andrajosa del
pordiosero lo transportará hacia arriba al igual que las radiantes plumas de los
ángeles. Pero los reyes en su pesado oro y los orgullosos en sus mantos de
púrpura se hundirán hacia abajo por su propia naturaleza, porque el orgullo no
puede alcanzar la levedad o la levitación. El orgullo es arrastre descendente
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hacia una fácil solemnidad. Hay una especie de seriedad egoísta en la que uno
se puede “establecer” o “caer”; pero hay un alegre altruismo al que hay que
“alcanzar” o “ascender”. Una persona “cae” en el sillón de su oscuro estudio
pero, cuando trata de alcanzar el cielo azul, sus manos se dirigen hacia arriba.
La seriedad no es una virtud. Sería una herejía, pero una herejía mucho más
sensata, decir que la seriedad es un vicio. En realidad, el tomarnos demasiado
en serio es una tendencia natural o una falencia; porque es lo más fácil que
podemos hacer. Es mucho más fácil escribir un buen artículo de fondo en el
Times que un buen chiste en el Punch. Es que la solemnidad nos viene
naturalmente, pero la risa es un salto acrobático. Es fácil ser pesado y difícil ser
liviano. Satanás cayó por culpa de la fuerza de la gravedad.
Ahora bien, ha sido el extraño honor de Europa desde que se hizo cristiana
que, mientras tuvo aristocracias, siempre en el fondo de su corazón las ha
tratado como una debilidad – por lo general como una debilidad que es
necesario tolerar. Si alguien desea comprender esta cuestión lo mejor que
puede hacer es salir del cristianismo e ir a algún otro entorno filosófico. Que
compare, por ejemplo, las clases sociales de Europa con las castas de la India.
Allí, la aristocracia es mucho más terrible porque es mucho más intelectual.
Allí se cree en serio que la escala de las clases es una escala de valores
espirituales; que el panadero es mejor que el carnicero en un sentido invisible y
sagrado. Pero, en ese sentido sagrado, ninguna versión del cristianismo, ni la
más ignorante o perversa, sostuvo jamás que un hidalgo es mejor que un
carnicero. Ninguna versión del cristianismo, por más ignorante o extravagante
que fuese, sugirió jamás que un duque no sería condenado. En la sociedad
pagana pudo llegar a haber (no lo sé) alguna división seria de ese tipo entre el
hombre libre y el esclavo. Pero en la sociedad cristiana siempre hemos pensado
que el caballero es una especie de broma; si bien admito que en algunas
cruzadas y concilios se ganó el derecho a ser considerado una broma pesada.
Es que nosotros en Europa, nunca y en el fondo de nuestro corazón, tomamos
a la aristocracia realmente en serio. Ha sido tan sólo un ocasional extranjero
extra-europeo (como el Dr. Oscar Levy[123], el único nietzscheano inteligente)
quien hasta ha conseguido, por un instante, tomar a la aristocracia en serio.
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Puede ser un prejuicio patriótico – aunque no lo creo – pero me parece que la
aristocracia inglesa es, no sólo el prototipo, sino la flor y nata de todas las
aristocracias actuales; tiene todas las virtudes oligárquicas, así como todos sus
defectos. Es informal, es amable, es valiente en cuestiones obvias; pero tiene
un gran mérito que sobrepasa a todos los anteriores. El enorme y muy obvio
mérito de la aristocracia inglesa es que resulta imposible tomarla en serio.
En resumen; ni bien había formulado lentamente – como de costumbre – la
necesidad de una ley pareja para Utopía cuando – como de costumbre – me
encontré con que el cristianismo me había ganado de mano. Toda la historia de
mi Utopía es igual de divertidamente triste. Cada vez que salía corriendo de mi
estudio de arquitectura con los planos para una nueva torre, terminaba
encontrándola allá afuera, brillando al sol desde hacía mil años. En el sentido
antiguo y en parte en el moderno, Dios había respondido a mi oración de
“Anticípate, Oh Señor, en todos nuestros actos” [124] Sin vanidad, realmente
creo que hubo un momento en que podría haber llegado a inventar en mi
propia mente el juramento matrimonial (como institución); tan sólo para
descubrir después que ya estaba inventado. Pero, puesto que sería demasiado
largo mostrar cómo, hecho tras hecho, pulgada tras pulgada, mi propia
concepción de Utopía tuvo respuesta en el Nuevo Testamento, voy a tomar tan
sólo el caso éste del matrimonio como indicador de la tendencia convergente –
quizás debería decir colapso convergente – de todo el resto.
Cuando los adversarios usuales del socialismo hablan acerca de las
imposibilidades y las alteraciones de la naturaleza humana siempre olvidan
hacer una importante diferenciación. En la moderna concepción ideal de la
sociedad hay algunos deseos que quizás no son realizables; pero hay otros
deseos que no son deseables. Que todas las personas vivan en casas igualmente
hermosas es un sueño que puede – o no – ser alcanzado. Pero que todos los
seres humanos vivan en la misma hermosa casa no es un sueño en absoluto; es
una pesadilla. Que un hombre sea amable con todas las ancianas es un ideal
que puede no ser alcanzado. Pero que un hombre considere a todas las
ancianas exactamente como si fueran su madre no es tan sólo un ideal
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inalcanzable sino un ideal que no debería ser alcanzado. No sé si el lector
estará de acuerdo conmigo en estos ejemplos pero agregaré uno que siempre
me ha impresionado sobremanera. Nunca pude concebir ni tolerar una Utopía
que no me dejase la libertad que más aprecio: la libertad de encadenarme. Una
anarquía absoluta no sólo haría imposible tener disciplina o fidelidad; también
haría imposible toda diversión. Para tomar un caso obvio: el apostar no valdría
la pena si una apuesta no fuese un compromiso. La disolución de todos los
contratos no sólo arruinaría la moral sino que arruinaría hasta al juego. Ahora
bien, las apuestas y los juegos similares son tan sólo las expresiones imitadas y
modificadas del instinto original del hombre por la aventura y el romance, algo
de lo cual se ha hablado mucho en estas páginas. Pero los peligros, las
recompensas, los castigos y las conquistas de las aventuras tienen que ser
reales porque, de lo contrario, la aventura es sólo una cambiante y cruel
pesadilla. Si apuesto, me tienen que hacer pagar; de lo contrario, no hay poesía
en apostar. Si desafío, me tienen que hacer pelear, o no hay poesía en desafiar.
Si juro ser leal, tengo que ser maldecido cuando sea desleal, de lo contrario el
jurar no tiene gracia. No se podría construir ni siquiera un cuento de hadas de
las experiencias de alguien que, después de haber sido tragado por una ballena,
se encontrase en la punta de la Torre Eiffel; o después de haber sido convertido
en un sapo de pronto se comportase como un flamingo. Hasta en la más
exagerada de las novelas los resultados tienen que ser reales; tienen que ser
irrevocables. El matrimonio cristiano es el gran ejemplo de un resultado real e
irrevocable; por eso es que se convirtió en el tema principal y en el centro de
toda la literatura romántica. Y, en último término, esto es lo que pediría – y en
forma imperativa – de cualquier paraíso social; pediría que se me haga cumplir
el contrato, que se tomen en serio mis juramentos y mis compromisos; le
pediría a Utopía que vengue mi honor en mí mismo.
Todos mis utópicos amigos modernos se miran entre si con dudas en los ojos
ya que su última esperanza es la disolución de todos los compromisos
especiales. Pero, otra vez, creo escuchar como un eco la respuesta de más allá
del mundo: “Tendrás obligaciones reales y, por lo tanto, aventuras reales
cuando llegues a mi Utopía. Pero la obligación más rigurosa y la aventura más
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difícil es llegar hasta allí.”
VIII El Romance de la Ortodoxia
T
enemos la costumbre de quejarnos por el trajín y la tensión propias de
nuestra época. Pero la verdad es que la característica principal de nuestra
época es una profunda pereza y fatiga; y el hecho es que la pereza real es la
causa del trajín aparente. Tomemos un caso bastante evidente: las calles están
llenas de taxis y de automotores; pero esto no se debe a la actividad humana
sino a la comodidad humana. Habría menos trajín si hubiese más actividad; si
las personas simplemente caminaran de un lado para el otro. Nuestro mundo
se volvería más silencioso si fuese más extenuante. Y esto que es cierto del
trajín físico aparente, también es cierto del aparente trajín intelectual. La
mayor parte de la maquinaria del lenguaje moderno es una maquinaria
destinada a ahorrar trabajo; y evita el trabajo mental mucho más de lo que
debería. Se utilizan frases científicas como ruedas y pistones científicos para
hacer aún más rápido y suave el camino de los cómodos. Hay palabras largas
que pasan a nuestro lado como raudos y largos trenes. Sabemos que
transportan a miles que están demasiado cansados, o son demasiado
indolentes, para caminar y pensar por si mismos. Para variar, es un buen
ejercicio tratar de expresar cualquier opinión que se tenga en palabras de una
sílaba. Si usted dice: “La utilidad social de la sentencia indeterminada es
reconocida por todos los criminalistas como parte de nuestra evolución
sociológica hacia una visión más humana y científica del castigo”, podría usted
hablar durante horas enteras y difícilmente necesitaría mover algo de la
materia gris que hay en su cerebro. Pero si comienza usted con: “Quisiera que
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Jones vaya preso y que Brown diga cuando es que Jones podrá salir,”[125]
descubrirá usted con horror que está obligado a pensar. Las palabras largas no
son las difíciles; son las palabras cortas las que resultan difíciles. Hay mucha
más sutileza en la palabra “mal” que en la palabra “degeneración”.
Pero estas palabras largas que le evitan al hombre moderno el trabajo de
razonar tienen un aspecto en particular en el cual resultan especialmente
dañinas y confusas. La dificultad aparece cuando la misma larga palabra se
emplea en diferentes contextos para significar cosas bastante diferentes. Así,
tanto como para tomar un caso bien conocido, la palabra “idealista” tiene un
significado en el contexto de la filosofía y otro bastante distinto en el de la
retórica moral. Del mismo modo, los materialistas científicos tienen buenas
razones para quejarse de las personas que confunden el término “materialista”
como expresión cosmológica con “materialista” entendido como una objeción
moral. Así, tomando un ejemplo más barato, el hombre que odia a los
“progresistas” en Londres siempre se declarará “progresista” en Sudáfrica.
Una confusión igualmente carente de sentido ha surgido en conexión con la
palabra “liberal” aplicada tanto a la religión como a la política y a la sociedad.
Con frecuencia se insinúa que todos los liberales deben ser librepensadores
porque tienen que amar todas las cosas libres. Con el mismo principio se
podría decir que todos los idealistas tendrían que ser altos dignatarios porque
tienen que amar todas las cosas elevadas. O que a los clérigos sencillos les tiene
que gustar la misa sencilla; o que a los sacerdotes gruesos les tienen que gustar
los chistes gruesos. La cosa es un mero accidente lingüístico. En la Europa
moderna actual un librepensador no es una persona que piensa por si mismo.
La palabra designa a una persona que, habiendo pensado por si mismo, ha
llegado a una clase especial de conclusiones: el origen material de los
fenómenos, la imposibilidad de los milagros, la improbabilidad de la
inmortalidad personal, y así sucesivamente. Y ninguna de estas ideas es
particularmente liberal. Por el contrario, casi todas estas ideas son
definitivamente antiliberales y demostrarlo es el propósito de este capítulo.
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En las breves páginas que siguen, me propongo señalar lo más someramente
posible que cada una de las cuestiones sobre las que tanto insisten los
liberalizadores de la teología, si fuesen aplicadas a la práctica social, tendrían
un efecto definitivamente antiliberal. Casi cada propuesta contemporánea de
introducir la libertad en la Iglesia es simplemente una propuesta para
introducir la tiranía en el mundo. Porque hoy, “liberar a la Iglesia” no significa
liberarla en todas las direcciones. Significa poner en libertad un determinado
conjunto de dogmas, genéricamente llamados científicos: dogmas de monismo
[126], de panteísmo, de arrianismo o de necesidad. Y se puede demostrar que
cada uno de ellos (los trataremos uno por uno) constituye un aliado natural de
la opresión. De hecho, resulta notorio – aunque no tanto si uno se detiene a
pensar en ello – que la mayoría de las cosas es aliada de la opresión. Hay sólo
una cosa que nunca puede ir más allá de cierto límite en su alianza con la
opresión; y esa cosa es la ortodoxia. Puedo, es cierto, retorcer la ortodoxia
hasta hacer que justifique parcialmente a un tirano. Pero con mayor facilidad
puedo construir una filosofía alemana para justificarlo por completo.
Ahora bien, tomemos en forma ordenada las principales innovaciones de la
nueva teología de la iglesia modernista. Concluimos el capítulo anterior con el
descubrimiento de una de ellas. La misma doctrina más reputada de anticuada
resultó ser la única garantizadora de las nuevas democracias del mundo. La
doctrina aparentemente más impopular resultó ser la única fortaleza del
pueblo. En resumen, hallamos que la única negación lógica de la oligarquía es
la afirmación del pecado original. Sostengo que lo mismo sucede en todos los
demás casos.
Tomaré primero el ejemplo más obvio: el caso de los milagros. Por alguna
extraordinaria razón existe la noción fija de que es más liberal descreer de los
milagros que creer en ellos. No me puedo imaginar por qué esto es así;
tampoco nadie ha podido decírmelo. Por alguna inconcebible causa, por
sacerdote “amplio” o “liberal” se entiende a una persona que, al menos,
desearía reducir la cantidad de milagros; nunca se refiere a una persona que
desearía aumentarlos. Siempre se refiere a una persona que no cree en que
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Cristo salió de su tumba; nunca se aplica a una persona que cree que su tía se
levantó de la tumba. Es común tener problemas en una parroquia porque el
cura párroco no puede admitir que San Pedro caminó sobre las aguas; y sin
embargo es raro que se produzcan inconvenientes en una parroquia si el cura
dice que su padre caminó sobre el Serpentine.[127] Y esto no es – como
replicaría inmediatamente un ágil y polémico secularista – porque los
milagros, según nuestra experiencia, no pueden ser creídos. No es porque “no
ocurren milagros” como lo establece el dogma que Mathew Arnold recitaba con
su simple fe. Hay más hechos sobrenaturales supuestamente ocurridos en
nuestros días que los que hubieran sido posibles hace ochenta años atrás. Los
hombres de ciencia creen en esas maravillas mucho más de lo que solían
hacerlo; la moderna psicología constantemente devela los prodigios más
turbadores y hasta horribles de la mente y del espíritu. Cosas que la antigua
ciencia francamente hubiera rechazado como milagros resultan
constantemente sostenidas por la nueva ciencia. Lo único que todavía es lo
suficientemente anticuado como para rechazar los milagros es la Nueva
Teología. Pero la verdad es que esta noción de la “libertad” de negar los
milagros no tiene nada que ver con las pruebas que existen a favor o en contra
de ellos. Que el comienzo original y la vida no se explican por la libertad de
pensamiento sino por el dogma del materialismo, no es más que un perjuicio
verbal sin vida. El hombre del Siglo XIX no descreía de la Resurrección porque
su cristianismo liberal le permitiera dudar de ella. Descreía porque su mismo
materialismo estricto no le permitía creer en ella. Tennyson, un hombre muy
típico del Siglo XIX, puso de relieve una de las obviedades instintivas de sus
contemporáneos cuando dijo que había fe en sus honestas dudas. La había, por
cierto. Esas palabras encierran una profunda y hasta horrible verdad. En la
duda de los milagros había fe en un destino fijo y sin Dios; había una profunda
y sincera fe en la inmodificable rutina del cosmos. Las dudas del agnóstico eran
tan sólo los dogmas del monista.
De los hechos y de las pruebas de lo sobrenatural hablaré más tarde. Aquí sólo
nos ocupamos de este punto concreto: en la medida en que se puede decir que
la idea liberal de la libertad puede estar de cualquiera de los dos lados de la
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discusión sobre los milagros, resulta obvio que está del lado favorable a los
milagros. El cambio, o bien el progreso (en el único sentido admisible),
significa simplemente el control gradual de la materia por la mente. Un
milagro es tan sólo el súbito control de la materia por la mente. Si deseamos
alimentar a la gente, podemos pensar que alimentarlos milagrosamente en el
desierto es imposible – pero no podríamos pensar que eso es antiliberal. Si
realmente queremos que los niños pobres vayan de vacaciones a la playa, nadie
puede pensar que sería antiliberal que fuesen allí volando sobre dragones; sólo
podríamos pensar que sería improbable. Un día de vacaciones, como el
liberalismo, sólo implica la libertad del hombre. Un milagro sólo implica la
libertad de Dios. Puede usted negar conscientemente cualquiera de las dos,
pero no puede usted llamar a su negativa un triunfo de la idea liberal. La
Iglesia Católica creyó que tanto el hombre como Dios tenían una suerte de
libertad espiritual. El calvinismo le quitó esa libertad al hombre pero se la dejó
a Dios. El materialismo científico maniata al Creador mismo; encadena a Dios
de la misma manera en que el Apocalipsis encadenó al demonio. No deja nada
libre en el universo. Y todos los que contribuyen a este proceso se llaman
“teólogos liberales”.
Éste es, como ya dije, el ejemplo más sencillo y evidente. La presunción de que
dudar de los milagros es algo similar al liberalismo o al reformismo resulta
contrario a la verdad. Si una persona no puede creer en milagros el asunto
termina allí; no será particularmente liberal, pero es perfectamente honorable
y lógico, lo cual es mucho mejor. Pero si puede creer en milagros, ciertamente
será más liberal por ello; porque los milagros significan, primero la libertad del
espíritu, y segundo, su control sobre la tiranía de la circunstancia. A veces esta
verdad es ignorada de una manera singularmente ingenua hasta por los
hombres más capaces. Por ejemplo, el señor Bernard Shaw habla de la idea de
los milagros con un anticuado y entusiasta desprecio, como si los milagros
fueran una especie de traición a la fe de parte de la naturaleza: por extraño que
sea, parece no tener conciencia de que los milagros son solamente las flores
últimas de su árbol favorito, la doctrina de la omnipotencia de la voluntad. Del
mismo modo considera que el deseo de inmortalidad no es más que un
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egoísmo barato, olvidándose de que acaba de considerar al deseo de vivir como
un egoísmo saludable y heroico. ¿Cómo puede ser noble el deseo de extender
nuestra vida hasta el infinito y perverso el deseo de hacerla inmortal? No; si es
deseable que el hombre triunfe sobre la crueldad de la naturaleza o sobre la
costumbre, entonces los milagros son decididamente deseables. Más tarde
discutiremos si son posibles.
