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EL AMOR COMO FORMA DE CAZA
RAIMUNDO MONTERO
Título: El amor como forma de caza
Autor: © Raimundo Montero Pizarro
I.S.B.N.: 84-8454-371-4
Depósito legal: A-829-2004
Edita: Editorial Club Universitario Telf.: 96 567 38 45
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
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Printed in Spain
Imprime: Imprenta Gamma Telf.: 965 67 19 87
C/. Cottolengo, 25 - San Vicente (Alicante)
www.gamma.fm
[email protected]
Reservados todos los derechos. Ni la totalidad ni parte de este libro puede reproducirse o transmitirse
por ningún procedimiento electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación magnética o
cualquier almacenamiento de información o sistema de reproducción, sin permiso previo y por escrito
de los titulares del Copyright
Para Luz Poveda Morote,
por su luminiscencia,
dulzura y embrujo.
3
Sepades Sr. Bretón
que de Poniente a Levante
es sin disputa Alicante
la millor terra del món.
(El Marqués de Molins se dirigió de esa
forma tan ocurrente al comediógrafo
Bretón de los Herreros).
5
Del principio al fin de lo narrado
en esta novela, así como la totalidad de
sus personajes, son ficciones acaecidas
literariamente poco antes de la aparición
del euro.
7
Índice
1.- Los primeros escarceos amorosos por Alicante ........ 11
2.- Inicia la embestida por la feria del amor...................39
3.- Una primigenia cita reveladora .................................63
4.- La entrevista en la agencia de arreglos .....................75
5.- Crónica de una coincidencia...................................... 91
6.- El boletín casamentero ............................................ 101
7.- La cita en la Comisaría de Policía de Alcoy ..............111
8.- Entenderse con monadas del Este .......................... 137
9.- Al ataque por las tascas de El Barrio ....................... 161
10.- Elija señora por catálogo .......................................193
11.- ¿Una beldad como tú en un agencia cómo ésta? ...201
12.- ¿Contingencias o suspicacias? ...............................227
13.- Es imposible dejar de acosarte ............................. 243
14.- Revolcones con una afrodita desconcertante ....... 249
15.- Una pareja equívoca...............................................267
16.- El precio de la obstinación.....................................275
17.- La lógica impone su ley ..........................................281
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1.- Los primeros escarceos amorosos por Alicante
“El amor es el esfuerzo que un
hombre realiza para conformarse
con una sola mujer”.
Paul Le Fèvre Geraldy
(1885-1954); escritor francés.
En el mercadeo amoroso, que se establece con idea de
buscar la pareja que a uno más le convenga, se precisa sagacidad
y afinar al pelo la puntería. Sin embargo, para desgracia de
muchos, no solemos actuar con la astucia y sensatez que merece
un tema tan trascendental en la vida del común de los mortales.
Si cualquier persona, hasta los menos dotados intelectualmente,
cuando compra algún artículo en un supermercado lo inspecciona de arriba abajo, se plantea la relación entre la calidad y el
precio, etc.; entonces, ¿por qué causa tantos incautos actuamos
tan a la ligera en el tema del amor, siendo así que nos jugamos
bastante más que con la adquisición o no de un simple producto
en un comercio? Desde luego, probablemente incurramos en esa
necedad visto que en la adolescencia y en la juventud no somos
conscientes del riesgo de que nos estamos jugando gran parte
del bienestar o de la felicidad en esta única existencia, sin percatarnos de que si dejáramos de estudiar, cursáramos unos estudios
en vez de otros, saliésemos con una chica y no con su amiga, nos
pudiese solucionar o complicar gran parte de la existencia.
Ramiro F* C* nunca se atuvo a las anteriores consideraciones, acaso a fuerza de mantener un elevado concepto de sí
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Raimundo Montero
mismo; más de lo aconsejable por motivo de su valía y de cara a
desenvolverse adecuadamente en la jungla humana de Alicante.
Una idea obsesiva, de la cual Ramiro no podía desprenderse, ligada habitualmente al miedo y a la ansiedad, dirigía su
conducta. Deseaba ansiosamente encontrar pareja, unirse a ella
en matrimonio y “follar por lo legal”. De esa manera denominaba
el objetivo principal por el cual necesitaba ardientemente una
novia que, tras un breve noviazgo, se convirtiese en su esposa.
Para colmo de sus desgracias, esa obstinación le surgió con
determinación a los veinte años; si bien a esa edad quizá no obre
en provecho propio semejante ofuscamiento.
