La Gaceta del Fondo de Cultura Económica. Diciembre de 2008

Anuncio
ISSN: 0185-3716
a
Diciembre 2008
Número 456
Esparta
■
Pausanias
■
■
Gottfried Benn
Jean-Pierre Vernant
■
Plutarco
■
Roberto Calasso
Werner Jaeger
■
Jenofonte
■
Poema
■
■
■
Herodoto
A. H. M. Jones
Tirteo
a
a
a
a
Sumario
Historia mítica de Laconia
Pausanias
La columna gris sin base
Gottfried Benn
Licurgo
Plutarco
Las Bodas de Cadmo y Harmonía
Roberto Calasso
Libro séptimo. Polimnia
Herodoto
Entre la vergüenza y la gloria:
La identidad del joven espartano
Jean-Pierre Vernant
Poema
Tirteo
La educación del estado en Esparta
Werner Jaeger
Los éforos
A. H. M. Jones
Constitución de Esparta
Jenofonte
Silencio, por favor con textos introductorios
de José Emilio Pacheco, Cecilia Laura
Alonso, Alberto Enríquez Perea y Héctor Perea
Por Alberto Arriaga
Dear Chicago de Walter Noble Burns
Por Arturo Gutiérrez Aldama
3
5
8
10
14
16
20
23
25
28
31
32
Imagenes de interiores tomadas del archivo del fce.
Grabados de Elvira Gascón.
Imagen de portada: Jean-Louis David, Leónidas en las
Termópilas (1814).
número 456, diciembre 2008
la Gaceta 1
a
a
Directora del FCE
Consuelo Sáizar
Director de La Gaceta
Luis Alberto Ayala Blanco
Editor
Moramay Herrera Kuri
Consejo editorial
Sergio González Rodríguez, Alberto
Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pablo Boullosa, Miguel Ángel Echegaray, Martí Soler, Ricardo Nudelman,
Juan Carlos Rodríguez, Citlali Marroquín, Paola Morán, Miguel Ángel
Moncada Rueda, Geney Beltrán Félix, Víctor Kuri.
Impresión
Impresora y Encuadernadora
Progreso, sa de cv
Formación
Miguel Venegas Geffroy
Versión para internet
Departamento de Integración
Digital del fce
www.fondodeculturaeconomica.com/
LaGaceta.asp
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilio en Carretera
Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques
del Pedregal, Delegación Tlalpan,
Distrito Federal, México. Editor responsable: Moramay Herrera. Certificado de Licitud de Título 8635 y de
Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Calificadora de
Publicaciones y Revistas Ilustradas el
15 de junio de 1995. La Gaceta del
Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22
de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.
Distribuida por el propio Fondo de
Cultura Económica.
ISSN: 0185-3716
Muchas veces, la cultura moderna gira alrededor de algunos clichés —parece que
grabados con tinta indeleble— hasta perder el equilibrio y acabar vomitando su propia ignorancia. Uno de esos clichés es Esparta. A pesar de la crítica al reduccionismo
maniqueo que profesa el espíritu complejo de nuestro tiempo, es difícil negar que
cuando no contamos con un horizonte donde las cosas sean o blancas o negras, o
buenas o malas, nos sentimos desamparados, confundidos y atemorizados. Por eso
necesitamos creer en ciertas ideas fijas que nos dan tranquilidad y nos permiten entender el mundo sin que tengamos que rompernos la cabeza pensando demasiado.
Un ejemplo podría ser: “todo lo que no sea democrático es malo”. Pero también: “los
espartanos eran grandes guerreros, aunque no muy inteligentes. La inteligencia, la
cuna de la filosofía, en cambio, es exclusiva de los atenienses”. Sin embargo, basta leer
a Platón, o a Jenofonte, o a Plutarco para saber que los espartanos no sólo resplandecían por su fuerza, su disciplina y su culto al cuerpo, sino por una sabiduría siempre
enigmática, resguardada en el secreto. La paideia, la educación, que tanto pregona el
mundo moderno, es un legado de esta casta de guerreros imbatibles. Lo mismo podemos decir del poder político como “fin en sí mismo”, forma que terminó por consolidarse en siglos posteriores y que perdura hasta nuestros días. Es cierto que Esparta representa la glorificación de la fuerza, pero siempre ocultando algo —el saber—,
manteniendo así alejado de las miradas profanas su preciado secreto. A diferencia de
los atenienses, siempre charlatanes y elocuentes, el frío laconismo de los espartanos
deja entrever al verdadero guardián del saber. El saber es una forma de potencia dialogando consigo misma, sin exteriorizar nada, pero mostrando a todo el mundo sus
músculos. De aquí el afán de los lacedemonios por aparentar un gran poderío físico,
al grado de pasar por simples guerreros desalmados, cuando en realidad eran los
únicos que utilizaban el saber que posibilita la fuerza. Ahora bien, cuando alguien
como Gottfried Benn afirma que además son los grandes artífices del arte, y que el
arte surge a partir de la contemplación del cuerpo bello, atlético, que se traduce en la
estatuaria, quedamos completamente desconcertados. Pero escuchando sus argumentos, es difícil no acabar persuadidos.
Este número de la Gaceta abreva de la sabiduría de pensadores extraordinarios, de
tiempos muy alejados entre sí, pero cuya inteligencia los hermana en el resplandor
que proyecta Esparta. Roberto Calasso, Gottfried Benn, Jean-Pierre Vernant, Herodoto, Plutarco, Pausanias, Tirteo, Jenofonte… Difícilmente existirá nuevamente un
pueblo que conjugue la fuerza y el saber con tal maestría como lo hizo el pueblo espartano. G
Correo electrónico
[email protected]
2 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
a
Historia mítica de Laconia*
Pausanias
Después de los hermas está ya Laconia hacia el Oeste. Según
dicen los propios lacedemonios, Lélege, que era aborigen, fue
el primero que reinó en esta tierra y por él fueron llamados
léleges1 sus súbditos. De Lélege nació Miles y otro hijo más
joven, Policaón. A dónde se marchó Policaón y por qué motivo, lo manifestaré en otro lugar2
A la muerte de Miles, heredó el reino su hijo Eurotas. Éste
hizo bajar al mar mediante un canal el agua estancada de la
llanura, y cuando la vació —lo que quedaba era ya la corriente
de un río— lo llamó Eurotas3.
Como no tenía hijos varones dejó el reino a Lacedemón,
cuya madre era Taigete, de la que recibió el nombre el monte,
y de acuerdo con la fama, su padre fue Zeus. Lacedemón se
casó con Esparta, hija de Eurotas. Cuando obtuvo el reino, en
primer lugar cambió los nombres del país y de sus habitantes
por el suyo, y después fundó y le puso el nombre de su mujer
a una ciudad que se llama Esparta todavía en mi tiempo.
Amiclas, hijo de Lacedemón, queriendo dejar también él
algo que lo recordase, fundó una ciudad en Laconia. En cuanto a Jacinto, que era el más joven y el más hermoso de sus hijos,
* Pausanias, Descripción de Grecia (Libros I-III), Traducción y notas
de María Cruz Herrero Ingelmo, Planeta DeAgostini, Barcelona,
1998.
1 Nombre de pobladores pregriegos que aparece en la Grecia
Madre y también en Asia Menor, repetidamente citados por autores
griegos.
2 iv 1, 2.
3 “De hermosa corriente”.
número 456, diciembre 2008
la Gaceta 3
a
quiso el destino que muriera antes que su padre, y su sepulcro está
en Amiclas debajo de la estatua de Apolo. Al morir Amiclas, el
reino pasó a Árgalo, el mayor de sus hijos, y, posteriormente,
cuando murió Árgalo, a Cinortas. De Cinortas nació Ébalo.
Éste tuvo por mujer a Gorgófone,4 hija de Perseo de Argos,
y tuvo un hijo, Tindáreo, con el cual Hipocoonte5 disputaba el
reino, reclamando el trono en virtud de su primogenitura.
Como se atrajo a Icario y a los sediciosos, era mucho más poderoso que Tindáreo y le obligó a retroceder amedrentado,
según dicen los lacedemonios, a Pelana, pero dice de él una
leyenda de los mesenios que marchó huyendo a Mesenia junto
a Afareo, y que Afareo, hijo de Perieres, era hermano de la
madre de Tindáreo. Dicen que vivió en Talamas de Mesenia, y
mientras vivió allí le nacieron sus hijos.
Algún tiempo después, Tindáreo retornó con ayuda de Heracles y recuperó su reino: también reinaron los hijos de Tindáreo y Menelao, hijo de Atreo, que era yerno de Tindáreo, y
Orestes, que se casó con Hermíone, la hija de Menelao.
Cuando regresaron los Heraclidas en tiempos de Tisámeno,
hijo de Orestes, cada una de las partes del territorio, Mesene y
Argos, tomaron como jefes una a Témeno, otra a Cresfontes.
En Lacedemonia, como los hijos de Aristodemo6 eran gemelos, se fundaron dos casa reales, pues dicen que lo aprobó la
Pitia. Cuentan que al propio Aristodemo le sobrevino la muer-
a
te en Delfos, antes de que los dorios regresaran al Peloponeso.
Unos, glorificando lo referente a él, dicen que Aristodemo fue
asaeteado por Apolo, porque no había ido a consultar el oráculo y que se había enterado por Heracles, que se lo había encontrado antes, de que los dorios regresarían al Peloponeso. Pero
la leyenda más verdadera sostiene que fueron los hijos de Pílades y Electra,7 primos de Tisámeno, hijo de Orestes, quienes
dieron muerte a Aristodemo.8
A sus hijos les fueron puestos los nombres de Procles y de
Eurístides, y a pesar de ser gemelos eran muy diferentes9, y
aunque habían llegado a un gran odio, ayudaron a Teras, hijo de
Autesión, que era hermano de su madre Argea y tutor suyo, a
fundar una colonia, que Teras envió a la isla que entonces se
llamaba Caliste,10 esperando que los descendientes de Memblíaro le cedieran el trono voluntariamente. Pues bien, hicieron esto
precisamente aceptando el razonamiento de que el linaje de
Teras remontaba hasta el propio Cadmo, mientras ellos eran
sólo descendientes de Memblíaro. A Memblíaro11, que era un
hombre del pueblo, Cadmo lo había dejado en la isla para que
fuese jefe de los colonos, y Teras cambió el nombre de la isla por
el suyo, y todavía hoy, una vez al año, los de Tera hacen sacrificios en su honor como a su fundador. En cambio, Procles y
Eurístenes estuvieron de acuerdo en su buen ánimo hacia Teras,
pero sus restantes resoluciones fueron divergentes en todo. G
7
Medonte y Estrofio.
Los lacedemonios aseguraban que no había sido muerto, sino
que había participado con sus hermanos en la conquista, recibiendo
en el reparto Laconia, dejando el trono a sus hijos. Cf. Heródoto,
vi, 52.
9 Puesto que los Agíadas eran la casa más antigua, se suponía que
Eurístenes había nacido primero. Cf. heródoto, vi 51 ss. Posiblemente, se creó esta leyenda después de que se fundó la doble monarquía. Sobre este tema cf. a. momigliano, “Sparta e Lacedemone e
una hipotesi sull´origine della diarquía spartana”, Atene e Roma 13
(1932), 34 ss.
10 “La hermosísima”, que fue posteriormente Tera y actualmente
Santorini. Posiblemente sobre el 750 a.C.
11 Era un fenicio que acompañó a Cadmo en la búsqueda de su
hermana Europa.
8
4 “La matadora de la Gorgona”. Se había casado antes con Perieres y, en segundas nupcias, con Ébalo. Habría sido así la primera
mujer griega que volvió a contraer matrimonio al quedar viuda.
Antes, según se dice, las viudas no debían casarse de nuevo.
5 Hipocoonte es hijo ilegítimo de Ébalo y de una ninfa llamada
Batia, y tiene como hermanastros a Tindáreo e Icario. Estos dos,
según unas versiones, son hijos de Ébalo, y según otras, de Perieres,
casado con Gorgófone, de los que son hijos Afareo y Leucipo también.
6 Aristodemo es hermano de Témeno y Cresfontes, los conquistadores del Peloponeso.
4 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
a
La columna gris sin base*
Gottfried Benn
Tras estas siluetas de Grecia, en su mezcla panhelénica, se yergue la columna gris sin base, el templo de piedra labrada, se
asienta el campamento viril junto a la orilla derecha del Eurotas, sus coros sombríos: el mundo dórico. Los dorios aman las
montañas, Apolo es su dios nacional, Heracles su primer rey,
Delfos su santuario. Despojan a los niños de sus pañales y los
bañan en vino. Son los portadores de la Alta antigüedad, de la
vieja lengua, el dialecto dórico fue el único que aún se conservó en época del imperio romano. Su sueño es crianza y eterna
juventud, semejanza con los dioses, gran voluntad, inquebrantable fe aristocrática en la raza, cuidado de toda estirpe más allá
del individuo. Son los portadores de la vieja música, de los
viejos instrumentos: al citarista Timoteo de Mileto le arrebataron su instrumento, porque había aumentado el número de
cuerdas de siete a once, y lo ahorcaron. A otro le cortaron a
golpe de hacha dos cuerdas de un instrumento de nueve cuerdas, pues era un deber conservar solamente las siete antiguas.
“Al fuego con la caña que derrocha saliva”, grita Pratinas contra la flauta, porque, según la nueva moda, pretendía dirigir al
coro, en vez de limitarse a acompañarlo como hasta entonces.
En los templos cuelgan cadenas y grilletes para los enemigos, dirigen sus plegarias a los dioses para obtener todas las
tierras del vecino. Sus reyes ejercen un poder desaforado, son
capaces de conducir guerras contra cualquier país, cien varones
selectos se turnan día y noche en su guardia; cuando se sacrifica un animal, reciben la piel y el lomo, en los banquetes son
servidos los primeros y de todo reciben el doble que los demás.
Es una monarquía hereditaria, novecientos años dominaron los
heráclidas, ni siquiera los enemigos osaron durante la batalla
ponerles la mano encima de terror y espanto ante la venganza
divina. Cuando muere el rey se difunde la noticia mediante jinetes que cabalgan por toda la tierra de Laconia, mientras que
las mujeres hacen resonar las cacerolas corriendo por toda la
ciudad.
Mundo dórico son también las comidas comunales, para
estar siempre preparados militarmente, en grupos de quince
hombres, y cada uno lleva una provisión consigo: harina de
cebada, queso, higos, piezas de caza y nada de vino. La educación apunta tan sólo a ese fin: batallas y sumisión. Los muchachos duermen desnudos sobre juncos, que deben arrancar al
río Eurotas sin cuchillo; comen con frugalidad y premura; si
* Gottfried Benn, El yo moderno, Traducción y Prólogo de Enrique
Ocaña, Pre-Textos, Valencia, 1999.
número 456, diciembre 2008
desean añadir algo a su parca dieta, han de robarlo de las casas
y granjas, pues los soldados viven del saqueo. La tierra está
dividida en nueve mil lotes, bienes hereditarios, mas sin propiedad privada, inalienable, todos de la misma extensión. No
circula dinero, sólo moneda de hierro, cuyo valor era tan ínfimo, no obstante su peso y su masa, que ya una suma de diez
minas (seiscientos marcos) exigía, para su conservación en casa,
una estancia propia, y para su transporte, un carro con tiro de
dos caballos. Todos los Estados restantes a su alrededor disponían de monedas de plata y oro. Y también este hierro era inutilizado: se lo sumergía en vinagre hirviente y de este modo se
vencía su dureza. La estirpe real dominó durante novecientos
años, tiempo durante el cual se conservaron intactas las recetas
de cocina y elaboración del pan. Prohibición de viajes al extranjero, prohibición de entrada para forasteros, veneración
por los ancianos. El ejército, durante la época real, constaba
sólo de una infantería de extrema fiereza: los hoplitas, peones
de primera línea armados con lanzas y sólida coraza.
Nueve mil espartanos ejercieron su dominio sobre el poder
diez veces más grande de los aborígenes, posteriormente sobre
los mesenios en estado permanente de rebelión. Un espartano
estaba obligado, bajo pena de muerte, a superar en combate a
diez ilotas. El conjunto era un campamento, un ejército de
gran movilidad; el entrechocar de escudos y el resonar de yelmos bajo piedras lanzadas con hondas, tal era su música de
marcha. Nunca se indicaba el número de caídos, ni siquiera
tras la victoria. ¡Ay de aquellos que habían “temblado”! Aristódemos, que “había temblado”, el único superviviente en la batalla de las Termópilas, ejecutó en Platea las hazañas más osadas, cayó luchando y sin embargo continúo siendo despreciado,
porque había buscado la muerte “por motivos personales”.
