irrupción de carisma secular y el proceso moderno. algunas

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IRRUPCIÓN DE CARISMA SECULAR
Y EL PROCESO MODERNO.
ALGUNAS REFLEXIONES DE HISTORIA
CONCEPTUAL APLICADAS AL PROCESO ESPAÑOL
José Luis Villacañas Berlanga
Universidad de Murcia
1. Sattelzeit y teoría de la modernidad. Hablaré de tres temas: primero, defenderé que la historia conceptual incluye una teoría de la modernidad; segundo, mostraré que esta teoría de la modernidad, con su experiencia del tiempos histórico y sus cambios en la semántica de los conceptos
políticos, se puede traducir a términos weberianos y, más específicamente, siguiendo la tesis de Stefan Breuer en Bürokatrie und Charisma,1 en
términos de irrupciones carismáticas de potencias secularizadas necesitadas de un auxilio racionalizador ingente. En tercer lugar, mostraré el juego de estas categorías en el caso de la modernidad española.
No se puede dudar que la historia conceptual está interesada de alguna manera en la descripción de algunos rasgos específicos del proceso moderno. Apenas podemos describir mejor lo que se encierra detrás
de la expresión Sattelzeit que reconociendo su pretensión de identificar
lo propio en el tránsito del Antiguo Régimen a la situación moderna.2
Lo peculiar de la historia conceptual, tal y como ha sido desplegada en
los diferentes trabajos teóricos de Koselleck, reside en que, abandonando
1 Bürokratie und Carisma. Zur politischen Soziologie Max Webers, WbG, Darmstadt,
1994. Cf. Mi reseña comentario en Debats, 1996, ns.57-58, pp. 97-116, con el título de»
Max Weber y la democracia».
2 Para el sentido general de la Historia de los Conceptos, cf. número monográfico dedicado a ella en RES PUBLICA, Revista para la historia y el presente de los conceptos políticos, vol. 1. 1998, con trabajos de G. Duso, S. Chignola, J. L. Villacañas, F. Oncina,
M. Vázquez, etcétera. Una nueva revisión de esta aproximación está en prensa en el número 11 de RES PUBLICA. El lector encontrará una abundante bibliografía en Sandro Chignola, «Historia de los conceptos, historia constitucional, filosofía política. Sobre el problema del léxico político moderno», artículo incluido en este último volumen.
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cualquier indicador de contenido, se ha especializado en identificar la
forma de la experiencia moderna. Esta forma tiene que ver con una
transformación general de la semántica de todas aquellas palabras que
servían para referirse al cosmos histórico. De esta manea, Koselleck ha
negado a su discurso el estatuto de una teoría. Sin duda, este cambio de
estrategia concede a la historia conceptual su potencia hermenéutica
más característica. Frente a otro tipo de diagnósticos teóricos, que juegan con la identidad entre modernidad y determinados valores positivos
—p.e. modernidad y lucha de clases, modernidad y democratización,
modernidad y técnica, modernidad y nación, modernidad y racionalización— la historia conceptual se ha especializado en describir una experiencia que caracterizaría a la forma del vivir histórico propia de la
modernidad tal y como se desprende de las principales transformaciones semánticas. Como es conocido, esta nueva experiencia semántica
tiene que ver con un nuevo esquema del tiempo histórico. A la hora de
elaborar esta experiencia del tiempo histórico específicamente moderno, la historia conceptual conecta con intereses filosóficos generales y,
en cierto modo, introduce en su seno importantes diagnósticos de la antropología, la metafísica (sobre todo la de Heidegger), la hermenéutica3
y la crítica social, tanto de Weber como de los neohegelianos, dirigidos
por Joachin Ritter.
Esta experiencia del tiempo histórico tiene que ver con la alteración
de los parámetros temporales magistralmente definida en Futuro pasado.4 Este oximorón describe la experiencia de una aceleración sin precedentes del tiempo que reproduce los esquemas del apocalipticismo
antiguo y que sólo tiene sentido desde retóricas de aproximación vertiginosa a una situación caracterizada como reino de Dios en la tierra y sus
secularizados sustitutivos. Tal aceleración puede aproximarnos a la Iglesia de Juan del idealismo de Schelling,5 al imperio universal de Hegel, a
3 Cf. mi trabajo sobre «Hermeneutique versus Histoire Conceptuel», en las Entretiens
de Madrid, del Institut International de Philosophie. Madrid. Universidad Complutense.
