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Despachos desde México [1]: Franco De Vita: ensayos
desde una primera fila; por Willy McKey
Willy McKey · Tuesday, July 9th, 2013
Siempre se llega tarde a las canciones ajenas. La única manera de ser puntual con
ellas es apropiándoselas. A la una de la tarde Franco De Vita se instala en el estudio
en Polanco e inicia una cadena de ensayos que descubre una singularidad nueva
dentro de cada canción elegida. Sus cómplices sonoros van llegando puntuales y uno a
uno desde que termina esa convención universal que es la hora del almuerzo. Un
piano está en medio de todo. Los pianos llenan los espacios de una manera tan propia
que cualquier otro objeto se siente incómodo. Y aquí no somos más que otro objeto
donde la música rebota. La acústica milimétricamente ambicionada del estudio se
mezcla con la libertad necesaria para sobrevivir a un ensayo tras otro. Y otro. Y otro.
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Franco De Vita y Axel
Axel, el sostenido. Esas ganas de llegar a tiempo se notan en la emoción que siente
Axel quien, ya terminada su canción, ocupa el banco frente al piano y le muestra a De
Vita unos versos que hasta hace algunos días también eran desconocidos para él.
Suena el piano y aparece un dilema: preferir ser las alas de una mujer o clavos en su
pared, por ejemplo. Y entonces sucede: la combinación logra que De Vita oiga algo
nuevo. No debe ser sencillo que el dueño de “No hay cielo” o “Somos tres” se
sorprenda. Además, es algo que sólo puede acontecer con sinceridad: la acústica del
lugar es tan buena que cualquier ejercicio de simulación habría quedado en evidencia.
El poeta español Antonio Gamoneda dice que la poesía tiene la obligación de hacer
que palabras que jamás habrían podido conocerse en medio de la mezquindad de
nuestra habla cotidiana se consigan, se toquen, que hagan juntas algo que nunca
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antes hayamos visto. Y la canción es mucho más que la rima como gimnasia
terapéutica, más que ritmo y artificio. La canción es un género poético, de modo que
la buena canción es siempre una posibilidad de asombro.
Ambos se pasean por letras ajenas. Hacen memoria. Se recuentan. Hay algo que
traspasa ese vidrio que los convierte en peces tropicales. Quizás sea la nostalgia, que
suele aparecer primero en la memoria y mientras los demás creen que seguimos allí.
*
En un ejercicio renacentista, la canción —como la escultura— está en dos lugares
antes de que se deje escuchar: en la cabeza del autor y dentro del bloque de piedra
que debe ser tallado. No es primera vez que aparece la imagen, pero si viene a cuento
es porque resulta: la canción es un ejercicio escultórico. La letra se talla, su forma
aparece a partir de aquello que se le va quitando. Y mientras más cerca se está del
final, más peligroso es el cincel y más determinante el pulso. Es lo que ha estado
haciendo Franco De Vita durante años. Es lo que ahora convoca a estos monstruos en
torno a su jardín escultórico, ese lugar donde las reglas del museo han sido abolidas y
el propio artista te dice: “Tócalas, hazlas tuyas. Es lo que quiero. Mi arte es para eso:
aquí se vale”.
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Con Gloria Trevi
Gloria, la bemol. Los huracanes, en la distancia, también devienen paisaje, dibujo.
Gloria Trevi entra al estudio a bordo de unas botas negras que la despegan del suelo,
pero sin alejarla de nadie. El cansancio de una agenda puede afectar el aire. Incluso el
de los ciclones. Hoy esa altura de las plataformas la cuida: algo está afectado en su
ritmo y resulta conmovedor.
Mientras tanto, De Vita empieza a perseguir una canción delante de todos. El proceso
del cantautor es intenso. Se muda del papel y sus tachaduras a la experiencia, así que
esa hoja rayada ya no es la letra de una canción: ha sido suplantada por una hoja de
ruta.
Gloria lo sigue. Pero ese ciclón que nos habían anunciado por la tele seguía sin
aparecer.
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De Vita la vio venir antes que todos: en lugar de ensayar con la pista, hace un primer
conjuro y el piano vuelve a aparecer. La palabra poética proviene del conjuro. Y la
magia proviene de la necesidad del hombre por sentir que puede modificar el mundo.
Pone en su voz los gestos de La Trevi, sus inflexiones, su maravilla.
Franco De Vita busca a Gloria Trevi dentro de ella misma y la consigue.
No conozco otra manera de hablar de un milagro sino desde el testimonio: juro que las
botas empezaron a disolverse delante de todos los presentes, quienes sin saber cómo
ya estaban viendo a La Trevi descalza y suya.
