carta pastoral de mons. felipe fernández

Anuncio
«Algunos mensajes del Beato José de Anchieta»
Carta Pastoral con motivo del IV Centenario de su muerte
Monseñor Felipe Fernández García
Queridos Diocesanos:
El 9 de Junio de 1597, en un escondido rincón del Brasil, Reritiba, hoy llamado
Ciudad de Anchieta, entregaba su vida a Dios el P. José de Anchieta, ilustre lagunero,
miembro de la Compañía de Jesús. Figura polifacética, no deja de causar asombro a
cuantos se acercan a ella. Valga, como ejemplo, la descripción con la que un
Embajador de Brasil en España lo ha presentado, a modo de visión panorámica, en
una excelente intervención, tenida precisamente aquí, en San Cristóbal de La Laguna:
«El P. José de Anchieta fue: Canario, por nacimiento, pese al indudable origen
vasco de su apellido paterno. Portugués, por formación universitaria. Un
hombre del Renacimiento, porque así lo hizo su época, lo que le permitió ser
todo lo que fue y en el más alto grado. Jesuita, seguramente por vocación, pero,
desde luego, por profesión. Brasileño, porque el destino se lo impuso.
Catequizador, por obligación misionera. Pedagogo, por obligación catequética,
y, por ello, también musicólogo. Dramaturgo, dicen que para uso pedagógico.
Poeta, quizá por devoción mística. Lingüista, digamos que porque no le quedó
más remedio, pero pionero y magistral con todo cuanto hacía. Etnógrafo,
porque las circunstancias se lo dieron hecho y supo aprovecharlas. Naturalista,
por afición que se sobrepasó a sí misma, llevándolo a ejercer la Medicina y
escribir sobre ella. Historiador e histórico a un tiempo: Historiador, porque él y
sus circunstancias así lo hicieron. Quizás podríamos decir también que fue un
político, pero es seguro que tuvo mucho de diplomático. Adelantado de los
medios de Comunicación como fuente y transmisión de noticias -hoy
periodismo-. Santo -Beato, todavía, para ser precisos- porque así lo reconoce la
Santa Madre Iglesia. Fundador, como corresponde a un misionero,
catequizador y pedagogo de la época. «Taumaturgo», porque así era
considerado, aún en vida. «Apóstol de Brasil», porque así fue llamado ya en
sus años. Dicen que «profeta», pero, reconocidamente, y como en todo, un
adelantado de su tiempo. Y todo, todo esto, ha hecho de José de Anchieta un
punto de referencia obligado, mítico y legendario, en la Historia de Brasil».
1
Por mi parte, sin pretender, en absoluto, una presentación completa y exhaustiva de la
figura del P. José de Anchieta, no quiero dejar pasar la celebración del IV Centenario
de su muerte sin recoger, al menos, algunos mensajes suyos, plenamente actuales,
que bien haríamos en escuchar e intentar vivir nosotros hoy.
Permitidme subrayar lo de «algunos». Otros muchos, ciertamente, podrían recogerse.
En estas líneas me contento con presentar «algunos». Y, como es obvio,
seleccionados por mí. Consciente de que no faltarán lectores que habrían preferido
seleccionar otros. Todos caben, estoy seguro. Y bien me gustaría que la selección
continuase por parte de mis diocesanos. Se habría cumplido así, al menos en parte,
una de las finalidades que me he propuesto en esta Carta: Dar a conocer más y más en
nuestra diócesis la figura del P. Anchieta para que más y más nos encariñemos los
diocesanos con ella y más y más pasemos del posible desconocimiento, en la medida
en que lo tengamos, al conocimiento, y de la admiración a la devoción y la imitación.
Valgan, pues, estos mensajes, algunos solamente, que recojo de la vida y obra del P.
Anchieta, para despertar interés, devoción e imitación. En este tiempo sinodal.
Cercanos ya el Adviento y la Navidad. Como carta del Adviento, este año. Para que
sepamos abrirnos al que viene y le dejemos nacer y reinar en nosotros como nació y
reinó en el P. Anchieta.
1. UN JOVEN QUE DICE «SÍ» A DIOS
Dejemos atrás la infancia de José de Anchieta. Nacido en San Cristóbal de La
Laguna, el 19 de marzo de 1534, hijo de Don Juan de Anchieta y de Doña Mencía
Díaz, el tercero de una familia numerosa, bautizado en la parroquia de Ntra. Señora
de los Remedios, pasemos por alto -y no es poco pasar- aquellos años en los que
correteó por ese bello rincón de la que es hoy la Plaza del Adelantado, años en que
aprendió a leer y escribir con los PP. Dominicos y fue iniciado en una cultura
humanista amplia y sólida. No entremos aquí tampoco en aquellas vivencias que, sin
duda, fueron configurando el alma y la personalidad de José de Anchieta: la oración
en familia, la Fiesta del Corpus, la figura del Santísimo Cristo de La Laguna, la
devoción a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María.
Dejemos atrás todo este tiempo, sobremanera interesante, y situémonos ya por los
años 1548 al 1553 en Coimbra, Portugal, adonde el joven -todavía adolescente- José
de Anchieta ha ido a cursar estudios universitarios, probablemente acompañado por
un hermano.
Situémonos ahí, en Coimbra, porque en esos pocos años recibió José de Anchieta dos
gracias que configuraron su vida definitivamente: la gracia de ser llamado a formar
parte de la Compañía de Jesús y la gracia de ser llamado a partir, como misionero,
2
para el inmenso Brasil. A las dos llamadas el joven José de Anchieta supo decir «sí».
Con este «sí» a Dios, enfocó su vida a Dios y la dejó ya, por entero, en las manos de
Dios. Dios la va a hacer extraordinariamente fecunda. Subrayemos este sí de José
de Anchieta a Dios.
Solemos creer, casi sin darnos cuenta, que las gestas de nuestros antepasados, en este
caso de nuestro santo, no tuvieron mucho mérito. Eran otros tiempos. Como si el “sí”
a Dios de José de Anchieta hubiera sido fácil. No es así. Coimbra era entonces una
ciudad universitaria abierta a la que venían estudiantes de muchos lugares. En pleno
Renacimiento, con lo que esta sacudida cultural traía consigo en cuanto a las
costumbres. La relajación moral era evidente. Y contra ella tuvo que defenderse el
joven Anchieta con una vida de piedad intensa y con un gesto que, casi por sí solo,
nos habla ya de la hondura religiosa y moral a la que había llegado Anchieta: el voto
de castidad que hizo ante una imagen de la Virgen María en la Catedral de Coimbra.
No le fue fácil a José de Anchieta decir sí a Dios. Brillante en sus estudios, dulce y
afable de carácter, «el canario», como se le conocía en los ambientes universitarios
por su natural gracejo, sólo llegó a decir sí a Dios por la gracia de su llamada, sin
duda alguna, pero también por su generosa respuesta.
