LA INVESTIGACIÓN FILOSÓFICA EN LA UNAM: LOS AÑOS OCHENTA Cesáreo Morales Facultad de Filosofía y Letras Hace ocho años, en ocasión del Tercer Coloquio Nacional de Filosofía que tuvo lugar en Puebla, hice "Una reseña crítica" de los diversos trabajos que ahí se presentaron.1 En alguna medida, esa visión de conjunto puede servir de referencia al intento de dar cuenta de la investigación filosófica en la UNAM durante los años ochenta. Delimitada así en el tiempo, se podrán identificar mejor los nuevos problemas que han aparecido en el campo y, eventualmente, sus tendencias y corrientes afines; sus temas obsesivos y sus rupturas; los dispositivos o estrategias conceptuales; las junturas que unen lo metateórico y, en general, el trabajo de reconstrucción racional con las teorías de todo género y, así, con la acción y experiencia de los hombres: aquí y ahora, en este México de la crisis económica y de las demandas urgentes de democratización; en estos tiempos de transición que vive el mundo hacia modos distintos de regulación económica, de configuraciones inéditas de la política y de formas impensadas del vivir cotidiano. Casi es inútil aclarar, por otra parte, que no intento presentar aquí una bibliografía: sólo se trata de esbozar algunas de las "líneas de fuerza" que estructuran el campo filosófico y que representan las condiciones de posibilidad de la Filosofía en México. 1. El campo filosófico al terminar los años setenta a) La teoría de la historia Al terminar los años setenta, la investigación filosófica en la UNAM se da en cuatro grandes campos. El primero es el de la teoría de la historia. Aquí las preguntas insistentes se refieren a aspectos metodológicos y, luego, a los problemas de la causalidad y la teleología: ¿qué es una explicación científica en historia? ¿Qué es un "hecho histórico"? ¿Cuál es el motor de la historia: la intención individual, una intención colectiva concebida como suma de intenciones individuales o una relación estructural? ¿La explicación histórica ha de centrarse en el individuo o en la estructura, cualquiera que sea la forma en que se conciba esta última? Hay que reconocerlo, estas preguntas surgen inspiradas por el paradigma marxista de la explicación histórica. Hay que reconocer también, que en ese surgimiento juega un papel importante Adolfo Sánchez Vázquez, cuyo libro, La filosofía de la praxis, anima tales interrogantes desde finales de los años sesenta.2 No se crea, empero, que ellos permanecen inmutables durante tan largo tiempo: desde mediados de los setenta, Sánchez Vázquez emprende un debate implacable y riguroso con L. Althusser que, a finales de esa década, tiene como principal efecto la transformación de los presupuestos que inicialmente lo suscitaron. Eso es evidente en Ciencia y revolución. El marxismo de Althusser, en donde el propio Sánchez Vázquez, con paciencia y hasta con una simpatía intelectual inocultable, emprende una exposición crítica del althusserismo: desde su estructura conceptual misma, como se debe; clarificando sus axiomas y teoremas y mostrando sus naturales insuficiencias. Por otra parte, esta crítica insistente de Sánchez Vázquez se da en medio de una gran expansión del pensamiento althusseriano y de las reacciones intelectuales de toda índole que ella despierta. En ese ir y venir de teoremas y conceptos, de refutaciones o silencios burocráticos y de asombros de los filósofos profesionales a quienes parece peligrosa la entrada definitiva del marxismo en la academia, una nueva “forma de pensar” aparece aquí y allá en la UNAM, sobre todo en la Facultad de Filosofía, en la de Ciencias y en Ciencias Políticas. Por su carácter de estricta reconstrucción teórica, los trabajos de Althusser permitieron “ver” en el laboratorio mismo del pensamiento cómo se construyen axiomas y teoremas y rompiendo la delimitación “natural” y “profesional” de lo filosófico, convocaron a la discusión a filósofos, ciertamente, pero con igual urgencia a científicos, historiadores, antropólogos, literatos, economistas, politólogos y, colmo de la osadía, hasta a algunos actores sociales.3 El mérito del althusserismo fue el de dar muerte a Marx como profeta y al marxismo como religión. Bajo su empuje y el de otros, el marxismo se transformó, simplemente, en teoría: por tanto, como todas las teorías, en “teoría incompleta”, según la expresión del propio Althusser en su “Invitación al Debate” de Venecia. Por ello, el marxismo apareció también como un “programa de investigación” estrechamente articulado al ambicioso proyecto de repensar la cultura de la modernidad y que a finales de los años setenta habían emprendido, en el ambiente postestructuralista, Foucault, Deleuze y Derrida, Lacan, Serres, Canguilhem y Lyotard. Un proyecto que en otros ámbitos