Nadar a la otra orilla

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Nadar a la otra orilla
por Ada Junko
Aimé Liu despierta con el sol en la cara. Abre los ojos y el resplandor la golpea. Se tapa
el rostro con las manos, abriendo de a poco los párpados hasta que sus ojos
rasgados se acostumbran a la penumbra rojiza. Al exhalar, el calor de su respiración
queda atrapado un momento en el diminuto espacio frente a la cuenca de sus ojos.
Saca las manos despacio y permanece acostada mirando el cielo, extendido sobre su
cabeza como un enorme paño liso y uniforme, sin nubes, sin pájaros, sólo una
explanada interminable color celeste.
Tiene la nuca y el cuello adoloridos por dormir sobre lamadera. Su cuerpo pequeño y
nervudo descansa cruzado arriba de un tablón. Las piernas entumecidas aún cuelgan
en el aire y se asoman de la rodilla hacia abajo por fuera de la borda, como redes
extendidas hacia el mar.
Sus ojos somnolientos se deslizan de forma lenta por los bordes pintados del bote y lo
recorren hasta la proa. Gira la cabeza y repite el gesto hacia la popa. No se ven los
árboles, ni los techos de las casas. Afina el oído buscando el sonido familiar de los
autos y las gaviotas, pero no están ahí. Tampoco hay niños, ni perros. En la caleta
siempre hay perros. Hoy es domingo, piensa. El suave sonido del agua chocando
una y otra vez contra la superficie del bote es lo único que existe además del cielo.
Se le acercaron en la playa, cerca del quiosko. Ella estaba tendida sobre una toalla, se
había sacado los zapatos y jugueteaba con la arena húmeda entre los dedos de sus
pies. En las manos tenía una revista vieja y amarilla que había encontrado olvidada en
la casa y que ojeaba con desgano. Hacía frío y se había dejado el chaleco puesto. Un
chaleco de lana gruesa color palo de rosa y puntos cruzados, que su abuela china había
tejido con precisión en el curso de una sola tarde.
No tenía amigos en el pueblo. Sus padres acababan de comprar una pequeña casa
frente a la playa y era el segundo fin de semana que pasaban ahí. Pese a que habían
ido de paseo varias veces durante el último año, ninguno de los tres conocía a nadie.
Para sus padres esto no parecía ser una causa de preocupación, pero Aimé Liu quería
hacerse amigos y rápido.
El pueblo le gustaba, aunque no había mucho que hacer. Se llevaba el Ipod a la playa y
escuchaba a los Strokes, leía novelas de aventuras sentada frente a la chimenea o
trataba de escribir poesía en un pequeño cuaderno de tapa floreada. A veces, cuando
nadie la miraba, intentaba copiar algunos caracteres chinos que sacaba de internet. De
vez en cuando se los mostraba a la abuela en secreto, ella negaba o asentía con su
cabeza pequeña y arrugada, soltaba los palillos y apuntaba con el dedo tembloroso,
señalando algún aspecto a corregir.
Su padre jamás se había interesado por el chino.
Cuando sus papás iban a la ferretería o al almacén, Aimé se tomaba el pelo en un moño
apretado y salía a la terraza para fumar un cigarro a escondidas, mirando el mar. Se
sentaba sobre la baranda y soltaba el humo despacio. Luego, apagaba la colilla en la
suela de sus zapatos y la empujaba por entre las ranuras del piso de madera,
donde se perdía para siempre en la oscuridad bajo la casa. Después iba al baño y se
lavaba los dientes y las manos. No estaba segura si le gustaba más fumar o tener que
hacerlo a escondidas. Se llevaba bien con sus padres pero ese pedazo de
rebeldía le parecía delicioso. Además, estaba segura de que ninguno de los dos
sospechaba nada.
Por la tarde se daba una vuelta larga por la feria artesanal o las tiendas de la calle
Ross. Sus ojos rasgados y atentos buscaban de forma incansable algún chico o chica
de su edad con cara amistosa.
Estaba segura de que debía haber alguno allá afuera y quería que apareciera ya.