Pero tengo que seguir con los casos mayores de este curioso error, con esta
noción de que la “liberalización” de la religión ayuda, en alguna forma, a la
liberación del mundo. El segundo ejemplo al respecto puede encontrarse en la
cuestión del panteísmo – o más bien en cierta actitud moderna frecuentemente
llamada inmanentismo y que muchas veces es budismo. No obstante, ésta es
una cuestión mucho más difícil y tengo que aproximarla con algo más de
preparación.
Las cosas que con mayor seguridad dicen las personas progresistas a las
grandes muchedumbres son, por lo general, las que más se oponen a los
hechos. En realidad, son nuestras obviedades las que no resultan obvias.
Vayamos a un ejemplo. Existe por allí una frase de fácil liberalidad que se
pronuncia una y otra vez en las asociaciones éticas y en las conferencias sobre
religión: “Las religiones de la tierra difieren en ritos y en formas, pero son
iguales en lo que enseñan”. Y eso es falso; incluso opuesto a los hechos. Las
religiones de la tierra no difieren demasiado en los ritos y en las formas;
difieren mucho en lo que enseñan. Es como si a una persona se le ocurriese
decir de dos publicaciones: “No te dejes engañar por el hecho de que el Times
Eclesiástico y el Librepensador tienen un aspecto completamente diferente;
que uno está pintado sobre pergamino y el otro esculpido en mármol; que uno
es triangular y el otro hexagonal; léelos y verás que los dos dicen la misma
cosa.” La verdad, por supuesto, es que son parecidos en todo menos en que
dicen la misma cosa. Un corredor de bolsa ateo de Surbiton[128] tiene
exactamente el mismo aspecto que otro corredor de bolsa swedenborgiano
[129] de Wimbledon. Puede usted caminar y caminar alrededor de ambos, y
someterlos al más personal y ofensivo de los exámenes, que no detectará nada
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swedenborgiano en el sombrero ni nada ateo en el paraguas de ninguno de los
dos. Serán precisamente sus almas las que serán diferentes. De la misma
manera, la verdad es que la dificultad presentada por todos los distintos credos
de la tierra no es la que sostiene aquella máxima barata; no es que todos
concuerdan en el significado pero difieren en la maquinaria. Exactamente lo
opuesto es cierto. Concuerdan todos en la maquinaria; casi toda gran religión
de la tierra trabaja con los mismos métodos externos: con sacerdotes,
escrituras, altares, hermandades consagradas, fiestas especiales. Concuerdan
en el modo de enseñar; en lo que difieren es en lo que enseñan. Tanto los
optimistas paganos como los pesimistas orientales tienen templos, de la misma
manera en que tanto liberales como conservadores tienen diarios. Hay credos
que existen para destruirse mutuamente y ambos tienen escrituras, del mismo
modo en que hay ejércitos que existen para destruirse mutuamente y ambos
tienen armas.
El gran ejemplo de esta supuesta identidad de todas las religiones humanas es
la supuesta identidad espiritual del budismo y el cristianismo. Quienes
adoptan esta teoría general evitan la ética de la mayoría de los demás credos,
excepto, por cierto, el confucianismo, que les gusta porque no es un credo.
Pero ya son cuidadosos en sus elogios al mahometanismo, limitándose, por lo
general, a proponer la moral mahometana sólo para las bebidas de las clases
inferiores. Rara vez sugieren la adopción de la concepción mahometana del
matrimonio (sobre la cual habría bastante para decir); y frente a los thugs
[130] o a los fetichistas su actitud incluso podría llamarse fría. Pero en el caso
de la gran religión de Gautama sienten sinceramente que hay una similitud.
Los estudiosos de la ciencia popular, como el señor Blatchford, siempre
insisten en que el cristianismo y el budismo son muy similares; especialmente
el budismo. Esto resulta generalmente creído y yo mismo lo creí hasta que leí
un libro que explicaba las razones de ello. Estas razones eran de dos clases:
similitudes que no significaban nada porque eran comunes a toda la
humanidad, y similitudes que no eran similitudes en absoluto. El autor, o bien
explicaba solemnemente que ambos credos eran similares en cosas en las
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cuales todos los credos son similares, o bien los describía como similares en
cuestiones en que eran obviamente diferentes. Así, como un ejemplo de la
primera categoría, decía que tanto Cristo como Buda fueron llamados por la
voz divina proveniente del cielo; como si alguien pudiese imaginarse una voz
divina proviniendo de un depósito subterráneo de carbón. O bien se apuntaba
pomposamente que estos dos maestros orientales, por una singular
coincidencia, estaban relacionados con la costumbre de lavar los pies. Con el
mismo principio alguien podría decir que resulta una notable coincidencia que
ambos tenían pies para lavar. Y la otra clase de similitudes consistía de
aquellas que simplemente no eran similares. Así, este reconciliador de las dos
religiones llama seriamente la atención al hecho que, en ciertas fiestas
religiosas, la vestimenta del Lama es rasgada en señal de respeto y los restos
son muy apreciados. Pero esto es lo contrario a una similitud, porque la
vestimenta de Cristo no fue rasgada en señal de respeto sino para ultrajarlo y
los restos de esas ropas no fueron apreciados más que por lo que podían
obtener en el ropavejero quienes echaron suertes por ellas. El recurso es como
hacer referencia a la obviamente parecida ceremonia de la espada: cuando toca
los hombros de una persona o cuando le corta la cabeza. Para el involucrado no
se trata para nada de algo similar. Estos retazos de pueril pedantería
importarían realmente muy poco si no fuese también cierto que las supuestas
similitudes filosóficas son también de estas dos clases: o bien demuestran
demasiado, o bien no demuestran nada. Que el budismo aprueba la
misericordia y el autocontrol no lo hace especialmente similar al cristianismo;
solamente significa que no es diferente a todo lo humano que existe. Los
budistas desaprueban en teoría la crueldad o el exceso porque todos los seres
humanos normales desaprueban en teoría la crueldad y los excesos. Pero decir
que el budismo y el cristianismo ofrecen la misma filosofía sobre estos temas
es simplemente falso. Toda la humanidad está de acuerdo en que estamos
aprisionados en una red de pecados. La mayor parte de la humanidad está de
acuerdo en que hay una manera de salir de la red. Pero en cuanto a cuál es el
camino de salida, creo que no hay dos instituciones en todo el universo que se
contradigan de un modo tan tajante como el budismo y el cristianismo.
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Incluso durante la época en que pensé – junto con la mayoría de las personas
bien informadas pero poco estudiadas – que el budismo y el cristianismo eran
algo parecido, había una cosa que siempre me dejaba perplejo. Me refiero a la
asombrosa diferencia en el tipo de arte religioso que ambos tenían. Y tampoco
me refiero a las técnicas estilísticas de representación sino a los significados
que manifiestamente querían representar. No hay dos ideales que puedan ser
más opuestos que el santo cristiano en una catedral gótica y el santo budista en
un templo chino. La oposición se manifiesta en cada detalle pero, quizás, la
forma más breve de expresarla es diciendo que el santo budista siempre tiene
los ojos cerrados y el santo cristiano siempre los tiene muy abiertos. El santo
budista tiene un cuerpo suave y armonioso, pero sus ojos son pesados y
sellados por el sueño. El cuerpo del santo medieval está demacrado hasta los
huesos, pero sus ojos están tremendamente vivos. No puede haber una
comunidad de espíritu entre dos fuerzas que han producido símbolos tan
diferentes como ésos. Aún concediendo que ambas imágenes son
exageraciones, perversiones de un credo puro, tiene que haber una divergencia
real para que se produzcan exageraciones tan opuestas. El budista está
mirando hacia adentro con extraña concentración. El cristiano está mirando
hacia afuera con frenética intensidad. Si seguimos esta pista con constancia,
encontraremos algunas cosas interesantes.
Hace poco la señora Besant[131], en un interesante ensayo, anunció que en el
mundo había una sola religión; que todos los credos eran tan sólo perversiones
de la misma, y que ella estaba bastante dispuesta a explicar de qué se trataba.
De acuerdo con la señora Besant, esta iglesia universal es simplemente el ser
universal. Es la doctrina de que, en realidad, todos somos una sola persona;
que no hay paredes de individualidad reales entre un hombre y el otro. Si se
me permite ponerlo de esta manera: no nos dice que amemos a nuestros
vecinos; lo que nos dice es que seamos nuestros vecinos. Ésa es la meditada y
sugestiva descripción que hace la señora Besant de la religión en la cual tienen
que concordar todos los seres humanos. Y en toda mi vida jamás he escuchado
una propuesta con la que podría estar más violentamente en desacuerdo.
Quiero amar a mi vecino, no porque él sea yo, sino precisamente porque él no
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es yo. Quiero adorar al mundo, no como uno adora a un espejo porque se ve a
si mismo, sino como uno adora a una mujer porque es enteramente diferente.
Si las almas están separadas el amor es posible. Si las almas se unifican, el
amor es obviamente imposible. Se podrá decir, en términos familiares, que una
persona se ama a si misma; pero difícilmente caería enamorada de si misma, o
bien, si le sucede, tiene que ser un idilio muy monótono. Si el mundo está lleno
de seres reales, cada uno de ellos puede llegar a ser altruista. Pero, según el
principio de la señora Besant, el cosmos entero no es más que una persona
enormemente egoísta.
Es justamente aquí dónde el budismo está del lado del panteísmo moderno y
de la inmanencia. Y justamente aquí es dónde el cristianismo está del lado de
la humanidad, la libertad y el amor. El amor desea personalidad; por
consiguiente, desea división. Está en la tendencia del cristianismo alegrarse de
que Dios haya roto el universo en pequeños pedazos, porque son pedazos
vivos. Está en su tendencia decir “los niños pequeños se aman los unos a los
otros”, en lugar de decir que una enorme persona se ama a si misma. El abismo
intelectual entre el budismo y el cristianismo reside en que, mientras que para
el budista o el teósofo la personalidad significa la caída del hombre, para el
cristiano significa el propósito de Dios, significa el núcleo esencial de toda su
idea cósmica. El mundo-alma de los teósofos le pide al hombre su amor sólo
para que el hombre pueda arrojarse dentro de él. Pero el centro divino del
cristianismo de hecho echó al hombre fuera a fin de que pudiera amarlo. La
deidad oriental es como un gigante que ha perdido su pierna o su mano y está
siempre buscándola; pero el poder cristiano es como un gigante que, por una
extraña generosidad, se cortó la mano derecha sólo para poder estrecharla por
propia voluntad. Volvemos siempre a la constante característica en lo referente
a la naturaleza del cristianismo: todas las filosofías modernas son cadenas que
conectan y restringen; el cristianismo, en cambio, es una espada que separa y
libera. No hay otra filosofía que haga a Dios realmente regocijarse de la
separación del universo en almas vivientes. Pero, de acuerdo con la ortodoxia
cristiana, esta separación entre Dios y el hombre es sagrada porque es eterna.
Para que un hombre pueda amar a Dios es necesario, no sólo que exista un
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Dios a ser amado, sino también un hombre que lo ame. Todas esas confusas
mentes teosóficas para las cuales el universo es un inmenso crisol son
exactamente las mentes que se encogen instintivamente ante esa tremenda
declaración de nuestros Evangelios que dice que el Hijo de Dios no vino con la
paz sino con una espada que divide. El dicho es enteramente cierto aún
considerándolo por lo que obviamente es; la afirmación de que cualquier
hombre que predique verdadero amor inevitablemente generará odio. Es
igualmente cierto respecto de la fraternidad democrática y el amor divino. El
amor fingido termina en compromiso y filosofía compartida, pero el verdadero
amor siempre ha terminado en derramamientos de sangre. Sin embargo hay
todavía otra verdad más tremenda detrás del significado obvio de esta
expresión de nuestro Señor. De acuerdo a Él mismo, el Hijo era una espada
separando al hermano del hermano a fin de que se odiasen mutuamente por
un período de tiempo indefinido e incomputable. Pero el Padre también era
una espada que, en la oscuridad de los comienzos, separó al hermano del
hermano a fin de que pudiesen por fin amarse.
Ése es el significado de esa casi delirante alegría que hay en los ojos del santo
medieval. Ése es el significado de los ojos sellados de la soberbia imagen
budista. El santo cristiano es feliz porque realmente ha sido cortado del
mundo; está separado de las cosas y las está mirando con asombro. Pero ¿por
qué habría el budista de asombrarse de las cosas? Desde el momento en que
realmente hay sólo una cosa, siendo ésta impersonal, difícilmente se asombre
de si misma. Se han escrito muchos poemas panteístas sugiriendo milagros,
pero ninguno realmente exitoso. El panteísta no puede asombrarse, porque no
puede alabar a Dios, ni alabar a nada como algo realmente diferenciado de él
mismo. Sin embargo, nuestro tema aquí es el efecto que tiene esta admiración
cristiana – que salta hacia afuera, hacia una deidad diferenciada del devoto –
sobre la necesidad general de un comportamiento ético y de una reforma
social. Y por cierto que su efecto es suficientemente obvio. No existe ninguna
posibilidad concreta de extraer del panteísmo ningún impulso especial hacia
una acción moral. Porque el panteísmo, por su misma naturaleza, implica que
una cosa es tan buena como la otra mientras que la acción implica por
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naturaleza que una cosa es muy preferible a la otra. Swinburne, en el punto
más alto de su escepticismo, trató en vano de luchar contra esta dificultad. En
Songs before Sunrise (Canciones antes del Amanecer), escrito bajo la
inspiración de Garibaldi[132] y la revolución en Italia, proclamó la nueva
religión y al Dios más puro que barrería con todos los sacerdotes del mundo:
“¿Qué sabes tú ahora
mirando hacia Dios para llorar?
Yo soy yo, tú eres tú,
Yo estoy abajo y tú en lo alto,
Yo soy tú el que tú buscas para encontrarle
y no encuentras sino a ti mismo, porque tú eres yo.”
De lo cual la deducción inmediata y evidente es que los tiranos son tanto hijos
de Dios como Garibaldis; y que el Rey de Nápoles habiéndose “encontrado a si
mismo” con el mayor de los éxitos, es idéntico con el bien último de todas las
cosas. La verdad es que la energía occidental que ha destronado tiranos
proviene directamente de la teología occidental que dice: “yo soy yo, y tú eres
tú”. La separación espiritual que alzó la mirada y vio a un rey bueno en el
universo, es la misma que alzó la mirada y vio a un mal rey en Nápoles. Los
adoradores del Dios que adoraba el rey napolitano destronaron al rey
napolitano. Los adoradores del dios de Swinburne han cubierto el Asia por
siglos y nunca destronaron a un tirano. El santo hindú puede razonablemente
cerrar los ojos porque está observando eso que es Yo y Tú, y Nosotros y
Aquello. Es una ocupación racional: pero no es verdadera en teoría y no es
verdadera en los hechos de tal modo que le ayude al hindú a vigilar lo que hace
Lord Curzon.[133] Esa vigilancia externa que siempre ha sido la característica
del cristianismo (ese mandamiento de vigilad y orad)[134] se ha expresado
tanto en la típica ortodoxia de Occidente como en la típica política occidental.
Pero ambas expresiones dependen de la idea de una divinidad trascendente,
diferente de nosotros; de una divinidad que desaparece. Por cierto que credos
más sutiles pueden sugerir que busquemos a Dios a profundidades cada vez
mayores en el laberinto de nuestro propio ego. Pero sólo nosotros, los de la
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cristiandad, hemos dicho que debemos salir a cazar a Dios como las águilas de
las montañas. Y haciéndolo, hemos dado muerte a todos los monstruos que
hallamos a lo largo de la cacería.
Otra vez, por lo tanto, nos encontramos con que, en la medida en que
buscamos la democracia y las energías auto-regeneradoras de Occidente,
tenemos mucha mayor probabilidad de hallarlas en la antigua teología que en
la nueva. Si queremos una revolución, tenemos que adherir a la ortodoxia.
Especialmente en lo referente a esta cuestión de insistir en la deidad
inmanente o trascendente (que tanto se discute en los concejos del señor R. J.
Campbell). Insistiendo en forma especial en la inmanencia de Dios, lo que
obtenemos es introspección, auto-aislamiento, quietismo, indiferencia social –
en una palabra: el Tibet. Insistiendo especialmente en la trascendencia de
Dios, obtenemos milagro, curiosidad, aventura moral y política, justa
indignación – en una palabra: el Cristianismo. Insistiendo en que Dios está
dentro del hombre, un hombre siempre se queda dentro de si mismo. Al
insistir en que Dios está fuera del hombre, el hombre se ha trascendido a si
mismo.