contaba, igualmente, con apoyaturas de importancia: Habermas, Eco, Negri, Cacciari, de Ventos y Rorty, por mencionar algunas de las más significativas. En ese contexto surgen distintos trabajos. Los de Carlos Pereyra, recopilados, algunos de ellos, en Configuraciones, teoría e historia;4 los de B. Echeverría, C. Pereda, Corina de Iturbe y Griselda Gutiérrez, recogidos en revistas y volúmenes colectivos. También hay que mencionar aquí los de Enrique González Rojo y los de Raúl Olmedo. Que estos dos últimos autores se ubiquen físicamente en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, es signo evidente de la fuerza epistemológica del althusserismo: sin concesiones, con criterios de demarcación discutibles y con fallas evidentes, la deriva trazada por esa corriente marxista favoreció en la UNAM una nueva concepción de interdisciplina. Otro elemento de enorme importancia que se ubica en este campo, es la reflexión analítica en torno a la intencionalidad. Von Wright representa el antecesor más inmediato que la inspira. Si Althusser produjo una modernización temática en la Facultad de Filosofía, Von Wright produjo el mismo efecto en el Instituto de Investigaciones Filosóficas. Aunque en esos momentos, por motivaciones profesionales en la Universidad Autónoma Metropolitana, fue Luis Villoro el que introdujo al segundo autor en el debate sobre la explicación histórica, haciéndolo, además, con un gesto crítico y riguroso. En su ponencia de Puebla, Luis Villoro planteó el problema en términos por demás exactos. Parece que el individuo es el agente de la historia; para explican la historia, por tanto, habría que proponer una teoría coherente de la intencionalidad; pero, no existe tal teoría. Entonces, ¿cómo explicar el lugar del individuo en la historia? Para ello, deberían de realizarse dos tareas previas a la explicación de la intencionalidad: la identificación de las estructuras simbólicas que sostienen la acción y el esclarecimiento de la configuración de los proyectos colectivos o históricos. Mientras no se cumplan esas dos condiciones, pretender que explican la intencionalidad del individuo es explicar los hechos históricos, es cerrarse todos los caminos que podrían llevar a una comprensión racional de las decisiones humanas en el ámbito público. Un tercer elemento, de larga tradición, se ubica también en este primer campo: la filosofía latino americana. Su representante incuestionable es Leopoldo Zea.5 Le sigue, sin duda, Abelardo Villegas.6 En mi opinión, no se trata simplemente, como algunos pretenden, de trabajos clásicos sobre “la historia de las ideas”. La filosofía latinoamericana, para estos dos autores, es mucho más. Zea, bajo la inspiración de José Gaos y Villegas con múltiples influencias, buscan la forma filosófica de la política y la historia latinoamericanas: al final de cuentas, la estructura en tensión y en movimiento de la cultura. ¿Cómo piensan la historia los latinoamericanos? ¿Desde qué condiciones? ¿Cómo, desde el pensamiento, surge la práxis? Y esta última, ¿cómo vuelve a ser pensada? Se va conformando, así, una especie de hegelianismo crítico, antimetafísico y muy cuidadoso ante cualquier teleologismo: no hay determinaciones directas entre razón y acción, entre cultura y política, sino sólo posibilidades múltiples que representan, precisamente, las condiciones inmediatas de la acción. En alguna medida, la filosofía de la liberación latinoamericana, intenta dar respuesta a esas preguntas.7 Este campo, con estos tres elementos o tendencias fundamentales, aparece como un pequeño mar agitado. Por lo menos en 1979, en Puebla, así se presentaba: las críticas eran corteses pero implacables; se sugerían nuevos problemas y para pensar éstos se proponían conceptos más ajustados. Así sucedió en el Simposio Internacional de Filosofía del Instituto de Investigaciones Filosóficas, celebrado del 25 al 29 de agosto de 1980, sobre todo en la sesión dedicada a la Filosofía de la Praxis. Quizás, de mayor significación todavía, fueron las discusiones que se dieron durante el “Primer Simposio de Profesores del Colegio de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras”, que tuvo lugar en octubre de 1980. Los títulos de las conferencias magistrales que ahí se dictaron hablan por sí mismos: Leopoldo Zea: “El sentido de la historia y América Latina”; Eduardo Nicol: “La ciencia de la historia y la historicidad de la ciencia”; Adolfo Sánchez Vázquez: “Reconsideración de la explicación histórico-teleológica”; Abelardo Villegas: “Valoraciones en historia”. Un campo, pues, en efervescencia: La causaban, ciertamente, los conceptos, pero, más todavía, las urgencias de la realidad. Estas, al final de cuentas, van a inducir en el durante los años posteriores un reordenamiento de temas y problemas: lo