Empezaba a aburrirse y aún quedaban varios días por delante antes de volver a
Santiago. Le habría gustado invitar a alguna amiga del colegio por el fin de semana
largo, pero su madre tenía mucho trabajo con la casa nueva y le pidió que esperara
unas semanas a que todo estuviera en orden.
El más alto fue el que primero habló. Aimé no se dio cuenta de que estaban ahí hasta
que un par de pies enormes, descalzos y morenos, se plantaron frente a ella sobre la
arena negra. Inmediatamente levantó la cabeza, asustada. Hola, le dijo él, mientras
sacaba un barquillo de la bolsa plástica y lo mordía por la mitad. Sus dientes quebraron
la masa con un ruido seco y su boca enorme se cerró de golpe, dejando caer
algunas miguitas. Masticaba con los labios curvados hacia arriba en una sonrisa
compacta. Hola, respondió Aimé Liu, resistiendo el impulso de limpiar la toalla con la
mano. Tenía la nariz puntiaguda y los ojos pequeños y oscuros. No te habíamos visto
antes, ¿vienes hace mucho? Detrás de él dos chicos esperaban con paciencia.
Gemelos, tal vez. Ambos eran delgados y de ojos azules. Uno de ellos, el más flaco, se
había teñido el pelo color negro y llevaba guantes rojos con los dedos recortados.
- Vengo hace poco, mis papás acaban de comprar una casa.
- Ah, bacán. Vamos a ir a ver a los surfistas en la puntilla ¿Quieres venir?
*
Le duele la cabeza y tiene la boca seca. Gotas de sudor descansan un momento sobre
su frente amplia y blanca antes de resbalar hacia los costados. Se pasa la lengua
entre los dientes y los siente ásperos, cubiertos por una película de textura irregular.
Está incómoda sobre el tablón y le pican las orejas. Esas orejas algo más grandes que
lo normal – según ella - y que esconde de forma cuidadosa bajo el pelo suelto y bien
cepillado. Orejas de china, piensa, mientras sigue tendida de espaldas, con las
manos cruzadas sobre el estómago intranquilo. Bajo su cuerpo siente el continuo
balanceo de la embarcación sobre el agua. ¡Sobre el agua! No escucha las olas romper
contra la playa. No hay olas, ni niños, ni autos, ni perros. Asustada, se sienta de golpe y
pone los pies en el piso. El sueño se diluye. El fondo del bote está lleno de agua fría y
sucia que le cubre hasta los tobillos.
Frente a ella se extiende el mar, un manto perenne de color cobalto, oscuro y profundo
como el ojo de un dios. No ve nada más que la superficie plana del agua avanzar
incansable hasta que topa en el horizonte con el cielo. A lo lejos puede ver la costa
verde de Pichilemu sobresalir entre la bruma.
Le toma algunos minutos sobreponerse de la impresión. Sus ojos oscuros
recorren la delgada silueta de la costa una y otra vez intentando calcular la
distancia a la que se encuentra. El mar está tan quieto que tiene la impresión de que
podría bajarse y correr en dirección al continente. De repente le entran ganas de reírse
a carcajadas.
El bote parece estar detenido al centro del océano como si hubiera echado raíces. Con
los pies hundidos en el agua Aimé siente su boca llenarse de un sabor amargo.
Sus ojos inquietos buscan los remos a través de la madera pintada de rojo. En la
sombra de la proa, unas cajas de madera húmeda esconden algunas redes y
herramientas. Atrás, una boya descansa circunspecta sobre una manguera vieja y
amarilla, enrollada como una serpiente.
Hay un tarro de pintura vacío y machucado que guarda algunos trapos. Los remos no
están por ninguna parte y Aimé peregrina de un extremo a otro de rodillas,
palpando cada centímetro del fondo con la esperanza de que estén escondidos en el
agua sucia. Cuando se convence de que no están, deja su cuerpo caer sobre la
banqueta central del bote.
Se palpa la chaqueta con las manos y de uno de los bolsillos saca un celular de carcasa
rosada. Al desbloquear la pantalla comprueba con alivio que aún tiene batería y señal.
