La Ley de Igualdad

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LA LEY DE IGUALDAD
Federico DURÁN LÓPEZ
L
A entrada en vigor de la Ley de Igualdad entre mujeres y hombres ha tenido
una importante repercusión en el mundo empresarial. Ante todo, ha propiciado,
en casi todas las empresas, una preocupación por conocer mejor la propia situación
en lo que se refiere al respeto del principio de igualdad en el ámbito de sus relaciones laborales. La elaboración, en ese sentido, de un diagnóstico de igualdad, se
convierte en una herramienta fundamental para valorar las políticas empresariales
y articular, sobre la base de dicha valoración, medios de prevención de discriminaciones y políticas de igualdad (en su caso, integradas en Planes de Igualdad). Y
todo ello en el marco de la responsabilidad corporativa y del compromiso empresarial con los principios y valores de la Ley.
Pero también existen preocupaciones empresariales derivadas de determinadas
regulaciones contenidas en la Ley, y, sobre todo, de las confusiones interpretativas
que han surgido en relación con las mismas. Si por una parte, la Ley apela a la responsabilidad social, trata de fomentar una actitud positiva en relación con estos
temas, y ensaya una política de premios o incentivos, que pone el acento en el reconocimiento de buenas prácticas, por otra fija, con mayor o menor precisión, deberes concretos de comportamiento, cuya inobservancia puede ser sancionada en vía
administrativa, tener consecuencias también sancionadoras indirectas en el ámbito
de la contratación de las empresas con las Administraciones Públicas, y propiciar
reclamaciones individuales de trabajadoras que consideren lesionado su derecho y
pretendan una compensación económica por ello.
En ese sentido, preocupa la confusión que se viene produciendo en ocasiones
entre los principios de no discriminación y de igualdad. La Ley habla de la necesidad de suprimir discriminaciones y de avanzar hacia la igualdad. Pero no siempre
se distinguen suficientemente ambos conceptos y, sobre todo, no siempre se tiene
en cuenta la diversidad de los instrumentos jurídicos que pueden utilizarse para
evitar, por una parte, discriminaciones, y para conseguir, por otra, una mayor igualdad.
El de no discriminación es un principio prohibitivo: se prohíben las discriminaciones, o las decisiones discriminatorias, tanto directas como indirectas. El de
igualdad es un principio positivo: se trata de conseguir una situación de igualdad,
de tal manera que las personas de uno y otro sexo tengan una situación equivalente.
Digamos que el primero es un principio negativo y el segundo es un principio positivo.
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Ello tiene dos consecuencias importantes: la primera, que la erradicación de las
discriminaciones no equivale, de por sí, a la igualdad; y la segunda, que los instrumentos jurídicos para perseguir una y otra no pueden ser los mismos.
No discriminación e igualdad no son, en efecto, términos equivalentes. No toda
desigualdad es discriminatoria. Pueden existir situaciones en las que se hayan erradicado las prácticas discriminatorias y, a pesar de ello, no se haya conseguido la
igualdad. Baste un ejemplo: en Finlandia o en Suecia, que son países modélicos en
la lucha por la igualdad entre sexos, el porcentaje de mujeres jefas (medido en función del número de personas cuyo supervisor inmediato es una mujer) no llega al
40 por 100 (Finlandia tiene un 39 por 100 y Suecia un 33 por 100). No cabe duda
de que es una situación de desigualdad, pero en ningún caso se puede considerar
discriminatoria.
Por eso, y ésta es la segunda consecuencia a la que me refería, los instrumentos
jurídicos para luchar contra las discriminaciones no son los mismos que pueden
utilizarse para promover la igualdad. Contra las discriminaciones puede lucharse
con los instrumentos jurídicos tradicionales: la prohibición de discriminaciones,
tanto directas como indirectas, y el establecimiento de las consecuencias jurídicas
pertinentes de la violación de dicha prohibición, esto es, la nulidad de las actuaciones contrarias a la misma, la previsión de sanciones disuasivas y la concesión de
indemnizaciones para los afectados por la discriminación.
Al mismo tiempo, puede facilitarse la reclamación del sujeto discriminado
mediante la inversión de la carga de la prueba, de tal forma que no sea preciso probar la discriminación sino que, aportado algún indicio suficiente de la existencia de
la misma, corresponda a aquél a quien se imputa el comportamiento discriminatorio probar que su actuación, incluso aunque no esté ajustada a derecho, carece de
intención de discriminación. Y el círculo de la protección se cierra con la garantía
de indemnidad, en virtud de la cual nadie puede sufrir perjuicios por haber defendido su derecho a no ser discriminado.
Por el contrario, la consecución de la igualdad exige medidas de acción positiva: esto es, discriminaciones positivas, mediante las cuales se trata de favorecer,
discriminatoriamente, al sujeto en situación de desigualdad. Éste es sin duda un
terreno social y jurídicamente mucho más delicado, porque toda discriminación
positiva supone el sacrificio de derechos individuales de otros sujetos y sólo se
justifica mientras subsiste la situación de desigualdad que se trata de corregir.