Estaremos en el mismo caso si tomamos cualquier otra doctrina que hoy se
considera anticuada. Lo mismo sucede, por ejemplo, con la profunda cuestión
de la Trinidad. Los Unitaristas[135] (una secta que no debería mencionarse sin
un especial respeto por su distinguida dignidad y alto honor intelectual) son,
con frecuencia, reformadores por el accidente que impulsa a tantas pequeñas
sectas hacia esa actitud. No obstante, no hay nada de liberal en lo más mínimo,
ni nada emparentado con una reforma, en la sustitución de la Trinidad por del
monoteísmo puro. El Dios complejo del credo de San Atanasio[136] puede ser
un enigma para el intelecto, pero es mucho menos probable que ese Dios
concentre el misterio y la crueldad de un Sultán que la solitaria deidad de
Omar o de Mahoma. El dios que se limita a ser simplemente una terrible
unidad no es tan sólo un rey, sino un rey oriental. El corazón de la
humanidad, y especialmente el de la humanidad europea, se satisface por
cierto mucho más con el misterio de sugerencias y símbolos que existe
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alrededor de la idea trinitaria; con esa imagen de un concejo en el cual la
misericordia tiene su voz en pie de igualdad con la justicia; con esa concepción
de una especie de libertad y de variedad existiendo hasta en la más íntima
cámara del mundo. Es que la religión occidental siempre ha sentido
agudamente la idea de que “no es bueno que el hombre esté solo”.[137] El
instinto social se ha manifestado en todas partes, como cuando la idea oriental
de los ermitaños fue prácticamente expulsada por la idea occidental de los
monjes. Así, hasta el ascetismo se convirtió en fraternal y los trapenses[138]
fueron sociables aún permaneciendo en silencio. Si este amor por una
complejidad viviente ha de ser nuestro punto de referencia, pues entonces es
mucho más sano tener una religión trinitaria que otra unitaria. Porque para
nosotros, los trinitarios, – si me está permitido decirlo con respeto – para
nosotros, Dios Mismo es una sociedad. Por cierto que es un insondable
misterio teológico, y aún si fuese lo suficientemente teólogo como para tratar la
cuestión directamente, no sería relevante hacerlo aquí. Baste con decir que este
triple enigma es reconfortante como el vino y abierto como el hogar de las
chimeneas inglesas; que esto que deja perplejo al intelecto, calma
profundamente al corazón. Pero de las regiones áridas y los espantosos soles
vienen los crueles hijos del Dios solitario; los auténticos Unitaristas quienes,
cimitarra en mano, han devastado al mundo. Porque no es bueno que Dios esté
solo.
Y otra vez, lo mismo es cierto en relación con esa difícil cuestión del peligro en
que se encuentra el alma, algo que ha inquietado a tantas mentes justas. La
esperanza es imperativa para todas las almas, y es bastante sostenible que su
salvación es inevitable. Pero que sea sostenible no quiere decir que sea
favorable a la actividad o al progreso. Nuestra combativa y creativa sociedad
debería insistir más bien en el peligro que todos corremos, en el hecho que
toda persona está pendiendo de un hilo sobre un precipicio. Decir que todo
saldrá bien de todos modos es un comentario comprensible; pero no puede ser
considerado el toque de una trompeta. Europa debería más bien enfatizar una
posible perdición; y Europa siempre la ha enfatizado. En esto, su religión más
sublime concuerda con sus romances más vulgares. Para el budista o para el
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fatalista oriental, la existencia es una ciencia o un plan que debe culminar de
determinada manera. Pero, para el cristiano, es una historia que puede
terminar de cualquier manera. En una novela de suspenso – siendo que las
novelas son un producto puramente cristiano – al héroe no se lo comen los
caníbales; lo esencial para que exista el suspenso es que podría ser comido
por los caníbales. El héroe tiene que ser – para decirlo de algún modo – un
héroe comestible. Por eso, la moral cristiana siempre le ha dicho al hombre, no
que perdería su alma, sino que debe tener cuidado de no perderla. Resumiendo
pues, según la moral cristiana es perverso decir que un hombre está
“condenado”. Pero es estrictamente religioso y filosófico decir que es
condenable.
Todo el cristianismo está enfocado sobre el hombre parado en la encrucijada.
Las filosofías amplias y superficiales, las enormes síntesis de la hipocresía,
todas hablan de eras geológicas, y de evolución, y de futuros desarrollos. La
verdadera filosofía se ocupa del instante. Una persona, ¿tomará este camino o
el otro? – si les place pensar, ésta es la única cuestión en la que hay que pensar.
Pensar acerca de eras geológicas es bastante fácil; cualquiera puede especular
con ellas. Lo realmente terrible es el instante. Nuestra literatura se ha dedicado
tanto a la lucha y nuestra teología se ha ocupado tanto del infierno porque
nuestra religión ha sentido intensamente el instante. El instante está lleno de
peligro, como un libro de aventuras para jóvenes; el instante se halla en
perpetua crisis. Existe una buena dosis de similitud entre la fantasía popular y
la religión de los occidentales. Si decimos que la ficción popular es vulgar y
barata, no hacemos más que repetir lo que los aburridos sabelotodos también
dicen de las imágenes de las iglesias católicas. La vida – de acuerdo con la fe –
es muy parecida a una novela por entregas: termina con la promesa (o la
amenaza) de un “continuará en el próximo número”. De la misma manera y
con noble vulgaridad, la vida imita a las series por capítulos y se despide en el
momento más apasionante. Porque la muerte es, decididamente, un momento
apasionante.
Pero la cuestión a subrayar es que una historia es apasionante porque tiene un
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elemento volitivo tan fuerte, porque tiene tanto de eso que la teología llama
libre albedrío. Usted no puede terminar una suma como se le da la gana. Pero
puede terminar una historia como se le da la gana. Cuando alguien descubrió
el cálculo diferencial, había un sólo cálculo diferencial que podía descubrir.
Pero cuando Shakespeare mató a Romeo, podría haberlo casado con la anciana
niñera de Julieta si hubiera querido. Y la cristiandad se ha destacado en la
narrativa novelesca precisamente porque ha insistido sobre el libre albedrío
teológico. Resultaría una cuestión muy amplia e implicaría desviarnos
demasiado de nuestro camino el tratarlo adecuadamente aquí, pero ésta es la
real objeción a ese torrente de habladurías modernas acerca de tratar al crimen
como una enfermedad, acerca de hacer de una prisión un ambiente higiénico
como si fuese un hospital, acerca de curar el crimen por medio de lentos
métodos científicos. La falacia de todo el asunto está en que la maldad es una
cuestión de elección deliberada, mientras que la enfermedad no lo es. Si usted
me dice que curará a un libertino de la misma forma en que cura a un
asmático, mi respuesta barata y obvia sería: “Muéstreme las personas que
decidieron ser libertinas y luego muéstreme una cantidad igual de personas
que hayan decidido ser asmáticas.” Una persona puede quedarse acostada y
curarse de una enfermedad. Pero no debe quedarse acostada si quiere curarse
de un pecado; por el contrario, tiene que levantarse y actuar con decisión. En
realidad, toda la cuestión está perfectamente expresada en la misma palabra
que utilizamos para designar al hombre en el hospital: lo llamamos “paciente”,
en modo pasivo. Por el contrario “pecador” es un término en modo activo. Si
una persona tiene que ser salvada de la gripe, esa persona puede ser un
paciente. Pero, si ha de ser salvada del delito de estafa, tiene que ser
impaciente y no paciente. Tiene que volverse personalmente impaciente con
las estafas. Toda reforma moral debe comenzar con la voluntad activa y no la
pasiva.
Aquí llegamos otra vez a la misma conclusión sustancial. En la medida en que
deseemos las reconstrucciones específicas y las peligrosas revoluciones que
han caracterizado a la civilización europea, no debemos desalentar la idea de
una posible ruina; más bien deberíamos fomentarla. Si, como los santos
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orientales, solo queremos contemplar lo bien que están las cosas, podemos por
supuesto decir que tienen que salir bien. Pero, si particularmente queremos
hacer que estén bien, debemos insistir en que pueden salir mal.
Por último esta verdad vuelve a ser cierta en el caso de los intentos modernos
comunes que tratan de disminuir o argumentar en contra de la divinidad de
Cristo. El hecho puede o no ser cierto; trataré sobre eso antes de terminar.
Pero si la divinidad es verdadera, por cierto que es terriblemente
revolucionaria. Que un hombre bueno puede quedar con la espalda contra la
pared no es más que algo que ya sabemos; pero que Dios pueda quedar con la
espalda contra la pared es un alarde para todos los revolucionarios de aquí a la
eternidad. El cristianismo es la única religión sobre la tierra que ha sentido que
la omnipotencia hizo incompleto a Dios. Sólo el cristianismo ha sentido que
Dios, para ser completamente Dios, tiene que haber sido tanto rebelde como
rey. Entre todos los credos, sólo el cristianismo le agregó el coraje a las
virtudes del Creador. Porque el único coraje digno de tal nombre
necesariamente tiene que significar que el alma pasa por un cierto punto de
ruptura – y no se rompe. En esto realmente estoy entrando en un tema
demasiado profundo y tremendo como para ser discutido con liviandad; y pido
disculpas por adelantado si cualquiera de mis frases cae mal o parece
irreverente al tratar un asunto que los más grandes santos y pensadores han,
con justa razón, temido tratar. Pero en esa terrible historia de la Pasión hay
una clara sugerencia emocional en cuanto a que el autor de todas las cosas (en
alguna forma impensable) no sólo sufrió la agonía, sino también la duda. Está
escrito que “No tentarás al Señor, tu Dios”.[139] No; pero el Señor, tu Dios,
puede tentarse a Si mismo; y parecería ser que fue esto lo que sucedió en
Getsemaní. En un jardín, Satanás tentó al hombre; en un jardín Dios tentó a
Dios. De alguna forma sobrehumana pasó por nuestro humano horror del
pesimismo. La tierra tembló y el sol fue borrado del cielo, no por la crucifixión,
sino por ese grito desde la cruz: ese grito que confesaba que Dios había
abandonado a Dios.[140] Y ahora dejemos que los revolucionarios elijan un
credo de todos los credos y un dios de todos los dioses del mundo, ponderando
cuidadosamente a todos los dioses de inevitable recurrencia y de inalterable
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poder. No hallarán a otro dios que también se haya rebelado. Más aún (y la
cuestión se hace demasiado difícil para el lenguaje humano): incluso dejemos
que los ateos mismos elijan a un dios. Hallarán tan sólo una divinidad que
expresó el aislamiento en el que se encuentran; sólo una religión en la cual
Dios, por un instante, pareció ser un ateo.
Estas podrían ser las cuestiones esenciales de la antigua ortodoxia, cuyo mérito
principal es que constituye la fuente natural de toda revolución y reforma; y
cuyo principal defecto es que constituye obviamente tan sólo una afirmación
abstracta. Su principal ventaja consiste en ser la más inquieta y viril de las
teologías. Su principal desventaja está, simplemente, en que es una teología.
Siempre se la podrá acusar de que, por su naturaleza, es arbitraria y está en el
aire. Pero no está a tanta altura como para que grandes arqueros no se pasen
toda una vida tirándole flechas – e incluso sus últimas flechas. Hay personas
dispuestas a arruinarse a si mismas y a arruinar a toda su civilización con tal
de arruinar también esta antigua y fantástica historia. El fenómeno último y
más asombroso de esta fe es que sus enemigos están dispuestos a utilizar
cualquier arma en su contra; aún las espadas que cortarán sus propios dedos y
los incendios que quemarán sus propios hogares. Personas que comienzan a
combatir a la Iglesia en el nombre de la libertad y la humanidad terminan
desechando la libertad y la humanidad con tal de combatir a la Iglesia. Y esto
no es ninguna exageración. Podría llenar todo un libro con ejemplos sobre ello.
El señor Blatchford se propuso, como todo vulgar destructor de Biblias,
demostrar que Adán no fue culpable de pecar contra Dios. Al maniobrar para
sostener eso, admitió – como cuestión secundaria – que todos los tiranos,
desde Nerón al rey Leopoldo, eran inocentes de todo pecado contra la
humanidad. Conozco a una persona tan apasionada por demostrar que no
tendrá una existencia personal después de la muerte que hasta cae en la
posición de decir que no tiene existencia personal ahora mismo. Invoca al
budismo y dice que todas las almas se disuelven unas en otras. Para probar que
no puede ir al cielo, demuestra que no puede ir a Hartlepool. He conocido
personas que protestaban contra la educación religiosa con argumentos
contrarios a cualquier educación, diciendo que la mente de un niño debía
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desarrollarse libremente y que los viejos no deben enseñar a los jóvenes. He
conocido personas que argumentaban que no podía haber un juicio divino
mostrando que no puede haber juicio humano, ni siquiera a los efectos
prácticos. Quemaban su propio trigo con tal de incendiar a la Iglesia; rompían
sus propias herramientas con tal de romperla, cualquier garrote les venía bien
para golpearla aunque fuese un garrote construido con la madera de su propio
mobiliario. No admiramos, apenas si disculpamos, al fanático que destruye a
este mundo por amor a algún otro. Pero ¿qué podríamos decir del fanático que
destruye este mundo por odio al otro? Sacrifica la existencia misma de la
humanidad por la inexistencia de Dios. Ofrenda sus víctimas, no al altar, sino
meramente para lograr la desocupación de los altares y el vacío de los tronos.
Está dispuesto a destruir hasta la ética primaria en virtud de la cual existen
todos los seres en aras de esta extraña y eterna intención de vengar a alguien
que nunca existió en absoluto.
Y a pesar de todo, el objetivo sigue allí, colgando del cielo; ileso. Sus oponentes
sólo consiguen destruir todo lo que ellos mismos consideran deseable con justa
razón. No destruyen la ortodoxia; sólo destruyen la sensatez política y el
sensato, valiente, sentido común. No demuestran que Adán no era responsable
ante Dios, ¿cómo podrían hacerlo? Sus postulados sólo demostrarían que el
Zar no es responsable por Rusia. No demuestran que Adán no debería haber
sido castigado por Dios. Solo consiguen demostrar que el común explotador no
debería ser castigado por los hombres. Con sus dudas orientales sobre la
personalidad no logran la certeza de que no tendremos una vida personal en el
más allá; sólo consiguen darnos la certeza de que, con sus criterios, no
tendremos una vida muy feliz ni muy completa aquí mismo. Con sus
paralizantes comentarios sobre que todas las conclusiones terminan en el
error, no están desgarrando los libros del Ángel de las Actas; sólo están
haciendo un poco más difícil llevar la contabilidad de Marshall & Snelgrove.
No es tan sólo que la fe es la madre de todas las energías mundanas; es que sus
enemigos son los padres de toda la confusión del mundo. Los secularistas no
han destruido las cosas divinas; pero sí han destruido las cosas seculares, si eso
les sirve de algún consuelo. Los Titanes no han escalado hasta el cielo; pero
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han arruinado el mundo.
IX. La autoridad y el aventurero
E
l capítulo anterior estuvo dedicado al argumento que la ortodoxia no es
tan sólo la única guardiana segura de la moralidad y el orden – como se afirma
con frecuencia – sino que también es la guardiana lógica de la libertad, la
innovación y el avance. Si queremos derrocar al próspero opresor, no podemos
hacerlo con la nueva doctrina de la perfectibilidad humana; pero sí podemos
hacerlo con la antigua doctrina del Pecado Original. Si queremos arrancar de
raíz crueldades innatas o elevar poblaciones sojuzgadas, no podemos hacerlo
con la teoría científica que sostiene que la materia tiene primacía por sobre la
mente; pero podemos hacerlo con la teoría sobrenatural de que la mente tiene
primacía por sobre la materia. Si queremos despertar en las personas la
conciencia social y la incansable búsqueda de las buenas prácticas, no
podremos hacer gran cosa insistiendo con el Dios Inmanente y con la Luz
Interior; porque éstos, en el mejor de los casos, son motivos de gracia personal.
Pero sí podemos ayudar mucho insistiendo con el Dios trascendente y con el
resplandor que vuela y se escapa; porque eso significa descontento divino. Si
queremos afirmar en forma especial la idea de un generoso contrapeso a una
espantosa autocracia, instintivamente seremos trinitarios en lugar de
unitaristas. Si deseamos que la civilización europea sea aventurera y salvadora,
nos conviene insistir en que las almas se encuentran en real peligro y no en que
el peligro, en última instancia, es irreal. Y si queremos exaltar a los marginados
y a los crucificados, será mejor que pensemos en que el verdadero Dios fue
crucificado y no en que lo fue un simple sabio o un héroe. Pero, por sobre todo,
si queremos proteger a los pobres, tendremos que estar a favor de reglas bien
establecidas y dogmas claros. Las reglas de un club están a veces a favor del
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socio pobre. La tendencia del club está siempre a favor del rico.
Y así llegamos a la cuestión crucial que realmente cierra a todo el asunto. Un
agnóstico razonable, si por casualidad ha estado de acuerdo conmigo hasta
aquí, puede volverse y decir: “Usted ha encontrado una filosofía práctica en la
doctrina de la Caída; muy bien. Ha encontrado un aspecto de la democracia
que ahora se descuida peligrosamente y que fue afirmada con sabiduría en el
Pecado original; está bien. Ha encontrado una verdad en la doctrina del
infierno; lo felicito. Usted está convencido de que los fieles de un Dios personal
miran hacia el mundo y son progresistas; los felicito a todos. Pero, aún
suponiendo que esas doctrinas contienen estas verdades ¿por qué no puede
usted tomar las verdades y dejar las doctrinas? Concedamos que la sociedad
moderna confía demasiado en los ricos porque no tiene en cuenta las
debilidades humanas; concedamos que las épocas ortodoxas tuvieron una gran
ventaja porque – creyendo en la Caída – previeron esas debilidades humanas.
¿Por qué no puede usted admitir las debilidades humanas sin creer en la
Caída? Si ha descubierto que la idea de la condena eterna representa una
saludable idea de peligro, ¿por qué no puede usted simplemente tomar la idea
del peligro y dejar la de la condena eterna? Si ve claramente el núcleo de
sentido común en la médula de la ortodoxia cristiana, ¿por qué no puede
tomar el núcleo y dejar la médula? Tanto como para utilizar una frase de los
diarios que yo, como agnóstico altamente académico, empleo con algo de
vergüenza: ¿por qué no puede usted tomar lo que es bueno en el cristianismo,
aquello que se puede definir como valioso, lo que se puede comprender, y no
abandona todo el resto, todos los dogmas absolutos que por su propia
naturaleza resultan incomprensibles?” Ésta es la cuestión real; ésta es la
cuestión última; y es un placer tratar de contestarla.
La primera respuesta sería decir simplemente que soy un racionalista. Me
gusta tener alguna justificación intelectual para mis intuiciones. Si estoy
tratando al hombre como a un ser caído, me resulta intelectualmente
conveniente creer en que cayó; y, por alguna extraña razón psicológica, me
parece que puedo manejarme mejor con el ejercicio que una persona hace de
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su libre albedrío si creo que lo tiene. Pero en esta cuestión soy aún más
decididamente racionalista. No me propongo convertir este libro en otra
apologética cristiana común; en alguna otra oportunidad, con mucho gusto me
encontraré con los enemigos del cristianismo en esa arena más evidente. Aquí
estoy tan sólo dando cuenta de mi propio incremento en certeza espiritual.