Una notificación le indica que hay nueve llamadas perdidas de su madre. Debió haber
dejado el celular en silencio. De haberlo escuchado tal vez habría despertado antes,
cuando la costa era un monstruo enorme hacia el cual ella podría ir corriendo.
Marca el número de su madre de memoria. Del otro lado responden antes de que
suene el primer tono.
- ¿Mamá?
- ¿Dónde estás? No llegaste anoche a la casa, cabra de mierda.
Aimé quiere responderle, explicarle dónde está y por qué no llegó. Pero sólo puede
articular pequeños sonidos guturales, inconexos y salvajes, muy lejanos a una palabra.
-¿Aimé? ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¡Qué te pasa!
- Estoy en el agua, mamá. - ¿En el agua, dónde? ¿en la playa?
- En el agua, - las palabras se transforman de a poco en sollozos y quejidos
intermitentes, tonos bajos y profundos y luego altos, aspirados. El aire sale y entra de su
boca en forma irregular y descoordinada, la espalda se sacude y extraños sonidos
escapan de su estómago, indomables, imposibles de reducir a palabras. Consigue
articular una última frase antes de perderse en el llanto - estoy en un bote en el agua y
la playa está lejos.
Al otro lado de la línea se produce un repentino silencio. Imagina a su madre flotando
sobre la cama tibia y desordenada, con los pies sumergidos enel edredón de plumas, la
melena castaño claro que tanto quiso heredar cayendo de forma suave sobre sus
hombros bronceados. Puede verla, midiendo cada una de sus palabras antes de hablar.
- Voy a llamar a los marinos. Tranquila. Van a encontrarte. ¿Tranquilita, ya?.
Su madre le explica que tiene que cortar. La mano delgada de Aimé Liu que sostiene el
teléfono tiembla fuerte, golpeándole de cuando en cuando el borde de la oreja. Se toma
del codo para intentar estabilizarla y respira hondo. Del norte se levanta una brisa fría
que le echa el pelo negro sobre los ojos con violencia.
- ¿Voy a llamar ahora, ya? Tienes que estar tranquila.
Quiere creer en la determinación ciega de su madre. Se agarra a ella como si fuera una
cuerda que la sostiene en el vacío, un diminuto paracaídas multicolor que se abre
mientras el suelo le enseña una hilera de dientes afilados como los de un tiburón.
- Sí, mamá.
Cuelga el teléfono y lo mira largo rato antes de guardarlo en uno de los bolsillos de la
chaqueta. Le parece que la costa se ve más pequeña y difusa que antes pero no puede
estar segura. El mar guarda un silencio apático, impasible, mientras el bote
avanza despacio empujado por la corriente. Aimé se mira los tobillos sumergidos.
Cómo saber si el bote se sigue llenando de agua. No hay ninguna marca en el interior
que le permita guiarse. Tal vez, si se sienta siempre en el mismo lugar, podría
usar los motivos rayados de sus calcetines para medir los cambios en el nivel del
agua. Con determinación se arremanga los pantalones hacia arriba y estira los
calcetines sobre sus piernas. Cuenta dos veces para no equivocarse: Hay veinticinco
rayas desde el talón hacia arriba.
Revisa los otros bolsillos y encuentra un cigarrillo arrugado. Sus manos húmedas
y afiebradas recorren con apuro cada centímetro de su chaqueta en busca del
encendedor. Debe haberlo perdido en la playa. Se pone el cigarrillo en los labios y
aspira con fuerza pero sólo siente el sabor seco y artificial del filtro. Vuelve a intentarlo y
aspira una vez más y después otra pero no tiene caso. Toma el cigarrillo y en un
arrebato lo lanza al agua con fuerza. El cilindro flota sobre la superficie unos momentos,
pero al poco tiempo se oscurece y comienza a descender hacia el fondo negro del
océano.
*
Caminaron hacia la puntilla en silencio y se sentaron en la arena. En el agua anaranjada
flotaban pequeñas figuras de negro a la espera de una ola. Rodrigo, el más alto, era el
único de Santiago y el único de los tres que se había subido a una tabla. Hablaba de
ello con propiedad, gesticulando con las manos para explicar cada uno de los
movimientos y trucos. Guz y Enrique eran gemelos y primos de Rodrigo, vivían en
Rancagua y pensaban aprender a surfear durante el verano. Aunque Guz parecía
mucho más convencido que su hermano al respecto. Enrique hablaba poco y se
limitaba a asentir con un leve movimiento de cabeza las afirmaciones de los otros dos.
