Concepto de los derechos fundamentales en la Constitución española

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Máster en Derechos Fundamentales – Curso 2011/2012
Asignatura: Concepto de derechos fundamentales en la Constitución española
Materiales para el estudio, Bloque 2
Preparados por: Ignacio Gutiérrez Gutiérrez – Jorge Alguacil González-Aurioles
Introducción histórica
SUMARIO
1. Panorámica general sobre la evolución del concepto de derechos fundamentales
2. El originario aspecto objetivo de los derechos fundamentales
3. La garantía de la reserva de ley como contenido de los derechos fundamentales
4. El principio de constitucionalidad como garantía de los derechos fundamentales
5. La garantía de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo
6. STC 86/1985: los derechos fundamentales integran hoy diversos aspectos que se han
acumulado a lo largo del tiempo
1. Panorámica general sobre la evolución del concepto de derechos fundamentales
Una exposición sintética del contenido de este apartado ha sido ya formulada entre
nosotros, en términos que seguramente no es inoportuno comenzar repitiendo.
Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho público,
Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Capítulo IV, apartado 1.1: “La doctrina
constitucional de los derechos fundamentales. Evolución histórica” (págs. 99 a 103).
Extracto
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
El art. 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789
afirma, ya lo hemos visto, que “toda Sociedad en la que los derechos fundamentales no
están establecidos ni la separación de poderes garantizada carece de Constitución”. Desde
sus mismos orígenes, pues, los derechos fundamentales forman parte de la noción de
Constitución: una Constitución sin derechos no es tal. Pero, a la vez, no hay derechos
fundamentales sin Constitución, sólo son fundamentales los derechos reconocidos por ella
(Cruz Villalón); el ordenamiento podrá reconocer cuantos derechos subjetivos estime
oportuno, pero, de entre ellos, sólo son fundamentales los que se recogen en la norma
suprema del ordenamiento jurídico.
En la misma Declaración de Derechos se añade que “la preservación de los
derechos naturales e imprescriptibles del hombre es el fin de toda asociación política”; de
acuerdo con el art. 4 de la Constitución de Cádiz, “la Nación está obligada a conservar y
proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos
legítimos de todos los individuos que la componen”. Las tareas públicas en el Estado
constitucional vienen así al menos parcialmente determinadas por la necesaria garantía de
los derechos constitucionales, y la teoría de la Constitución, la de los derechos
fundamentales y la de las tareas públicas cobran unidad en adelante irrevocable.
Ahora bien, ¿qué significa el reconocimiento constitucional de unos derechos y en
qué‚ consiste, consecuentemente, la preservación de los mismos? La respuesta varía a lo
largo de la Historia, al paso del desarrollo del tipo ideal Estado constitucional.
En el momento revolucionario, la Constitución tuvo el alcance político máximo de
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servir como ariete contra la estructura de poder del antiguo régimen. Las declaraciones de
derechos prefiguraban el orden constitucional en su conjunto, y los valores encarnados en
las mismas determinaban el programa político según el cual el legislador había de
configurar las relaciones sociales. Al Estado le corresponde así una intervención inicial
para consolidarlos también como derechos privados frente a la maraña de privilegios,
arbitrios y cargas que configuran la sociedad estamental. La aprobación de los grandes
códigos (civil, penal, mercantil) pertenece al programa de tareas del primer Estado
constitucional.
Sólo después de ese momento fundacional hubieron de dejarse las relaciones
sociales abandonadas a su libre desenvolvimiento. Las leyes naturales que rigen la esfera
de libertad espiritual, social y económica aseguran a la sociedad civil un orden en el cual el
Estado no debe interferir, porque, alterado su equilibrio, el propio Estado pierde su
justificación vicaria. El concepto liberal de los derechos se refleja en la igualdad de
oportunidades, cuya raíz mercantilista evoca la lucha darwiniana para maximizar lucro: la
igualdad de oportunidades es igualdad para competir (Gómez Llorente). Pero la libre
competición en el mercado presupone no sólo la reducción de las libertades reales de los
otros a mercancías, sino igualmente aceptar que en último extremo dependan del resultado
de una lucha competitiva el acceso a los bienes imprescindibles para una existencia digna,
muy en particular el derecho al trabajo. El supuesto mérito de unos deja a otros a merced
de una política meramente asistencial, sin la autonomía imprescindible para vivir
dignamente.