Pero séame permitido hacer una pausa para subrayar que, mientras más pude
ver de los argumentos abstractos contra la cosmología cristiana, menos
impresión me causaron. Lo que quiero decir es que, después de haber
encontrado que la atmósfera moral de la Encarnación era de sentido común, al
considerar los argumentos intelectuales usuales en contra de la Encarnación
hallé que constituían un sinsentido común. Para el caso que se piense que el
argumento sufre de la carencia de la apologética habitual, resumiré aquí
brevemente mis propios argumentos y conclusiones sobre la verdad puramente
objetiva o científica de la cuestión.
Si me preguntan, en términos puramente intelectuales, por qué creo en el
cristianismo, sólo puedo responder: “Por la misma razón por la que un
agnóstico inteligente descree del cristianismo.” Creo en él, bastante
racionalmente, basándome en la evidencia. Pero la evidencia, tanto en mi caso
como en el del agnóstico inteligente, no está realmente en ésta o en aquella
supuesta demostración; está en la enorme acumulación de pequeños pero
unívocos detalles. No hay que criticar al secularista porque sus objeciones al
cristianismo son diversas y hasta fragmentarias; son precisamente esas
pruebas fragmentarias las que realmente convencen a la mente. Lo que quiero
decir es que una persona puede quedar menos convencida por cuatro libros
que por un libro, una batalla, un paisaje y un viejo amigo. El sólo hecho de que
las cosas sean de diferentes categorías aumenta la importancia del hecho de
que todas apuntan hacia la misma dirección. Ahora bien, el anticristianismo
del hombre educado promedio de la actualidad, está construido – hagámosle
justicia – con estas experiencias inconexas pero vividas. Lo único que puedo
decir es que mis pruebas a favor del cristianismo son de la misma vívida pero
variada clase que las que él esgrime en su contra. Porque cuando me pongo a
considerar estas variadas verdades anticristianas, simplemente descubro que
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ninguna de ellas es cierta. Descubro que toda la marea y toda la fuerza de los
hechos fluye hacia el lado opuesto. Tomemos casos concretos. Más de un
hombre moderno, sensato, debe haber abandonado el cristianismo bajo la
presión de tres convicciones convergentes como por ejemplo las siguientes:
primero, que los seres humanos, con sus formas, sus estructuras y su
sexualidad, son, después de todo, muy parecidos a los animales y constituyen
tan sólo una variedad del reino animal; segundo, que la religión primigenia
surgió por miedo e ignorancia; y tercero que los sacerdotes han devastado a las
sociedades con amarguras y oscurantismos. Estos tres argumentos contra el
cristianismo son muy diferentes; pero resultan bastante lógicos y legítimos; y
todos ellos convergen. La única objeción que se les puede hacer – según
descubrí – es que son todos falsos. Si dejamos de mirar los libros escritos
acerca del hombre y los animales, si empezamos a observar a los animales y a
los hombres, podremos ver – con sólo un poco de humor o de imaginación, con
sólo un poco de sentido por lo ridículo y lo absurdo – que lo sorprendente en el
hombre y el animal, no es lo similares que parecen sino lo diferentes que son.
Es la monstruosa divergencia la que exige una explicación. Que el hombre y el
animal son similares es, en cierto sentido, una obviedad. Pero que, siendo
similares, sean tan increíblemente diferentes, eso es lo asombroso y lo
enigmático. Que el mono también tenga manos es mucho menos interesante
para el filósofo que el hecho de que, teniendo manos, no hace casi nada con
ellas: no juega a hacerse sonar los nudillos ni toca el violín, no talla el mármol
ni carda la lana. Hay personas que hablan de la arquitectura bárbara y del arte
primitivo. Pero los elefantes no construyen templos de marfil, ni siquiera en
estilo rococó; los camellos no pinta ni siquiera cuadros malos, aún cuando
están equipados con material suficiente para muchos pinceles de pelo de
camello. Algunos soñadores modernos dicen que las hormigas y las abejas
tienen sociedades superiores a la nuestra. Tienen, por cierto, una civilización;
pero esa misma verdad sólo nos recuerda que es una civilización inferior.
¿Alguien ha hallado alguna vez un hormiguero decorado con estatuas de
hormigas famosas? ¿Quién ha visto jamás un panal con las imágenes de las
estupendas reinas de antaño? No. Es posible que el abismo entre el hombre y
las demás criaturas tenga una explicación natural; pero sigue siendo un
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abismo. Hablamos de animales salvajes pero el hombre es el único animal
salvaje. Es el hombre el que se ha escapado. Todos los demás animales son
animales mansos; siguen la tosca respetabilidad de su tribu o de su tipo. Todos
los otros animales son animales domesticados; sólo el hombre es siempre el
indomesticado, ya sea como libertino o como monje. De modo que este primer
motivo superficial para el materialismo es – si es que constituye algo – un
motivo para lo opuesto. Exactamente allí dónde termina la biología es que
comienza toda religión.
Pasaría lo mismo si examinara el segundo de los tres argumentos racionalistas
tomados al azar; el argumento según el cual todo lo que llamamos divino
comenzó con algún oscurantismo y en el terror. Cuando intenté examinar los
fundamentos de esta idea moderna, simplemente encontré que no había
ninguno. La ciencia no sabe nada en absoluto del hombre prehistórico por la
excelente razón de que es prehistórico. Unos pocos profesores eligieron
conjeturar que cosas tales como el sacrificio humano alguna vez fueron
inocentes y generalizadas, y que desaparecieron gradualmente; pero no hay
pruebas directas de ello, y la poca evidencia que hay apunta en sentido
contrario. En las más antiguas leyendas que tenemos, como las de Isaac y la de
Ifigenia, el sacrificio humano no está presentado como algo antiguo sino como
algo nuevo; como una extraña y espantosa excepción oscuramente demandada
por los dioses. La historia no nos dice nada, y todas las leyendas dicen que la
tierra fue más amable en sus primeros tiempos. No hay una tradición del
progreso; pero todo el género humano tiene una tradición acerca de la Caída.
Es bastante cómico, pero la misma difusión de la idea es utilizada en contra de
su autenticidad. Las personas ilustradas dicen que la calamidad prehistórica de
la Caída no puede ser cierta porque todas las razas de la humanidad la
recuerdan. No puedo marchar al paso de estas paradojas.
Y sería lo mismo si tomáramos el tercer ejemplo al azar, el de la opinión que
los sacerdotes oscurecen y amargan al mundo. Miro al mundo y simplemente
descubro que no lo hacen. Aquellos países de Europa que todavía están
influenciados por sacerdotes son exactamente los países dónde todavía se
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canta y se baila, y hay trajes multicolores y arte al aire libre. La doctrina y la
disciplina católicas pueden ser paredes; pero son paredes de un campo de
juegos. El cristianismo es el único marco que ha preservado el placer del
paganismo. Podemos imaginarnos a unos niños jugando sobre el pasto de la
cima achatada de una alta isla en el mar. Mientras haya una pared alrededor de
los acantilados, estos niños podrían jugar a cualquier juego, por más loco que
fuese, convirtiendo a todo el lugar en el más bullicioso de los jardines de
infantes. Pero las paredes fueron derrumbadas, dejando desnudo el peligro del
precipicio. Los niños no cayeron al mar; pero cuando sus amigos regresaron
para verlos, los encontraron a todos apiñados de terror en el centro de la isla y
sus canciones habían terminado.
De este modo, estos tres hechos concretos – hechos que hacen a un agnóstico –
resultan totalmente invertidos desde este punto de vista. Me dejan diciendo:
“Dadme una explicación, primero, de la gigantesca diferencia del hombre
respecto de los animales; segundo, de la extendida tradición de una original
felicidad; tercero, de la continuidad parcial de esa alegría pagana en los países
de la Iglesia Católica”. En todo caso, hay una explicación que satisface a las tres
cuestiones: la teoría de que dos veces el orden natural fue interrumpido por
alguna explosión o revelación del tipo que hoy las personas llaman “psíquica”.
La primera vez, el Cielo vino a la tierra con un poder o un sello llamado la
imagen de Dios mediante la cual el hombre tomó el comando de la Naturaleza;
y la siguiente vez – cuando en imperio tras imperio hubo hombres que lo
ansiaron – el Cielo vino a salvar a la humanidad en la tremenda figura de un
hombre. Esto explicaría por qué la enorme mayoría de los hombres siempre
miran hacia el pasado; y por qué el único rincón en dónde tiene sentido mirar
hacia adelante es en el pequeño continente en dónde Cristo tiene Su Iglesia. Ya
sé que se me dirá que el Japón se ha vuelto progresista. Pero ¿cómo puede esto
ser una respuesta si al decir “Japón se ha vuelto progresista” no hacemos más
que decir “Japón se ha vuelto europeo? ” Pero no quisiera insistir tanto en mi
propia explicación sino más bien en mi observación original. Estoy de acuerdo
con la persona descreída común de la calle en estar guiado por tres o cuatro
raros hechos apuntado, todos, a algo; es sólo que, cuando me tomé la molestia
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de mirar los hechos, siempre descubrí que apuntaban hacia algo diferente.
He ofrecido una tríada imaginaria de esos argumentos anticristianos. Por si
eso parece una base demasiado estrecha, puedo ofrecer en el acto otra más.
Está esa clase de pensamientos que, en combinación, dan la impresión de que
el cristianismo es una cosa débil y enfermiza. Primero, por ejemplo, que Cristo
fue una persona tierna, ovejuna e ingenua; una simple apelación inefectiva al
mundo. Segundo, que surgió y floreció en las oscuras épocas de la ignorancia y
que la Iglesia nos arrastrará hacia dichas épocas. Tercero, que las personas que
siguen siendo fuertemente religiosas o, si se quiere, supersticiosas – como los
irlandeses – son débiles, poco prácticas y atrasadas. Menciono estas ideas sólo
para afirmar lo mismo de antes: que, cuando las analicé en forma
independiente, hallé, no que las conclusiones no eran filosóficas, sino
simplemente que los hechos no eran hechos. En lugar de ir a mirar libros y
dibujos sobre el Nuevo Testamento, fui y leí el Nuevo Testamento. Al que
encontré allí no fue en lo más mínimo una persona peinada con la raya al
medio o con las manos unidas en plegaria, sino a un ser extraordinario con
labios de trueno y acciones de recia decisión; alguien que volcaba mesas,
echaba demonios, pasaba con la secreta furia del viento de un aislamiento en
las montañas a una suerte de terrible demagogia; un ser que con frecuencia se
comportaba como un dios enojado – y siempre como un dios. Cristo hasta
tenía un estilo literario propio que creo que no se puede hallar en ninguna otra
parte. Consiste del uso casi furioso del a fortiori. Sus “cuanto más” se apilan
unos sobre otros como castillos sobre castillos en las nubes. Las descripciones
utilizadas acerca de Cristo han sido – y quizás sabiamente – dulces y
sumisas. Pero las descripciones utilizadas por Cristo son bastante
curiosamente gigantescas; están llenas de camellos que pasan por ojos de
agujas y montañas lanzadas al mar. Moralmente es igual de terrible; se llamó a
si mismo una espada exterminadora y le dijo a las personas que adquirieran
espadas aunque para ello tuviesen que vender sus túnicas. Que también utilizó
otras palabras, aún más fuertes, en pro de la no-violencia aumenta en gran
medida el misterio; pero también más bien aumenta la violencia. No podemos
explicarlo ni siquiera denominándolo demente, porque la demencia por lo
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general transcurre a lo largo de un sólo canal consistente. El maniático es, por
lo común, monomaniático. Aquí debemos recordar la definición ya dada del
cristianismo como paradoja sobrehumana por medio de la cual dos pasiones
opuestas pueden arder una al lado de la otra. La única explicación del lenguaje
del Evangelio que da razón de ello, es que constituye el informe sobre alguien
cuya estatura sobrenatural contiene alguna síntesis todavía más asombrosa.
Sigo en orden y tomo el segundo ejemplo: la idea de que el cristianismo
pertenece a la Edad Oscura. En esto no quedé satisfecho leyendo generalidades
modernas; me puse a leer un poco de historia. Y en la historia encontré que el
cristianismo, lejos de pertenecer a la Edad Oscura, fue el único camino a través
de la Edad Oscura que no estaba a oscuras. Fue un puente luminoso uniendo a
dos luminosas civilizaciones. Si alguien, quienquiera sea, dice que la fe surgió
de la ignorancia y la barbarie, la respuesta es simple: no surgió así. Surgió en
la civilización del Mediterráneo en el pleno verano del Imperio Romano. El
mundo estaba repleto de escépticos y el panteísmo era más evidente que el sol
cuando Constantino clavó la cruz a su mástil. Es perfectamente cierto que,
después de ello, el barco se hundió; pero mucho más extraordinario es que
volvió a salir a flote; pintada a nuevo, brillante, y con la cruz todavía al tope del
mástil. Lo asombroso del cristianismo fue que consiguió convertir a un barco
hundido en un submarino. El arca vivió bajo el peso de las aguas. Después de
haber sido enterrados bajo los escombros de dinastías y de clanes, nos
despertamos y recordamos a Roma. Si nuestra fe hubiese sido el mero capricho
de un imperio caprichoso y en decadencia, el capricho hubiera seguido al
capricho hacia las tinieblas; y si la civilización hubiera resurgido (y muchas de
ellas nunca resurgieron) hubiera sido bajo alguna nueva bandera bárbara. Pero
la Iglesia Cristiana, así como fue la última vida de la antigua sociedad, también
fue la primera vida de la nueva. Tomó a las personas que ya se estaban
olvidando de cómo construir una arcada y les enseñó a construir una arcada
gótica. En una palabra: lo más absurdo que se puede decir de la Iglesia es lo
que todos hemos estado escuchando decir de ella. ¿Cómo podemos decir que la
Iglesia desea retrotraernos a las Eras Oscuras? La Iglesia fue lo único que
consiguió sacarnos de ellas.
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A esta segunda trinidad de objeciones le he agregado un tercer ejemplo
cualquiera, tomado de aquellos que creen que gentes como los irlandeses se
han debilitado o han quedado paralizadas por la superstición. Lo agregué
solamente porque éste es un caso particular de esas afirmaciones de hechos
que resultan ser falsos. Constantemente se nos dice de los irlandeses que no
son prácticos. Pero, si por un momento nos abstenemos de considerar lo que se
dice de ellos y consideramos lo que se hace respecto de ellos, lo que veremos
es que los irlandeses no sólo son prácticos sino bastante embarazosamente
exitosos. La pobreza de su país, la minoría de sus miembros, son simplemente
condiciones bajo las cuales se les pidió que trabajaran; y no hay ningún otro
grupo en el Imperio Británico que haya logrado tanto en tales condiciones. Los
Nacionalistas fueron la única minoría que tuvo éxito en forzar a la totalidad del
Parlamento Británico a cambiar fuertemente de rumbo. Los campesinos
irlandeses son las únicas personas pobres sobre estas islas que han forzado a
sus amos a pagar. Estas personas, a las que llamamos dominadas por curas son
los únicos británicos que no están dominados por aristócratas. Y cuando me
puse a observar el verdadero carácter irlandés, el caso fue el mismo. Los
irlandeses se destacan especialmente en las profesiones duras – son
metalúrgicos, abogados, soldados. En todos estos casos, por lo tanto, llegué a la
misma conclusión: el escéptico estaba bastante en lo cierto en eso de seguir a
los hechos; sólo que no había considerado a los hechos. El escéptico es
demasiado crédulo; cree en los diarios y hasta en las enciclopedias. Otra vez,
tres preguntas me habían dejado con tres respuestas muy antagónicas. El
escéptico promedio quería saber cómo explicaba yo la nota pusilánime en los
Evangelios, la conexión del credo con el oscurantismo medieval, y la poca
habilidad política de los cristianos celtas. Pero lo que terminé preguntando, y
haciéndolo con una seriedad equivalente a urgencia, fue: “¿Qué es esta
incomparable energía que aparece primero en alguien que camina por la tierra
como un juicio viviente, esta energía que puede morir con una civilización
moribunda y sin embargo la obliga a resucitar de entre los muertos; esta
energía que en última instancia puede inflamar a un campesinado en
bancarrota con una fe tan inquebrantable en la justicia que termina
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obteniendo lo que pide mientras otros se van con las manos vacías, y esto de tal
modo que la más desamparada isla del Imperio puede terminar amparándose a
si misma?”
Hay una respuesta. La respuesta consiste en decir que esta energía proviene
realmente de fuera del mundo; que es psíquica o, por lo menos, es uno de los
resultados de una real convulsión psíquica. A las grandes civilizaciones, tales
como las del antiguo Egipto y la China actual, les debemos la mayor gratitud y
respeto. Sin embargo, no cometemos ninguna injusticia con ellas si decimos
que sólo la Europa moderna ha exhibido incesantemente un poder de
autorrenovación recurrente, con frecuencia a intervalos muy cortos, e
influyendo hasta en los más pequeños detalles de la arquitectura o la
vestimenta. Todas las demás sociedades finalmente han muerto y con
dignidad. Nosotros morimos todos los días. Estamos siempre naciendo con
una obstetricia casi indecente. Difícilmente sea una exageración decir que, en
el cristianismo histórico, hay una especie de vida que no es natural, y que
podría ser explicada como una vida sobrenatural. Podría ser explicada como
una vida tremendamente electrizante trabajando sobre lo que debió haber sido
un cadáver. Porque nuestra civilización debió haber muerto, de acuerdo con
todos los paralelismos, de acuerdo con toda probabilidad sociológica, en el
Ragnarök[141] del fin de Roma. Lo absurdo de nuestro estado es que usted y yo
no tendríamos que estar aquí en absoluto. Somos todos unas almas en pena;
todos los cristianos vivientes son paganos muertos que deambulan por ahí.
