EL FIN DE LA GRAN ESPERANZA BLANCA Manuel Peinado Lorca* La prestigiosa revista Science publicaba los pasados días el fracaso del proyecto ITER, un sofisticado reactor nuclear con el que científicos norteamericanos, europeos y japoneses tratan de lograr la fusión controlada del hidrógeno para producir energía. El fracaso de este costosísimo proyecto internacional parece anunciar el fin de la era nuclear que, basada hasta ahora en la energía obtenida de la fisión de los núcleos atómicos, tenía en el proceso de fusión su gran esperanza como fuente energética del futuro. No deja de sorprender lo efímero de las actividades humanas modernas cuando éstas se miden por el combustible utilizado. Asistimos estos años a los últimos y agónicamente contaminantes días del carbón como fuente masiva de energía para los procesos industriales, culminando con ello un proceso iniciado durante la revolución industrial del siglo pasado. No muy lejano parece también el agotamiento de los yacimientos de petróleo, cuyo empleo, de proseguir la actual tasa exponencial de consumo, no superará el primer cuarto del próximo milenio. El primer sondeo bien planificado y coronado por el éxito para descubrir petróleo se llevó a cabo en el estado norteamericano de Pennsylvania en el año 1859, por lo que este combustible -que ha marcado toda una era, sobre todo en el transporte- habrá estado entre nosotros poco más de 150 años. El gas natural, menos contaminante y de mayor rendimiento en procesos industriales y domésticos, tomó su relevo hace algunos años. Teniendo en cuenta que las gigantescas reservas actuales de gas garantizan sesenta años de abastecimiento en el imposible supuesto de que su consumo no superase los niveles actuales, la segunda o tercera década del siglo que viene significará también su fin como combustible. Se han cumplido en 1996 cien años desde que el físico francés Becquerel descubriera casualmente la radioactividad, fenómeno que consiste en la propiedad de ciertas sustancias de emitir espontáneamente radiaciones capaces de atravesar la materia, impresionar placas fotográficas, producir ionización y fluorescencia. La ciencia de la primera mitad del siglo veinte estuvo claramente marcada por los trabajos de científicos como Curie, Rutheford, Soddy, Hahn y Chadwick, todos ellos galardonados con el premio Nobel por sus trabajos encaminados a descifrar la estructura íntima del átomo y con ella, la de la materia. A diferencia de la inmensa mayoría de los más de trescientos núcleos atómicos conocidos, los núcleos de los elementos radioactivos como el uranio, el radio o el torio son altamente inestables, lo que quiere decir que sus átomos experimentan un proceso de desintegración espontánea que origina, tras la emisión de dos tipos de partículas y de radiación, un nuevo átomo. Éste puede, a su vez, ser inestable, en cuyo caso se desintegrará más o menos pronto, transformándose en un nuevo átomo con la emisión de nueva radiación. El proceso de transmutación continuará de este modo hasta que finalice con la aparición de un átomo estable, sin que en ningún momento pueda ser frenado, acelerado o modificado. El fenómeno radioactivo es en la naturaleza totalmente espontáneo y ante el mismo somos espectadores de algo soñado por los antiguos alquimistas: la transmutación de la materia. Lo que resulta más importante desde el punto de vista de la utilización de los elementos radioactivos como recurso es la energía liberada en el proceso de transmutación. Considérese a título de ejemplo que un gramo de carbón al arder puede suministrar una energía de 12 milésimas de kilovatio/hora, mientras que un gramo de uranio-235, por fisión de todos sus núcleos, puede liberar una energía 2 millones de veces superior, es decir, de 24.000 kilovatios/hora. De ahí el empeño humano por dominar las reacciones en cadena que constituyen la desintegración atómica. Gracias a las investigaciones de los científicos alemanes Hahn y Strassmann, es posible desde 1939 provocar las reacciones de fisión mediante el bombardeo artificial de núcleos atómicos con partículas. La consiguiente liberación de energía lograda en este procedimiento de romper núcleos de ahí el nombre de fisión nuclear- puede ser utilizada de forma controlada, liberándola pausadamente en la centrales o bruscamente, mediante las explosiones nucleares. En uno y otro caso el problema final es el mismo. El proceso de transmutación nuclear emite radioactividad, cuyos efectos dañinos para los seres vivos son bien conocidos. Pero, aun asumiendo el riesgo de la contaminación radioactiva, existe el mismo límite para la utilización de la fisión nuclear como recurso energético que el que existe con el carbón y el petróleo, aunque agravado: las sustancias radioactivas son muy escasas en la naturaleza (de lo contrario no existiría vida en la Tierra) y su final por agotamiento está muy cerca. Por ello, científicos de todo el mundo trabajan desde hace años en el proceso inverso a la fisión, esto es, en la fusión de pequeños núcleos para crear núcleos de mayor peso y aprovechar la energía resultante de la reacción. Este proceso de fusión nuclear es idéntico al que se produce en la superficie del sol donde, a elevadas temperaturas, los núcleos atómicos de dos isótopos del hidrógeno, deuterio y tritio, se unen para formar el más pesado del helio. Las magnitudes de la energía que se calcula se puede obtener por vía de la fusión son colosales. El fin del proyecto ITER era obtener energía a partir de la fusión de dos núcleos del hidrógeno pesado llamado deuterio, el cual es una parte mínima del hidrógeno total: en cada tonelada de agua hay sólo unos 34 gramos de deuterio. Ahora bien, con sólo extraer del océano el uno por ciento de su contenido, se podría obtener una energía 500.000 veces superior a la conseguida de sumar las energías de todos los demás combustibles juntos: carbón, petróleo, gas y la resultante de la fisión de todo el uranio y litio de la corteza terrestre. El problema estaba, y sigue estando, en las altas temperaturas (unos 200 millones de grados en el caso del deuterio) que se requieren para provocar la fusión, un proceso termonuclear que ocurre de forma espontánea en el sol y en las estrellas gracias a la elevadísima temperatura existente, en virtud de la cual la agitación térmica es bastante energética para que los núcleos puedan fundirse, tras aproximarse uno al otro, venciendo la repulsión de sus cargas eléctricas. Hace ya más de treinta años que se consiguió el proceso de fusión en cadena en forma explosiva, para lo cual, mediante una explosión atómica ordinaria, se obtienen las altas temperaturas necesarias para determinar la fusión de los núcleos de hidrógeno o deuterio en núcleos de helio. Sin embargo, los intentos de obtener idéntica reacción en cadena sin el desencadenamiento de reacciones explosivas como detonadores, están resultando fallidos pese a los proyectos internacionales de alto coste como el ahora fracasado, cuya inversión ha sido de más de 10.000 millones de dólares. La temperatura equivalente a la solar que hay que conseguir para lograr la fusión es hoy por hoy inalcanzable, y representaría, en caso de obtenerse en las condiciones actuales, un coste energético, y por tanto económico, infinitamente mayor que el de la energía que se pudiese producir. El definitivo abandono del proyecto ITER, la gran esperanza de obtener una energía blanca y limpia como la solar, puede significar el fin de una controvertida y breve era energética que ha estado marcada por el uso de las sustancias radioactivas, unos recursos energéticos aparentemente limpios pero dotados de una capacidad de destrucción infinitamente superior a cualquier otro combustible empleado por la humanidad desde que Prometeo entregase la antorcha al hombre. • Catedrático y director de la Cátedra de Medio Ambiente de la Universidad de Alcalá. Diario de Alcalá, 19 de diciembre de 1996