La Fragua de los Tiempos 13 de mayo de 2012. N° 952 Ignacio Herrerías, periodista de la revolución*. Jesús Vargas Valdés. En abril de 1911 la imprenta El Norte de Chihuahua publicó En el campo revolucionario, pequeño libro de pastas rojas con reportajes de Ignacio Herrerías, corresponsal del periódico Tiempo de la ciudad de México. En la presentación de este folleto, el señor Juan B. Calderón patrocinador de la publicación, escribió como “advertencia” que: después de insistirle al señor Ignacio Herrerías, al fin había consentido en que se publicaran sus artículos en ese folleto, sin más interés que el de pintar fielmente la situación y el ánimo de los revolucionarios. Al final de estas líneas anotó la fecha 18 de abril de 1911. Imaginar ahora los momentos en que este folleto de pastas rojas se imprimió en nuestro estado, hace más de cien años, imaginar que fue una de las primeras publicaciones con información directa de lo que estaba sucediendo en el campo revolucionario; imaginar el efecto que produjeron las 32 páginas escritas por Herrerías, es como trasladarse a través del tiempo y vivir de nuevo las emociones: dudas, temores, esperanzas de todos aquellos lectores, pero también las emociones que latían en los corazones de los líderes: Madero, Villa, Orozco; y de los generales porfiristas, de los soldados revolucionarios, incluso de los soldados federales, de todos los acampados en ambos bandos cuyas vidas, durante las tres últimas semanas, se habían concentrado en esperar cada segundo el momento en que por fin se diera la orden de iniciar la batalla, que sería, sin duda, una lucha a muerte por definir el bando que se quedaría con la importante plaza fronteriza. Así, en condiciones de tensión máxima, habían transcurrido varias semanas y de todo ello escribió en el periódico Tiempo Ignacio Herrerías, y más tarde se publicó una parte en el folleto mencionado. Por todo lo antes dicho, desde hace veinte años en que se me apareció este folleto en una de las cajas de la colección Francisco R. Almada del CIDECH, tuve la sensación de que había descubierto algo muy importante, portentoso y es que, además de que, efectivamente, sí era muy importante, en aquellos tiempos me asombraban y me emocionaba cada encuentro con alguno de esos documentos porque hasta entonces sólo conocía la historiografía de la revolución a través de las obras de algunos autores mexicanos que habían escrito desde la capital, sin ocuparse de los archivos y otras fuentes que se podían consultar en la provincia. Desde aquellos años, el nombre de Ignacio Herrerías se quedó grabado como el de un periodista revolucionario, a la vez que de un escritor adelantado a su tiempo, poseedor de un estilo objetivo a la vez que apasionante. En el año 2004 publicamos en la colección “Biblioteca Chihuahuense” el libro Hacia la verdad que contiene los reportajes de Gonzalo Rivero sobre la toma de ciudad Juárez y considerando que trataban el mismo tema y que ambos autores eran periodistas, incluimos en esa obra el texto de Ignacio Herrerías. Dos años después trabajando en la Biblioteca “Lerdo de Tejada” de la ciudad de México, encontré el libro Sucesos sangrientos de Puebla, escrito por Ignacio Herrerías. No obstante que se trataba de la segunda edición y de que se habían reproducido diez mil ejemplares, no conocía la existencia de ese libro y ni siquiera recordaba haberlo visto referenciado en alguna de las bibliografías de la revolución. En este libro Herrerías hizo un relato detallado del asalto militar contra la casa de la familia Serdán el día 18 de noviembre de 1910. En las primeras páginas explica las circunstancias en que le tocó ser testigo directo de este acontecimiento y enseguida hace la reseña de los hechos con gran cantidad de datos que yo desconocía. Días después, cuando terminé de hacer mis revisiones, aproveché para buscar