Justo en el momento en que Europa estuvo a punto de unirse en silencio a
Asiria y a Babilonia, algo entró en su cuerpo. Y Europa ha tenido una vida
extraña – no es exagerado decir que anda a los sobresaltos desde entonces.
Me he extendido en tríadas de dudas como las mencionadas a fin de poder
transmitir mi argumento principal – que mi propio caso a favor del
cristianismo es racional; pero no es simple. Constituye una acumulación de
hechos variados, al igual que la posición del agnóstico común. Pero el
agnóstico común tiene todos sus hechos al revés. Es un no-creyente por una
multitud de razones, pero sucede que sus razones son falsas. Duda porque la
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Edad Media fue bárbara, pero no lo fue; duda porque el darwinismo está
demostrado, pero no lo está; duda porque no hay milagros, pero los hay; duda
porque los monjes eran haraganes; pero resulta que eran muy trabajadores;
porque las monjas son desgraciadas, y son particularmente felices; porque el
arte cristiano es triste y sombrío, pero estaba adornado con colores
particularmente brillantes y rebosante de oro; porque la ciencia moderna se
está alejando de lo sobrenatural, pero no lo está – está avanzando hacia lo
sobrenatural con la velocidad de un tren expreso.
Con todo, entre estos millones de hechos, todos apuntando hacia el mismo
lado, hay una cuestión lo suficientemente sólida y separada como para ser
tratada en forma breve pero por si misma. Me refiero a la ocurrencia objetiva
de lo sobrenatural. En otro capítulo ya he indicado la falacia de la suposición
común de que el mundo debe ser impersonal porque tiene un órden normado.
Una persona puede desear tanto algo ordenado como algo desordenado. Pero
mi propia positiva convicción de que una creación personal es más concebible
que una fatalidad material es en cierto sentido, lo admito, imposible de
discutir. No la llamaré fe ni intuición, porque esas palabras están
entremezcladas con emociones. Es estrictamente una convicción intelectual;
pero una convicción intelectual primaria, como la certeza del ser, de lo
bueno, de la vida. Cualquiera que lo desee puede, por lo tanto, decir que mi
creencia en Dios es meramente mística; no vale la pena pelear por la frase.
Pero mi creencia en que han sucedido milagros en la historia humana no es
una creencia mística en absoluto; creo en ellos basándome sobre evidencias
humanas de la misma manera en que lo hago con el descubrimiento de
América. Sobre este asunto existe un simple y lógico hecho que sólo requiere
ser afirmado y aclarado. De alguna forma u otra surgió la extraordinaria idea
de que aquellos que no creen en milagros los consideran fría e imparcialmente,
mientras que los creyentes en milagros los aceptan tan sólo en conexión con
algún dogma. La verdad es más bien a la inversa. Quienes creen en milagros
los aceptan (en forma acertada o equivocada) porque tienen evidencias que los
sustentan. Quienes no creen en milagros los niegan (en forma acertada o
equivocada) porque tienen una doctrina en contra de ellos. La actitud abierta,
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obvia y democrática es creerle a una anciana vendedora de manzanas cuando
brinda testimonio de un milagro, de la misma manera en que le creemos a una
anciana vendedora de manzanas cuando brinda testimonio sobre un
homicidio. El curso de acción liso, llano y popular consiste en confiar en la
palabra del campesino cuando habla del fantasma, exactamente en la misma
medida en que confiamos en la palabra del campesino cuando habla de su
patrón. Siendo campesino, probablemente cultivará un sano agnosticismo
respecto de ambos. Aún así, podríamos llenar el Museo Británico con
evidencias presentadas por el campesino a favor del fantasma. Cuando se trata
de testimonios humanos, existe una catarata apabullante de testimonios a
favor de lo sobrenatural. Si usted los rechaza, su actitud puede significar sólo
una de dos cosas: usted rechaza la historia del campesino sobre el fantasma, o
bien porque el hombre es un campesino, o bien porque la historia es una
historia de fantasmas. Esto es, o bien niega usted el principal postulado de la
democracia, o bien afirma usted el principal postulado del materialismo – la
imposibilidad abstracta del milagro. Tiene usted todo el derecho del mundo a
hacerlo; pero en ese caso el dogmático será usted. Somos nosotros, los
cristianos, los que aceptamos toda evidencia concreta. Son ustedes los
racionalistas los que rechazan la evidencia concreta, viéndose obligados a
hacerlo por el credo que sostienen. Pero yo no estoy limitado por ningún credo
en la materia, y considerando imparcialmente ciertos milagros ocurridos
durante la Edad Media y los tiempos modernos, he llegado a la conclusión de
que ocurrieron. Todo argumento en contra de estos hechos concretos es
siempre un argumento circular. Si digo: “Hay documentos medievales que dan
fe de ciertos milagros del mismo modo en que dan fe de ciertas batallas”, me
responden: “pero los medievales eran supersticiosos”; y cuando quiero saber
en qué eran supersticiosos, la única respuesta final que recibo es que eran
supersticiosos porque creían en milagros. Si digo “un campesino vio un
fantasma”, me dicen “¡pero los campesinos son tan crédulos!”. Si pregunto
“¿Por qué crédulos?”, la única respuesta es – porque ven fantasmas. Islandia es
imposible porque sólo marineros estúpidos la han visto; y los marineros son
estúpidos porque han visto a Islandia. Para ser justos hay que decir que existe
otro argumento que el descreído podría utilizar racionalmente en contra de los
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milagros, a pesar de que generalmente se olvida de utilizarlo.
El descreído podría decir que en muchas historias milagrosas existió una
suerte de preparación espiritual y aceptación previa; en suma: que el milagro
sólo podía ocurrirle a quien ya creía en él. Es posible que así sea, pero, si es así
¿cómo podríamos verificarlo? Si nos ponemos a investigar si ciertos resultados
son producto de la fe, es inútil repetir hasta el hartazgo que (si suceden) son
producto de la fe. Si la fe es una de las condiciones, a quienes no tienen fe les
corresponde el más saludable de los derechos a reírse. Pero no tienen derecho
a juzgar. Ser un creyente puede ser, si se quiere, tan malo como estar ebrio;
pero aún así, si estuviésemos deduciendo hechos psicológicos de los ebrios,
sería absurdo estar constantemente acusándolos de haber estado ebrios.
Supongamos que estuviésemos investigando si las personas furiosas realmente
ven una niebla roja delante de los ojos. Supongamos que sesenta excelentes
porteros juraran que vieron esa nube púrpura cuando estuvieron enojados.
Seguramente sería absurdo contestar con un: “¡Ah, pero usted admite que
estaba furioso cuando la vio!”. Los porteros podrían replicar razonablemente –
y en estruendoso coro – “¿Cómo cuernos podríamos haber descubierto, sin
ponernos furiosos, que las personas ven rojo cuando se enfurecen?” Del
mismo modo los santos y los ascetas podrían contestar racionalmente:
“Supongamos que la cuestión es la de establecer si los creyentes pueden tener
visiones. Pues aún en ese caso, si usted está interesado en visiones, no tiene
sentido descalificar a los creyentes.” Y seguimos discutiendo en círculos – en el
viejo loco círculo con el que este libro comenzó.
La cuestión de si ocurren milagros es una cuestión de sentido común y de
imaginación histórica común y no de algún experimento físico decisivo. Aquí
uno puede descartar, con seguridad, esa pedantería bastante descerebrada que
habla de la necesidad de “condiciones científicas” en relación con posibles
fenómenos espirituales. Si estamos investigando si el alma de un muerto puede
comunicarse con la de una persona viva, es ridículo insistir en que todo tiene
que suceder bajo unas condiciones en las que dos individuos en su sano juicio
jamás se comunicarían seriamente entre si. El hecho de que los espíritus
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prefieran la oscuridad no prueba la inexistencia de los espíritus del mismo
modo en que la preferencia de los amantes por la oscuridad no prueba la
inexistencia del amor. Si a usted se le ocurre decir: “Voy a creer que la señorita
Brown le dice caracolito a su novio – o cualquier otro término cariñoso – si
repite esa palabra delante de diecisiete psicólogos”, yo le contestaría: “Muy
bien, si ésas son sus condiciones, no llegará usted jamás a la verdad; porque
ciertamente ella no la repetirá en esas circunstancias.” Es tan contrario a la
ciencia como contrario a la filosofía sorprenderse de que, en una atmósfera
hostil, ciertas simpatías extraordinarias no se producen. Es como si dijera que
no puedo establecer si había neblina porque el aire no estaba lo
suficientemente claro para verla; o si insistiese en tener una luz solar perfecta
para ver un eclipse de sol.
Como deducción de sentido común, similar a la que llegamos en lo referente al
sexo o a la medianoche (admitiendo que hay muchos detalles que por su
naturaleza deben ser omitidos), yo concluyo que los milagros ocurren. Estoy
forzado a hacerlo por toda una conspiración de hechos: por el hecho de que las
personas que encuentran elfos o ángeles no son los místicos ni los soñadores
enfermizos sino los pescadores, los campesinos, y todas las personas que son, a
la vez, rústicas y cautas; por el hecho de que todos conocemos personas que
brindan testimonio sobre incidentes espirituales sin ser espiritualistas; por el
hecho de que la ciencia admite esas cosas cada día más. La ciencia admitirá
hasta la Ascensión si usted la llama Levitación, y muy posiblemente admita la
Resurrección cuando haya encontrado otra palabra para designarla. Sugiero
Regalvanización. Pero lo más fuerte de todo es este ya mencionado dilema en
cuanto a que las cosas sobrenaturales nunca se niegan excepto sobre la base
de, ya sea un dogmatismo antidemocrático, o bien un dogmatismo materialista
– y hasta podría decir sobre la base de un misticismo materialista. El escéptico
siempre asume una de dos posturas; o bien un hombre común no tiene por qué
ser creído, o bien no hay que creer en acontecimientos extraordinarios. Porque
espero que podemos descartar los argumentos contra milagros intentados por
la mera reiteración de fraudes, médiums tramposos o trucos de
prestidigitación. Porque ése no es un argumento en absoluto, sea bueno o
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malo. Un espíritu falso no prueba la inexistencia de los espíritus por la misma
razón por la que un billete falso no prueba la inexistencia del Banco de
Inglaterra – si es que prueba algo, lo que demuestra es justamente su
existencia.
Concediendo esta convicción de que los fenómenos espirituales sí ocurren (con
mi evidencia, que será compleja pero es racional), chocamos a renglón seguido
contra uno de los peores males mentales de nuestra época. El mayor desastre
del Siglo XIX fue que las personas empezaron a usar el término “espiritual” en
el mismo sentido que la palabra “bueno”. Creyeron que aumentar el
refinamiento y la incorporeidad era aumentar la virtud. Cuando se anunció la
evolución científica, algunos temieron que eso alentaría la mera animalidad.
Pues hizo algo peor: alentó a la mera espiritualidad. Le enseñó a los hombres
que, yendo más allá del mono iban directamente al ángel. Pero usted puede ir
más allá del mono e irse al demonio. Un hombre de genio, muy típico de
aquella época de confusión, lo expresó perfectamente. Benjamin Disraeli[142]
estaba en lo cierto cuando dijo que él estaba de parte de los ángeles. Lo estuvo
realmente: de parte de los ángeles caídos. No estuvo de parte del simple deseo
físico o de la brutalidad animal; pero estuvo de parte de todo el imperialismo
de los príncipes del abismo; estuvo de parte de la arrogancia, el ocultamiento y
el desprecio por todo lo bueno. Uno tendría que suponer que entre la bajeza de
esta soberbia y la altura de las humildades celestiales, existen espíritus de
diferentes formas y tamaños. Al encontrarse con ellos el hombre debe estar
cometiendo los mismos errores en los que incurre cuando se topa con la
variedad de seres de cualquier lejano continente. Debe ser difícil saber cual es
el supremo y cual es subordinado. Si surgiese una sombra del mundo de las
tinieblas, mirando lo que sucede en Picadilly[143] difícilmente comprendería
la idea de un carruaje cerrado común. Supondría que el cochero sobre el
pescante es un conquistador victorioso que lleva en la parte de atrás a un
prisionero que patalea por estar cautivo. Del mismo modo, cuando vemos
hechos espirituales por primera vez, podemos equivocarnos en cuanto a la
jerarquía. No es suficiente con hallar a los dioses; son obvios. Al que tenemos
que hallar es a Dios, al verdadero Señor de todos los dioses. Tenemos que tener
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una larga experiencia histórica en fenómenos sobrenaturales para descubrir
cuales son realmente naturales. A la luz de esto, encuentro que la historia del
cristianismo, y hasta la de sus orígenes hebreos, resulta bastante práctica y
clara. No me preocupa que me digan que el dios hebreo fue uno entre muchos.
Sé que lo fue sin que me lo tenga que decir ninguna investigación. Jehová y
Baal parecían igual de importantes, del mismo modo en que el sol y la luna
tenían aparentemente el mismo tamaño. Aprendimos sólo de a poco que el sol
es inmensamente dominante y que la pequeña luna es tan sólo nuestro satélite.
Al creer que hay un mundo de espíritus, caminaría en él de la misma forma en
que camino por el mundo de los hombres, buscando lo que me gusta y lo que
pienso que es bueno. Exactamente igual a como lo haría en el desierto
buscando agua limpia, o deambularía por el Polo Norte para hacer un fuego
confortable, del mismo modo buscaré en el país del vacío y de la visión hasta
encontrar algo similar al agua fresca y a un fuego agradable; hasta encontrar
un lugar en la eternidad en dónde, literalmente, me puedo sentir en casa. Y hay
tan sólo un lugar así para encontrar.
Ya he dicho lo suficiente para mostrar (al que considere esencial una
explicación como ésa) que, en la arena común de la apologética, tengo una base
para creer. En los testimonios experimentales puros – si se toman
democráticamente y sin desprecio – hay evidencia de que, primero, los
milagros ocurren y, segundo, de que los milagros más nobles pertenecen a
nuestra tradición. Pero no pretenderé que esta corta discusión es mi real razón
para aceptar todo el cristianismo en lugar de extraer el bien moral del
cristianismo como lo extraería del confucianismo.
Tengo otro motivo más sólido y central de aceptarlo como una fe en lugar de
meramente tomar algunos consejos de él como si fuese un esquema. Y el
motivo es que la Iglesia Cristiana, en su relación práctica con mi alma, es una
maestra viviente y no una maestra muerta. No sólo y por cierto me enseñó ayer
sino que, casi seguramente, me enseñará mañana. Cierta vez comprendí de
pronto el sentido de la figura de la cruz. Algún día podría comprender de
pronto el sentido de la figura de la mitra. Platón les ha dicho una verdad; pero
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Platón está muerto. Shakespeare los ha deslumbrado con una imagen; pero
Shakespeare ya no los deslumbrará con ninguna otra. Y ahora imaginen que
están viviendo con hombres así, aún vivos; sabiendo que Platón puede
descolgarse con un discurso original mañana, o que en cualquier momento
Shakespeare puede llegar a sacudir a todo el mundo con uno solo de sus
cantos. La persona que vive en contacto con lo que cree que es una Iglesia
viviente es una persona que siempre está esperando encontrarse con Platón y
con Shakespeare mañana durante el desayuno. Siempre está esperando ver
alguna verdad que no ha visto nunca antes. Hay solamente un ejemplo paralelo
con esta condición, y es el paralelo con el comienzo de la vida que todos hemos
tenido. Cuando su padre, caminando con usted por el jardín, le dijo que las
abejas picaban y que el perfume de las rosas es dulce, usted no consideró
tomar sólo lo mejor de su filosofía. Cuando luego una abeja lo picó, usted no lo
consideró una coincidencia fortuita. Cuando, después, percibió el dulce
perfume de las rosas, usted no dijo: “Mi padre es un ejemplar rústico y bárbaro
que recogió (quizás inconscientemente) la profunda y delicada verdad de que
las flores tienen perfume”. No: usted le creyó a su padre; porque pudo
comprobar que era una fuente viviente de hechos concretos, alguien que
realmente sabía más que usted; alguien que le diría la verdad tanto mañana
como hoy. Y si esto fue cierto de su padre, más cierto aún lo fue de su madre –
al menos es cierto de la mía, a quien este libro está dedicado. Hoy que la
sociedad se encuentra en una diatriba más bien insustancial en lo referente al
sometimiento de la mujer, nadie parece querer señalar lo mucho que todo
hombre le debe a la tiranía y al privilegio de las mujeres; al hecho de que sólo
ellas gobiernan la educación hasta que la educación se vuelve inútil. Porque un
niño es enviado a la escuela cuando ya es demasiado tarde para enseñarle
nada; cuando lo importante y real ya está hecho, y gracias a Dios que está
hecho casi siempre por mujeres. Todo hombre se feminiza meramente por
nacer. Hoy hablan de la mujer masculina; pero todo hombre es un hombre
feminizado. Si alguna vez los hombres llegan a ir a Westminster por protestar
en contra de este privilegio femenino, yo no pienso unirme a esa procesión.
Porque recuerdo claramente el hecho psicológico concreto de que, la vez que
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estuve más lleno de entusiasmo y de aventura, fue justamente cuando más
estuve bajo la autoridad de una mujer. Exactamente porque las hormigas
picaban cuando mi madre me dijo que picarían, porque la nieve venía en
invierno – tal como ella me lo había dicho – justamente por eso todo el mundo
fue para mí un país de hadas con cosas maravillosas que se cumplían, y fue
como vivir en alguna remota época hebraica en la que se cumplía profecía tras
profecía. De niño salía al jardín y era un lugar fantástico para mí, precisamente
porque tenía una pista para interpretarlo; de no haberla tenido, no hubiera
sido fantástico sino aburrido. Una simple selva silvestre, sin significado
alguno, ni siquiera impresiona. Pero el jardín de mi niñez era fascinante
justamente porque todo tenía un significado preciso que podía ser descubierto
en el momento adecuado. Pulgada a pulgada podía yo descubrir qué era ese
objeto de feas formas llamado rastrillo; o hacer alguna velada conjetura acerca
de por qué mis padres tenían un gato.
