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El derrotero del cerro El Plomo
Gentileza de Flavio Briones
www.librosmaravillosos.com
1
Jean Arondeau
Preparado por Patricio Barros
El derrotero del cerro El Plomo
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Jean Arondeau
Introducción
Diversos motivos, entre los cuales no era el menor mi deseo de “rodar tierras”, me
hicieron llegar por primera vez al puerto de Antofagasta en un luminoso día del mes
de Enero de 192…
Gracias a un amigo de mi padre, pude emplearme, casi inmediatamente, en una
firma extranjera, y así empiezan los acontecimientos que han dado vida a este libro.
Se desempeñaba como Mayordomo de la Casa, un simpático setentón a quien
denominaremos Apolónides Ulloa, que era muy estimado de cuantos trataban con él
por su carácter afable y servicial y por sus dotes de corrección y honradez. Ulloa era
sobreviviente de la campaña de 1879 y también había tomado parte en la
revolución de 1891. Aparte de estos títulos, que de por sí encierran la idea de
aventuras, Ulloa había sido un incansable viajador y era agradable oírlo contar sus
anécdotas que salpimentaba con interesantes experiencias.
Como él residía de firme en Antofagasta, se había hecho de una casita situada en
los alrededores del puerto y que había convertido pacientemente en un pedazo de
nuestro florido Sur. Vivían con él, su esposa y su hija, casada ésta con Moisés
Aguayo, a quien también veremos figurar en los acontecimientos.
Dos o tres meses después de mi llegada, me había hecho un buen amigo de Ulloa,
llegando por último a vivir en su casa, donde prácticamente, encontré un segundo
hogar.
Durante un feriado y con objeto de conocer las oficinas salitreras, me dirigí a la
pampa, portando una carta de Ulloa para uno de sus amigos, que fue muy atento y
servicial.
Pocos días antes de mi regreso a Antofagasta, un accidental conocido que se
jactaba de ser el mejor “baqueano” de la provincia, me invitó a que lo acompañara
al “cateo” de unos valiosos yacimientos de plata, cuya ubicación sólo él y su mozo
conocían.
No vacilé en aceptar y esa misma noche partimos hacia el interior en una caravana
compuesta por seis personas.
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Largo sería imponer a los lectores de las innumerables incidencias del viaje, pero,
en honor de la verdad, debo declarar que si salí con vida, fue por razones que
jamás he podido ni podré explicarme.
El mozo que iba a cargo del rumbo, declaró haberlo perdido, después de cinco o seis
horas de andar. Mi ocasional amigo, o sea el otro “conocedor”, después de algunos
aparatosos
reconocimientos
del
terreno
(en
plena
oscuridad),
se
declaró
incompetente para enmendar lo hecho por su ayudante, debido a lo cual tuvimos
que detenernos en espera del nuevo día.
El resto de la noche fue interminable: ateridos de frío a pesar de nuestros abrigos,
desalentados, envueltos en una mojadora neblina (camanchaca), sufrí, por mi
parte, un cruel malestar como lo fue una neuralgia facial provocada sin duda por el
hielo.
Al amanecer continuamos la marcha, pero el mozo que había pasado la noche
probando el contenido de unas botellas de pisco, terminó por extraviarse y
extraviarnos más de lo que estábamos, a tal punto que, a mediodía, mi flamante y
“baqueano” amigo confesó, visiblemente alterado, que no había conocido jamás
personalmente el buscado yacimiento sino de oídas y que, a pesar de sus
conocimientos de la pampa, no sabía dónde nos encontrábamos.
Ante esta situación, iniciamos el regreso guiándonos por las huellas recientes de
nuestros animales, pero esta única referencia había sido borrada en una enorme
pampilla muy barrida por el viento.
Tratando de encontrar por lo menos nuestro campamento de la noche anterior, nos
vimos a las tres de la tarde encerrados en una especie de callejón de cerros bajo un
sol abrasador. El agua se terminó. Al tratar de poner en práctica el sistema de que
los animales buscaran por sí mismos el camino de regreso, no se movieron.
Afortunadamente, alguien logró captar el lejano pitazo de una invisible locomotora
y, después de una odisea de pesadilla, logramos encontrar una línea férrea.
La expedición se dividió en dos grupos: uno que seguiría por la línea en
determinada dirección, y el otro grupo hacia la opuesta.
La partida que encontrase recursos, mandaría avisar a la otra, para lo cual nadie
debía separarse de los rieles.
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Mi grupo fue alcanzado casi al anochecer por una volanda enviada por los otros
compañeros desde una pequeña estación o paradero al que habían llegado a las
pocas horas.
En Antofagasta debí hacer cama con alta fiebre, y en estas circunstancias fue
cuando escuché de Ulloa el apasionante relato que, con toda fidelidad, se transcribe
en la primera parte de este libro.
Así mismo, con toda exactitud y extractados de mi Diario de Viaje he vertido en la
Segunda Parte los sucesos en los que, por una misteriosa decisión del Destino, debí
actuar personalmente después en el mismo escenario donde corrieron sus extrañas
aventuras Ulloa y su acompañante.
Dedicatoria y aclaración
Dedico esta narración a mi buen amigo Daniel de la Vega, escritor chileno quien, a
mi juicio, ha sabido interpretar al través de sus obras, el sentido de la vida en forma
profundamente humana.
El autor.
“... y así la muerte nos irá llevando uno a uno y cuando pase un
tiempo se olvidarán todos de que siquiera hemos existido, porque
así es la vida. Ud. que tiene condiciones, ¿por qué no escribe un
libro donde figuren nuestras sufridas y tristes aventuras?
Cuando ya no estemos en esta tierra, servirá como un recuerdo
para mis hijos y también para los suyos...”
(De la última carta que recibí de Ulloa.)
El relato que se hace en estas páginas tiene un fondo absolutamente verídico. Sin
embargo, por razones de carácter personal, se han substituido los verdaderos
nombres de los protagonistas, como así mismo se han omitido las denominaciones
de ciertos parajes donde se desarrollaron los hechos.
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Primera Parte
La expedición Ulloa – Miolati en 1892
§1
La narración de Ulloa
Terminada la revolución de 1891, Ulloa regresó a su pueblo natal (Coquimbo),
donde obtuvo un puesto en una firma de embarques marítimos.
En sus frecuentes visitas a los barcos, Ulloa trabó conocimiento con un francés de
apellido Mertiel, ya algo entrado en años, que negociaba tabacos y cigarrillos a
bordo para revenderlos en tierra.
El trato entre ambos fue estrechándose hasta llegar a ser muy buenos amigos. Es
de advertir que de parte de Ulloa había hacia el francés mucho de lástima, pues se
dio cuenta de que éste llevaba en su alma una constante tragedia causada por una
dama con la cual convivía y la que lo trataba en forma por demás despectiva, a
pesar de la adoración que Mertiel demostraba hacia ella. La mujer era, al decir de
Ulloa, muy hermosa y más joven que su amigo Mertiel, pero a pesar de esto, le
inspiraba una profunda animadversión (a Ulloa) debido a que, al serle presentada
por Mertiel, ella le hizo visibles desaires y le dio a entender indirectamente que no
visitara más su casa. Veremos más adelante, cómo obró este sentimiento de Ulloa,
en el desarrollo de los acontecimientos.
Cierta vez que Ulloa y Mertiel comían juntos en uno de los barcos, este último se
puso expansivo y en tono confidencial dijo a su amigo que era dueño de una mina
de oro muy rica en los alrededores de Antofagasta, cerca de la costa, pero que sus
escasos medios económicos le habían impedido llegar hasta allá para trabajarla y
que esperaba la respuesta de un compatriota residente en ese puerto a quien le
había remitido importantes documentos relacionados con el asunto.
Ulloa, que alentaba desde hacía tiempo el deseo de ir a probar suerte a las
salitreras, le propuso a Mertiel irse juntos, pagándole los gastos del viaje y en el
entendido de que recibiría participación en las utilidades que obtuvieran en la
explotación de la mina.
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Mertiel aprobó entusiasmado la propuesta y, tras breve discusión de los planes,
sellaron el compromiso del viaje, el que se efectuaría en cuanto Ulloa redujera a
dinero un pequeño bien raíz que poseía en Coquimbo. Mientras tanto, ambos
guardarían un absoluto secreto a fin de que la mujer de Mertiel no interviniera en el
negocio.
A los pocos días y cuando ya Ulloa estaba por finiquitar la venta de su terreno, se
encontró con una desagradable sorpresa: Mertiel había desistido del viaje...
Después de una prolongada conferencia, Ulloa descubrió que su socio había violado
el pacto contándoselo todo a su mujer. Esta, que temió y con razón, ser
abandonada por Mertiel, tomó medidas violentas y en compañía de un hombre que
debía ser probablemente su amante, acometió contra el francés hiriéndole un ojo
con un trozo de vidrio y produciéndole otras lesiones.
Este hecho influyó hondamente en el ánimo de Mertiel, que de por sí era tímido, y
optó decididamente quedarse en Coquimbo.
Como de nada valieran las sugerencias y palabras de valor que le dijera Ulloa, éste
optó, de acuerdo con él, partir solo a Antofagasta para entrevistarse con el
compatriota a quien Mertiel le había enviado los documentos. Este personaje se
apellidaba Babiú. Ulloa comunicaría a Mertiel el resultado de sus gestiones apenas
se viera con este nuevo personaje, usando para ello el telégrafo. Entre las
instrucciones que Mertiel dio a Ulloa, estaba la de no remitir las comunicaciones a
su casa, sino al Correo de Coquimbo. Mertiel, a su vez, enviaría la correspondencia
a Ulloa, al Consulado de Francia en Antofagasta.
Pocos días después, el día 4 de Marzo de 1892, ambos socios se despedían a bordo
del barco que se llevaba a Ulloa. Mertiel aún llevaba vendado su ojo herido y
demostraba un profundo abatimiento que contrastaba con el entusiasta y optimista
ánimo de su amigo.
El vapor, como era costumbre en esos años, hizo un largo viaje de caleteos en casi
todos los puertos del litoral, y en ese lapso Ulloa enfermó de una violenta infección
intestinal, producida, según creía, por haber comido huevos añejos. La dolencia fue
tan grave que se vio obligado a desembarcar en Taltal y hospitalizarse. Desde su
lecho de enfermo, Ulloa envió a Mertiel su primera carta imponiéndolo de su
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contratiempo, pero esta comunicación, como pudo comprobar después, no llegó al
destinatario.
Apenas estuvo en condiciones de hacer viaje, Ulloa siguió a Antofagasta, donde se
informó que el señor Babiú había cambiado su residencia a Tocopilla. Sin pérdida de
tiempo, llegó a este puerto, no sin antes remitir desde Antofagasta una nueva y
larga carta a Mertiel dándole detallada cuenta de sus actividades.
En Tocopilla le fue fácil dar con el señor Babiú, quien era un viejo irascible, de
modales groseros, que lo trató en forma ofensiva. Babiú, después de leer la carta de
Mertiel que le presentó Ulloa, se desató en improperios, calificando a Mertiel de
“chantajista”. Acto seguido trajo un sobre grande de color azul y cuyos cierres
estaban lacrados, entregándoselo rudamente a Ulloa y conminándolo a que saliera
inmediatamente de su presencia.
Ulloa se hizo cargo del sobre y con voz amenazante “echó a buena parte” a su
interlocutor, retirándose rápidamente, pues temió acriminarse.
Como nada le quedaba por hacer en el Norte, resolvió regresar a Coquimbo a fin de
entregar a Mertiel el sobre que, por estar lacrado, no se atrevió a abrir. Por lo
demás, Ulloa pensó que Mertiel una vez en posesión de sus documentos se
encontraría más dispuesto a volver con él a Antofagasta para iniciar los trabajos de
explotación de la mina. Al día siguiente se embarcó, enviando un telegrama a
Mertiel anunciándole su regreso.
Desgraciadamente, el Destino le había fraguado una dolorosa sorpresa: al
desembarcar en Coquimbo se impuso de que su pobre amigo Mertiel había fallecido
de pulmonía, precisamente en la fecha en que él (Ulloa) se encontraba en Tocopilla.
Al averiguar en el Correo sobre sus comunicaciones a Mertiel, comprobó que
solamente había llegado a poder del fallecido la carta que le enviara desde
Antofagasta. La remitida desde Taltal no había llegado. El telegrama, anunciando su
regreso, se encontraba entre los sobrantes.
Por intuición Ulloa dedujo que Mertiel había contestado la carta que le había enviado
desde Antofagasta, lo que era efectivo. Más adelante se da a conocer la extraña
influencia que esta carta tuvo sobre Ulloa.
Venciendo su natural repulsión, Ulloa fue a visitar a la compañera de su
desaparecido amigo, pero ésta lo recibió desde una ventana de la casa. Tal actitud y
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el hecho de que ella no vistiera de luto, decidió a Ulloa el dejarse para sí el sobre
azul cuyo contenido deseaba vivamente conocer.
El sobre contenía varias cartas y un tosco y antiguo croquis, que es el mismo cuya
copia fotográfica se reproduce en estas páginas.
Las cartas eran: una proveniente de un punto de España cuyo nombre había sido
olvidado por Ulloa, pero que estaba fechada en 1860 o 1870, dirigida a un señor
Miolati y firmada por un tal Astola; cinco o seis cartas de Mertiel a Babiú. (Algunas
de estas cartas estaban desgarradas, tal vez por Babiú.)
La comunicación de España constaba de varias hojas y aun cuando estaba trunca,
pues le faltaban carillas, se refería a un entierro de oro pero en forma poco precisa.
Tampoco mencionaba el croquis, pero Ulloa estimaba, dada su antigüedad, que este
documento venía adjunto. Al ser efectiva esta suposición, es probable que el croquis
haya sido aludido en algunas de las hojas que faltaban en la carta.
Las cartas de Mertiel a Babiú, se referían todas al mismo “leit motif”: ayuda para ir
a sacar el entierro y, cronológicamente desde la segunda carta, pidiendo respuesta
a sus anteriores, lo que parece que Babiú no hizo nunca.
Según Ulloa, la última carta de Mertiel a Babiú era la más importante: desde la
primera hasta la última letra era toda una imploración para que Babiú le
respondiera. En un rasgo de desesperación le incluía el croquis y se refería en forma
ya definida al asunto, pues mencionaba “los corrales del cerro plomo con manchas
blancas” como el sitio exacto de la ubicación del entierro.
Como puede verse, el pobre Mertiel entregaba en esta forma su última y más
valiosa arma que tan celosa y justamente había conservado hasta donde le había
sido posible.
A la altura de estos acontecimientos, Ulloa se vio obligado a abandonar Coquimbo
con motivo de una partición de bienes en que salía favorecido y que él estimó como
un favorable augurio en el asunto del tesoro.
§2
Continuación del relato de Ulloa
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Poseedor de cinco mil pesos, producto de la partición, Ulloa regresó a Coquimbo,
donde se puso a pensar con calma en la realización de su nuevo plan.
Como primera medida consultó a una adivina, la que le pronosticó grandes peligros
y dificultades si se lanzaba solo a la aventura, pero sin decirle palabra de las
posibilidades de éxito.
Ante esta profecía, Ulloa decidió hacerse acompañar por alguien de confianza.
Después de pasar revista mental a su gente, eligió a un sobrino que tenía en La
Serena, llamado Próspero, joven de veinte años y muy experimentado, desde
pequeño, en viajes por el interior, donde su padre era dueño de pertenencias
mineras.
Al amor de un buen almuerzo Ulloa confió a su sobrino el proyecto de la expedición,
sin omitir ningún detalle. Próspero aceptó entusiasmado, sobre todo que los gastos
de viaje iban a ser costeados por su tío, aparte de las utilidades que obtuviesen y
de las cuales le correspondería la tercera parte.
Desgraciadamente, Próspero, cuyo nombre predisponía desde luego a pensar en la
futura prosperidad, no fue capaz de guardar el secreto y a consecuencia de esta
infidencia, Ulloa se vio asediado de parientes y amigos que le solicitaron
participación en la empresa.
Esta desagradable circunstancia agregada a la natural impaciencia de iniciar cuanto
antes su viaje, obligó a Ulloa a “esfumarse” entre gallos y medianoche en un vapor
que lo dejó en Antofagasta precisamente el día de su cumpleaños, lo que él
interpretó favorablemente.
Sin embargo, dentro del halagüeño cuadro que le presentaba la vida en esos
momentos, había permanentemente una sombra en su alma: el remordimiento de
no haber hecho un tiempo en Coquimbo para ir a visitar la tumba de su pobre
amigo Mertiel. Como compensación, Ulloa se había hecho la promesa de que a su
regreso, le haría erigir un mausoleo en el sitio de más valor del Camposanto.
El primer acto de Ulloa en Antofagasta fue ir al Consulado de Francia a buscar la
carta que suponía le hubiese escrito Mertiel desde Coquimbo. Esa carta estaba allí y
correspondía a la que Ulloa le había enviado desde Antofagasta al partir a Tocopilla
en busca de Babiú.
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El texto de la carta tenía la apariencia de haber sido escrita bajo el dominio de un
extremo desasosiego espiritual: Mertiel dudaba que Ulloa no hubiese encontrado a
Babiú en Antofagasta y estimaba, que ambos se habían concertado para robarle el
tesoro. (Nótese que ya Mertiel no se refiere a la mina.) Se basaba en esta
apreciación calculando el largo tiempo en que Ulloa, a pesar de su convenio no le
había escrito. (Ya vimos que la carta que Ulloa le envió desde Taltal, no había
llegado a poder de Mertiel.) La carta continuaba tratando a Ulloa de traidor y lo
emplazaba a sufrir el remordimiento de su cercana muerte (la de Mertiel). Después
de otros muchos cargos, Mertiel terminaba en forma por demás inesperada:
renunciaba a toda participación en el tesoro, cediendo este derecho a un señor
Miolati que se encontraba en Iquique.
La impresión de Ulloa fue enorme y se aferró a la constante idea de que su amigo
Mertiel había muerto mal diciéndolo como traidor.
Después de hondas meditaciones, Ulloa tomó una resolución muy propia de él: se
fue a Iquique, puerto al que llegaba también por primera vez y no descansó hasta
encontrar a Miolati. Es de advertir que Iquique en esos años estaba en pleno auge
salitrero y por lo tanto mantenía una enorme población tanto estable como flotante.
Hay que imaginarse el trabajo que debió desarrollar Ulloa para lograr su cometido.
Rudo desencanto sufrió al conocer al tal Miolati, pues éste era un perfecto atorrante
de veinte a veintidós años de edad, que pasaba borracho día y noche. Servía
malamente como ayudante de un fletero y era muy hábil en desplumar incautos con
el juego de azar denominado “Pepito paga doble”. Ulloa dice que trató con Miolati
cuando obtuvo la certeza de que en Iquique no existía ningún otro personaje de ese
apellido.
Como puede verse, Miolati estaba muy lejos de ser el compañero ideal de una
expedición, pero Ulloa que tuvo siempre por norma el estricto cumplimiento de sus
compromisos, se acercó a él hasta hacerse su amigo y lo acompañó muchas veces
en sus correrías por las cantinas en espera del momento oportuno para poder
plantearle la finalidad de sus propósitos. Cuando esta circunstancia se presentó,
Ulloa en forma muy velada (pues no olvidaba su experiencia con Próspero) le
propuso que lo acompañara a trabajar una mina cerca de Antofagasta.
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Miolati se negó terminantemente, manifestando que se encontraba muy bien donde
estaba y que no tenía el menor interés en ir a pasar sed en otra parte.
Ulloa recurrió entonces al poderoso argumento del dinero: le ofreció quinientos
pesos de inmediato y doscientos cincuenta pesos semanales mientras durase el
trabajo. Miolati, que ni en sueños había visto tanto dinero, aceptó, pero impuso dos
ingenuas condiciones: un traje nuevo y además la libertad de remojar su garganta a
las horas libres.
El trato fue cerrado, pero Ulloa se dejó un margen de seguridad, pues los cinco
billetes de cien pesos que correspondían a la primera cuota del acuerdo, los
seccionó en dos partes, dándole una de ellas a su nuevo socio y guardándose las
otras cinco mitades, las que serían entregadas a Miolati una vez que el barco
hubiera zarpado. También Ulloa guardó en su baúl un traje nuevo que compró a
medida para aquél, y por último se fijó la partida por el primer vapor que pasara.
Miolati, que se sintió un magnate, abandonó su trabajo y se entregó a beber más
copiosamente que nunca, contándole a quien quería oírle, que era dueño de una
mina.
Al momento de embarcarse, Miolati exigió a Ulloa la entrega de la otra parte de los
billetes, y una vez recibidos, fue a instalarse beatíficamente junto a un bien provisto
saco con botellas de licor que había traído desde tierra.
El punto inicial de la expedición iba a ser el puerto de Gatico que, de acuerdo con el
croquis, era el que quedaba más próximo al objetivo y donde, como de costumbre,
haría escala el vapor que los llevaba.
Hasta aquí existen ciertos “cabos sueltos” que no me ha sido posible coordinarlos
debidamente:
¿Qué circunstancias especiales existían entre Mertiel y Miolati de Iquique para que
aquél le cediera sus derechos? ¿Qué afinidad o parentesco existía entre Miolati
mencionado en la carta de España y Miolati de Iquique? Respecto a esto último, la
carta de España fue escrita cuando Miolati de Iquique era un niño de pocos años, y
no es creíble que Astola le hablara del entierro.
Por otra parte, Ulloa dice que Mertiel jamás le habló de Miolati de Iquique durante
los prolegómenos de la expedición y que al preguntarle a éste sobre Mertiel, había
obtenido la respuesta de que no sabía quién era.
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Estos cabos sueltos se presentan en todos los sucesos de nuestras insignificantes y
misteriosas vidas, por lo que no nos ocuparemos más de ellos en el curso de esta
historia.
§3
Continuación del relato de Ulloa
El triste y desolado aspecto de Gatico, que contrastaba con el bullicioso y alegre de
Iquique, impresionó muy mal a Miolati, manifestándole a Ulloa que no deseaba
seguir adelante y que le permitiera hacer entrega del dinero y la ropa para
regresarse cuanto antes a Iquique.
Ulloa recurrió a cuanto medio persuasivo estuvo a su alcance para evitar la
deserción del su socio, que representaba para él la segunda persona de Mertiel en la
tierra y sin cuyo concurso no podía hacer nada, según se lo había recomendado no
sólo su fallecido amigo, sino también la adivina.
Como los métodos empleados no dieran resultado, Ulloa decidió quemar sus naves.
Mostró a su desalentado ayudante el croquis y con vivas palabras le representó la
sencillez que significaba recorrer unos pocos kilómetros, sacar el tesoro y volver
quizás si en menos de veinticuatro horas en calidad de millonarios. No es extraño
que Ulloa en la nerviosidad del momento pudiera haber exagerado mucho a Miolati,
pero el hecho es que éste quedó deslumbrado y no solamente volvió atrás en sus
propósitos, sino que exigió que el viaje se realizara de inmediato.