otras publicaciones de Ignacio Herrerías. No encontré ningún libro, sin embargo la suerte me favoreció porque encontré referencias de los artículos que en 1911 había publicado como corresponsal de guerra del periódico Tiempo. Y digo que fue una suerte porque ahí mismo tenían la colección de ese periódico y al revisarlo me encontré con que había mucho más información de la que se había publicado en el folleto En el campo revolucionario, así que en los días que me quedaban usé mi cámara digital para sacar fotografía de toda la serie con el fin de revisarla detenidamente regresando a Chihuahua. Debo decir que la Biblioteca “Lerdo de Tejada” es mi sitio predilecto para trabajar en la ciudad de México. El edificio fue construido por la Iglesia Católica, aunque tengo entendido que no llegó a funcionar como iglesia. En la segunda mitad del siglo XIX sirvió como teatro y después de la revolución, la Secretaría de Hacienda resolvió instalar ahí sus archivos, se le asignó el nombre de Miguel Lerdo de Tejada y muchos años después, durante el gobierno de Luis Echeverría, el pintor Blady realizó una obra muralista de enorme trascendencia que no puede pasar desapercibida para ninguno de los cientos de usuarios que cada día acuden a leer algún libro o a revisar los valiosos documentos que guardan los archivos. Así fue como desde hace seis años empecé a vislumbrar la publicación de un libro con los dos reportajes del corresponsal de guerra Ignacio Herrerías: el de Puebla y el de Chihuahua. Actualmente hemos concluido la revisión minuciosa de los artículos que publicó el periódico Tiempo, comparamos con otras fuentes y casi tenemos listos los dos textos. Además hace un año, el historiador Felipe Gálvez me presentó con la maestra de la UNAM Bety Zanoly, descendiente de Ignacio Herrerías, a quien le propuse que escribiera una semblanza de su bisabuelo. Dentro de tres meses se cumplirán cien años de la trágica muerte del periodista Ignacio Herrerías y seguramente celebraremos esta fecha con la publicación del libro. Por ahora presento a los lectores de “La Fragua de los Tiempos” lo que él escribió respecto a su viaje a Chihuahua y sus primeros contactos con la revolución. “En el campo revolucionario.” El 27 de marzo del corriente, la dirección de El Tiempo, se sirvió nombrarme su corresponsal de guerra en la campaña de Chihuahua, y una vez ultimados los arreglos me dispuse a emprender la marcha con la promesa de atravesar el campo revolucionario hasta llegar al sitio en donde se hallara don Francisco I. Madero y Pascual Orozco, principales jefes del movimiento armado. El 29 del mismo mes salí de México convencido de que lograría mi objeto, por más que me aseguraban que Madero estaba en lo más abrupto de la sierra; que las comunicaciones eran poco menos que imposibles y que además, y esto era lo principal, los revolucionarios me fusilarían o quedaría prisionero como pasó con tantos otros. Por fortuna la vía del Ferrocarril Central estaba expedita hasta Chihuahua, y caminamos sin más percance [...]. Se nos dijo, con mucha seriedad, que Madero y su ejército atacarían Chihuahua al día siguiente, dos de abril, y que en igual fecha quedarían destruidas las líneas del ferrocarril internacional, de Durango y de toda la república. A las once y media de la noche arribamos a Chihuahua encontrando la estación desierta. Sólo dos coches de sitio había y ocupé uno. Por el camino, el auriga me comunicó la noticia de que había habido un sangriento combate en Villa de Aldama aquel mismo día, y que la victoria fue de los federales, haciéndoles éstos más de sesenta muertos a los revolucionarios y matando a los cabecillas José y Francisco Portillo, muy conocidos en la población. Más tarde comencé a recoger informes, procurando averiguar en qué sitio se encontraban Madero y su ejército, pues dar con él y entrevistarlo era el