17-21 de Septiembre de 2002.
4 Cf. R. KOSELLECK, Vergangene Zukunft, Zur Semantik geschichtlicher Zeiten, Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1979, luego desarrollada en R. KOSELLECK, Zeitschichten, en la
misma editorial, 2000. Con otros artículos, se puede ver la edición inglesa en R. KOSELLECK, The Practice of Conceptual History, Timing History, Spacing Concepts, Stanford
U. P. California, 2002. Algunos de estos trabajos están editados en R. KOSELLECK, Aceleración, Prognosis y Secularización, a cargo de Faustino Oncina, Pre-Textos, 2003. Para
una bibliografía reciente, cf. SEIT, Geschichte und Politik, Zum achtzigsten Geburtstag
von R. Koselleck, de J. KURUNMÄKI and K. PALONEN eds., en Univ. Of Jyväskyla, 2003.
5 Cf. Para este asunto, mi Filosofía del Idealismo Alemán, Síntesis, Madrid, 2002,
2 vols.
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la emancipación obrera, a la utopía técnica, al Reich de la raza superior.
Ninguno de estos contenidos es internamente obligatorio. Lo propiamente moderno es su presentación como aspiración escatológica que
identifica el estado definitivo de la especie humana. Como es sabido,
esta aceleración implica un desequilibrio entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa: aquel se estrecha y pierde función a
medida que el futuro deja de parecerse al pasado; el horizonte de expectativa, por su parte, se estrecha en la medida en que se concentra en
el instante previo a ser sobrepasado. Así, aceleración del tiempo y reducción de experiencia van juntas. De esta manera, se fractura la continuidad histórica, se impide la irrupción de cualquier tradicionalismo, se
valora sobre todo la novedad continua y el estar en la vanguardia, se
pierde todo sentido de lo cotidiano y se tiene necesidad de instrumentos cada vez nuevos para hacer familiar lo desconocido. Surge así la
compensación de la historia, de la hermenéutica y la función de la anticipación propia de la ciencia-ficción y los universos virtuales.
Como se ve, la historia conceptual se muestra heredera de las teorías de la secularización6 y de las teorías compensatorias de las ciencias
humanas.7 En la medida en que estos previstos estados definitivos de la
especie humana, herederos de las promesas escatológicas antiguas, se
presentan como instancias de salvación en un mundo abandonado por
Dios, reclaman todas las energías sociales a su servicio, y entre ellas de
una manera muy intensa las energías técnicas, herramienta neutral que
se pueden poner al servicio de los fines más diferentes. Al mismo tiempo, se reclaman todas las energías humanas para ponerlas al servicio de
esos fines. En este contexto, tienen lugar todos los demás aspectos de
la experiencia moderna, recogidas por la historia conceptual y, ante
todo, la democratización. Este concepto incluye dos elementos: primero, la necesidad de utilizar toda la masa humana de una sociedad, ahora
caracterizada como homogeneidad, sin las articulaciones internas de la
sociedad estamental; segundo, la identificación de un poder que dirige
a esta misma masa, que la disciplina, la organiza, la torna obediente.
Una dimensión supone la otra y viceversa: la masa homogénea no opone resistencia al mando político y este sólo puede reclamar su poder
6 Sobre la primera se puede ver la síntesis de Jean Claude MONOD, La querelle de la sécularisation, de Hegel a Blumenberg, J. Vrin, París, 2002.
7 Para esta cuestión, sobre todo en relación con la hermenéutica, cf. De nuevo mi trabajo Histoire des concepts versus hermenutique, así como la colaboración de F. ONCINA y
J. L. VILLACAÑAS a la edición española de la polémica de KOSELLECK y GADAMER, en Historia y hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1997, pp. 9-63.
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como representante de esa homogeneidad. Así que es el propio poder el
que impone la homogeneidad —nacional, proletaria, étnica, religiosa,
eso es lo de menos— y labra así su propia legitimidad representativa.
Surgen así los procesos de gobernabilidad que Foucault, siguiendo a
Weber, ha reconocido como biopolítica. Sobre ellos se basa las variaciones de la tesis del poder constituyente como elemento último de legitimidad política, sea plebiscitario nacional, el partido director o el líder representativo.