En cuanto a su fisonomía cabe resaltar: de estatura ligeramente baja; constitución canija; ancho de espaldas y estrecho de
culo, de esos tipos que vulgarmente se pregona “que no tienen ni
media hostia” por lo escuchimizado de su complexión, y eso que se
atiborra con la voracidad de un mastín. Su semblante no llega a lo
corriente: ojos oscuros y enjutos, nariz exuberante y respingona;
su morro no desluce tanto como sus napias; sin embargo; habla
tan blando que obliga a prestarle excesiva atención; y, sin contar
con que, en otras ocasiones, alza el tono de voz y salpica briznas
de saliva a quien diste un palmo o dos de sus labios. Los dientes,
más exactamente los incisivos superiores, le asoman de sobra
crecidos y con notoria separación los unos de los otros; en mitad
del pecho le enflaquece aún más una excesiva oquedad que le da
un aire de lo más raquítico; las extremidades inferiores enclenques, con la curvatura característica de los patituertos, a juego
con la disimilitud de su talle; pies de gigante, con un cuarenta
y seis de número de plantilla, harto grandes en correlación con
su exigua corpulencia. Con esa peculiar figura, más de uno no
se molestaría a fanegadas en rumbear a la caza y captura de la
amada, salvo que fijase sus apetencias exclusivamente en las más
feas, contrahechas o de origen teratológico. Él hubiera de deliberar: ¿para qué voy a salir y copular con una tía muy atractiva si
resultaría como una modelo dándole la teta a un puerco? Gracias
a la alta consideración que otorgaba a su persona, no condujo su
pensamiento ni analizó sus circunstancias con la clarividencia
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El amor como forma de caza
descrita, sino que habitualmente se encaprichaba de las féminas
más alejadas de su exigua talla de seductor. Apuntaba la mar de
alto, sin reparar en que cuanto más elevase las expectativas, el
batacazo habría de ser necesariamente mayor.
Ramiro abandonó su mediocre carrera de estudiante en
los exámenes de septiembre en que superó el 3º de BUP en el
Instituto Jorge Juan de Alicante. Se ganó el suficiente de sus
profesores más que nada por desembarazárselo y en consideración a que su padre les aseguró que le buscaría una tarea manual,
poco exigente en el ámbito intelectual y con la cual lograse
ganarse con dignidad el sustento, pues repetía por tercera vez
el último curso del bachillerato. A él no le importaba cambiar de
aires, sino que, más bien, le supuso un respiro: “De esta suerte
me dedicaré a buscarme un curro con el cual sacar adelante a mi
futura familia”, reflexionaba.
Corrían a su fin los años noventa –ya sólo los nostálgicos
de la mano dura recordaban, durante los años que les resten de
vida, al viejo General que había dictado con mano de hierro el
gobierno de España y apartado a ésta de la democracia europea-,
en el período que Ramiro procuraba su inserción laboral en la
capital de la costa Blanca. Su padre comprendió que su hijo sin
asistencia externa difícilmente encontraría ocupación. Intuía,
tanto él como su esposa, que le faltaba ese espíritu emprendedor
y decidido de quienes nunca se cuentan en las listas del paro
obrero. Por fin, su progenitor se tomó en serio aquello que
prometió a los profesores con tal que le aprobaran el curso y
obtuviese su hijo un patético título. Tras varios intentos fallidos,
se valió de su hermano -tío de Ramiro por parte de padre- que
trabajaba a unos ciento cincuenta metros de la plaza de Toros,
en la fábrica de Tabacos, de la cual destaca a nivel arquitectónico
una puerta de estilo toscano. Este pariente utilizó su influencia en
la recomendación de su sobrino, que si no se pasa varias primaveras con contratos basura de un mes o dos. Ramiro, el nuevo
afiliado a la Seguridad Social, pronto olvidó que no ocupaba un
puesto laboral por méritos propios, y se jactaba ante sus afectos:
“Con este trabajo fijo, solamente me falta encontrar chavala a fin
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Raimundo Montero
de tener resuelta la vida”. De ese estilo lo manifestaba él; por más
que algunos conocidos suyos opinen que quienes creen haber
solucionado su vida, lejos de conseguirlo, se hallan perdidos y se
la complican terriblemente, de puro que nuestra peregrinación
terrenal no presenta ningún tipo de solución sino un desenlace
trágico e inevitable.