que indica que es un campo sostenido por una atención intelectual extrema y por un pensamiento abierto, flexible y lejos de toda rutina, por lo menos de las más evidentes, como serian las que se originan en la reiteración o defensa de la realidad existente. b) La metafísica El segundo campo de las investigaciones filosóficas en la UNAM es el de la metafísica. Enorme y múltiple, se ocupa, precisamente, de la reflexión: vuelta del pensamiento sobre si mismo, indagación de las formas y los modos en que la mente puede hacer esto y construcción de los modelos del pensar. Pensar el pensamiento o repensarlo: ésa es la tarea de la metafísica. De ahí, también las diferentes obligaciones que a ella se le han asignado: encontrar los últimos fundamentos del pensar o, simplemente, las condiciones de éste. Aunque todavía, aquí y allá, abierta o embozadamente, subsiste el primer proyecto, prácticamente desde Kant apareció ya como imposible: no hay fundamento (ultimo del pensar, sólo hay condiciones en las que éste se da, por tanto, los productos del pensamiento no son válidos por su origen sino porque contrastados entre ellos mismos, algunos aparecen racionalmente más satisfactorios y porque otros producen mejores resultados en eso que llamamos “lo real”. En este campo destaca, por su obra y su perfil humano, Eduardo Nicol. Autor de innumerables libros, pensador infatigable, a finales de los años setenta concentra su atención en dos temas nuevos y eternos a la vez: la idea del hombre y el carácter de la filosofía.8 Como en las épocas clásicas, hombre de innumerables discípulos, en este periodo destaca entre ellos Juliana González, quien, precisamente, analizó minuciosamente la obra de Nicol en su tesis de doctorado. Una segunda familia metafísica se remonta a José Gaos. A ella pertenecen Luis Villoro, Fernando Salmerón, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez Macgregor y Alejandro Rossi. Sin embargo, en este tiempo los caminos de todos ellos han tomado ya rumbos distintos. Luis Villoro acaba de hacer una revisión de la fenomenología hursserliana.9 Fernando Salmerón publica un riguroso trabajo acerca de la relación entre filosofía y actitudes morales.10 Alejandro Rossi se ocupa de la filosofía del lenguaje.11 Joaquín Sánchez Macgregor estudia la relación entre filosofía y semiótica y Ricardo Guerra continúa sus trabajos sobre Hegel y Marx. Emparentado con esta familia, aunque siguiendo un camino singular, se encuentra Ramón Xirau con una obra ya clásica en cuanto a las relaciones entre filosofía, lenguaje y poesía.12 Otros trabajos que se publican en este campo se agrupan en torno a tres temas. El de la ética, destacando los nombres de Graciela Hierro, Ute Schmidt, Alberto Constante y Mercedes Garzón. El de la filosofía del lenguaje, en donde hay que mencionar a Antonio Robles, Enrique Villanueva y Raúl Quesada.13 El de la historia de la filosofía, con nombres como el de Manuel Cabrera, Bernabé Navarro, Hugo Padilla, Maria Rosa Palazón, José Ignacio Palencia, Laura Benítez, Margarita Vera y Cesáreo Morales.14 Finalmente, algunos trabajos se refieren a la filosofía de la mente, como los de Margarita Valdés, Salma Saab y Olbeth Hansberg. El campo metafísico tiene, pues, aristas múltiples. Bajo la presión de algunas de éstas, como la lingüística y la teoría del discurso, el desarrollo de la lógica y de la filosofía del lenguaje, los temas que lo articulan se transforman, desaparecen o reaparecen bajo formas distintas y bajo otras condiciones, se dispersan y se reagrupan nuevamente. También aquí todo parece listo para que, al comenzar los años ochenta, el campo se rearticule completamente, respondiendo a las nuevas condiciones en que se produce el conocimiento. c) Epistemología e historia de las ciencias Eli de Gortari fue un pionero en el campo de la filosofía e historia de las ciencias. Sus trabajos sobre la historia de la ciencia y la tecnología en México son notables y los publicados sobre lógica se convierten, a finales de los años setenta, en una reflexión metodológica.15 Al lado de él en la Facultad de Filosofía, Hugo Padilla también abría el camino en lo tocante a la filosofía de la ciencia. Wonfilio Trejo, retomando la filosofía analítica clásica, adelantaba la discusión con todos los paradigmas deductivistas.16 En la segunda mitad de los setenta, la estancia de Mario Bunge consolidó el trabajo que se realizaba en torno a este tema. A partir de entonces se generalizaron las discusiones sobre los paradigmas dominantes en este horizonte: Popper, Kuhn, Rescher y, gracias a la presencia de Ulises Moulines, Sneed. Mario Otero tuvo el mérito de hacer un primer balance de algunos de ellos.17 Margarita Ponce trabaja temas específicos de filosofía de la biología. Elia Nathan proponía una visión