En Gatico no fue posible completar los elementos necesarios, sino solamente dos
mulas ensilladas, por lo que se trasladaron a Cobija, situada pocos kilómetros más
al Sur. En este punto obtuvieron los víveres y herramientas, como asimismo dos
animales más, destinados a llevar el agua y el forraje. Ulloa, siempre previsor,
obtuvo también las indicaciones precisas de las aguadas a que sería preciso recurrir
en caso de emergencia.
Todo quedó listo un día doce, pero la fecha de partida fue el catorce, debido a que
Ulloa no le tenía mucha fe al número trece. En la noche del día doce, Ulloa se acostó
temprano y era ya pasada la medianoche cuando llegó Miolati acompañado de un
personaje que carecía de los dos antebrazos y del cual nos ocuparemos con más
detalle en adelante, pues ocupa un lugar preferente en los acontecimientos.
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Miolati venía tan ebrio, que se quedó profundamente dormido a los pocos instantes
de entrar a la habitación de Ulloa. El “sunco” estaba perfectamente lúcido y grande
fue la sorpresa de Ulloa cuando aquél le ofreció de sopetón su concurso para ir a
sacar el tesoro, proponiendo descartar a Miolati, dejándolo detenido en el puesto de
policía cuyos funcionarios eran sus amigos.
—Este desgraciado —dijo el sunco— no va a llegar ni a la mitad del camino y va a
ser un estorbo. Yo, en cambio, aunque no tengo brazos, conozco la pampa al revés
y al derecho y sé cómo arreglármelas cuando falta el agua.
Ulloa
sintió
en
carne
viva
la
traición
de
Miolati,
pero
supo
dominarse.
Diplomáticamente le encontró toda la razón y pidió un plazo para decidirlo
definitivamente, manifestándole, además, que en todo caso el viaje no lo realizaría
sino hasta unos días después.
El candil que llevó Ulloa en su expedición de 1891
Apenas se retiró el inesperado visitante, Ulloa despertó al dueño de la pensión y
canceló su cuenta. A la luz de un candil de aceite que había adquirido entre los
elementos de la expedición, ensilló y cargó los animales como mejor pudo y acto
seguido, dando suelta a su reconcentrada ira, alzó a Miolati a puntapiés y poco
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menos que arrastrándolo lo condujo hasta su mula, donde lo encaramó, partiendo
de inmediato hacia la salida Sur del puerto rumbo al sitio que señalaba el croquis.
Dice Ulloa que esta partida fue tan precipitada, que en la pensión se le quedaron
una cantidad de cosas.
Con el alma en turbulencia, temeroso del sunco y de sus amigos policiales, Ulloa
taloneó sin descanso su animal, llevando de tiro la cabalgadura de Miolati con las
otras mulas.
La dificultad de avanzar por terreno desconocido en la obscuridad decidieron a Ulloa
a hacer un alto más o menos a las tres horas de marcha. Para precaverse de una
posible persecución, se salió de la huella y rumbeó hacia la playa guiado por el
rumor de la resaca.
En un punto apartado del camino se desmontó, hizo bajarse también a Miolati,
quien se tiró pesadamente a tierra, maneó los animales, que quedaron sin
descargar, y se sentó sin poder pegar los ojos.
Aun no aclaraba del todo cuando Ulloa, después de violentas interjecciones, ordenó
seguir el avance, entrando poco después a la huella que habían abandonado.
Los primeros rayos del sol iluminaron la estéril región, desde la cual ya no se
divisaba Cobija por estar envuelta en las brumas matinales. Ante los viajeros se
extendía la estrecha y pesada pampa que va en subida hacia un siniestro roquerío
denominado Chungungo.
La pampa en esa región ofrece a los ojos del observador una constante y monótona
sucesión de lomajes de arena de diferentes tonalidades, en las que predomina el
color blanco que la luz solar hace destellar en forma por demás molesta para la
vista. Hay, como en todo desierto, un silencio aplastante que sólo altera el isócrono
rumor del mar y los graznidos de las aves marinas. En un viaje prolongado, la
mente del viajero se afiebra y llega a imaginar seres vivientes en las rocas o piedras
que, lenta o rápidamente, según la velocidad de la marcha, van aparentemente
caminando en sentido opuesto al rumbo que se lleva. No hay árboles ni plantas que
alegren con sus verdes colores, ni menos aguas corrientes. Sin embargo, la
refracción de la luz en las superficies planas del desierto, producen espejismos
donde se ven enormes superficies de agua, casas, árboles y personas, visiones que
se van esfumando a medida que el observador cambia de posición.
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Durante el día el calor es abrasador, pero al caer la tarde el frío es intenso y tiene la
particularidad de hacer sentir sus efectos aun al través de los más gruesos tejidos
de abrigo. Este frió va generalmente acompañado de un viento que es denominado
“penetro”, expresión que da a entender su sutileza.
A las pocas horas de marcha, el calor y el aire enrarecido empezaron a hacer sus
efectos en los viajeros, por lo que Ulloa, después de constatar de que no eran
seguidos, se apartó con la recua de la huella e hizo alto en el fondo de una
quebradilla a fin de consumir una ligera colación y dar de beber a los animales.
Miolati, a quien el calor, la reacción de su borrachera y su falta de costumbre de
cabalgar habían convertido en un guiñapo, se tendió a lo largo pidiéndole a su
compañero que le alcanzara un poco de agua.
Estaba Ulloa tratando de sacar uno de los barriles, cuando advirtió que las mulas
simultáneamente
volvían
sus
cabezas
en
dirección
al
Este,
“orejeando”
nerviosamente.
Ulloa trepó al borde de la quebradilla tratando de escrutar la pampa, pero la
visibilidad estaba limitada por los muchos cerrillos y lomajes que se alzaban en
ondulaciones hacia los cerros de la costa.
—Parece que nos siguen, perro desagradecido —dijo Ulloa dirigiéndose a Miolati—;
pero no me tomarán así no más, y tú vas a ser el primero al que le voy a meter una
bala.
En seguida eligió como observatorio un lomaje más alto y con toda precaución
ascendió hasta su cumbre desde la cual pudo observar la huella en gran extensión
sin divisar nada sospechoso. Después de algunos minutos, Ulloa volvió a la
quebradilla, constatando que los animales parecían nerviosos y aún permanecían
con sus cabezas vueltas hacía, la misma dirección.
Sumamente preocupado Ulloa verificó su plano, llegando a la conclusión de que
hacia el lado donde miraban las mulas, no existía otro camino que el que acababa
de abandonar.
Esta circunstancia movió a Ulloa a creer que podía haber alguien extraviado en esas
soledades y así se lo manifestó a Miolati.
—Por favorcito, don Apolo —dijo éste—, no se vaya de aquí, mire que puede ser
gente mala que anda por esos lados.
Gentileza de Flavio Briones
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—Más malo que tú, traidor, no puede haber —lo interrumpió Ulloa y se dispuso a
montar en su mula para ir a reconocer personalmente.
Sin embargo, cuando trató de hacer andar la cabalgadura, ésta se resistió
enérgicamente. Mientras tanto, Miolati que se había acercado trabajosamente para
impedir que Ulloa lo dejara solo, cayó como víctima de una fatiga.
En vista de esto, Ulloa cuyos nervios estaban al máximo de tensión, se desmontó y
trepó rápidamente las laderas de la quebradilla, y se dirigió hacia la dirección ya
indicada llevando su revólver en la mano.
El histórico revolver (Mauser, modelo 1878)
Dice Ulloa que no recuerda la distancia que recorrió por la abrasada arena.
Jadeando avanzó por un terreno que se presentaba cada vez más accidentado,
cuando al transmontar una pequeña altura de consistencia dunosa, encontró
cortado el paso por una profunda quebradilla de escarpadas laderas donde su
mirada se encontró con la de un anciano de alta talla, a quien acompañaba un niño
de largos cabellos rubios. El anciano llevaba también el cabello largo y ambos
vestían túnicas de un color blanco tan luminoso, que Ulloa se vió obligado a
entornar sus párpados.
Dice Ulloa que nítidamente oyó, no en sus oídos, sino que dentro de su alma, una
voz imponente que le dijo:
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—Malos son tus pasos y más malos los de tu acompañante. Sólo la suerte te dará el
éxito o el fracaso. Vuelve donde partiste. (Textual.)
Ulloa, sin atreverse a mirar nuevamente al anciano y como impulsado por una
fuerza extraña, deshizo en rápida carrera su anterior recorrido para llegar donde
Miolati que, sentado en el fondo de la quebradilla, estaba pálido como muerto y
sollozando entrecortadamente. Antes de bajar, Ulloa escrutó desde el borde de la
quebradilla hacia el sitio de la aparición, pero sin divisar más que la cambiante y
cegadora reverberación del sol en las arenas.
Sentándose al lado de Miolati, Ulloa esperó que se tranquilizara su agitado corazón
mientras trataba de coordinar sus pensamientos, pues en su alterado cerebro se
destacaban claras y precisas dos situaciones: la probable maldición de Mertiel y la
prevención del anciano que, según él, no podía ser otro que San José y el Niño
Jesús su acompañante, de los cuales era ferviente devoto.
Largo debe haber sido el tiempo que Ulloa estuvo sumergido en sus pensamientos,
pues, cuando se levantó con su determinación elegida, el sol declinaba del cénit.
Miolati que roncaba en la misma posición primitiva, fue despertado por Ulloa con un
enérgico puntapié.
Oye bien, perro traidor, lo que te voy a decir. Me ha pasado algo que no puedo
revelarte, pero que es directamente contra ti. Voy a echar una moneda a la suerte y
lo que salga, lo cumpliré estrictamente.
Miolati creyó entender que Ulloa iba a echar a la suerte su vida a causa de su
infidencia con el sunco, por lo que se arrodilló ante él balbuceando misericordia:
—Don Apolo, mire que yo nunca le he hecho mal a nadie, ni menos a usted. Si se
me salió algo delante del sunco fue porque estaba con traguito en la cabeza, pero
no por jugársela a usted. Vea que soy un pobre curadito no más, don Apolo.
Ulloa abrió su cortaplumas y grabó con él en un peso fuerte una marca en una de
sus caras. En seguida, invocando en voz alta el nombre de San José y el Niño Jesús,
lo lanzó al aire.
La moneda cayó con la parte marcada hacia arriba.
Ulloa quedó un momento vacilante, en seguida se precipitó hacia la alforja de los
víveres, extrajo una botella de “Mallorca” (licor espirituoso de esa época) y la vació
hasta la mitad de un trago, pasándosela después a Miolati, que la recibió atónito.
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—Hermano —exclamó Ulloa, emocionado—, la suerte está con nosotros, así es que
partimos con el favor de mis santos patronos.
Minutos
después,
la
pequeña
caravana
de
los
expedicionarios
iba
rumbo
nuevamente al Sur, no sin que Ulloa diera frecuentes y temerosas miradas en
dirección al sitio de la extraña aparición, cuyas serranías iban ya distanciando.
La marcha se hizo sin otras incidencias que los frecuentes lamentos de Miolati, que
no encontraba manera de ponerse cómodo en su montura y el optimismo de Ulloa,
a
quien
la
reciente
aventura
parecía
haberle
infundido
una
locuacidad
extraordinaria.
A poco, la huella que hasta ese momento se había presentado fácil de recorrer, se
tornó fragosa y pesada, pues estaban ascendiendo el roquerío de Chungungo. Este
inconveniente que afectó visiblemente a los animales, decidió a los viajeros a hacer
un nuevo alto al pie del roquerío. Prepararon un refrigerio, abrevaron y dieron de
comer a las mulas y se dispusieron a pasar allí la noche, con la confianza de que el
nuevo día les mostraría a la vista el Cerro Plomo, como asimismo, según los datos
obtenidos, la ubicación de la primera aguada donde debían rellenar los barriles.
Antes de dormirse, Ulloa hizo a Miolati la advertencia de no beber alcohol sin su
expreso consentimiento. Este, a su Vez, le suplicó a su compañero que no lo dejara
solo mientras durara la expedición.
La noche fue pésima, pues estaban próximos a una reventazón de olas que parecían
chocar con inusitada furia en alguna parte muy próxima a ellos. A este molesto
ruido se agregó horas después una enorme bandada de murciélagos que rozaban en
su vuelo las caras de los viajeros, provocando en Miolati nuevos sobresaltos.
Cabe aquí una reflexión: ¿qué visos de verdad tuvo esa extraña aparición? A mi
juicio, es probable que Ulloa fuese poseedor de ciertas facultades psíquicas, pues
descarto toda posibilidad de una invención en él, que siempre fue exacto y verídico
en todo.
Además, por los sucesos que se relatan en el curso de esta historia, más adelante,
es posible que Miolati también tuviera tales facultades de percepción.
Queda aún cierto punto que aclarar: yo pregunté a Ulloa cómo se había atrevido a
continuar su viaje después de la prevención que el anciano le había hecho, a lo que
repuso que la frase “Sólo la suerte te dará el éxito o el fracaso”, la había
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interpretado como que debía echarlo a la suerte del “cara o sello”. Sí el peso fuerte
hubiera caído con la marca hacia abajo, se hubiera devuelto inmediatamente a
Cobija.
Respecto a la frase “Vuelve donde partiste”, estimó que significaba regresar
sencillamente donde estaba Miolati esperándolo”
Aun cuando el procedimiento de Ulloa está ajustado lógicamente al momento de
confusión que precedió a su encuentro con el anciano, es este otro punto que podrá
quedar a las conjeturas de los lectores.
§4
Continuación del anterior
Las luces del nuevo día mostraron a nuestros viajeros el siniestro paraje donde
habían pernoctado: un conglomerado de rocas negras de diferentes formas que
surgían entre profundas depresiones. El roquerío terminaba hacia el lado del océano
en un acantilado vertical de más o menos veinte o más metros de altura, donde el
mar se estrellaba en forma imponente, produciendo el atronador estrépito que
habían escuchado los exploradores durante la noche. Este acantilado presentaba
profundas rajaduras en la roca viva, que se prolongaba hacia donde estaban ellos y
por las que entraba el agua con sonoridades impresionantes.
Dice Ulloa que el paraje era tan tétrico que producía terror el sólo imaginarse que
podía alguien precipitarse en alguna de las hendiduras tan hondas como
inaccesibles.
Pasado el momento de contemplación, treparon ambos cuidadosamente a la parte
más dominante del roquerío, pudiendo observar con intenso júbilo que hacia el
Sureste, medio velado aún por cendales de bruma, se destacaba nítidamente un
cerro color plomizo con dos grandes manchones blandos a media falda y que
contrastaba notablemente con los colores de los cerros inmediatos y que era, sin
lugar a dudas, el sitio señalado en el croquis de Mertiel. La distancia a que se
encontraba, la apreció Ulloa en medio día de marcha, aproximadamente.
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Después de un breve desayuno que fue amenizado por la incontenible alegría de
Ulloa, prosiguieron la marcha, notando que la huella aparentemente seguía rumbo
directo hacia el Cerro Plomo.
Según el croquis citado, debía encontrarse a la vista también el puerto de
Mejillones, pero la visibilidad era nula debido a la evaporación que se forma en las
orillas de las playas donde hay fuerte reventazón de olas.
Si hasta el día anterior Ulloa había mantenido ciertas dudas respecto a la exactitud
del croquis, ya no tenía ninguna. Ulloa cotejó el croquis con la topografía del
terreno, deduciendo que se encontraban precisamente en el punto que en el croquis
estaba señalado por las palabras “Estas son alturas a la vista, etc.”
Sin embargo, debido a la refracción del aire, no les fue posible ubicar cierta roca
agujereada que indicaba el croquis, pues la pampa se veía titilante y en ciertas
partes cubierta de ilusorias capas de agua.
De acuerdo con las indicaciones obtenidas en Cobija antes de salir, pudo Ulloa
localizar la primera aguada que contenía un líquido semisalobre, con el cual
repusieron el agua consumida hasta ese momento.
Al cabo de un lapso en la marcha, la huella varió de dirección, acercándose hacia la
orilla del mar, lo que aportó una duda: ¿seguirían avanzando por la huella o se
saldrían de ella para cortar pampa traviesa rumbo directo hacia el Cerro Plomo?
Conocedores de los accidentes del terreno que habían observado a ambos lados del
camino, los dos viajeros estuvieron de acuerdo en continuar por la huella, y si ésta
no llegaba hasta el mismo cerro, harían la cortada hacia él en cuanto estuvieran lo
más próximo posible.
Pero, a poco de continuar la marcha, divisaron de pronto una especie de mástil que
emergía solitario a la izquierda del camino y a varias cuadras de distancia, lo que
les hizo creer que era la roca agujereada, por lo que, saliéndose de la huella
seguida, tomaron rumbo hacia ella en la esperanza de que desde ese punto partiera
algún sendero en línea recta hacia el Cerro Plomo, evitando así el camino que
parecía acercarse cada vez más hacia la orilla del mar.
La aproximación fue lenta y trabajosa debido a frecuentes sectores de arena suelta,
en la que se hundían profundamente las patas de los animales. A esta contrariedad
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se agregó que cuando se acercaron al objeto, después de apreciable pérdida de
tiempo, pudieron constatar que era un cactus gigante.
En este punto esperaron que pasara el calor un poco y siguieron directamente
rumbo hacia el Cerro Plomo, por decisión de Ulloa, quién, en la impaciencia de
llegar luego, consideró que volver a tomar la huella era sencillamente otra pérdida
de tiempo. Por lo demás, la llegada al Cerro Plomo era, según su cálculo, cuestión
de unas dos horas, máximo.
Esta disposición fue afortunada, pues a los pocos minutos, los viajeros se
encontraron al borde de un ancho cauce que parecía haber sido el lecho de un
antiguo río torrentera, cuyas pendientes bajaban suavemente hasta el fondo.
Cerca de uno de los bordes del cauce, divisaron la roca agujereada, la que era
imposible ver desde otro punto a causa del bajo nivel en que ella se encontraba.
Como quedara ya poca tarde, se dispusieron a pasar la noche ahí.
Mientras Miolati disponía el improvisado campamento, Ulloa se sentó a descansar
apoyando su espalda en la roca y en breve el cansancio lo dejó dormido. De pronto,
fue despertado bruscamente por el estallido de una botella que acababa de reventar
contra la roca a pocos centímetros de su cabeza.
Al abrir los ojos vio a Miolati frente a él en actitud desafiante, con evidente aspecto
de estar ebrio, pues vociferaba groserías que jamás le había escuchado.
Ulloa, que consideró inútil hacerse respetar con palabras, se levantó y de dos
bofetadas tendió a su compañero semiaturdido y manando sangre por boca y
narices.
Lo sucedido fue que Miolati, desesperado por la falta de bebidas alcohólicas,
aprovechó el sueño de Ulloa para sacar del equipaje una botella de aguardiente y
bebérsela íntegra. El alcohol hizo un rápido efecto en su débil y acalorado cerebro,
lo que lo tornó agresivo. Por fortuna, la botella lanzada contra la cara de Ulloa,
desvió su trayectoria.
La noche transcurrió sin otros incidentes, y al amanecer estuvieron listos para
seguir la marcha. Ulloa, como medida de precaución, cavó un hoyo al pie de la roca
y enterró todas las bebidas espirituosas, a excepción de dos botellas de coñac y dos
de vino “Zavala” que llevó consigo.
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Miolati, que recordaba muy vagamente lo sucedido, parecía alegre por la proximidad
del objetivo, y antes de partir colocó ceremoniosamente, en el agujero de la roca,
los tarros de las conservas que habían consumido, adornándolos con los pedazos de
la botella que había lanzado contra Ulloa.
Llevaban recorridos algunos kilómetros cuando Ulloa notó que la mula de Miolati se
había quedado muy atrás, destacándose su jinete echado sobre el cuello del animal
y balanceándose peligrosamente a cada tranco de la cabalgadura. Al acercarse, vio
Ulloa que Miolati venía profundamente dormido. Esto lo sacó de quicio. De un fuerte
empujón echó a tierra al durmiente y haciéndose cargo de las mulas obligó a éste a
seguir a pie.
Miolati, con resignación musulmana y en vista del calor que empezaba a hacerse
sentir, se desnudó, dejándose puestos los zapatos, el sombrero y el poncho. Hizo un
atado con la demás ropa, lo aseguró en una de las mulas y siguió tras de Ulloa sin
decir palabra.
Una o dos veces alcanzó al trote a su compañero para pedirle agua, y dice Ulloa que
transpiraba en tal forma que sus piernas parecían surtidores.
Durante una hora justa fue Miolati sancionado en esa forma, al cabo de la cual Ulloa
le permitió volver a montar.
Más o menos a las cinco de la tarde los viajeros se desmontaron a pocos metros del
pie del Cerro Plomo, en cuya laida se destacaban como aves gigantescas dos
grandes manchones blancos. Sin embargo, la quebrada que señalaba el croquis
estaba obstruida por una larga aunque no muy alta cadena de dunas que era
necesario trasmontar para entrar en ella.
Ante la imposibilidad de hacer trepar los animales cargados por las arenosas
pendientes de las dunas, procedieron a descargarlos, lo que realizaron febrilmente.
Manearon y acollararon las mulas y sin darse un respiro, escalaron rápidamente las
dunas en demanda de los corrales que, según el plano, debían encontrarse cerca de
la boca de la quebrada.
Después de cruzar dificultosamente varios cordones sucesivos de dunas, llegaron a
la cima del último, cuyas pendientes morían en la quebrada.
Desde este punto pudieron ver el nuevo paraje en todo su ancho y extensión, pero
sin encontrar los corrales ni nada que se le pareciese.
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Como el fondo de la quebrada parecía interrumpido por otro saliente de cerro,
bajaron a reconocerlo, con la esperanza de que los corrales se encontraran tras de
él.
Con enormes dificultades debidas a los rodados y piedras sueltas de que estaba
sembrado el fondo, llegaron al fin al saliente del cerro que parecía tapar el fondo. La
quebrada, sin embargo, no terminaba ahí sino que seguía hacia la derecha en un
brusco ángulo casi recto y transformada en una angosta garganta de paredes casi
verticales y que estaba obstruida a cierta distancia de nuestros exploradores por un
enorme derrumbe de rocas procedentes de una de las laderas. Los corrales no se
veían en parte alguna.
Aun cuando el derrumbe parecía fácil de escalar, Ulloa no quiso hacerlo y resolvió
regresar a su campamento, pues estaba inquieto por las mulas, decidiendo efectuar
un reconocimiento en forma al siguiente día a primera hora. Por lo demás, era del
todo necesario instalarse dentro de la quebrada con animales y todo a fin de no
dejar el campamento tan apartado de su vista y sobre todo con la dificultad del
cruce por sobre las cadenas de dunas. Dice Ulloa que al tomar esta decisión,
también pensó en la persecución del sunco.
La comida fue alegre. A las siete, más o menos, tuvieron luna y aprovechando su
resplandor estuvieron cambiando opiniones hasta las nueve, hora en que Ulloa
decidió irse a dormir. Al mirar hacia la costa, Miolati divisó que estaba cubierta de
camanchaca que parecía acercarse lentamente hacia ellos.
También desde el Sur se veían acercarse pesadas nubes negras y poco después
oyeron retumbar a lo lejos sobre las cumbres de la cordillera el fragor de un trueno.
Ulloa, en su improvisado lecho estuvo largo rato contemplando el lento avance de la
camanchaca, sin poder quedarse dormido, pues sentía un hormigueo extraño en su
cuerpo, que atribuyó a la saturación de electricidad de la atmósfera.