Desde el inicio en su empleo, comenzó a fijarse detenidamente en todas y cada una de sus compañeras de la fábrica de
Tabacos. Tras analizar cuidadosamente el aspecto, el carácter
y los pros y los contras de cada moza, llegó a encapricharse
de Pilar, la más simpática y además apuesta de entre todas las
demás asalariadas que se buscaban el sustento con el a la corta o
a la larga cáncer de garganta, de pulmón, etc., de los devotos de la
imitación y del lucirse socialmente; considerando que el común
de los jóvenes convierten sus bocas en chimeneas por mimesis
social y porque suponen que les ayudará a relacionarse.
Ramiro invitó a Pilar en reiteradas ocasiones a tomar café
en el bar que ella eligiera y fuera del horario laboral. Tras varias
negativas, Pilar se vio en el aprieto de resolver la forma de librarse
de él: “Si me vuelve a insistir, aceptaré por compromiso. Aparte
de feo, no parece mala persona y no me conviene enemistarme
con un compañero”, meditaba la pimpolla en apuros. Él continuó
importunándola y ella consintió en una primera y, por las trazas,
última cita: un sábado a las seis de la tarde en la cafetería Copacabana, sita frente a la iglesia de la Misericordia.
Un tanto ilusionado y ampliamente nervioso, Ramiro se
dejó ver por el cafetín a eso de las cinco y media de la tarde. Se
acerca a la barra, hasta el punto que separa su testa de la del
camarero un escaso medio metro. Sin mediar palabra, se gira
y acomoda en una de las dos mesas de la parte de la derecha
de la puerta de entrada, frente a la barra del establecimiento.
Al sopesar esa rareza, por si se encontraba con un espécimen
extravagante o peligroso, el dependiente aguarda alrededor de
cinco minutos en arrimarse a su mesa y le consulta:
-¿Qué desea el señor?
-Luego me tomaré un trago con la chica que estoy espe14
El amor como forma de caza
rando.
-Como usted quiera, ¡no faltaría más! –concluye el camarero en tanto que se aleja del cliente.
En la cafetería Copacabana se respira un ambiente entre
bar tradicional y café-tertulia de los años ochenta. El establecimiento luce una espléndida barra, situada a la izquierda de
la entrada. A continuación de ésta se halla un pequeño recinto
destinado para el fogón, la despensa y los utensilios de cocina.
Frente al mostrador, las dos mesas mencionadas, dos teléfonos
públicos y, tras estos, una máquinas tragaperras, una de juego de
azar y la otra de expendeduría de tabacos. Al lado de las mesas, se
empina una escalera angosta de escalones de madera, por la cual
se accede a la primera planta de la cafetería, una sala de copas
y tertulia. Cuenta con dos aparatos de televisión, uno en cada
planta, con el propósito de que se atiborre la taberna en las tardes
en que se transmitan partidos de fútbol, especialmente si juega
el Barcelona o el Real Madrid. Frente a la escalera, en su parte de
arriba, hay una antesala de unos cuatro metros cuadrados, donde
han instalado un lavabo, de esos antiguos y cutres, provisto de
un espejo tan grande como destartalado. Este recibidor sirve de
lavabo común y de entrada a la puerta del aseo de señoras y al de
caballeros.
Pilar apareció -en cierto grado forzada- por el bar sobre las
seis y media, y con una vestimenta tan descuidada que delataba
la desidia con que acudía a la cita. Mejor o peor vestida, estaba
preciosa gracias a que, si una mujer poco agraciada por ricamente que se atavíe de punto en blanco o se maquille con lindos
afeites no hace sino remarcar sus deformidades; ella a despecho
de que vaya desaseada o abandonada no alcanza a ocultar sus
encantos. Esta fémina -no se trata de una belleza espectacular,
ni siquiera ha tomado en consideración el conato de exhibir su
figura en la pasarela- acostumbra a encandilar a los hombres no
por los detalles de su silueta –ligeramente baja, no destaca el
color de sus ojos, ni maravilla su reducida pechera o sus piernas
estilizadas, bien que exiguas de alzada, etc.-, sino por el atractivo
de su conjunto. Le encaja la definición de resultona tirando a
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Raimundo Montero
hermosa. Se la consideraba la más escultural de la fábrica de
Tabacos por cuanto su atractivo físico lo realza su talante alegre
y su constante cordialidad.
-¡Qué tal!; perdona por mi tardanza –se excusa y toma
asiento en la mesa, justo frente a él. No quiso acomodarse a su
lado. Desde el principio prefiere mantener las distancias.