integrada de la historia de la filosofía y de la historia de la ciencia. Desde otro punto de vista, Jaime Labastida analizaba, igualmente, ambas historias. Desde algunas teorías empíricas en ciencias naturales o desde las matemáticas, inspirados por los trabajos de Althusser y, luego, de Foucault, Canguilhem y Lecourt, matemáticos y biólogos de la Facultad de Ciencias, intentaban otro camino: más allá de las reconstrucciones lógicas propuestas por los paradigmas dominantes, buscaban la reconstrucción de lo que Foucault llama el a priori histórico de un programa de investigación. Encabezaban el grupo Santiago Ramírez y Alejandro Álvarez. Dos volúmenes publicados intentaron abrir a la discusión pública algunos de los nuevos problemas.18 Revistas sostenidas únicamente a base de esfuerzos personales, como Episteme, pretendían dar profundidad y consistencia al debate que se iniciaba. También aquí comenzó a prosperar la interdisciplina, como lo muestran algunos de los trabajos de Tomás Brody y Luis de la Peña. En general, en este campo se asistía apenas a los primeros esfuerzos por estructurarlo y darle presencia. El empeño debía ser mayor, pues, por lo menos durante las tres décadas anteriores, la reacción antipositivista, claramente de corte metafísico, sin proponer otras alternativas había cancelado las posibilidades de desarrollo de la filosofía y la historia de las ciencias. Al terminar los años setenta se daban apenas los primeros pasos para sacar a la filosofía del marasmo en que se encontraba en este campo. Aquí, cualquier avance era significativo y el reto que se presentaba parecía modesto: consolidar lo logrado. d) La teoría de las ideologías: una filosofía de las ciencias sociales En esos años, parecía que apenas comenzaba a dibujarse el mundo nuevo que abre el concepto de ideología propuesto por Marx: considerando únicamente ese mérito, L. Novak, el filósofo polaco de Poznan Sutides llama a Marx, “el Galileo de las ciencias sociales”. De hecho, en México, la teoría de las ideologías presentaba dos grandes vertientes. Una, ocupada en dilucidar su campo conceptual, inspirada sobre todo por los trabajos de Althusser. Otra, dedicada al mismo tiempo al análisis y reconstrucción de teorías en ciencias sociales incluida la propia teoría de las ideologías y la articulación de ésta a una estructura conceptual más amplia: La de El Capital de Marx. Esas dos vertientes aparecieron con claridad en el Coloquio de Puebla. Gabriel Vargas partió de la Ideología alemana y de algunos pasajes de El Capital para proponer una teoría del fetichismo que evitara, sin embargo, los riesgos de una metafísica naturalista. Mariflor Aguilar hizo una anatomía rigurosa de algunos de los planteamientos iniciales de Luis Althusser. Fernando Danel analizó las ideologías de las crisis económicas, tal como aparecen en ciertas teorías económicas. Cesáreo Morales propuso una articulación del concepto de ideología con la estructura teórica general de El Capital, partiendo de la propuesta hecha por G. Duménil. En otra dirección, Mauricio Beuchot planteó el interesante problema de la relación entre semiótica y filosofía de la conciencia. Otros trabajos se dedicaron al análisis de ideologías específicas: José Luis Balcárcel se ocupó de la ideología sandinista; Miguel Kolteniuk hizo un inventario de las definiciones de conciencia desde diferentes perspectivas; desde la posición heideggeriana, Fausto Hernández planteó el problema de la conciencia como la realidad del ser en el mundo del hombre. En este campo hay que citar, igualmente, los trabajos de Alberto Híjar sobre el carácter de la filosofía; los de Silvia Durán sobre la estética; los de Rafael Moreno sobre filosofía de la educación; los de Rodolfo Cortés sobre la dialéctica y los de Rosa Krauze sobre la investigación filosófica. Los de Sergio Pérez sobre ideología y lenguaje. Naturalmente, el problema de la ideología remite directamente a la cuestión de la naturaleza de la filosofía: ¿qué estatuto posee ese gesto reflexivo del pensamiento? Distintos trabajos, consignados en las revistas Thesis de la Faculta de Filosofía y Letras y Dialéctica de la Universidad de Puebla, enfrentan ese problema. El campo, sin embargo, no se agota en la caracterización del gesto filosófico: se desarrolla y multiplica sus problemas al ocuparse de la estructura conceptual de las teorías empíricas en ciencias sociales.19 Esos son los cuatro campos ocupados por la investigación filosófica en la UNAM. En ellos, a pesar de la diversidad de los temas, hay ciertos rasgos comunes, apenas dibujados en ocasiones pero, en cualquier caso, cargados de promesas. En primer lugar, los cuatro campos están animados por ciertos puntos de tensión “amenazantes”: desde ellos, los nuevos problemas, los callejones sin