Además de la democratización, la Sattelzeit inaugura los grandes
singulares genéricos. De naciones, se pasa a nación; de clases se pasa a
clase; de historia se pasa a historia; de poderes, se pasa a poder, de combates a combate, de imperios a imperio. Todo se unifica, todo se concentra, todo se hace tan singular como la finalidad de la historia, como
el proyecto que hay que realizar, como ese estado escatológico que hay
que lograr. Este proceso es afín a la integración de toda la población en
un proyecto convergente y unitario. Tanto como esa especial interpretación de los pares asimétricos que se dan en la Sattezeit y que, sea cual
sea su contenido, se estructuran en la misma forma: íntegro/corrupto en
el caso de los hombres de una nación; consciente/inconsciente en el
caso de los funcionarios de Hegel; civilizado/bárbaro en el caso de los
imperios; reaccionario/progresista en el caso del partido obrero; ario/subraza en el caso del nazismo. Todo esos pares conceptuales asimétricos
no sólo reclaman la típica asimetría entre los que organizan el par y los
organizados dentro de uno de sus términos, sino que además pretenden
distribuir la masa entera de la humanidad, caracterizando así un combate que afecta a la totalidad de la tierra, que ahora es el espacio de las diferencias amigo/enemigo.
2. Modernidad y Carisma. Hace tiempo que vengo reflexionando
sobre la necesidad de llevar estos esquemas de la historia conceptual a
su origen teórico más elaborado, la sociología histórica de Weber y
esencialmente a su teoría de la legitimidad. Pues bien, en este caso, el
tipo de experiencia moderna que hemos descrito, se nos manifiesta
internamente semejante a la forma de experiencia que Max Weber caracterizó como irrupción de una legitimidad carismática.8 Esto implica
que, en tensión con la versión oficial weberiana que hace de la modernidad una teoría de la Entzauberung, la modernidad habría intentado
activar energías reencantadoras del mundo. El más profundo veredicto
8 Cf. mi trabajo «Fichte und die Verklärung der charismatischen Vernunft», en Fichte.Studien, 5. 1993.
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weberiano diría que, a pesar de estos intentos, la racionalización se impondría finalmente, con su burocratización, su escisión de esferas de
acción y su pérdida de libertad. Desde este punto de vista, la Entzauberung sería una importante herramienta crítica, pues denunciaría en las
transformaciones semánticas de las irrupciones carismáticas, pura ideología de resistencia a los verdaderos procesos modernos. Pero en cierto
modo, esto nos obligaría a identificar un sustrato profundo en el proceso moderno y una epidermis de lucha entre potencias carismáticas,
como la nación, la clase o la raza. Sea cual sea el elementos director, y
sea cual sea la lucha, siempre se genera una proceso de tecnificación,
democratización, homogeneización, aceleración, etcétera. Así que la
teoría weberiana de la legitimidad carismática adquiriría en la historia
conceptual una de sus verificaciones: la transformación semántica inevitable.
Como siempre sucede, el carisma significa un contacto con energías de salvación, define un estado escatológico, pretende definir un
poder soberano y un discurso que afecta a todos, crea elites y cohortes
de laicos, marca la diferencia amigos-enemigos, vive de la ruptura de la
vida cotidiana, transforma la experiencia del tiempo, rompe con la tradición, odia la rutina, sueña con la renovación permanente de la fuente del
carisma, propone la aceleración continua como forma de aproximarse a
la realización perfecta del dominio del carisma, etcétera. Lo propio de
la variedad específicamente moderna de esa experiencia carismática reside en que ella se genera desde dimensiones humanas e inmanentes,
pero al mismo tiempo se presenta con las pretensiones de validez universal y de afectar a la totalidad de la especie humana, tal y como ha
sido normal en el sentido de lo divino forjado por la religión occidental
o de la razón ilustrada. Humana e inmanente, propia de un mundo
abandonado por Dios, es la dimensión carismática de la nación, la razón idealista o materialista, la ciencia, la técnica, la clase o la raza.