Así, desde que acepté al cristianismo como una madre y no simplemente como
un ejemplo al azar, volví a encontrar a Europa y al mundo más similar al
pequeño jardín en dónde me quedaba mirando las formas simbólicas del
rastrillo y del gato; otra vez puedo considerarlo todo con la ignorancia y la
expectativa élfica de otrora. Éste o aquél rito, ésta o aquella doctrina, pueden
tener la misma apariencia fea y estrambótica del rastrillo; pero, por
experiencia, sé que esas cosas de alguna manera terminan siempre entre el
césped y las flores. Un cura aparentemente puede parecer tan inútil como un
gato, pero también es igual de fascinante porque tiene que haber alguna
extraña razón para su existencia. Puedo dar un ejemplo entre cientos. En lo
personal, no tengo una afinidad instintiva con ese entusiasmo por la virginidad
física que, ciertamente, ha sido una característica del cristianismo histórico.
Pero, cuando no me considero a mi mismo sino al mundo, percibo que ese
entusiasmo no es tan sólo una característica del cristianismo sino también del
paganismo, una característica de alta naturaleza humana en muchas esferas.
Los griegos sintieron la virginidad cuando esculpieron a Artemisa; los romanos
cuando vistieron a las vestales, los peores y más exagerados de los
dramaturgos isabelinos se aferraron a la pureza literal de una mujer como si la
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misma fuese el pilar central del mundo. Por sobre todo, el mundo moderno
(incluso burlándose de la inocencia sexual) se ha volcado a una generosa
idolatría de la inocencia sexual en la gran adoración moderna por los niños.
Porque cualquier persona que ama a los niños estará de acuerdo en que la
belleza peculiar que los caracteriza resulta lastimada por cualquier insinuación
de sexo físico. Con toda esta experiencia humana, aliada con la autoridad
cristiana, simplemente deduzco que yo estoy equivocado y que la Iglesia tiene
razón; o más bien que soy limitado y que la Iglesia es universal. Se requieren
toda clase de personas para hacer una Iglesia; y ella no me pide que sea célibe.
Pero acepto el hecho de que no poseo la capacidad de apreciar a los célibes de
la misma manera en que acepto el hecho de que no tengo oído para la música.
La mejor de las experiencias humanas está en mi contra, del mismo modo en
que lo está con referencia a Bach. El celibato es la flor del jardín de mi padre de
la cual no me han dicho su dulce o terrible nombre. Pero pueden decírmelo
cualquier día de éstos.
Ésta es, por lo tanto, mi conclusión; mi razón para aceptar la religión y no tan
sólo las verdades desperdigadas y seculares tomadas de la religión. Lo hago
porque la religión no me ha dicho meramente ésta o aquella verdad sino que
ha demostrado ser una instancia que dice verdades. Todas las demás filosofías
dicen cosas que evidentemente parecen verdades; sólo esta filosofía ha dicho
una y otra vez lo que no parece ser cierto pero que, sin embargo, lo es. Es el
único credo que convence aún sin ser atractivo; y resulta estar en lo cierto,
como mi padre en el jardín. Los teósofos, por ejemplo, predican una idea
obviamente atractiva como la de la reencarnación; pero si esperamos a obtener
sus resultados lógicos, veremos que son la arrogancia espiritual y la crueldad
de la casta. Porque si un hombre es un pordiosero por sus pecados prenatales,
las personas tenderán a despreciar al pordiosero. Por su parte, el cristianismo
predica una idea obviamente poco atractiva como la del pecado original; pero
si esperamos a obtener sus resultados, veremos que son la seriedad y la
hermandad, una risa atronadora y la compasión – porque sólo con el pecado
original podemos, simultáneamente, compadecernos del mendigo y desconfiar
del rey. Los hombres de ciencia nos ofrecen la salud, un beneficio obvio. Es
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sólo después que descubrimos que por salud quieren decir esclavitud física y
tedio espiritual. La ortodoxia nos hace saltar al mostrarnos de repente el borde
del infierno; es sólo después que nos damos cuenta que el salto fue un ejercicio
atlético altamente benéfico para nuestra salud. Es sólo después que nos damos
cuenta que este peligro es la raíz de todo drama y de todo romance. El
argumento más fuerte a favor de la gracia divina es simplemente que carece de
gracia. Las partes impopulares del cristianismo, examinadas de cerca, resultan
ser justamente los sostenes de las personas. El círculo exterior del cristianismo
es una guardia rígida de abnegaciones éticas y de sacerdotes profesionales;
pero dentro de esa guardia humana hallará usted la ancestral vida humana
bailando como una niña y tomando vino como los hombres; porque el
cristianismo es el único marco posible para la libertad pagana. La filosofía
moderna constituye el caso opuesto; su círculo exterior resulta obviamente
artístico y emancipado, pero dentro de él lo que hay es desesperanza.
Y su desesperanza está en que no cree realmente en que el universo tiene algún
sentido. Por consiguiente, no puede tener la esperanza de encontrar ningún
romance; sus novelas no tendrán argumento. Una persona no puede contar
con tener ninguna aventura en el país de la anarquía. Pero puede contar con
tener cualquier cantidad de aventuras si viaja por el país de la autoridad. No se
pueden encontrar significados en una selva de escepticismo; pero el hombre
hallará más y más significados si camina por el bosque de la doctrina y el
diseño. En ese bosque todo tiene una historia asociada, como las herramientas
o los cuadros de la casa de mi padre; porque es la casa de mi padre. Y termino
dónde comencé – en el final correcto. He pasado por el último portal de toda
buena filosofía y he llegado a mi segunda niñez.
Con todo, este universo cristiano más extenso y fabuloso tiene una
característica final que resulta difícil expresar. No obstante, como conclusión
de todo el tema, intentaré expresarlo. En realidad, todo el argumento acerca de
la religión gira alrededor de la cuestión de si una persona, que nació cabeza
abajo, puede decir cuándo queda de pié con la cabeza hacia arriba. La
principal paradoja del cristianismo es que la condición habitual del hombre no
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es su condición cuerda o sensata; que lo normal es, en si mismo, una anomalía.
Ésa es la filosofía íntima de la Caída. En el interesante nuevo Catecismo de Sir
Oliver Lodge[144], las primeras dos preguntas son: “¿Qué eres?” y “¿Cuál es,
pues, el significado de la Caída del Hombre?” Recuerdo haberme entretenido
escribiendo mis propias respuestas a las preguntas, pero pronto descubrí que
eran respuestas muy parciales y agnósticas. A la pregunta de “¿Qué eres?”, yo
podía responder solamente con un “¡Sabe Dios!”. Y a la pregunta de “¿Qué
significa la Caída?” podía responder con completa sinceridad: “Significa que
sea yo lo que sea, no soy yo mismo.” Esta es la principal paradoja de nuestra
religión; algo que nunca hemos conocido en un sentido completo, no sólo es
mejor que nosotros mismos sino que hasta nos es más natural que nosotros
mismos. Y realmente no hay prueba de esto, excepto la meramente
experimental, una de las cuales es aquella con la que este libro comenzó; la de
la celda tapiada y la puerta abierta. He conocido la emancipación mental sólo
desde que conocí la ortodoxia. Y, en conclusión, tiene una aplicación en
especial a la idea última de la alegría.
Se dice que el paganismo es una religión alegre y el cristianismo una religión
triste. Sería igual de fácil demostrar que el paganismo es pura tristeza y el
cristianismo pura alegría. Todo lo humano tiene que tener tanto la alegría
como la tristeza; lo único que interesa es la forma en que las dos cosas se
equilibran o se dividen. Y lo realmente interesante es que el pagano fue – en lo
principal – tanto más alegre mientras más se aproximaba a la tierra, pero cada
vez más triste mientras más se aproximaba a los cielos. La alegría del mejor
paganismo, como la jovialidad de un Cátulo[145] o de un Teócrito[146], es por
cierto una alegría que jamás será olvidada por una agradecida humanidad.
Pero está, por completo, relacionada con los hechos de la vida, no con sus
orígenes. Para el pagano, las pequeñas cosas son tan dulces como los pequeños
arroyos que surgen de la montaña; pero las cosas grandes son tan amargas
como el mar. Cuando el pagano considera al núcleo mismo del cosmos, se
queda frío. Detrás de dioses meramente despóticos, imperan las mortíferas
fatalidades. Más aún: las fatalidades son todavía peor que mortíferas; están
muertas. Y cuando los racionalistas dicen que el mundo antiguo era más
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luminoso que el cristiano, desde el punto de vista de ellos tienen razón. Porque
cuando dicen “iluminado” lo que quieren decir es oscurecido por una
desesperanza incurable. Es profundamente cierto que el mundo antiguo fue
más moderno que el cristiano. El nexo en común es que tanto los antiguos
como los modernos se han sentido mal en relación con la existencia, en
relación con el todo, mientras que los medievales eran felices al menos en su
relación con ese todo. Concedo de buena gana que los paganos, al igual que los
modernos, sólo se sentían mal respecto del todo – y eran bastante divertidos
en su relación con todo lo demás. Y concedo que los cristianos de la Edad
Media estaban en paz con el todo – y en guerra con todo lo demás. Pero si la
cuestión gira alrededor del principal pivote del cosmos, pues entonces había
mayor dicha en las estrechas y sangrientas calles de Florencia que en el teatro
de Atenas o en los abiertos jardines de Epicuro[147]. Giotto[148] vivió en un
poblado más triste que Eurípides[149]; pero vivió en un universo más feliz.
La masa de los seres humanos ha sido forzada a ser feliz con las pequeñas
cosas pero triste con las grandes. Sin embargo – y presento mi último dogma
en tono de desafío – no es propio del hombre ser así. El ser humano es más
auténtico, es más humano, cuando la alegría es lo fundamental en él y la
tristeza tan sólo lo superficial. La melancolía debería ser tan sólo un interludio
inocente, un estado mental suave y fugitivo; el elogio, la alabanza, debería ser
la pulsación permanente del alma. El pesimismo, en el mejor de los casos, es
un medio feriado emocional; la alegría es la rugiente laboriosidad por la cual
todas las cosas viven. No obstante, de acuerdo con el aparente estado del
hombre, tal como lo considera el pagano o el agnóstico, esta necesidad
primaria de la naturaleza humana nunca puede ser satisfecha. La alegría
debería ser expansiva; pero, para el agnóstico, tiene que contraerse y aferrarse
a un rincón del mundo. La tristeza debería ser concentrada; pero, para el
agnóstico, su desolación se extiende a través de una eternidad inimaginable.
Esto es lo que yo llamo haber nacido al revés. Del escéptico realmente se puede
decir que se encuentra cabeza abajo ya que sus pies están bailando un éxtasis
inútil en el aire mientras su cerebro se encuentra en el abismo. Para el hombre
moderno, los cielos se encuentran en realidad debajo de la tierra. La
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explicación es simple; está parado de cabeza – la cual es un pedestal bastante
débil como para pararse sobre él. Pero, cuando encuentra de nuevo sobre sus
pies, lo sabe. El cristianismo satisface de pronto y perfectamente el ancestral
anhelo del hombre de estar parado como corresponde; y lo satisface en forma
suprema haciendo que, mediante su credo, la alegría se convierta en algo
gigantescamente grande mientras la tristeza se hace algo especial y pequeño.
La bóveda por sobre nosotros no es sorda porque el universo sea idiota; el
silencio no es ese silencio sin corazón de un mundo infinito y sin sentido. El
silencio que nos rodea es más bien el silencio pequeño y apenado como el de la
quietud que de pronto se produce en la habitación de un enfermo. Quizás se
nos permite la tragedia como una suerte de misericordiosa comedia: porque la
frenética energía de las cosas divinas nos derribaría como en una farsa de
borrachos. Podemos tomar nuestras lágrimas con mayor liviandad de la que
necesitaríamos para tomar la tremenda levedad de los ángeles. Así, quizás
estamos en una cámara de silencio tachonada de estrellas, mientras el volumen
de la risa de los cielos es demasiado fuerte como para que podamos oírla.
La alegría, que fue la pequeña publicidad del pagano, es el gigantesco secreto
del cristiano. Y, al cerrar este caótico libro, vuelvo a abrir ese extraño pequeño
libro del cual provino todo el cristianismo, y de nuevo me siento perseguido
por una especie de confirmación. La tremenda figura que llena el Evangelio
supera en estatura, tanto en esto como en cualquier otro aspecto, a todos los
pensadores por más altos que hayan sido. Su tristeza fue natural, casi casual.
Los estoicos, tanto los antiguos como los modernos, se enorgullecían de ocultar
sus lágrimas. Él nunca ocultó las Suyas. Las mostró claramente en Su rostro
descubierto, y visibles a plena luz del día, como cuando las vio desde lejos Su
ciudad natal. Y sin embargo, ocultó algo. Los superhombres solemnes y los
diplomáticos imperiales se enorgullecen de contener la ira. Él nunca contuvo la
Suya. Arrojó muebles por las escalinatas de entrada al templo y preguntó a las
personas cómo esperaban escapar a la condena del infierno. Y, sin embargo, se
contuvo en algo. Lo digo con reverencia: hubo en esa devastadora personalidad
una tendencia que tiene que ser llamada timidez. Hubo algo que escondió de
todos los hombres cuando subió a aquella montaña para orar. Hubo algo que
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cubrió constantemente con repentino silencio o impetuoso aislamiento. Hubo
algo que fue demasiado grande como para que Dios nos lo mostrara cuando
caminó sobre la tierra; y a veces me he imaginado que ése algo fue su alegría.
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Notas del Traductor
[1] )- George Bernard Shaw (1856–1950) dramaturgo irlandés y polémico
socialista, famoso por su sarcasmo incisivo y su genio crítico. Sostuvo muchas
discusiones con Chesterton, pero ello no impidió que los uniera una sincera y
respetuosa amistad.
[2] Nombre de un sanatorio de enfermos mentales, mencionado varias veces a
lo largo de esta obra.
[3] )- Joanna Southcote (o Southcott) 1750-1814, fue una profetisa
autoproclamada, convencida de que poseía poderes sobrenaturales. Afirmó
que engendraría al Nuevo Mesías – el Shiloh del Génesis – pero falleció sin
dejar descendencia.
[4] )- Edgar Allan Poe (1809–1849), escritor norteamericano. Inciador de los
cuentos de misterio y terror.
[5] )- William Cowper (1731–1800) poeta inglés. Uno de los más populares de
su época , cambió la poesía del Siglo XVIII centrándose en la naturaleza y en la
vida cotidiana.
[6] )- El “necesitarismo” es un principio metafísico que niega toda posibilidad
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alternativa y afirma que hay una y sólo una forma en la que el mundo puede
ser. El necesitarismo es más rígido aún que el determinismo porque se basa en
una predestinación absoluta.
[7] )- El Río Gran Ouse es un río del este de Inglaterra. Su longitud es de 240
km., lo que le convierte en el mayor curso de agua navegable de Anglia Oriental
y el cuarto río de mayor longitud del Reino Unido
[8] )- Juan Calvino (1509–1564), bautizado con el nombre de Jean Cauvin,
latinizado como Calvinus, fue un teólogo protestante francés durante la
Reforma Protestante. El calvinismo es un sistema teologico cristiano y una
actitud hacia la vida cristiana que pone el énfasis en la autoridad de Dios sobre
todas las cosas. Una de las características de este sistema es la "teoría de la
predestinación" según la cual la salvación no reside en la virtud, mérito, o fe de
una persona sino, incondicionalmente, en la misericordia o voluntad de Dios.
[9] )- John Gilpin (Siglo XVIII) fue un personaje real cuya vida se hizo
legendaria y que se convirtió en el personaje de una conocida balada cómica de
William Cowper publicada en 1782, titulada “La Divertida Historia de John
Gilpin”. Cowper había escuchado la historia de un amigo. El poema cuenta
cómo Gilpin y su esposa e hijos resultan separados en un viaje a cierta posada
después de que Gilpin pierde el control de su caballo y va a parar a otro pueblo
a diez millas de distancia.
[10] )- Referencia a ciertas teorías según las cuales las obras de Shakespeare
habrían sido escritas por otros autores y no por él mismo.
[11] )- Holbein: familia de pintores alemanes iniciada por Hans Holbein “El
Viejo” (1460-1524). Probablemente el autor se refiere a Hans Holbein “El
Joven”, hijo del anterior, que fue artista de la corte del Rey Enrique VIII de
Inglaterra.
[12] )- John Dryden (1631–1700) escritor y crítico inglés. Dominó la vida
literaria de Inglaterra hasta el punto en que su tiempo a veces fue designado
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como “La Era de Dryden” en ambientes literarios.
[13] )- Thomas Vaughan (1621−1666) filósofo galés. Practicó la alquimia y
escribió Anthroposophia, una obra mágico- mística.
[14] )- George Herbert (1593–1633) poeta y sacerdote galés.
[15] )- El Clarion fue un semanario – de tendencia socialista durante la mayor
parte de su vida – publicado en Inglaterra por Robert Blatchford dónde
escribió, entre muchos otros, también George Bernard Shaw. R.B. Suthers,
mencionado más adelante, parece haber sido otro colaborador de esta
publicación.
[16] )- Referencia al subterráneo de Londres. Inaugurado en 1863, la línea fue
ampliada varias veces y, en 1884, se terminó de construir lo que se llamó el
“Inner Circle” (actualmente Circle Line). Literalmente, la expresión significa
“Círculo Interior”.
[17] )- Referencia a María I de Inglaterra (1516-1558) . Restauró el catolicismo
en Inglaterra pero, en el proceso, hizo arder en la pira a casi trescientos
disidentes religiosos.
[18] )- Paráfrasis de un pasaje del Evangelio. Cf, San Marcos 9:43 “Y si tu
mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la
Vida que, con las dos manos, ir a la gehenna, al fuego que no se apaga.”
[19] )- Joseph Martin McCabe (1867–1955) escritor y orador inglés. Partidario
del librepensamiento luego de haber sido sacerdote. Al principio se definió
como agnóstico pero finalmente se declaró ateo.