Se fue curada, llevándose puesta una bonita canción triste entre el pecho y el abrigo
que la protegía de un frio que no llego este lunes.
Las botas sobraban. Gloria se fue levitando.
*
Los cantautores son animales que nacen salvajes, crudos. Se hacen a sí mismos en una
especie de downtown de la canción donde nadie trabaja por encargo. Son los duros,
los que no necesitan al resto del gang, los completos. Pero allí dentro hay un músico,
un cantante, un escritor. Todos se necesitan tanto. Tanto. Una melodía sola y perfecta
puede convertirse en un monstruo para el escritor si no logra habitarla, mientras que
una letra venida de otra mano puede hacer que el cantante sospeche de sí mismo.
Pero como en todo cuento barriobajero, en el downtown la experiencia común y la
memoria son las verdaderas armas. Hay en los cantautores el miedo constante de
perderse allá adentro, pero recordarse en el otro siempre salva. Siempre.
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Víctor Manuelle, el fajador. Antes de entrar al estudio, le prometen que saldremos
de esto rápido y él casi les ruega lo contrario. Está cansado y se le nota, “pero si
dejamos que lo que más gozamos hacer dure poco, entonces no vale la pena”.
Víctor Manuelle llega con el sol puesto, hablando de Veracruz y su festival, de la
canción como una casa, como un lugar que debe habitarse bien, llenarse. Reflexiona,
evalúa, repasa y pone al tanto al grupo de lo que pasa con la salsa, lo que necesita, lo
que él quiere darle. Durante el improvisado seminario sobre música caribe, pasa uno
de los autobuses turísticos de dos pisos que con puntualidad británica recorren
Ciudad de México y sus pasajeros tienen, sin saberlo, la oportunidad de ver la escena
menos mexicana de su tour típico: un sonero puertorriqueño, un cantautor español, un
productor estadounidense, un editor audiovisual italiano y un músico cubano hablan
de una versión hecha por un nuevo dueto colombiano mientras terminan con el humo
de la tertulia mientras Franco De Vita, el extranjero, prepara un concierto.
Apenas llega al estudio, el piano empieza a demandar otros asuntos. Entran a grabar y
la verdad es que al soneo de Víctor le hubiera bastado con una sola toma. Pero el
hombre es un fajador: el tipo está enamorado de la canción. No sólo de la música: de
la canción, del género.
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De Vita lo nota. Es parte de saber escoger los cómplices. Se sale del estudio y los deja
solos. El sonerito se queda con ella, escuchándola, haciéndola sentir bonita. Y lo hace.
Es un Caribe.
*
Aquello que en “la industria” llamaban crossover siempre se pareció más a un apetito
que a una meta. Quien canta está diciendo y quien dice quiere ser escuchado. Y es
inevitable que quien ha sido escuchado quiera llevar su voz más lejos. Siempre. Pero
basta con oír a los productores, a los ingenieros de sonido, a la gente de radio: todo
confirma que, en los terrenos del pop, aquel mito del lenguaje universal de la música
puede sorprender a más de uno por relativo. Así como en la tauromaquia se dice que
“de toros no saben ni las vacas”, del público lo único que se sabe es que no se
equivoca. Lo bueno es que, a pesar de los espejismos y las supuestas fórmulas, todavía
existen trincheras en las que predominan el feeling y el instinto como argumentos
poderosos. Esta esquina de Polanco, Ciudad de México, es una. Y también es una
prolongación del Aeropuerto Internacional Benito Juárez, donde los convocados vienen
a cantar con alguien que parece haber logrado algo… algo, una cosa sin nombre, pero
muy parecida a la habilidad para saber que hacer una carrera musical no se trata
simplemente de satisfacer un apetito.
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con San Luis
Gian Marco, el zen. Somos occidentales: Japón siempre va a sonar lejos. Incluso para
un cantautor peruano que con trece años llegó a cantar en un país llamado Venezuela,
cuando algunos locales dejaban sonar a una banda llamada Ícaro. Y Gian Marco acaba
de estar en Japón. Debe ser por eso que llega con una calma que esconde su afinación
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poderosa.
También es un bonito contraste. Mientras dentro de la cabina se escucha la
resonancia de los metales y se come chocolate venezolano, afuera él está convertido
en relator de la tribu: describe a sus colegas y camaradas cómo es el público y la
maravilla de los teatros que conoció con una paciencia zen que no necesita preguntas
para dar respuestas.
Los viajes largos permiten poner las cosas en su lugar y darles la palabra precisa.
La canción que lo trae hasta Franco De Vita nunca ha sido grabada por su autor, pero
fue un éxito continental. Sin embargo, desde la primera nota se distancian hacia una
deriva natural y nueva que aparece sólo para ser reconocida por quien sabe cómo está
hecha y cuánto más es capaz de dar.