salida y las mismas inconsistencias teóricas, empujan hacia una reorganización total o parcial del campo, hecho al que asistiremos en los años ochenta. Luego, también en todos ellos, desaparece la figura del filósofo seguro de lo que hace: el filósofo de la física ha de trabajar “realmente” teorías físicas; el filósofo del lenguaje se convierte en lingüista; el de la economía, en economista; el de la política, en politólogo; los metafísicos pierden, igualmente, sus puntos de referencia, pues hasta el lenguaje, su última referencia, se vuelve huidizo, estructura llena de riesgos, laberíntica. En tercer lugar, casi en todos los campos se da naturalmente la interdisciplina: no como empresa confusa sino como mirada epistemológica múltiple y complejamente interrelacionada. Por último, también en todos ellos, la articulación de unos paradigmas con otros promete reconfiguraciones inéditas del campo, la desaparición de ciertas diferencias y oposiciones y la aparición de otras. Menciono solamente algunos ejemplos: la articulación de Wittgestein y Foucault; la política y el poder vistos desde el lenguaje; la borradura de la distinción entre humanidades y ciencias; las nuevas consideraciones sobre el sujeto y la conciencia. Los años ochenta, pues, se vislumbran prometedores. En el campo de “lo real”, implicado siempre en el del pensamiento, aparecen igualmente demandas inéditas: el conocimiento se relaciona casi directamente con los procesos productivos; las regulaciones de la convivencia social comienzan a cambiar; se redefinen las dimensiones de lo público y lo privado; una revolución individualista avanza incontenible; la cultura se reorganiza. Parece que la época moderna, sin generalizaciones pero también sin aceptar las excusas del “subdesarrollo” o del “retraso”, alcanza puntos límites: la economía, la política y el pensamiento no pueden ser ya la simple continuación de la modernidad iniciada en el siglo XVII y hecha forma cultural apenas el siglo pasado. Comienza, así, una transición. ¿Hacia qué? No lo sabemos. Por lo pronto, parece, se trata únicamente de tener conciencia de que una época termina. ¿En qué medida la filosofía, en la UNAM, se ha dado cuenta de ello? 2. El campo filosófico en los años ochenta a) Revistas y publicaciones Para la Facultad de Filosofía y Letras, el Informe Anual de la UNAM registra anualmente, desde 1980, un promedio de 150 trabajos filosóficos publicados en diferentes editoriales y revistas, incluidas las de la propia Universidad. Se trata de trabajos de todo género: libros, artículos, ensayos, traducciones, prólogos, reseñas, ponencias y replicas en congresos y seminarios. Algunos años, esa cifra incluye las tesis de maestría y doctorado presentadas en examen profesional: entre 7 y 10 de maestría como promedio anual y 3 de doctorado. En la Facultad de Filosofía, sin embargo, la tendencia, por lo menos hasta ahora, es la de publicar fuera de la Universidad. Varias razones llevan a esto: la carencia de una revista especializada en filosofía, la discontinuidad de los proyectos, la “escolarización” de algunas colecciones acaparadas por tesis de maestría y doctorado, aunque destacadas académicamente no dejan de ser repetitivas y hasta poco interesantes y, finalmente, la inexistente distribución de lo publicado. Ninguno de estos problemas se puede superar fácilmente. La existencia de una revista especializada en filosofía, por ejemplo, no sólo requeriría de recursos financieros adicionales que difícilmente se consiguen a la hora actual, sino que, además, representaría una duplicación frente a Crítica, la revista del Instituto de Investigaciones Filosóficas. Aunque en otras Facultades e Institutos tal duplicación exista, la existencia de una segunda revista filosófica no soluciona los problemas de la Facultad de Filosofía que alberga otras 13 licenciaturas y especialidades distintas, lo que exigiría, casi, una revista para cada especialidad. De 1978 a 1982 existió Thesis que reanudaba la tradición de la Revista de la Facultad de Filosofía y Letras. Algunos de sus números dan una idea de la investigación filosófica llevada a cabo en la Facultad. De 1982 a 1986, la revista dejó de publicarse. Seguramente, a partir de 1988, la Facultad de Filosofía y Letras contará nuevamente con su revista. En cuanto a publicaciones existen las colecciones de opúsculos y seminarios, cuya función principal por el momento es la de proporcionar materiales de apoyo a la docencia. Otros textos pertenecen a la historia de la filosofía o son clásicos nacionales, como el de Leopoldo Zea: América como conciencia. Apenas se inician las publicaciones sobre temas nuevos, por ejemplo, Etica y feminismo, de Graciela Hierro. Actualmente han comenzado a publicarse Notas de Investigación y Cuadernos de