objeto capital de mi viaje. Unas personas me dijeron que estaba en Casas Grandes o sus cercanías, otras que en Madera y las más que en la hacienda de Bustillos. Fui presentado al señor don Félix Sommerfeld, alemán muy conocido en Chihuahua, antiguo periodista, quien me dijo que él había estado varias veces con los revolucionarios, que conocía a todos ellos, que cultivaba relaciones de amistad con Madero y Orozco y que precisamente trataba de ir a Bustillos para recoger algunos informes. Me ofreció su compañía, que acepté gustoso, y decidimos emprender la marcha al día siguiente, es decir, el jueves seis de abril. Llegamos a Bustillos ese día a las cinco de la mañana. Conviene advertir que días antes había habido un tremendo choque de trenes adelante de Santa Isabel, como a ochenta kilómetros de Chihuahua [...]. En hora y media llegamos a Santa Isabel, pasando por el pueblo que estaba muy triste. Hubimos de permanecer algunas horas en la estación. Eran las dos de la tarde cuando llegó una máquina, para conducirnos hasta el lugar del choque. No habíamos comido ni teníamos esperanzas de hacerlo, cuando menos hasta llegar a Bustillos. Un dolor de cabeza intensísimo me tenía agobiado y lo aumentaba la falta de alimentos, con seguridad. En ese momento, el telegrafista nos dijo que había oído transmitir un mensaje de Bustillos a San Andrés en el cual se ordenaba a Francisco Villa que mandara una avanzada de veinte hombres al lugar del choque, pues don Pascual Orozco venía con su Estado Mayor a encontrar unos periodistas. Esta noticia aumentó nuestra buena impresión. Frente a Pascual Orozco. Apenas se detuvo nuestro tren, cuando vimos acercarse a nosotros un numeroso grupo de gente armada, toda en traje de montar, con los distintivos tricolores en el sombrero y en el pecho, con las cananas cruzadas y llenas de tiros. Entre todos ellos atrajo mis miradas. Llenos de asombro, un individuo alto, bien proporcionado, de color blanco y escaso bigote rubio, boca grande, pero de labios delgados. Vestía saco oscuro, pantalón un poco claro, con las rodilleras muy marcadas, indicando sus frecuentes correrías a caballo, sombrero fieltro negro, sin listón tricolor. Empuñaba un primoroso rifle marca Savago con anteojo de larga vista. Era Pascual Orozco, hijo, el alma de la revolución. Al fin lo conocía, estaba junto a él, iba a hablarle, iba a interrogarlo. Quizá iba a ordenar mi prisión o mi fusilamiento, pero de cualquier modo me simpatizó grandemente, me causó magnífica impresión. Sommerfeld, después de saludarlo familiarmente, me presentó a él. Entonces Orozco, después de estrechar mi mano jovialmente, torciendo un poco la boca como si quisiera sonreír, me fue presentando a los jefes de su ejército: el capitán Juan Dozal, el capitán González Garza, el capitán Cárcamo. Todos me dieron fuerte apretón de manos. Orozco me llamó a su lado y comenzó a leer los periódicos, comentándolos en voz alta. “Ya es tarde –decía– esto debió hacerse antes”. Sin que hasta la fecha me lo explique, Orozco y los suyos y el mismo Madero, tuvieron para mí tantísimas atenciones; Orozco me cedía los mejores lugares, me llamaba para presentarme el primero, me preguntaba cuanto quería y me respondió a cuanto le pregunté con una sencillez admirable. Con Francisco Villa. El tren se detuvo y González Garza nos “ordenó” que nos apeáramos. Habíamos llegado a la estación y pueblo de San Andrés, cuartel general del coronel Francisco Villa, “el señor Villa”, como le llaman los suyos y repiten en Chihuahua en son de burla. Yo creo que el señor Madero quiso demostrarnos lo importante de sus fuerzas, porque a lo largo de la estación estaban formados, en hileras, unos ochocientos hombres a caballo, perfectamente bien armados, destacándose entre ellos un grupo como de doscientos, que tenían fusiles y carabinas máuser. A pie había un grupo de hombres