[20] )- Ernst Heinrich Philipp August Haeckel (1834—919), famoso biólogo y
filósofo alemán que descubrió y describió una enorme cantidad de especies
perfeccionando su clasificación. Promovió la obra de Darwin en Alemania. De
él proviene la “teoría de la recapitulación”, expresada en la conocida frase de
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“la ontogenia recapitula la filogenia” según la cual el desarrollo biológico de
un individuo “recapitula” el desarrollo evolutivo de su especie.
[21] )- El agnosticismo es una postura filosófica en la que el valor de verdad de
ciertas afirmaciones -particularmente metafísicas respecto a la teología, el más
allá, la existencia de dios, dioses, deidades, o una realidad última- es
incognoscible o bien constituye un conocimiento imposible de adquirir debido
a la naturaleza subjetiva de la experiencia.
[22] )- Henry James (padre) (1811-1882) teólogo norteamericano. Padre del
filósofo William James, el novelista Henry James (hijo) quien hizo la mayor
parte de su carrera en Inglaterra y Alice James.
[23] )- Robert Peel Glanville Blatchford, (1851–1943), autor y militante
socialista inglés. Fundó en Manchester una rama de la Sociedad Fabiana y, en
1891, el semanario Clarion.
[24] )- Tomás de Torquemada (1420-1498) domínico español; primer
Inquisidor General de España y confesor de la reina Isabel de España.
[25] )- Émile Zola (1840–1902) famoso escritor francés, figura destacada del
naturalismo literario. Partidario del liberalismo, fue una figura destacada en el
caso Dreyfus luchando resueltamente en favor del acusado.
[26] )- Thomas Henry Huxley (1825–1895) Biólogo inglés, notorio agnóstico,
conocido como "el bulldog de Darwin" por su defensa de las teorías de éste.
[27] )- El “latitudinarismo” es un término por el que se conocen las enseñanzas
de un grupo de teólogos ingleses del Siglo XVII quienes aceptaban las prácticas
oficiales de la Iglesia de Inglaterra pero opinaban que las cuestiones
doctrinarias, la práctica litúrgica y la organización eclesiástica tenían poca
importancia.
[28] )- Herbert George Wells (1866–1946)[1], Escritor inglés. Autor de
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conocidas obras tales como "La Máquina del Tiempo", "La Guerra de los
Mundos", "El Hombre Invisible" y muchos otros. Escribió libros en varios
géneros incluyendo novelas, Historia y crítica social.
[29] ). Friedrich Wilhelm Nietzsche (1844–1900) Filósofo y filólogo del Siglo
XIX. Escribió textos críticos sobre religión, moral, cultura contemporánea,
filosofía y ciencia.
[30] )- John Milton (1608–1674) poeta inglés, también escribió prosa
polémica. Su obra más conocida es "Paradise Lost" (Paraíso Perdido). También
es recordado por "Areopagitica", un tratado contra la censura
[31] )- Alfred Tennyson, (1809–1892) poeta laureado del Reino Unido y uno de
los poetas ingleses más populares.
[32] Doctrina que toma el valor práctico de las cosas, como criterio de la
verdad.
[33] )- El librepensamiento es una posición filosófica que sostiene que las
creencias deben formarse sobre la base de la ciencia y de la lógica y no deben
estar influidas por la emoción, la autoridad, la tradición o el dogma.
[34] )- Samuel Langhorne Clemens (1835–1910), más conocido por su
seudónimo literario de Mark Twain. Escritor, humorista y literato
norteamericano. Autor de conocidas novelas tales como "Tom Sawyer" y "Las
Aventuras de Huckleberry Finn"
[35] )- Joseph Hilaire Pierre René Belloc (1870–1953): nacido en Francia, se
naturalizó británico en 1902. Gran amigo de Chesterton, fue uno de los
escritores católicos más prolíficos de la Inglaterra de principios del Siglo XX.
[36] )- John Davidson (1857–1909), poeta y dramaturgo escocés, mayormente
conocido por sus baladas.
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[37])- Mrs Grundy, es un personaje de la obra de Thomas Morton's "Speed the
Plough" (1798), y terminó siendo considerada como la personificación de la
tiranía del convencionalismo y la mojigatería.
[38] )- Lev Nikolayevich Tolstoy (1828–1910) Conde y aristócrata ruso.
Escritor, novelista, ensayista, dramaturgo y novelista. Fue un anarquista
pacifista cristiano y un reformador educacional.
[39] )- Nirvana, es una palabra sánscrita que significa literalmente "cesar de
soplar". En el marco de las religiones orientales, el nirvana es el cese del
sufrimiento; un estado que resulta de la extinción de los deseos, que se alcanza
mediante la meditación.
[40] )- Arthur Schopenhauer (1788—1860) filósofo alemán. Su filosofía,
concebida esencialmente como un "pensar hasta el final" la filosofía de Kant, se
siente también deudora de Platón y Spinoza, sirviendo además como puente
con la filosofía oriental, en especial con el budismo e hinduismo.
[41] )- Anatole François Thibault, (1844-1924) escritor francés más conocido
por su seudónimo literario de Anatole France. Premio Nobel de Literatura 1921.
[42] )- Ernest Renan (1823-1892), escritor, filólogo, filósofo e historiador
francés; autor de una Vida de Jesús que tuvo gran repercusión en su momento.
[43] )- Armagedón es un término bíblico que sólo aparece en una ocasión en
los más de 7000 versículos de la Biblia, en Revelación o Apocalipsis capítulo
16, versículo 16. De ahí que también se use como sinónimo de Apocalipsis, o
desastre fatal y terrible. Se refiere generalmente, al fin del mundo o al fin del
tiempo, mediante catástrofes en varias religiones y culturas.
[44] Club aristocrático de Londres.
[45] )- Jakob Grimm (1785-1863) y su hermano, Wilhelm Grimm (1786 - 1859)
conocidos como "Los hermanos Grimm". Académicos alemanes célebres por
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publicar colecciones de cuentos populares y cuentos de hadas. También
publicaron trabajos en linguística relacionados con la forma en que los sonidos
en las palabras cambian a lo largo del tiempo (Ley de Grimm). Son los autores
de cuentos muy conocidos tales como Blancanieves, Cenicienta, Hansel y
Gretel, y muchos otros.
[46] )- Andrew Lang (1844-1912): escritor escocés. Se destacó como crítico,
folclorista, biógrafo y traductor. Principalmente recordado por sus
compilaciones de cuentos de hadas del folclore británico (imitando lo que
hicieron los hermanos Grimm en Alemania y Perroult en Francia).
[47] )- Touchstone: nombre del bufón de la corte en la obra de Shakespeare “As
You Like It” (Como os Place).
[48] )- William Butler Yeats (1865-1939), poeta y dramaturgo irlandés. Una de
las figuras más representativas del renacimiento literario irlandés, fue uno de
los fundadores del Abbey Theatre y también ejerció como Senador. Premio
Nobel de Literatura 1923.
[49] Centro de la vida periodística.
[50] )- Barrio de Londres, conocido por su escasa seguridad.
[51] )- En la mitología griega, Endimión fue un hombre hermoso. Tan hermoso
que Selene, la diosa de la luna, le pidió a Zeus (Júpiter para los romanos) que
le concediese vida eterna para que nunca la dejase. A su vez, Selene confió y
amó tanto a Endimión que él tomó la decisión de vivir para siempre
durmiendo.
[52] )- Oscar Wilde (1854-1900) escritor, poeta y dramaturgo irlandés. Uno de
los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío. Su reputación
se vio arruinada tras ser condenado a dos años de trabajos forzados en un
famoso juicio en el que fue acusado de indecencia grave por una comisión
inquisitoria de actos homosexuales.
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[53] )- Distrito de Londres.
[54] )- Río de Inglaterra que conecta Londres con el mar del norte.
[55] )- Pueblo de Inglaterra ubicado sobre el estuario de la desembocadura del
Támesis.
[56] )- En francés en el original. Expresa la demanda de una audiencia por
alguna ejecución adicional, por lo general en medio de un sostenido aplauso.
En español se diría “¡Otra!” o ”¡Bis!”.
[57] )- Herbert Spencer (1820-1903). Filósofo, psicólogo y sociólogo británico.
Fundador de la filosofía evolucionista en Gran Bretaña y uno de los más
notorios positivistas. De formación autodidacta, se interesó tanto por la ciencia
como por las letras. En 1848 asumió la dirección de la revista The Economist,
órgano del liberalismo radical de la época.
[58] )- Robinson Crusoe es la obra más famosa de Daniel Defoe, publicada en
1719 y considerada la primera novela inglesa. Es una autobiografía ficticia del
protagonista, un náufrago inglés, que pasa 27 años en una remota isla tropical.
[59] )- El Cervino o Matterhorn es posiblemente la montaña más conocida de
los Alpes por su espectacular forma y belleza.
[60] Suburbio de Londres pobre y atrasado.
[61] )- Paráfrasis del típico dicho inglés “Right or wrong, my
country” (Acertado o equivocado, mi país), indicando que, no importa lo que
Inglaterra haga, el buen ciudadano debe defenderla en toda circusntancia.
[62] )- Thomas Carlyle (1795-1881) Historiador, crítico social y ensayista
escocés.
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[63] )- William Makepeace Thackeray (1811–1863) Novelista inglés, famoso
por sus obras satíricas entre las que se destaca Vanity Fair, un retrato
panorámico de la sociedad inglesa de su época. “La Historia de Pendennis” es
otra obra suya, publicada en 1848.
[64] )- Matthew Arnold (1822–1888) Poeta y crítico inglés. Trabajó como
inspector escolar.
[65] )- Henrik Johan Ibsen (1828-1906). Dramaturgo y poeta noruego. Padre
del drama realista moderno y antecedente del teatro simbólico. Sus obras
cuestionaban el modelo de familia y de sociedad dominante
[66] )- William Archer (1856-1924), Crítico escocés. Escribió en el Edinburgh
Evening News, en el London Figaro y en el World. Introdujo a Ibsen en
Iglaterra traduciendo varias de sus obras. Fue amigo y vecino de George
Bernard Shaw (durante un tiempo Archer vivió en el N° 27 de Fitzroy Square
mientras Shaw vivía en el N° 29). Participó de la propaganda de guerra inglesa
durante la Primera Guerra Mundial con escritos tendientes a culpar
exclusivamente a Alemania por el conflicto.
[67] )- Históricamente existió la costumbre de enterrar a los criminales y a los
suicidas en el cruce de caminos, como alternativa para no sepultarlos en el
camposanto. Por otra parte, empalamiento consistió en “ensartar al reo en un
palo puntiagudo”. En los países anglosajones se lo utilizó, por ejemplo, para
ejecutar a las madres infanticidas y, simbólicamente, para los suicidas.
[68] )- La "Luz Interior" es un concepto utilizado por muchos cuáqueros para
expresar su fe. El concepto no está demasiado bien definido ya que muchos
cuáqueros lo han interpretado de diferente manera pero, por lo general, se
refiere a la presencia de Dios en el interior de cada persona y a la experiencia
personal y directa de Dios. Los cuáqueros sostienen que Dios le habla a todas
las personas y que las mismas, para escuchar su voz, tienen que quedarse
quietas y escuchar activamente.
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[69] )- Los estoicos proclamaron que se puede alcanzar la libertad y la
tranquilidad tan sólo siendo ajeno a las comodidades materiales, la fortuna
externa, y dedicándose a una vida guiada por los principios de la razón y la
virtud (tal es la idea de la imperturbabilidad o ataraxia).
[70] )- Marco Aurelio Antonino Augusto (apodado "El Sabio") (121–180)
Emperador del Imperio Romano desde el año 161 hasta su muerte. Fue el
último de los llamados Cinco Buenos Emperadores y es considerado como una
de las figuras más representativas de la filosofía estoica.
[71] )- El panteísmo - del griego: pan="todo" y theos="dios": literalmente "Dios
es todo" y "todo es Dios" - es una doctrina filosófica según la cual el Universo,
la naturaleza y Dios son equivalentes. La ley natural, la existencia y el universo
(la suma de todo lo que fue, es y será) se representa por medio del concepto
teológico de "Dios".
[72] )- Pan era el dios de los pastores y los rebaños en la mitología griega. Era
el dios de las brisas, del amanecer y del atardecer. Vivía en compañía de las
ninfas en una gruta del Parnaso llamada Coriciana. Se le atribuían dones
proféticos y formaba parte del cortejo de Dionisio, puesto que se suponía que
seguía a éste en sus costumbres. Era cazador, curandero y músico. Dotado de
una gran potencia sexual, acechaba continuamente a las ninfas. Habitaba en
los bosques y en las selvas, correteando tras las ovejas y espantando a los
hombres que penetraban en sus terrenos. Se lo representa con sus miembros
inferiores en forma de macho cabrio y el resto del cuerpo con apariencia de
hombre.
[73] )- Flavio Claudio Juliano (332–363) Emperador romano desde el 361
hasta su muerte. Conocido como Juliano el Apóstata, por renegar del
cristianismo y convertirse al paganismo neoplatónico. Fue el último emperador
romano politeísta, y el último que trató de impedir la expansión del
Cristianismo. Murió en una campaña contra los persas.
[74] )- Una cariátide es una figura femenina esculpida, con función de columna
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o pilastra, con un entablamento que descansa sobre su cabeza. El más típico de
los ejemplos es la Tribuna de las Cariátides en el Erecteión, uno de los templos
de la Acrópolis ateniense.
[75] )- Mercia es una región del Centro-Sur de Inglaterra, antiguamente
constituía uno de los cuatro reinados de la Heptarquía anglosajona.
Birmingham a su vez es la segunda ciudad más importante de Inglaterra,
otrora corazón de la Revolución Industrial.
[76] )- Una de la 32 subdivisiones administrativas de Escocia,
[77] ) Hampton Court: paraje al sudoeste de Londres, en la localidad de
Richmond, dónde hay un castillo que erigido originalmente por Thomas
Wolsey, arzobispo de York y en cuyos jardines se encuentra un famoso
laberinto, el Hampton Court Palace Hedge Maze.
[78] )- Notting Hill: elegante barrio residencial de Londres, habitado hacia
fines del Siglo XIX y principios del XX por la clase media alta de la ciudad.
Battersea, a su vez, fue por esa misma época un complejo barrio industrial,
principalmente ferroviario.
[79] )- Thomas Paine (1737-1809), político y publicista estadounidense de
origen inglés. Promotor del liberalismo y de la democracia. Se formó de
manera autodidacta y llegó a ser el más importante revolucionario
norteamericano, con ideas en conflicto con su tiempo que batallaban contra el
sexismo, la esclavitud, el racismo y la monarquía, a la que se opuso
proponiendo en su lugar la república. Como otros ilustrados, también abominó
de la superstición, la religión organizada (las Iglesias) y el clero.
[80] Magistrado de los tribunales ingleses. (N. del T.)
[81] )- Respuesta de Herodes Agripa II a San Pablo – Cf. Hechos de los
Apóstoles 26:28
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[82] )- Charles Bradlaugh (1833–1891) activista político y uno de los más
famosos ateos ingleses del Signo XIX.
[83] )- Algernon Charles Swinburne (1837–1909). Poeta inglés de la época
victoriana. Su poesía fue bastante controvertida en su época, debido a los
temas recurrentes de sadomasoquismo, suicidio, lesbianismo y sentimientos
irreligiosos.
[84] )- Eduardo el Confesor fue el rey de Inglaterra entre 1045 y 1066. Fue el
primero de los reyes en protagonizar la efímera restauración de la dinastía
sajona en Inglaterra. Se le conoce como Eduardo el Confesor o San Eduardo el
Confesor porque fue canonizado como recompensa por su apoyo a la Iglesia
Católica.
[85] )- Ricardo I de Inglaterra (1157-1199), conocido como Ricardo Corazón de
León, fue Rey de Inglaterra entre 1189 y 1199.Pasó muchos años de su reinado
fuera de su reino, ya que gran parte de sus dominios se encontraban en
Francia. Tomó parte en la Tercera Cruzada, con campañas en Sicilia y Chipre
en el camino y, posteriormente pasó un período arrestado por Leopoldo V,
duque de Austria.
[86] )- Oliver Cromwell (1599-1658) Líder político y militar inglés, famoso por
haber convertido a Inglaterra en una república denominada Mancomunidad de
Inglaterra (en inglés, Commonwealth of England). Durante los cuarenta
primeros años de su vida no fue más que un labrador gentilhombre, pero
ascendió de forma meteórica hasta comandar un ejército y, eventualmente,
imponer su liderazgo sobre Inglaterra, Escocia e Irlanda como Lord Protector,
desde 1653 hasta su muerte.
[87] )- La familia de los Duques de Alba abarca varias generaciones de nobles
al servicio del Rey de España.
[88] )- Ralph Waldo Emerson (1803–1882) Escritor, filósofo y poeta
norteamericano.
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[89] )- Epicteto (55-135) Filósofo griego, de la escuela estoica, que vivió la
mayor parte de su vida como esclavo en Roma. De su enseñanza se conservan
un Enchyridion o "manual", y unos Discursos editados por su discípulo Flavio
Arriano.
[90] )- Jacques Bénigne Bossuet (1627-1704) Destacado clérigo, predicador e
intelectual francés. Defensor de la teoría del origen divino del poder. Actuó
decisivamente en la Asamblea del Clero Francés de 1682 que sustentó la
doctrina del predominio del rey sobre la iglesia católica en Francia, llamado
galicanismo. Se le considera como uno de los historiadores más influyentes de
la corriente providencialista.
[91] )- Referencia a Thomas Robert Malthus (1766-1834). Economista inglés,
perteneciente a la corriente de pensamiento clásica, considerado el padre de la
Demografía. Es conocido principalmente por su "Ensayo sobre el principio de
la población" (1798), en el que se expone el principio según el cual la población
humana crece en progresión geométrica, mientras que los medios de
subsistencia lo hacen en progresión aritmética.
[92] )- San Tomás Becket (o Santo Tomas de Canterbury) (1118-1170).
Arzobispo de Canterbury entre 1162 y 1170. Es venerado como santo por la
Iglesia Católica tanto como por la Anglicana. Sostuvo un conflicto con el Rey
Enrique II sobre los derechos y privilegios de la Iglesia y fue asesinado por
seguidores del rey en la Catedral de Canterbury.