Dórico es toda clase de antifeminismo. Dórico es el varón
que en casa cierra bajo llave las provisiones y prohíbe a las
mujeres a asistir a las competiciones: la mujer que sobrepasa el
Alfeo es arrojada desde los peñascos. Dórica es la pederastia,
para que el héroe permanezca entre varones, y se curta en el
amor de las expediciones guerreras. Tales parejas resistían
como un bastión y caían juntos. Era una mística erótica: el
caballero abrazaba al muchacho como el esposo a la mujer y le
transfería su areté, le infundía su propia excelencia. Dórico era
también el rapto de muchachos: el caballero raptaba al muchacho del seno de la familia; si ésta se opone, es una deshonra, y
el caballero se venga sangrientamente. Para un muchacho es
un oprobio no encontrar ningún amante, es decir, no ser llamado a convertirse en héroe. La unión se celebra en un lugar
sagrado, se ofrece un sacrificio, el caballero lo obsequia con
la Gaceta 5
a
armadura y copa, y lo tiene bajo su custodia hasta los treinta
años, incluso se ocupa por él de sus asuntos judiciales; si el
pupilo comete una acción deshonrosa, no se castiga al muchacho sino al caballero.
Los dorios labran la piedra sin colorearla. Sus figuras están
desnudas. Dórica es la piel en movimiento, la carne viril sobre
los músculos, el cuerpo. El cuerpo, bronceado por el sol, el
aceite, el polvo, la estrígila y los baños fríos, habituado al aire,
maduro, con tonalidades bellas. Cada músculo, la rótula, las
articulaciones tratadas con cuidado, armonizadas, trabajadas
para formar una unidad, un todo guerrero pero muy selecto.
Los gimnasios eran las escuelas donde surgió este ideal que
después se difundió por toda Grecia. Platón, Crisipo, el poeta
Timocreonte destacaron al comienzo en la palestra, Pitágoras
tenía la fama de haber conquistado el premio en el pugilato,
Eurípides fue coronado en Eleusis como luchador. El cuerpo
testimoniaba servidumbre o rango. Agesilao, el gran espartano,
para animar a su tropa, hizo desnudar a los prisioneros persas.
Ante el espectáculo de la carne pálida, flácida, los griegos comenzaron a reír y marcharon hacia el frente llenos de desprecio por sus enemigos. Sobre toda la Hélade la simiente dórica.
Cuerpos bellos: todas las fiestas sagradas, todas las grandes ceremonias entrañaban un concurso de belleza. Se seleccionaba
a los ancianos más bellos para portar las ramas en las Panateneas, en Élide a los varones más bellos para entregar a la diosa
6 la Gaceta
a
las ofrendas sagradas. Cuerpos grandes: en las Gimnopedias los
estrategas y los hombres famosos que no fueran lo suficientemente grandes en estatura y aspecto noble debían desfilar en el
cortejo del coro, repartidos en las filas secundarias. Los lacedemonios, según transmite Teofrasto, condenaron a su rey Arquidamos a una multa porque había desposado a una mujer
pequeña que le habría dado a luz, en vez de verdaderos reyes,
muñecos reales. A un persa, un pariente de Jerjes, cuya estatura era la más grande del ejército y que murió en Grecia, los
habitantes le ofrendaron sacrificios como a un semidiós. Entre
los luchadores, cantados por Píndaro, había gigantes. Las ciudades de origen inscribían sobre las estatuas, en loor de los
cuerpos recios, a quien llevaba un toro sobre sus hombros,
quien era capaz de arrastrar por detrás un carro con su yunta,
quien lanzaba un disco de ocho libras a noventaicinco pies de
distancia. Cuerpos para la cría: la ley determinaba la edad casadera y seleccionaba el momento y las circunstancias más favorables para el embarazo. Se procedía como en los acaballaderos, se suprimía a los frutos malformados. El cuerpo para la
guerra, el cuerpo para la fiesta, el cuerpo para el vicio y a la
postre también el cuerpo para el arte, tal fue la simiente dórica
y la historia griega.
Dórico es también el concepto heleno de destino: la vida es
trágica y sin embargo sosegada por la mesura. Dórica es la
actitud de Sófocles: “es bueno que el mortal no quiera exceder
número 456, diciembre 2008
a
los límites impuestos a los hombres”. Dórico es Esquilo: Prometeo es titánico, se separa del todo y del éter con maldiciones
y juramentos, roba a los dioses y sin embargo permanece por
doquier víctima de la Moira, del destino, de la mesura; el poder
equilibrador lo sujeta y lo aherroja, jamás lo dejan las Parcas.
Con Eurípides comienza lo humano, el helenismo, la humanidad. Con Eurípides principia la crisis, la época de decadencia.
Agotado el mito, la vida y la historia devienen temas. El mundo
dórico era viril, ahora se torna erótico, comienzan los asuntos
amorosos, las piezas y los títulos femeninos: Medea, Helena,
Alcestis, Ifigenia, Electra, serie que culmina con Nora y Hedda
Gabler. Nace la psicología. Los dioses comienzan a empequeñecer y los héroes se hacen pusilánimes, todo deviene cotidiano, la mediocridad tipo Shaw. No has enseñado sino cháchara
y habilidad verbal, acusa el Esquilo de Aristófanes en Las ranas,
has dejado desierta la palestra, has incitado a la desobediencia
a los señores atiborrados de verborrea y a los galeotes; cuando
yo aún vivía, ¡cielos! No sabían sino gritar por su galleta o exclamar su ¡rupapai! para trabajar.1 Sin embargo, hoy día y
gracias a ti, Eurípides: “llevar la antorcha en la carrera, ¿a
quién le satisface todavía con la decadencia de la gimnástica?”
Con la decadencia de la gimnástica se hundió el mundo dórico, Olimpia, la columna gris sin base y los oráculos favorables
a la casta dominante. Eurípides es escéptico, solitario y ateo, con
él surgen, ya aislados, los conceptos universales: “el bien”, “lo
justo”, “la virtud”, “la cultura”; es pacifista y antiheroico: paz
sobre todo y ninguna expedición a Sicilia; desgarrado y genial,
absolutamente pesimista e indudablemente demónico, forma
una unidad con la grandeza y el espíritu del profundo nihilismo
heleno que comenzó con el fin de la época de Pericles, con la
grave crisis que precede al fin de la antigüedad griega: del mármol pentélico sobre la Acrópolis, bajo los golpes de Fidias, en el
blanco y en el esmalte de la flor de cal nace, bajo la figura de
Palas, el estilo aún no superado, el estilo perfecto del alto clasicismo; pero en las casas de los ciudadanos, convertidos en cosmopolitismo, se adquieren monos, faisanes colosales y pavos
persas atraen a los lacedemonios hacia los traficantes de pájaros
exóticos. Tanto hombres libres como metecos no acuden al teatro para presenciar misterios, sino luchas de codornices.
El mundo dórico encarnó la suprema eticidad griega, eticidad antigua, es decir orden victorioso y poder oriundo de los
dioses. Sus leyendas nada saben de riquezas ocultas, tesoros,
grutas; su avidez no se dirige hacia el oro, sino hacia objetos
sagrados, armas mágicas forjadas por Hefesto, el vellocino de
oro, el collar de Armonia, el cetro de Zeus. Esparta fue también un destino ineluctable. Hombres espiritualmente muy
lejanos, que contrastaban con el resto de los griegos y con los
que apenas se podía comerciar. Por doquier se encendía la
llama de su dureza: su dios de la guerra se representaba encadenado, para garantizar su fidelidad. Atenas expresaba la misma cosa al figurar a Nike sin alas. Los comandantes de casi
todos los ejércitos griegos eran ciertamente espartanos, pero
un espartano en cualquier lugar fuera de su patria padecía si
no podía presentarse como guerrero invicto. Era el hombre
medieval, el hombre “educado según Licurgo”, a quien le estaba prohibido examinar las leyes, era el hombre del cuerpo de
guardia, el camarada de la palestra, por tanto: Spartam nactus
es, hanc orna: Esparta es tu patria, corónala, cuídala, tú y Esparta, vosotros dos estáis solos en el mundo griego. Escuchemos una vez más una historia de Herodoto sobre esa virtud
dórica que resultaba tan extraña y siniestra para Oriente, para
todo el mundo anterior. Algunos desertores, algunos hombres
de la Arcadia, se rindieron a los persas en las Termóplias. Los
persas los condujeron ante el rey y se informaron sobre los
movimientos actuales de los helenos; los hombres respondieron que celebraban la fiesta olímpica y asistían a las competiciones a pie y con carro. Un persa les preguntó cuál era el
premio que estaba en juego; respondieron que el vencedor
recibiría una guirnalda de rama de olivo; entonces un noble
persa dijo unas palabras que el rey interpretó como cobardía;
así pues, cuando oyó que el premio consistiría en una corona,
y no en un tesoro no pudo mantenerse más tiempo en silencio
y dijo ante todo el auditorio; “Ay, Mardonius, contra qué raza
de hombres nos conduces a la guerra, hombres que no combaten por acumular talentos, sino por conquistar la excelencia”. Esta excelencia, esta corona, estas competiciones festivas
entre las grandes batallas, esto era, tras la silueta panhelénica,
el mundo dórico. G
a
1 (N del T.) Respecto al término “rupapai” nos atenemos a la
traducción de F. Rodríguez Adrados y J. Rodríguez Somolinos. Cf.
Aristófanes, Las Nubes/ Las ranas/ Pluto, Cátedra, Madrid, 1995, p
181, cuya nota 151 dice: “Exclamación con que los remeros marcaban
el ritmo”.
número 456, diciembre 2008
la Gaceta 7
a
a
Licurgo*
Plutarco
XIII. No dio Licurgo leyes escritas, y antes era ésta una de las
llamadas retras; porque creía que lo más esencial y poderoso
para la felicidad de la ciudad y para la virtud, estaba cimentado
en las costumbres y aficiones de los ciudadanos con lo que permanecía inmoble, teniendo un vínculo más fuerte todavía que el
de la necesidad, en el propósito firme y seguro del ánimo y en la
disposición que produce en los jóvenes para cada cosa la educación preparada por el legislador. Para los tratos de poca entidad
y de intereses, que según los casos ocurren ya de un modo o ya
de otro, creyó ser lo mejor no circunscribirlos con la necesidad
que inducen la escritura y los usos invariables, sino dejarlos para
que los así educados juzguen de ellos según las circunstancias,
que añaden o quitan; porque todo el negocio de la legislación lo
hizo consistir en la crianza o educación. Era, pues, una de las
retras, como se ha dicho, no usar de leyes escritas. Otra contra
el lujo era la de que toda casa tuviera la armazón del tejado labrada de hacha, y las puertas de sola la sierra, sin otro instrumento; pues lo que después dijo Epaminondas de su mesa, “este
convite no admite traición,” esto mismo lo había pensado antes
Licurgo: “esta casa no consiente profusión y lujo.” Nadie a la
verdad sería tan simple y menguado que en una casa pobre y
popular fuese a poner o lechos con pies de plata, o alfombras
brillantes, o vajilla de oro, u otra cosa de lujo consiguiente a éstas, sino que era preciso que a la casa correspondiese el lecho, a
éste los paños, y a los paños todo lo demás menaje y prevenciones. De este modo de vivir nació el que Leotyquidas el mayor,
comiendo en Corinto, como viese que la armazón del techo de
la casa era muy preciosa y artesonada, hubiera preguntado al
huésped si entre ellos nacían escuadreados los maderos. Otra
tercera retra refiérese a Licurgo, que era la que prohibía hacer
guerra a los mismos enemigos, para que no se hagan guerreros
con la costumbre de defenderse muchas veces; y esto fue de lo
que tiempo adelante acusaron principalmente al rey Agesilao,
porque con sus repetidas y multiplicadas incursiones y guerras
de la Beocia1 había hecho contrarios dignos de los Lacedemonios a los Tebanos; y por lo mismo, viéndole herido Antalcidas,
le dijo: “Éste es el premio con que los tebanos te pagan su aprendizaje, pues no sabiendo ni queriendo pelear, tú se lo has enseñado.” A estos establecimientos les dio Licurgo el nombre de
retras, como decretados por los Dioses y como sus oráculos.
* Plutarco, Vidas paralelas, unam/sep, México, 1923.
1 Comarca del centro de Grecia cuya principal ciudad era Tebas.
8 la Gaceta
XIV. Como tenía por la mayor y más preciosa función del
legislador el cuidado de la educación, tomándole de lejos,
atendía como uno de los primeros objetos al matrimonio y a
la procreación de los hijos; pues que no se dio luego por vencido en la empresa de hacer contenidas a las mujeres, como
quiere Aristóteles,2 por no poder remediar la relajación e
imperio de aquéllas, a causa de que estando los hombres continuamente en el ejército, tenían que dejarlas dueñas de todo,
y que contemplarlas por lo mismo y llamarlas señoras; sino
que también hizo en este punto lo que pudo. Ejercitó los
cuerpos de las doncellas en correr, luchar, arrojar el disco y
tirar con el arco, para que el arraigo de los hijos, tomando
principio en unos cuerpos robustos, brotase con más fuerza;
y llevando ellas los partos con vigor, estuviesen dispuestas
para aguantar alegre y fácilmente los dolores. Removiendo,
por otra parte, el regalo, el estarse a la sombra y toda delicadeza femenil, acostumbró a las doncellas a presentarse desnudas igualmente que los mancebos, en sus reuniones, y a bailar
así y cantar en ciertos sacrificios en presencia y a la vista de
éstos. En ocasiones, usando ellas también de chanzas, los reprendían útilmente si en algo habían errado; y a las veces
también, dirigiendo con cantares al efecto dispuestos alabanzas a los que las merecían, engendraban en los jóvenes una
ambición y emulación laudables: porque el que había sido
celebrado de valiente, viéndose señalado entre las doncellas,
se engreía con los elogios; y las reprensiones, envueltas en el
juego y la chanza, no eran de menos fuerza que los más estudiados documentos, mayormente porque a estos actos concurrían con los demás padres de familia los reyes y los ancianos.
Y en esta desnudez de las doncellas nada había de deshonesto,
porque la acompañaba el pudor y estaba lejos de toda lascivia,
y lo que producía era una costumbre sin inconveniente, y el
deseo de tener buen cuerpo; tomando con lo femenil cierto
gusto de un orgullo ingenuo, viendo que se las admitía a la
parte en la virtud y en el deseo de gloria: así, a ellas era a
quienes estaba bien el hablar y pensar como de Gorgo, mujer
de Leonidas, se refiere; porque diciéndole, a lo que parece,
una forastera: “¿Cómo vosotras solas las espartanas domináis
a los hombres?” “También nosotras solas —le respondió—
parimos hombres.”