Cuando Aimé lo miraba, él fijaba sus ojos azules en el piso y se quedaba muy quieto,
con los músculos tensos en estado de alerta, como si fuese a salir corriendo de un
momento a otro.
En el mar, uno de los hombres se alejó del grupo y braceó con fuerza para alcanzar la
pared de agua que se levantaba en dirección a la playa. Los cuatro guardaron
silencio de inmediato y el espacio entre ellos se llenó de expectación y ceremonia. La
ola levantó al hombre algunos metros y él se paró en la tabla. Se dejó deslizar hacia
abajo con rapidez y avanzó en diagonal, la espuma revuelta acercándose y alejándose
por su espalda, manos blancas que estaban a punto de agarrarlo y llevarlo hasta el
fondo. La quilla de su tabla cortaba la piel azul de la ola, dejando una cicatriz
momentánea.
*
El celular suena en su bolsillo y Aimé Liu vuelve al bote. En la pantalla aparece una foto
a medio cuerpo de su madre sonriendo mientras sujeta una fuente de pastas.
- Mamá.
- Ya, chanchita. Van por ti, tienes que estar tranquila, ya salieron a buscarte.
- Ok.
- Con tu papá estamos acá en la Capitanía de Puerto. Todo va a estar bien.
Su madre trata de sonar tranquila pero el temblor de su voz la delata. Hace pausas
extrañas entre las palabras y toma demasiado aire. ¿Estará fumando? Ella lo había
dejado hace años. Se la imagina sentada en esas sillas de plástico acolchadas, debajo
de la luz azulina de los tubos fluorescentes con un cigarrillo balanceándose entre
los dedos sucios con pintura. Puede verla, flaca y nerviosa, caminando de arriba a
abajo por un pasillo sin ventanas. Quiere pedirle perdón, pero su madre se quiebra
al otro lado de la línea antes de que consiga hacerlo. Aimé la escucha en silencio,
masticando una rabia súbita.
Tiene ganas de gritarle que se calle, que la que está en el agua es ella, flotando en una
mierda de bote que se hunde minuto a minuto. Se mira los calcetines y comprueba que
el agua ha subido tres rayas de color. No llores, mamá, le dice bajito, pero su padre ya
ha tomado el teléfono. Todo va a estar bien. Su voz no tiembla. Trata de imaginarse su
cara pero no puede, sólo puede pensar en los soldados de terracota que vio una vez
en una exposición. Se despiden y su padre cuelga el teléfono mientras Aimé lo sostiene
un minuto más junto a su cara, como si quisiera retenerlos. Ya están lejos, sobre tierra
firme y su única compañía es el sonido del mar inmóvil. Al teléfono le queda sólo una
raya de batería.
Sentada sobre una de las banquetas mira el continente con los ojos muy
abiertos. El resplandor del sol cae sobre el agua en pequeñas agujas de plata que se le
clavan en los ojos. El verdor de la costa se ha diluido y sólo puede ver las cabezas
grises de los cerros asomadas por encima de la bruma. Está segura que con sólo
pestañear el continente puede desaparecer de un momento a otro y entonces sólo
quedará el mar, violáceo, interminable, mudo y cruel. Se quita la chaqueta y la deja
estirada con cuidado sobre una de las banquetas del bote. Asoma medio cuerpo afuera
por la proa de la embarcación, abre los brazos lo más que puede y los hunde en el agua
salada hasta más arriba de los codos. El agua es densa y fría como una pared de
concreto y Aimé da grandes brazadas, una y otra vez, empujando con toda la fuerza
que tiene. Siente el sol hundirse en la parte de atrás de su cuello y el sudor que corre
a grandes goterones por su espalda. Comienza a contarlas, a llevar un ritmo, que
le permita calcular, medir de alguna manera imprecisa su esfuerzo, pero la costa
permanece impasible, sin querer acercarse siquiera un milímetro. El sol es una
herida abierta por donde chorrea luz. Tiene la boca seca y pastosa, los brazos
adoloridos y el pecho pesado. Se abraza por los codos y se recoge sobre sí misma,
acercando la cabeza a las rodillas. El continente es una marca inalcanzable y en
el lado opuesto las nubes comienzan a levantarse como montañas. El agua del fondo
del bote acaba de cubrir por completo otra franja morada de sus calcetines.