«Un día, escribe el P. Julián Escribano, cayó en sus manos una copia de las cartas de
San Francisco Javier en la que contaba sus hazañas misioneras en el Extremo Oriente
y hacía un llamamiento a los fervores de la juventud para que se enrolara en la tarea
de trabajar por el Reino de Dios. Anchieta comprendió que una voz interior le
llamaba a semejantes trabajos, pero le frenaban sus aspiraciones humanas de gloria y
bienestar y le paralizaban unas depresiones de tristeza y melancolía que invadían su
espíritu. Fue la Virgen María quien disipó aquellas amarguras e indecisiones; en la
Catedral de Coimbra, ante una imagen de Nuestra Señora, se hizo claridad en su
alma. Consultó sus sentimientos con el P. Simón Rodríguez, uno de los primeros
compañeros de San Ignacio y fundador de la Provincia de Portugal de la Compañía
de Jesús, y tomó la determinación de solicitar el ingreso en la Compañía de Jesús. El
primero de mayo de 1551, cuando contaba diecisiete años de edad, entra en el
noviciado de Coimbra, entonces dirigido por el Padre Correira».
Tenemos, pues,
a José de Anchieta en el noviciado de los Jesuitas en Coimbra. En principio ha dicho
“sí” a la llamada de Dios a ser jesuita.
La llamada a ser misionero le iba a llegar antes del tiempo que él pensara y por los
caminos misteriosos de una enfermedad. Aquejado, tal vez, de una desviación de la
columna vertebral, o por algún golpe casual, el hecho es que sus espaldas se le
doblaron y quedó con ellas contrahechas. Su misma vocación corría peligro de quedar
en una ilusión. José de Anchieta temía ser despedido. Él se confiaba a Dios. Unas
3
palabras del P. Simón Rodríguez le sirvieron de bálsamo y seguridad: «No hay de qué
apurarse, hermano. Esto prueba que Dios te ama y quiere servirse de ti para su gloria
en la Compañía de Jesús».
Y la respuesta vino por la llamada de Dios a tierras de Brasil. Por entonces, llegaban
ya noticias interesantes de los misioneros jesuitas en aquel grande e inmenso país: de
su clima, de la variedad de sus plantas, de otros aires. Los médicos y los superiores,
con gran contento de Anchieta, vieron en el cambio una posibilidad de mejora del
joven novicio. Anchieta supo leer en ello la Providencia de Dios, y el 8 de mayo de
1553, a los 19 años, parte para Brasil con la tercera expedición de jesuitas misioneros.
Enfermo, deforme y dolorido, se abandona a los caminos de Dios consciente, quizá
para siempre, de que no podría apoyarse nunca en sí mismo, en su salud, su cultura,
sus cualidades, sino sólo y exclusivamente en la fuerza de Dios. José de Anchieta dijo
sí a Dios, a este Dios que le lleva por caminos misteriosos, a este Dios que sabe lo
que nos conviene y lo que Él puede hacer a través de nosotros si le dejamos actuar
con libertad.
Parémonos un momento: No es cualquier cosa ver a un joven decir “sí a Dios” al
sentirse llamado a la vida religiosa y decir sí a Dios al sentirse llamado a la vida
misionera. En ese sí a Dios está naciendo la que después sería gran figura, el Beato
José de Anchieta. En ese sí a Dios, que recoge y unifica los dinamismos todos de una
rica personalidad, como la de José de Anchieta, se está generando el misionero, el
catequista, el pedagogo, el civilizador, el defensor de los indios, el fundador de
ciudades, el buscador de la paz. En ese sí a Dios está naciendo un hombre admirable
y está naciendo un gran santo.
Sí. Parémonos un momento y reflexionemos sobre cómo la fe, la apertura a Dios, el
dejar entrar a Dios en nuestra vida, despierta energías y genera energías
insospechadas en el corazón del hombre.
Parémonos un momento y reflexionemos sobre cómo la vocación a la vida religiosa,
con sus tres votos de pobreza, castidad y obediencia, así como cualquier vocación de
especial consagración, vivida con hondura, es fuente de libertad, camino de plenitud,
anuncio de fecundidad.
Parémonos un momento y, al ver a José de Anchieta emitiendo su voto de castidad a
los pies de una imagen de la Virgen, reflexionemos, de verdad, sobre el sentido de la
sexualidad y el valor de la castidad.
Parémonos un momento y reflexionemos: Si todos descubriésemos el valor humano de
la Religión y, en concreto, de la fe cristiana. Si hubiese, también hoy, muchos jóvenes
que supiesen escuchar a Dios y decir sí a Dios. Si, también hoy, supiésemos descubrir
el sentido y el valor de la castidad, cada uno según nuestra vocación y misión.
4
2. EL APÓSTOL DE BRASIL
El 13 de Julio de 1553 llega la expedición de los misioneros jesuitas, entre los que se
encuentra José de Anchieta, a Bahía de Todos los Santos, Brasil. Comenzaba así la
insospechada e inmensa aventura de quien sería llamado, más tarde, el Apóstol de
Brasil, tierra en la que iba a permanecer Anchieta hasta su muerte en 1597. Imposible
abordar aquí la presentación, aunque no sea más que esquemática, de una vida y una
obra que parecen increíbles. Habría que recorrer no pocos escenarios geográficos del
Brasil e ir distinguiendo etapas claramente señaladas: José de Anchieta como
Hermano, como sacerdote, como Superior Provincial de los jesuitas.
Suelen recordarse datos de primera magnitud como el de aquel momento humilde en
el que, con una Eucaristía celebrada el día de la conversión de San Pablo, en
Piratininga, con la presencia, entre otros, del Hermano José de Anchieta, el 25 de
Enero de 1554, se estaban poniendo los cimientos de la hoy populosa ciudad de Sao
Paulo. O aquel episodio impresionante de la negociación de la paz con los indios
tamoyos, en el que el Hermano José se queda como rehén de los indios, año de 1563,
corriendo con toda clase de riesgos, de los que sale airoso, sin embargo, bajo la
protección de la Virgen María, para quien comienza a componer, por este tiempo, su
célebre Poema Mariano. O el hecho de que estuviese presente en la fundación de Río
de Janeiro, año de 1565.
Es evidente que, en el conjunto de su obra apostólica, no pueden obviarse hechos tan
relevantes como el de ser el autor de la primera gramática de la lengua tupí-guaraní,
«Arte de gramática da lingua mais usada na Costa do Brasil», así como el autor de
diversas obras catequéticas en esa misma lengua como Diálogos de la fe, lengua, por
cierto, que él llegó a dominar con la soltura con que hablaba el castellano, el
portugués y el latín. Es evidente igualmente que habría que detenerse en su
producción literaria en castellano, portugués, latín y tupí, reconocida mundialmente y
de una manera muy especial en Brasil, donde, con toda razón, es tenido por el
iniciador de la poesía brasileña y por el primer poeta brasileño.
Y así podríamos continuar aludiendo a otros muchos aspectos de la vida del P.