La confusión entre no discriminación e igualdad, a la que antes me refería,
puede llevar, por ejemplo, a que trate de conseguirse una mayor igualdad a través
de los mecanismos de lucha contra las discriminaciones. Esto es, que se plantee la
consecución de la igualdad por medio de la imposición de sanciones o de la exigencia de indemnizaciones. Y ésos no son instrumentos adecuados, ni jurídicamente aceptables, para conseguir la igualdad. Y el tema no es puramente teórico: se dan
con frecuencia actuaciones administrativas que equiparan, de manera simplista,
situaciones de desigualdad (a veces puramente estadísticas) con prácticas discriminatorias y que extraen de ello consecuencias sancionadoras e indemnizatorias, que
pueden provocar una grave indefensión de aquellos a los que se imputan tales prácticas.
Otro motivo de preocupación empresarial viene dado por el uso que se está
haciendo, en ocasiones, del concepto de discriminación indirecta. Dicho concepto
ya estaba acuñado en la normativa y en la jurisprudencia comunitarias, y era reco-
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nocido y aplicado por nuestros tribunales. Su inclusión expresa, sin embargo, en el
artículo 6.2 de la Ley de Igualdad, que reproduce la formulación de las directivas
europeas, va a potenciar, sin duda, la alegación de existencia de discriminaciones
indirectas y el recurso a las mismas para cambiar determinadas decisiones empresariales.
¿Qué es una discriminación indirecta? Conforme a la Ley es toda situación en
que una disposición, criterio o práctica aparentemente neutros, ponen a personas
de un sexo en situación de desventaja con respecto a las del otro, salvo que puedan
justificarse objetivamente en atención a una finalidad legítima y que los medios
para alcanzar dicha finalidad sean necesarios y adecuados.
Dos consideraciones fundamentales es preciso realizar para comprender el
alcance de esta definición. La primera, que la discriminación indirecta sólo puede
imputarse a disposiciones, criterios o prácticas, esto es, a regulaciones o actuaciones generales, de alcance general. Puede considerarse discriminación indirecta la
que deriva de una disposición que contenga una regulación aparentemente neutra,
pero que provoque el efecto señalado por la Ley: esto es, que coloque en situación
de desventaja a las personas de un sexo frente a las del otro. Y lo mismo puede
decirse de un criterio establecido para determinadas actuaciones o, a falta del
mismo, de una práctica habitual de actuación que provoque ese mismo resultado.
Por tanto, la discriminación indirecta no puede identificarse en una concreta
decisión empresarial. Ésta, si supone un tratamiento desfavorable para una persona
en función de su sexo, integrará una discriminación directa. Si no, no puede considerarse discriminatoria. Si la decisión concreta está aplicando una disposición,
observando un criterio o siguiendo una práctica, cuyos resultados sean los de colocar a las personas de un sexo en situación desfavorable respecto de las del otro,
serán tales disposición, criterio o práctica los que integren una discriminación indirecta, que habrá que erradicar.
Esto es importante. Si una disposición comporta, en su aplicación, las consecuencias propias de la discriminación indirecta, habrá que modificarla para evitar
esas consecuencias, o habrá que cambiar los criterios o erradicar las prácticas que
tengan esos mismos efectos. Pero la decisión empresarial concreta de aplicación,
en un determinado momento, de tales disposiciones, criterios o prácticas en vigor,
no queda automáticamente contaminada ni puede ser tachada, sin más, de discriminatoria.
Por ejemplo, si en una empresa rige una normativa o se siguen unos determinados criterios de ascenso profesional cuya aplicación permite llegar a la conclusión
de que están colocando en situación de desventaja a las mujeres, habrá que modificar esa normativa o corregir esos criterios y establecer, por la vía de la negociación
colectiva fundamentalmente o a través de las oportunas decisiones empresariales,
las adaptaciones precisas. Pero ello no implica que todos y cada uno de los ascensos que hayan tenido lugar bajo su vigencia deban considerarse automáticamente,
y de por sí, discriminatorios.
Igualmente, en un contexto de desigualdad estadística, el nombramiento de un
hombre no tiene por qué ser, de por sí, discriminatorio. La desigualdad estadística
exige medidas de corrección (planes de igualdad, acciones positivas) pero no implica la preferencia absoluta de la mujer para todos los nombramientos que se produzcan mientras subsista la desigualdad.
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En segundo lugar, no hay que olvidar que las disposiciones, criterios o prácticas pueden tener una justificación objetiva, en atención a una finalidad legítima
que trate de alcanzarse con medios necesarios y adecuados. Por tanto, a diferencia
de las discriminaciones directas, las indirectas pueden no ser contrarias al ordenamiento jurídico si encuentran esa justificación. Eso ha de erradicar, una vez más,
los automatismos y las simplificaciones, y exige un análisis caso por caso. Los
criterios de ascenso, por seguir con el ejemplo, pueden tener consecuencias más
desfavorables para las personas de un sexo, pero pueden estar justificados por necesidades objetivas de la empresa y de la organización del trabajo, y pueden contener
exigencias razonables y proporcionadas desde el punto de vista de los distintos
intereses en juego.