En esta ocasión Miolati le preguntó el monto del tesoro y la ubicación exacta. Como
Ulloa no podía, en realidad, responder exactamente a estas preguntas, pues sabía
tanto como Miolati, le dijo airadamente:
—Aparte de ser un intruso, eres un hablador que te vas dejado querer sin ayudarme
en lo menor. Acuérdate que lo que comes y el trago que te has llevado “mamando”,
son productos de mi dinero. Si te he traído es por algo que no lo comprenderías, así
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es que quédate calladito y no vengas a preguntarme nada si es que no quieres que
te deje botado en la pampa. Conténtate con saber que te daré tu parte de lo que se
saque, pero te advierto que te voy a descontar hasta el último cobre de lo que he
gastado en ti.
Parece que Miolati quedó atemorizado, pues no volvió a abrir la boca.
Dice Ulloa que ya se había quedado medio traspuesto cuando lo despertó un
inusitado ruido de coces y resoplidos de las mulas.
Encendió el candil y se dirigió a los animales pensando que podían haberse
enredado en las amarras, pero que nada anormal encontró, a excepción de que
estaban todos vueltos hacia la quebrada y muy sobresaltados. Ulloa, después de
una ligera inspección por los alrededores, los tranquilizó palmoteándolos y
llevándoles agua que no quisieron beber.
§5
Continuación del anterior
Miolati, semiincorporado, estaba esperándolo, acometido de un intenso pavor,
diciéndole con voz apagada, que apenas se había alejado sintió que alguien le tiraba
de la manta desde los pies y que también habían caído varios pedruscos cerca de
donde él estaba acostado. Ulloa pudo constatar que, efectivamente, había varias
piedras de regular tamaño rodeando el sitio donde dormían, piedras que no estaban
antes, pues habían tenido cuidado de revisar muy bien el suelo antes de tender las
mantas que les servían de camas.
Ulloa trató de tranquilizar a su compañero, manifestándole que la nerviosidad de las
mulas se debía, probablemente, a algún animal de la pampa que habría cruzado
entre ellos y que en cuanto a lo de la manta, lo achacó a una ilusión. Nada quiso
decir de las piedras porque este hecho lo preocupó extraordinariamente.
Como Miolati demostrara que su terror lejos de disminuir iba aumentando, Ulloa
habló de los buscados corrales exponiendo su modo de pensar en el sentido de que
creía que estaban seguramente sepultados bajo el derrumbe que habían visto en la
garganta. Le habló sobre los trabajos que tendrían que efectuar al día siguiente y se
dispuso a dormir. Miolati le imploró:
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—Por lo que más quiera, don Apolo, no se duerma todavía, mire que presiento que
anda gente por la quebrada.
—Déjese
de
tonterías,
so
leso,
y
durmamos,
será
mejor
—le
respondió
enérgicamente Ulloa, y arrebujándose en su manta completamente, le volvió la
espalda.
Dice
Ulloa
que
no
recuerda
cuánto
tiempo
transcurrió,
pero
que
dormía
profundamente cuando se sintió remecido violentamente por Miolati, que le dijo con
voz que parecía un hilo:
—Don Apolo, escuche.
Ulloa se incorporó, viendo que se encontraban rodeados de una densísima
camanchaca, al través de la cual se sentía que los animales parecían estar bajo el
influjo de un enorme terror, pues se revolvían, bufaban y coceaban, como haciendo
desesperados esfuerzos para huir, tironeando sus amarras.
Ulloa, medio adormilado aún, se levantó y se dirigió donde ellos dando diente con
diente, por efecto del intenso frío y llevando como precaución el revólver en la
mano. Se acercaba ya al sitio, cuando experimentó la súbita impresión de que en lo
alto de las dunas había gente.
Fue tan real esta impresión que detuvo su marcha y trató de penetrar con su vista
el lechoso manto de bruma que lo circundaba.
Estaba en esta situación, cuando un atronador estrépito resonó proveniente de la
quebrada. Al decir de Ulloa, el ruido fue como si la quebrada entera se hubiese
derrumbado súbitamente.
Junto con esto, una de las mulas arrancó, pasando por sobre el depósito de víveres,
pues se sintió un ruido de tarros y el de vidrios rotos, que correspondía,
seguramente, a uno de los sacos con provisiones.
Ulloa se abalanzó sobre otra de las mulas, logrando tomarla del jaquimón y gritó a
Miolati que lo ayudara, pues vio que la cuerda que unía a los tres animales había
sido cortada por la mula fugitiva, con lo cual, como no estaban maneados, habían
quedado prácticamente en libertad.
Miolati no acudió al llamado, pues al sentir el estrépito, había perdido el
conocimiento. Ulloa dice que, en su desesperación, no recuerda de qué modo
aseguró las mulas, logrando manear a dos y teniendo del jaquimón a la restante. Y
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ahí quedó, tembloroso, esperando que alguien apareciera entre la camanchaca para
dispararle.
En vista de transcurrir un tiempo sin oírse más que los bufidos de las mulas, Ulloa
achacó el estrépito a un derrumbe de piedras, sintiéndose más animoso, por lo que
procedió a manear la tercera mula.
Terminada esta operación, se disponía a ver a Miolati, cuando sintió otra vez la
definida sensación de que había otras personas en la cima de la cadena de dunas y
frente a él. Esta impresión coincidió con otra repentina intranquilidad de los
animales que culminó con el sorpresivo relincho de una de ellas. Ulloa no pudo
resistir más y, requiriendo su arma, disparó sucesivamente cinco tiros hacia la
quebrada.
— ¡Nunca debí haberlo hecho! —dice Ulloa—. Como al conjuro de una mágica orden,
aún no se apagaba el eco de la última detonación, cuando desde todos los ámbitos
de la invisible quebrada brotaron miles de voces e imprecaciones, tal como si un
tropel de locos furiosos se abalanzara “chivateando” sobre nuestros viajeros. El
ensordecedor griterío fue acompañado por un nuevo siniestro desmoronamiento de
piedras, esta vez casi inmediato a la boca de la quebrada.
Ulloa, helado de terror, corrió hacia donde había dejado a Miolati, y haciendo acopio
de fuerzas, lo levantó tratando de arrastrarlo, pero como su esfuerzo fuera inútil,
resolvió defenderse donde estaba. Mientras cargaba nerviosamente su revólver,
sintió que en torno al campamento algo que debió ser como una gigantesca
serpiente, daba vueltas vertiginosamente, azotando la arena con su potente cola.
Dominando este ruido con sus manos en forma de portavoz, Ulloa increpó recia y
groseramente a la invisible turba, desafiándolos a que “se acercaran a comérselo”.
Por ensalmo, tal como si de lo alto hubiese caído un muro de silencio, éste se hizo
por todas partes y los animales cesaron en su afán de huir.
La camanchaca empezó a desplazarse lentamente impulsada por la brisa de
amanecida. Aparecieron refulgentes las últimas estrellas y momentos más tarde la
incierta claridad del día se anunció sobre las más altas cumbres.
Cuando los primeros rayos del sol alumbraron el tétrico paraje, Ulloa estaba sentado
sobre uno de los sacos de víveres en la actitud del pensador de Rodin. Miolati
permanecía tendido, envuelto completamente en su poncho e inmóvil. Una
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tranquilidad admirable reinaba en torno a ellos y a ratos, traído por el viento
suroeste matutino, se escuchaba el lejano rumor del océano.
El resultado de los sucesos de la noche, era desastroso: una de las barricas
portadoras de agua —la más llena— había sido destrozada por las coces de los
animales; uno de éstos, el que huyó, parecía haber regresado a su querencia de
Cobija, pues no se divisaba; parte del equipo también había sido averiado. El estado
moral de los expedicionarios era tan malo, que no se podía pensar siquiera en pasar
otra nueva noche en ese sitio. Iniciar la búsqueda de los corrales era peligroso,
pues prácticamente no tenían agua suficiente para abrevar las tres mulas que
quedaban y el aprovisionamiento del líquido representaba medio día de viaje, por lo
menos, hasta la aguada más cercana.
Estos razonamientos impulsaron a Ulloa a regresar. Después de un mísero y
desganado desayuno, reunieron los restos del barril destrozado y junto con algunos
otros enseres no indispensables, los enterraron al pie del cerrillo de dunas, dejando
como seña una gran piedra morada. Una vez cargados los animales, Ulloa, antes de
partir, trepó nuevamente a lo alto de las dunas y observó detenidamente la
quebrada, alentando la esperanza de encontrar los corrales, pero su ilusión fue
vana. También observó las arenas para constatar las huellas que podían haber
dejado los bulliciosos, y como no viera sino las marcas de sus propias pisadas, Ulloa
tuvo la convicción de que lo sucedido en la noche era obra de fantasmas.
Con este convencimiento descendió tristemente a juntarse con Miolati, pensando
que quizás era el ánima de Mertiel la que había capitaneado el grupo de
alborotadores.
Con los primeros trancos de las mulas, ya en retomo a Cobija, se dejaron oír desde
el fondo de la quebrada extraños ecos que semejaban risas lúgubres. Al
escucharlas, Miolati lanzó un entrecortado gemido y, si no es por Ulloa que lo sujeta
a tiempo, hubiera caído desmayado.
Dice Ulloa que también los animales fueron afectados por este nuevo fenómeno,
pues apuraron el paso con las colas entre las patas y con sus orejas echadas hacia
atrás.
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Estaba el sol alto, cuando llegaron nuevamente a la roca agujereada, que ostentaba
aún, como una burla cruel, el adorno de los tarros y vidrios colocados por Miolati en
momentos de placenteras esperanzas.
Ulloa desenterró las botellas de licor que había dejado anteriormente y enterró en
su lugar parte de la carga y herramientas que pertenecían a la mula fugitiva.
Antes de dejar ese sitio, ambos compañeros bebieron largos tragos, que harta falta
les hacía. Miolati, al calor de ellos, asumió uno de sus gestos habituales: de un
certero peñascazo derrumbó ruidosamente el adorno que había colocado en la roca.
Minutos después, iniciaban la marcha de regreso, habiendo decidido Ulloa marchar
de noche, dejando en libertad a las mulas del uso de las riendas, ya que podían
conocer mejor que ellos el camino hacia sus “querencias”.
§6
Terminación del relato de Ulloa
Por temor al sunco, los viajeros cruzaron las afueras de Cobija hasta llegar a Gatico.
Al llegar a este punto constataron, no sin satisfacción, que se les había anticipado la
llegada de una antigua conocida: la mula fugitiva.
Una de las primeras diligencias de Ulloa fue ir de incógnito a Cobija a noticiarse del
sunco, imponiéndose de que éste había abandonado el puerto hacía pocos días, lo
que no tenía nada de extraño, pues se llevaba en continuos viajes.
Atormentado por el deseo de llevar a efecto una nueva expedición, Ulloa resolvió
quedarse en Gatico. Miolati, por su parte, manifestó sus deseos de regresar cuanto
antes a Iquique, junto a su chalupa fletera y a la vida placentera que le ofrecía su
ambiente de tantos años.
Y aquí un rasgo propio de Ulloa: se dirigió con Miolati a Cobija y ante el cura le dijo,
más o menos, lo siguiente:
—Hermano Miolati: por voluntad de mi pobre amigo Mertiel, que está ante Dios en
estos momentos, lo busqué a usted en Iquique y lo traje a estas serranías deseoso
de hacerle un bien. Dios no lo ha querido, y ante este padre le pido que me diga si
le debo algo como también le pido que me perdone por todo lo que lo he hecho
sufrir.
Gentileza de Flavio Briones
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Miolati, emocionado, le contestó que nada le debía y que nada tenía que perdonarle,
porque el causante de todo lo malo había sido él.
—Yo fui el “chuncho”, don Apolo, porque con mi conducta le empañé su suerte;
pero, por Dios Santo le juro que voy a cambiar y no va a pasar mucho tiempo para
que llegue a ser un hombre tan bueno y tan honrado como es usted. También
prometo que llegando a Iquique, prenderé siempre una vela para San José y otra
para el Niño, como manda, para que sea todo un éxito su nueva expedición.
Además, tengo que declarar que el sunco no supo el rumbo que íbamos a tomar
para buscar el entierro, porque le di una dirección completamente distinta, y si
cometí la indiscreción de hablar del entierro fue por culpa de mi curadera; pero,
como le digo, ni el sunco ni nadie sabe ni sabrá la situación verdadera.
Ulloa obsequió una cantidad de dinero al cura y otra parte a Miolati para sus gastos
de viaje.
Al día siguiente, una triste despedida tenía lugar a bordo del barco en que Miolati
regresaba a Iquique. Ulloa no cesó de recomendar a su compañero la necesidad de
cambiar de vida, dejando su vicio alcohólico y prometiéndole que si la suerte lo
acompañaba en su futura expedición, no se olvidaría de él.
El repiqueteo de la campana del barco, anunciando el zarpe, los unió en un estrecho
abrazo en el que no faltaron las lágrimas por ambas partes.
Desde la embarcación que lentamente lo condujo a tierra, Ulloa emocionado, miró
hasta donde le fue posible la mísera figura de su pobre compañero de aventuras,
quién no cesó de agitar su pañuelo desde la popa, donde había tendido su
inseparable poncho que le serviría de cama.
Esta fue la última vez en su vida que Ulloa vio a Miolati.
Gentileza de Flavio Briones
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Epilogo del relato de Ulloa
Ulloa tomó en Gatico un empleo en una firma metalera, pero, a pesar de sus
deseos, no tuvo ocasión de encontrar un hombre de su absoluta confianza que le
sirviese de socio en una nueva búsqueda.
En 1895 fue a tentar suerte a la pampa salitrera de Tarapacá en una oficina cercana
a Huara. Varias veces bajó a Iquique, pero no encontró a Miolati.
Años después, poseedor de algunas economías, regresó a Coquimbo para ver a sus
familiares y aquí se casó, permaneciendo hasta el año 1915, en que, aceptando una
ventajosa situación, se trasladó a Antofagasta con su familia.
Recién llegado a este puerto, Ulloa inició sus planes para el proyectado viaje al
Cerro Plomo, pero los ruegos de su esposa, quién estaba en antecedentes de la
primera aventura, lo hizo desistir muy en contra de sus deseos. Factores de orden
familiar fueron poco a poco dejando correr los años sin lograr una ocasión para la
realización del viaje. Dice Ulloa que una vez fue expresamente hasta Mejillones,
desde donde pudo divisar, no sin impresión, el famoso Cerro Plomo, “que parecía
llamarlo”.
Aquí termina el relato de Ulloa.
Gentileza de Flavio Briones
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Segunda Parte
La expedición Ulloa - Arondeau
§7
El profundo interés que despertó en mí esta aventura, fue poco a poco cobrando
mayor forma, hasta llegar a ser una obsesión.
Debidamente autorizado por Ulloa, copié el croquis lo más exactamente que me fue
posible, incluyendo sus dobleces, manchas, tipo de letra, etc., a, excepción del color
de la tinta, que en el documento original era morado y mi copia con tinta china, en
beneficio de su mayor duración.
Ante esta copia (pues el original estaba ya bastante deteriorado) estuve largas
horas meditando y tratando de coordinar posibilidades. Como una curiosidad
transcribo parte de un Memorándum que hice en esa fecha:
a. “El croquis no está completo. En el borde inferior izquierdo se notan rasgos
de letras que necesariamente han correspondido a la continuación del papel,
trozo que ya no existe. Ulloa dice que en esa misma forma lo recibió de
Babiú, salvo pequeños desgastes en los bordes, pero que en nada afectan el
documento en general.
b. “La escritura demuestra que la persona que lo confeccionó no tenía sino
conocimientos rudimentarios de ortografía y de caligrafía, aunque tal vez
cierta práctica en signos topográficos.
c. “Mejillones
(megilone)
y
Punta
Gualaguala
(Puntiya
Gualaguala)
corresponden en el croquis a la situación geográfica general de los puntos.
d. “No existe en el croquis indicación precisa que establezca taxativamente la
ubicación de un tesoro o entierro.
e. “Ulloa dice a este respecto, que el tesoro está en el punto del croquis
marcado con una cruz, seguida de las palabras AQUÍ ESTÁN (parte superior
izquierda). Basa su creencia en la última carta de Mertiel donde sustituye la
mina por el tesoro.
f. “A mi entender, la frase AQUÍ ESTÁN correspondería más bien a la
continuación de las palabras: “L0S CORRALES”, O sea que el autor del croquis
Gentileza de Flavio Briones
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quiso tal vez poner: LOS CORRALES AQUÍ ESTÁN. La cruz sólo se ha puesto
para indicar con más precisión el punto.
g. “¿Corresponderá en realidad este croquis al mismo que le mandó Mertiel a
Babiú? ¿Acaso pudo ser sustituido por Babiú y haber este guardado el
original? ¿Por qué Babiú aparece en esta historia rechazando cerrada y
obstinadamente las proposiciones de Mertiel? Me inclino a suponer que
cualquiera otra persona en tales condiciones hubiera por lo menos intentado
una ligera expedición, suposición que es tanto más aceptable en Babiú dada
su proximidad al sitio en referencia.
h. “En el croquis existen también dos trazos más en forma de cruz, uno al lado
de RROCA AGUJERIA y el otro inmediato a PUNTIYA GUALAGUALA. Por otra
parte, debajo de RROCA AGUJERIA hay una mancha circular que, o indica un
punto determinado o ha sido un borrón casual del dibujante.
Siguen varios considerandos más, pero sin importancia. Poco a poco fue tomando
cuerpo en mí la idea de llevar a cabo una nueva expedición. Planteado el proyecto a
Ulloa, éste se manifestó jubiloso, pero con la exigencia de llevar a Moisés Aguayo,
su yerno, de quién ya se ha hecho mención.
Los preparativos se iniciaron desde luego, después de salvar la más grande de las
dificultades, que fue la aquiescencia de la esposa de Ulloa. El itinerario establecía el
viaje por tren desde Antofagasta a Mejillones y desde aquí al Cerro Plomo a caballo.
Con la experiencia que me había aportado la “expedición” al famoso cateo de triste
memoria, hice con el concurso de Ulloa y Aguayo una completa relación de víveres y
elementos que fueron en su mayor parte adquiridos en Antofagasta, dejando cierta
parte, tal como los víveres frescos, que serían comprados en Mejillones. También
los animales serían contratados en este último punto, para lo cual Aguayo hizo un
viaje rápido hasta allá.
Entre los puntos consultados en nuestro plan de operaciones, se acordaron tres muy
importantes:
1. Absoluto secreto sobre el verdadero objetivo del viaje. Aparentemente,
iríamos a visitar algunas de las minas que existían al interior de la costa.
2. No beber alcohol en compañía de extraños.
Gentileza de Flavio Briones
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3. No incluir ningún acompañante más.
El día lunes 3 de Marzo, partíamos desde Antofagasta a Mejillones en el pequeño e
incómodo tren que cruza 69 kilómetros de árido y caluroso desierto que no presenta
otros recursos que los muy escasos que ofrecen los paraderos de Cerro Gordo y
Estación Pampa, donde la locomotora hace agua.
Un acompañante de última hora formaba parte de la esperanzada y jubilosa
caravana: el perro que tenía Aguayo y que respondía al nombre de “Yalú”.
Durante el viaje, al mirar el océano de arena que cruzábamos bajo un sol a plomo,
muchas veces pensé en las penalidades que nos esperaban, pero todo lo
compensaba con la certeza de que nuestro regreso sería ya en posesión de quizás
qué fabulosa riqueza.
Gracias a esa espontaneidad que ofrecen los viajes largos, conocimos a un antiguo
vecino de Mejillones, el señor M. T., que nos ofreció su concurso para los últimos
preparativos del viaje, concurso que, como se verá más adelante, fue inapreciable.
Más o menos a las 19 horas llegábamos por fin a Mejillones y paramos en la casa de
nuestro nuevo amigo, donde depositamos nuestro equipo consistente en sacos con
leche condensada, charqui, conservas, harina tostada, vino, cerveza, agua mineral,
herramientas y abrigos.
Aprovechando que aún quedaba luz, Ulloa nos invitó a Aguayo y a mí a salir a las
afueras del puerto, por el lado Norte, a fin de contemplar cuanto antes el nombrado
Cerro Plomo. En efecto, al final de una calle, donde terminaban las casas y se abría
la amplia pampa, se divisaba nítidamente una falda de cerro color plomizo orleada
con dos o tres manchones blanquizcos, al parecer de sal.
Inmediatamente hacia el Norte de este cerro se destacaba una mancha oscura que
Ulloa designó como la boca de la quebrada.
El cálculo de distancia la apreciamos más o menos en diez kilómetros en línea recta
desde donde nos encontrábamos.
Ulloa habló sobre los caminos que habían para llegar allá, pero estos datos eran
desde el tiempo de su primera expedición, por lo que resolvimos consultar este
punto con nuestro amigo M. T.
Gentileza de Flavio Briones
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El croquis de Mertiel
Regresamos alegres y dicharacheros a la casa de éste cuando se encendían las
primeras luces de parafina del pueblo. Nuestro anfitrión nos tenía preparada una
suculenta comida en el hotel, en la cual, previo acuerdo, violamos el pacto de no
beber alcohol con extraños, pero manteniendo el juramento de no hacer mención
del tesoro, lo que fue escrupulosamente cumplido.
§8
De la conversación mantenida con nuestro amigo, que era un buen conocedor de la
región, sacamos en limpio que el camino de la playa, aun cuando era el más largo y
estaba limitado por el lado Este por acantilados de arena, era el más conveniente
para viajar, pues, además de disponerse de un terreno más o menos firme en la
línea de las rompientes, tendríamos el mar para refrescar el ganado, mitigando en
esta forma el insoportable calor que se dejaba sentir desde las primeras horas de la
mañana, en el supuesto caso de que debiéramos hacer las jornadas durante el día.
Aparte de estas ventajas, nuestro amigo nos indicó que las aguadas naturales se
encontraban más cerca de la playa que del interior y que en los acantilados de la
costa existían algunos pasos por los que era más o menos fácil subir a la pampa.
Gentileza de Flavio Briones
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El otro camino, bordeaba los cerros del interior; su consistencia arenosa, el intenso
calor y el hecho de cruzar muchas hoyadas, eran inconvenientes que nos hicieron
desecharlo.
Respecto a las aguadas de la costa, nuestro amigo nos advirtió que la mayoría de
ellas vertían agua salobre que no era tolerada por muchos animales, por lo que nos
recomendó una estricta economía en el líquido que iba con nosotros. Esta
prevención fue valiosa, pues nuestros animales representaban el papel principal por
el equipo y víveres y eran, además, los mayores consumidores del precioso
elemento.
Los animales fueron cuatro mulas y tres caballos (por no haber encontrado mayor
número de mulas) y se dedicaron éstas para la carga y los caballos para nosotros.
El cálculo del racionamiento de agua fue a razón de 2 litros diarios máximo por
persona —incluyendo al perro— y de 10 litros diarios máximo por animal.
Posteriormente y por indicación de nuestro amigo, esta cuota fue alzada en
consideración a los factores imprevistos del viaje; pero, como se verá, este
aumento no fue suficiente.