Anchieta, dignos de toda admiración y de todo elogio. Pero es imposible, repito,
abordar aquí la riqueza de una vida y una obra que parecen, si uno se detiene a
contemplarlas, literalmente increíbles. No voy, pues, a intentar seguir ese camino
imposible en unas pocas líneas. Ni creo que sea lo más necesario o conveniente en
estos momentos, pensando en el conjunto de mis diocesanos.
Acierte o no, me parece que puede resultarnos mucho más provechoso y, ciertamente,
más asequible a la mayoría de nosotros, más allá de tantas vicisitudes como podrían
narrarse del P. Anchieta, intentar descubrir su vigor evangélico, su alma apostólica,
5
su fibra misionera. Y es aquí donde me parece que nada puede suplir la propia
palabra del P. Anchieta, aquella palabra que él escribió, fundamentalmente, como
cronista de su aventura misionera, pero en la que él nos ha dejado tanta veces un
retrato interior suyo que, quizá, si somos sinceros, nos avergüence y nos estimule al
mismo tiempo. Nos avergüence de vernos tan lejos de semejante espíritu y nos
estimule para saber prescindir de tantas cosas en las que sacerdotes, religiosos y fieles
cristianos nos vemos enredados, a veces, por no vivir desnudamente el Evangelio.
He aquí, pues, sin cuidar mucho del orden en que los transcribo, algunos textos del P.
José de Anchieta, que bien me gustaría que nos marcasen a todos nosotros. Allá por
el año 1554, plenamente entregado a su misión en Piratininga, escribe al P. Ignacio de
Loyola:
«Estamos aquí en el momento presente siete hermanos con el Rvdo, en Cristo,
P. Manuel de Nóbrega. Desde Enero hasta el presente, vivimos a veces más de
veinte, contando los niños catequistas, en una casita pobrecita, hecha de
madera y barro, cubierta de paja. Tiene de largo catorce pasos y diez de
ancho, y es al mismo tiempo escuela, enfermería, dormitorio, comedor, cocina
y despensa. Mas no echamos de menos las anchas habitaciones que tienen
muchos hermanos nuestros, pues nuestro Señor Jesucristo fue puesto en lugar
más estrecho cuando se dignó nacer en un pobre pesebre entre dos brutos
animales y todavía más estrecho muriendo por nosotros en la cruz».
En cuanto a su sustento, valga, como pista, lo que escribe en esa misma carta:
«Las cosas necesarias para la conservación de nuestras vidas las adquirimos
con el trabajo de nuestra manos, como el Apóstol San Pablo, para no gravar a
nadie. (.) No podemos dejar de admirar mucho la grandísima bondad de Dios
con nosotros, que nos conserva perfectamente la salud del cuerpo, careciendo
nosotros completamente de todo mimo, siendo el alimento indispensable muy
insípido y de poca substancia, no dejándonos la tierra vivir en delicias».
«Ahora esperamos, escribe en otra ocasión, un cierto género de hormigas, las
cuales cuando hechan enjambre son los hijos un poco grandes, y éstas tenemos
acá por manjar delicado, y no pensamos que tenemos poco cuando las
tenemos».
De su actividad apostólica, podrían narrarse múltiples y muy diversas experiencias:
en escuelas, aldeas, rincones nunca visitados hasta entonces por misionero alguno,
aventuras en la selva, aventuras en el mar. En una de esas cartas, hace alusión a su
actividad escolar en estos términos:
«Estamos, como les he escrito, en esta aldea de Piratininga donde tenemos una gran
escuela de niños, hijos de indios, enseñados ya a leer y escribir, y que aborrecen
6
mucho las costumbres de sus padres, y algunos saben ayudar a cantar las misas. Estos
son nuestra alegría y consolación, porque sus padres no son muy domables, aunque
sean muy diferentes de los de otras aldeas, porque ya no matan ni comen contrarios,
ni beben como antes (.) Nuestro principal fundamento está en la doctrina de los niños,
a los cuales enseño a leer, escribir y cantar; éstos trabajamos por tener debajo de
nuestra mano para que después vengan a suceder en lugar de sus padres y hagan
pueblo de Dios».
Hay, sin embargo, textos en sus cartas que nos introducen más cerca todavía en su
aventura misionera, aventura llena de peligros, incertidumbres, sacrificios. Textos de
corte paulino y que han quedado para nuestra enseñanza y nuestro estímulo. Leamos
alguno a propósito del esfuerzo sobrehumano que hacían los misioneros por atender a
los enfermos:
«De otros muchos podría contar, máxime esclavos, de los cuales unos mueren
bautizados de hace poco, otros que ya hace días que lo son, hecha su
confesión, se van para el Señor. Por lo cual casi sin cesar andamos visitando
varias poblaciones así de indios, como de portugueses, sin tener en cuenta con
calmas, lluvias o grandes crecidas de ríos, y muchas veces de noche por
bosques muy oscuros socorremos a los enfermos, no sin trabajo, así por la
aspereza de los caminos, como por la incomodidad del tiempo, máxime siendo
tantas estas poblaciones y tan lejos unas de otras, que ni nosotros bastamos a
acudir a tan varias necesidades como ocurren ni aunque fuéramos muchos
más pudiéramos bastar. Júntase a esto que nosotros, que socorremos a las
necesidades de los otros, muchas veces estamos indispuestos y, fatigados de
dolores, desfallecemos en el camino, de manera que apenas lo podemos
acabar; así que no menos parecen tener necesidad de ayuda los médicos que
los mismos enfermos.
Mas, nada es arduo a los que tienen por fin solamente la honra de Dios y la
salud de las almas, por las cuales no dudarán poner la vida. Muchas veces nos
levantamos del sueño para atender a los enfermos y a los que mueren. Héme
detenido en contar sobre los que mueren, porque aquel se ha de contar
verdadero fruto que permanece hasta el fin; porque de los vivos no osaré
contar nada aunque haya, por ser tanta la inconstancia en muchos, que no se
puede ni debe prometer de ellos cosa que haya mucho de durar.
Mas, “bienaventurados los muertos que mueren en el Señor”, los cuales libres
de las peligrosas aguas de este mudable mar, abrazada la fe y los mandamientos
del Señor, son trasladados a la vida “libres de las prisiones de la muerte”, y así
los bienaventurados óbitos de éstos nos dan tanta consolación que puede
mitigar el dolor que recibimos de la malicia de los vivos.
7
Y con todo trabajamos con mucha diligencia en su enseñanza, amonestándoles
con públicas predicaciones y particulares pláticas a que perseveren en lo que
han aprendido. Confiésanse y comulgan muchos cada domingo; vienen
también de los otros lugares donde están desperdigados a oír misas y a
confesarse».
No convendría pasar con excesiva facilidad por encima de los peligros y trabajos que
la vida misionera de José de Anchieta y de sus compañeros llevaba consigo.