-¡Hola! No te preocupes; acabo de llegar –mintió por
hacerse el interesante y que no supiera que la aguardaba cerca
de una hora.
“Ahora que se ha sentado la nena –piensa el camarero-,
voy a ver qué les apetece consumir. Para eso se ha de entrar aquí;
no como el tío raro que la acompaña, sin gastarse ni un duro en
cerca de una hora”.
-¿Qué desearán los señores? –inquiere educadamente el
camarero por guardar las formas con los clientes; de lo contrario,
les habría preguntado lo siguiente u otra frase referida con
análoga befa: “¿Se tomarán algo o han venido sólo de charleta?”
-Yo solamente una ración de agritos –solicita Ramiro.
“¡Arrea con lo que pide! ¡Cómo todo lo haga tan raro! –se
hace cruces ella.
-¿Y usted, señorita?
-Para mí un café con leche.
Inmediatamente se marcha a preparar ambas consumiciones. Ella permanece a verlas venir, por si él se decide a revelar
el motivo de casi forzarla a personarse en el cafetín, ampliamente
presionada por las insistencias. Él no atina cómo iniciar la
tertulia: juzga inoportuno el confesar de buenas a primeras que
anhela salir con ella, la compañera de sus fogosas pretensiones.
Transcurre un minuto y ninguno emprende la charla. A cosa
hecha, ella comienza una conversación insulsa sobre si él se
encuentra a gusto en su nueva actividad profesional. Con voz
débil y con aires de afeminado, contesta que en el ámbito laboral
ha colmado sus aspiraciones en una fábrica tan principal en
Alicante. Ella, con tal de no perseverar en esa situación hasta
cierto punto comprometida y absurda, le interroga:
-Me vas a perdonar, no tengo mucho tiempo: a las ocho
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El amor como forma de caza
me recogen en casa unas amigas. He de marcharme antes a
cambiarme de ropa, y quisiera conocer el motivo de esta cita
-acaba su intervención y fija su consideración en que el camarero
sube a la primera planta del bar y entra disimuladamente en el
aseo donde claramente hay dibujado el cuerpo de una mujer en
la puerta, particularidad que le conduce a sospechar: “¿Por qué
entra, y con malas mañas, en el aseo de señoras”.
-Pues…; la verdad…; solamente hablar contigo un rato
–responde entrecortado, vacilante y con su habitual costumbre,
le llena de briznas de saliva la cara.
Pilar se echa instintivamente hacia atrás; saca un pañuelo
de papel de su bolso y con asco se limpia la escupitina que, a
manera de una ametralladora, inconscientemente le ha disparado por los alrededores de la boca.
“¡Por mi madre, qué gorrino! Este asqueroso –repuesta
del escupitajo, prosigue con sus especulaciones- no sirve para
sostener una conversación normal, ni reconoce que se muere por
cortejarme, como si yo alternara con tipos tan pizca seductores”.
Al comprobar que se sucedían los segundos y él continúa
atolondrado y corto de lengua, sopesa entre sacarle ella del atolladero o estar al pairo y concretar hasta dónde raya su mojigatería.
Al fin, venció en la fémina la curiosidad o el retorcimiento, y en
unos veinte segundos recorre con una mirada escrutadora el
semblante lastimero del caballerete. Cesa ese insolente examen
y se fija en que el camarero ha salido del retrete. Al cabo de un
rato, entra de nuevo; lo cual la conduce a cuestionarse: “¿Qué
le llevará a frecuentar tanto el aseo de señoras, si él no debiera
entrar ahí y todavía peor con clientas en el bar?”
Ramiro, al sentir los ojos inquisidores de Pilar sobre su
pobre persona, comienza a atarantarse, sin conseguir apartar
de sí el aturdimiento. Aun sabedora de que la situación lo exige
imperiosamente, Pilar no inicia una plática trivial.
Ramiro se frota la frente con la mano izquierda, en señal
del esfuerzo que le reporta comunicarse con la joven:
-Me per...; permites que te invite mañana al cine, y tú
eliges la película que menos te agrade; perdón, que más te
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Raimundo Montero
agrade.
La real moza nota que le aflora un flujo, mas no el cíclico o
mensual de las hembras, sino el de la risa. Evita desternillarse en
sus morros; con cara risueña por no haber ocultado totalmente
su estado jocoso, le comunica:
-Me vas a disculpar, pero he de ir al aseo –manifiesta con
sonsonete burlón en el instante que ve bajar al camarero por la
escalera.