Posgrado. En el Instituto de Investigaciones Filosóficas, en lo que toca al número de publicaciones, las cifras son un poco superiores: alrededor de 200 trabajos publicados, anualmente, entre artículos, libros, reseñas, traducciones, ponencias y réplicas en seminarios, congresos o simposia. A diferencia de la Facultad de Filosofía, aquí el mayor número de publicaciones se hace en revistas o ediciones de la UNAM. En la revista Crítica resaltan los trabajos de León Olive sobre algunos conceptos claves de la filosofía de la ciencia, los de Raúl Orayen sobre deducibilidad, los de Mauricio Beuchot sobre historia de la lógica y la semántica y algunos de Enrique Villanueva sobre temas clásicos de filosofía del lenguaje. En el fondo de publicaciones hay que destacar distintas colecciones. La de “Estudios Clásicos” se consagra a traducciones de obras clásicas de la historia de la filosofía. La de “Filosofía Contemporánea” se integra con traducciones de obras contemporáneas significativas y con algunos trabajos de los propios investigadores del Instituto. La “Nueva Biblioteca Mexicana” está consagrada a la historia de la filosofía en México. La colección “Cuadernos” y la de “Cuadernos de Critica” recogen trabajos recientes del contexto filosófico internacional, obras clásicas difíciles de encontrar y algunos trabajos de los propios investigadores sobre historia de la filosofía. Finalmente, Dianoia ofrece un panorama general del trabajo que se realiza en el Instituto.20 b) La desaparición de los antiguos campos de investigación Durante los años ochenta, los nombres consagrados en el campo de la filosofía han consolidado su presencia en el tema del que se ocupaban ya durante los años setenta. La generación siguiente, sin embargo, se ha movido rápidamente hacia temas distintos: prácticamente han desaparecido los cuatro grandes campos alrededor de los cuales agrupo las investigaciones filosóficas realizadas en la década pasada. Desde 1980, el anuario del Colegio de Filosofía, Teoría, refleja esa nueva situación. Entre 1983 y 1986 los cambios de temas son ya evidentes. Juliana González publica su libro sobre Freud.21 GracieIa Hierro indaga las relaciones de la ética con el feminismo. Carlos Pereyra se convierte en teórico de la sociedad civil y de la democracia. Cesáreo Morales se ocupa de economía y relaciones internacionales. Juan José Saldaña reinaugura los estudios de historia de la ciencia en México y América Latina. León Olivé indaga las relaciones entre conocimiento y sociedad.22 Corina de Iturbe y Luis Aguilar Villanueva se instalan en el campo de la filosofía política. Raúl Quesada y Carlos Pereda se dedican a la teoría de la argumentación. Nora Rabotnikof y Paulette Dieterlen analizan las teorías políticas actuales. Enrique Dussel redescubre a Marx. Horacio Cerutti cuestiona algunos aspectos del latinoamericanismo. Mariflor Aguilar y Griselda Gutiérrez exploran nuevos temas sobre el sujeto: sujetos en proceso, sujeto y lenguaje, sujetos de la política. Sergio Pérez analiza las relaciones entre mitos y lenguaje. Alejandro Tomasini vuelve a pensar algunos problemas de la filosofía del lenguaje. En 1983 se funda el Círculo de Epistemología. Iniciativa múltiple, en él ocupan un lugar de importancia Santiago Ramírez y Alejandro Álvarez: consolidan lo logrado y abren caminos en otras direcciones. Durante dos años, el Circulo promueve la discusión de temas nuevos: reconstrucción de teorías en ciencias sociales, la filosofía como estrategia racional metateórica, las políticas de la razón, las máscaras del sujeto, la reconsideración de la filosofía de las matemáticas y de la lógica y los diferentes problemas surgidos en torno a la llamada “posmodernidad”. Sobre todo en la Facultad de Filosofía, una nueva generación se acerca al Círculo de Epistemología: ahí discute acerca de la invención de lo político, como Gerardo de la Fuente, quien ha publicado ya algunos trabajos, o sobre los nuevos sujetos de la política y las formas actuales de subjetivización, como Ana Maria Martínez de la Escalera. Este cambio de temas se aprecia claramente en los artículos y ensayos publicados por los profesores e investigadores antes mencionados. Es lo que muestra el volumen colectivo, Praxis y filosofía, en homenaje a Sánchez Vázquez y editado por Juliana González, Carlos Pereyra y Gabriel Vargas Lozano.23 En él está ya presente uno de los temas más sorpresivos que acompaña a las visiones teóricas de la posmodernidad: la “vuelta del marxismo”. En el campo renovado de la metafísica, el volumen de homenaje a Eduardo Nicol, actualmente en preparación, nos prepara, igualmente, muchas sorpresas. Aquí y allá, los nuevos temas y las discusiones que así se generan, inyectan una benéfica tensión al campo filosófico. Es lo que sucede con algunas