2
Política, libro x.
número 456, diciembre 2008
a
XV. Estas mismas cosas preparaban los casamientos: hablo de
las reuniones de las doncellas, del presentarse desnudas y de
sus combates en presencia de los jóvenes, que eran atraídos por
una necesidad, no geométrica, sino amorosa, como dice Platón.3 Tachó Licurgo además a los célibes con cierta infamia:
porque eran desechados del espectáculo de las doncellas en sus
pompas; y en el invierno les hacían los presidentes dar desnudos una vuelta por la plaza; y los que por allí pasaban les cantaban cierto cantar, en el que se decía que les estaba bien empleado por no obedecer a las leyes. Eran asimismo privados de
los honores que los jóvenes tributaban a los ancianos: así, nadie
reprendió lo que contra Dercilidas se dijo, sin embargo de ser
un acreditado general; y fue que entrando él, uno de los jóvenes no le cedió el asiento, diciéndole: “Porque tú no dejas un
hijo que me lo ceda a mí.” El casamiento era un rapto, no de
doncellitas tiernas e inmaturas, sino grandes ya y núbiles. La
que había sido robada era puesta en poder de la madrina, que
le cortaba el cabello a raíz, y vistiéndola con ropa y zapatos de
hombre, la recostaba sobre un mullido de ramas, sola y sin luz;
el novio entonces, no embriagado ni trastornado, sino sobrio,
como que venía de comer en el banquete público, se le acercaba, le desataba el ceñidor y se ayuntaba a ella, poniéndola sobre
el lecho. Deteniéndose allí por poco tiempo, se retiraba tranquilamente adonde antes acostumbraba a dormir con los demás jóvenes; y en adelante hacía lo mismo, pasando el día con
sus iguales, reposando con ellos, y no yendo en busca de la
novia sino con mucha precaución, de vergüenza y de miedo de
lo que sintiese alguno de los de adentro, en lo que le auxiliaba
la novia, disponiendo y proporcionando que se reuniesen en
oportunidad y sin ser notados de nadie; y esto solían ejecutarlo
no por poco tiempo, sino que algunos tenían ya hijos antes de
haber visto a sus mujeres a la luz del día. Este modo de comunicación no sólo era un ejercicio de continencia y moderación,
sino que aun en los cuerpos los hacía de más poder, y en el
amor como nuevos y recientes, no retirándose fastidiados o
indiferentes como de un trato indecente, sino quedando siempre en uno y otro reliquias de deseo y de complacencia. Y sin
embargo de haber conciliado a los casamientos tanto pudor y
decencia, no por eso dejó de desterrar los celos necios y mujeriles; porque lo que hizo fue remover del matrimonio la afren-
3
República, libro v.
número 456, diciembre 2008
ta y todo desorden, dejando en comunión de los hijos y su
procreación a todos los que lo merecían, y mirando con desdén a los que trataban de hacer estas cosas exclusivas e incomunicables a costa de muertes y de guerras; porque el marido
anciano de una mujer moza, si había algún joven gracioso y
bueno a quien tratara y de quien se agradase, podía introducirlo con su mujer, y, mejorando de casta, hacer propio lo que
así se procrease. También a la inversa era permitido a un
hombre excelente, que admiraba a una mujer bella y madre
de hijos hermosos, casada con otro, persuadir al marido a que
le consintiese gozar para tener en ella, como en un terreno
recomendable por sus bellos frutos, hijos generosos, que fuesen semejantes y parientes de otros como ellos. Porque en
primer lugar no miraba Licurgo a los hijos como propiedad
de los padres, sino que los tenía por comunes de la ciudad:
por lo que no quería que los ciudadanos fueran hijos indiferentemente de cualesquiera, sino de los más virtuosos; y por
otra parte notaba de necias y orgullosas las disposiciones en
este punto de otros legisladores, los cuales para las castas de
los perros y de los caballos, por precio o por favor, buscan
para padres los mejores que pueden hallarse, y en cuanto a las
mujeres, cerrándolas como en una fortaleza, no permiten que
procreen sino de sus maridos, aunque sean o necios, o caducos, o enfermizos; como si los malos hijos no lo fueran, antes
que en daño de los demás, en daño de los que tienen en sus
casas y los crían, y por el contrario los buenos, si tienen la
suerte de ser bien nacidos. Con ser tales entonces estos establecimientos en lo físico y en lo político, se estuvo tan lejos
de la liviandad de que más adelante fueron tachadas las mujeres, que se hacía increíble en Esparta la maldad del adulterio:
así se conserva en memoria el dicho de Geradas, uno de los
antiguos Espartanos, el cual preguntado por un forastero qué
pena se daba en Esparta a los adúlteros, le respondió: “Entre
nosotros, oh huésped, no los hay.” Y replicándole: “¿Y en el
caso que los hubiese?” “Pagan dijo Geradas un toro tan
grande, que por encima de Taigeto4 beba del Eurotas.” Como
el forastero se admirase y repusiese: “¡Cómo puede haber
buey tan grande!”, sonriéndose Geradas volvió a decirle: “¿Y
cómo puede haber un adúltero es Esparta?” Y esto es los que
se refiere acerca de sus casamientos. G
4
a
Montaña de Laconia.
la Gaceta 9
a
Las Bodas de Cadmo y Harmonía*
a
Roberto Calasso
Grecia ha mantenido dos secretos: el de Eleusis y el de Esparta. Al secreto de Esparta se acercó Jacob Burckhardt, con la
sobriedad que le era propia: “En la tierra la fuerza puede tener
una elevada misión; quizá sólo sobre ella, sobre un mundo por
ella fortificado, pueden surgir civilizaciones de orden superior.
Pero la fuerza de Esparta parece haber aparecido en el mundo
casi sólo por sí misma y por su propia afirmación, y su pathos
constante ha sido la sujeción de los pueblos sometidos y la extensión de su dominio, como fin en sí mismos.”
Como fin en sí mismo: cuántas veces oiremos repetir estas
palabras, y siempre con un escalofrío de atracción y de peligro:
a propósito del dinero que se acumula, a propósito del dandi, a
propósito de la investigación experimental. Pero el primer fin
en sí mismo es el lacónico: la taciturnidad de una fuerza que
devora, que no percibe otra cosa, que no necesita algo más. La
primera autosuficiencia, e indiferencia hacia todo lo que no sea
su propio mecanismo, aquel divino artefacto confeccionado
por un demiurgo que tiene un nombre pero no un perfil: Licurgo. El Estado lacedemonio sujeta a sí mismo cualquier
forma, subordina cualquier forma a la propia existencia. Ésta es
la antigua y modernísima filosofía que los espartanos quieren
ocultar por todos los medios, apareciendo como ignorantes
belicosos. En caso contrario, también sus enemigos se sentirían
seducidos por ese mecanismo exaltador de la fuerza, que los
Iguales consideran invencible. Sería una triste confusión… Esa
filosofía es la más eficaz arma de guerra y de autoconservación.
Y no ha sido descubierta por los atenienses, como siempre
demasiado charlatanes, distraídos y vanos. Esa filosofía es el
descubrimiento de los espartanos, que ha hecho superfluo para
ellos cualquier otro descubrimiento, y sobre todo cualquier
filosofía posterior.
Esto nos permite entender la abismal ironía de Sócrates,
mientras teje un contrapunto a Protágoras: “La más antigua y
la más grande filosofía, entre los griegos, está en Creta y en
Esparta, y la mayor parte de los sofistas de la tierra están allí:
pero ellos lo niegan y fingen ser ignorantes, para que no se
descubra que brillan entre los griegos por su sabiduría, y parezca que sólo descuellan en combatir y en el valor, temiendo que
los demás, si supieran en qué descuellan realmente, se dediquen al mismo ejercicio: la sabiduría. Así disimulados, engañan
a los laconizantes de las demás ciudades, de manera que éstos
se estropean los oídos por imitarles, se ponen fajas de cuero en
* Roberto Calasso, Las bodas de Cadmo y Harmonía, Traducción de
Joaquín Jordá, Anagrama, Barcelona, 1994.
10 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
las piernas, frecuentan los gimnasios y llevan túnicas cortas,
pensando que ésta es la razón de la supremacía de los espartanos entre los griegos. En cambio, los espartanos, cuando quieren hablar libremente con sus sofistas, y están cansados de
ocultarse, expulsan del país a los laconizantes o demás extranjeros que se encuentren en él, para poder estar con los sofistas
sin que los extranjeros lo descubran; no permiten, además, que
joven alguno vaya a otras ciudades, y lo mismo hacen los cretenses, para que no estropeen la enseñanza que han recibido.”
También el anciano Platón de Las leyes dirigía su atención a
los espartanos con una oscura queja: “Pensando en la organización de que hablábamos, me ha parecido bellísima. Si hubiera correspondido a los griegos, habría sido una posesión admirable, como he dicho, si alguien hubiera sido capaz de
utilizarla de manera hermosa.” Se expresa en estas palabras la
ilusión auroral hacia la técnica: preparar un artefacto perfecto
que pueda dirigirse hacia el Bien. Pero aquel artefacto estaba
basado en la exclusión de cualquier Bien que no fuera su propio funcionamiento.
Todo se repite, todo vuelve, pero siempre con alguna ligera
torsión del significado: en la edad moderna el grupo iniciático
se vuelve cuerpo de policía. Y siempre, como una isla arcaica,
algún minúsculo terreno no peinado por los antropólogos permanece en la modernidad: así en el mundo antiguo encontramos a los emisarios de una realidad que se desplegaría más de
dos mil años después.
Forma parte del adiestramiento espartano el ejercicio de la
krypteía: “Se desarrollaba así. Los jefes de los jóvenes enviaban
de vez en cuando al territorio, a unos u otros lugares, a los jóvenes que parecían más despiertos, armados de puñales y pro-
número 456, diciembre 2008
vistos única y exclusivamente de los víveres indispensables. De día
se dispersaban en lugares inexplorados, allí se escondían y descansaban; de noche bajaban a los caminos, y, si sorprendían a algún
ilota, le degollaban. Con frecuencia hacían también correrías por
los campos y mataban a los ilotas más robustos y más fuertes.”
La utilidad de la historia, y de los historiadores, consiste en
presentarnos y contarnos cosas que puedan revelar su sentido
a centenares, millares de años de distancia. Burckhardt escribe:
“En Tucídides podría ser referido un hecho de primordial importancia que sólo será reconocido dentro de cien años.” Después no da ejemplos. Pero nosotros podemos encontrar en
Tucídides un ejemplo que Burckhardt no habría podido encontrar, porque todavía no había sido desvelado por la historia
sucesiva, porque Burckhardt no vivió los años de Stalin: “Preocupados también por la malevolencia y el número de los ilotas
(la relación de los lacedemonios con los ilotas siempre había
estado basada en defenderse de ellos) hicieron también lo siguiente: anunciaron que si alguno de los ilotas consideraba
haber adquirido, en los años pasados, los más elevados méritos
presentara sus títulos. Y, una vez examinados éstos, habrían
podido granjearle la libertad. Era, en cambio, una prueba, porque aquellos que, por orgullo, se consideraban más dignos eran
también los que más fácilmente podían pasar a la revuelta. Los
elegidos fueron cerca de dos mil y, coronados, fueron paseados
por los templos como si hubieran sido liberados. No mucho
tiempo después los espartanos los hicieron desaparecer y nadie
sabe cómo fue ejecutado cada uno de ellos.”
“A los que matan, los espartanos los matan de noche, de día
no matan a nadie”, escribe Heródoto deteniéndose sin razón
aparente.
a
la Gaceta 11
a
La iniciación es metamorfosis en la fisiología: la circulación
de la sangre y de la mente absorbe una nueva sustancia, el sabor
de una sabiduría. Este sabor es el sabor del todo: en la variante
lacedemonia, en cambio, es el sabor de la sociedad como todo.
Así se pasa del antiguo al nuevo régimen.
La igualdad es una cualidad producida por la iniciación. No
se da en la naturaleza, y la sociedad no sabría concebirla si no
estuviera nutrida por la iniciación. Existe después un momento
en que la igualdad se aposenta en la historia, y por allí avanza
hasta que los ignorantes teóricos de la democracia creen descubrirla; y la enfrentan, como su contrario, a la iniciación.
Ese momento inicial es Esparta. Los espartanos eran fundamentalmente hómoioi, “iguales”, en cuanto miembros del mismo grupo iniciático. Pero ese grupo era el conjunto de la sociedad. Esparta, único lugar, tanto en Grecia como en la
posterior historia europea, donde la totalidad de la ciudadanía
constituye una secta iniciática.
Abrevados en la fuerza, más en su principio que en su despliegue, no tardaron en olvidar y despreciar cualquier otra
bebida de inmortalidad: impacientes hacia cualquier ciencia
del cielo (“no pueden soportar los discursos sobre los astros y
las vicisitudes celestes”, observaba molesto Hipias); indiferentes a la poesía, aunque en años lejanos Alcmán había cantado
en palabras encantadoras a las doncellas Leucípidas que corren
como yeguas a lo largo del Eurotas, “los espartanos parecen
ser, de todos los hombres, los que menos admiran la poesía y
la gloria poética”. Su actitud hacia cualquier forma, hacia cualquier arte, hacia cualquier deseo es la que tienen hacia la música: volverla “en primer lugar inocua, y después útil”.
Fueron los primeros en entrenarse desnudos y en untarse el
cuerpo, hombres y mujeres. Sus túnicas se hicieron más sencillas y prácticas. Eran los padres funestos de cualquier funcionalidad. Mantenían a los ilotas bajo el terror, pero estaban
obligados a vivir en el terror de los ilotas. Se paseaban con la
lanza, porque a cada paso podía acecharles una emboscada. No
tanto por parte de sus “iguales”, sino de la de los numerosos
mudos que les servían, antes de ser burlados y diezmados.
Esparta está rodeada por el aura erótico del colegio, de la
guarnición, de la palestra, del penitenciario. Por todas partes
Mädchen in Uniform, doncellas de uniforme, aunque su uniforme sea una piel tiesa y reluciente.
Esparta entendió, con una claridad que la diferencia de
cualquier otra sociedad antigua, que el auténtico enemigo era
la superabundancia que pertenece a la vida. Las dos ominosas
argucias de Licurgo, que preceden e inutilizan cualquier ley,
imponen únicamente no escribir leyes y no admitir el lujo. Ésta
es quizá la prueba más deslumbrante de laconismo que nos
dispensa Esparta, si no queremos considerar así las torvas moralidades que nos han transmitido. Aquí, por el contrario, se
advierte realmente el maligno aliento del oráculo: la prohibición de la escritura y del lujo es suficiente para significar la
condena de todo lo que el control no pude aferrar.
“A leer y a escribir aprenden en los límites de lo indispensable.” En cualquier esquina de la vida, como un carcelero insomne, Licurgo había encontrado el demasiado, para destrozarlo antes de que creciera. Los espartanos sólo podían advertir la
abundancia en un único momento: cuando los flautistas entonaban el ritmo de Cástor, respondía el peán, y una hilera compacta, con las largas melenas sueltas, avanzaba.
“Espectáculo solemne y terrorífico”: era la guerra, el mo12 la Gaceta
a
mento en que el dios estaba en el Estado y en el individuo,
único momento en que las normas permitían a los jóvenes
“arreglarse la cabellera y adornarse con armas y mantos”, parecidos a “caballos que marchan altaneros y relinchan por la
carrera”. Cuando la marcha se detenía, el espartano “con las
piernas abiertas, bien plantado en el suelo, se muerde los labios”.
“De igual manera que Platón dice que el dios disfrutó porque el universo había nacido y se había movido con su primer
movimiento, también Licurgo, complacido y satisfecho por la
belleza y la grandeza de su legislación, ahora realizada y actuada, deseó dejarla inmortal e inmutable para el futuro, en la
medida de la previsión humana.” El demiurgo del Timeo compone y armoniza el mundo: Licurgo es el primero que compone un mundo que excluye el mundo: la sociedad espartana. Es
el primer experimentador sobre el cuerpo social, legítimo progenitor que cualquier caudillo moderno, aunque no tenga el
ímpetu de Lenin o de Hitler, intenta imitar.
Los atenienses sabían que en su ciudad la belleza dominaba
sobre la fuerza. Ya veían las ruinas de Atenas. Mientras que, a
los ojos de Tucídides, “si la ciudad de los espartanos fuera
abandonada y quedaran sólo los cimientos de los edificios, al
cabo de un gran tiempo surgiría una gran incredulidad en
nuestros descendientes respecto de la fama de su fuerza.”
Entre Atenas y Esparta, la discriminación es el intercambio.
En una provoca terror, en otra fascinación. Así se rompe la
unidad de lo sagrado en dos mitades químicamente puras. En
Esparta el oro entra, pero no sale: “de muchas generaciones les
llega de todos los países griegos, y con frecuencia también de
los bárbaros, y no sale jamás.” Las monedas son tan pesadas e
incómodas que no se pueden transportar. En Atenas, “amiga
de los discursos”, la palabra fluye espontáneamente, es un arroyo que irriga todos los capilares de la ciudad. En Esparta, jamás
se le aflojan las riendas a la palabra.
El moralismo laconizante no se forma sobre las graves sentencias que resumen su saber, sino sobre la decisión de tratar la
palabra como enemiga, primera exaltadora del excedente. Esparta es un artificio para crear el máximo freno del intercambio y la máxima fijación del poder. Esto explica la atracción
que siempre, hasta el tardío Las leyes, Platón sintió por Esparta: aquel orden prometía paralizar la proliferación de las imágenes.