“De paso que me lo quito de encima, voy a averiguar por
qué el camarero va tanto al aseo, de esa manera tan extraña”
–echa sus cuentas Pilar en el momento que camina por la escalinata de acceso al retrete.
La curiosidad le arrastra a examinar toda la estancia. Ella,
de suyo tan imaginativa y supuesto que había contemplado varias
películas morbosas sobre las prácticas sexuales de los hombres,
se imagina que en un rincón oculto del aseo el camarero guarda
una revista pornográfica con la cual se distrae o se consuela si no
le reclaman los clientes y si siente la afluencia de los impulsos en
su órgano más dúctil y menos disciplinado. Con la firme determinación de desvelar el misterio, intenta entrar en el servicio de
señoras. Le escama que esté cerrado por dentro, siendo que ella
misma ha observado al empleado del cafetín partir del excusado.
Penetra en el de caballeros y no descubre ninguna anomalía,
fuera de que el último ocupante se ha largado sin estirar de la
cadena. Ella, pulcra y delicada, la estira sin dilación. Sale de esa
pequeña letrina y se propone entrar en la otra. Al situar la mano
en el pomo de la puerta y girar éste con energía, comprueba que
permanece atrancada por dentro.
“¿Cómo es posible que esta puerta esté cerrada, si el
camarero salió de aquí y no ha entrado nadie desde mi llegada al
café” –se plantea no inocentemente.
Entra en la estancia abierta, se desviste lo necesario y
suelta la vejiga a placer, sin apoyar las posaderas en el váter
por evitar infectarse de ladillas u otros parásitos. Regresa a la
antesala del aseo, donde han colocado el lavabo y, sobre éste, un
espejo de medio cuerpo. Se contempla ante la lámina de cristal
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El amor como forma de caza
azogado y, por lo desarreglada, discurre:
“¿Qué mal que voy vestida, con lo que me gusta a mí
lucirme por Alicante; aunque, pensándolo bien, tampoco se
merece más quien me aguarda abajo”.
Arrincona por completo esos pensamientos y se olvida
de Ramiro. Torna a la puerta del escusado y fracasa una nueva
tentativa de abrirla. Al confirmar que sigue asegurada con pestillo
u otro instrumento que impide que se abra, recapacita:
“Aquí hay gato encerrado. No me cuadra que el camarero
entrase tanto al aseo de señoras, ni que alguien permanezca en
él cerrado tantos minutos. ¿Es probable que halla ahí dentro más
de una persona?” –persiste en sus reflexiones.
Sale de la antesala de los retretes, gira a su derecha y
se sienta en una de las mesas de la primera planta. Discurre
unos cinco minutos en lucubraciones tendentes a solucionar el
enigma. Al comprender que no solventará el asunto a menos
que averigüe si lo ocupa alguien y por qué razón la puerta sigue
atrancada, sin cumplir su servicio con la clientela femenina,
se alza y se sitúa frente al aseo de señoras. Mueve a diestro y
siniestro la empuñadura y, tras cerciorarse de que se mantenía
perfectamente sellada, golpea la portezuela con la mano. Unos
segundos después, repiquetea en el centro de la puerta con
suaves pero constantes golpes. Una hembra normal habría desistido en resolver ese misterio, por otra parte un tanto estúpido y
sin irle ni venirle a ella ese particular. No obstante, de caprichosa
y obstinada, muy peligroso se le ha de poner un brete para que
desista de sus pretensiones.
Desencantada al advertir cómo transcurrían los minutos
sin satisfacer su curiosidad, recordó que casi no quedaba papel
higiénico en el rollo que ella acababa de utilizar y cuán poco le
costaba desenrollarlo y tirarlo a la papelera. Penetra en el escusado de varones y lo lleva a cabo. Especulaba en que disponía
de un pretexto con el cual dirigirse al camarero y solicitarle que
necesitaba imperiosamente auxiliarse en el lavabo y que, al no
haber papel en una de las letrinas, le abriese urgentemente la
otra. Pensado y hecho: parte del evacuatorio y se presenta en
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Raimundo Montero
la parte de la barra donde el camarero se halla enfrascado en la
tarea de abrillantar la cafetera. Ramiro no comprende su actitud
ni por el forro: ni por qué ha tardado tanto en el aseo y, con
mayor motivo, a qué va a la barra y pasa a su lado sin inmutarse,
como si no lo conociera. Un joven con dignidad, cierta psicología
mundana y un tanto trotamundos, le habría exigido explicaciones. Por pasmado, ni siquiera llegó a plantearse tal resolución
de una cita malograda, y aguanta en plan pelagatos a cerciorarse
en qué acabará el lance.