Deberíamos, más bien, saber detenernos y asombrarnos y avergonzarnos mirándonos
a nosotros. He aquí otro párrafo admirable que merece la pena leer y del que tanto
podemos aprender:
«Los peligros y trabajos que en esto se pasan, se pueden conjeturar por la
diversidad de los lugares a los que se acude. Peligros de culebras, de que hay
grandísima copia en estas tierras, de diversas especies, que ordinariamente
matan con su veneno. Riesgos de osos o tigres, que también son muchos por
estos desiertos y bosques, por donde hay que caminar. Peligros de enemigos,
de los que algunas veces por divina providencia han podido escapar.
Tormentas por mar y naufragios, travesías de ríos caudalosos, todo esto es
muy ordinario. Calmas muchas veces excesivas, que parece llegar uno a punto
de muerte, de que se viene a pasar grandes enfermedades. Frío (especialmente
en la Capitanía de San Vicente), en el campo y en las selvas, donde han
hallado muchas veces indios muertos de frío. Y así acontecía muchas veces, al
menos a los principios, no poder dormir la mayor parte de la noche a causa
del frío en los bosques por falta de ropa y de fuego; porque ni medias ni
zapatos había, y así andaban las piernas quemadas de las heladas y las
lluvias, muchas y muy densas y continuas.
Y con todo esto grandes riadas, y muchas veces se pasan aguas muy frías, por
largo espacio, hasta las cinturas y aun hasta el pecho. Y todo el día con lluvia
muy densa y fría, gastando gran parte de la noche en enjugar la ropa al fuego,
sin tener otra que mudarse. A nada de esto se niegan los nuestros. Antes, sin
diferencia de tiempos, día y noche, les asisten. Con lo que se han ganado al
Señor muchas almas en todo El Brasil».
Nada tiene de extraño que, en una carta suya a los hermanos enfermos de Coimbra,
escrita en marzo de 1556, pensando en aquellos que pudiesen mejorar en su salud y
pudiesen sentirse llamados a la aventura misionera, les escribiese con franqueza:
«También os digo, mis carísimos, que no es suficiente salir de Coimbra con
cualquier fervor que se enfría antes de pasar la frontera o se enfría después
con deseos de volver a Portugal. Hace falta, hermanos, traer las alforjas
llenas, que duren hasta terminar la jornada, porque sin duda los trabajos de
8
aquí, que tiene la Compañía, son grandes y es menester que haya tal virtud en
cada uno que se pueda fiar de él la Compañía, porque, si sucede que tenga que
andar un hermano entre los indios seis, siete meses sin confesión ni misa, en
medio de la maldad, se ve claramente que es conveniente y es necesario ser
santo para ser Hermano de la Compañía. (.) No os digo más, sino que os
abastezcáis de gran fortaleza interior y grandes deseos de padecer, de manera
que, aunque los trabajos sean muchos, os parezcan pocos».
Este temple, que el Hermano Anchieta pedía a los posibles nuevos misioneros
portugueses, lo pedía más tarde el P. Anchieta, sacerdote ya, a los cristianos en
Brasil. Valga, como muestra, el siguiente párrafo de un sermón que pronunció en San
Vicente, octubre de 1567, comentando aquellas palabras de la Escritura: ¿Quién es el
hijo a quien su padre no corrige? (Hb 12,17) y aquellas otras: Yo a los que amo los
reprendo y corrijo (Ap 3,19), con aquellas del Deuteronomio: Heriré y sanaré (Dt
32,39), decía:
«¿Sabéis, hermanos míos, para qué os hiere Nuestro Señor? Para sanaros. Os
hiere con pérdidas temporales de la hacienda para que trabajéis por no perder
los bienes eternos de los que os quiere hacer herederos en el cielo. Permite
que seáis afrentados y os venga alguna deshonra, para que nos os fiéis de las
honras del mundo, que es falso, y honra para deshonrar, y veáis cuánta mayor
deshonra será ser descubiertos todos nuestros pecados delante de todo el cielo
y de la tierra en el día del juicio y de allí viniereis a tener aquella deshonra
eterna del infierno y ser pisados debajo de los pies de los demonios.
Y, con miedo de esto, como dice David, “llena su faz de ignomia y buscarán tu
nombre, Señor”, viéndoos afrentados por el mundo, y con el rostro lleno de
vergüenza, busquéis el nombre y la honra de Dios, Nuestro Señor, guardando
sus mandamientos, que es la verdadera honra y camino cierto para alcanzar la
honra eterna. Os hiere con enfermedades y dolencias para que escapéis de
aquella dolencia incurable del infierno. Finalmente, todos los trabajos y
necesidades, de cualquier clase que sean, que os permite venir en esta vida,
son heridas de su piadosa mano, que proceden del infinito amor que nos tiene
y del deseo de salvarnos. Para que por ellas, conozcamos las heridas del alma
y tratemos de curarlas, acercándonos a Cristo, Nuestro Señor, verdadero
médico y padre nuestro. De manera que los trabajos y miserias de esta vida,
dolencias, pérdidas y otros castigos de Dios, para nuestro bien son dados, y
muestras son de amor que nos tiene Nuestro Señor».
Impresiona leer textos así sabiendo que son pura y sencillamente descripción de una
vida, de su vida. La vida de un apóstol que supo integrar la promoción humana y
social en la evangelización que tan dentro llevaba de su alma como misionero. La
9
vida de un apóstol que supo inculturizarse aprendiendo la lengua de los indios y
hablándola a la perfección, escribiendo libros en su lengua, conociendo su historia, su
geografía y sus costumbres mejor que ellos, presentándoles la fuerza purificadora y
transformante del Evangelio:
«Anchieta llegó a vivir plenamente -comenta el P. Julián Escribano- la vida de
los indígenas en lo que tiene de pobreza, de incomodidad, de carencia de formas
sociales; pero le entregó sin reservas su fe, su cultura, sus conocimientos.
Anchieta puso un nivel nuevo en aquel pueblo al que se entregó. En su amor
llevaba la brisa de lo infinito que les va a hacer renacer. La aldea en que murió,
lleva hoy su nombre: Anchieta; es todo un símbolo. Lo indio no desaparece pero
se eleva en Anchieta. Es su nuevo sentido-cultural y religioso».
Hace bien leer textos así, sabiendo que fueron hechos vida, y aun sobrepasados, por
la vida de todo un apóstol que enseñó, bautizó, curó, construyó templos, levantó
hospitales, predicó, escribió. Todo un apóstol. Canario de nacimiento. Apóstol del
Brasil. Pero no puedo concluir este apartado sin hacer, al menos, alusión al encuentro
en Brasil entre nuestro Beato José de Anchieta, y otro Beato, Ignacio de Acevedo,
nacido en Oporto, especialmente entrañable también para nuestra diócesis juntamente
con sus compañeros mártires de Tazacorte.
Corría el año 1566. El general de los jesuitas, San Francisco de Borja, había
nombrado a Ignacio de Acevedo Visitador del Brasil, y hacia allá se encamina ese
mismo año Ignacio de Acevedo para llegar el 24 de agosto a la ciudad de Bahía.