Pero he aquí el epítome de la vida espartana presentada por
Platón con lacónico gesto airado: “Estos hombres […] estarán
ávidos de riquezas y serán salvajemente devotos, en la oscuridad, al oro y a la plata, poseerán almacenes y tesoros domésticos donde ocultar esas riquezas, y residencias valladas, auténticos nidos privados, en los que pueden gastar con mujeres y con
quienes quieran, y entregarse a una gran disipación. […] Y
serán también avaros con sus bienes, que se ganarán y honrarán no abiertamente, pródigos únicamente con los bienes ajenos, porque los anhelan, y vivirán sus placeres a escondidas,
sustrayéndose a la ley como los niños al padre, y no serán educados por la persuasión sino por la violencia, porque habrán
olvidado la auténtica musa, la de los razonamientos y de la filosofía, y habrán considerado la gimnástica más venerable que
la música.” Nunca se puede estar demasiado seguro de los sentimientos de Platón.
Fue mérito de los espartanos haber sido los primeros en
reconocer en qué medida el orden social está basado en el odio,
número 456, diciembre 2008
a
y sólo sobre la base del odio puede perdurar. De eso sacaron
unas consecuencias: iguales e intercambiables en el interior,
formaban una superficie durísima hacia el exterior. Y en el
exterior permanecía la masa (tò plêthos) que no se ilusionaban
—como los atenienses— con seducir y manejar. “Entre los
espartanos, los que saben pensar mejor consideran que no es
una política segura la de cohabitar con aquellos contra los que
se han cometido las más graves ofensas. Su manera de proceder es completamente distinta: en su interior han establecido la igualdad y aquella democracia que es necesaria para
quienes quieren asegurarse una continua unidad de intenciones. Al pueblo, por el contrario, lo han instalado en las afueras,
reduciendo a esclavitud sus almas no menos que las de sus
siervos.”
Los espartanos veían con perfecta lucidez todas las atrocidades que hacían sufrir. Jamás pensaron que sus víctimas pudieran olvidarlo. Era preciso, entonces, mantener el terror como
condición normal; y éste fue su gran invento: conseguir que el
terror fuera percibido como normalidad. Isócrates, el puro
ateniense, se enfada: “Pero ¿de qué sirve extenderse sobre todas las violencias que sufre la masa? Basta nombrar la mayor de
las iniquidades, incluso dejando de lado todas las demás. Entre
todos aquellos que desde el comienzo han sufrido afrentas horribles, y que en las circunstancias actuales siguen mostrándose
útiles, los éforos tienen permiso para elegir todos los que quieran y darles muerte sin juicio; mientras que para todos los demás griegos, incluso matar al más malvado de los siervos es un
crimen a expiar.” Los éforos son altos burócratas, no destacan
por su “gran pensamiento” (méga phroneîn) como los individuos eminentes y temidos de Atenas. A cambio, en cualquier
momento pueden matar sin una palabra de justificación a
cuantos quieran de la masa anónima de los ilotas.
Atenas nunca alcanzó a Esparta en la plenitud del horror,
pero jamás se quedó demasiado lejos. Acababa de descubrir la
libertad, ese sabor que nadie en Persia o en Egipto llegaría ni
a sospechar; e inmediatamente descubría también nuevos modos de persecución, más sutiles que los practicados por el gran
rey y los faraones. El pueblo de los delatores invadió la plaza y
el mercado, ya no como cuerpo oculto de la policía, sino como
colectivo libre de ciudadanos que desean la utilidad pública. Y
asimismo Atenas descubrió en ese preciso instante la excelencia del individuo, y el ardiente resentimiento contra ella. Ninguno de los grandes del siglo v pudo vivir en Atenas sin temer
número 456, diciembre 2008
constantemente la posibilidad de ser expulsado de la ciudad y
de ser condenado a muerte. Ostracismo y sicofantes formaban
la tenaza que apretaba la sociedad. Poderosa, en la pólis, fue la
mezquindad jacobina, que Jacob Burckhardt fue el primero en
reconocer. La utilidad pública podía reclamar sus víctimas con
la misma orgullosa perentoriedad con que había solido exigirlas el dios. Y si el dios se servía de adivinos o de la Pitia, que
hablaban en hexámetros o con imágenes oscuras, la pólis se
contentaba con un aparato menos solemne. Le bastaba la opinión, aquella voz pública, móvil y asesina, que cada día serpenteaba por el agorá.
Como herencia, Atenas no sólo nos dejó los Propileos, sino
también los corrillos. Ejemplar de la ciudad es la anécdota que
nos ha transmitido Plutarco; un analfabeto se acercó a Arístides, a quien jamás había visto, y le rogó que escribiera el nombre Arístides en un trozo de terracota. Sería su voto para el
ostracismo. Arístides le preguntó: “¿Qué mal te ha hecho Arístides?” El analfabeto contestó: “Ninguno. Y no le conozco,
pero me fastidia oír que por todas partes le llaman el Justo.”
Arístides escribió su propio nombre en el trozo de terracota,
sin añadir una palabra.
Es una tétrica ironía de la historia que la imagen de la virtud, en lo que tiene de más rígido y odioso, haya permanecido
asociada a Esparta. Como si los Iguales hubieran preferido la
dureza de la ley a cualquier otra cosa y por eso se hubieran
encontrado sosteniendo una fama ardua, antipática, aunque,
sin embargo, grandiosa.
Los espartanos habían inventado, por el contrario, algo diferente, que fue mucho más eficaz: difundir por fuera la imagen
de la virtud y de la ley como poderosa arma de engaño, mientras
que por dentro les eran más indiferentes que a los demás. Dejaron la elocuencia a los atenienses, con un guiño, porque sabían que precisamente aquellos elocuentes serían los primeros
en caer en la nostalgia de la sobria virtud espartana; que los espartanos, en cambio, sólo utilizaban como un útil artificio para
confundir y debilitar al enemigo. No sorprende que en Esparta
no quisieran extranjeros y que defendieran tanto el secreto de
lo que ocurría en sus territorios. Una descripción exacta habría
desvelado su complacida insensibilidad hacia la misma noción
de ley, que tanto subyugaba a las mentes más allá de sus confines. La imagen más poderosa de la indiferencia a la injusticia no
la dan los tiranos, animales de la pasión, sino los fríos éforos, los
guardianes supremos del secreto de Esparta. G
a
la Gaceta 13
a
Libro séptimo Polimnia*
a
Herodoto
Entonces, pues, se fue a Termópilas el rey Leonidas, habiendo
escogido en Esparta 300 hombres de edad varonil y militar que
ya tenían hijos. Con ellos había juntado el número de tebanos
que llevo dicho, a cuyo frente iba por comandante nacional
Leoncíades, hijo de Eurimaco. El motivo que había determinado a Leonidas a que procurase llevar consigo a los tebanos con
tanta particularidad, fue la mala fama que de ellos, como de
partidarios del Medo, corría muy válida. Bajo este supuesto les
convidó a la guerra, para ver si concurrían a ella con los demás,
o si manifiestamente se apartaban de la alianza de los otros
griegos. Enviaron los tebanos sus soldados, si bien seguían
aquel partido con ánimo discordante.
CCVI. Enviaron delante los espartanos esta tropa capitaneada
por Leonidas, con la mira de que los otros aliados quisiesen con
aquel ejemplo salir a campaña, y de impedir que se entregasen
al Medo, oyendo decir que dilataban en tardanzas aquella empresa. Por su parte estaban ya resueltos a salir con todas sus
fuerzas, dejando en Esparta la guarnición necesaria, luego de
celebradas las Carnias, que eran unas fiestas anuas que les obligaban a la detención. Lo mismo que ellos pensaban hacer los
otros griegos sus aliados por razón de concurrir en aquella misma sazón de tiempo a los juegos olímpicos; y con esto, pereciéndoles que no se vendría tan presto a las manos de Termópilas,
enviaron allá adelantadas sus tropas como precursores suyos.
* Herodoto, Los nueve libros de la historia, Traducción de Bartolomé
Pou, I.S., Editorial Porrúa, México, 2007.
14 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
CCVII. Esto era lo que pensaban hacer aquellos griegos;
pero los que estaban ya en Termópilas, cuando supieron que
se hallaba el Persa cerca de la entrada, deliberaban llenos de
pavor si sería bien dejar el puesto. Los otros peloponesios, en
efecto, eran de parecer que convenía volverse al Peloponeso
y guardar el Istmo con sus fuerzas; pero Leonidas, viendo a
los locros y focenses irritados contra aquel modo de pensar,
votaba que era preciso mantener el mismo puesto, enviando
al mismo tiempo mensajeros a las ciudades, que las exhortasen al socorro, por no ser ellos bastantes para rebatir el ejército de los medos.
CCVIII. Entretanto que esto deliberaban, envió allí Jerjes un
espía de a caballo, para que viese cuántos eran los griegos y lo
que allí hacían, pues había ya oído decir, estando aún en Tesalia, que se había juntado en aquel sitio un pequeño cuerpo de
tropas, cuyos jefes eran los lacedemonios, teniendo al frente a
Leonidas, príncipe de la familia de los Heráclidas. Después que
estuvo el jinete cerca del campo, si bien no pudo observar todo
el campamento, no siéndole posible alcanzar con los ojos a los
que acampaban detrás de la muralla que reedificada guardaban
con su guarnición, pudo muy bien observar con todo los que
estaban delante de ella en la parte exterior, cuyas armas yacían
allí tendidas por orden. Quiso la fortuna que fuesen los lacedemonios a quienes tocase entonces por turno estar allí apostados. Vio, pues, que unos se entretenían en los ejercicios gimnásticos y que otros se ocupaban en peinar y componer el pelo.
Mirando aquello el espía, quedó maravillado haciéndose cargo
de cuántos eran: certificóse bien de todo y dio la vuelta con
mucha paz y quietud, no habiendo nadie que le siguiese, ni que
número 456, diciembre 2008
hiciese caso ninguno de él. A su vuelta dio cuenta a Jerjes de
cuanto había observado.
a
CCIX. Al oír Jerjes aquella relación, no podía dar en lo que era
realmente la cosa, sino prepararse los lacedemonios a vender la
vida lo más caro que pudiesen al enemigo. Y como tuviese lo
que hacían por sandez y singularidad, envió a llamar a Demarato, el hijo de Aristón, que se hallaba en el campo; y cuando
lo tuvo en su presencia, le fue preguntando cada cosa en particular, deseando Jerjes entender qué venía a ser lo que hacían
los lacedemonios. Díjole Demarato: —“Señor, acerca de estos
hombres os informé antes la verdad cuando partimos contra la
Grecia. Vos hicisteis burla de mí al oírme decir lo que preveía
había de suceder. No tengo mayor empeño que hablar verdad
tratando con vos; oídla ahora también de mi boca: Sabéis que
han venido esos hombres a disputarnos la entrada con las armas en la mano, y que a esto se disponen; pues éste es uso suyo,
y así lo practican, peinarse muy bien y engalanarse cuando están para ponerse en peligro de perecer. Tened por seguro que
si vencéis a estas tropas y a las que han quedado en Esparta, no
habrá, señor, ninguna otra nación que se atreva a levantar las
manos contra vos; pero reparad bien ahora que vas contra la
capital misma, contra la ciudad más brava de toda la Grecia,
contra los más esforzados campeones de todos los griegos”. Tal
respuesta pareció a Jerjes del todo inverosímil, y preguntóle
por segunda vez que le dijese cómo era posible que siendo ellos
un puñado de gente y nada más, se hubiesen de atrever a pelear
con su ejército; a lo cual respondió Demarato —“Convengo,
señor, en que me tengáis por embustero, si no sucede todo
puntualmente como os lo digo.” G
la Gaceta 15
a
a
Entre la vergüenza y la gloria:
La identidad del joven espartano*
Jean-Pierre Vernant
Jamás llegará a ser sabio quien no sea primero un granuja:
tal era la educación de los espartanos; en vez de volcarse en los libros,
se comenzaba por aprender a robar uno mismo su comida.
Jean-Jacques Rousseau (Emilio, libro II)
Del ideal del honor heroico, el que anima a los guerreros de la
epopeya y que les hace afrontar la muerte, ¿qué puede quedar,
cuando, con la aparición de la ciudad, la participación en la
vida política pasa a convertirse en uno de los elementos esenciales o, para decirlo mejor, constitutivos de la areté, de la excelencia humana, y cuando el interés común del grupo, más
todavía que el prestigio del linaje o que el brillo de los hechos
de mérito, tiende a tenerse por medida de la virtud, imponiéndose finalmente como criterio del auténtico valor?
En el plano militar, el contraste entre la figura del héroe de
la Ilíada y la del ciudadano-soldado resulta demasiado evidente
para insistir sobre él.1 El conocido ejemplo de Aristodamos, en
Platea, tal como nos ha sido transmitido por Heródoto,2 supone el mejor ejemplo de que para el hoplita, en campaña al
servicio de su patria, la hazaña individual, por extraordinaria
que sea o aunque incluso comporte la muerte heroica en el
campo de batalla, no tiene el menor valor si escapa a la disciplina colectiva de la falange de la que forma parte. El premio
de la aristeía recae sobre quien ha contribuido mejor a la victoria común, conservando durante el combate el lugar que le
correspondía dentro de la fila, junto a sus compañeros de armas. Para ser “el mejor” hace falta destacar por encima de los
demás, sí, pero permaneciendo junto a ellos, solidario con
ellos, semejante a ellos.
En general, cabe preguntarse cómo, en una sociedad del
“cara a cara”, competitiva y agonística, en la que los viejos valores aristocráticos continúan prevaleciendo, el antiguo modelo del honor heroico, siempre apreciado y siempre celebrado,
puede combinarse en su búsqueda del kléos, de la gloria, con las
normas de la moral cívica.
Si se quiere encontrar respuesta a este problema, sin duda
hay que decir unas palabras acerca del sistema educativo elaborado en las ciudades para dar a los jóvenes una formación que,
haciendo de ellos ciudadanos completos, les encaminaba al
mismo tiempo hacia la vía oficial de los timaí, de los honores.
Si hemos elegido Esparta como terreno de observación, es
porque su caso nos parece, en su singularidad, ejemplar. Para
los propios antiguos, Esparta tenía reputación de contar con
* Jean-Pierre Vernant, El individuo, la muerte y el amor en la antigua
Grecia, Traducción de Javier Palacio, Barcelona, 2001.
1. Véase Marcel Detienne, “La Phalange: Problemès et controverses”, en Problèmes de la guerre en Grèce ancienne (coordinado por
J.-P Vernant), París- La Haya, 1968, págs. 119-142.
2. Heródoto, vii, 231 y ix, 71.
16 la Gaceta
unas ciudades donde, por una parte, el sentido del honor era
sistemáticamente desarrollado desde la más tierna infancia por
medio de una práctica constante, pública e institucionalizada
que juega con la reprobación y la alabanza, con el sarcasmo y
la glorificación, pero también, y por otra parte, donde el individuo era preparado desde pequeño para someterse completa y
absolutamente a los intereses del Estado. Jenofonte expresa de
forma inmejorable esta doble tendencia del agogé lacedemonio:
todos luchaban entre sí buscando destacar sobre los demás,
pero todos llegaban al acuerdo cuando se trataba de defender
de la menor manera posible la ciudad (sin que esta dualidad de
objetivos, de la cual podría pensarse que debía plantear por lo
menos algunos problemas, parezca a su juicio suponer la mejor
contradicción). Jenofonte escribe:3 “De esta manera, se establece la rivalidad (éris) más apreciada por los dioses y también
la más cívica (politikotáte: lo más conveniente para los ciudadanos); gracias a ella se pone de manifiesto el modo en que el
hombre de bien (agathós) debe obrar: los unos y los otros, cada
uno por su parte (hekáteroi), se ejercitan por separado (khórís)
siempre con el fin de ser el mejor y poder defender la ciudad,
llegado el caso, cada uno por su parte (khath´héna) y con el
mejor ánimo”. Pero, cuando se sigue leyendo, sale al paso una
observación que Jenofonte añade enseguida, por la cual se hace
difícil compartir su mismo optimismo en lo referente a la supuesta combinación natural de una búsqueda individual del
honor y la abnegación absoluta frente al bienestar público.