-Si no le molesta, ábrame la puerta del lavabo de señoras.
En el otro no queda papel y me urge hacer mis necesidades.
-Vaya al de hombres, que si alguien pretendiera entrar, ya
le advertiré yo –manifestaba el camarero, a quien no le petaba
doblegarse a sus requerimientos.
“Con razón suponía que algo anormal pasaba en el aseo”
–meditaba Pilar de paso que prueba a intimidarlo:
-Repito: no hay papel en el de caballeros.
-¡Dale que dale!; yo hago lo que puedo y está en mi mano
solucionar -alega por despacharla, a despecho de que el dueño
de la cafetería de tanto economizar, en algunas ocasiones, se
acababa el papel higiénico sin molestarse en reponerlo.
A Pilar, intrépida y pizpireta, no le importa volver a entrar
en el retrete de hombres; si bien se negó rotundamente por
esclarecer el rompecabezas que había absorbido su voluntad.
Hasta tal punto se había emperrado que se enzarza con un simple
empleado y le propina un amago de amenaza:
-Si no viene conmigo al aseo, podría revelar este desagradable incidente a su jefe; o, si pone algo de su parte, lo solucionamos sin más.
-No tome pesadumbre; los clientes siempre tienen la razón
-el camarero se siente atrapado y consiente en acompañarla.
Ramiro ha escuchado perplejo la discusión que mantenían. No les quita los ojos de encima hasta que, más desconcertado todavía, descubre que ambos entran en la antesala de los
lavabos. Ni se inmuta, y considera: “La esperaré con la paciencia
que merece la mujer más guapa e interesante con la que he
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El amor como forma de caza
podido codearme”.
Si la personalidad de Ramiro hubiese reunido en grado
mínimo las virtudes de un héroe, se hubiese emplazado, cara a
cara, ante Pilar; habría averiguado qué infausto suceso acontecía
y se habría marchado de inmediato y sin pagar su consumición,
con un desplante de esta guisa: “¡Hasta más ver! Paga tú la
cuenta, que por tu culpa he perdido una tarde valiosa”. Por
contra, su carácter concuerda con el de Sócrates y Jesucristo, dos
antihéroes de lo más corriente; ambos se inhibieron de luchar por
salvar el pellejo ante quienes les juzgaban de los delitos que se les
incriminaba. El griego se sentía superior a sus jueces atenienses,
en una prueba de soberbia temeraria e insensata. Ni siquiera se
dignó a escaparse de la cárcel en la oportunidad en que sus discípulos le organizaron la fuga. A su parecer, por lo inviolable de las
leyes y la inmortalidad del alma, “no he de rebelarme contra la
condena, por injusta que sea -analizaría Sócrates-; me beberé con
tranquilidad de espíritu la cicuta, y me desprenderé para el paso
a mejor vida de este cuerpo tan envejecido”. Similar desgracia
corrió unos siglos más adelante Jesucristo, quien, ni ante el
sumo sacerdote Caifás, ni en presencia del procurador Poncio
Pilatos, se molestó en justificarse y declarar ni una frase que le
pudiese librar del tormento de la crucifixión. “¡Cómo se atreven
a dirigirse a mí –pensaría Jesucristo- sin rendirme adoración y
condenarme, si yo soy el hijo de Dios! Lo expiarán en el infierno
de fuego y azufre si me castigan; y mi Padre no permitirá que
me crucifiquen y me conducirá a su trono celestial, donde se
halla mi reino eterno”. ¡Qué actitudes tan pusilánimes, cobardes
e infelices las de este trío de cándidos: Sócrates, Jesucristo y
Ramiro. Allá cada cual con sus motivaciones o sus agonías; ahora
bien, cualquier superhombre prefiere las hazañas de Heracles,
Odiseo o Aquiles a las inhibiciones de este terceto de apocados.
Pero prescindamos de tales comparaciones, por más que nos
clarifiquen el temperamento de vasallo o psicología de esclavo
de Ramiro, y sigamos el relato de las peripecias de Pilar, más
acordes con las gestas de los héroes griegos que con el vasallaje
de los antihéroes mencionados.
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