Como medida precautoria se confeccionó un itinerario gráfico de marcha, en el cual
se marcaron aproximadamente las ubicaciones de las aguadas cercanas a nuestro
recorrido y a las cuales debíamos recurrir en caso de apuro.
Desgraciadamente, este desarrollo del plan que se llevaba tan bien coordinado, fue
interrumpido por la ausencia de M. T., quién debía ir a Antofagasta por asuntos de
negocios. Por este motivo, la discusión y detalles fue seguido entre nosotros,
aunque más bien dicho, fue dispuesto por mí, que en esas circunstancias, lleno de
pedantería, me creí con los derechos suficientes para imponer mi ley, sin consultar
a mis compañeros.
Los resultados de este desatino, debimos sufrirlos en forma lamentable.
He aquí cómo aprecié la situación (transcripción de mis apuntes de esa época):
“Según se ha deducido del reconocimiento de visu efectuado en la
tarde de ayer, el Cerro Plomo debe encontrarse más o menos a 10
kilómetros de distancia en línea recta desde nuestro punto de
observación.
Gentileza de Flavio Briones
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“Luego, yéndonos por la ruta de la playa, que es la más
recomendable, y a razón de 10 kilómetros por hora, más o menos
(marcha tranquila, al paso de los caballos por la arena dura de la
línea de la marea), deberemos encontrarnos necesariamente a la
altura del Cerro Plomo en una hora máxima de marcha.
“En este punto dejaremos la ruta de la playa para trepar los
acantilados y entrar a cruzar la pampa rumbo directo hacia el Cerro
Plomo, travesía que demorará más o menos dos horas, pues parece
tener aproximadamente 20 kilómetros de ancho. Total tres horas de
viaje, o sea que partiendo de Mejillones a las 12 de la noche,
podremos llegar al Cerro a las 3 de la mañana, hora por demás
propicia para descansar lo suficiente e iniciar la exploración de la
quebrada a las primeras luces, lo que nos permitiría explorar
detenidamente el terreno en todos sus rincones hasta encontrar los
corrales.
“Ubicados éstos, será fácil la tarea de remover el suelo hasta sacar
el tesoro. Aun nos sobrará tiempo para excavar en torno a la roca
agujereada y en Punta Gualaguala, donde también hay cruces que
muy bien pueden indicar otro entierro.”
Todos estos considerandos, que fueron descabellados y ridículos, los estimaba
realizables dentro de los dos o tres días que duraría nuestra ración de agua.
La partida la fijamos para las doce de la noche del día siguiente, a fin de evitar
durante el día el calor y aprovechar también el tiempo suficiente para dar término a
los preparativos, pues hasta esos momentos no disponíamos ni de los barriles ni del
pan que había que mandar hacer. Además, los animales debían ser herrados con
material nuevo.
Al día siguiente obtuvimos el pan fresco. Barriles solamente encontramos seis con
capacidad parcial de 50 litros, por lo que se hubo de adquirir chuicos.
Antes
de
almuerzo
pasamos
una
minuciosa
revista
a
nuestra
caravana,
subsanándose los pequeños detalles que aún faltaban, entre los que se contó un
irrigador, a solicitud de Aguayo.
Gentileza de Flavio Briones
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En ausencia de M. T., almorzamos los tres expedicionarios y “Yalú” en el hotel,
reunión que fue por demás alegre. Ulloa contó varios chistes modelo 1890. Aguayo,
que era muy aficionado a la música, cantó varias composiciones, entre las cuales
recuerdo una denominada “Estefanía”. Todo esto sin disminuir un momento el
desfile de botellas.
Ulloa habló del sunco. Según sus informaciones y que él había obtenido durante su
permanencia en Gatico y Cobija después de la partida de Miolati, el sunco era un
fornido cargador del puerto, cuyo nombre era Guillermo. Por su carácter
pendenciero y amatonado, era muy odiado y sus cualidades boxeriles lo hacían
destacarse entre sus compañeros. Sus performances de fuerza eran tales, que podía
llevar sobre un hombro el extremo de un riel de ferrocarril, en circunstancias que
esta faena era hecha por lo general entre dos hombres.
En cierta ocasión, al levantar un saco de salitre de una ruma, estalló una carga de
dinamita que le destrozó los dos antebrazos y lo azotó contra una muralla,
dejándolo entre la vida y la muerte durante mucho tiempo.
Este accidente que pudo ser obra de sus muchos enemigos, le produjo cierto
trastorno mental que se traducía en un extraño mutismo, sobre todo cuando bebía.
Apenas fue dado de alta, siguió el sunco en su faena de cargar sacos y también
volvió a aporrear a sus contrincantes, quienes decían que ahora pegaba más fuerte
con los “chongos”. Además, corrían de él la versión de que había hecho pacto con el
diablo, quien le había obsequiado, a trueque de su alma, un amuleto que lo hacía
invencible. Este amuleto decían que era llevado por el sunco amarrado a la cintura y
en contacto con sus órganos viriles.
Después del abundante almuerzo y en vista de la trasnochada que me esperaba, me
retiré a dormir hasta las 16 horas. Al levantarme encontré a mis dos compañeros
que me esperaban para imponerme de un extraño acontecimiento: después de
recorrer ambos el puerto en busca de algunos elementos de uso personal, llegaron
al alojamiento, donde encontraron un obsequio que había traído destinado a Ulloa
un individuo de nacionalidad oriental, de los muchos que vivían en Mejillones en esa
época.
El obsequio consistía en una larga y pesada barreta que tenía grabadas en su parte
media las iniciales FCAB (ferrocarril de Antofagasta a Bolivia). El portador de ella
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había manifestado a la persona que lo recibió, que la birreta se la mandaba don
Guillermo.
La noticia, por supuesto, había caído como bomba en Ulloa, que no tenía duda
alguna que era el famoso sunco de quien habíamos estado conversando hacía poco.
Después de variados comentarios decidimos ir a inquirir datos sobre éste a
Carabineros. No nos costó mucho trabajo imponernos de que, efectivamente, el
sunco
vivía
en
Mejillones
desde hacía
algunos
años, que tenía
probados
antecedentes como contrabandista, oficio que llevaba a cabo en una chalupa de su
propiedad con un ayudante asiático llamado Benito Lun.
Obtenidos estos informes, Ulloa, cuya desmoralización era notoria, nos pidió casi
llorando que lo acompañáramos a buscar al sunco hasta que lo encontráramos, aun
cuando tuviéramos que aplazar la fecha de partida. Como no era posible esto
último, dedicamos solamente parte de la tarde en ubicarlo en varias direcciones que
nos proporcionaron; pero, ni el sunco ni Benito dieron señales de vida, por lo que
supusimos que se habían escondido deliberadamente.
—Ya no hay nada que hacer —refunfuñaba Ulloa— Este hijo de perra del sunco ha
venido a Mejillones nada más que a sacar el tesoro. Sabe Dios si le ha sacado el
secreto a Miolati, pero si esto es así, voy a tener que acriminarme.
Mucho nos costó tranquilizarlo y hacerle ver las posibilidades de que el sunco
hubiera tenido el mismo fracaso que él en su búsqueda; pero nuestra mayor tarea
fue
hacerlo
desistir
de
su
regreso
a
Antofagasta,
que
había
resuelto
terminantemente en un principio.
Sin posteriores incidentes, a excepción de las continuas disgresiones de Ulloa
partimos esa noche, poco después de las 24 horas, por el camino de la playa,
rumbo al tesoro.
Olvidaba decir que antes de partir mis compañeros me habían honrado como jefe de
la expedición.
§9
A poco andar, la playa se encontró envuelta en una ligera camanchaca cuyo frío y
humedad hicieron bajar de tono nuestras animadas conversaciones y comentarios
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hasta anularse completamente. Llegó un momento en que se oía solamente el
ocasional chapoteo que hacían las patas de alguno de los animales al pisar el agua y
el enorme rumor del océano en forma permanente. Este ruido monótono, agregado
al mecedor movimiento de las cabalgaduras, nos trajo una invencible tendencia al
sueño, el que, afortunadamente, no llegaba a dominarnos por completo, pues a
cada cuarto de hora nos turnábamos para llevar los animales de tiro.
Como pasa generalmente, innumerables veces hubimos de hacer alto para corregir
defectos de las cargas. Lo que dio más que hacer fue la famosa barreta obsequio
del sunco, la que no había forma de acomodar para que fuese firme, ya que por el
temor de herir a otro animal, no podía llevarse sino amarrada a lo largo. Por fin
Aguayo la envolvió en pedazos de gangochos, la embarriló con un cordel y la
aseguró sobre un fardo de pasto.
Ulloa, cuyos miembros empezaban a resentirse por falta de “training” para andar a
caballo, aprovechaba toda paradilla para bajarse del animal y estirarse a su gusto.
Dos o tres veces también lo sorprendimos escrutando atentamente el camino ya
recorrido.
A la una y minutos de la mañana, estimé que ya debíamos estar a la altura del
Cerro Plomo; sin embargo, tomando en cuenta las detenciones, avanzamos aún
media hora más y en este punto desmontamos con objeto de localizar una de las
“pasadas” al través de los acantilados hacia la pampa. Al dejar de avanzar
escuchamos a distancia y a intervalos un fuerte reventar de oleaje. Alumbrando con
nuestras linternas fui con Aguayo hacia los acantilados y desde un punto
determinado nos separamos en direcciones contrarias, alumbrando los escarpes en
busca de un sendero; pero este trabajo fue infructuoso, pues, a pesar de recorrer
entre ambos más o menos quinientos metros, no encontramos sino la uniforme
muralla, casi vertical.
Desalentados regresamos donde Ulloa, encontrando una nueva alarma: la marea
empezaba a subir y, dada la escasa distancia que existía entre la orilla del mar y los
acantilados, corríamos el riesgo de quedar en pocos momentos más dentro del
agua, quien sabe si expuestos a ser arrastrados por las olas que ahí debían chocar
con violencia contra los acantilados.
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Rápidamente desanduvimos el camino en busca de un espacio más amplio y que
Aguayo .recordaba haber entrevisto en la oscuridad durante el avance. Profiriendo
el mayor número de maldiciones que han podido resonar en esos apartados parajes,
pudimos por fin hacer alto en el sitio designado por Aguayo, después de más de un
cuarto de hora de marcha.
Un nuevo reconocimiento de los acantilados en ese sector, fue también adverso.
Intentamos labrar un sendero con ayuda de las herramientas, pero a las pocas
paladas se nos vino encima un enorme derrumbe de arena suelta y piedras que por
poco nos sepulta. Ante esta serie de fracasos, no quedó otra solución que esperar
que aclarara el nuevo día.
Profundamente afectado, me tendí envuelto en la manta y a la luz de uno de los
faroles a vela que llevábamos, escribí en mi Diario de Viaje mi primera autocrítica:
“...
Estamos
en
una
situación
por
demás
molesta
debido
exclusivamente a mi precipitación. Nadie nos apuraba, así es que
antes
de
iniciar
esta
marcha,
debí
haber
efectuado
un
reconocimiento personal y no visual desde lejos como lo hice. El
reconocimiento personal me hubiera dado la oportunidad de
localizar exactamente las famosas “pasadas”, tomar el tiempo por
reloj y haber observado detenidamente el trayecto. En esta forma,
la marcha definitiva, aun cuando se hubiese hecho en la más
profunda oscuridad, habría resultado más exacta y no a ciegas como
estamos ahora. Olvidé averiguar las horas de la alta marea en
previsión de los sitios que quedan intransitables en la playa por este
motivo. También el plan de atravesar la pampa a las dos de la
mañana (en el supuesto que hubiéramos encontrado la “pasada”),
es un disparate, pues habría sido otra marcha a ciegas, sin puntos
de referencia, expuestos a desbarrancarnos o a meternos en quizás
qué arenales con los consiguientes retrasos, peligros y molestias.
Olvidé que Ulloa en su expedición con Miolati, cuando se apartó del
camino para cortar trecho a la roca agujereada, encontró grandes
dificultades, que sin duda serán las mismas o peores en nuestro
avance.”
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Antes de dormirme, estuve escuchando parte del relato del viaje con Miolati que
hacía Ulloa a Aguayo, entre otras cosas, del terror que le inspiraba la pampa de
noche.
Aclaraba cuando nos dispusimos a partir, pero esto no pudo hacerse de inmediato
debido a la espesa camanchaca que no permitía observación alguna, ni siquiera a
pocos metros de distancia.
Poco antes de las ocho horas, reiniciábamos la marcha hacia el Norte, aun cuando la
niebla siempre subsistía. Al trasmontar un pequeño roquerío divisamos claro el mar,
pudiendo verificar por mi plano que estábamos en la Punta Chacaya. En ese punto
se alzaba una pirámide, la que, según supe posteriormente, indicaba el antiguo
límite Norte de nuestro territorio y fue erigida por los marinos chilenos de la corbeta
“Esmeralda” en el año 1858.
Pocos momentos después apareció el sol y con el júbilo que es de suponer,
divisamos casi inmediato a la Punta de Hiornos (según mi plano) un sendero
blanquizco que trepaba en zigzag el acantilado.
Desde la cima de éste descubrí que desde el punto en que me encontraba, partía
hacia el Este un polvoriento sendero que parecía ser una prolongación de la
“pasada”. Por el rumbo que llevaba, me dio la impresión de que se dirigía hacia el
Cerro Plomo. Este no se divisaba aún, debido a la bruma.
Antes de subir a la pampa con todos los elementos, resolví y en mérito de la
experiencia reciente, que Aguayo partiera a reconocer el sendero hasta donde le
fuera posible. Nosotros esperaríamos en la playa.
Apenas partió nuestro compañero, improvisamos un pequeño campamento y dimos
forraje y agua a los animales, preparándonos para lo que creía yo fuese ya la última
jornada del viaje.
A las 9 horas se levantó por completo la camanchaca de la pampa y pude observar
con los anteojos, desde la cima del acantilado, el Cerro Plomo, cuya distancia la
calculé en no superior a 15 kilómetros. El calor fue acentuándose poco a poco y ya a
las 9.30 horas (según mi Diario) transpirábamos con Ulloa en tal forma, que
recordamos a Miolati y sus piernas como surtidores. Quizás si por la alta
temperatura, el sitio había sido bautizado con el nombre de Hornos.
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Varias veces llevamos los animales a la orilla del mar para refrescarlos,
aprovechando también nosotros para dejarnos mojar por las heladas y agradables
rompientes, momentos que dilatamos lo más que pudimos.
A las 11 horas volví a subir a la cima para divisar a Aguayo, pero la refracción del
aire había transformado la pampa en una extensa aunque ilusoria sábana de agua,
en la que se veían ondear extrañas sombras que daban la impresión de árboles
agitados por el viento.
Ulloa me reemplazó en la observación, instalándose en la cima bajo un toldo y en
posesión de mis anteojos.
Más o menos a las 12 del día me gritó comunicándome que alguien se acercaba
desde lejos, pudiendo constatar que era Aguayo, pues se veía un bulto cambiante
de forma y de sitio, pero destacándose el color blanco de su camisa.
Aguayo nos dio optimistas informes: había llegado hasta cuatro o cinco kilómetros
del Cerro Plomo sin salirse del sendero, cuya vialidad era muy buena, pero que para
llegar a él era necesario subir un cerro arenoso, en cuya cumbre y faldas se
destacaban grandes cactus. Por no cansar su cabalgadura, no había trepado esta
elevación.
En vista de este informe, por demás alentador, decidimos la travesía de la pampa
en cuanto empezara a refrescar. Según Aguayo, no había inconvenientes para
avanzar aún de noche, pues el sendero estaba perfectamente delineado.
A las 16.20 horas, estuvimos sobre la pampa, habiéndose sufrido solamente el
volcamiento de una parte del saco del azúcar, que nos privó de dos kilos, más o
menos, de este elemento.
A las 17 horas enfrentábamos la esperada travesía de la pampa, dejando no sin
pesar el mar a nuestras espaldas.
Durante mucho rato de marcha, estuvimos escuchando su rumor, hasta que lo
reemplazó el sordo retumbar de las pisadas de nuestros animales en la arena
suelta, el constante resoplar de los mismos y uno que otro chasquido de sus
herraduras contra algún guijarro. A nuestro rededor se extendía el imponente
desierto con sus extrañas coloraciones.
Sobre el animal de Ulloa iba acomodado el “Yalú”, al que la marcha por la playa lo
había aspeado.
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§10
Poco a poco, el terreno fue presentándose más difícil para el avance debido a que
ascendía pesadamente, ofreciendo de trecho en trecho molestas quebradillas de
bordes escarpados. Ulloa se quejaba a cada batida brusca de su cabalgadura, y
hubo partes en que los animales se enterraban hasta más arriba de los cascos; sin
embargo, la parte más accidentada fue un sector de más de dos cuadras que se
encontraba prácticamente acribillado de hoyos construidos, según Ulloa, por una
especie de ratón llamado “cururo”. El cruce de esta “cururera” dio origen a una serie
de barquinazos que descontrapesaron las cargas, por lo que hubo de hacerse alto
para arreglarlas.
Poco después, observamos que el sendero, hasta ese momento nítidamente
marcado, desaparecía completamente en una loma, para volver a reaparecer
algunas decenas de metros más allá. Este detalle nos preocupó, pues si sucedía en
la noche, iba a provocar si no un extravío, por lo menos una pérdida de tiempo para
volverlo a encontrar.
Nuestros temores se vieron confirmados, pues en otro faldeo muy abierto hacia el
Sur, se presentó una enorme extensión de arena donde no se veía la menor señal
de la huella. Esto nos determinó a hacer alto a la puesta del sol.
Poco antes de las 19 horas, llegamos a la bifurcación de que nos había hablado
Aguayo, pero no era una bifurcación, sino un cruce que sobre nuestro sendero de
marcha hacía otro que parecía provenir desde el Suroeste hacia el Noroeste, para ir
a caer aparentemente en un punto lejano de la playa, que no nos fue posible
precisar.
A las 19 horas y minutos detuvimos la marcha y nos arreglamos para pasar la
noche en ese sitio, mejor dicho, la última noche, ya que la llegada al Cerro Plomo
era cuestión de pocas horas al siguiente día.
Como aún quedara claridad, me adelanté a reconocer personalmente el sendero en
dirección a la quebrada. A la media hora exacta me detuve en una parte alta y
dominante, desde donde podía ver claramente la boca de la quebrada, la que, tal
como la había descrito Ulloa en Antofagasta, estaba obstruida por largas lenguas de
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dunas color amarillento y que la disposición de la luz solar en esos momentos, las
hacía aparecer como doradas. La distancia no pude apreciarla exactamente, pero
calculé cuatro horas de marcha. El sendero continuaba, indudablemente, hacia el
Cerro Plomo, pero aún quedaba por ascender el cerro con cactus que había
mencionado Aguayo y que se encontraba a poca distancia de mi sitio de
observación. El referido cerro era de poca altura, con lomajes suaves de arena
blanquizca y los cactus, que eran de gran tamaño, semejaban hombres de pie.
Cuando regresé donde mis compañeros, me esperaba una desagradable sorpresa:
al descargar los animales, uno de los chuicos con agua se había quebrado
fortuitamente, derramándose todo su contenido.
La existencia del precioso líquido con este accidente, quedaba reducida a:
3 chuicos llenos
45 litros aprox.
1 barril
30
En cantimploras
5
Botellas
5
Total
85
Si se considera que solamente nuestros animales, a ración reducida, debían
consumir por lo menos 70 litros diarios, quedaba en claro que sólo disponíamos de
un día de agua, o sea el tiempo escaso para llegar a instalarnos al pie del Cerro
Plomo.
En el primer momento pensamos recurrir a la aguada más cercana que figuraba en
el croquis hecho antes de salir de Mejillones, pero vimos que esta aguada se
encontraba situada a mitad de camino entre Punta Hornos y Punta Yayes, lo que
representaba un viaje pesadísimo y, lo que es peor, sin probabilidades seguras, ya
que ignorábamos si el agua era salobre.
Después de un largo cambio de opiniones, llegamos a la conclusión de que no
quedaba sino un recurso: ir a traer el agua a Mejillones, llevando para este objeto
todos los animales. Se echó en suerte el que debía ir, tocándole a Aguayo, el que se
dispuso a partir de inmediato, con objeto de poder encontrarse de regreso a las
primeras horas del día siguiente entre nosotros.
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Dejándose solamente un caballo en el campamento, Aguayo partió poco antes de
las 20 horas con su recua. Lo acompañé hasta los acantilados de la costa para
ayudarle a descender los animales. “Yalú” quedó acompañando a Ulloa en el
campamento.
El descenso a la playa no tuvo inconvenientes y después de convenir en que yo lo
esperaría en ese mismo punto al día siguiente, desde las 7 horas, Aguayo se perdió
a los pocos momentos entre los tentáculos de la camanchaca que empezaban a
arañar la costa.
Mi caballo, que hasta ese momento había sido un modelo de docilidad, perdió la
calma; quiso violentamente seguir a sus hermanos, pero, como se sintiese
contenido por mí, se detuvo firmemente asentado sobre sus cuartos con su mirada
clavada hacia Mejillones, sus orejas enhiestas, temblando nerviosamente y lanzando
agudos relinchos que resonaban extrañamente en la soledad, cuyo silencio sólo era
interrumpido por el rumor de la resaca.
Después de hablarle y palmear afectuosamente su cuello, lo hice trepar al
acantilado, lo que efectuó tranquilamente, pero al llegar arriba, se detuvo,
volviéndose bruscamente hacia el Sur, como escuchando. A los pocos instantes vino
desde lejos, como una señal de adiós, el relincho de uno de los caballos de la
caravana de Aguayo, el que fue contestado por el mío en un tono profundamente
lastimero. Hecho esto, continuó su marcha hacia el campamento.
Quien ha conocido de cerca a estos nobles animales, tiene que reconocer que en
muchos de sus actos no obra el llamado “instinto”, sino mucho de inteligencia, de
ese destello divino que el Supremo Hacedor ha donado a todas las creaturas
inferiores.
A poco andar solté las riendas para dejar en libertad de marcha al animal. Las
sombras habían caído completamente. El silencio y el cansancio de la jornada del
día, me fueron sumiendo en una invencible modorra. El sordo retumbar de las
pisadas del caballo en la arena suelta fue isocronándose en mis oídos hasta llegar a
imaginarme ilusoriamente que en pos de mí seguía un tropel de gente armada. Los
ocasionales chasquidos de las herraduras en uno que otro guijarro semejaban el
choque de las armas y, a tal punto llegó esta alucinación, que varias veces volví la
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cabeza, no viendo, lógicamente, sino la blanca cortina de bruma que ya había
trepado los acantilados y se preparaba para echarse sobre la pampa.
Ignoro el tiempo exacto que llevaba de marcha, cuando de pronto a la izquierda
mía, o sea en lo que creí la dirección del Cerro Plomo, vi parpadear una pequeña y
lejana luz. Alarmado, detuve bruscamente el andar y traté de explicarme la
presencia de esa extraña señal de vida que aparecía precisamente en el punto
objetivo de nuestro viaje. La luz se divisaba muy vaga y su color era amarillento.