Jenofonte señala, en efecto, lo siguiente: “Resulta también
necesario para ellos mantenerse en buena forma física, puesto
que a causa de tal rivalidad, tan pronto como se encuentran en
algún lugar, se enfrentan a golpes de puño”.4
El problema se complica en razón de dos rasgos que caracterizan la paideía griega. Su objetivo consiste en convertir al
joven en adulto, cosa que implica cierta transformación, un
verdadero cambio de estatuto, el acceso a una nueva condición
de existencia. Al inculcar al joven la aspiración a la gloria personal y al mismo tiempo el sentido cívico, la paideía aporta algo
de lo que en principio estaba desprovista y que, por naturaleza,
pertenece exclusivamente al adulto capaz de ejercitar con pleno derecho el conjunto de actividades ligadas a su estatuto de
ciudadano. En este sentido, mientras el muchacho no cruce el
umbral que marca el final de la adolescencia y la entrada en la
madurez, será considerado un ser diferente y tratado en conse-
3. República de los lacedemonios, iv, 5.
4. Ibid., véase también iv, 4.
número 456, diciembre 2008
a
cuencia. Esta alteridad se percibe igualmente tanto en el plano
de las conductas que le son impuestas como en el de los valores
éticos tenidos por adecuados para su edad. El honor al que el
joven puede aspirar en tanto que tal debe, pues, diferenciarse
del propio del adulto en la medida misma en que tiene por fin
conducirle a éste.
De ahí un segundo aspecto de la paideía. Por lo que ésta
supone de verdadera promoción del joven, de progresiva iniciación en la vida pública adopta la forma de un sistema organizado de pruebas a las cuales el muchacho es sometido y que
está obligado a superar finalmente con tal de convertirse en sí
mismo, es decir, para llegar a adquirir esa identidad social de la
que no estaba previamente en posesión. Durante la época del
período de pruebas y para demostrar que es digno de, llegado
el día, formar parte del conjunto de los ciudadanos, el joven es
puesto ante la tesitura de afrontar los mayores peligros, bajezas
y sufrimientos, que, sin duda, constituirán una afrenta para el
honor del hombre de bien, suponiéndole el desprestigio público (óneidos) o incluso, la infamia (atimía). Será de la misma familiaridad que habrá adquirido con las distintas formas de
“deshonra”, de su proximidad con ellas, de donde sacará la
capacidad de vencerlas, de apartarse para siempre de ellas,
aproximándose así al honor y a la gloria auténtica.5
Platón se expresa sobre este punto con tanta claridad como
puede. Sus observaciones constituyen un prólogo tanto más
precioso a la reflexión sobre el sistema de formación de los
jóvenes en Esparta por cuanto el filósofo tiene evidentemente
la agogé lacedemonia en la cabeza al exponer, en La República,
lo que debe ser para la ciudad ideal la educación de sus futuros
guardianes.6 Se trata de operar la selección más rigurosa entre
ellos a fin de descubrir a los más aptos, a los que permanecerán
por siempre fieles a la máxima que debe inspirarles: hacer en
cualquier circunstancia lo mejor para la ciudad. Y en vistas de
este objetivo “es preciso someterles a prueba desde la infancia,
enfrentándoles a las actividades más propicias para hacerles
olvidar esta finalidad y para inducirles a error, eligiéndose después a aquellos que pese a todo la han recordado y que se demuestran difíciles de engañar, rechazándose por el contrario a
quienes no lo sean”.7 Pero no basta con probar de esta manera
su resistencia al olvido y a la seducción del error. Será necesario todavía violentarlos por medio de fatigosos trabajos, duros
sufrimientos, combates sin piedad, gracias a lo cual podrá ob-
a
5 Véase Platón, Leyes, 635 c-d. Resulta evidente, observa el
ateniense del diálogo, que, si se acostumbra a los jóvenes a escapar
desde la infancia del sufrimiento y las penas, se exponen, cuando lleguen a la edad adulta y se vean inevitablemente enfrentados al dolor,
a convertirse en esclavos de aquellos que están acostumbrados a él.
Y lo que es verdad para los peligros y las cuitas lo es igualmente en
lo relativo a los placeres: “Si desde su juventud los ciudadanos permanecen inexpertos frente a los mayores placeres, si no se ejercitan
en plantarles cara y en no dejarse llevar hacia lo licencioso, padecerán, cayendo por la pendiente que conduce al placer, la misma
suerte que aquellos que ceden frente al miedo; serán esclavos de
otra manera, más vergonzosa todavía, de quienes pueden enfrentarse con éxito al mundo de los placeres, de quienes son maestros en
el arte de servirse de ellos, de modo tan completamente perverso
como estos hombres pueden llegar a ser en ocasiones”. (Trad, ed.
Des Places, París, 1951.)
6 La República, iii, 413 c-414 a.
7 Ibid., iii, 413 c-d.
número 456, diciembre 2008
la Gaceta 17
a
servarse su comportamiento. Por último, sirviéndose del poder
de fascinación de cierta especie de magia, habrá que “someterles […] a un tercer tipo de prueba, consistente en hechizarlos
recurriendo a encantamientos y verlos competir entre ellos; y
de la misma forma en que se expone a los potros al desorden y
a la confusión con tal de advertir si son miedosos, hay que
poner a nuestros guerreros, cuando todavía son jóvenes, frente
a objetos terroríficos y después de eso abandonarles a los placeres, probándolos con mayor cuidado del que es habitual para
probar el oro con el fuego; así podrá saberse si son resistentes
a los seductores hechizos y conservan en cualquier circunstancia la actitud conveniente […], si son, en fin, tal y como deberían ser para demostrarse los más útiles, tanto para la ciudad
como para sí mismos”.8
Platón es un filósofo. En este texto presenta una teoría de la
educación tal y como los griegos la concebían, a manera de
adiestramiento de los jóvenes y de selección de los mejores a
través de una serie de pruebas adecuadas a la psicología propia
de su edad, que respondía a las necesidades de una ciudad justamente perfecta. Los jóvenes no saben todavía lo que resulta
honorable, bello y bueno. Por tanto, lo único que se puede
hacer es inculcarles la recta opinión y luego verificar en qué
medida ha arraigado ésta en cada uno de ellos, en qué medida
parece ser sólida y duradera. Ahora bien, existen tres maneras
de modificar o de eliminar la recta opinión según sea uno víctima, en lo relativo a esto, de un robo (klopé) que nos prive de
ella, de alguna forma de violencia (bía) que nos aparte de su
camino o de un sortilegio (goeteía) que nos ciegue a su manifestación.9 La paideía instituye, por lo tanto, tres tipos diferentes
de pruebas con tal de evaluar la constancia y firmeza de los
jóvenes en su aplicación a los valores del honor y del bien público. Primero la prueba del robo es precisamente el paso del
tiempo lo que supone la gran amenaza de robo para los futuros
guardianes, al borrar de su memoria aquellas máximas por las
que deben dirigir sus acciones. Tanto la infancia como la adolescencia son periodos caracterizados por los juegos, las diversiones, la despreocupación y también por la credulidad en lo
relativo a las fábulas contadas por los poetas y a las mentiras
suministradas por los sofistas. A fin de descubrir a quienes parecen susceptibles al olvido y al error, la educación no debe
estimular en los jóvenes el estudio de las ciencias o de la filosofía, pues no son todavía lo suficientemente maduros para
semejantes disciplinas. Por el contrario, durante este periodo
se les dirige hacia los divertimentos y los festejos, hacia los
coros, las danzas, los cantos y los certámenes. Será observando
su comportamiento en las actividades lúdicas a las cuales ellos
consagran su tiempo como podrá distinguirse a aquellos que,
entre risas y juegos, son capaces todavía de recordar y de con-
8 Ibid., iii d-e. Sobre la necesidad de no llevar a los jóvenes solamente a resistir al temor y al dolor, sino sobre todo “al deseo, a los
placeres y a sus caricias tan terriblemente seductoras”, véase Leyes, i,
633 c9-d 3, y el desarrollo que sigue.
9 La República, 412 e 413 d. Naturalmente, cuando de nuestro
espíritu sale una opinión falsa y luego, de una forma o de otra, nos
desengañamos de ella, eso sucede con nuestro consentimiento. Por
el contrario, en el caso de la opinión verdadera, su pérdida, ya sea
en forma de robo, violencia o encantamiento, se produce siempre a
pesar nuestro.
18 la Gaceta
a
servar en su interior la recta opinión. Luego, poco tiempo
después, viene la prueba de la violencia. A los jóvenes se les
impone un régimen caracterizado por penosos esfuerzos (pónos), sufrimiento (algedón) y combates (agônes). Esta existencia
marcada por la dureza, la brutalidad, la rudeza y la sordidez,
por la indigencia, los pugilatos y el dolor, pondrá en evidencia a los que no se muestren preparados, con tal de adaptarse
y sobrevivir en condiciones difíciles, para abandonar momentáneamente su sentido del honor, su dignidad, el cuidado
ciudadano. Por último viene la prueba de los encantamientos.
Es preciso erigir alrededor de los jóvenes un decorado que
tanto puede mostrarles seres terroríficos o figuras horribles,
como si se tratara de peligros reales, como ofrecerles todos
los placeres posibles con su característico poder de seducción,
todas las tentaciones propias de la sensualidad. Al provocar el
espanto, revelador de la debilidad de los medrosos, y al excitar los deseos, que señalan la bajeza de los impúdicos, esta
educativa puesta en escena ayuda a seleccionar a los que, haciendo frente tanto al miedo como a la lubricidad y conservando en cualquier circunstancia, tal como conviene a todo
hombre de honor, la decencia y el control de sí mismos, en el
futuro habrán de mostrarse “los más útiles a sí mismos y a la
ciudad”.
Si este primer tipo de pruebas basadas en el olvido y el error
se relaciona directamente con la teoría platónica del conocimiento y con los vínculos que ella establece entre recta opinión
y saber, las otras dos están estrechamente ligadas a las prácticas
de la agogé espartana. Poner a prueba a los jóvenes por medio
de una violencia que les somete a una vida digna de parias,
dura, peligrosa y precaria, encuentra su mejor comentario en
las palabras del lacedemonio Megilo, que en las Leyes 10 expone
los cuatro géneros de “invenciones” instituidas por Licurgo
para dar a los jóvenes una formación que haga de ellos unos
guerreros cuando lleguen a la edad adulta. Además de las sisitias,* de los ejercicios físicos (gymnásia) y de la caza, Megilos
insiste en la importancia de la cuarta invención. Ésta consiste
en “un endurecimiento contra el dolor que se logra entre nosotros por medio de numerosas prácticas, como los combates a
puñetazos o ciertos robos, necesarios si se quiere sobrevivir,
cuyos autores, caso de ser atrapados, no se libran de ser brutalmente golpeados; sin olvidar tampoco un maravilloso ejercicio
de resistencia denominado cryptia, o también la marcha con los
pies desnudos en pleno invierno, acostarse sobre el suelo, acostumbrarse a hacer cualquier cosa sin ayuda de siervos, las carreras día y noche por todo el país”.11 La cryptia, los combates
de pugilato de los que hablaba Jenofonte y de los cuales sabemos que se organizaban algunos ritualmente cada año en Platanista, los golpes (plegaí) como resultado de algún robo, como
la flagelación en el altar de Orcia a consecuencia del hurto de
unos quesos, tales son los elementos típicamente lacedemonios
que componen el segundo género de pruebas, en las cuales se
recurre a la violencia, al que se refiere La República. Por otra
10 Leyes, i, 633 a-d.
*Las sisitias consistían en unos banquetes celebrados en Esparta
por quienes se habían ganado el derecho a ser considerados ciudadanos; la asistencia era obligatoria. (N. del T.)
11 Ibid., i, 633 b-d.
número 456, diciembre 2008
a
parte, uno está tentado de relacionar las pruebas pertenecientes
al tercer género, enigmático, puesto que se trata de goeteía, de
procedimientos mágicos, de una acción de hechicería, con los
documentos estudiados por investigadores de la escuela inglesa
sobre los rituales de iniciación llevados a cabo por jóvenes en el
santuario de Ártemis Orcia,12 en especial en lo que se refiere al
uso de máscaras, unas veces horripilantes y espantosas y otras
grotescas y ridículas, vinculadas con danzas que pueden ser tanto terroríficas como indecentes, lascivas y obscenas. En el marco
de estos juegos rituales vuelve a aparecer la dualidad propia de la
goeteía educativa platónica: por un lado, se basan en la imitación
de cuanto es susceptible de producir pavor y, por el otro, en una
mimética de la sensualidad y del placer.13
Pero ¿qué puede aportarnos este recorrido por La República
en lo que se refiere a la comprensión del estatuto característico
del joven de Esparta y a la agogé? Al menos una cosa. La educación tiende a “probar” al joven, procediendo con él a la manera de esa prueba del vino que Platón pretende aplicar a los
hombres maduros para saber si conservan el control sobre sí
mismos o pueden caer en la ebriedad.14 Los hombres ebrios
pierden su dignidad. Sólo la sobriedad encierra valor y virtud,
pero, para que pueda afirmarse con razón que alguien es sobrio, preciso será que haya bebido vino. Del mismo modo, para
inculcar a los jóvenes el sentimiento del honor, la paideía debe
ponerles en contacto directo, en relación constante, al menos
durante esta primera fase de su vida preámbulo de la madurez,
con todo aquellos que la ética del honor estigmatiza como
bajeza, indecencia e indignidad. G
a
12
The Sanctuary of Artemis Orthia at Sparta, R.M. Dawkins
(comp.), Londres, 1927.
13 En cierto pasaje de las Leyes, el ateniense interroga a Clinias,
el cretense y a Megilos, el lacedemonio, sobre las medidas que sus
legislaciones educativas adoptan en lo que se refiere a hacer probar a los jóvenes los placeres en lugar de que los rehúyan: “De la
misma manera en que, lejos de enseñar a huir de los sufrimientos,
arrojándose a ellos de lleno, utilizando como persuasión los futuros
honores con tal de hacerles triunfar, ¿existe en vuestras leyes similar
reglamentación en lo relativo a los placeres? ¿Cuál es esta disposición
que entre nosotros hace a los mismos ciudadanos fuertes igualmente
contra el dolor y al mismo tiempo contra los placeres?”. Megilos responde: “A decir verdad, si bien puedo citar determinado número de
leyes dirigidas a hacer más fuertes contra el dolor, nos soy capaz de
dar con facilidad ejemplos claros y manifiestos sobre este tema, pero
podría hacerlo, sin embargo, acerca de otros puntos de carácter más
limitado”. (634 a b-c 1.)
número 456, diciembre 2008
14 Introducida en 637 b-642 b, retomada en 645 d hasta el final
del libro I en 650 b, la discusión sobre el buen uso de las borracheras
y la prueba del vino (he en oínoibásanos) en la relación al aidós y al
aiskhyné, el sentido del honor y el respeto de uno mismo, encuentra
su conclusión, tras el paréntesis de 666 a-667 b, en el largo desarrollo
que va desde 671 a hasta el final del libro ii. El pasaje más importante
para nuestro tema es 671 b 7-d 3.
la Gaceta 19
a
a
Poema*
Tirteo
I
Y no podría recordar a un hombre ni tenerlo en estima
ni por la virtud de los pies o la lucha,
aun si de los Cíclopes tuviera la grandeza o la fuerza
y a Bóreas el tracio corriendo derrotara;
aun si más que la de Titón fuera hermosa su forma,
y si fuera más rico que Midas y Ciniras;
aun si más real que el Tantálida Pélope fuera,
y tuviera la lengua de dulce son de Adrasto;
aun si tuviera toda gloria, salvo el vigor belicoso;
pues el hombre no se hace intrépido en la guerra
si no se aguanta viendo la matanza sangrienta,
y hacia los hostes, cerca, no irguiéndose se impulsa.
Esto, virtud; esto, entre los hombres, el óptimo premio,
y el más bello a lograr es para el hombre joven.
Y esto es un bien común a la ciudad y al pueblo completo:
el hombre que plantándose en la primera fila
luche sin tregua, y de la torpe fuga se olvide del todo,
la existencia y el alma valiente habiendo expuesto,
y puesto al lado, al hombre cercano con palabras anime;
este hombre se hace intrépido en la guerra.
Y de los hombres enemigos las ásperas falanges revuelve
rápido, y pronto frena la onda de la pugna.
Al que, en fin, perdió el alma en lucha en primera fila
a la urbe y la turba y al padre ennobleciendo, muriendo,
copiosamente en el pecho y, umbilicado, el escudo,
y en la parte anterior de la coraza, herido,
por igual los jóvenes y los viejos lo lloran,
y toda la ciudad gime en penoso duelo;
y su tumba y sus hijos son, entre los hombre, ilustres;
los hijos de sus hijos, y por venir, su raza.