de las publicaciones del Instituto de Investigaciones Filosóficas durante 1986: las cuestiones sobre la democracia, los problemas de la racionalidad, la filosofía de la tecnología y los aspectos renovados de la ética, como por ejemplo, la relación entre deseo y acción. Todo indica, pues, que literalmente la investigación filosófica está abandonando los cubículos para establecer una relación más estrecha con la experiencia social. Significativos, en este sentido, son los nombres de profesores e investigad ores que colaboran regularmente en la prensa nacional: Leopoldo Zea, Abelardo Villegas, Carlos Pereyra, Cesáreo Morales, Griselda Gutiérrez, Mariflor Aguilar, Gerardo de la Fuente, Luis Aguilar Villanueva y Jaime Labastida. En un tiempo se consideraba que un “filósofo” se dedicaba al periodismo a pesar de ser filósofo: ahora lo hace, precisamente, por ser “filósofo”. Subsisten, ciertamente, las investigaciones clásicas, empero, aun ellas comienzan a realizarse con otra sensibilidad. Se asiste, así, a una reinserción social de la filosofía: se establecen nuevas relaciones ya no sólo con la distintas teorías sino, igualmente, con los distintos aspectos de la experiencia social, ahora, en acelerado proceso de reorganización. Una de las consecuencias de esto es la pérdida acelerada de la identidad del filósofo: fenómeno positivo del que únicamente se duelen los amantes de la inercia y los obsesionados por la “escolarización” del conocimiento. Al perder su identidad tradicional que lo consagraba como “guardián de la verdad”, el filósofo se convierte, simplemente, en ciudadano. Y la filosofía como teoría de la verdad, a su vez, tiene que reconocer que sólo podría sobrevivir si se transforma en una teoría de y para la democracia. Esto, no necesariamente en forma directa, sino en la aceptación de las diferentes estructuras de racionalidad que regulan los proyectos de convivencia: conocimiento técnicocientífico, teorías económicas y políticas, religiones, mitos y utopías. c) Las nuevas tendencias La aparición masiva de la nueva tecnología reorganiza el campo del conocimiento. Las “máquinas pensantes” imprimen ahí una tendencia integradora cuyos primeros efectos están ante nuestra vista: la investigación básica multiplica sus puntos de contacto con la aplicada; científicos y tecnólogos colaboran más estrechamente; se acortan rápidamente los tiempos de aplicación del conocimiento básico; los procesos de computarización absorben sistemas lógicos y las distintas dimensiones de lo real se ordenan como lenguajes. Al mismo tiempo, las determinaciones lineales tienen que ser sustituidas por una multiplicidad de códigos complejamente interrelacionados. Se configuran, así, los nuevos campos de lo real. El viejo sueño de un objeto teórico para cada ciencia se revela como un anacronismo sin sentido. En lugar de disciplinas separadas, el conocimiento se organiza cada vez más en campos o dominios complejos. Las ciencias sociales siguen este movimiento, convirtiéndose en teoría de decisiones, teorías de la racionalidad o teorías de la acción. No se trata de una moda: el mismo movimiento de complejidad del conocimiento las empuja a esa transformación. En el movimiento integrador, también las ciencias sociales aumentan sus puntos de encuentro con las otras disciplinas. La teoría de decisiones o las teorías de la acción pueden ser tan decisivas para el aumento de la productividad de una empresa como lo es su modernización tecnológica. En este movimiento de integración creciente, producir conocimientos en algún campo determinado requiere la utilización de lenguajes múltiples. Sólo en cierto sentido se puede hablar aquí de interdisciplina y, en todo caso, se trata de algo distinto a lo propuesto por la pedagogía de los años setenta y que certeramente Althusser calificó de “mescolanza ideológica”. Estamos ahora ante una nueva sensibilidad, en cierto modo ante una nueva forma de producción del conocimiento. La nueva manera de conocer es una racionalidad compleja que surge reconociendo que la construcción de una teoría, un concepto o un artefacto ideológico, es el resultado de un largo proceso de interacciones múltiples entre las distintas formas de pensar la realidad: un proceso de saturaciones y desaturaciones racionales, como diría Foucault, o de territorialización y desterritorialización, según Deleuze. La integración del conocimiento sufre una tensión. Su origen se encuentra en el choque producido por dos formas opuestas de inserción social de ese conocimiento. La primera se manifiesta literalmente en la expresión del presidente Reagan durante su “Informe a la Nación” de este año: “El liderazgo de Estados Unidos en el siglo venidero está supeditado a la alta tecnología”. Se entiende, entonces, el propósito norteamericano