Como todo carisma, sin embargo, estos agentes modernos pretende el
dominio racional del mundo, la previsión racional de sus propios efectos, la prognosis de cómo será el mundo futuro y el diagnóstico de sus
raíces corruptas. Aunque las fuentes del carisma sean inmanentes, todas ellas pretenden la simplificación del mundo, el establecimiento de
un poder unitario y monoteísta sin residuos. Esto hace coherente el sentido de la teología política de Carl Schmitt con la irrupción de la legitimidad carismática a lo Weber. En este sentido, los nuevos agentes carismáticos se definieron como capaces de ocupar todos los aspectos de
la vida social. Así que podemos hablar de carisma total, en la medida
en que ningún aspecto de la vida social podía quedar al margen de la
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dinamización y del orden que caracterizaba ese carisma. La configuración de este poder monoteísta se debería dar al final del combate con el
enemigo, caracterizado de cualquier manera que sea. Con ello, volvemos de nuevo a la necesidad de reclamar todas las energías, a la noción
de aceleración, a la comprensión unitaria de la historia humana, etcétera. Todas estas dimensiones que la historia semántica ha descrito dependen del carácter polémico de los conceptos y de la identidad de política y polemós. Pero sólo la comprensión carismática de la política es
interna y rigurosamente polémica.9 La dimensión de máximo factor e
índice de los conceptos tiene que ver con este carácter. Vemos así que
el tipo de experiencia semántica caracterizado por la Sattelzeit es perfectamente coherente con el mapa conceptual transmitido por Weber y
Schmitt.
3. Proceso moderno real. Como es natural, este poder carismático
tuvo en cada momento un portador consciente de sus pretensiones. Fuera la nación, la burguesía, la clase trabajadora, la raza superior identificada en su líder, el estamento de los sabios positivistas, el soviet supremo, etcétera, era muy lógico que cada una de estas instancias jugara de
la manera referida. En este sentido, para garantizar el triunfo de un combate escatológicamente considerado, tuvieron necesidad de acuñar e interpretar los conceptos de su discurso de la manera más viva. En este
contexto polémico, los conceptos no sólo reflejaron su mundo, sino que
ayudaron a luchar por él. Esta dimensión de índices y factores, desde
luego, es perenne a todo concepto humano. Lo relevante en la modernidad es que estos conceptos tuvieron necesidad de organizarse sistemáticamente para no dejar al margen del combate a ninguno de los ámbitos
de la vida social. La característica de esa transformación conceptual es
que fue servida por una pretensión idealista y sistematizadora, totalizadora y autoritaria, que debía responder a las necesidades económicas,
científicas, políticas, religiosas, estéticas y eróticas de las poblaciones
masivamente movilizadas. Todas las irrupciones carismáticas son totalizadoras, pero sólo las modernas lo son por sistematización, integración
y racionalización funcional. Esas dimensiones totalitarias reflejarían la
aspiración del carisma a responder e interpretar a su manera todas las
esferas de acción social, lo que significa una ingente racionalización de
la vida social en la que el candidato carismático acredita su poder.
9 Cf. Mi trabajo «Qué sujeto para qué democracia», para la utilización de la metodología freudiana por parte e Kelsen para reducir la potencia carismática de la política como
condición básica de la solución de conflictos por la vía del derecho. En el libro La actitud
Ilustrada, Eduardo Bello, ed. Biblioteca Valenciana, Valencia, 2003.
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Sin embargo, la propia pluralidad de candidatos al dominio carismático hizo inviable un triunfo estable de alguno de ellos. Por mucho
que las construcciones semánticas aspirasen a la totalidad y la sistematicidad,10 el proceso histórico de lucha no cesó. Cuando lo registramos
en todas sus dimensiones, nos damos cuenta de que todos esos pretendientes carismáticos no fueron sino otros tanto dioses en lucha. Con
frecuencia los elementos nacionalistas frenaron las aspiraciones de dominación de clase, y con más frecuencia la dominación técnica—capitalista destruyó las pretensiones nacionalistas y clasistas. Al mismo
tiempo, la resistencia a la destrucción del mundo de las tradiciones y de
la vida cultural, frenó las pretensiones del dominio de la ciencia y la
técnica e incluso la vieja religión mostró su hostilidad a todo nuevo carisma. De esta forma, la complejidad de la vida histórica quedó salvada, aunque eso sí, atravesada por un combate entre potencias que aspiraba al monopolio del poder. El resultado es la complejidad actual,
donde todos los viejos dioses destronados de sus aspiraciones monoteístas, siguen funcionando, aunque aceptando la necesidad de equilibrios, de pactos, de compromisos, en una situación que Blumenberg ha
caracterizado como politeísmo y que, de manera consecuente sigue la
lógica del trabajo mito: un relato continuamente rehecho para explicar
las metamorfosis históricas.