Nunca su fama honesta se destruyó, ni su nombre,
pero inmortal se hace, aun bajo tierra estando,
aquel que distinguiéndose, ya estándose firme o luchando
por la tierra y los hijos, de Ares feroz fue muerto.
Pero si huyó de la muerte muy dolorosa el destino,
y de la guerra el noble honor, venciendo, obtuvo,
todos lo veneran, jóvenes, al igual, y vetustos,
y va al Hades habiendo probado muchos gozos;
envejeciendo, entre los ciudadanos se distingue; ninguno
* Rubén Bonifaz Nuño, Antología de la Lírica Griega, Nuestros
Clásicos/ unam, México, 1988.
20 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
a
dañarlo ni en la honra ni en la justicia quiere,
y en los consejos, todos, jóvenes, al igual, y coetáneos,
y se alzan de sus puestos aquellos más antiguos.
Ahora, llegar al vértice de este virtud, todo hombre
procura con el alma, no de la guerra huyendo.
2
Ánimo, pues: sed de Heracles invicto la raza;
sed valientes; aún Zeus no vuelto el cuello tiene;
y el número de los hombres no temáis y no tengáis miedo,
mas recto a la vanguardia tenga el escudo el hombre,
odiosa la vida estimando, y de la muerte a las negras
Keras, como los mismos rayos del sol queridas.
Veis, pues, de Ares lacrimoso las obras dañinas
y bien sabéis la furia penosa de la guerra,
y a menudo os habéis con huyentes y acosantes hallado,
y habéis golpeado, oh jóvenes, hasta saciaros, de ambos.
Aquellos, pues, que se atreven unos junto a otros durando,
a ir a la lucha cuerpo a cuerpo y la vanguardia,
siendo pocos, mueren; pero salvan a la turba que sigue;
mas de los hombres tímidos, toda virtud perdióse.
Nadie nunca podría decir cada cosa de éstas, contando,
cuántos males al hombre son, si sufrió vergüenzas.
Es agradable, pues, herir por detrás las espaldas
del hombre que a la fuga se da en la infesta guerra;
y es torpe el cadáver yacente en el polvo, golpeado
por detrás, en el dorso, del asta con la punta.
Pero aquél bien parado, en ambos abiertos pies manteniéndose
firme en tierra, el labio mordiendo con los dientes,
y los muslos y las piernas abajo, y el pecho y los hombros
cubriendo con el vientre del espacioso escudo,
en la diestra mano vibre, robusta, la lanza,
y en la cabeza agite, horrenda, la cimera,
y cumpliendo robustas obras, a guerrear enseñado,
no lejos de los dardos se esté, el escudo usando.
pero aquél, cuerpo a cuerpo, con la luenga lanza de cerca
o la espada, batiéndolo, al hombre adverso abata;
y pie contra pie habiendo puesto, y escudo a escudo aplicado,
y cimera a cimera y yelmo contra yelmo
y el pecho al pecho habiendo acercado, con el hombre combata,
el puño de la espada o el asta luenga asiendo.
Vosotros, oh de armas ligeras, tras el escudo, a ambos lados
haciéndoos ovillo, golpead con grandes peñas,
contra aquellos las astas pulidas lanzando,
estándoos vecinos a los de todas armas.
3
Bello, pues, que parezca, habiendo en la vanguardia caído,
el hombre valeroso luchando por la patria.
Abandonados la propia ciudad y los fértiles campos,
mendigar es de todas la cosa más penosa,
errando con la madre querida y el padre provecto
y con los parvos hijos y la mujer legítima.
Pues será enemigo para aquellos a los cuales se acerque
cediendo a la carencia y a la pobreza odiosa,
y deturpa a su raza y avergüenza la hermosa presencia,
número 456, diciembre 2008
la Gaceta 21
a
y todo el deshonor y la maldad lo siguen.
Y si así del hombre que anda vagando cuidado ninguno
se hace, ni respeto ni protección ni lástima,
con alma combatamos por esta tierra, y muramos
por los hijos, las vidas no más escatimando,
oh jóvenes, mas combatid unos junto otros estándoos,
y la infamante fuga no comencéis, ni el miedo;
mas en el pecho haceos grande e intrépida el alma
y no améis vuestras vidas, luchando con los hombres.
Y no huyáis habiendo abandonado a los de sobra vetustos,
los que rodillas ágiles no tienen ya, los viejos.
Infamante esto, pues: que habiendo en la vanguardia caído,
delante de los jóvenes yazga, más viejo, un hombre,
ya blanca la cabeza y el mentón canoso teniendo,
el ánima exhalando intrépida en el polvo;
las ensangrentadas partes pudendas teniendo en sus manos
—torpe es esto a los ojos y, al verse desdeñable—
y la piel al desnudo. A los jóvenes, todo conviene,
pues tiene del amable verdor la flora hermosa,
y admirable es de verse a los hombres, y, a las mujeres, amable
estando vivo, y bello caído en la vanguardia. G
22 la Gaceta
a
número 456, diciembre 2008
a
a
La educación del estado en Esparta*
Werner Jaeger
Lo primero que hay que advertir es que los espartanos sólo
formaban una pequeña clase dominante, de formación tardía,
entre la población laconia. Bajo su dominio se hallaba una clase popular, libre, trabajadora y campesina, los periecos y los
siervos ilotas, una masa sometida, casi privada de todo derecho.
Los antiguos relatos concernientes a Esparta nos ofrecen la
imagen de un pueblo que vivía de un modo permanente en un
campamento militar. Este carácter dependía mucho más de la
constitución interna de la comunidad que de un afán de conquista. Los dos reyes de los heráclidas, sin poder político en la
época histórica y que sólo recobraban su importancia originaria en el campo de batalla, constituyen una supervivencia de los
antiguos reyes de los ejércitos del tiempo de las invasiones
dóricas y acaso del hecho de que dos hordas proclamaban conjuntamente a sus dos caudillos. La asamblea popular espartana
no es otra cosa que la antigua comunidad guerrera. No hay en
ella debate alguno. Se limitan a votar sí o no en ante una proposición precisa del consejo de los ancianos. Éste tiene el derecho de disolver la asamblea y puede rechazar sus propuestas
salidas de votación con resultado desfavorable. El eforato es la
autoridad más poderosa del estado y reduce a un mínimo el
poder político de la realeza. Su organización representa un
* Werner Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, Traducción
de Joaquín Xirau, fce, México, 2008.
número 456, diciembre 2008
poder moderador en el conflicto de fuerzas entre los señores y
el pueblo. Otorga al pueblo un mínimo de derechos y conserva
el carácter autoritario de la vida pública tradicional. Es significativo que el eforato sea la única institución no atribuida a la
legislación de Licurgo.
Esta pretendida legislación es lo contrario de lo que los
griegos solían entender por legislación. No es una codificación
de leyes particulares civiles y públicas, sino el nomos, en el sentido originario de la palabra: una tradición oral, dotada de validez, de la cual sólo unas cuantas leyes fundamentales y solemnes —las llamadas rhetra— fueron fijadas en forma escrita.
Entre éstas se hallan las relativas a las facultades de las asambleas populares que nos ofrece Plutarco.1 Las fuentes antiguas
no consideran este rasgo como un residuo de un estadio primitivo. Lo consideran, por el contrario, en contraposición con la
manía legisladora de la democracia del siglo iv, como obra de
la sabiduría previsora de Licurgo que, como Sócrates y Platón,
otorgaba mayor importancia a la fuerza de la educación y a la
formación de la conciencia ciudadana que a las prescripciones
escritas. Cierto es que cuanta mayor importancia se concede a
la educación y a la tradición oral, menor es la constricción
mecánica y externa de la ley sobre todos los pormenores de la
1 Plutarco, Vida de Licurgo, 6.
la Gaceta 23
a
vida. Sin embargo, la figura del gran estadista y pedagogo Licurgo es una interpretación idealizadora de la vida de Esparta,
desde el punto de vista de los ideales educadores de la filosofía
posterior.
Los tratadistas filosóficos, al compararla con el estado desdichado de la democracia ática degenerada, fueron conducidos
a considerar las instituciones espartanas como la invención
consciente de un legislador genial. Se vio en la vida de los espartanos, en sus comidas colectivas, en su organización guerrera, instalada en tiendas de campaña, en el predominio de la
vida pública sobre la privada, en la estructuración estatal de los
jóvenes de ambos sexos y, finalmente en la estricta separación
entre la población campesina e industrial de los “plebeyos” y el
señorío libre, que se consagraba sólo a los deberes ciudadanos,
a las prácticas guerreras y a la caza, la realización consciente de
un ideal de educación análogo al que propone Platón en su
República. En verdad, para Platón, así como para otros teóricos
posteriores de la educación, fue Esparta, en muchos aspectos,
el modelo, aunque alentara en ellos un espíritu completamente
nuevo. El gran problema social de toda la educación posterior
fue la superación del individualismo y la formación de los
hombres de acuerdo con normas obligatorias de la comunidad.
El estado espartano, con su rigurosa autoridad, apareció como
la solución práctica de este problema. En este respecto, ocupó
el pensamiento de Platón durante toda su vida, también Plutarco, profundamente impregnado del pensamiento pedagógico de Platón volvió constantemente sobre este punto.2 “La
educación se extendía hasta los adultos. Ninguno era libre ni
podía vivir como quería. En la ciudad, como en un campamen-
2 Plutarco, Lic., 24.
24 la Gaceta
a
to, cada cual tenía reglamentadas sus ocupaciones y su género
de vida en relación con las necesidades del estado y todos eran
conscientes de que no se pertenecían a sí mismos, sino a la patria.”
En otro lugar escribe: “Licurgo habituaba a los ciudadanos a no
tener ni el deseo ni la aptitud para llevar una vida particular. Los
llevaba, por el contrario, a consagrarse a la comunidad y a congregarse en torno a su señor, liberándolos del culto al propio yo para
que pertenecieran enteramente a la patria.”3
Desde el punto de vista, cada vez más individualista, de la
Atenas posterior a Pericles, era Esparta un fenómeno difícil de
comprender. Poco crédito debemos conceder a las interpretaciones filosóficas de las cosas espartanas. En cambio, la observación de los hechos es, por regla general, exacta. Lo que a los
ojos de Platón o de Jenofonte era la obra de un genio educador,
poderoso y plenamente consciente, era, en realidad, la sobrevivencia de un estadio más simple y más primitivo en el desarrollo de la vida social, caracterizado por una fuerte trabazón racial y un débil desarrollo de la individualidad. Largos siglos
cooperaron a la formación de Esparta. Sólo excepcionalmente
conocemos la participación de una personalidad individual en
el proceso de su nacimiento. Así, los nombres de Teopompo y
Polidoro se hallan vinculados a determinados cambios de la
organización del estado. No hay duda alguna sobre la existencia histórica de Licurgo. Pero no podemos decir si, como originalmente se creyó contribuyó simplemente a alguno de
aquellos cambios, o si, como se pensó más tarde, es preciso
atribuir a su nombre la creación del estado espartano en su
totalidad. Lo único seguro es que la tradición de una “constitución de Licurgo” es mítica. G
3 Plutarco, Lic., 25.
número 456, diciembre 2008
a
a
Los éforos*
A. H. M. Jones
Trataremos ahora de los éforos, a los que no se menciona en la
retra o en Tirteo, y cuyo origen es atribuido por algunos1 a
Licurgo y por otros2 a Teopompo, mientras que Platón3 lo
hace ya sea a Licurgo o a un “tercer salvador”. Había cinco
éforos anuales, uno de los cuales era epónimo (le daba su nombre al año). Normalmente actuaban en conjunto y en casos de
diferencias de opinión los disidentes eran sometidos por voto
mayoritario. Como Critias dijo a Terámenes4; “En Lacedemonia si uno de los éforos encuentra culpa en el gobierno y se
opone a sus medidas, en lugar de dar paso a la mayoría, ¿no
crees que debería ser considerado, no sólo por los éforos, sino
por el resto de la ciudad, como merecedor al castigo más severo?”. Eran elegidos por la asamblea “de manera muy infantil”5
y cualquier ciudadano espartano (probablemente más de 30)
podía ser elegido. Aristóteles6 nos asegura que a menudo hombres pobres y nada distinguidos eran los elegidos; ninguno
podía repetir en el cargo.
Sus poderes en Laconia eran amplios y variados. Declaraban anualmente la guerra contra los ilotas7 y podían ejecutarlos sin que mediara juicio.8 Podían disciplinar y multar a los
otros magistrados.9 Tenían facultades disciplinarias sobre todos los ciudadanos, emitiendo un edicto al entrar en funciones
que les mandaba “rasurarse por los labios superiores y obedecer las leyes”10; juzgaban (por separado) todas las causas civiles.11 Dirigían virtualmente la política exterior recibiendo a los
emisarios (los tratados debían pasar por la asamblea). Normalmente presidían la asamblea.12 También parecen haber sido
ellos quienes dirigían el consejo. Luego de acercarse por su
cuenta al rey, los éforos consultaron a la gerusía y obtuvieron
su apoyo para persuadir al rey Anaxandridas de tomar a una
* A. H. M. Jones, Sparta, Barnes & Noble Books, New York,
1967.
1 Herod. i. 65, Jen. Resp. Lac. viii. 1-3
2 Arist. Pol. v. xi. 2, 1313a, Plut. Lic. 7.
3 Leyes, 692a, Ep. viii. 354b.
4 Jen. Hell. ii. iii. 34; cf. ii. iv. 29, donde a Pausanias le basta con
persuadir a tres de los éforos.
5 Arist. Pol. ii. ix. 23, 1270b.
6 Pol. ii. ix. 19, 23, 1270b.
7 Plut. Lic. 28.
8 Isócrates, xii. 181; ver arriba, p. 8.
9 Jen. Resp. Lac. viii. 4; Arist. Pol. ii. ix. 26, 1271a.
10 Plus. Cleom. 9.
11 Arist. Pol. iii. i. 10, 1275b.
12 Ver pp. 22 ff.
número 456, diciembre 2008
segunda esposa.13 Estuvieron presentes y votaron en el juicio
del rey Pausanias.14 Cuando la conspiración de Cinadón fue
descubierta, no se atrevieron a convocar una reunión de la
“pequeña asamblea” (probablemente un término popular para
referirse a la gerusía), sino que consultaron individualmente a
los ancianos.15 Con Agis iv, Lisandro, el éforo, introdujo una
retra en la gerusía.16
Lo más interesante son sus relaciones con los reyes. Debido
a una antigua costumbre, cada nueve años en una noche determinada los éforos debían observar el cielo, si llegaban a ver una
estrella fugaz, esto significaba que había algún problema con
los reyes.17 Ante la presencia de los reyes toda la demás gente
se levantaba pero los éforos permanecían sentados.18 Si los
éforos mandaban llamar a un rey, éste debía negarse dos veces
y finalmente acudir a la cita.19 Podían multar al rey. Arquídamo fue multado por los éforos por casarse con una mujer de
baja estatura; “pues no habrá de darnos reyes sino reyezuelos”.20 Agesilao fue multado por “adueñarse de ciudadanos
comunes como si fueran de su propiedad” con su actuar intrigante.21 Los éforos incluso podían arrestar al rey: “es legal que
los éforos procedan así con un rey”.22 Si un rey era impugnado
delante del consejo, los éforos se sentaban a votar.23 Finalmente, intercambiaban un juramento con los reyes, “para el rey,
que gobierne de acuerdo con las leyes establecidas de la ciudad
y, para la ciudad, que de mantener la lealtad a este juramento
ellos conservarán su reino intacto”.24
Resulta evidente que el desarrollo político de Esparta fue
anormal. En la mayoría de las ciudades griegas la primera etapa consistía en que los nobles abolían la monarquía o, como en
Atenas, la convertían en una magistratura de importancia menor y al consejo de nobles en el cuerpo gobernante. Con frecuencia seguía una lucha entre plebeyos y nobles. En Esparta
los reyes y los nobles parecen haber adquirido un compromiso.
13
Herod. v. 40.
Paus. iii. v. 2.
15 Jen. Hell. iii. iii. 8.
16 Plut. Agis, 8.
17 Plut. Agis, 11.
18 Jen. Resp. Lac. xv. 6.
19 Plut. Cleom. 10.
20 Plut. Ages. 2.
21 Plut. Ages. 5.
22 Tuc. i. 131. Cf. Plut. Agis, 18-19.
23 Paus. iii. v. 2. Cf. Plut. Agis, 19.
24 Jen. Resp. Lac. xv. 7.
14
la Gaceta 25
a
La monarquía hereditaria sobrevivió y los reyes mantuvieron
su mando militar; pero en casa sólo conservaban su riqueza en
tierras, sus honores, sus funciones sagradas y una jurisdicción
rudimentaria. Fuera de eso, se volvieron miembros ordinarios
del consejo de ancianos; aunque parece probable que en vista
de su prestigio hayan seguido siendo los líderes de la aristocracia, y así eran considerados por el pueblo.