Intranquilizadoras conjeturas me invadieron en pocos instantes. ¿Sería el sunco que
se había adelantado en espera de nuestra llegada para atacarnos? ¿Habría ya
extraído el tesoro? ¿Sería Ulloa que en su impaciencia había llegado solo al sitio
buscado? Con una sensación muy cercana a la angustia reinicié el avance en un aire
más rápido y pude notar indistintamente que la luz iba desplazándose poco a poco,
hasta quedar casi a mi frente. De pronto me estremeció un ladrido de “Yalú” cerca
de mí y a poco vi que éste se acercaba rengueando. En un segundo de tiempo creí
comprender una tragedia: que Ulloa había sido asaltado por el sunco y que “Yalú”
había sido herido. Sin detener la marcha llamé a toda voz a Ulloa, mientras
desenfundaba mi revólver. Aun no lo sacaba del todo, cuando me di cuenta que
estaba entrando al campamento, divisando a Ulloa sentado en un saco de víveres,
envuelto en su poncho y bajo la luz de un farol a vela que había asegurado en el
extremo superior de la barreta del sunco.
La luz que había causado mis sobresaltos, era la del farol del campamento. Sin
darme cuenta de la distancia recorrida desde la playa, me había acercado
insensiblemente hasta él, y la que creí una luz lejana, estaba en realidad a pocas
cuadras de distancia. Si había apreciado la luz como situada en la dirección del
Cerro Plomo, era porque el camino estaba en esos momentos orientado en ese
rumbo. Poco después, el sendero oblicuaba, lo que me hizo creer que era la luz la
que se desplazaba, cuando en realidad era yo.
En cuanto a la cojera de “Yalú”, no era sino la consecuencia de sus aspeaduras que
aún duraban.
Vuelta la tranquilidad, comenté alegremente con Ulloa la incidencia, cayendo
después en un profundo sueño, del que vine a despertar con, fuertes exclamaciones
proferidas por Ulloa.
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Eran las 5 horas del nuevo día.
§11
Estas exclamaciones se debían a que Ulloa cuando se levantó para preparar el
desayuno, constató que los víveres habían sido saqueados por una partida de
“cururos”. Un recuento arrojó la pérdida de todo el queso, una porción de harina
tostada, cuyo saco había sido roído, vertiéndose gran parte del contenido en la
arena del suelo y, además, cinco panes grandes, de los cuales no quedaban sino
pequeñas migas esparcidas en un trecho.
Afortunadamente, Ulloa había colocado en lo alto de la barreta del sunco toda la
carne y el charqui para que se airearan, lo que nos libró de una pérdida que hubiese
sido irremediable.
Posteriormente encontramos un trozo de queso de más o menos medio kilo, que se
había quedado en una de las vizcacheras de Aguayo, lo que nos consoló algo de la
pérdida.
Este suceso me produjo tal impaciencia que, siguiendo mi pésima costumbre de ese
entonces, me largué a proferir una larga serie de interjecciones de distintos calibres
y de las cuales poseía un variado repertorio. Aun no terminaba, cuando se dejó oír
un sordo y retumbante ruido seguido de un violento aunque corto remezón de tierra
que espantó a mi caballo y me hizo levantarme más que rápido de un saco donde
estaba sentado. Ulloa se santiguó con todo respeto, diciéndome a continuación:
—La pampa responde así a los que profieren herejías. Aquí no estamos en la playa.
Como el calor fuera acentuándose, construimos una amplia sombra con las mantas
que debía servir a Ulloa, y partí poco después hacia la playa para esperar a Aguayo.
Bajé sin dificultad los acantilados, aseguré mi caballo y armé otra pequeña sombra
asegurándola a una roca vertical que se alzaba a pocos metros de la orilla.
Antes de instalarme en espera del viajero, me di el placer de bañarme en una poza
de más o menos un metro y medio de profundidad, pero sufrí fuertes clavaduras en
las plantas de los pies, debido a que el fondo estaba lleno de erizos. Estos
equinodermos eran de los llamados negros, o sea de los no comestibles.
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Hecho esto, me instalé bajo la sombra y procedí a completar mi Diario de Viaje. El
sol era bastante fuerte y el mar, que estaba muy agitado, rompía con furia en las
orillas, levantando una verdadera cortina de evaporación que hacía nula toda
posibilidad de observación a pocos kilómetros de distancia.
Eran las 10 horas cuando vi pasar a corta distancia de la costa un barco de la
Compañía Sud Americana, reconocible por su característica chimenea. Este, que iba
en demanda de Mejillones, llevaba tal “cabeceo”, que su proa se perdía casi
completamente en el mar en cada balance.
Tratando de observar la llegada de Aguayo desde otro punto, subí a pie los
acantilados, llegando hasta una roca alta que parecía dominar el paraje, pero mi
oteo fue estéril, pues la cortina de evaporación era igualmente densa. Al descender
de la roca hice un hallazgo: en un hueco de ella encontré un manojo de siete flechas
liadas por un cuero. Su antigüedad era bastante respetable, pues el cuero se
deshizo al tocarlo y las flechas se desmenuzaron. Seguramente pertenecieron a los
antiguos indios “changos”, que vivieron en esos parajes.
Pasado el mediodía, la visibilidad fue mejorando, pero aun cuando recorrí
detenidamente hacia el Sur con mis anteojos, no divisé la aproximación de Aguayo.
Pensé volver al campamento para comer algo y forrajear también a mi caballo, pero
desistí de ello debido a que en ese lapso podía llegar el viajero y encontrarse sin
ayuda para hacer subir los animales al acantilado.
En esta molesta espera, llegaron las primeras sombras de la tarde y las avanzadas
de la niebla.
Recordé a Ulloa y lo imaginé en la soledad del campamento, sentado junto a la
barreta con el farol en lo alto, su carabina en las manos y avizorando las sombras.
A las dos de la mañana, mi caballo empezó a relinchar y a inquietarse, por lo que
estimé que era Aguayo que regresaba. Para orientarlo disparé hacia el mar tres
tiros, los que fueron contestados por otros tres distantes y que procedían del Sur.
Momentos después, Aguayo se aproximaba llevando cuatro animales y acompañado
de otro jinete que llevaba a la zaga tres caballos más. Este personaje venía tocado
con una especie de pasamontañas que no le dejaba ver sino su nariz.
La explicación del atraso de Aguayo era por demás fundada: había llegado a
Mejillones a horas que era imposible obtener ni la remuda de animales ni los
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elementos de agua. Además, dos animales habían perdido herraduras. Sólo vino a
estar listo después de las trece horas. Aguayo me manifestó traer consigo un
documento muy importante relacionado con la exacta ubicación de las aguadas en
el sector donde operábamos. (El citado documento se reproduce en estas páginas.)
Respecto al personaje del pasamontañas, lo había “conseguido” de los carabineros
de Mejillones, donde se encontraba detenido por haber sido sorprendido viajando
“de pavo” en un barco, lo que le había valido una paliza a bordo. Ya volveré y con
más detalles a ocuparme de este nuevo compañero de aventuras que el Destino nos
deparó.
Con grandes dificultades debido a la oscuridad y a la neblina, logramos subir los
animales al acantilado, debiendo llevar nosotros, a brazo, parte de la carga.
Después de las 3 horas, iniciamos la marcha hacia el campamento sin otros
obstáculos que dos paradillas para contrapesar cargas. Durante el avance, no cesé
de observar al nuevo compañero que iba a mi lado montado a horcajadas y
balanceándose como mono de trapo, con un gran estrépito de dos cacerolas que
llevaba colgando de su montura.
Cuando calculamos que estábamos a corta distancia de Ulloa, señalé nuestra
presencia con dos tiros al aire. La imprevista detonación hizo dar un bote al caballo
del referido personaje, quién cayó al suelo de espaldas, pero sin mayores
consecuencias. A poco oímos cercanos, y a intervalos, cinco disparos de carabina.
Era Ulloa que, probablemente, estaba muy alterado, ya que había gastado un
cargador completo sin motivo.
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El informe de Aguayo
Pronto llegamos al campamento, donde ardía una alegre fogata, mientras en el
ambiente flotaba una enorme y acogedora tranquilidad.
Tal como me lo había imaginado, Ulloa estaba sentado al lado de la barreta,
envuelto en su poncho y con un gorro de lana color lacre en la cabeza. Una de sus
manos sujetaba la carabina.
Cuando nos acercamos a él, descubrí con pena que nuestro buen compañero estaba
profundamente afectado. Pesados lagrimones rodaban por sus mejillas, para caer
como cristalinas perlas en la frisuda manta.
Reseña aclaratoria del informe de Aguayo
Las aguadas solamente se encuentran en las quebradas (no en los
terrenos llanos).
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Entre la playa de Punta Hornos y la Punta Yayes se encuentra la
aguada llamada “Los Panizos”. Para llegar a ella hay que subir desde
la playa a la pampa. Esta aguada está a media hora del paso de un
caballo, en donde hay un… grande, con excrementos de aves.
A esta aguada no hay necesidad de excavarla, porque el agua está
fluyendo constantemente a la superficie del suelo.
Más al Norte se encuentra la aguada llamada “Chicoco” y queda
frente a la caleta Yayes. Para llegar a ella se toma el camino desde
la misma Punta, pues hay un sendero marcado. La distancia es de
más o menos una hora al paso del caballo.
Siguiendo al Norte está la aguada de “El Leoncito”, en la primera
quebrada al fondo de ella y a media hora al paso del caballo, pero el
acceso debe hacerse por el lado de la playa, por ser inaccesible
desde la pampa. Esta aguada hay que limpiarla a pala, para excavar
y también para eliminar los musgos que se forman. Estos musgos
producen “lepidia”.
A continuación está la aguada de “El Mulato”, un poco a la derecha
de la aguada anterior y al Sur de la situación del islote más grande
que aflora frente a la Punta Tamira.
Ya no se encuentran más aguadas hasta llegar a Cobija, donde
existen dos que están próximas y son muy conocidas de los
pescadores.
NOTA: Este informe no corresponde sino en líneas generales a la
exactitud. Parece que fue dictado por alguien, y el que lo escribió
(Aguayo), omitió muchos datos. También hay errores como el del
párrafo seis, por ejemplo, en que sitúa la aguada de “El Mulato” un
poco a la derecha de la aguada de “El Leoncito”, o sea al Sur de
ésta, lo que está en contraposición de la descripción general del
informe, que va de Sur a Norte.
Los puntos suspensivos del párrafo dos, corresponden a una palabra
ilegible que se ha borrado del original, parece que debido al uso del
documento.
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§12
Decidimos continuar nuestra última etapa en cuanto se diera un descanso al ganado
y para nosotros un rato de sueño, que bastante falta nos bacía.
A las 6 horas estuvimos listos para partir, pero Ulloa nos llamó a Aguayo y a mí en
un conciliábulo aparte, para fijar la conducta a seguir con el nuevo “allegado”.
Todos estuvimos de acuerdo en no decirle el verdadero objeto de la expedición y
mantenerlo al margen de toda posterior actividad en el asunto.
El recién llegado se llamaba José Agustín Rojas, alias “Rojitas el Overo”, mote que
correspondía a su tipo físico, pues era albino. Su aspecto era grotesco y movía a
risa: enjuto, de cuello sumamente delgado, largo y lleno de profundas arrugas; su
color era el de un ladrillo cocido, poseedor de una increíblemente larga melena
blanquizca - amarillenta y con los ojos enrojecidos. Se movía balanceándose
exageradamente hacia adelante, con largas zancadas, con los ojos entronados,
tratando de “ver” al través de una espesa maraña de cejas y tropezando a cada
paso que daba.
Su historia, como la de todos los pobres errantes, era triste: vagabundo desde
pequeño, había peregrinado por todo el Norte, hasta llegar a formar parte de la
dotación de un mísero circo, donde cuidaba los animales de la dotación. Durante
una reyerta entre dos de los artistas, uno de ellos quebró en la cabeza del otro un
violín, el que recogió Rojas, y después de refaccionarlo pacientemente, se dedicó a
practicar su modo de tocarlo, realizando en esta forma un anhelo que sentía desde
muy niño, aun cuando no conocía nada de música.
Poco a poco fue dominando el instrumento, hasta el punto de que el empresario del
circo le concedió un número en las funciones. Su primer estreno fue un fracaso,
pues aun cuando ejecutó una pieza con toda su alma, el público protestó, desde la
primera nota.
En vista de esto, se le relevó del número del violín y se le dio el papel de borracho,
para lo cual debía salir a la pista con la nariz pintarrajeada de rojo diciendo chistes
groseros y palabras de doble sentido, terminando en una pelea simulada con el
payaso y el tony, de quienes debía dejarse vapulear, también simuladamente.
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El payaso, que, con o sin motivo, había fomentado una gran animadversión para
Rojas, en varias ocasiones del número citado le cargó tanto la mano en los golpes,
que una vez lo dejó sin sentido, lo que provocó un indescriptible entusiasmo en el
público, que era compuesto en su mayor parte de mineros, los que pidieron un bis.
En vista de esto, Rojitas se fue del circo. Con sus escasas economías y su violín, se
embarcó “de pavo” en un barco y dio con su cansada humanidad en un puerto del
Norte, donde se dedicó a tocar su violín en la vía pública, pero fue prohibido por las
autoridades debido a que el público se aglomeraba para observar su facha
calamitosa, más que por el interés de oír las tocatas, provocándose así incidentes
en los que debió intervenir la policía.
Obligado por la necesidad, subió a las oficinas salitreras, pero no fue aceptado en
parte alguna por la escualidez de sus formas, por lo que se vio obligado a volver al
puerto. Aquí tuvo la mala ocurrencia de sobornar al tripulante de un barco
extranjero con el fin de irse “de pavo” hacia el Sur, como anteriormente lo había
hecho, pero al llegar a Mejillones fue sorprendido, despojado del poco dinero que
llevaba consigo y apaleado brutalmente antes de ser entregado a la policía del
puerto.
Sus lágrimas y súplicas lograron enternecer a un oficial del buque, que le permitió
llevarse consigo el violín y una armónica que le habían obsequiado a bordo. En
estas circunstancias fue encontrado por Aguayo, quién, compadecido, se lo pidió a
los carabineros como ayudante para llevar la recua.
Esta fue la historia que contó el pobre aventurero. El famoso violín, por otra parte,
no desmerecía en nada con el aspecto de su dueño, pues era un instrumento lleno
de parchaduras y costurones y cubierto con una capa de mugre que demostraba
gráficamente las andanzas de su poseedor.
Cuando estábamos por llegar al pie del cerro de los cactus, Ulloa se quejó de un
fuerte malestar, por lo que tuvimos que detenernos. En efecto, nuestro compañero
tenía fiebre y estaba completamente decaído. Después de algunas conjeturas,
llegamos a la conclusión de que la causa de su enfermedad era el desayuno, en el
cual se había preparado un consistente caldo a base de mariscos y de jugo
concentrado de carne que había traído Aguayo desde Mejillones. Este sustancioso
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alimento produjo, naturalmente, una brusca reacción en el organismo de Ulloa, cuyo
estómago hacía días que se nutría frugalmente.
A las 17 horas estuvimos en la cumbre, donde nos detuvimos para refrescarnos con
una agradable brisa que venía desde la costa. Desde ese punto admiramos la
imponente perspectiva que dominaba hasta Mejillones por el Sur y hasta las alturas
de Chungungo por el Norte, nombre que ya hemos visto figurar en la primera parte
de este libro. Ulloa, que había permanecido largo rato contemplando en silencio sus
antiguos teatros de operaciones, nos formuló una extraña solicitud que tenía
relación con las palabras que había pronunciado a raíz del temblor: que por ningún
motivo profiriéramos maldiciones ni herejías hasta dar término a nuestro cometido,
pues nos encontrábamos en suelo sagrado.
—Ustedes sabrán lo que hacen —terminó—, que por mi parte desde éste momento
quedo en las santas manos de San José y el Niño. (Textual)
Estos momentos han quedado impresos fuertemente en mi memoria: Ulloa,
reverente, con su gorro lacre en las manos y sus blancos cabellos revoloteando a
impulsos de la fuerte brisa que sacudía! nuestras ropas y las colas de los animales.
Cada vez que yo orientaba la cara al viento, éste producía un agudo silbido al
chocar con el ala del sombrero. Aguayo y Rojas, mirando hacia Mejillones. “Yalú”
echado a los pies de Ulloa y acesando fuertemente, con la lengua afuera. Como
telón de fondo, las fantásticas coloraciones de la pampa y por el lado del mar una
inmensa extensión de agua color azul intenso, ribeteada de orlas blancas en la orilla
de las rompientes.
Hacia el lado de nuestro objetivo, se destacaban las laderas plomizas de la
quebrada y tapando la boca de entrada de ésta, las dunas, que se veían como
desprendiendo destellos.
Después de las 19 horas llegábamos por fin al mismo sitio donde otrora acampara
Ulloa con Miolati. No sin emoción contemplé detenidamente el paraje. Una vez
dispuesto el campamento, todos trepamos a la cima de las dunas para contemplar
la famosa quebrada donde, al decir de Ulloa, habían actuado los aparecidos, hacía
ya más de treinta años.
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Las dunas estaban constituidas por varios cordones de arena muy suelta y fina,
constantemente en movimiento debido al viento. De aquí se desprende la razón del
por qué no se conservan las pisadas.
Al llegar a lo alto del último cordón, quedamos de pronto con vista a la quebrada,
que era un cajón estrecho y de aspecto sombrío a causa del color oscuro de las
laderas. Su piso estaba constituido por millares de piedras de todas formas,
tamaños y coloridos y que procedían de las laderas. Un mayor conglomerado de
estos rodados estaba incrustado en la vertiente de la duna, lo que daba la idea de
algún poderoso aluvión al cual la duna sirvió de dique natural.
Al fondo de la quebrada se alzaba un cerro de arena blanquizca y que, desde donde
estábamos, parecía tapar u obstruir completamente el curso de la quebrada.
Durante largo rato permanecimos en muda contemplación. Mi imaginación veía a
Ulloa y a Miolati en busca de los corrales y me aprontaba para escuchar en la noche
el bullicioso aparecer de los invisibles cuidadores del tesoro. Por una coincidencia,
nosotros habíamos llegado a ese punto casi a la misma hora en que habían llegado
Ulloa y Miolati en la primera expedición.
Al descender las dunas para volver al campamento, Ulloa propuso sacar el barril que
había dejado enterrado al pie de ellas en la fecha de su huida y que, como se
recordará, dejó señalado con una piedra color morado. Sin embargo, nuestras
búsquedas resultaron infructuosas. Probablemente, la piedra y el barril estarían
quizás a cuántos metros al interior de las dunas, tapados paulatinamente por las
movedizas y cambiantes arenas.
A la hora del rancho, Rojas nos pidió licencia para tocar su violín, lo que fue
accedido. No sin cierto desgano me apronté para oír una tanda de chillidos, pero mi
sorpresa fue grande: el ejecutante, con el cuerpo inclinado y sus ojos cerrados, hizo
brotar de las cuerdas del viejo violín un raudal de armónicos sonidos que
correspondían a
un
trozo musical muy
en
boga
en ese tiempo,
titulado
“Susurrando”. Lo más notable es que Rojas tocaba, como hemos dicho, sólo de
oído. ¡Quizás qué espíritu de artista había llegado a reencarnarse en tan mísero
cuerpo físico!
Los aplausos con que fue premiada esta ejecución, fueron devueltos por el eco
nítidamente desde el fondo de la quebrada. Este fenómeno acústico me llamó
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profundamente la atención y me hice el propósito de hacer nuevas investigaciones
al respecto, lo que llevé a cabo como relato más adelante.
Como lo avanzado de la hora no era propicio a reconocimientos del terreno,
dispusimos hacerlo con las primeras luces del nuevo día, que debía ser el del
triunfo.
Después de la comida, Rojas nos brindó otras melodías; En tanto yo me separé del
corro para contemplar el fantástico panorama que ostentaba la costa. Aun cuando
había ya oscurecido, el horizonte del océano mostraba franjas de diversos colores
en los que dominaba el púrpura, en tanto que la línea de la orilla ya se veía cubierta
por la plomiza bruma. Sobre mí brillaban, como jamás las había visto ni he vuelto a
ver, enormes grupos de constelaciones que aparente y majestuosamente se
desplazaban hacia el mar. La luminosidad de los astros era tan intensa, que
cansaba la vista al mirarlos detenidamente. En torno había una calma tan grande,
que me daba la impresión de encontrarme en un sueño.
De la maravillosa contemplación del desconocido infinito de los otros mundos, me
distrajo el espejear de algo que debió ser un trozo de cuarzo incrustado en alguna
piedra a cierta distancia de donde me encontraba. Quedé absorto mirando esos
destellos y recordé al pobre Miolati, quién, quizás, estuvo en ese mismo sitio y
contemplando también las luminosas señas.
Antes de entregarme al sueño, contemplé el vertiginoso resbalar de algunas
estrellas fugaces que perdieron su trayectoria tras los cerros de la costa cuyos
perfiles se destacaban como delineados con tinta china sobre la luminosidad del
cielo.
A las cuatro de la mañana, sonoros ladridos de “Yalú” pusieron en conmoción el
campamento. El perro se mostraba agresivo y alerta en dirección a la costa. De
común acuerdo no hicimos señales y el inteligente animal fue instado a callarse, lo
que hizo obediente, pero siguió gruñendo sordamente y siguiendo con su vista la
dirección que seguían los invisibles viajeros, quienes, sin lugar a dudas, cruzaban la
pampa hacia el Norte. ¿Quiénes eran ellos? ¡Nunca lo supimos!
Este incidente nos dejó en pie. El desayuno se sirvió a las cinco y quedamos en
condiciones de partir a la exploración de la quebrada. A Rojas se le comunicó que
quedaría a cargo del campamento mientras nosotros íbamos a internarnos en la
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quebrada en demanda de una mina. Por lo que pudiera suceder, se le hizo entrega
de una carabina cargada con cinco tiros, de la que podía hacer uso solamente en
caso de extrema necesidad. Antes de partir, Aguayo le hizo instrucción sobre su
manejo, del modo de quitar el seguro y de la dirección en que debía disparar; de
todo esto hizo correctamente varios ensayos.
Premunidos de la barreta del sunco de una barretilla liviana, de dos palas, de dos
cantimploras con agua por persona y de un saco vacío que Aguayo se echó al
hombro con misteriosos ademanes, cruzamos las dunas y pusimos por fin nuestros
pies en la quebrada.
Al atravesar las dunas nos llamó la atención de que nuestras pisadas de la tarde
anterior ya no existían.
No habíamos recorrido más de una cuadra por la áspera quebrada, cuando oímos
que en el campamento resonaban furiosos ladridos de “Yalú” y poco después varios
desesperados gritos de Rojas, cuya significación no era posible definir.
Pedimos a Ulloa que nos esperara en ese mismo sitio y corrimos con Aguayo.
Resbalando y cayendo entre las endiabladas piedras, llegamos jadeantes a las
dunas hasta quedar a la vista del campamento, donde ya había cesado el bullicio.
Rojas estaba sentado en el suelo, completamente revolcado, sangrando de la nariz
y de una mano. A dos o tres cuadras de distancia se veía la polvareda que
levantaba uno de nuestros caballos perseguido de cerca por “Yalú”. Varios
elementos del rancho habían sido pisoteados y dispersados por el caballo en fuga,
librándose por una casualidad un chuico con agua que fue derribado pero sin
romperse.