Allí se encuentra con su antiguo amigo de Coimbra, José de Anchieta, y con él pasa
horas y horas de conversación, oración, viajes, estudio, planificación. José de
Anchieta le era particularmente útil a Ignacio de Acevedo por su conocimiento de la
lengua y las costumbres de los nativos. Todo fue como un sueño. Eran años de
abundantes vocaciones y se esperaban refuerzos para el inmenso campo que allí se
abría a la misión.
Al final, año de 1568, el regreso a Europa de Ignacio de Acevedo para informar a sus
superiores. ¿Sentirían algo especial los dos jesuitas al despedirse con un abrazo?
¿Sentiría algo especial alguno de ellos? ¿Sentiría José de Anchieta que aquel abrazo
era el último y definitivo abrazo que se daban en este mundo?
No tenemos ninguna noticia en este sentido. Pero, cuando José de Anchieta se enteró,
años después, del martirio de Ignacio de Acevedo, el 15 de Julio de 1570, con otros
treinta y nueve jesuitas que navegaban como misioneros hacia Brasil, en aguas
canarias, cerca de Tazacorte, estoy seguro de que alguna lágrima vertió.
Experimentaba, una vez más y de otra manera, cuánto costaba ser misionero. Aunque
quizá sintió envidia de él por su martirio. Lo que sí sabemos es que no le fue
indiferente el hecho.
10
Algunas poesías suyas, dedicadas a Ignacio de Acevedo y compañeros, lo atestiguan.
Quede aquí una muestra para nuestra ilustración y meditación:
Los que muertos veneramos
por su Dios,
si no los seguimos nos,
¿qué ganamos?
Los que las honras del mundo
despreciaron,
y las deshonras amaron
de la cruz,
éstos, con su buen Jesús,
de la muerte triunfaron.
Sin ningún temor pasaron
a la vida que esperamos,
en sus manos con los ramos
del triunfo, que alcanzaron,
los que muertos veneramos.
Vivieron vida del cielo,
continuamente muriendo,
a sí mismos persiguiendo,
sin querer ningún consuelo,
de los que mueren viviendo.
Al tirano no temiendo,
muy feroz,
sufren muerte muy atroz,
muy contentos,
y con crueles tormentos,
dan la vida por su Dios.
Amadores de pobreza,
celosos de castidad,
paciencia con humildad
juntaron con sencilleza,
obediencia y caridad.
Si queremos de verdad,
ser de Dios,
hermanos, decidme vos
si podemos
alcanzar lo que queremos,
si no los seguimos nos.
11
3. EL SECRETO DEL P. ANCHIETA
La vida de José de Anchieta asombra a cuantos se acercan a ella. Parece irreal.
Increíble. Y, sin embargo, está ahí. Bueno es preguntarnos: ¿Cuál fue el secreto de
una vida tan rica, tan impresionante, tan fecunda? Dos textos autorizados pueden
servirnos de respuesta al mismo tiempo que de invitación a cada uno de nosotros.
El primer texto es del P. General actual de los jesuitas, el P. H. Kolvenbach, quien
aludiendo al dinamismo llamativo del P. José de Anchieta, escribe:
«Todo esto tenía su raíz, se alimentaba constantemente y encontraba su
expresión en una fe inquebrantablemente vivida en las duras condiciones de la
vida real. Dios era su roca. Ser contemplativo en la acción no debía ser una
simple frase. Era una experiencia que brotaba de su experiencia de la majestad
y del amor de Dios. En medio de sus trabajos, fatigas y actividades (que hoy
mismo parecerían insoportables a personas de buenas salud), vivía el
insondable misterio de Cristo, se familiarizaba con Él, y así comunicaba su fe,
esperanza y caridad a los hombres. Familiarizado de cómo el amor de Dios
puede darse, se daba con ese amor al servicio infatigable de los hermanos. Era
un hombre para otros, porque era un hombre de Dios. Un hombre que veía en
cada semejante un hijo querido del Padre, y luchaba en consecuencia porque se
amaran mutuamente como hermanos. Su vida de oración, su abnegada vida, su
celo apostólico le hicieron hombre del Padre, de quien éste podía disponer
como de otro Cristo, para el cumplimiento de sus designios de salvación».
El segundo texto es de Juan Pablo II. En la hermosa homilía que predicó en Sao Paulo,
en 1980, apenas un mes después de haber beatificado a José de Anchieta, dijo el Papa:
«El P. Anchieta se multiplicó incansablemente, a través de tantas actividades,
hasta el estudio de la fauna y de la flora, de la medicina, de la música y de la
literatura; pero todo ello lo orientó al verdadero bien del hombre, destinado y
llamado a ser y vivir como auténtico hijo de Dios.
¿De dónde sacó el P. Anchieta la fuerza para realizar tantas obras en una vida
totalmente consagrada a los demás, hasta morir extenuado, cuando todavía
estaba en plena actividad?
Ciertamente no de una salud de hierro. Por el contrario, siempre tuvo una salud
precaria. Durante sus viajes misioneros, hechos con poca o ninguna
comodidad, sufrió continuamente en su cuerpo las consecuencias de un
accidente sufrido en su juventud.
¿Tal vez sacó esa fuerza de sus talentos y dotes humanas? En parte sí. Pero ello
no lo explica todo. Con esta afirmación no se llega a la verdadera raíz. El
12
secreto de este hombre era su fe: José de Anchieta era un hombre de Dios.
Como S. Pablo podía decir: Sé a quién me confié.
Desde el momento en que, en la catedral de Coimbra, se ofreció a Dios y a la
Virgen María, hasta su último suspiro, la vida de José de Anchieta fue de una
caridad lineal: Servir al Señor, estar a disposición de la Iglesia, prodigarse por
aquellos que eran o debía ser hijos del Padre que está en los cielos. Por
cierto, que no le faltaron dolores y penas, decepciones y fracasos. En esto tiene
su parte y es el pan de cada día en todo apóstol de Cristo, en todo sacerdote del
Señor. Pero en medio de su incansable y continuo sufrimiento, jamás le faltó la
calma, la serena y viril certeza en el Señor Jesús, con quien se encontraba y a
quien se unía en el Misterio Eucarístico; a quien se entregaba constantemente
para dejarse plasmar por su Espíritu.
José de Anchieta había comprendido cuál era la voluntad de Dios respecto a él,
el mismo día en que se arrodilló humildemente delante de la imagen de Nuestra
Señora. La Madre del Salvador comenzó a preocuparse por él y él a nutrir un
amor tiernísimo hacia ella. Él supo enseñar a sus “brasiles” a conocerla y
amarla. La unión con Dios, profunda y ardiente; su apego vivo y afectuoso a
Cristo Crucificado y Resucitado, presente en la Eucaristía; el tierno amor a
María: ahí está la fuente de donde fluía la riqueza de la vida y la actividad de
Anchieta, auténtico misionero, verdadero sacerdote».
Se «explican» así la vida y obra del P. José de Anchieta y su fecundidad. Vida con
obras admirables. Vida y obra que se nutren por entero de Dios.