Cuando el pueblo se impacientaba también procedía de
forma poco habitual. No intentaba derrocar a la monarquía.
En su lugar, elegían anualmente una plana de cinco éforos para
que defendieran sus derechos. Estos éforos alegaban tener facultades para controlar y disciplinar a los reyes, y también
sostenían reuniones con la gente y promulgaban resoluciones
alegando que la fuerza de la ley estaba de su lado.
También parecen haber reformado la gerusía, antes presumiblemente un consejo de nobles. La retra especificaba que el
número de ancianos debía ajustarse a 28, y probablemente fue
en esta fecha que se introdujo la elección popular y la participación de los plebeyos.
a
La retra con su anexo parece representar un convenio o
convenios de lucha. Se afirma la exclusividad del consejo para
presentar iniciativas —lo cual implica que había sido desafiada— pero el derecho del pueblo para aceptar o rechazar sus
propuestas queda solemnemente admitido. El anexo tácitamente acepta la posibilidad de que una autoridad distinta a la
del consejo inicie legislación, pero al consejo se le confiere un
poder de veto. Los éforos, para esta época un cuerpo revolucionario, son ignorados dentro de un documento evidentemente esbozado por la nobleza.
Si bien este desarrollo es excepcional entre las ciudades
griegas, comparte cierta semejanza con la lucha de órdenes en
Roma. La monarquía, es verdad, había sido abolida en Roma,
pero los dos cónsules poseían facultades virtualmente regias,
en particular, al igual que los reyes de Esparta, una autoridad
militar ilimitada, mientras que en casa eran los líderes del senado, el consejo aristocrático de ancianos. Cicerón25 compara
a los tribunos de la plebe con los éforos, como ellos, eran plebeyos elegidos anualmente por la gente para que defendieran
25
26 la Gaceta
de Rep. ii. 58, de Legibus, iii. 16.
número 456, diciembre 2008
a
sus derechos. Decían tener derecho a oponerse e incluso arrestar y ejecutar a los cónsules, y también convocaban asambleas
populares y proponían a la gente medidas que decían sustentadas en la fuerza de la ley. La nobleza se resistía a estos alegatos,
según parece, apoyándose en el patrum auctoritas, el derecho del
senado para aprobar o vetar medidas votadas por el pueblo.
No hay necesidad de creer el relato que Cleómenes iii hace
sobre el origen del eforato,26 el cual es altamente tendencioso.
“Cuando se vio que la guerra mesenia se prolongaría, los reyes,
puesto que sus campañas en el extranjero les impedirían impartir justicia por sí mismos, eligieron a algunos de sus amigos
para que se quedaran en su lugar a servir a los ciudadanos, los
llamaron éforos y en un principio siguieron siendo siervos de
los reyes, pero gradualmente fueron tomando el poder en sus
manos… El primero en reforzar y ampliar el cargo fue Asteropo, quien se convirtió en éforo muchas generaciones más tarde”. Asteropo es por lo demás un desconocido y su nombre, “el
que mira estrellas”, sugiere que se trató del fundador mítico
del ritual de observar las estrellas.
Tampoco hace falta creer que los éforos fueron una institución primitiva dórica. Es verdad que más adelante se encuentran éforos en las ciudades de Perioecos,27 en Mesenia,28 en
Tera,29 en Cirene,30 en Euhesperides,31 y en la Heraclea itálica,32 pero es probable que todas éstas sean imitaciones posteriores del cargo espartano.
Ha llegado a decirse que se conserva una lista de éforos
epónimos del año 754. De hecho, Plutarco33 afirma que la
primera plana de éforos, dirigida por Elato, ejerció el cargo
130 años después de Licurgo, y Eusebio34 dice que el eforato
fue establecido luego de 350 años de que los reyes mandaran
en Esparta, mientras que Diógenes Laercio35 ubica a los primeros éforos en la sexta Olimpiada. Todas estas fechas coinci-
26
den alrededor de 754 en el sistema basado en Apolodoro, pero
no hay evidencia de una lista. Cabe hacer notar que el primer
registro que se tiene del eforato usado como método para fechar
data del siglo v, en una inscripción lacónica36 y en Tucídides,37
y que los eventos de la historia espartana temprana siempre son
fechados con las Olimpiadas o los arcontes atenienses. La fecha
se ha calculado presumiblemente en el reinado de Teopompo,
cuando la guerra mesenia (fechas basadas en el sistema Apolodoro, 756-737) llevaba unos cuantos años en desarrollo, basándose
en el hecho de que los éforos fueran creados para representar a
los reyes en su ausencia durante la guerra mesenia.
Los historiadores modernos algunas veces han hablado de la
política de los éforos o la tradición de los éforos, como si hubiera una continuidad mística entre las planas sucesivas, y han
asumido que la hostilidad entre los éforos y cualquier rey de
prominencia era automática. En honor a la verdad, no había
continuidad en la política de las distintas planas. Sabemos de
un caso en que a una plana que había firmado un tratado de paz
con Atenas siguió otra que hizo todo lo posible para desbaratarlo,38 y las ocasionales fluctuaciones violentas de la política
espartana implican que no era poco frecuente que sucediera
esto. A grandes rasgos los éforos representaban la voluntad de
la mayoría. Cuando el sentimiento era fuerte en una dirección
había continuidad política. Cuando la opinión estaba igualmente dividida, o fluctuaba, los éforos reflejaban dicha inestabilidad. Cuando un rey como Agesilao ponía en práctica una
política que todos los espartanos aprobaban, los éforos le daban todo su apoyo. Cuando un rey como Arquídamo batallaba
con la marea de la opinión pública, con frecuencia era rechazado u obstaculizado por los éforos. G
a
Traducción de Arturo Gutiérrez Aldama
Plut. Cleom. 10. Ver nota bb.
v. i. 931-2, 961-2, 964-6, 976, 1110-11, 1144-6, 1331,
27 IG.
1336.
28
Polib. iv. 4.
29 IG xii. iii. 322, 326, 330, 336.
30 Arist. fr. 611. 18, SEG ix. 1 & 5.
31 SEG xviii. 772.
32 IG xiv. 645.
33
Lic. 7.
Eus. Crón. ii. 78, 81, ed. Schoene.
35 i. 68.
34
número 456, diciembre 2008
36 IG Dial.
37 ii. 2.
38
Sel. 19.
Tuc. v. 36.
la Gaceta 27
a
a
Constitución de Esparta*
Jenofonte
Prohibido acumular riquezas
Y aún dictó Licurgo algunas normas en Esparta que son completamente distintas de las que están vigentes en otras ciudades.
En otros lugares, creo, cualquiera acumula tanto dinero como
puede: uno es agricultor, otro es dueño de unos barcos, otro es
mercader, y algunos otros viven de distintos oficios. En Esparta,
en cambio, Licurgo prohibió que los ciudadanos libres ejercieran actividades comerciales y ordenó que se considerasen apreciables sólo aquellas que contribuyeran a hacer libre su ciudad.
De hecho, ¿cómo se iba a dar importancia al dinero en una
ciudad como ésta en la que se contribuía por igual a las comidas
comunitarias y se participaba de un mismo tipo de vida, hasta el
punto de que nadie sintiera atracción por el dinero para satisfacer ningún tipo de lujo? Además, no lo necesitaban ni siquiera
para procurarse vestidos, ya que no disponen de vestidos lujosos, sino que su belleza estriba en la excelente condición de su
físico. Y tampoco necesitan amasar dinero1 para gastárselo en
las comidas con compañeros, ya que se consideraba más digno
auxiliar a los compañeros con una buena presencia corporal que
con dispendios monetarios, pues lo primero es un adorno del
alma y lo segundo un alarde de riquezas. Prohibió además que
los ciudadanos se enriquecieran dictando las siguientes normas:
en primer lugar, estableció un tipo de moneda que impedía a
cualquiera llevar a su casa diez minas a escondidas de dueños o
de criados, ya que dicha suma necesitaría un gran espacio donde
ser custodiada y hasta un vehículo para su transporte. Además,
se investiga dónde hay oro y plata, y si se descubre algo en alguna parte, su dueño es castigado con una multa.
De modo que ¿cómo va a ser motivo de preocupación el
acumular dinero en una ciudad en la que produce mayores
pesares su posesión que el disfrute que pueda proporcionar?
Los poderosos acatan las leyes
Por otra parte, todos sabemos que en Esparta se respetan como
en ningún otro lugar la autoridad de los magistrados y las propias leyes. Por mi parte creo que Licurgo no tuvo que imponer
* Aristóteles, el viejo Oligarca, Jenofonte. Constituciones políticas
griegas, Traducción de Antonio Guzmán Guerra, Alianza Editorial,
Madrid, 2007.
1 Recuérdese que en Esparta las monedas seguían siendo de hierro y
no de oro ni de plata. Cf. Plutarco, Vida de Licurgo 9.1 Lacedemonia contaba con importantes minas de hierro en el cabo Ténaro, Malea, etc.
28 la Gaceta
estos hábitos de disciplina a nadie antes de haber logrado el
consenso entre las personas más influyentes de la ciudad. Y lo
conjeturo por lo siguiente: en otros estados los ciudadanos más
poderosos ni siquiera aparentan sentir respeto a los magistrados; antes al contrario, consideran que ello representa una
falta de libertad. En cambio en Esparta las personas más influyentes muestran la mayor deferencia ante los magistrados; se
jactan de su humildad y se afanan por acudir a su llamada a
toda prisa y sin tardanza, en la creencia de que si ellos acuden
los primeros, los demás les seguirán, que es lo que exactamente sucede. Es lógico suponer que estos mismos ciudadanos
ayudaran a instituir el cargo de éforo, al haber llegado a la
conclusión de que la obediencia es el mayor de los bienes tanto en la ciudad como en el ejército y en el ámbito privado.
Piensan, en efecto, que cuanto mayor sea el poder de estos
magistrados, tanto más influirán en el ánimo de los ciudadanos
a la hora de obedecer. En consecuencia, los éforos tienen autoridad para imponer multas a cualquiera y para exigir el pago
inmediato de una multa; también están investidos de autoridad
para cesar de su cargo a cualquier magistrado, y encarcelarlos,
y mandarlos a juicio de pena capital. Y al ser sus competencias
tan vastas no permiten, como sucede en otras ciudades, que los
cargos que han sido elegidos gobiernen a su antojo durante ese
año sino que, con la misma autoridad que los tiranos o los
jueces de las competiciones deportivas, tan pronto ven que alguien se aparta de la ley, lo castigan ipso facto. Y entre otras
muchas medidas tomadas por Licurgo para que los ciudadanos
obedecieran voluntariamente las leyes destacaría como la mejor la siguiente: antes de entregar al pueblo las leyes rindió visita al Oráculo de Delfos2 acompañado de los ciudadanos más
influyentes para preguntar al dios si era conveniente y provechoso para Esparta obedecer las leyes que él había dispuesto. Y
sólo después de que el dios hubo contestado que era lo mejor
desde cualquier punto de vista, las entregó al pueblo, declarando que no obedecer las leyes sancionadas por la divinidad no
sólo sería un acto ilegal sino impío.
Los espartanos mueren como héroes
También resulta digno de admiración Licurgo por lo siguiente:
por haber logrado que en Esparta los ciudadanos prefieran una
2 También en otras ocasiones se consulta el oráculo de Delfos
para sancionar ciertas leyes: Tirteo, frag. 4 Heródoto i 65.4, Platón,
Leyes 624 a.
número 456, diciembre 2008
a
muerte digna a una vida sin honor. Y de hecho si miramos
bien, encontraríamos que mueren menos ciudadanos suyos que
de quienes prefieren retirarse de la zona de peligro. En verdad
muchas veces sucede que librarse de una muerte prematura es
más fácil siendo valerosos que cobardes; y es no sólo más fácil,
sino más agradable, más beneficioso y más valeroso. Y es evidente que la gloria suele acompañar al valor y que todos los
hombres, sin duda, desean aliarse con quienes son más valientes. Por tanto, es conveniente no pasar por alto cómo logró
Licurgo este resultado. Lo que hizo, sin lugar a equívocos, fue
que los valientes consiguieran la felicidad, y los cobardes la
miseria. En las demás ciudades, cuando un hombre demuestra
ser un cobarde, sólo recibe el sobrenombre de cobarde; puede
ir al mismo mercado que un valiente, toma asiento a su lado y
acude al mismo gimnasio si así lo desea. En cambio en Lacedemonia todo el mundo sentiría vergüenza de tener a un cobarde a su lado a la hora de comer o de un compañero de lucha
en la palestra. Un ciudadano tal, muchas veces, cuando se eligen los compañeros de juego de pelota, se queda sin puesto
para jugar; en los coros se le relega al último lugar; en la calle
tiene que dejar el paso y tiene que ceder su asiento incluso a los
que son más jóvenes; tiene que dejar en casa a las mujeres jóvenes de su familia y tiene que explicarles el motivo de su cobardía; ha de soportar la vergüenza de no tener una esposa en su
casa y pagar una multa por ello; y finalmente no puede pasear
orgulloso ni imitar a quienes tienen fama o tendrá que sufrir los
golpes de quienes son mejores que él. Por todo ello no me extraña nada que, dada la vergüenza que acompaña a los cobardes,
la muerte parezca preferible a una vida sin honor y tan infame.
El Consejo de los Ancianos (Gerousía)
En mi opinión también es excelente la norma que estableció
Licurgo de que se practicara la virtud hasta haber alcanzado la
vejez. Al proponer que la elección del Consejo de los Ancianos
(Gerousía)3 tuviera lugar estando ya próxima la vejez, evitó que
ni siquiera a esa edad los ciudadanos se desentendieran de tan
altos principios. Y también resulta muy admirable su propuesta de que se preocuparan por la vejez de los buenos ciudadanos,
pues al conceder a los ancianos responsabilidades en procesos
capitales logró que la vejez fuese más apreciada que la fuerza
pujante de los jóvenes. Y es que de todos los debates humanos
éste es el que despierta un mayor interés. Nobles son sin duda
las competiciones de los Juegos, aunque en ellas se trata sólo
de facultades físicas. Pero las competiciones en que se ve implicado el Consejo de los Ancianos suponen una decisión sobre
la bondad del alma. Y dado que el alma es muy superior al
cuerpo, las discusiones sobre el alma son de mayor interés que
las del cuerpo. Y lo que voy a decir ahora de nuevo refuerza la
admiración de que es merecedor Licurgo. Se había percatado
de que donde se asimila el culto de la virtud al esfuerzo voluntario y privado resulta que las personas virtuosas no son suficientes para incrementar la fama de su patria; por ello obligó a
que todos en Esparta practicasen las virtudes en la vida pública.
Y del mismo modo que los ciudadanos particulares se diferencian de los particulares por su grado de virtud, y los que la
practican de aquellos que no la practican, del mismo modo
Esparta aventaja naturalmente en virtud a las demás ciudades,
pues es la única que la ejercita plenamente de forma pública.