[93] )- Mesón (del griego antiguo μεσος (mesos) = medio) es un concepto
aristotélico para indicar el justo término medio entre dos proposiciones o
extremas o exageradas. (En física de partículas, un mesón es un bosón que
responde a la interacción fuerte, o sea, un hadrón con un espín entero.
Obviamente, no es en esta acepción que el término se utiliza en este texto).
[94] )- Referencia a Lucas 9:24 “Porque todo el que quiera salvar su vida, la
perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” ( Cf.
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También Mateo 10:39, Lucas 17:33, Juan 12:25)
[95] )- Domingo de Guzmán Garcés (1170–1221) Religioso español y santo
católico, fundador de la Orden de Predicadores, más conocidos como
dominicos
[96] )- Referencia a San Bernardo de Menthon (923-1008) (también
nombrado a veces como Bernardo de Montjoux o Bernardo de Aosta y quien
no debe ser confundido con el posterior y más conocido San Bernardo de
Claraval quien vivió entre 1090 y 1153). La mención a las "nieves de San
Bernardo" se debe a que en el año 923 el Santo fundó un hospicio en los Alpes,
en el pico más alto del valle que comunica a Aosta en Italia con el cantón Suizo
de Valais - ahora llamado Gran San Bernardo - y pocos años más tarde otro
hospicio más sobre el que hoy es el Pequeño San Bernardo. La función de estos
hospicios fue la de asistir a los viajeros en el cruce de los Alpes, por una región
dónde las avalanchas de nieve y otros peligros eran muy frecuentes. Para los
trabajos de rescate, los monjes criaron y utilizaron una raza especial de perros
que conocida hoy como sanbernardinos. El hospicio del Gran San Bernardo
sigue en pie en la actualidad y es visitado por muchos viajeros y turistas.
[97] )- La Odisea: poema épico griego compuesto por 24 cantos, atribuido al
poeta griego Homero. Narra la vuelta a casa del héroe griego Odiseo (Ulises en
latín) tras la Guerra de Troya. Odiseo tarda veinte años en regresar a la isla de
Ítaca, donde poseía el título de rey, período durante el cual su hijo Telémaco y
su esposa Penélope han de tolerar en su palacio a los pretendientes que buscan
desposarla (pues ya creían muerto a Odiseo), al mismo tiempo que consumen
los bienes de la familia.
[98] )- Drama escrito por William Shakespeare. Se cree que fue escrita en
1599. Está basado sobre la vida del rey Enrique V de Inglaterra y trata sobre los
acontecimientos inmediatamente anteriores a la Batalla de Agincourt durante
la Guerra de los Cien Años.
[99] )- San Francisco de Asís (1181-1226) Santo fundador de la Orden
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Franciscana y de una segunda orden conocida como Hermanas Clarisas, ambas
surgidas bajo la autoridad de la Iglesia Católica en la Edad Media. De ser hijo
de un rico comerciante de la ciudad en su juventud, pasó a vivir bajo la más
estricta pobreza y observancia del Evangelio. En Egipto, intentó
infructuosamente la conversión de musulmanes al cristianismo.
[100] )- Walt Whitman (18191892), Poeta norteamericano, considerado uno de
los mayores de su país. Su obra lírica, concentrada en las sucesivas ediciones
de Hojas de Hierba, ejerce su magisterio sobre gran parte de la poesía
moderna.
[101] )- Eusebio Hierónimo de Estridón o Jerónimo de Estridón (340-420),
Tradujo la Biblia del griego y el hebreo al latín. Es considerado Padre de la
Iglesia, uno de los cuatro grandes Padres Latinos. La traducción al latín de la
Biblia hecha por San Jerónimo, llamada la Vulgata, ha sido hasta la
promulgación de la Neovulgata en 1979, el texto bíblico oficial de la Iglesia
católica romana.
[102] )- Nerón Claudio César Augusto Germánico,(37-68),[1] Emperador del
Imperio Romano desde el 13 de octubre de 54 hasta su muerte el 9 de junio de
68. El reinado de Nerón se asocia comúnmente a la tiranía y la extravagancia.
Se le recuerda como implacable perseguidor de cristianos y por una serie de
ejecuciones, incluyendo la de su madre y su hermanastro Británico. Existe la
creencia generalizada de que ordenó incendiar a Roma y, mientras ardía, se
dedicó a componer versos con su lira.
[103] )- Casa de Plantagenet (también llamada Casa de Anjou): dinastía
reinante en Inglaterra entre 1154 y 1399.
[104] )- Catalina Benincasa, más conocida como Catalina de Siena, (1347–
1380) Santa co-patrona de Europa e Italia y Doctora de la Iglesia Católica.
[105] )- La Familia Cadbury, fundadora de la fábrica de chocolate del mismo
nombre se caracterizó por ocuparese de la calidad de vida de sus empleados.
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[106] )- Referencia a “Os digo que si éstos callaran, las piedras
clamarían.” (Lucas 19:40)
[107] )- Santo Tomás de Aquino (1225-1274), Filósofo y teólogo medieval.
Máximo representante de la tradición escolástica, fue también el primero que
propuso la teología natural en su forma clásica. Padre de la Escuela Tomista de
filosofía. Su trabajo más conocido es la "Summa Theologica", tratado en el cual
postula Cinco Vías para demostrar la existencia de Dios. Canonizado en 1323,
fue declarado Doctor de la Iglesia en 1567 y Patrón de las Universidades y
Centros de estudio católicos en 1880.
[108] )- Hugh Richard Heathcote (Gascoyne-)Cecil, 1er Baron de Quickswood
(1869–1956) político conservador británico, conocido como Lord Hugh Cecil
antes de 1941.
[109] )- El Hilota o Ilota era el siervo de Esparta. No hay que confundirlos con
los esclavos-mercancía, que existían además pero que eran más bien raros. El
hilotismo se halla también en otras sociedades griegas, como Tesalia, Creta o
incluso Sicilia.
[110] )- James Abbott McNeill Whistler (1834–1903) pintor británico nacido
en Norteamérica. Enemigo de sentimentalismos en la pintura, fue un
proponente del "arte por el arte mismo".
[111] )- Isis es el nombre griego de una diosa de la mitología egipcia. Su
nombre egipcio era Ast, que significa trono, representado por el jeroglífico que
portaba sobre su cabeza. Fue denominada "Gran maga", "Gran diosa madre",
"Reina de los dioses", "Fuerza fecundadora de la naturaleza", "Diosa de la
maternidad y del nacimiento".
[112] )- Originalmente una diosa frigia, Cibeles era la diosa de la Madre Tierra
que fue adorada en Anatolia desde el neolítico. Era la personificación de la
fértil tierra, una diosa de las cavernas y las montañas, murallas y fortalezas, de
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la naturaleza y los animales (especialmente leones y abejas). Su equivalente
romana era Magna Mater, la Gran Madre. Su título «Señora de los Animales»
revela sus arcaicas raíces paleolíticas. Es una deidad de vida, muerte y
resurrección.
[113] )- William Wordsworth (1770–1850) poeta romántico inglés.
[114] )- Paráfrasis del Antiguo Testamento. Cf. Libro de Job 38:11 “"Llegarás
hasta aquí y no pasarás; aquí se quebrará la soberbia de tus olas".
[115] )- Cf. Antiguo Testamento – Génesis 39:11
[116] )- “Es más fácil que un camello pase por el ojo de la aguja, que el que un
rico entre en el Reino de Dios.” Cf. Marcos 10:25
[117] )- Francis Bacon (1561–1626), conocido también por barón de Verulam,
vizconde de San Albano, canciller de Inglaterra y célebre filósofo. En 1621 fue
acusado de corrupción y maltrato a sus subordinados
[118] )- John Churchill, duque de Marlborough (1650-1722). Militar y político
inglés. Su vida abarca el reinado de cinco monarcas ingleses, entre mediados
del siglo XVII y principios del siglo XVIII. Se distinguió como general en la
Guerra de Sucesión Española. La célebre canción popular "Mambrú se fue a la
guerra" procede de una deformación de la fonética de su apellido. En 1711, fue
acusado de malversación de fondos públicos, siendo destituido como
comandante en jefe y despojado de los cargos públicos obtenidos gracias a sus
hazañas militares. Vivió en el extranjero, en un exilio que él mismo se impuso,
desde 1712 hasta 1714. Este año, tras acceder Jorge I al trono, regresó a
Inglaterra, donde le fueron restituidos todos sus honores.
[119] )- “No deseo aceptar el oficio de obispo” . Beveridge pronunció estas
palabras cuando a le ofrecieron el cargo de obispo. Según la tradición,
antiguamente se empleaba esta expresión para demostrar modestia ante un
nombramiento y sólo si el nombrado la reiteraba más de dos veces se
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consideraba que su negativa era terminante.
[120] )- Guido de Pietro da Mugello (1390-1455). Pintor italiano de principios
del Renacimiento que supo combinar la vida de fraile dominico con la de
pintor consumado. Fue llamado Angelico y también Beato por su temática
religiosa, la serenidad de sus obras y porque era un hombre de extraordinaria
devoción. Fue finalmente beatificado por Juan Pablo II en 1982 pasando a ser
el "Beato Fra Angelico".
[121] ) - La Hermandad Prerrafaelita (Pre-Raphaelite Brotherhood) fue una
asociación de pintores, poetas y críticos ingleses, fundada en 1848 en Londres
por John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Holman Hunt. La
Hermandad duró como grupo constituido apenas un lustro, pero su influencia
se dejó sentir en la pintura inglesa hasta entrado el siglo XX. Los prerrafaelitas
rechazaban el arte académico predominante en la Inglaterra del siglo XIX,
centrando sus críticas en Sir Joshua Reynolds, fundador de la Royal Academy
of Arts. Desde su punto de vista, la pintura académica imperante no hacía sino
perpetuar el manierismo de la pintura italiana posterior a Rafael y Miguel
Ángel, con composiciones elegantes pero vacuas y carentes de sinceridad. Por
esa razón, ellos propugnaban el regreso al detallismo minucioso y al luminoso
colorido de los primitivos italianos y flamencos, anteriores a Rafael (de ahí el
nombre del grupo), a los que consideraban más auténticos. Los integrantes de
la hermandad son conocidos indistintamente como «prerrafaelitas» o
«prerrafaelistas». El movimiento suele recibir el nombre de «prerrafaelismo» .
[122] )- Sir Edward Coley Burne-Jones (1833–1898) Artista y diseñador inglés
asociado con la Hermandad Prerrafaelita, y principal responsable de atraer a
los prerrafaelitas a la corriente principal del arte británico. Produjo algunas de
las más exquisitas y bellas obras de arte de la época.
[123] )- Oscar Levy (1867–1946) Médico y escritor judeo-alemán, conocido
como especialista en Nietzsche cuyas obras tradujo por primera vez al inglés.
Su vida es una paradoja de exilios y auto-exilios. Escribió sobre y en contra del
judaísmo. Influenciado por las teorías racistas de Gobineau, también admiró a
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Benjamin Disraeli.
[124] )- “Prevent us, O Lord, in all our doings....” Frase de una oración que
figura en el protocolo de la Cámara de los Lores británica.
[125] En el original todas las palabras de la frase son de una sílaba. (N. del T.)
[126] )- Por monismo se entienden todas las posturas filosóficas que sostienen
que el universo está constituido por un sólo principio o sustancia primaria. Así,
según los monismos materialistas, todo se reduce, en última instancia, a
materia, mientras que para los espiritualistas o para el idealismo
(especialmente, el idealismo hegeliano), ese principio único sería el espíritu.
[127] )- El Serpentine (también conocido como el Río Serpentine) es un lago en
el Hyde Park de Londres, creado en 1730.
[128] )- Barrio suburbano de Londres.
[129] )- Emanuel Swedenborg (1688-1772). Científico, filósofo, místico y
teólogo sueco. Después de una carrera como científico e inventor, entró a una
fase mística a los 56 años. Culminó afirmando que el Señor le había
encomendado escribir una doctrina divina destinada a reformar al
cristianismo. Sostuvo que Dios le había permitido visitar el cielo y el infierno, y
hablar con ángeles, demonios y otros espíritus. Escribió y publicó 28 obras
teológicas de las cuales la más conocida es "Cielo e Infierno" (1758). Los
swedenborgianos constituyen una forma aparte del cristianismo y consideran a
los escritos de Swedenborg como el Tercer Testamento. Por otra parte, los
escritos místicos de Swedenborg han sido utilizados también por otras
corrientes tales como los teosofistas, los alquimistas y los ocultistas.
[130] Secta de estranguladores.
[131] )- Annie Wood Besant (1847–1933) Militante feminista, activista a favor
de la independencia de Irlanda y de La India, llegando a ocupar la presidencia
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del Congreso Nacional Indio. Sucedió a Henry Olcott en la presidencia de la
Sociedad Teosófica y fue iniciada en la masonería en 1902. En 1911 se convirtió
en vicepresidenta de la Comasonería mundial y alcanzó el grado de Gran
Maestre del Consejo Supremo de la Orden Internacional de la Comasonería,
una obediencia masónica que permite la iniciación de mujeres. En 1912, junto
a Marie Russak y James Wedgwood fundó la Orden del Templo de la Rosa
Cruz inspirada en las enseñanzas del esoterismo occidental.
[132] )- Giuseppe Garibaldi (1807-1882), militar y político italiano. Se hizo
notorio históricamente, a causa de su participación en las actividades
guerreras vinculadas al proceso que finalmente produjo la unificación política
de Italia, durante el segundo y tercer cuarto del Siglo XIX.
[133])- George Nathaniel Curzon (1859–1925) Estadista conservador británico.
Fue virrey de la India y Secretario de Asuntos Exteriores.
[134] )- En el huerto, Jesús dice a Pedro, Santiago y Juan: “Vigilad y orad” (Cf.
Mc 14, 34-38).
[135] )- El unitarismo es una corriente de pensamiento teológico de origen
cristiano que afirma la unidad de Dios. En sentido genérico se ha etiquetado
así a diversas corrientes que rechazan el dogma de la Trinidad, tales como el
adopcionismo, el arrianismo, el servetismo o el socinianismo. Algunos
personajes históricos famosos con creencias unitaristas fueron Isaac Newton,
John Milton, Miguel Servet, Joseph Priestley y Ralph Waldo Emerson, entre
otros.
[136] )- Obispo de Alejandría (296-373) Intenso defensor de la divinidad
absoluta de Jesús, fue uno de los principales opositores de Arrio y su doctrina
unitaria. Participó en el Concilio de Nicea defendiendo que el Verbo de Dios
(Logos) era Dios verdadero al igual que Dios el Padre, de la misma sustancia
que Él, y por lo tanto, no fue engendrado en el tiempo, sino que siempre
existió, siendo coeterno con el Padre.
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[137] )- Cuando Dios creó al hombre, dijo: "No es bueno que el hombre esté
solo, le haré ayuda idónea para él" (Génesis 2:18)
[138] )- La Orden de la Trapa es una orden monástica católica, cuyos
miembros son popularmente conocidos como Trapenses, aunque la orden
tiene como nombre universal el de Ordo Cisterciensis Strictioris Observantiae
(Orden Cisterciense de la Estricta Observancia). Tienen como regla la de San
Benito, la cual aspiran seguir en forma muy estricta y sin lenitivos.
[139] )- Mateo 4:7
[140] )- Jesús, antes de morir en la cruz, tras varias horas de agonía y
presintiendo que su muerte, lanzó un grito terrible: "Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me has abandonado?" (Mateo 27:46; Marcos 15:34)..
[141] )- En la mitología nórdica, Ragnarök ("destino de los dioses" u "ocaso de
los dioses") es la batalla del fin del mundo. Esta batalla será supuestamente
emprendida entre los dioses, los Æsir, liderados por Odín y los Jotuns
liderados por Loki. No sólo los dioses, gigantes, y monstruos perecerán en esta
conflagración apocalíptica, sino que casi todo en el universo será destruido.
[142] )- Benjamín Disraeli (1804-1881), conocido también como conde de
Beaconsfield o lord Beaconsfield. Político, Primer Ministro y escritor inglés.
Hijo del escritor y erudito Isaac D'Israeli, Benjamín Disraeli formaba parte de
una familia tradicional judía sefardí de origen Italiano. Sus antepasados fueron
expulsados de Italia en 1492, si bien Disraeli fue bautizado como anglicano a la
edad de 13 años.
[143] )- Piccadilly es una de las principales calles de Londres que va desde
Hyde Park Corner en el Oeste hasta Piccadilly Circus en el Este.
[144] )- Sir Oliver Joseph Lodge (1851-1940), Físico y escritor, desarrollador de
la telegrafía sin hilos. Fue la primera persona en transmitir una señal de radio
(en 1894, un año antes que Guillermo Marconi hiciera lo propio), y recibió
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reconocimiento internacional por su trabajo.
[145] )- Cayo Valerio Catulo - Caius Valerius Catullus - (87 AJC – 54 AJC)
poeta latino cuya originalidad consiste en haber sido el primero en haber
iniciado la elegía romana con sus rasgos específicos de subjetividad,
autobiografía e intimidad. Carl Orff, músico alemán, que puso música a
algunos de los versos encontrados en la abadía de Bura Sancti Benedicti
(Carmina Burana), también puso música a los Catulli Carmina, añadiendo un
prólogo y un epílogo de su propia creación.
[146] )- Teócrito (310 AJC-260 AJC.). Poeta griego fundador de la poesía
bucólica o pastoril y uno de los más importantes del Helenismo.
[147] )- Epicuro (341 AJC-270 AJC.) Filósofo griego, fundador de la escuela a
la que le dio el nombre de Los Jardines.
[148] )- Giotto di Bondone (1267?-1337). Notable pintor, escultor y arquitecto
italiano del Trecento. Se lo considera el primer artista de los muchos que
contribuyeron a la creación del Renacimiento italiano. Pintó
fundamentalmente temas religiosos llenos de vitalidad.
[149] )- Eurípides (480 AJC-406 AJC.), Uno de los tres grandes poetas trágicos
griegos antiguos, junto con Esquilo y Sófocles.
AG.K. Chesterton: Ortodoxiautor y título
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