4. TRES SUBRAYADOS
En la vida espiritual y apostólica del P. Anchieta, son muchas las cosas que llaman la
atención. Figura polifacética, digámoslo una vez más, no son pocos los aspectos en
que, increíblemente, sobresale con gran relieve. Piénsese, por poner un ejemplo
significativo, en todo lo que podría escribirse a propósito de su esfuerzo por conocer
la lengua y la cultura de los indígenas, su inculturación entre ellos, su contribución a
la literatura brasileña.
Ahora bien, puesto a escoger con el pensamiento centrado en el bien de nuestra
diócesis, y aunque casi no pueda hacer otra cosa que mencionarlos, deseo presentaros
sencillamente tres subrayados:
a). Su devoción a la Virgen María y su estima de la castidad.
b). Su devoción a Cristo en la Eucaristía.
c). Su sensibilidad por los más pobres y su defensa de los indios.
13
a). Devoción a la Virgen y estima de la castidad.
De su devoción a la Virgen, que él bebió, sin duda, en las comunidades cristianas de
su ciudad, San Cristóbal de La Laguna, valga recordar tres momentos llenos de
simbolismo:
- Aquel momento, en Coimbra, en que ante una imagen de la Virgen ofreció a Dios
su castidad para siempre, y donde, probablemente, sintió confirmada su vocación
a ser jesuita.
- El momento en que, rehén de los indios tamoyos, promete escribir el Poema
Mariano en honor de la Virgen implorando protección y cuyo sentido el mismo
José de Anchieta nos reveló en unos versos latinos que dicen así:
«He aquí, Madre Santísima, los versos que te prometí una vez, cuando yo
me encontraba rodeado por el feroz enemigo, mientras mi presencia
suavizaba a los hostiles tamoyos y yo me esforzaba con tranquilidad por
una paz desarmada. Entonces tu gracia me favoreció con amor
maternal; mi cuerpo y mi alma se salvaron por tu protección. Más de
una vez deseé, por inspiración divina, sufrir dolores y dura cárcel junto
con una muerte cruel, pero, sin embargo, mis deseos fueron objeto del
merecido rechazo, pues tamaña gloria sólo está reservada a los héroes».
- Finalmente, como ejemplo de su tiernísima devoción a la Virgen María,
traigamos a colación aquella estrofa de la última obra que el P. Anchieta escribió
y en la que, sintiendo ya cercana su partida de este mundo, se encomienda a la
Virgen María para la hora de su muerte con estas sentidas palabras:
Pártome, sin me partir
de Vos, mi madre y señora,
confiado que, en la hora
en que tengo de morir,
seréis mi visitadora.
Estrechamente vinculada a su devoción a la Virgen aparece en el P. Anchieta su
estima y su guarda de la castidad. No está hoy muy de moda hablar sobre la castidad
ni valorar la observancia de la castidad. Y no es poca la confusión reinante en el
nivel de los criterios ni el laxismo imperante en muchas conductas.
Sin intentar, por mi parte, un tratamiento mínimamente completo de la cuestión,
permitidme recordar un principio fundamental para nuestra orientación, principio
que tomo del Catecismo de la Iglesia Católica, y permitidme ampliar un poco el
testimonio del P. Anchieta a este respecto.
14
Del Catecismo de la Iglesia Católica me parece oportuno recoger la siguiente
afirmación: «Todo bautizado es llamado a la castidad. El cristiano se ha “revestido de
Cristo” (Ga 3,27), modelo de toda castidad. Todos los fieles de Cristo son llamados a
una vida casta según su estado de vida particular. En el momento de su Bautismo, el
cristiano se compromete a dirigir su afectividad en la castidad» (CIC 2348).
«La castidad “debe calificar a las personas según los diferentes estados de vida: a
unas, en la virginidad o en el celibato consagrado, manera eminente de dedicarse
más fácilmente a Dios solo con corazón indiviso; a otras, de la manera que determina
para ellas la ley moral, según sean casadas o celibatarias” (CDF, decl. «Persona
humana» 11). Las personas casadas son llamadas a vivir la castidad conyugal; las
otras practican la castidad en la continencia» (CIC 2349).
En cuanto al testimonio del P. Anchieta, tan vinculado a la devoción a la Virgen
María, ningún escenario más elocuente que el de Iperui, cuando el Hermano
Anchieta se queda solo, como rehén de los indios tamoyos, mientras en otro lugar se
negociaba la paz. Es ahí, en ese momento, cuando, según nos cuenta un autorizado
biógrafo, José de Anchieta tuvo que vencer especiales y extraordinarias dificultades:
«Entre las angustias de muerte, hambre y frío, no le faltaron dificultades
morales. La mujeres indias tentaban continuamente su castidad, que era, como
hemos dicho, un misterio para los indios. Para defenderse, este hombre de 29
años, en plena virilidad, consciente de su propia debilidad, si Dios no le
hubiera ayudado, hizo voto a la Santísima Virgen de escribir su vida en versos,
con la seguridad de que ella le libraría de toda falta. Y comenzó, pronto, a
poner en práctica su promesa. Paseando por la playa, sin tinta ni papel, iba
componiendo los versos mentalmente y los iba memorizando. Es probable que
alguna vez, sobre la arena y con un bastoncillo, escribiría algún verso más
difícil. De aquí nació la leyenda de que los escribió sobre la arena. Sólo por
una confidencia de Anchieta a Monseñor Pedro Leitao, amigo y antiguo
compañero de Coimbra, tenemos conocimiento de una composición y
memorización tan singulares. Cuando Anchieta regresó a San Vicente
completó el poema a la Virgen y lo publicó. Son 5.785 versos, en dísticos
latinos, a la manera del poeta Ovidio. Se trata de los hechos principales de la
Virgen María, y se exalta la virginidad consagrada. El poema está todo él
entretejido de elevaciones líricas, en las que son protagonistas la Virgen María,
su Hijo divino y el mismo Anchieta, que representa la humanidad pecadora,
perdonada y salvada».
El mismo P. Anchieta, con una delicadeza admirable, no deja de hacernos entrever
las difíciles pruebas que tuvo que superar. En una carta al P. Laínez escribe:
15
«Los indios, en los primeros meses de Iperui, nos hacían todo el tratamiento
posible a su pobreza y bajeza. Y, porque tienen por gran honra, cuando van
algunos cristianos a su casa, darles sus hijas y hermanas para que queden por
sus yernos y cuñados, nos quisieron hacer la misma honra, ofreciéndonos sus
hijas y repitiéndolo muchas veces; mas, como les diésemos a entender, que no
solamente aquello que era ofensa de Dios aborrecíamos, más que ni aun
éramos casados, ni teníamos mujeres, quedaron así ellos como ellas
satisfechos de cómo éramos tan sufridos y continentes, y teníamos mucho
crédito y reverencia».