¿No es noble aquella disposición de Licurgo según la cual,
mientras las demás ciudades castigan a alguien que ha hecho
daño a un vecino, él impuso un severo castigo a quienes se
despreocupan por ser los mejores? Mantenía él la opinión de
que los traficantes de esclavos, los defraudadores o los ladrones
sólo hacen daño a sus víctimas, pero que en cambio los ciudadanos malvados y cobardes arruinan a toda su ciudad. De manera que a mi parecer es lógico que aplicaran los mayores
castigos a dichos ciudadanos. También impuso como obligación ineludible de cualquier ciudadano el que practicaran por
completo las virtudes políticas; y a quienes realmente cumplen
todas las leyes les concedió a todos por igual el derecho de
ciudadanía, sin reparar en absoluto en sus limitaciones físicas o
en su pobreza; pero si algún cobarde se niega a cumplir con la
ley, queda automática y drásticamente considerado indigno de
ser tratado como igual. Por otra parte, es cierto que estas leyes
son muy antiguas; y se afirma, en efecto, que Licurgo vivió en
tiempos de los Heraclidas,4 pero a pesar de ser tan antiguas
resultan muy novedosas para los demás incluso hoy día. Y lo
verdaderamente admirable es que todo el mundo las elogia,
pero ningún Estado se decide a imitarlas.
a
Preparativos para una campaña militar
Todas estas buenas disposiciones son comunes a los tiempos de
guerra y a los de paz; pero si alguien desea conocer en qué
sentido organizó Licurgo mejor que nadie el ejército para acudir a la guerra, aquí encontrará la información que busca. Para
empezar, los éforos proclaman el límite de edad para la leva, en
primer lugar, de los miembros de la caballería e infantería y a
continuación para la de los artesanos, de suerte que los soldados del ejército disponen en el frente de todo lo que se necesita en la ciudad; y se da órdenes de que todos los aparejos que
pueda necesitar el ejército en su conjunto se reúnan de inmediato, unos en carromatos, otros en bestias de carga. Y de este
modo nunca pasa inadvertido si se echa en falta algo. Para las
tropas que entran en batalla diseñó una capa roja, pues creía
que era el vestido menos parecido al de las mujeres y muy
apropiado para la guerra, así como un escudo de bronce, que
se bruñe rápidamente y se empaña de tarde en tarde. Autorizó
a quienes ya habían sobrepasado su primera juventud a llevar
el pelo largo, pensando que así parecerían de mayor estatura,
más distinguidos y más temibles5. Y así equipados estos hombres, los distribuyó en seis regimientos (moras) de caballería e
infantería. Cada uno de estos regimientos cuenta con un polemarco, cuatro capitanes, ocho lugartenientes (penteconteras) y
dieciséis enomotarcos. A una voz de mando estos regimientos
4
3
Integraban este Consejo de Ancianos 28 miembros, a los que
se añadían los dos reyes. Plutarco, en su Vida de Licurgo 26.1, afirma
que los miembros de dicho Consejo debían ser mayores de 60 años.
número 456, diciembre 2008
Heródoto, en efecto (viii 204), nos detalla unas listas de reyes de
Esparta, que se remontan a los tiempos de Heracles.
5 Las estatuas lacedemonias del periodo arcaico reproducen jóvenes hoplitas de cabello largo.
la Gaceta 29
a
se subdividen en secciones, a veces dos […], a veces tres y a
veces seis.6 Por otra parte, es completamente falsa la idea que
algunos tienen de que la infantería lacedemonia adopta una
formación muy complicada. De hecho, en dicha formación los
hombres de la primera fila son todos ellos oficiales, y cada una
de sus filas dispone de cuanto se necesita para hacerla eficaz. Y
resulta tan fácil comprender su disposición que nadie que sepa
distinguir a su compañero puede equivocarse. En efecto, a
unos se les ha asignado el privilegio de servir de guía, y los
demás reciben la orden de seguirles. Las órdenes para que
pasen de columna a línea de batalla se les transmiten verbalmente por medio de los enomotarcos, que hacen la función de
heraldos, y la formación de las falanges se organiza en líneas
compactas o dispersas. Pero ninguna de estas evoluciones resulta difícil de comprender. Aunque para decir la verdad, no
resulta nada fácil entender el secreto de cómo avanzar al frente
de batalla frente al enemigo cuando las líneas se entrecruzan,
excepto para los soldados que han sido entrenados siguiendo
las normas de Licurgo. Y lo que los demás tácticos consideran
maniobras difíciles resultan para los lacedemonios movimientos de fácil ejecución. Por ejemplo, cuando avanzan en columna cada sección sigue detrás de la columna que le precede.
Supongamos ahora que mientras tanto el enemigo aparece de
pronto en perfecto orden de batalla por el frente: entonces se
a
da la orden al enomotarco de desplegarse en línea hacia la izquierda, y así sucesivamente a través de toda la columna hasta
que se forma la línea de batalla cara al enemigo. Por el contrario, si el enemigo aparece por detrás mientras el ejército avanza en esta disposición, cada una de las filas gira 180 grados, de
modo que los mejores soldados queden dando cara siempre al
enemigo. El guía siempre está a la izquierda, pero no debe
creerse que ello suponga una desventaja, sino que resulta una
gran superioridad; porque si los enemigos inician un movimiento envolvente, el guía intentará rodearlos no por la parte
del cuerpo de ejército ligero sino por la más protegida. No
obstante, si en algún momento y por alguna causa se considera
conveniente que el guía quede a la derecha, el ala izquierda
gira y el ejército evoluciona otros 180 grados hasta dejar a su
derecha al guía y la cola de la columna queda a la izquierda. A
su vez, si una fuerza enemiga aparece por la derecha mientras
ellos marchan en columna, todo lo que tienen que hacer es
ordenar a cada compañía que gire a la derecha hasta dar la cara
al enemigo como si fuera una trirreme con la proa hacia delante, y así de nuevo la parte trasera de la columna queda a la
derecha. Y si de nuevo el enemigo aparece por la izquierda no
le permiten seguir avanzando, sino que o los rechazan o giran
su formación hacia la izquierda para hacerles frente, y así la
parte trasera de la columna queda situada a la izquierda. G
6 En el original hay una laguna, por lo que la traducción es tentativa.
30 la Gaceta
número 456, diciembre 2008
a
a
Silencio, por favor
Alberto Arriaga
Monterrey. Correo literario de Alfonso Reyes (textos
introductorios de José Emilio Pacheco, Cecilia Laura Alonso,
Alberto Enríquez Perea y Héctor Perea, Fondo Editorial de
Nuevo León, México, 2008.
Ángel de Campo Micrós documentó el
asesinato del animal más educado de su
tiempo, el cronista, a manos del reporter, un perro de caza domesticado por
su amo y señor, un depredador llamado
Siglo xx. El ritmo de los tiempos marcó
el compás de la noticia que desplazaba
al cuadro costumbrista en las primeras
planas de los diarios. Titulares antes
que impresiones de primera mano. La
denuncia en neutral tercera persona. El
testimonio que suplanta al yo. Cerca de
tres decenios después, Alfonso Reyes
levantó el lápiz, solicitó el silencio a la
mitad de la vuelta de tuerca de la Historia y tomó la palabra para tratar asuntos literarios a través del universal fuero
íntimo. Entre 1930 y 1936, el autor de
La X en la frente escribió, editó y distribuyó personal y artesanalmente 14 números de Monterrey. Correo literario,
publicación periódica que dio cuenta de
cuestiones tales como una imprenta
medieval, Goethe y Virgilio, bibliografías que puntualmente informaban de
libros y revistas recién salidos de la imprenta, el comentario de otros contertulios que poco a poco se unían al juego
reyesiano, curiosidades alarconianas y
gongorinas, o de algo que suena muy
contemporáneo por extravagante, pero
a la vez lejano entre tanto tiliche mediático: una biblioteca mínima que reuniera obras capaces de mostrar la
identidad latina-cervantina de la América literaria.
Monterrey es, como lo señala José
Emilio Pacheco, el primer vano de una
puerta que ha cambiado para siempre no
sólo los medios de comunicación, sino la
mayoría de usos y costumbres ultramodernos. Además, esta edición facsimilar
trae como un recuerdo los recién atizados humos crematorios de los suplementos culturales y revistas literarias del
siglo xxi; es un recordatorio fúnebre que
muestra un primer proceso de la metanúmero 456, diciembre 2008
morfosis y final extinción de los hebdomadarios en pos del blog:
“En Monterrey y en varios de sus libros, como los dos tomos finales de Las
burlas veras, Alfonso Reyes aparece como
antecedente y precursor del blog, un espacio a la vez público y privado. El blog
reconcilia a Gutemberg con Bill Gates en
una alianza inestable e impredecible. Une
también el block, el cuaderno de apuntes y
notas sueltas, con el log, la bitácora de
viaje por el mar siempre desconocido.”
Desde la cancillería de Brasil, Alfonso
Reyes batalló con tipografías y tipógrafos que por su proximidad con la lengua
solían confundir la hoja con el árbol;
afiló folios para apostillar firme pero
amablemente a los amigos —únicos fieles lectores— sobre una confusión de
pasaportes intelectuales; consignó cada
uno de los pequeños flecos de la Gran
Obra (“… una herramienta para su taller
artístico. También podrá ser que lo use a
modo de museo privado, para exhibir en
él esas notas o curiosidades que todos
gustamos de juntar, aun cuando dudemos que nos sirvan de nada”, se justificó
Reyes en el “Propósito” del primer número) que solía pergeñar luego de colgar el smoking que usó durante una recepción en el palacio de Itamaraty con
El Señor Presidente; o adaptó “la guardia
de la esgrima” a la pluma, para recordar
que América sí era para los americanos,
pero de los latinos, como los había bautizado Napoleón Bonaparte.
Las secciones de Monterrey sirvieron
para contemplar a México desde la periferia. Aprovechando dicho estímulo, se
mostraba a México en Europa; no importaba tanto la circunstancia como la sustancia. Mientras se cocinaba un golpe de
estado en Brasil, más allá del Río Bravo
los cristeros cortaban orejas y Plutarco
Elías Calles cenaba curas. Reyes prefirió
ventilar la idea de México con los aires
europeos dirigidos a todo el continente.
Ni expropiación petrolera ni crónicas de
alzados ni el recuento de las revueltas
aparecen en las páginas de este Correo.
Mucho menos la llegada de Getúlio Vargas al poder. Sigue José Emilio Pacheco:
“No olvidemos que hace este periódico un embajador de México a quien le
está vedada toda manifestación política
excepto la que dicte su cancillería. Además Reyes ha querido preservar durante
y después de la batalla un espacio de serenidad cuando todo, como hoy, es violencia y agresión, un lugar en que se
conversa mientras los demás hablan a
gritos, una sala en que se puede discutir
en tanto que los demás combaten.”
Una de las tareas que se propuso el
autor de Visión de Anáhuac como embajador en Brasil, fue establecer una línea
comercial marítima que conectara las
orillas de Buenos Aries y de Veracruz,
pasando por todo El Caribe. El proyecto
no se llevó a cabo, pues América pensaba
en Inglaterra y Europa como sus mejores clientes. Por este fracaso comercial,
Alfonso Reyes prefirió ofrecer una imagen de México proyectada en su cultura.
La viñeta del Cerro de la Silla —de su
propio lápiz— que apareció en cada uno
de los números de Monterrey y aún en
sus últimos libros silenció el monólogo
continental de los años 30.
Como al hablar del “sueño bolivariano” para distinguirlo de la pesadilla de
Hugo Chávez, con esto queda resuelta
una confusión actual cuando suele hablarse de periodismo cultural y periodismo a
secas. Si alguien decide en este año del
señor escribir sobre Stevenson, ello será
tan actual, tan periodístico, como un artículo donde se denuncia y evidencia la corrupción del sistema o se descubren conspiraciones de pederastas; tan importante
como legítimo. Es una cadena para el
cancerbero del siglo xxi: el tan mentado
líder de opinión, a quien buena falta le
hace una caminata con Alfonso Reyes. G
la Gaceta 31
a
a
Dear Chicago
Arturo Gutiérrez Aldama
Walter Noble Burns, Chicago sangriento.
De la Ley Seca a Al Capone, Valdemar, Barcelona, 2008.
Decía Georges Bataille que la complicidad en el crimen es el principio de toda
sociedad. En 1936 abría su texto “La
conjuración sagrada” citando al Marqués de Sade: “Una nación ya vieja y
corrompida que valientemente se sacudiera el yugo de su gobierno monárquico para adoptar uno republicano, sólo se
mantendría mediante muchos crímenes,
puesto que ya está en el crimen...”. Cinco años antes, Walter Noble Burns, autor de biografías en torno a célebres forajidos como Billy the Kid y Wyatt
Erpp, escribió esta crónica de la estela
sangrienta que marcó la implantación de
la Ley Volstead (la popularmente conocida “ley seca”) a partir de 1919 en Estados Unidos, sin pausa para la reflexión
intelectual, pero que demostraba perfectamente la función que la actividad criminal desempeñaba en el intercambio
social.
Dentro de la oleada de publicaciones
con temática mafiosa sobrevenida en
los últimos años, Chicago sangriento se
antoja punto de partida indispensable
cuya edición en castellano ya se había
tardado. Si bien Historia de la mafia, de
Giuseppe Carlo Marino (Vergara, 2002)
o La mafia siciliana. El negocio de la protección privada, de Diego Gambetta (fce,
2007) constituyen estudios más serios,
ya sea en su interés antropológico o
sociológico, Chicago sangriento destaca
por cómo se cuenta. Contrario a lo que
aconsejan en cualquier taller de narrativa, Noble Burns cultiva el estilo adjetivizante y sensacionalista de los reporteros de nota roja. Y sin embargo muchos
de nuestros aspirantes a novelistas que
gustan de retardar la historia en bonitos
envoltorios de palabras inútiles podrían
tomar nota de esta prosa en la que nada
sale sobrando, en la que siempre pasa
algo.
32 la Gaceta
No era para menos el material del
que disponía. La figura del gángster
cautiva en la medida que personifica el
mismo concepto que Roberto Calasso
señala sobre los espartanos en este mismo número de La Gaceta, a saber, hasta
qué grado “el orden social está basado
en el odio, y sólo sobre la base del odio
puede perdurar”. Seducido por el natural influjo de un mundo fundado en
códigos desbordantes para el promedio
de los mortales, donde los verdaderos
imponderables de la existencia (lo que
acostumbramos llamar cuestiones de
vida o muerte) reciben un trato de simples dificultades instrumentales (se describe que la plana mayor de Al Capone
asistía a sus asambleas “como a un deber mercantil” y del propio “Cara Cortada” que “nunca mataba por odio”), a
Noble Burns tampoco se le escapa el
carácter atroz de las acciones que sus
personajes cometen.
Por el tipo de menesteres consustanciales a la mafia, junto con el deporte
—salvo que la mayoría de nuestras actuales disciplinas no implican jugarse la
vida—, parece uno de los últimos resquicios de actividad humana en los que
el honor todavía conserva algún significado real. Hacía falta una brutalidad en
estado puro como la de Frank McErlane, que “todo lo que sabía hacer era tirar
de la lengüeta del gatillo, pero lo hacía
con la ferocidad de un salvaje”, para sobrevivir en los círculos del hampa del
Chicago de los años veinte imponiéndose sólo mediante el miedo. Predominaba
en cambio una mentalidad de tipo empresarial. “El Capone perfecto tenía un
tacto especial para la acción decisiva”.
John Torrio, por ejemplo, nunca necesitó mancharse las manos para extender
uno de los imperios criminales más influyentes; “él era el cerebro de las ma-
quinaciones; otros eran los instrumentos. Carecía del nervio del militante”.
En la mayoría de los grandes mafiosos
encontramos a tipos sensibles, que saben
conmoverse ante la literatura o la música
sinfónica. Circunstancias a partir de las
cuales nuestra atención puede dirigirse a
los curiosos efectos que tuvo la prohibición en los hechos. Lejos de contener la
proliferación de lupanares y trata de
blancas, como era su intención, la Ley
Volstead creó una oportunidad más para
el crimen que hombres con ojo para sacar ventaja no iban a despreciar. Como
Joe Saltis que era “en conciencia, un
hombre respetuoso de la ley”. A Saltis el
momento de su epifanía le llegó por
boca de un borracho un día antes de que
cerrara su café por la entrada en vigor de
la nueva reglamentación: “¿Crees tú que
la ley puede apagarle a uno la sed? La ley
no se bebe. Las gentes nacen con sed en
las gargantas y así han de morir.” En similar tenor Capone pretende justificarse: “Hice mi fortuna prestando un servicio público. Si yo viole la ley, mis
parroquianos, entre los que se hallan
cientos de la mejor sociedad de Chicago,
son tan culpables como yo. La única diferencia entre nosotros es que yo vendí
y ellos compraron”.
Lo que nos conduce por fin a que
Chicago sangriento no se limite a una lectura disfrutable de la oferta editorial,
sino que en el México de 2008 sea un
título de alta utilidad pragmática. Muy
probablemente los cuerpos de policía
aprenderían de lógica criminal, más que
en sus tediosos volúmenes de criminalística y antropología forense, echándole un ojo a una historia como ésta que,
por encima de los actores, protagoniza
la ley que llevó a una ciudad “al borde de
la anarquía, sellando su fama como el
primer centro criminal del mundo”. G
número 456, diciembre 2008
a
a
a
a
a
Descargar