4. El caso español. De esta lucha a muerte entre potencias hostiles,
cada una de las cuales pretendía crear un mundo a su imagen y semejanza, surge lo peculiar de la experiencia contemporánea, tal y como ha
sido descrita por la historia conceptual. Y sobre todo, surge su dinamismo característico. Y aunque, entre todas estas potencias en lucha, parece que sólo ha quedado triunfante la técnica, su triunfo es estrictamente
formal, porque en tanto que herramienta puede servir tanto a la raza, a
la clase, a la iglesia, a la nación o la elite de capitalistas sin alma que
domina el mundo.
Sin embargo, esto no es lo importante para nuestros fines. Lo decisivo es que el esquema ideal tipo de experiencia contemporánea que
hemos explicitado nos permite caracterizar lo específico del caso español. Esta conclusión permitiría mostrar lo que la historia de los conceptos puede contribuir a la identificación de la historia social y política
española y a caracterizar el proceso de modernización español en relación con el proceso europeo. Curiosamente, la historia de los conceptos
10 Como lo describió el magnífico libro de Jean-Pierre FAYE, Los lenguajes totalitarios,
Taurus, Madrid, 1974.
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surgió en Alemania desde la desconfianza respecto a estos poderes carismáticos en liza y las transformaciones semánticas que implicaron.
En este sentido, tuvo en sus orígenes un aliento anti-moderno característico, por el que se canalizaban resistencia muy fuertes de los diversos territorios alemanes a abandonar la constitución ancestral. Hay en
el origen de la historia conceptual una voluntad de lastrar la entrega de
Alemania a los procesos modernos y de recordar posibilidades del pasado de la historia alemana que seguían abiertas en el presente. De ponerse en acto, desde luego, hubiera sido difícil que estallaran los procesos que condujeron al nazismo.
Es curioso que estas resistencias al proceso moderno de los padres
de la historia conceptual les dotara de los esquemas y distancias oportunos para generar una óptica au dessu de la mêlée que finalmente nos
sorprende al recorrer los asépticos artículos del Geschichtliche Grundbegriffe. Esta actitud es perfectamente aplicable al caso español. Pues,
desde luego, España queda todavía más atravesada que Alemania por
las inercias de la sociedad tradicional. Por eso, cuando se mira nuestra
historia social y política desde la óptica de la historia conceptual, obtenemos una perspectiva metodológica oportuna. Frente a un investigador francés o inglés, soviético o americano, que siempre puede embarcarse en una historia apologética, el investigador español se siente
especialmente cómodo con un método diseñado para mantener las distancias e impedir las identificaciones, un método sobre el que se proyecta intensamente las exigencias de frialdad, objetividad y probidad
weberianas.
En efecto, se podría decir que España no pudo poner en pie ni un
solo candidato a esas energías carismáticas que otros países habían erigido. Por eso, España no conoció los procesos de dinamización social
característicos, ni de aceleración temporal, ni de singularización de los
combates decisivos, ni de radicalización del proceso democratizador en
ninguno de los sentidos. No creo homogeneidad ni el poder constituyente decisivo resultante. Ni aceptó el carisma de la nación, ni el del
imperio, ni el de clase, ni el de la raza. Ecos de todos estos candidatos
llegaron y tuvieron reflejo en el vocabulario, desde luego. Pero esos
conceptos no fueron índices y factores capaces de alterar de manera
drástica los diagnósticos, los pronósticos, los espacios de experiencia y
los horizontes de expectativas masivos. Ninguno de ellos pudo llegar a
una movilización social intensiva de carácter total y sistemático.