No está de moda hablar hoy sobre la castidad y, mucho menos, sobre la castidad
consagrada. Pero testimonios como el del P. Anchieta, con una vida tan fecunda, tan
rica, tan madura, tan entregada a Dios y a los hombres, pueden y deben hacernos
pensar. En esta perspectiva se expresa el Papa en su Exhortación Apostólica
postsinodal sobre la vida consagrada ante la provocación que presenta el mundo a los
consejos evangélicos y de la que transcribo el siguiente párrafo:
«La primera provocación proviene de una cultura hedonística que deslinda la
sexualidad de cualquier norma moral objetiva, reduciéndola frecuentemente a
mero juego y objeto de consumo, transigiendo, con la complicidad de los
medios de comunicación social, con una especie de idolatría del instinto. Sus
consecuencias están a la vista de todos: prevaricaciones de todo tipo, a las que
siguen innumerables daños psíquicos y morales para los individuos y las
familias. La respuesta de la vida consagrada consiste ante todo en la práctica
gozosa de la castidad perfecta, como testimonio de la fuerza del amor de Dios
en la fragilidad de la condición humana.
La persona consagrada manifiesta que lo que muchos creen imposible es posible y
verdaderamente liberador con la gracia del Señor Jesús. Sí, ¡en Cristo es posible
amar a Dios con todo el corazón, poniéndolo por encima de cualquier otro amor, y
amar así con la libertad de Dios a todas las criaturas! Este testimonio es necesario
hoy más que nunca, precisamente porque es algo casi incomprensible en nuestro
mundo. Es un testimonio que se ofrece a cada persona -a los jóvenes, a los novios,
a los esposos y a las familias cristianas- para manifestar que la fuerza del amor de
Dios puede obrar grandes cosas precisamente en las vicisitudes del amor humano,
que trata de satisfacer una creciente necesidad de transparencia interior en las
relaciones humanas» (VC 88).
Ante la provocación que nos viene de la cultura mundana, he ahí la respuesta de la
vida consagrada y el testimonio de los consagrados, necesario hoy más que nunca. El
testimonio del P. Anchieta, asombroso, perdura todavía.
16
b) Devoción a Cristo en la Eucaristía.
De esta devoción tenemos múltiples pruebas como las misas celebradas diariamente
con ejemplar fervor, su prolongada acción de gracias después de celebrar, sus largos
espacios de adoración.
No voy a detenerme en ello. Permitidme, como única muestra, transcribir aquí algunas
estrofas de una tiernísima poesía suya a Cristo en la Eucaristía, poesía que bien
haríamos en aprender de memoria todos los diocesanos y en meditarla frecuentemente:
Oh Dios infinito,
Por nos humanado,
Véoos tan chiquito
Que estoy espantado.
Estáis encerrado
En lugar estrecho
Porque en nuestro pecho
Queréis ser guardado.
Hame enamorado
Vuestra gracia y nombre,
Pues os come el hombre
De un solo bocado.
Pan y vino veo,
gusto pan y vino,
mas, sin desatino,
otra cosa creo.
Por eso peleo
contra mi sentido,
por que lo comido
es Dios que no veo.
Sólo en él empleo
la fe, con que vivo:
hágome captivo,
sin ver lo que creo.
D’éste me proveo
para mi camino:
este pan divino
harta mi deseo.
17
c). Sensibilidad por los más pobres y defensa de los indios.
La vida del P. Anchieta en Brasil sólo tiene sentido desde su entrega misionera a los
más pobres, especialmente a los indios, a quienes intentó llevar el Evangelio y, con
el Evangelio, facilitar unas condiciones de vida verdaderamente humana. Impresiona
la descripción que un contemporáneo suyo hace de él con ocasión de un viaje en el
que tomaron parte juntos:
«Venía (el P. José) detrás, con las haldas sujetas a la cintura, descalzo, y muy
cansado. Este Padre es un santo de gran ejemplo y oración, lleno de toda
perfección, despreciador de sí mismo y del mundo, una gran columna de esta
Provincia. De ordinario anda a pie, y no deja de caminar sino cuando está
enfermo. En fin, su vida es verdaderamente apostólica».
En esta estampa del P. Anchieta: descalzo, caminando a pie, cansado, podemos
descubrir toda una vida entregada hasta el fin a los más pobres. Pobres cuya dignidad
supo defender frente a los abusos -que no faltaban- de los poderosos. Valga, a este
respecto, el siguiente fragmento de un famoso sermón en el que contrapone las
actitudes de Jesús en la curación del criado del Centurión (cf. Mt 8,5-13) y del hijo
de un funcionario real o régulo (cf Jn 4, 46-53):
«Del Centurión escribe San Mateo que vino a pedir remedio para su criado
enfermo. Inmediatamente se ofreció el Señor: Ego veniam (Yo iré). Y a este
régulo, que era persona tan poderosa que le pedía que fuera a curar a su hijo,
no quería ir (.) Voy a deciros por qué Jesús se ofrece al siervo del centurión y
no quiso ir al hijo de régulo. ¿Sabéis por qué? Porque era semejante a él, era
siervo como él. Atended: Cristo, Nuestro Señor era semejante al hijo del régulo,
pues era verdadero y natural Hijo de Dios (.) Mas después que tomó carne
humana, después que por amor del hombre, que era esclavo del demonio, se
abajó tanto que se exinanivit (.) tomando forma de esclavo, todo el tiempo que
anduvo en este mundo, estuvo escondiendo la forma de Hijo de Dios, no
tratándose como rey ni como Hijo de Dios. Y mostró siempre por fuera la forma
y semejanza de esclavo, tratándose como esclavo, sujetándose a todos como
esclavo (.) porque no vino el Hijo de Dios a ser servido sino a servir.
Esta es la causa por la que Cristo dejó de curar al hijo del régulo y se ofreció
tan liberalmente para ir a sanar al esclavo. Para condenar la negligencia de
los hombres del Brasil que tan poco caso hacen de sus esclavos, que los dejan
estar amancebados y morir a veces sin bautismo y sin confesión. Y para que
sepamos estimar las cosas según su valor, no mirando al esclavo sólo como un
idiota y bestial y que me costó mi dinero, sino viendo en él representada la
imagen de Cristo Nuestro Señor, que se hizo esclavo para salvar a este esclavo
y servirme como esclavo durante 33 años, para salvarme a mí, que era esclavo
18
del diablo, para que yo también me haga ahora su esclavo, trabajando a su
servicio, salvándome a mí y al alma de mi esclavo».
El sermón parece un eco de la Carta de San Pablo a Filemón, devolviéndole y
recomendándole un esclavo, Onésimo, con el deseo de que lo recobrase para siempre,
«y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido» (Fil 1,15-16). El
Evangelio es siempre el mismo. San Pablo y el P. Anchieta bebían de la misma fuente,
siempre fecunda. Fuente que sigue ofreciendo agua a quien la quiera beber. Hoy,
especialmente, en el campo social a través de la Doctrina Social de la Iglesia.