Todo ello exige huir de las simplificaciones y evitar lecturas precipitadas de los
mandatos legales. No se trata de sutilezas jurídicas sino de exigencias ineludibles
de la seguridad jurídica y de la justicia.
Por último, en relación con todo lo anterior, hay que tener en cuenta el aspecto
sancionador, que es importante tanto por sí mismo como por las consecuencias que
su configuración puede tener en la consecución de los objetivos de la Ley. El sistema sancionador será pieza clave, en efecto, para que prevalezca un cumplimiento
puramente formal o defensivo de la Ley, o, por el contrario, un cumplimiento real,
comprometido con sus fines y objetivos.
¿Cuál es ese sistema sancionador? Ante todo, no hay que olvidar que el objetivo de la Ley, como expresa su artículo 1, es hacer efectivo el derecho de igualdad
de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres. La Ley no pretende, por
tanto, un resultado de igualdad. Y por ello, particularmente, trata de eliminar las
discriminaciones que sufren las mujeres.
Pues bien, el primer problema surge cuando el legislador da el mismo trato,
desde el punto de vista sancionador, a las discriminaciones directas e indirectas.
Estos son conceptos distintos, cuya erradicación exige procedimientos distintos.
Sin embargo, se consideran infracciones muy graves las decisiones unilaterales del
empresario que impliquen discriminaciones directas o indirectas. Esto es fuente de
inseguridad jurídica y de problemas interpretativos. En la base de las discriminaciones indirectas no están decisiones unilaterales del empresario, sino aplicaciones
de disposiciones, criterios o prácticas, aparentemente neutros, no lo olvidemos,
cuyos efectos acumulados son perjudiciales para los trabajadores de un determinado sexo.
Por tanto, el tratamiento unificado de ambas discriminaciones, en orden a su
sanción administrativa, carece completamente de fundamento. Detectada una discriminación indirecta, debe, si carece de la justificación requerida por la Ley, eliminarse, modificando la disposición, el criterio o la práctica que están en su origen.
Solo a partir de esa modificación, el mantenimiento del mismo criterio o de la
misma práctica podría ser sancionable administrativamente. La actual regulación
será fuente de inseguridad jurídica y de indefensión para los empresarios.
Junto a ello, se tipifican una sanción grave y otra muy grave. La primera consiste en no cumplir las obligaciones que en materia de planes de igualdad establecen la Ley o el convenio de aplicación. Llama la atención que no se sanciona el
incumplimiento de obligaciones empresariales cuando no se concretan en la elaboración de un plan de igualdad. En estos casos, por tanto, sólo resulta sancionable la
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discriminación que ya haya tenido lugar, no el incumplimiento de las obligaciones
dirigidas a evitarla.
Además, ¿qué se considera conducta sancionable? ¿No tener un plan de igualdad siendo obligatorio por ley o por convenio? No parece que sea así, porque como
infracción muy grave se tipifica, en determinados supuestos, la no elaboración o la
no aplicación del plan. La conducta sancionable sería, entonces, la inobservancia
de las obligaciones instrumentales para establecer el plan de igualdad, esto es, la
obligación de negociar el mismo con los representantes de los trabajadores.
Este es otro sinsentido. No se sanciona lo sancionable (no elaborar o no aplicar
el plan de igualdad) y sí lo que no debe serlo: la violación del deber de negociar.
Esta es una muestra de la, todavía, excesiva impregnación corporativa de nuestro
Derecho Laboral. Reconocidos los derechos colectivos, entre ellos el de huelga,
¿qué hace la Administración sancionando la negativa a negociar? Ése es un problema de las relaciones laborales, en cuyo ámbito debe solucionarse. Una Administración tutelar del buen comportamiento de las partes de las relaciones laborales es
una antigualla propia de un régimen corporativo.
Por último, la infracción muy grave consiste en la no elaboración o aplicación
del plan de igualdad, en los supuestos en que la obligatoriedad del mismo responda
a la exigencia administrativa en un procedimiento sancionador. Aquí se alcanza la
paradoja: el incumplimiento de la obligación legal o convencional no es sancionable, y sí lo es el de la exigencia administrativa. Nueva muestra de la necesidad de
depurar de trasnochados intervencionismos nuestras relaciones laborales.
Si a todo ello unimos que la exigencia legal de elaborar un diagnóstico de
igualdad corre el riesgo de ser utilizada como vía de predisposición de prueba contra el empresario, la conclusión es que puede producirse el mismo fenómeno que
ha tenido lugar en la prevención de riesgos laborales: una tendencia al cumplimiento puramente formal de las obligaciones, con una postura más bien defensiva, que
trate de blindarse frente a posibles sanciones, más que de avanzar en la aplicación
efectiva de los principios de la Ley en la práctica empresarial. La experiencia de la
prevención de riesgos laborales nos debería hacer corregir el rumbo, ahora que aún
estamos a tiempo.
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