*
Eran las nueve de la noche cuando Rodrigo la llamó desde la calle. Estaba leyendo en
el comedor cerca del fuego y escuchó que alguien la llamaba por su nombre. Salió a la
terraza y él la saludó desde el otro lado del portón de madera. Guz y Enrique estaban
un poco más lejos, en la vereda del frente, circundando un poste de luz. Tenían los
brazos hundidos en los bolsillos y sus miradas eran lánguidas, desganadas. Por
primera vez le parecieron idénticos. Aimé tuvo la impresión de que Rodrigo los había
obligado a salir. ¿Vamos a carretear a la playa? Va a estar bueno. Aimé sonrió y les dijo
que saldría enseguida.
Afuera corría un viento ligero impregnado de olores marinos. La playa estaba a oscuras
y la única luz venía de los restaurantes aún abiertos. El mar estaba extrañamente calmo
y las olas se tendían sobre la arena con un rumor discreto. Rodrigo esperó a que los
gemelos se adelantaran y le tomó la mano. Aimé Liu se estremeció.
Caminaron por la playa hasta un bote de pescadores que descansaba cerca de la orilla
y se sentaron dentro. Guz abrió la mochila y sacó dos botellas desechables que
contenían una mezcla de pisco y cocacola caliente, las que comenzaron a correr de
mano en mano.
Aimé no tardó en marearse pero se sentía feliz. Al fin se había hecho de algunos
amigos. Pensó en lo celosas que se pondrían sus compañeras de curso, empinó la
botella y dejó que el líquido llenara su boca antes de tragar. Guz se acercó y tomó la
botella de sus manos, ella rió y miró a Rodrigo. La capucha del polerón le tapaba la cara
y hacía que su rostro se viera pálido. Sus ojos negros brillaban de manera irreal en la
escasa luz de la noche. Rodrigo se inclinó hacia adelante y le dio un beso. Ella
respondió. Escuchó a lo lejos las risas apagadas de los gemelos, pero no le importó.
Rodrigo la tomó de la cintura y la atrajo hacia sí. Sus brazos fuertes se cerraron en
torno a ella como una tenaza.
Sintió la mano de Rodrigo en su pantalón. Dos dedos sujetaban el botón y lo empujaban
a través del ojal. Uno de los gemelos se rió otra vez. Ella atajó la mano y la llevó lejos,
hacia su espalda. Rodrigo sonrió, se soltó, tomó el medallón de la cremallera y lo
arrastró hacia abajo. Ella nuevamente fue en busca de su mano pero él dejó de besarla
y se alejó.
- ¿Qué te pasa?
- Nada.
La rodeó con sus brazos y la atrajo hacia sí. La miró fijamente y desabrochó su pantalón
despacio.
- Ya po'h.
- ¿Ya qué?
- No quiero.
Rodrigo sonrió y volvió a besarla, al principio despacio y luego con más fuerza. Se puso
a horcajadas, dejando caer todo su peso sobre ella e inmovilizándola en el fondo del
bote.
Los gemelos estaban cerca. Guz miraba atentamente con los hombros hacia adelante,
la boca entreabierta. Enrique se frotaba las manos enguantadas de forma nerviosa. Sus
ojos inquietos se encontraron con Aimé y huyeron hacia el suelo. Rodrigo le tomó la
cabeza entre sus manos y empujó su lengua a la fuerza dentro de su boca. Aimé no
podía respirar.
- No quiero ¡No!
Las palabras se perdieron dentro de las fauces de Rodrigo. Su lengua, fría y resbalosa
como una anguila seguía empujando, llenando todo el espacio. Sintió una mano hurgar
dentro de su calzón y moverse con descaro. Pataleó desesperada y empujó el pecho de
piedra de su agresor con toda la fuerza de sus brazos sin resultado. La cabeza
enorme de Rodrigo, suspendida a milímetros de su cara, la miró con una sonrisa
socarrona y desproporcionada.