en traje de montar de charro, armados, y en el centro de ellos un individuo de complexión recia, de cara redonda, bigote rubio, espeso, colorado como un americano. Nos vio llegar y quedó en su puesto hasta que Orozco, tomándome por un brazo, me adelantó y le dijo: “Le presento al señor Herrerías, periodista –y agregó volviéndose a mí–, el señor Francisco Villa, coronel del ejército libertador”. Nos dimos la mano mientras Villa me miraba de soslayo, socarronamente. Se le atribuyen muchos delitos antes de haberse lanzado a la revolución, pero se asegura que desde que está en ella es el más honrado y el más recto, sobre todo impidiendo que su gente cometa abusos de ninguna clase. Nunca se ha querido dejar retratar, y por eso ni siquiera le hicimos instancias para ello. Por lo demás, de nada habría servido, toda vez que de treinta y tantas fotografías que tomaron Sommerfeld y Steep, pues yo no llevé cámara, sólo dos o tres, de las menos interesantes, salieron medianamente buenas. En cambio, a mí no me consintió Sommerfeld que llevara un fotógrafo bueno, alegando que a Madero no le gustaba. Pasamos revista a las fuerzas de Villa y subimos a otro tren dispuesto ya, emprendiendo la marcha hacia Bustillos. Orozco volvió a llamarme a su lado, y conversamos mucho, sobre las campañas, callando él modestamente cuando pudiera ser digno de elogio. Pude observar la humildad del jefe de los revolucionarios y sus buenos sentimientos, por algunos detalles que anoté. Hablando con Madero. —¿Tiene usted miedo de morir en un encuentro con los federales? – pregunté de improviso. —Absolutamente. Nunca, ni estando en los Estados Unidos me sentí tan seguro como me siento desde que entré en la república. Aún allá, pensé que estaba expuesto, pero aquí, nada temo. —¿Qué opina usted del coronel Abraham como gobernante? —Que es un hombre de buenas intenciones, honrado y popular en Chihuahua. Bajo su gobierno nunca habría habido descontentos. Entre nosotros tiene incontables partidarios, pero es periodista hasta la médula. —¿Obtendría un puesto importante al triunfo de la revolución? —Si él quisiera... pero lo dudo. —¿Qué me dice usted de Flores Magón? —Flores Magón, desde hace mucho tiempo, estando yo en México, me escribió invitándome a levantarme en armas contra el gobierno, pero yo le contesté una carta muy razonable diciéndole que no era el momento propicio, que había necesidad de preparar el terreno; que yo lo prepararía y entonces nos pondríamos de acuerdo. Desgraciadamente Flores Magón se nos ha separado, caminamos desunidos. —¿Ha injuriado a usted, verdad? —Pues... sin razón, en fin, dejemos eso... Se notará el poco orden que había en mis preguntas, porque quería aprovechar el tiempo y las hacía conforme me iban ocurriendo. —Garibaldi, ¿es efectivamente nieto del gran Garibaldi? —Lo es, puede usted garantizarlo. —¿Recibe sueldo? —Ni sueldo ni promesas. Está con nosotros, como varios americanos, por simpatía a la causa. Ninguno de los extranjeros que vienen con nosotros es mercenario. Y no sólo de los extranjeros digo esto: también de nuestros paisanos. Nadie cobra sueldo. Reciben alimentos ellos y sus familias, pero ni un centavo en efectivo. Una vez quise asignar a mis soldados un peso diario y protestaron indignados. “Peleamos por la patria no por dinero” –me dijeron. Nota.- el contenido de esta “Fragua” es parte de un texto que preparé para una conferencia del 11 de mayo a la que me había invitado el representante del ICHICULT en ciudad Juárez, hasta el último momento esperé comunicación y al final no supe qué sucedió. Aprovecho esta parte del texto para compartirlo con los lectores, recordando que el jueves 10 de mayo se cumplieron ciento un años de la toma de ciudad Juárez. En “La Fragua” de la semana próxima escribiré la parte de los sucesos sangrientos de Puebla y sobre la muerte de Ignacio Herrerías.