Rojas explicó que apenas habíamos partido, dos animales se habían empezado a
cocear y que “Yalú” había aumentado el desorden al precipitarse sobre ellos, por lo
que uno de los caballos dio violentos tirones a su amarra, hasta cortarla. Rojas
alcanzó a tomar el cordel, pero el caballo escapó, arrastrándolo. En esta arrastrada,
Rojas se golpeó la nariz contra un saco lleno de tarros de conserva y, además, el
cordel le había rebanado la palma de la mano.
Mientras Aguayo le hacía una curación de emergencia al herido, no pude
contenerme y lancé unos cuantos “garabatos” en contra de la mala suerte que nos
perseguía.
Gentileza de Flavio Briones
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Como el animal prófugo regresara solo, invité a Aguayo a volver a la quebrada, pero
éste me contestó de mal modo. Al interrogarlo sobre su actitud, me enrostró mi
falta de cumplimiento al pedido de su suegro referente a nuestro comportamiento
en el suelo sagrado.
No tuve sino que reconocer hidalgamente mi falta y le pedí que no contara a Ulloa
este incidente.
Poco después reanudábamos la marcha por el interior de la quebrada observando a
Ulloa, que iba muy pensativo desde que le contamos lo sucedido a Rojas
recientemente.
Cuando llegamos al cerro de arena blanquizca que parecía obstruir el curso de la
quebrada, el sol quemaba las cumbres cercanas. Tal como había referido Ulloa con
anterioridad, este cerro no tapaba el curso, sino que daba paso a una nueva y
estrecha garganta que se abría casi en ángulo recto a la derecha nuestra y que
presentaba a poca distancia un gran desprendimiento de rocas con una altura de
más de diez metros.
Hasta ese momento, a pesar de la minuciosidad de nuestras observaciones, no
encontramos nada que se pareciese a corrales, pues el recorrido había presentado
uniformemente el mismo aspecto de piedras y rodados que constituían, como se ha
dicho, el piso natural de la quebrada.
§13
Con extremadas precauciones para no provocar otro derrumbe, que debía caer
sobre mi persona, escalé el rodado, confiando poder ver desde su parte más alta, la
prolongación de la quebrada. Después de un lento escalamiento, llegué a la cima,
pudiendo constatar que el callejón terminaba más o menos a 50 metros de donde
yo estaba, formando una especie de rincón color verdoso - amarillento. En este
nuevo sector no había corrales tampoco.
De todos modos y con el fin de saber a qué se debía la coloración mencionada,
descendí hacia ese punto, observando el terreno que era de arena suelta y parecía
no haber sido hollada quizás cuánto tiempo, si es que alguien lo hubiera hecho
alguna vez.
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La mancha verde se debía a una ancha veta mineral, tal vez de cobre u otro metal.
Cuando regresé donde mis compañeros, los encontré contemplando un hallazgo: un
botón de hueso muy quebradizo ya por los años. Ulloa, muy afectado, aseguraba
que había pertenecido a Miolati, pues éste había estado en ese punto escarbando
unas piedras.
Contemplamos en silencio durante un rato ese recuerdo de otros tiempos,
respetando la justificada emoción de Ulloa.
Como el tiempo avanzara, discutimos largamente la ubicación de los corrales,
llegando a la conclusión de que no había base alguna para suponer que se
encontraran en esa quebrada, sino en otra vecina, ya que el croquis de Miolati no
indicaba con exactitud sino a grandes rasgos la probable situación. Como el regreso
sobre nuestros pasos significaba una apreciable pérdida de tiempo y de esfuerzos,
resolvimos trepar a los cerros en el mismo punto donde estábamos para divisar
desde sus partes más altas la probable existencia de otras quebradas cercanas.
Aguayo eligió las laderas Norte y yo las del Sur. Ulloa debía esperarnos donde se
encontraba.
Antes de iniciar la ascensión, Ulloa nos hizo presente que, como los corrales servían
para albergar animales, debían necesariamente encontrarse al lado de los caminos,
por lo que nos recomendó ubicar especialmente éstos, que eran visibles por su
característica blanquecina. Esta advertencia, aunque tardía, me confirmó la idea de
que los corrales no podían estar en la quebrada, ya que en ella no existía ni la más
remota huella de tránsito, pues ésta era prácticamente una “bolsa” sin salida.
La subida fue difícil por lo empinado de las laderas y la enormidad de piedras
sueltas. Había que hacer intensos esfuerzos para no caer con los desprendimientos
y rodados que se producían en cualquier parte donde apoyaba las manos o los pies.
El estrépito de piedras fue tan grande, que llegó hasta oírlo Rojitas desde el
campamento.
Cuando llegué a la cumbre me encontré en una amplia meseta, tal vez devastada a
ciertas horas por fuertes vientos, pues mostraba una limpieza absoluta. Después de
un breve descanso atravesé la meseta en dirección Sur, hasta una parte que creí
sería el borde de otra quebrada, pero que en realidad era una especie de embudo
de paredes casi verticales, de más de treinta metros de profundidad y de cien o más
Gentileza de Flavio Briones
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de diámetro. Este hoyo, que probablemente fue hecho por la caída de un aerolito,
significaba la muerte para quien resbalara a su fondo.
Quebrada Miolati
Bordeando esta depresión llegué a una pequeña altura, desde donde pude divisar
que el terreno mostraba una ininterrumpida sucesión de lomajes hasta donde
alcanzaba la vista. Siempre en la esperanza de encontrar otra quebrada, seguí
caminando hacia el Sur, hasta completar quince minutos. Como los lomajes se
sucedían sin interrupción y considerando que el Cerro Plomo quedaba muy atrás,
volví nuevamente hasta el borde del embudo.
El sol a esa hora caía a plomo irradiando un calor infernal. La reverberación de las
capas de aire era tan pronunciada, que el cerro al cual había trepado Aguayo se
veía titilar violentamente y su cumbre aparecía como flotando en el aire,
desprendida aparentemente del resto de la mole.
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Este fenómeno de refracción, que abarcaba también a los otros contornos, me
impidió absolutamente poder ubicar el macizo del Cerro Plomo. Sin embargo, como
sabía su dirección, caminé hacia ella, pero antes de un kilómetro, mi camino se vio
interrumpido por un conglomerado de altas rocas color violeta que se alzaban
verticalmente y cuya ascensión era impracticable. Desde este punto marché
nuevamente rumbo al Sur, pero sin ver otra cosa que la misma continuidad de
lomajes de arena hasta donde lo permitía la refracción.
Considerando que había fracasado en mi búsqueda de la quebrada, regresé al punto
donde había subido para disponerme a descender. Esta maniobra fue peor que la
subida: alcancé a bajar “decentemente”, aunque con continuas patinadas, más o
menos hasta la mitad del cerro. Aquí, una falsa pisada me arrastró en deslizada
hasta el mismo pie entre una nube de tierra y un estrépito que ya hubieran querido
imitarlo los invisibles cuidadores del tesoro.
Al levantarme semiaturdido, sentí los cosquilleos de varias heridas en los codos,
espalda y la palma de la mano derecha. Aparte de esto destrocé el asiento de los
pantalones y perdí una espuela que no pudo ser encontrada.
Conversaba con Ulloa sobre mi reconocimiento, cuando otro estrépito y los
consiguientes rodados anunciaron la llegada de Aguayo, quién, con más suerte que
yo, pudo llegar con sus pies. Su informe fue también adverso, pues la cumbre de su
cerro que era cónica, estaba flanqueada como el que yo había encontrado, por un
muro vertical de rocas inaccesibles.
Desmoralizados
y
virtualmente
cocinados
por
el
calor,
resolvimos
escalar
directamente el Cerro Plomo desde la boca de la quebrada, ya que este cerro era el
más alto y parecía no ofrecer muchas dificultades para el ascenso.
Pronto estuvimos a la vista del campamento, que se presentaba en orden. Rojitas y
“Yalú” estaban echados bajo una sombra. Los animales comían su ración y una
alegre columna de humo se alzaba en el rancho. “Yalú” fue el primero que se
percató de nuestra presencia, precipitándose sobre nosotros con alegres ladridos
que despertaron a Rojitas, alarmado, que con una mano tomo pantalla sobre sus
inútiles ojos, trataba de “ver”, sentado en el suelo, mientras sus temblorosas manos
tanteaban la carabina que se encontraba a más de dos metros de distancia de su
persona.
Gentileza de Flavio Briones
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Cuando se dio cuenta de que éramos nosotros, resonó su voz en falsete:
—¿Qu’iubo con la mina? ¿Qué anduvieron botando los cerros que hasta aquí se oía
la tremenda bulla de pieiras?
Eran las 13 horas. Un par de bocados, nuevo aprovisionamiento de agua y
enfrentamos la subida al Cerro Plomo frente al campamento, donde las pendientes
eran más suaves. Ulloa, que estaba muy agotado, se quedó con Rojitas.
A los pocos metros de ascensión mis dolores de las heridas habían agudizado. A
esto se sumaba un incipiente dolor en un tobillo, provocado, seguramente, por
alguna mala pisada y que vino a hacerse presente una vez que estuve en descanso.
Más de cincuenta minutos demoramos en llegar, no a la cumbre, sino un poco más
arriba de media falda. Para llegar a la cima nos restaban quizás cuántos metros,
imposibles de apreciar desde donde nos hallábamos.
Al primer golpe de vista, constatamos con júbilo que, inmediatamente más al Norte,
se abría otra quebrada, cuyo curso general se inclinaba hacia el Noreste. Esta
quebrada estaba separada de la que recién habíamos recorrido, por el cerro que
había reconocido Aguayo y que en esos momentos veíamos con sus inaccesibles
rocas de la cumbre como a treinta metros bajo nuestro punto de observación. La
entrada de la nueva quebrada se veía claramente y calculamos que se encontraba
muy próxima a nuestro campamento, hacia el Norte.
Empleando nuestras manos como portavoces y al unísono comunicamos el
descubrimiento a Ulloa, a quién vimos, instantes después, lanzar al aire su gorro
lacre y que abrazaba a Rojitas. Poco después llegaban a nuestros oídos los ladridos
de “Yalú”, que se asociaba a la general alegría. Como nada más había que hacer,
resolvimos bajar, pero antes trepamos unos cuantos metros más, logrando
descubrir, con la emoción que es de imaginar, un irregular sendero color blanquizco
calcinado, que se internaba por la nueva quebrada descubierta.
En nuestra alegría no nos cabía duda de que ella ocultaba los corrales. Pocos
momentos después estábamos con Ulloa, a quién dimos rápidamente cuenta en
detalle de nuestros descubrimientos, y sin darnos más tiempo que el necesario para
beber un sorbo de café, partimos con nuestras herramientas y el chuico con agua,
esta vez acompañados de Ulloa, que resoplaba fuertemente. Nuestro rumbo fue
bordeando las dunas hacia el Norte, pero al poco andar estábamos sobre un
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sendero que, sin duda, era la continuación del que habíamos seguido para llegar al
último campamento.
Un imprevisto nos obligó a detenernos: una de las suelas de los zapatos de Aguayo
se le despegó completamente. Como no disponía de elementos de arreglo, partió de
carrera hacia el campamento, cojeando cómicamente, pues llevaba el zapato en una
mano. Con Ulloa seguí caminando lentamente, riéndome de las exclamaciones y
dicharachos de mi compañero, que parecía un chiquillo.
Cuando nos alcanzó Aguayo, llegábamos ya con Ulloa a una parte donde el sendero
se perdía al pie de las dunas. No nos cupo la menor duda que el sendero las
remontaba para reaparecer al otro lado, ya que sabíamos que la consistencia
arenosa de éstas impide la mantención de las huellas. Una breve exploración desde
lo alto, así nos lo confirmó. Efectivamente, vimos abrirse la boca de la nueva
quebrada y, cargado hacia la ladera Sur de ella, el sendero.
Eran las 15.35 horas cuando pisamos éste. El ambiente estaba tan caldeado, que a
los pocos minutos estábamos casi achicharrados. El aspecto general de la nueva
quebrada no difería en mucho a la anterior, pues su suelo estaba también lleno de
rodados que en algunas partes interrumpían el camino, lo que demostraba que éste
estaba fuera de uso quizás cuántos años. Además, no presentaba huellas de
pisadas.
A las 17 horas, nuestra situación era al comienzo de una gran curva que el sendero
hacía en dirección Norte. Teníamos exactamente a nuestra derecha el Cerro Plomo,
por lo que dedujimos que nos encontrábamos en el sector del camino que habíamos
divisado desde aquél.
El nivel del suelo iba presentando poco a poco mayor gradiente y el aire enrarecido
nos hacía trabajar violentamente los pulmones, por lo que hubimos de hacer
numerosas paradillas. Poco después, el calor sofocante nos obligó a aligerarnos de
las ropas y cada cierto trecho nos intercambiamos los elementos de trabajo y el
chuico, cuyo contenido se había respetado cuidadosamente.
Al terminar de cruzar un estrecho desfiladero, donde el calor era agobiante, Ulloa,
cuya respiración era muy agitada desde hacía algunos momentos, se dejó caer al
suelo, intensamente pálido y con los síntomas de una fatiga.
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§14
Rápidamente procedimos a colocar al caído bajo un improvisado toldo hecho con
nuestras blusas y camisas que afirmamos en las herramientas.
Después de algunos momentos en que aplicamos al enfermo todos los recursos de
urgencia que conocíamos, Ulloa volvió en sí, pero con evidentes demostraciones de
encontrarse mal. El desfallecimiento de nuestro amigo no podía ser causado sino
por un exceso de esfuerzos que no guardaban relación con el escaso alimento
ingerido, pues hay que recordar que, aparte del desayuno al amanecer y de los
ligeros bocados antes de partir, no había comido otros.
La nueva situación nos determinó a detener la exploración en ese punto. Un ligero
cálculo nos dio la evidencia de que llevábamos recorridos más de 8 kilómetros por la
nueva quebrada, y si debíamos guiarnos por el croquis de Mertiel, era de todo punto
imposible que los buscados corrales estuviesen en el terreno tan distanciados del
Cerro Plomo, que habíamos dejado bastante atrás.
Por otra parte, las horas corrían y la noche no tardaría en llegar, en circunstancias
de no tener abrigos ni elementos para el enfermo.
Aguayo dio su opinión de regresar al campamento apenas Ulloa estuviese en
condiciones de caminar. Como éste se encontraba en un profundo sopor, decidimos
esperar que despertara para darle a conocer nuestro modo de pensar.
Y ahí permanecimos en silencio, que era interrumpido a intervalos por fuertes
ráfagas de viento que parecían producirse sobre nuestras cabezas en las cumbres
de los cerros que nos rodeaban. Estos golpes los denominó Aguayo “sabanazos”,
debido a que resonaban, efectivamente, como si alguien agitara violentamente una
sábana en el aire.
Más o menos a las 18 horas, Ulloa pidió agua. Después que hubo bebido un largo
trago, manifestó que entre sueños había oído nuestra conversación y que también
era de opinión de regresar al campamento.
Iniciamos el retorno lentamente. Ulloa se quejaba de un fuerte dolor al cerebro y a
los ojos, dolor que se hacía más agudo con las pisadas que, según él, resonaban
como martillazos en su cabeza.
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A medida que fue cayendo la tarde, la marcha se hizo más difícil para el enfermo,
que iba con los ojos semientornados y tropezando continuamente. Poco más tarde
notamos que una manga de niebla se desprendía lenta y pesadamente desde las
cumbres hacia el fondo de la quebrada, llegando a espesarse momentos después en
tal forma, que tuvimos que hacer alto por prudencia, lo que aprovechó el pobre
Ulloa para tenderse boca abajo y comprimiéndose la frente con las manos.
Un cálculo a base de la hora y del probable recorrido, me dio la evidencia de que el
campamento no podía encontrarse a más de una hora de distancia desde el punto
donde nos encontrábamos, pero como seguir andando era exponerse a un extravío
o a la torcedura de un pie en la oscuridad, discutí con Aguayo la posibilidad de que
uno do nosotros tratara de llegar hasta donde Rojitas en busca de auxilio. En esos
momentos la camanchaca nos había empapado como si nos hubiésemos sumergido
en agua.
La inactividad nos provocó un intenso frío, pesé a los violentos ejercicios
gimnásticos que Aguayo y yo debimos hacer.
Ulloa, a pesar de haberse arropado con nuestras blusas, daba diente con diente, y
al examinarlo descubrí que tenía alta fiebre.
Como la situación no podía ser más grave, volví a insistir con Aguayo en la
posibilidad de llegar al campamento a traer aunque fuese abrigos y algo caliente
para el enfermo. Ulloa intervino con cansada voz, haciéndonos ver que era mejor
que fuéramos los dos y a él se le dejara en ese mismo sitio. Yendo dos, habría
menos posibilidades de extraviarnos, pues “lo que veía uno, mejor lo verían dos”.
(Textual)
Sin pérdida de tiempo, dejamos el chuico a su lado, lo arropamos lo mejor que
pudimos
y
prácticamente
después
en
la
de
unas
espesa
palabras
bruma,
de
aliento,
husmeando
partimos,
el
invisible
“buceando”
sendero,
estremeciéndonos de frío y destilando agua por todo el cuerpo.
No soy capaz de transportar al papel la amarga odisea que sufrimos para poder
llegar a la boca de la quebrada, trepar las dunas y encontrar el nuevo trazo del
sendero que, como ya se ha dicho, desaparecía al llegar al sector arenoso del pie
occidental de ellas.
Gentileza de Flavio Briones
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Sin embargo, tuvimos una sorpresa: la camanchaca no había afectado a la pampa,
debido, seguramente, a un cambio de viento.
Después de algunas vacilaciones producidas por la confusión que hicimos de
nuestras recientes pisadas, con las que creíamos haber impreso en la tarde anterior,
Aguayo pudo encontrar el sendero que conducía al campamento. Como el terreno se
presentara más despejado y más firme, tomamos el trote largo.
Cuando calculamos estar cerca, Aguayo lanzó dos o tres estentóreos gritos que
resonaron extrañamente en las soledades. Casi instantáneamente se oyeron los
ladridos de “Yalú”, pero que tenían una inflexión como de aullido, lo que nunca,
habíamos notado en él.
Nos aprestábamos para cruzar la entrada del campamento, cuando un cercano
fogonazo, la detonación y el silbido de un proyectil que pasó a alguna distancia de
nosotros nos hizo lanzarnos violentamente a tierra.
—¡No dispares, imbécil, que somos nosotros! —grité a toda boca, dirigiéndome al
invisible tirador que no podía ser sino Rojitas.
Apenas nos habíamos incorporado para seguir, cuando sentimos el característico
chasquido de una nueva carga en el arma, que nos hizo tendernos nuevamente, en
tanto que Aguayo, haciendo uso de sus manos como portavoz, gritaba, exaltado:
“—¡Overo, hijo de p., soy Aguayo!”, exclamación que fue seguida de un nuevo
fogonazo y del silbido del proyectil que al chocar, probablemente, contra una piedra,
sonó como un maullido de gato, siempre a alguna distancia nuestra. Nuevo ruido de
carga, otro disparo, y así el tercero, cuarto y por fin el último del cargador, por lo
que nos precipitamos en carrera hacia el campamento. Con un violentísimo agarrón
a la carabina, Aguayo desarmó a Rojitas, quién cayó a tierra sin decir palabra. Al
inclinarnos sobre él nos impusimos que se encontraba pasado a alcohol.
—A este perro hay que amarrarlo —dijo, jadeante, Aguayo.
Entre ambos lo arrastramos hasta los sacos de víveres, y Aguayo, con un cordel de
los animales, le ato fuertemente las piernas y los tobillos.
Rápidamente se calentó café y se llenó un termo, en otro termo se echó caldo que
quedaba del almuerzo, y al ir a buscar coñac, encontramos cuatro botellas vaciadas
por Rojitas. A “Yalú”, que seguía aullando, lo encontramos amarrado a una estaca.
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Este era el motivo de su extraño modo de protestar, pues el noble animal nunca
había sido tratado en esa forma.
—Señor Arondeau —me dijo Aguayo—, el campamento no puede quedar a cargo de
este condenado tonto. Quédese usted, que yo regresaré donde el viejo. Ya rastreé
el camino y no tengo cómo perderme.
Con la agilidad que le era peculiar, cargó con los termos, se terció dos frazadas y
partió al trote largo, sin haberse siquiera cambiado su empapada vestimenta.
Por mi parte, después de beber un largo trago de café con coñac, me tendí envuelto
en una manta, habiéndome antes despojado de la ropa, cerca del albino, que hipaba
su borrachera entre sonoros ronquidos. Al fijarme con más detención en el
durmiente, observé que tenía un hilo de sangre en la frente, herida provocada por
el cañón de la carabina al ser desarmado por Aguayo.
No me fue posible dormir. Miles de tumultuosos pensamientos contribuían a una
nerviosidad muy justificada por cierto, después de las largas horas de ansiedad y
los últimos acontecimientos pasados, en los que veía claramente una intervención
misteriosa que parecía querer impedir por todos los medios nuestro acercamiento al
sitio del tesoro.
§15
Clareaba el nuevo día cuando me levanté. Rojitas estaba de espaldas con las manos
cruzadas detrás de su cabeza y con los ojos entreabiertos e intensamente pálido.
Sin dirigirle la palabra, me dediqué a calentar café. Hecho esto, procedí a esconder,
lejos de la observación del albino, toda la munición, llevando después un jarro de
café a éste. Al acercarme empezó a gimotear, explicando que su actitud de la noche
había sido producto del miedo, pues apenas oscureció, el perro empezó a gruñir y a
tratar de cargar contra alguien hacia el lado de la quebrada, que los caballos se
espantaban a cada momento y que después habían sonado ruidos extraños en lo
alto de las dunas.
Su ceguera y habitual timidez habían estado en pugna con la obligación de vigilante
del campamento, por lo que había buscado valor en el trago. Con esto se sintió
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animoso, y cuando escuchó los gritos de Aguayo, imaginó que atacaban el
campamento, por lo que creyó de su obligación emprenderlas a tiros.
Terminó pidiéndome que lo desamarrara para irse, no pidiendo ni agua ni víveres.
Asumiendo un aire de enojo que estaba muy lejos de experimentar, le notifiqué que
quedaba perdonado, pero que la más mínima falta, posterior significaría para él
dejarlo atado en plena pampa, para que fuera pasto de “los pitigualles”. (Este
nombre lo inventé al vuelo y quedó tan grabado en el pobre Rojitas, que
posteriormente le oí contar a Aguayo una mentirosa y escalofriante aventura en la
que figuraba un ataque de “pitigualles” hambrientos en la pampa, aunque sin definir
si los pretendidos “pitigualles” eran aves o animales feroces.)
Procedí a desatarlo bajo su promesa formal de no beber alcohol (se repetía el
episodio de Ulloa y Miolati) enviándolo a atender el forraje de los animales.