de convertir la más mínima información en mercancía: “los norteamericanos no seguiremos pensando gratuitamente para los demás”, había dicho el mismo Reagan el año pasado, unos días antes de la reunión del GATT en Punta del Este. Se entiende, también, la insistencia norteamericana por liberar el mercado: se destrabaría, así, el mecanismo del ejercicio del poder hegemónico. El conocimiento se convierte, pues, en un instrumento concentrador del poder. Desde su ámbito se divide el mundo: ahora la división internacional del saber es el punto de partida de la desigualdad. J. P. Chevenement, primero Secretario de la Investigación y, luego, Ministro de Educación en el pasado gobierno socialista francés, vio esto último con claridad cuando dijo: “De aquí en adelante, la soberanía de nuestros países depende de su capacidad para producir nuevos conocimientos”. En esencia, esa es la expresión que define la segunda forma de inserción social del conocimiento: producir nuevos conocimientos para aumentar la productividad social de la nación. Para la universidad esto implica, en primer lugar, producir el conocimiento, democratizándolo: hacerlo circular en sectores cada vez más amplios, renovarlo constantemente, vincularlo a los procesos productivos. En segundo, liberar hacia la sociedad la fuerza democratizadora inmanente al propio conocimiento. El choque entre esas dos formas de inserción social del conocimiento produce la tensión que empuja el proceso actual de “reconversión filosófica”. Una tensión que plantea un dilema: observar distraídamente la nueva desigualdad producida por las diferencias en el conocimiento, defendiendo la vieja forma gremialista de hacer filosofía, incapaz de vincularse efectivamente con la sociedad, o dar los primeros pasos hacia otro modo de reinserción social del conocimiento. Felizmente, hay signos evidentes de que caminamos hacia la segunda opción: comienzan, así, a dibujarse nuevos campos de investigación filosófica. Menciono, como hipótesis, los que presentan ya los rasgos más claros: 1) Los problemas de la democracia. 2) Lenguajes y poderes. 3) La reorganización del conocimiento: crítica de la teoría de la verdad y reconsideración del papel de la lógica en relación con las “máquinas pensantes”. 4) Refundación de las ciencias sociales. Distintos trabajos publicados en 1986 confirman la existencia de las tendencias señaladas. Los trabajos en preparación miran, igualmente, hacia ese horizonte. Se avanza, entonces, hacia otras formas de hacer filosofía: si tiene éxito este nuevo programa de investigación, la Facultad de Filosofía y el Instituto de Investigaciones Filosóficas habrán contribuido al nacimiento de una nueva forma de pensar. Notas 1 Boletín (Asociación Filosófica de México), no. 1, enero de 1981, p. 7-12. 2 Grijalbo, México, D. F., 1967. 3 Para más detalles sobre este “pequeño ambiente cultural”, ver: C. Morales, “El althusserismo en México”, Dialéctica, vol VIII, no. 14-15. marzo 1984, p. 173-184. 4 EDICOL, México, 1979. 5 De la época analizada hay que citar El pensamiento latinoamericano, Seix Barral, México, 1976; Dialéctica de la conciencia americana, Edit. Mexicana, México, 1976 y Filosofía de la historia americana, FCE, México, 1979. 6 Cultura y Política en América Latina, Extemporáneos, México, 1978. 7 Enrique Dussel, Introducción a la filosofía de la liberación latinoamericana, Extemporáneos, México, 1977. 8 La idea del hombre, FCE, México, 1977; El porvenir de la filosofía, FCE, México, 1978; La reforma de la filosofía, FCE, México, 1980. 9 Estudios sobre Husserl, UNAM, México, 1975. 10 La filosofía y las actitudes morales, Siglo XXI, México, 1971. 11 Lenguaje y significado, Siglo XXI, México, 1969. 12 Palabra y silencio, Siglo XXI, México, 1971; Mito y poesía, UNAM, México, 1974. 13 Enrique Villanueva (edit.), El argumento del lenguaje privado, UNAM, México, 1979. 14 Ver, de Gabriel Vargas, “Bibliografía filosófica mexicana de los últimos 12 años”, Boletín (Asociación Filosófica de México), no. 1, enero 1981. p. 19-22. 15 La metodología: una discusión, Edit. AUNL, México, 1976. 16 Filosofía y ciencia, ANUIES, México, 1977. 17 La filosofía de la ciencia hoy: dos aproximaciones, UNAM, México, 1977. 18 Filosofía, ciencia y política, Nueva Imagen, México, 1980; El silencio del saber, Nueva Imagen, México, 1980. 19 Ver: Ideología, teoría y política en el pensamiento de Marx, Gabriel Vargas (edit.), Edit. ICUAP, México, 1980. 20 Agradezco a la Coordinación de Humanidades, a Corina de Yturbe y a Ana Maria Martínez de la Escalera la información que me proporcionaban para elaborar esta parte del trabajo. 21 El malestar en la moral, Mortiz, México, 1986. 22 Explicación social del conocimiento, León Olivé (edit.), UNAM, México, 1985. 23 Grijalbo, México, 1985.