5. EN LAS MANOS DE DIOS, HASTA EL FIN
Hace ahora cuatrocientos años, en 1597, en Reritiba, Brasil, hoy ciudad de Anchieta,
entregaba su vida a Dios el P. José de Anchieta, ilustre lagunero. El P. Julián
Escribano describe así el momento de su muerte:
«Allí, desde su lecho de enfermo pudo escuchar los cánticos y las oraciones de
la solemne procesión del Corpus Christi, acompañada por los millares de indios
de Reritiba, fiesta ocurrida el 5 de Junio. Desde su ventana contemplaba el río
Benavente. El día 9 por la mañana pidió el viático. Con plena lucidez de mente
y sentido respondió devotamente a las oraciones litúrgicas e, invocando el
nombre de Jesús y María y levantando las manos al cielo, después de media
hora de suave agonía entregó su alma a Dios. Muerto, parecía en éxtasis como
frecuentemente le sucedía al decir la Santa Misa».
Así entregó su vida a Dios José de Anchieta. Fueron no pocos los milagros que se
contaron hechos por él en vida. Tampoco faltaron milagros atribuidos a él después de
muerto. Pero yo prefiero ofrecer sencillamente a mis diocesanos el ejemplo de un
hombre que supo permanecer en las manos de Dios hasta el fin.
Hay, a este respecto, un dato y un escrito. El dato es el que, cuando sus superiores
le permitieron escoger el lugar de residencia que él prefiriese para los últimos años
de su vida, él escogió la obediencia.
El escrito es una carta suya a su antiguo Superior, el P. Tolosa, donde él explicita sus
sentimientos a propósito de la oferta que le habían hecho sus superiores y donde él
nos confirma todo el sentido de su vida: «ayudar en la doctrina a los Indios, con los
cuales me arreglo mejor que con los portugueses, porque a aquéllos vine a buscar en
el Brasil y no a éstos». Es más: en esta carta manifiesta su deseo de hallar la muerte
“desamparado, en alguna de esas montañas”, que él recorría todavía, donde podría
entregar su vida por todos los hermanos. Merece la pena transcribir el párrafo
fundamental de esta carta y merece la pena dejarnos enseñar por ella:
19
«No quiero libertad, porque sobre ser causa de ceguera y de errar el
camino, no sabe el hombre escoger lo que más le conviene. Y fuera gran
desatino, habiendo yo 42 años que dejé en todo la libre disposición de mí en
manos de los Superiores, querer ahora, al cabo de mi vejez, disponer de mí.
Me puse en manos del P. Fernâo Cardim (que iba de Rector de Río de
Janeiro) y ordenó Nuestro Señor que acompañase al P. Diego Fernandes en
esta aldea de Reritiba, para ayudar en la doctrina a los Indios, con los
cuales me arreglo mejor que con los portugueses, porque a aquéllos vine a
buscar en el Brasil y no a éstos.
Y podría ser que la Divina Sabiduría quiera que acompañe al mismo padre
en algunas entradas a la jungla, para atraer a algunos de ellos al seno de la
Iglesia. Y pues no merezco por otro camino ser mártir, al menos halle la
muerte desamparado, en alguna de esas montañas, ubi ponam animam
meam pro fratibus meis. La disposición corporal es flaca, pero ésta basta
con la fuerza de la gracia, que de parte del Señor no faltará. Y para que de
mi parte no falte, porrige Tu dexteram et benedic mihi filio tuo in Cto. Jesu
Dno. Nto. José».
Hasta aquí, queridos diocesanos, algunos mensajes entre tantos como el P. José de
Anchieta nos dejó con su vida y sus escritos, mensajes que continúa haciendo llegar
hasta nosotros.
Sé muy bien que esta Carta es fragmentaria. Necesariamente tenía que ser así ante
una figura tan excepcional como José de Anchieta. Por otra parte, conozco bien mis
limitaciones a la hora de escribirla y la he escrito sencillamente desde el afecto y el
interés pastoral, con la única pretensión de despertar mayor interés y afecto en mis
diocesanos por nuestro Beato lagunero. Dejándole hablar a él lo más posible, porque
nada puede sustituir la fuerza de su propia palabra.
Lo importante, a mi parecer, es que en nuestra Iglesia Diocesana procuremos
conocer todos un poco mejor a nuestro Beato, y que del conocimiento sepamos pasar
a la admiración, de la admiración a la invocación, de la invocación a la imitación.
Estamos, sin duda, ante una gran figura en el mundo de la cultura. Ante el canario,
probablemente, más universal. Quizá sólo el Hermano Pedro de Betancur puede
comparársele.
Ahora bien, estamos ante todo, y hemos podido verlo a lo largo de estas páginas,
dicho sea con las salvedades que nos pide la Iglesia, ante un gran santo, un hombre
de Dios, lleno de Dios, a quien, como laguneros, tinerfeños y canarios, debemos
aprender a invocar y debemos mirar para saber imitar. ¡Cuánto me gustaría que mis
pobres líneas pudiesen contribuir en alguna medida a ello!
20
Por mi parte, os las brindo con mi mejor afecto. En este año sinodal. En el caminar de
nuestra Iglesia. Y cercano ya el Adviento. Como si, a través del P. Anchieta, Dios
saliese este año especialmente a nuestro encuentro y nos estuviera diciendo algo
importante para cada uno de nosotros, para nuestro sínodo y para nuestra Iglesia.
Con esta esperanza invito al lector de esta Carta a elevar la siguiente Oración del
Centenario a nuestro Beato:
ORACIÓN AL PADRE JOSE DE ANCHIETA
Beato José de Anchieta, misionero incansable y apóstol del
Brasil, bendice a tu ciudad natal, San Cristóbal de La Laguna,
a nuestra Diócesis Nivariense y al Archipiélago Canario.
Inflamado por la gloria de Dios, atravesaste el océano
Atlántico y entregaste allá en el Nuevo Mundo tu vida en la
promoción de los indios, predicando a Cristo y haciendo el
bien: Que el legado de tu ejemplo fructifique en nuevas
vocaciones, nuevos apóstoles y nuevos misioneros en
nuestra tierra.
Profesor y maestro: bendice a nuestros niños, nuestros
jóvenes, y nuestros educadores canarios. Poeta y literato,
inspira a los escritores, artistas y comunicadores.
Consolador de enfermos y afligidos, protector de pobres y
desamparados: te encomendamos aquellos que más lo
necesitan y sufren en nuestra sociedad.
Ayuda también con tu intercesión a las familias y
comunidades y orienta a los que gobiernan los destinos de
nuestra tierra y de las naciones.
Y tú, que tanto veneraste a María Santísima, alcánzanos la
gracia de una tierna devoción a nuestra Madre y la gracia de
ser iluminados por su Hijo, Jesucristo, el mismo ayer, hoy y
siempre. AMÉN.
San Cristóbal de La Laguna, 16 de noviembre de 1997. Día de la Iglesia Diocesana.
† Felipe Fernández García
Obispo de Tenerife
21
Descargar