Pues lo decisivo de todo este esquema reside en que las potencias
carismáticas no se improvisan. Tienen que gozar de una persuasión interna y las reclamaciones de obediencia que lanzan tienen que disponer
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de cierta verosimilitud. Lo propio de una oferta de carisma es la definición de una legitimidad. Y lo decisivo de esta es su capacidad para ser
creído como valor superior y fuente de obediencia voluntaria. A su vez,
su presencia como tal debe reocupar el vacío que los detentadores tradicionales del carisma dejaron y, más concretamente, debe mantener
promesas de emancipación y salvación defraudadas y abandonadas por
las instituciones religiosas. Eso es lo que hace que el carisma tenga posibilidad de organizar el cosmos social en su integridad. Su ausencia
entre nosotros ofrece a España ese aspecto de desorganización, de fragilidad de la obediencia, de fragmentación del poder, de estratificación
simultánea de lo que en otras partes es sólo sucesivo y no contemporáneo. Para que los representantes del carisma se impongan en la lucha
por la visibilidad, tienen que venir preparados por un pasado histórico
en el que hayan acumulado presencia, poder, fortaleza, desplazando y
desmoronando a los detentadores históricos de carisma. Al no corroer
las formas históricas del carisma —la iglesia y los últimos representantes de la sociedad estamental— y al no separar a sus elites clercs tradicionales de las posiciones de prestigio y de la administración pública,
no se creó el vacío capaz de generar carismas seculares.
En efecto, la nación fue predicada por Fichte, Gnoisenau, Clausewitz o casi con el mismo énfasis que Argüelles, Blanco, Marchena,
Sempere, Canga o Flóres y en el mismo momento de impotencia. Sin
embargo, un siglo después la nación en Alemania quedaba sacralizada
como fuerza carismática capaz de disminuir las pretensiones revolucionarias de los trabajadores, mientras que un siglo después, en 1914, en
España todavía se vivían los ecos del pesimismo liberal derrotado un
siglo antes y Ortega podía hablar de un momento de esperanza porque
el rey se atrevía a entrar en política, asumiendo poderes constituyentes.
Como la nación, tampoco la clase podía ser sujeto carismático. La dimensión imperial, por el contrario, era la fuente de la máxima frustración. ¿Qué decir del carisma de la razón y de la ciencia? A finales del
siglo XIX todavía se tenía que asistir a la insufrible polémica por la
ciencia española en la que, pese a todo, Menéndez Pelayo era la posición del centro. Por no presentar candidatos a carismas seculares, ni siquiera la producción económica fue vista como movilizador social,
pues tuvo enfrente la alabanza intensísima de la pobreza como virtud
de los humildes, sobre todo en las zonas carlistas.
En suma, las potencias que a partir de 1800 disputaron la voluntad
de ordenar desde sí mismas el cosmos occidental, venían trabajando
desde la primera modernidad. Su capacidad de sustituir a la iglesia y a
la sociedad estamental dependía de ese largo trabajo de siglos que aho-
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ra se intensificaba. Eso fue, por lo demás, lo que permitió el diagnóstico de filosofía de la historia y posibilitó las lecturas del progreso ininterrumpido, ahora acelerado. Lo que en 1800-1900 fueron potencias
con voluntad totalizante, eran resultados de la libertad moderna. Allí
donde esta no se ejerció, esas potencias no pudieron pretender ordenar
la totalidad del cosmos social y, en esta medida, no fueron capaces de
organizar el combate histórico con eficacia.
Decisiva para el caso español fue la imposibilidad de que se presentara con toda claridad la potencia carismática inicial, la que identifica al sujeto inmanente por excelencia, la que ofrecía el portador básico
de todo poder legítimo. Me refiero a la idea misma de nación. Como es
natural, la idea de nación existía antes y después de 1812, primero
como conciencia de la pluralidad de las Españas y luego con la unidad
propia del discurso moderno. Pero lo propio del caso español es que
nunca se presentó con los rasgos sublimados de portadora de carisma,
con los componentes estructurales que hemos reconocido. No presentó
los rasgos de estructura quasi religiosa de salvación, como la Francia
revolucionaria.11 No fue la secularización del reino de Dios en la tierra.