Abrió la cremallera de su pantalón y los dientes metálicos del zipper dejaron entrever
una boca oscura. Presa de su desesperación, ella se inclinó hacia adelante y mordió
con fuerza los labios del otro, hundiendo los dientes hasta que encontró el sabor del
hierro salado y caliente. Él la empujó con violencia y la cabeza de Aimé se azotó
contra la cubierta mientras Rodrigo se levantaba de un salto, aún incrédulo, con
sus ojos minúsculos incendiados. De su boca corría un hilillo de sangre negra que tocó
con los dedos.
- Quién mierda te crees, perra culiá.
Dio media vuelta y salió del bote. Guz corrió tras él, solícito, y se alejaron por la playa.
Enrique se quedó atrás un momento, sentado sobre la proa con las piernas recogidas,
el mentón escondido entre las rodillas. Aimé lloraba en silencio acurrucada en el
fondo. Enrique se levantó, caminó hasta ella y dejó con cuidado la botella en el piso,
cerca de sus pies. Le pareció que le ofrecían una ofrenda de paz. Sus ojos se
encontraron algunos segundos y él sostuvo la mirada. Era una mirada triste, de ojos
apagados y sumisos. Ella se enjuagó las lágrimas con el dorso de la mano mientras él
se bajó del bote despacio y siguió las huellas de su hermano arrastrando los pies sobre
la arena. Aimé Liu tomó la botella plástica y la sostuvo entre las manos hasta que los vio
desaparecer en la noche.
*
Las horas bajo el sol han convertido su piel en una superficie áspera y seca. Hunde los
brazos en el mar y coge agua en el hueco de las manos para lavarse la cara. Sabe que
al final será peor, pero el frío calma su cabeza afiebrada. Sentada sobre uno de los
tablones, saca su celular del bolsillo y marca el número de los marinos que tantas veces
ha visto en los banderines dispuestos en la playa principal.
Necesita saber dónde están. Mientras escucha el tono monocorde del teléfono, se
promete a sí misma que permanecerá serena. Al otro lado, un hombre joven le
responde el teléfono.
- Armada de Chile ¿cuál es su emergencia?
- Estoy en un bote, a la deriva. No tengo remos.
- ¿Cuál es su nombre?
- Aimé Liu Morales.
- ¿Dónde se encuentra usted?
La última raya de batería desaparece en la pantalla del teléfono y la voz del hombre se
pierde en la inmensidad del mar.
- ¿Aló? ¡Aló!
Aimé pulsa el botón de encendido del teléfono pero la pantalla sólo vuelve a la vida por
escasos segundos antes de oscurecerse. Repite el gesto con el mismo resultado varias
veces hasta que ya ni siquiera se enciende. De su estómago emerge un puño que le
comprime la garganta tan fuerte que no puede respirar. Abre la boca e intenta tomar
aire pero pareciera que no es suficiente. Hay un peso comprimiendo su pecho
que impide a los pulmones expandirse. Aprieta el teléfono con sus manos sudorosas
mientras sus ojos se llenan de lágrimas ácidas, calientes y el mundo desaparece detrás
de una cortina de agua salina. El llanto se abre mostrando una hilera de dientes de
zafiro y ella se deja caer hasta que todo lo demás desaparece.
Estaba sola en el bote y en la playa no quedaba nadie. Los negocios habían
cerrado y apagado las luces.
Arriba, en el cielo despejado, brillaban las estrellas. La marea estaba muy baja y las
olas rompían contra la playa despacio, susurrando apenas. La botella en su mano se
balanceaba, casi vacía. Tal vez era momento de caminar de vuelta a casa, abrir la
puerta despacio y dejarse caer sobre la cama nueva.