El relincho de uno de estos y que fue devuelto por la quebrada en alas del eco
semejando una lúgubre carcajada, me hizo recordar el extraño rumor que había
oído, proveniente también del fondo de la quebrada, inmediatamente después de
los aplausos prodigados al primer concierto de Rojitas. Con el fin de comprobar la
similitud que estos fenómenos físicos pudieran tener con los fenómenos psíquicos
que había relatado Ulloa, me dediqué a escuchar desde distintos puntos y ángulos
otros relinchos como, asimismo, el eco producido por algunos disparos de mi
revólver. Esta última prueba devolvió desde el interior de la quebrada un rumor que
perduró algunos segundos y que dio la impresión de que el eco iba dando tumbos
por los cerros.
Analizando el relato de Ulloa, debemos recordar que la primera demostración había
sido el ruido de un derrumbe cuyo estrépito fue tan grande, cual si la quebrada
entera se hubiera venido abajo. Como he dicho, los desprendimientos de piedras
desde las laderas no eran raros, pues, además de estar aquellas semicalcinadas,
había partes cortadas a pique. Un golpe de viento que hacía rodar una pequeña
piedra, podía en cortos instantes provocar un verdadero aluvión. Ahora, si durante
el día este ruido podía apreciarse notablemente, es de imaginar que en la quietud
de la noche debía sentirse sumamente ampliado.
Por lo que respecta a los tiros de revólver, he dicho que el ruido persistía durante
algunos instantes, dando la impresión de que el rumor iba chocando de cerro en
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cerro, basta perderse a lo lejos. Esta persistencia estaba, naturalmente, en relación
directa con el número de disparos y del intervalo dado entre ellos. Así fue que pude
verificar que tres disparos consecutivos dieron la sensación acústica de “un vocerío”
que duró algunos segundos. Cinco disparos en la misma forma, prolongaron el
rumor mucho más acentuado.
Por otra parte, si el relincho de un animal fue devuelto por la quebrada como una
carcajada de extraña modulación, es de pensar que durante la huida de Ulloa con
Miolati, pudo haber sido el relincho de una de las mulas, lo que hizo oír a ambos
viajeros aquellas risas lúgubres e irónicas desde el fondo de la quebrada.
Dejo a los lectores de esta historia la deducción de las circunstancias que he
relatado.
Cerca de las 8 horas, tomé colocación en lo alto de las dunas, a fin de divisar la
aproximación de Ulloa y Aguayo, para salir en su encuentro. En este punto
permanecí más de una hora, sin ver otra cosa que el fuerte reverberar del sol en la
árida y dilatada pampa. En vista de esto y sintiendo justos temores por los
compañeros, resolví ir en su busca.
Nuevos pensamientos alarmistas me asaltaron mientras efectuaba el recorrido,
siendo el más dominante el que Aguayo hubiese extraviado el rumbo.
Sin embargo, al llegar al punto de entrada a la nueva quebrada, descubrí con
satisfacción las huellas recientes de Aguayo. Las pisadas nuestras de la noche
anterior estaban marcadas un poco más distantes y ya empezaban a borrarse.
Antes de internarme en la quebrada y desde lo alto de la duna hice un
reconocimiento visual con mis anteojos hacia el Noroeste, aprovechando la buena
visibilidad, pues el sol iluminaba nítidamente la pampa. No sin impresión descubrí
como a cinco kilómetros, aproximadamente, una especie de obelisco o aguja que
emergía de un lecho seco de río o torrentera y que no podía ser otra cosa que la
famosa Roca Agujereada, que figuraba en el plano de Mertiel y en cuya base Ulloa
manifestaba haber enterrado parte de su impedimenta al día siguiente de su fuga
con Miolati.
Llevaba poco más de hora y media de avance por la quebrada, cuando vi aparecer a
Aguayo al trote largo. Al llegar al alcance de la voz, me gritó:
—¡Señor Arondeau! ¡Encontramos los corrales!
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Al acercarse me manifestó que venía a pedirme el traslado inmediato del
campamento al sitio del hallazgo, pues el terreno era difícil de cavar y se
encontraba algo distante. Ulloa estaba ya repuesto de su mal. Regresamos
rápidamente al campamento y poco antes de las 11 horas estuvimos en condiciones
de partir con todos los elementos.
La "taza" de los corrales
Después de un largo trabajo pudimos trazar un sendero al través de las dunas hasta
la boca de la nueva quebrada, por el cual pasamos las bestias descargadas.
Probablemente, años anteriores, cuando el tráfico era continuo, debió existir algún
sendero que ahora estaba cubierto por las arenas. Una vez en la quebrada,
volvimos a cargar los animales y enfilamos directamente al punto donde habían,
encontrado los corrales. Esta noticia había bastado para disiparme como por
encanto
todos
mis
malestares
físicos
y
morales.
Recuerdo
que
mientras
avanzábamos le dije a Aguayo:
—¡Mañana, a más tardar, pasaremos de regreso por aquí mismo hechos millonarios!
Durante el trayecto, Aguayo me relató lo ocurrido: después de su penosa marcha
hasta donde había quedado Ulloa, lo encontró más repuesto, mejoría, que se
completó con las bebidas calientes y un tranquilo sueño que duró hasta las 6 horas.
A esta hora emprendieron el regreso hacia el campamento. Llevaban más o menos
una hora de recorrido, cuando descubrieron al lado Sur de la quebrada una entrada
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o rincón que había escapado a nuestra observación la tarde anterior, por cuanto
estaba tapada por una larga puntilla o lengua de cerro que llevaba la misma
dirección de nuestra marcha. Al ir a reconocer esta entrada se encontraron en una
especie de frontón o saco sin salida, en cuyo fondo se hallaban los buscados
corrales. Inmediatamente se pusieron a remover el terreno, faena que les resultó
muy pesada por la consistencia del suelo. Ante esta eventualidad fue cuando partió
Aguayo a avisarme.
A las 11.30 horas llegamos al sitio. En realidad, para quienes, como nosotros,
marchábamos rumbo al Este, era difícil descubrir el “saco”, que estaba formado por
el largo espolón descrito por Aguayo y la ladera Sur de la quebrada. Esta dificultad
desaparecía para el que venía en dirección opuesta. El “saco” tenía forma
semitriangular y abarcaba más o menos doscientos metros de perímetro. Al fondo
se alzaba un cuadrilátero de piedras superpuestas, dividido al centro por otro muro,
constituyendo dos corrales cuyas entradas estaban por el lado del cerro y cuyo piso
lo formaba una espesa y endurecida capa de guano animal.
Ulloa, que otra vez parecía haber perdido veinte años, picaba el terreno sin
descansar e inundado de transpiración, con la barreta del sunco, en busca de alguna
capa más blanda que dejara traslucir la posibilidad de una anterior remoción.
Mientras se instalaba el nuevo campamento, una breve exploración hecha al lado
afuera del ensanche, nos dio la evidencia de que ese era el punto que indicaba el
croquis de Mertiel, pues el Cerro Plomo quedaba casi encima de nosotros y
separado únicamente por el cerro inaccesible que había reconocido Aguayo.
Como notáramos a Ulloa algo agotado, le pedimos que cesara en su trabajo y
contribuyera a preparar un buen rancho, que debía proporcionarnos, aparte de las
energías necesarias, un ánimo más tranquilo para dar fin a la empresa, cuyo
término debía ser cuestión de pocas horas.
Mientras Ulloa con Rojitas se dedicaban al rancho, con Aguayo iniciamos los
preliminares del trabajo de búsqueda, marcando con pala un trazado que
circundaba los corrales hasta cuatro pasos hacia afuera de sus muros. Todo éste
sería profundizado hasta cinco metros o más si fuese necesario, aunque nuestro
optimismo nos hacía pensar que el tesoro debía encontrarse a menos profundidad.
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Terminábamos nuestro trabajo cuando oímos una exclamación de Ulloa, que nos
dejó helados:
—¡Buena cosa, señor! El agua de los chuicos está toda podrida y con mal olor.
§16
Efectivamente, el contenido de los chuicos estaba descompuesto y despedía un olor
nauseabundo y penetrante, debido al excesivo calor y al ningún aireamiento. Como
experimento hicimos hervir una cantidad de agua, pero, aun cuando el olor
desapareció en parte, el sabor era sumamente desagradable. De inmediato
procedimos a trasvasijar todo el líquido en cuanto recipiente teníamos. Después de
efectuar esta operación varias veces, la volvimos a poner en los chuicos, que habían
sido lavados prolijamente con agua y arena, dejándolos destapados para mejor
ventilación.
La justificada duda de que el ganado no quisiese bebería, quedó pronto disipada, y
esto era lo más importante. En cuanto a nosotros, cada vez que hubiéramos de
usarla, se haría hervida y mezclada con vino o coñac, para lo cual el rancho debía
tener permanentemente una olla lista.
Aun cuando almorzamos con bastante buen humor, al final llegó algo inesperado.
Aguayo hizo inadvertidamente un comentario a los varios días que llevábamos de
andanzas y fatigas, observando que ya era hora de dar un término a la expedición.
En efecto, todos habíamos enflaquecido, nos sentíamos agotados y añorábamos las
comodidades que habíamos dejado atrás. En lo que respecta a la moral, aun cuando
nada decíamos, estábamos en general sin otro entusiasmo que el de cavar cuanto
antes el suelo de los corrales, para desengañamos de una vez. Todas estas
circunstancias convergían claramente a una sola finalidad: regresar cuanto antes.
Apenas terminamos el almuerzo, se inició el trabajo de excavación por Aguayo y
Rojitas. Ulloa y yo debíamos reemplazarlos a los veinte minutos de faena. En este
lapso trepé por la ladera Norte a fin de localizar desde este punto más elevado esas
inequívocas marcas o señales que quedan en la superficie del terreno que ha sufrido
excavaciones, pero mi observación fue inútil, pues el suelo presentaba una pareja
uniformidad.
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No obstante, hice otro descubrimiento: sobre los corrales, más o menos a dos
metros de altura sobre la ladera Sur, sobresalía un reborde o cornisa de roca
formando una plataforma de unos dos metros de ancho, que ya habíamos divisado
al entrar al “saco”, pero que no le dimos importancia por encontrarse cubierta de
piedras grandes como rodados, pero que desde la altura en que me encontraba vi
claramente que no eran tales, sino una espacie de muro semidestruído.
Con la consiguiente curiosidad bajé desde mi punto de observación y subí hasta la
plataforma y observé el muro que no tenía más de cincuenta centímetros de alto
por otros tantos de fondo y de frente todo el largo de la plataforma. Este nuevo
corralillo estaba lleno de piedras de todos tamaños y que correspondían al
conglomerado que habíamos visto al llegar. No dejó de llamarme la atención de que
estas piedras parecían haber sido colocadas exprofeso, pues no existía ni
remotamente la posibilidad de que hubieran caído de lo alto del cerro.
También deseché la idea de que la plataforma pudiera ocultar el buscado “entierro”,
debido a que el piso de la plataforma era uniformemente rocoso y compacto. Quedé
pensando qué objeto pudo haber tenido ese muro, llegando a la deducción que
podía haber sido utilizado como refugio para los hombres a cargo del ganado, el
cual alojaba en los corrales inferiores. Observando con más detalle, logré encontrar
una estrecha y ya casi completamente borrada senda que unía la plataforma con el
suelo, lo que me dio la evidencia de mi deducción anterior. Informé de lo
encontrado a mis compañeros, quienes, después de examinar el sitio, estuvieron
también de acuerdo en mi modo de pensar.
A las 17 horas teníamos excavado todo el contorno de los corrales hasta más o
menos dos metros de hondura, operación que fue facilitada por la consistencia
arenosa que encontramos en las capas inferiores del piso. Más abajo de la
profundidad alcanzada apareció el piso rocoso. Después de la última palada, nos
miramos en silencio.
Aguayo dio por fracasada la búsqueda. Ulloa, aferrado aún a la esperanza, propuso
excavar las laderas, lo que se hizo de inmediato.
Pasadas las 19 horas, el “saco” estaba excavado totalmente, por lo que decidimos
dar término definitivo a la expedición y regresar a Mejillones con las primeras luces
del día siguiente.
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A la hora del rancho, Ulloa, que se encontraba visiblemente afectado, nos pidió que
nos quedáramos un día más, para hacer cateos en la parte exterior del “saco”. Con
este motivo se produjo una agria discusión entre él y su yerno, pues éste hizo
presente que dada la escasa cantidad de agua que quedaba, era un verdadero
suicidio el permanecer en ese punto sin haber para qué. Ulloa se excitó hasta tal
punto, que nos invitó a irnos, dejándolo a él solo para proseguir la búsqueda.
Por fin se llegó a un acuerdo, que fue el de quedarnos hasta medio día del
siguiente. Después de asegurar los animales dentro de los corrales, nos acostamos.
Al querer ver la hora para mis anotaciones en el Diario de Viaje, pude constatar que
mi reloj se había detenido por falta de cuerda. Con este hecho, la expedición
quedaba sin hora, pues Aguayo tenía su reloj con la cuerda cortada.
Serían más o menos las dos dé la mañana, cuando fui despertado por Aguayo para
comunicarme que los animales estaban cubiertos de zancudos.
Al acercarnos al ganado vimos que los molestos dípteros en enormes cantidades
envolvían prácticamente los corrales, provocando un estado de desesperada
intranquilidad en los animales. Rojitas procedió entonces a hacer un gran cono de
huano seco procedente del piso de los corrales y después de prenderle fuego por la
parte inferior, pudo aclarar en parte la nube de los importunos visitantes. Este
incidente puso fuera de sí a Ulloa, quién a grandes voces no se cansaba de repetir:
— ¡Si hay zancudos hay agua!
No dejó de impresionarnos esta justa observación, pues, al haber agua cerca del
campamento,
podíamos, desde luego, prolongar
las
exploraciones,
ya
que
disponíamos de víveres y forraje en cantidad suficiente.
Con ansias nos reunimos esperando el nuevo día, mientras trazábamos planes para
ubicar la aguada. Ulloa propuso utilizar un caballo al cual debía dejársele sin agua, a
fin de que cooperara a la búsqueda, pues es sabido que los animales sedientos
escarban donde ella existe. Rojitas, cuyo buen humor había vuelto a su ánimo,
agregó que era mejor pillar un zancudo, amarrarlo de la cintura y después soltarlo
sin aflojar el cordel y seguirlo por donde volara.
Aun no aclaraba del todo cuando nos disgregamos en diferentes partes en busca del
preciado líquido. Ulloa llevaba uno de los caballos, de acuerdo con su idea, pero, sea
porque la experiencia no fue suficiente o sea porque el animal no tenía sed, no dio
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señales de querer encontrar el agua. A las 9 horas dimos por terminado el
reconocimiento después de haber explorado minuciosamente todos los contornos de
nuestro campamento hasta una distancia superior a cinco cuadras, incluso las
laderas de ambos lados de la quebrada. No se exploró más lejos, pues se sabía que
los zancudos no vuelan muy extensamente de noche y de día permanecen en las
proximidades del agua.
Profundamente desalentados, dispusimos todo para partir a medio día, conforme a
lo acordado. Ulloa, con su yerno y Rojitas, siguieron excavando hasta poco antes de
las 11 horas la parte exterior del “saco”, en busca del tesoro. En una parte,
inmediata a la ladera Norte, Aguayo encontró una blanda capa de arena que pudo
excavar hasta más arriba de su cintura, hasta encontrar el fondo rocoso. De esa
excavación salieron algunos trozos de porcelana antigua con hermosos dibujos
coloreados y que debieron pertenecer a una fuente o plato grande, los restos de un
choapino o sudadero de cabalgadura y una extraña bola de caoba que daba la
impresión de ser una bola de palitroque o base de algún mueble antiguo. Este
hallazgo nos decidió a cavar en torno al hoyo hecho por Aguayo hasta un diámetro
de tres metros, más o menos, impidiendo aumentarlo la roca del fondo. Según
opinión general, ese punto debió haber sido utilizado como rancho o fogata en otros
tiempos, pues también salieron algunos restos de maderos carbonizados.
A las 11.30 horas nos preparábamos para comer algo, cuando “Yalú” empezó a
ladrar furiosamente, adelantándose hacia la boca del “saco”.
Casi de inmediato oímos distintamente que desde el fondo de la quebrada se dejaba
oír un silbido cuyo tono era el que se emplea generalmente para llamar a los perros.
Requiriendo nuestras armas salimos rápidamente al exterior, a excepción de
Rojitas, que se escabulló.
Nuestros ojos puestos en la quebrada, vieron por fin aparecer un ser humano con
camiseta rayada de blanco y de rojo. En este momento oí a Aguayo que exclamaba
enérgicamente:
— ¡Baje su carabina, viejo, que no es el sunco!
Al volver la vista, pude darme cuenta que Ulloa le estaba haciendo la puntería al
desconocido.
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Al acercarse, el personaje nos hizo un gran saludo con una mano y avanzó a
grandes zancadas sin dejar de silbar al “Yalú”, que no cesaba de ladrar. Al
aproximarse más, notamos que usaba una barba cerrada y grandes bigotes color
castaño claro. A sus espaldas portaba dos tarros parafineros muy bruñidos y un
abultado saco harinero. Su talla era alta y su contextura muy fuerte.
Antes de llegar a nuestro lado, nos dijo con voz sonora y franca:
—Muy buenos días, amigos. ¿En que andan por lados?
§17
Se iniciaron las preguntas de rigor:
— ¿Quién eres?
— Zacarías Salas, para servirle —contestó el visitante, mirando con recelo nuestras
armas.
— ¿Andas solo o acompañado?
— Solo.
— ¿De dónde vienes?
— De unas minas en los cerros Vireira.
— ¿Para dónde vas?
— A Gatico.
— ¿Y qué andas haciendo por aquí?
— Siempre corto camino por aquí. ¿No ve que así me queda más a la mano el agua?
— ¿Qué agua?
— ¡La de la poza, pues, señor! —exclamó entre sonriente y dubitativo y señalando
hacia el fondo del “saco”.
— ¿Estás bromeando?
— No bromeo, señor; pero ¿que no saben que ahí hay dos pozas? Déjeme
enseñárselas.
Le abrimos paso y Salas con rápidas miradas de desconfianza e incredulidad, se
dirigió al fondo del “saco”, trepó a la plataforma y después de retirar algunas de las
piedras, escarbó con un cuchillo en dos puntos distantes, como a metro uno de otro,
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y ante el asombro de todos nosotros, el suelo empezó a humedecerse hasta formar
dos pequeños charcos de agua turbia.
Pocos momentos después, Salas había ganado nuestra confianza. Manifestó ser un
experto conocedor de la región, debido a su ocupación, que era la de “correo”
particular.
Su residencia estaba en Gatico, desde donde salía a recorrer los numerosos
establecimientos mineros del interior, llevando y trayendo encargos, cuya mayor
parte los adquiría en Mejillones, cada cierto tiempo.
Como dato interesante, debo hacer presente que todos sus recorridos los efectuaba
a pie. En otro tiempo había tenido una mula, pero, al decir de él, los viajes le
resultaban sumamente “latosos”, amén de que consumía más agua que la escasa
que acostumbraba a beber.
Los dos tarros que llevaba, los tenía dedicados a transportar dicho elemento,
aunque uno de ellos tenía todas las demostraciones de contener alcohol... El saco
contenía un surtido tan heterogéneo, que sería muy largo detallarlo. Entre éstos
figuraba
un
reloj
despertador
lleno
de
herrumbre,
pero
que
funcionaba
perfectamente, y una serie de tarros vacíos cuyo objeto no pudo explicar
satisfactoriamente.
Salas calzaba chalas hechas con gomas de neumáticos y su sombrero era un amplio
chupallón en bastante mal estado y que él denominaba, no sin razón, “el colador”.
En la conversación nos detalló de corrido todas las aguadas existentes en la costa y
en el interior, y gracias a él pudo “traducirse” el informe traído por Aguayo en su
viaje a Mejillones. En este informe, no figuraba la Aguada del Chicoco, pero
confrontando las explicaciones de Salas con el citado documento, encontramos que
en el noveno renglón se encuentran las palabras:
… del chico, so … o sea, “Chicoco”, tal vez mal dictado y peor escrito.
También nos hizo presente que las aguadas que quedan a pleno sol, hay
conveniencia de taparlas después de ser usadas, debido a que se cubren, poco a
poco, de líquenes que echan a perder el agua, produciendo malestares gástricos.
Esta advertencia está en el informe en el renglón dieciocho, que dice:
... limpiarla de los buscos (musgos) que son liperientos ...
Gentileza de Flavio Briones
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El buen humor de Zacarías, que por todo se traducía en francas y estentóreas
carcajadas, nos movió a relatarle el verdadero objeto de nuestra expedición. Salas
se manifestó dudoso y expresó que jamás había oído decir que en esa quebrada
hubiera un entierro, y eso que su abuelo y su padre habían sido, como él, activos
viajeros de ese sector.
—Este fue un sitio muy traficado hace años —dijo— y el punto obligado de parada
era, precisamente, en esta aguada. No creo —continuó— que hubiera alguien tan
tonto que fuera a enterrar un tesoro encontrándose tan cerca, relativamente, de
Cobija y de Mejillones, a donde se puede llegar en pocas horas.
Al manifestarle que teníamos un plano, lo pidió para examinarlo cuidadosamente.
—No —dijo—, no puede ser entierro y creo que las palabras “AQUÍ ESTÁN”
corresponden a las aguadas, más bien, porque, ¿dónde enterrar algo aquí que no
fuera descubierto con tantísima gente que alojaba y abría hoyos por todas partes?
Además —continuó—, no hay entierro, por secreto que sea, del cual no se llegue a
saber algo. A mi padre le he oído muchos derrotaros pero nunca por esta quebrada,
que era el camino obligado de tantos mineros y comerciantes que llegaban a formar
“nata” en los tiempos de embarques por Cobija.
Esta dilatada y lógica explicación de Salas —aunque no fue dicha con las mismas
palabras— nos convenció, incluso a Ulloa, que permaneció en un hosco silencio.
La llegada de Salas y el encuentro del agua, aunque un poco salobre, nos decidió a
partir con las primeras luces del nuevo día, a fin de permanecer un día más
descansando a los animales.
Ulloa me pidió que le hiciera un plano de la quebrada y en forma bien amplia en el
cual saliera también la indicación de nuestro recorrido desde la Punta Hornos.
Accedí a ello, y una vez terminado, Aguayo propuso ponerles nombres históricos a
los puntos más importantes:
La primera quebrada se denominó Miolati, para rendir un homenaje al pobre
desaparecido. El camino desde Punta Hornos se llamó Del Sacrificio. El cordón de
dunas, Mertiel.
La
nueva quebrada, Ulloa.
La
aguada,
Zacarías
Salas; el
campamento primitivo, Rojitas. Los cerros que habíamos trepado con Aguayo,
llevaron nuestros respectivos apellidos y, por fin, el Cerro Plomo, Cerro Quimera. No
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recuerdo a qué sitio pusimos el nombre de “Yalú”, como un recuerdo al noble
compañero de aventuras.
Después de caída la tarde, Rojitas dio rienda suelta a su arte musical, mientras yo
me di a meditar.
Como un galardón de la naturaleza, esa noche no hubo neblina y una: luna
enormemente grande que molestaba la vista con su plateado fulgor, vino a
asomarse por encima de los cerros sobre nuestro campamento, haciendo resaltar
los escombros de las excavaciones como en un paisaje de otro mundo.