No se identificó con el mensaje de «tierras para todos» ni con la idea
de compartir los frutos de la madre patria que tiene en Robespierre o en
Babeuf. En este sentido, no generó el par corrupto/íntegro. Aunque se
presentó la diferencia serviles/liberales, esta funcionó referida a un
mismo poder soberano, que no se discutió, y a una sustancia católica,
que jamás se impugnó. Se era servil o liberal frente a Fernando o la
Iglesia, pero no se impuso la idea de que Fernando o la Iglesia eran instancias antinacionales. Sin duda, la nación se consideró como constituida y no como constituyente y en este sentido no se vio como revolucionaria, algo radicalmente interno al carisma. En la misma constitución
de Cádiz se introdujo la idea de tradición, canalizadora tanto del derecho histórico como de los derechos públicos de la Iglesia. De manera
consecuente, la vida cotidiana no fue rota por la propia fuerza de la nación, sino esencialmente por la circunstancia externa de una guerra
externamente condicionada y mantenida.
Cuando reflexionamos acerca de qué es lo que impidió que la idea
de nación estuviera carismáticamente connotada en España descubrimos que el obstáculo residía más que en la propia idea de nación católica, en la comprensión —muy afín con la anterior— del poder
11 Cf. mi «Kant y la Revolución Francesa», en Historia del Pensamiento y de la Cultura, editorial Akal, Madrid, 1995, sobre todo el mito de la revolución en Babeuf y Robespierre.
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constituyente como reelaboración del derecho histórico, idea que cristalizó en Cádiz y dominó en todo el moderantismo hasta 1931, pasando por Cánovas. Pues esta idea llevaba consigo muchas cosas: ante
todo, que lo propio de la nación era su esencial vinculación a la religión católica y a su propia expresión jurídica histórica. De esta manera, la nación rozaba un carisma, desde luego, pero uno del que ella era
receptora y no productora. Un carisma del que ella no podía disponer
y respecto al que no era soberana. Al contrario, era un carisma que reposaba en una administración ajena a la propia nación —la iglesia y
los representantes de los derechos subjetivos históricos—, dotada de
una organización al margen y respecto a la cual la nación política, el
poder constituyente, no tenía poder de decisión. En otro sitio he defendido que la doctrina que imponía la nación católica, como la dejaron
claro en la pastoral de 1812 los obispos refugiados en Mallorca, era la
doctrina medieval de la doble sociedad perfecta. 12 Pero esta teoría,
como la propia del derecho histórico, estaba diseñada para impedir que
hubiera un único centro de decisión, un único poder constituyente, una
noción absoluta de soberanía, una capacidad de homogeneización y de
movilización. Todas ellas son dimensiones necesarias para esa libre
12 Esta conclusión es una elaboración teórica de una serie de trabajos de contenido histórico conceptual que han precedido a esta intervención. Cf. Mi trabajo «Ortodoxia católica y derecho histórico en el origen del pensamiento reaccionario español», en el Congreso
sobre pensamiento reaccionario en la Universidad de Duke, Mayo de 2003, que se publicará en RES PUBLICA, en el n. 12. Cf. Igualmente mi aportación al Congreso La construcciones de las identidades nacionales en Latinoamérica, celebrado en la Biblioteca
Valenciana en abril de 2003, con el título «La nación católica: una aproximación históricoconceptual», que saldrá publicado bajo la dirección de Francisco Colom en el FCE, en el
año en curso. Para la escasa fuerza de las propuestas republicanas se debe ver igualmente
mi trabajo «Una propuesta federal para la constitución de Cádiz: el proyecto de Flórez Estrada», en el congreso celebrado en la Biblioteca Valenciana en Noviembre de 2002 dedicado al problema de «Las cortes de Cádiz y el mundo hispanoamericano», dirigido por
Manuel Chust. Para la dificultades de una secularización del pensamiento, y sobre todo de
una liberación de la imaginación católica, se puede ver el alegato de «Ramon Miguel Palacio» a favor de una emancipación del deseo, en mi trabajo «El lugar de “Ramón Miguel
Palacio” en el debate económico del siglo XVIII», en 225 años de la Real Sociedad de amigos del País de Valencia, Fundación Bancaja, Valencia, 2003, pp. 36-52. En cierto modo,
esta dificultad se dio también en la secularización del derecho natural. Cf., en este sentido,
mi artículo «La obra del Abate Andrés y el derecho natural ilustrado español», en Pedro
Aullón de Haro et alteri, Juan Andrés y la Teoría Comparatista, Colección literaria, Biblioteca Valenciana, Valencia, 2002, pp. 171-193. Cf. Además el problema de las débiles raíces ilustradas de nuestro liberalismo, en mi trabajo «Las raíces ilustradas del liberalismo»,
en Emilio La Parra y Germán Ramírez, El primer liberalismo: España y Europa, una perspectiva comparada. Biblioteca Valenciana, Valencia, 2003, pp. 341-362.