Pero algo se lo impedía. Un sentimiento demasiado parecido al orgullo, mezclado con
rabia y con modorra que se asoma cada cierto tiempo a través de sus ojos estirados,
hinchados y blandos como ciruelas maduras. La mano intrusa de Rodrigo todavía
quemaba en su calzón, recorriéndolo y usurpándolo todo. Empinó la botella un poco
más, la mezcla caliente y ya sin gas bajó por su garganta como agua, y se tumbó sobre
uno de los tablones con la vista fija en las estrellas, las piernas colgando hacia afuera
de la borda y las manos entrelazadas detrás de la nuca. No, todavía no podía volver a
casa.
Debajo de la cortina pesada del sueño le pareció sentir en algún momento el suave
desliz del bote sobre la arena y dos voces masculinas tratando de contener la
risa sin mucho esfuerzo.
Despierta con frío. Su mano derecha está dormida, aplastada durante horas bajo el
peso de su cabeza.
La luz se ha convertido en un resplandor delgado, famélico, incapaz de transmitir calor.
Sobre el oeste, las nubes se apilan unas sobre otras formando una masa
violácea y amenazadora. Mira a su alrededor varias veces pero no descubre
helicópteros ni lanchas. Afina el oído, buscando el sonido lejano del motor de un avión,
el rumor de cualquier máquina manejada por el hombre, pero sólo está el océano y su
escabroso silencio. El bote sigue marchando en dirección al oeste, como un ataúd que
avanza hacia su entierro y la costa, ínfima, se despide con timidez mientras se mantiene
a flote apenas sobre el agua. No cabe duda de que terminará por hundirse también.
Aimé se pone de pie y grita. Es un alarido ronco y primitivo que despierta en ella un
terror ancestral.
Frente al bote las nubes se alzan como un tótem iracundo. Grita y grita hasta que se
queda sin voz y un miedo inexplicable y salado se expande por sus venas,
alcanzando y sacudiendo cada rincón de su cuerpo. El agua del bote ha subido hasta la
última raya de sus calcetines, justo a medio camino entre sus tobillos y sus rodillas. Muy
luego los asientos de la embarcación también quedarán cubiertos de agua.
Tal vez podría nadar hacia la costa, piensa. Siempre he sido una buena deportista.
Podría lanzarse al agua y alcanzar la playa después de algunas horas, llegar a la orilla
antes de que se oscurezca. Se imagina en el agua fría, luchando por mantenerse a flote
con el cuerpo agarrotado. La costa ya ha desaparecido ahogada por la bruma, y ella
avanza sin saber si se acerca hacia tierra firme o se precipita hacia el centro del
océano. Una vez que se haga de noche estará nadando en la oscuridad.
El bote prosigue su camino hacia el corazón del Pacífico, alejándola para siempre de
tierra firme.
Hunde la mano derecha en el agua y siente la velocidad de la corriente escurrirse entre
sus dedos alargados. Comprende que la única opción es lanzarse al agua. Ella
es buena nadadora, puede hacerlo.
Todavía hay luz, puede encontrar una boya, tal vez incluso una embarcación. El secreto
es nadar despacio, con buen ritmo. No hay que apurarse. ¿Una mujer cruzó el Estrecho
de Magallanes nadando no? Recuerda haberla visto en las noticias. Esto debe ser
igual de lejos. O menos. Merece la pena intentarlo.
La mitad del bote se encuentra bajo el agua y Aimé se pone de pie sobre una
de las banquetas. Se desabrocha la chaqueta con los dedos temblorosos y la deja caer
hacia atrás. Se desamarra los cordones de los zapatos y los tira lejos, lo más
lejos que puede. Desabrocha sus pantalones, se los quita y los lanza al agua. Sus
piernas cortas desafían a la intemperie con calcetines puestos y los vellos erizados.
Sólo queda el chaleco. El chaleco de la abuela de lana gruesa y pesada que la
arrastrará al fondo si se lo deja puesto. Se lo quita por última vez y lo deja caer. El
chaleco se mantiene algunos segundos sobre la superficie, flotando como un torso
inmóvil y luego comienza a hundirse de a poco. Aimé se siente más desnuda que nunca
pese a que todavía lleva la camiseta y la ropa interior puesta. De pie sobre el océano,
con la vista fija en tierra firme, toma una bocanada de aire y sin pensarlo más se lanza a
nadar hacia la costa.
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