Es otro viaje largo. Esto de hoy no se trata de versionar. No son simples covers de
canciones que todos van reconocer y traerán el éxito como va el agua a los molinos: es
una suerte de recreación compartida, las ganas de ver qué puede hacerse con una
canción que encuentra a su dueño con ganas de algo nuevo y el talento para
alcanzarlo con la complicidad de un amigo.
Es Gian Marco el primero que le pregunta si está cansado: “No. No todavía. Eso que
hiciste ahora me gusta, ¡pero te estás aprovechando para cantar más que yo! Miren,
¿no tenemos que ir a ver cómo está quedando aquello? Vamos a vernos con Carlitos
allá, mejor… ¿no?”
De Vita se refiere al montaje del escenario para el concierto en Estudios Churubusco,
en Coyoacán. A diecisiete minutos en carro: eso que aquí llaman cerca.
Ya son más de las nueve de la noche.
No está cansado. No todavía.
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El Autor. El cantante escucha al músico mientras el escritor se aventura a alargar una
vocal para replantear la métrica. Pero esta Sonorísima Trinidad no sólo opera dentro
de la canción: en el espectáculo también es preciso dejar que todas las miradas
posibles sumen. Sólo existe una distancia que permite construir una poética: se debe
estar cerca… muy cerca. Franco De Vita llega a Churubusco y se encuentra con la
banda que ha tenido en la cabeza durante estas ocho horas en las que ha estado
negociándose las voces. Se monta la banda y todo fluye. Llegó el hombre.
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con Carlos Rivera
Carlos Rivera, el atento. Esta noche, las sillas del Foro 2 de los Estudios
Churubusco todavía son una referencia vacía, pero en la quinta silla de la séptima fila
del ala derecha de Franco De Vita —quien ya manda en la tarima, acoplando a la
banda y poniéndose a gusto— está el muchacho que ganara un reality show tiempo
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atrás. Lo observa. Está atento al acople. Ni siquiera conversa con la persona que lo
acompaña. Sólo lo interrumpen (o creen interrumpirlo) los productores, quienes un
par de veces le dicen que pronto le tocará ensayar. Pero Carlos Rivera sólo mira a
Franco De Vita desde adentro. O desde años más adelante. Sólo él sabe.
Dos taburetes altos se ponen en el medio de todo y, apenas el director de escena
menciona su nombre, Carlos pega un salto y llega hasta el micrófono que le extienden.
No se escucha, pero no se detiene: está cantando con Franco De Vita y un asunto
técnico siempre será pasajero durante un ensayo. La experiencia, en cambio, no lo es.
Por eso hay tanta gente haciendo cosas detrás de estas sillas: por una experiencia que
promete y que para verse cumplida debe estar completa.
Carlos termina y, mientras De Vita y la banda siguen ensayando los temas que cantará
en solitario, los que estuvieron en el estudio comparten los hallazgos del día. Pero, al
mismo tiempo que empieza a sonar la bandola de Saúl Vera como una buena noticia
del presente, pasan a hablar sobre el día anterior: hacen un inventario de la sorpresa
grata de la española Vanesa Martín y la versión de los colombianos Gusi y Beto, hasta
que llega el momento de oír los nombres de la gente de uno, con la emoción que da
que sea un acento ajeno el que los nombre: lo bien que sonaron los muchachos de San
Luis, el vozarrón de la pequeña Vielka Prieto en la fulía, lo bonita que estuvo la sesión
con Rafael “Pollo” Brito…
También se llega tarde a los relatos ajenos. La única manera de ser puntual con ellos
es robándoselos.
*
En eso que esconden los cuatro minutos que el mundo decidió convertir en la talla de
una canción hay mucha gente involucrada, pero alguien debe imaginar esos cuatro
minutos a solas.
Delante de la primera fila de un concierto, mucho más cerca de la tarima, está la
mirada de un hacedor de canciones que ya había imaginado esto. Hoy se trata de
compartirlo con el resto.
Sólo es posible compartir aquello que ha sido esculpido de verdad. Ese aplauso que
está por venir —y que durará apenas segundos— lleva años tramándose. También
estuvo en dos lugares antes de poder ser escuchado: en la cabeza del autor y en un
bloque de piedra que es ese silencio prolongado que aprendimos a llamar futuro.
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con San Luis, Vielka Prieto y Rafael “Pollo” Brito
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LEA TAMBIÉN LAS OTRAS ENTREGAS:
Despachos desde México [2]: Franco De Vita: cinco teorías en primera fila.
Despachos desde México [3]. Franco De Vita: la primera fila es un pasillo.
Despachos desde México [4]: Franco De Vita vuelve en primera fila [1 de 2]
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