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disponibilidad de todas las energías sociales que requiere cualquier
forma carismática secular.
Esto es lo que ofrece al proceso histórico español su peculiar fisonomía: no se han desalojado a los representantes ancestrales del carisma y por eso no hemos reconocido las normales reocupaciones secularizadoras. Los representantes de las fuerzas carismáticas modernas, así,
no han podido pretender el monopolio de la dirección social. Frente a
todos ellos, han seguido gozando de suficiente prestigio y de oportunidades administrativas —no sólo en las elites clercs sino en las cohortes
de seguidores— los detentadores históricos del carisma, decididos justo
a detener los procesos modernos de aceleración, democratización, movilización, etcétera. Al no producir ese vacío, no ha habido claras alternativas seculares. Pero al no gozar ya de verosimilitud histórica esos
mismos detentadores tradicionales, ya no fueron capaces de organizar y
mantener a todas las elites en su seno, con lo que estas se vieron obligadas a combatir por su cuenta por el prestigio, la cuota de administración y el número mínimo de seguidores al margen de los resortes reales
del poder. Así que estas elites intentaron por todos los medios hacerse
con públicos democráticos, capaces de asumir el carisma de la potencia
que ellos le ofrecían y promover los procesos de una Sattelzeit, vista
ahora como regeneración de una decadencia secular provocada por el
mantenimiento en el poder de instituciones arcaicas. Al final, esta búsqueda de una cohorte de seguidores fue un rito de nuestros intelectuales, que vieron pasar sus vidas sin eficacia movilizadora de las masas. En el fondo no habían sido capaces de desplazar de su prestigio
rutinizado a los detentadores tradicionales de legitimidad. Cuando finalmente las masas usaron y conocieron las transformaciones semánticas que la historia conceptual describe, se produjo lo inevitable: todas
las formas carismáticas modernas se dieron cita en un combate contra
los detentadores de la tradición y en un combate entre sí mismas por
imponer su propia apuesta carismática. Nación —española o catalana—,
república, clase, raza, anarquía combatieron contra la iglesia y la nobleza —más sus representantes y seguidores populares— y entre sí,
bloqueando sus propias posibilidades de victoria.
Antes de esta emergencia de las masas en la República de 1931, el
proceso moderno español no poseyó ninguna de las formas de rotundidad que sus lenguajes modernos sugerían. De hecho, estos mismos lenguajes jamás lograron su hegemonía intelectual —en el sentido gramcsiano— sobre las poblaciones. Por eso, todas las polémicas sobre la
modernidad española son triviales desde cierto punto de vista. El lenguaje político español refleja perfectamente las transformaciones se-
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mánticas que se dan en Europa. Pero ninguna fecunda un poder carismático capaz de impulsarlas. Todas padecen de una desproporción endémica entre su dimensión de índices y su dimensión de factores, fruto
de una falta de fuerza carismática. Eso otorga a nuestra historia política
su debilidad característica, incluso teórica. Pues la verdadera racionalización, sistematización, integración y coherencia semántica de los conceptos, se obtiene desde su dimensión de factores, en el polemós, en la
praxis. Lo mismo sucederá en el único momento en que una potencia
carismática irrumpa en la historia española: sólo en la época de Franco
tendrán lugar los procesos que la Sattelzeit describe en su rotundidad.
Curiosamente, la desproporción entre índice y factores de los conceptos del franquismo será inversa a la de los intelectuales modernos españoles. Aquí, bajo la representación de un cosmos tradicionalista, se
abrirán procesos que no tendrán conceptos, ni dirigentes, ni representaciones carismáticas, ni energías coherentes de transformación. Una vez
más, el carisma universal de Franco sirvió para que realidades seculares —de índole económico, social y cultural— crecieran en secreto, sin
nombre, sin coherencia y sin fuerzas políticas que reclamaran su dirección de manera organizada. Quizás seguimos ahí.
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