Desde donde me encontraba tendido, podía divisarse la cinta blanquizca del
sendero, que se perdía quebrada adentro. Mi imaginación se dio a pensar en
cuántos seres habrían cruzado esas arenas durante años, desde mucho antes que
yo llegara a esta vida, seres que iban algunos con las esperanzas en sus corazones,
y los más, tal vez, con la amargura y el fracaso. Cuántos de ellos, ya convertidos en
amarillentos huesos, estuvieron, como yo, en ese mismo sitio, a la luz de la misma
luna que alumbraba, indiferente, las misteriosas y extensas soledades, mientras en
las cumbres resonaban los extraños “sabanazos” del viento.
Si existía la otra vida, quizás en qué rondó misterioso estarían los invisibles
cuidadores del tesoro en torno a la música de Rojitas y quizás también si los
espíritus de Miolati y Mertiel contemplaban al noble Ulloa, cuyo aspecto era muy
distinto de aquel temerario joven que conocieron en sus vidas.
Desde temprano, procedimos a completar una ración de agua fresca para nuestra
primera jornada, que sería hasta la costa.
A las 8 en punto dimos una última mirada al paraje que nunca quizás habríamos de
volver a ver, y emprendimos la marcha. Zacarías iba al lado de mi caballo,
marchando a largos trancos, como era su costumbre.
Sin mayores dificultades cruzamos las dunas y pasamos sin detenernos por el
primer campamento. Ulloa, en este punto, profundamente emocionado, retenía
visiblemente sus lágrimas.
Cuando descendimos el cerro de los cactus, Ulloa se acercó y me pidió que en vez
de dirigirnos a Mejillones, acompañáramos a Zacarías hasta Gatico, a fin de volver a
ver sus antiguas “canchas”.
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Me agregó que así tendríamos ocasión de pasar por la Roca Agujereada y sacar las
herramientas que había dejado con Miolati en su primera expedición.
Dibujo panorámico de la Roca Agujereada, desde el norte
Como con la compañía de Zacarías estábamos a cubierto de cualquier falta de agua
y yo tenía interés en conocer esos parajes, no hubo inconveniente en acceder,
previa consulta a Aguayo.
Variamos, pues, la dirección de marcha, dirigiéndonos hacia el Norte, guiados por
Zacarías, que eligió una cortada. Al poco rato estuvimos sobre una antigua y
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polvorienta huella, que era la misma que había utilizado Ulloa con Miolati al dejar la
Roca Agujereada rumbo al Cerro Plomo en su primera y fantástica expedición.
§18
A las 14 horas, echamos pie a tierra junto a la roca, y quiero ahorrar la descripción
de ella, remitiéndome al dibujo que se presenta en estas páginas.
Ulloa, apenas desmontó, atacó vigorosamente con una pala cierto punto, dejando al
descubierto, a los pocos momentos, los restos semicarcomidos de varios tarros de
conservas, una pequeña barretilla, algunas botellas y una pala, de la cual sólo
quedaba la cuchara metálica.
Hecho esto, se irguió con su frente perlada de transpiración y sin decirnos palabra,
nos miró de uno en uno. Ahí estaban los mudos testigos de su viaje con Miolati.
Después de explicar a Zacarías y a Rojitas el significado de esa faena, me dediqué a
buscar alguno de los tarros que había apilado Miolati en el hueco de la roca y los
que había derribado después de un certero peñascazo. Desgraciadamente, no
encontré nada.
El tiempo se había encargado de hacer desaparecer esos recuerdos.
Sin embargo, Ulloa, buscando cerca de la piedra contra la cual Miolati había
estrellado la botella mientras aquél dormía, pudo encontrar algunos trozos de vidrio
que el tiempo había tornado de un color morado muy hermoso. (Estos trozos se
encuentran en mi colección junto con los otros recuerdos de esa aventura.)
La noche fue apacible y tranquila para todos, menos para Ulloa, que después de
estar acostado, se levantó y empezó a pasearse. Fumaba cigarrillo tras cigarrillo y
varias veces se acercó a darle un “tanteo” al trago fuerte. No supe a qué horas se
tendió, pero Aguayo, que dormía a su lado, me informó que toda la noche había
estado muy agitado.
Al día siguiente, antes de partir, volvimos a enterrar los viejos recuerdos en el
mismo sitio, dejando también una botella vacía de agua mineral conteniendo el
siguiente documento:
“En pos de la eterna quimera del oro, tres hombres llegamos hasta
un paraje de esta pampa, guiados por un antiguo plano del
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derrotero de un probable tesoro. Dos hombres más llegaron después
a juntarse con nosotros y que venían traídos por el Destino. Este
mismo Destino nos aleja para siempre de estas soledades sin haber
podido realizar nuestras esperanzas. Si alguien encuentra este
documento, le rogamos que nos busque en el mundo.
Roca Agujereada, Marzo de 1926”.
Jean Arondeau, Santiago de Chile; Apolonides Ulloa, Antofagasta; Moisés Aguayo,
Antofagasta; Zacarías 2° Salas, Gatico; José Agustín Rojas, Carabineros de Chile
Rojitas insistió en poner su dirección en Carabineros, alegando que si lo dejábamos
solo, esa iba a ser la dirección más segura.
La botella se tapó herméticamente, envolviéndose, además, en una camisa y en un
saco. A su lado se depositó la barreta del sunco y todas las botellas y tarros vacíos
que quedaron.
No sin pena dimos ahora un mudo adiós a la Roca Agujereada y pocos momentos
después nos sorprendía el sol sobre el camino a Cobija y que era el mismo seguido
en 1892 por Ulloa y Miolati. Ulloa iba a la cabeza de la columna observando
detenidamente el paisaje.
Recordando el episodio de la aparición, me acerqué a Ulloa para pedirle que no
olvidara indicarme el sitio donde había ocurrido; pero mi pobre amigo no pudo
entenderme, pues estaba ebrio, lo que me causó una profunda pena.
Poco antes de las 12 horas bordeábamos por el Este unas alturas que quedan frente
a la Punta Yayes y entrábamos en una amplia rada denominada Caleta Gualaguala.
Aquí nos manifestó Salas que existía una aguada descubierta por su padre.
Efectivamente, internándonos hacia el Este como un kilómetro, echamos pie a tierra
ante un roquerío color blanquizco, al pie del cual Zacarías dejó al descubierto un
charco donde hicimos alto para un breve almuerzo.
Como soplara un fuerte viento que hacía más soportable el calor, decidimos seguir
la marcha inmediatamente.
Y así siguió la caravana, entre el ruido discordante de ollas y tarros que llevaba
Rojitas, los alegres dichos de Zacarías y la honda preocupación de Ulloa, cuyas
arrugas en la frente parecían haberse profundizado.
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Por mi parte, sentía también un profundo desencanto, pues el fracaso del entierro
había derrumbado muchos nobles y desinteresados proyectos que sólo Dios pudo
comprender, en mi corazón.
§19
A las 18 horas hicimos alto frente a una amplia bahía que no figuraba en mi plano y
donde acordamos pernoctar, para dar un nuevo descanso a los animales, que
demostraban cansancio. Además, uno de los caballos que llevaba de tiro Rojitas,
cojeaba. Al examinarlo se comprobó que llevaba incrustado un pequeño guijarro en
la ranilla de la pata izquierda. Este cuerpo, que era muy puntudo, se le había
hundido y costó algún trabajo extraérselo.
Este accidente era bastante importante, pues debíamos dejarlo por lo menos una
tarde en reposo después de la curación con yodo que le hicimos.
Después de instalado el campamento, Aguayo y Salas se alejaron hacia un roquerío
a mariscar. Ulloa quedó durmiendo.
Yo me dediqué a explorar los alrededores, sin encontrar novedades de importancia,
a excepción de un camino que se veía en parte y que parecía internarse hacia una
quebrada situada a más de 10 kilómetros de distancia hacia el Noreste.
Cuando regresé al campamento, ya habían vuelto los mariscadores con una gran
cantidad de erizos y mariscos. Nos disponíamos a comer, cuando se acercó Ulloa,
sumamente desfigurado, manifestando que se sentía muy mal, asaltado por
preocupaciones que jamás había experimentado y que cada trecho que avanzaba
hacia sus antiguos caminos, le producía incontenibles deseos de llorar, por lo que
creía estaba enfermo del corazón.
—En estos momentos —terminó—, no tengo valor para seguir viaje, pues, con lo
mal que me siento, creo que debo volver rápidamente al lado de mi familia, pues
mis días están contados.
Aguayo participó también de mi opinión en el sentido de regresar definitivamente,
en cuanto el caballo estuviera en condiciones de andar sin molestias.
Rojitas,
que
había
escuchado
atentamente
esta
conversación,
se
retiró
profundamente entristecido a alguna distancia de nosotros, donde se sentó
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dándonos la espalda. Al interrogarlo, nos expresó, con sus ojos llenos de tristeza,
que no quería separarse de nosotros y que lo lleváramos aunque fuera de humilde
“limpiaollas” (textual).
—¿Qué irá a ser de mi si ustedes me dejan? Yo les juro que nunca les daré motivo
para que se enojen conmigo, pero no me abandonen, por favor.
Quedamos de consultar el caso con Ulloa, y desde ese momento el campamento se
ensombreció con esa invencible tristeza que produce toda separación.
Al día siguiente el caballo, enfermo aún, cojeaba un poco, por lo que resolvimos
irnos en la tarde. Mientras tanto, yo aprovecharía para reconocer las Caletas Michilla
y Tames, puntos que figuraban en mi plano. Como Salas llevaba la misma dirección,
ofrecí llevarlo a caballo hasta donde alcanzara, pero no aceptó, manifestando que
deseaba estar con nosotros hasta que partiéramos hacia el Sur.
Cuando me alistaba para partir, Aguayo, que había ido a la playa con su suegro,
regresó precipitadamente a avisarme que éste había sufrido un ataque, pues
hablaba incoherencias y no conocía a nadie. Justamente alarmado, me dirigí a la
playa, donde pude ver a Ulloa completamente desnudo y acurrucado en un rincón
de una roca inmediata a la orilla del mar. Cada flujo del agua, lo cubría hasta la
cintura, llegando a salpicar su rostro, que tenía una expresión dura y con sus ojos
clavados fijamente en un punto lejano.
Después de inútiles palabras, procedimos a sacarlo a la fuerza, vestirlo y conducirlo
a la rastra al campamento, donde quedó tendido y casi inconsciente.
Variadas conjeturas hicimos sobre el hecho, llegando a la conclusión de que las
muchas emociones sufridas podían haberle afectado el cerebro. Poco después, el
enfermo se levantó aparentemente bien, pero siempre con su mirada extraña y sin
hablarnos, aún cuando todos le dirigimos la palabra afectuosamente. No quiso
comer nada y solamente se dedicó a beber agua en grandes cantidades.
Se terminaban ya los preparativos para partir, cuando Ulloa, dirigiéndose a su
yerno, le dijo en voz alta:
—Moisés, anda a dejar al mar estos pobres animalitos, para que no sufran como
estoy sufriendo yo.
Al principio no le entendimos, pero como hiciera el amago de recoger una cantidad
de mariscos que estaban al lado del rancho, se adelantó Aguayo y los fue a botar al
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mar. En realidad, estos mariscos no podríamos llevarlos, pues se hubieran echado a
perder. Cuando nos alistábamos para despedirnos de Zacarías, tuvimos una
sorpresa: Rojitas se acercó y con voz quebrada por la emoción nos manifestó que
había decidido irse con Salas, a requerimiento de éste. Gatico se lo había descrito
como un sitio de eterna tranquilidad y donde nadie lo molestaría. Por el contrario,
sus dotes musicales podrían hacerlo figurar a corto plazo como uno de los vecinos
más destacados del pueblo, tal como había sido otro personaje, ya fallecido, que
durante largos años había dirigido con brillo la parte musical de las festividades
religiosas de ese puerto.
Después de obsequiar a Rojitas y a Zacarías con algunos víveres y dinero, les dimos
por turno un estrecho abrazo a cada uno, expresándoles nuestros mejores deseos
de éxito y felicidad. El pobre Rojitas, sollozando, abrazó y besó al “Yalú” varias
veces, repitiendo con su voz gutural y entrecortadamente: “Adiós, Yalucito”...
Después, equipándose rápidamente, se alejaron por la desolada pampa, volviéndose
cada cierto trecho para hacernos señales de despedida. Poco a poco sus figuras
fueron empequeñeciéndose, desapareciendo y amaneciendo en las ondulaciones,
hasta llegar a lo que debe haber sido alguna bajada, pues los vimos detenerse
algunos momentos agitando los brazos. Quise mirarlos con mis anteojos, pero,
mientras sacaba éstos de su estuche, desaparecieron.
Aún permanecimos algunos momentos tratando de verlos aparecer nuevamente,
pero como no lo obtuviéramos, iniciamos lenta y tristemente nuestro retorno hacia
el Sur; esta vez por la ruta de la playa, dejando cada vez más distante el camino
que habíamos seguido anteriormente.
Mientras avanzábamos cara al viento por la blanda arena, muchas veces volvimos
nuestras miradas con la esperanza de ver a nuestros amigos. Nos habíamos
acostumbrado tanto a sus personas, que puede decirse que sin ellos parecía
faltarnos algo. Quizás si en estos sentimientos influyera el carácter alegre y
animoso de Salas, que nos contagió su buen humor y optimismo.
Si alguna vez estas líneas llegan a Zacarías y a Rojitas, vaya hasta ellos el profundo
afecto que supieron inspirarnos.
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A las dos horas de avance, hicimos alto en una parte donde los acantilados dejaban
su corte brusco para caer en suaves laderas hacia la playa. Como se divisaran más
o menos a dos kilómetros hacia el Este algunas construcciones y además un
cementerio, torcimos nuestro rumbo hacia esa parte, a fin de reconocer lo que
creímos un pequeño poblado.
Al llegar nos dimos cuenta de que las construcciones estaban en ruinas, pues las
techumbres casi no existían y la arena había invadido hasta los interiores. El
cementerio nos causó una profunda y amarga impresión, pues el terreno había sido
enteramente revuelto y excavado, mostrando ataúdes destapados y muchos
cadáveres semimomificados fuera, de ellos. Llenos de horror nos alejamos hacia la
playa sin mirar atrás.
Este vandalismo, según me he informado posteriormente, se llevó a efecto en casi
todos los abandonados camposantos de la pampa, quizás con el objeto de encontrar
dinero o joyas dentro de los ataúdes.
Cuando nos disponíamos a enderezar el rumbo hacia el Sur, Aguayo divisó a lo
lejos, en dirección a las alturas de Chungungo, un vivo destello que podía haber
sido producido por los tarros de Zacarías a los reflejos del sol. ¿Fue éste acto
involuntario o premeditado, como postrer despedida de nuestros compañeros?
Al caer la tarde hicimos alto para descansar, inmediatos a un espolón de la costa
que se internaba en el mar, pero que mostraba un sendero que lo faldeaba en
dirección al otro lado de la playa. Toda la noche acompañó nuestro sueño un
ininterrumpido coro de mugidos de lobos marinos, que, en gran cantidad, deben
haberse encontrado a corta distancia.
Apenas empezó a disiparse la camanchaca al día siguiente, continuamos la marcha,
reconociendo desde la cima del espolón, que la playa que seguía a continuación, era
la correspondiente a la Punta Hornos, cuya característica forma se destacaba a lo
lejos.
Si oportunamente hubiéramos tenido conocimiento de que caminando un poco más
desde Punta Hornos hacia el Norte, los acantilados se transformaban en caídas
suaves como habíamos visto, nos habríamos ahorrado la penosa travesía de la
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pampa y la no menos dificultosa subida a los acantilados en el sitio en que lo
habíamos hecho.
A mitad de camino, entre el espolón ya nombrado y la Punta Hornos, Ulloa, que iba
recobrando sus ánimos, nos señaló a corta distancia de la playa hacia el Oriente,
unas enormes excavaciones que tendrían no menos de quince metros de diámetro y
cinco de profundidad. Estos hoyos eran cuatro y estaban alineados de Norte a Sur,
separados entre uno y otro a diez metros, aproximadamente. Si se toma en
consideración que el terreno es arenoso y por lo tanto escurridizo, ¿qué
dimensiones primitivas tuvieron esos hoyos?
Posteriormente, conversando este punto con un conocedor de esa región, me dijo
que esas excavaciones fueron hechas hace muchos años por ciertas personas que
andaban buscando un famoso entierro denominado “El Naranjo”. A este respecto
me dio a conocer un largo e interesante relato, que omito por no corresponder al
libro.
Poco antes de llegar a Punta Hornos, nos alcanzó una gigantesca bandada de aves
marinas que, prácticamente, tapó la luz del sol. Algunas de ellas cayeron
pesadamente a tierra, sin poder reemprender el vuelo, imponiéndonos que estaban
atragantadas con sardinas. El buen corazón de Ulloa lo impulsó a desmontarse y
auxiliar a muchas de ellas, librándolas, tal vez, de la muerte.
El paso de las aves demoró más de diez minutos, produciendo un rumor que apagó
el del océano inmediato.
Cuando estuvimos a la vista de Mejillones, Ulloa había recobrado su estado de
ánimo habitual y se mostró locuaz. Contó que, cuando trabajaba en Gatico o en
Cobija (después de la separación de Miolati), había oído hablar de la presencia de
cierto animal marino que echaba humo por el hocico (¿?). Este hecho le daba la
convicción de que esa parte del litoral era muy abundante en fenómenos
sobrenaturales. Como nos burláramos un poco de su caso, mencionó otro: en cierta
ocasión y que coincidía también con su estada en Cobija, en circunstancias que
venía desde el interior con una tropilla, se encontró de pronto ante un extraño
jinete sobre una mula muy gorda, lustrosa y de color negro. El caballero vestía una
larga levita color verde y portaba botines amarillos con espuelas de oro. Su rostro
era color fuego, al igual que los cabellos. Cuando este personaje apareció, lo hizo
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súbitamente, al punto de espantarse los animales que arreaba Ulloa. Este sólo atinó
a hacer la señal de la cruz, con lo cual el jinete desapareció a la vuelta de una
puntilla, dejando tras sí un fuerte olor a azufre.
Como Ulloa era verídico, es de suponer que el tal jinete pudo haber sido alguno de
los tantos extranjeros que llegaron a las minas, lo que está de acuerdo en su color
de pelo y de cara. Respecto al olor, no está de más advertir que todo animal sudado
y sin bañar, despide, por cierto, algo muy parecido o peor que el hedor del abono
mencionado por Ulloa.
Observando una bandada de gallinazos que volaba en círculo a cierta distancia,
Ulloa manifestó que era esa la referencia más segura para encontrar hombres
perdidos en la pampa, pues al caer estos, fatigados, los gallinazos llegan para
comérselos. Respecto a ello, agregó que todo ser humano que se “empampa”, tiene
la involuntaria tendencia a caminar haciendo círculos concéntricos sobre su punto de
partida, círculos que va poco a poco aumentando hasta perder las fuerzas.
Poco después del mediodía, entrábamos por fin a Mejillones. Como una evocación,
la primera casa ante la cual pasamos, era un almacén que ostentaba el rótulo
“Iquique”.
Terminada la desmovilización de la caravana, regresamos definitivamente a
Antofagasta, poniendo así término a la más interesante de las muchas aventuras
que me ha deparado el Destino en mi existencia.
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Epílogo
Aparte de las conjeturas que someramente se han hecho respecto a las actuaciones
de Mertiel, Babiú y los dos Miolati, quedaría algo todavía sobre el famoso “sunco”.
Estimo que la permanencia de este personaje en Mejillones, fue exclusivamente por
el pretendido “tesoro”. No debemos olvidar que Ulloa había mostrado el croquis a
Miolati en Gatico, cuando trató de convencerlo de que no se regresara, lo que da
margen a suponer que durante su reunión con el “sunco” en Cobija, Miolati le
confiara a aquél la ubicación señalada en el documento.
Por otra parte, si el “sunco” supo que Miolati procedía de Iquique, es muy probable
que posteriormente haya ido hasta ese puerto para obtener de él mayores
informaciones.
Es probable también que mucho antes de nuestro arribo a Mejillones, el “sunco”
llevara a cabo algunos reconocimientos del sitio del tesoro, para lo cual contaba con
la valiosa ayuda de su propia embarcación y con la de su ayudante. Esto le habría
permitido recorrer con calma y comodidad la costa y saltar a tierra en los muchos
desembarcaderos abandonados que existen, para dirigirse después por tierra hacia
el Cerro Plomo.
¿Encontró el “sunco” el entierro? ¿No es sugestivo el obsequio de la barreta? ¿De
dónde obtuvo los medios económicos para ser propietario de la chalupa y aun
mantener al oriental?
Como todas las preguntas anteriores, quedan a las conjeturas del lector estos
hechos que no fueron a su tiempo debidamente averiguados y que hoy se presentan
sin solución lógica.
De la novelesca expedición al Cerro Plomo, tengo como recuerdos materiales los
trozos de vidrio que encontré en la Roca Agujereada, el candil y el revólver de Ulloa
que lo acompañaron en su expedición con Miolati en 1892. Además, algunas cartas
que Ulloa me escribió cuando regresé a Santiago.
De una de esas cartas y que fue la última que recibí, he transcrito el párrafo que
aparece en una de las hojas preliminares de este libro.
A Zacarías Salas y a Rojas le escribimos varias cartas con Ulloa, desde Antofagasta,
pero nunca obtuvimos respuesta.
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Algunos años después de mi regreso al Sur, hice un viaje a Valparaíso y en la
estación de Llay - Llay mi tren se detuvo, como era costumbre, junto a otro que iba
en dirección inversa. Este tren partió primero y vi, sin lugar a dudas, a Zacarías
Salas que iba de pie en la plataforma del último carro. El no me vio.
El Destino quiso que esto sucediera cuando todo hacía imposible ni siquiera hacerle
una señal de saludo.
Nunca he tenido ocasión, pese a mis deseos, de poder volver al Cerro Plomo, pero
muchas veces en sueños me he transportado a esos lejanos parajes, he vuelto a
convivir con mis desaparecidos compañeros y con ellos he estado nuevamente
recorriendo como otrora esos desolados escenarios. Estos sueños que han traído
consigo una sensación de marcada realidad, me han dejado, al despertar, ese
profundo sentimiento de congoja que todos experimentamos cuando se van de
nuestro lado los seres queridos.
La tranquilidad actual que me brinda mi hogar, no pocas veces se ha visto alterada
por la nostalgia de esa aventura: mi pensamiento se dirige a la inmensidad de la
pampa, a sus “mangas” de camanchaca, a sus límpidas noches que ostentan la
majestad incomparable del cielo con sus mundos distantes, al rumor del océano y
también a los pavorosos derrumbes de las milenarias cumbres azotadas por los
“sabanazos” del viento nocturno.
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Algo del repertorio musical de rojitas
·
“Antofagasta”
·
“Dreaming”
·
“Destino”
·
“Smiles”
·
“Susurrando”
·
“Gardenia”
·
“Llanto y risa”.
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In memoriam
·
Moisés Aguayo murió en Antofagasta en 1933
·
Apolonides Ulloa murió en Arica en 1935
·
“Yalú” murió en Santiago en 1934
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