Se renuncia, en aquel momento inicial, al Estado-providencia benefactor; la
mínima incidencia del Estado como garante de la seguridad pública conlleva sólo ciertas
acciones coyunturales para restaurar el equilibrio eventualmente roto en las relaciones
sociales. Tal intervención en los derechos sólo puede ser autorizada por sus propios
titulares; en la práctica, por la representación soberana de la Nación en el Parlamento. Por
eso, tras aquel momento inicial, la eficacia jurídica de los derechos fundamentales se agota
en la delimitación del ámbito material de la reserva de Ley; esto es, simplemente acota la
esfera privada en la cual la intervención administrativa requiere autorización
parlamentaria. Los derechos fundamentales, en esta versión llamada clásica, lo hubieran
podido ser verdaderamente sólo frente a la Administración, que tendía a personalizar el
Estado, y sólo cuando el legislador no hubiera autorizado la intervención en ellos. Los
derechos son fundamentales en cuanto dotados de la garantía sustancial de participación de
sus titulares, los ciudadanos, en la determinación de sus límites.
El Estado liberal, más allá de la garantía general de la libertad y de la propiedad que
proporcionaban Derecho y jurisdicción civiles y penales, no renunció tampoco a la propia
gloire, por utilizar la clásica contraposición de Montesquieu; y al efecto desarrolla políticas
y tareas de diversa índole. Pero el principio monárquico y la doctrina de las relaciones
especiales de sujeción las mantiene al margen de la eficacia de los derechos
constitucionales.
La vigencia efectiva de unos derechos así concebidos resultaba por demás limitada.
Los propios fundamentos del régimen liberal postulan la superación de tales límites
trazados por la dogmática conservadora; la libertad corresponde sólo al hombre real en su
conexión con la totalidad de lo real. La crítica se dirige especialmente frente a la
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inmaterialidad de los derechos formalmente reconocidos (el Manifiesto Comunista es
particularmente expresivo en la denuncia del formalismo que supone el reconocimiento del
derecho de propiedad a las masas de no propietarios); o, en otros términos, frente a la
radical vinculación de la teoría clásica de los derechos fundamentales a sus supuestos
materiales (la estructura de poder económico). Pues se reconocían sólo los derechos que
interesan a la burguesía y en los términos que interesaban a la propia burguesía.
Esta perspectiva trasciende al plano político cuando se desarrolla el principio
democrático mediante la introducción del sufragio universal masculino (1867 para la
Inglaterra de Disraeli y la Prusia de Bismarck), que, al menos en principio, coloca a los
Parlamentos en condiciones de quebrar la dependencia de la superestructura legalrepresentativa respecto de la infraestructura económico-social. Las decisiones del
Parlamento democrático no tienen por qué responder a los intereses de las clases
económicamente dominantes. Frente a los derechos de la burguesía, que en el mejor de los
casos valían como garantía formal frente a la Administración, los Parlamentos
democráticos podrán desde ahora fomentar el disfrute efectivo de los derechos por parte de
todos. Y es que, en el contexto democrático, el tradicional orden jurídico y económico
capitalista sólo resulta sostenible a partir de su transformación; con la democratización de
los regímenes políticos, la llamada parte orgánica de las constituciones deja de suponer una
garantía segura para él.
Los derechos dejan de ser entonces ante todo un freno para el poder del Estado, y
su efectividad se constituye en estímulo para el desarrollo legislativo que transforma la
realidad anterior. Se convierten, de derechos de defensa frente al Ejecutivo, en normas de
atribución de competencias al poder público y de ordenación de las relaciones sociales: de
nuevo asignan tareas. No estamos ante un simple progreso en la garantía de los clásicos
derechos fundamentales, sino ante una alteración de su sentido. Se produce así, de un lado,
una transformación de las relaciones jurídico-privadas, en particular mediante una
diferenciada intervención pública que relativiza el dogma de la autonomía de la voluntad y
quiebra la unidad del Derecho privado liberal. De otra parte, se incrementa la capacidad de
acción del Estado, impulsada como tutela activa de la libertad. La ciudadanía incorpora de
ese modo un contenido social. El poder público realiza positivamente valores sociales, y
con la eficacia de su acción se legitima a sí mismo. Frente a la idea económica de la
libertad cabe una idea igualitaria de la libertad que tenga en cuenta las necesidades de los
seres humanos; frente a la distribución ajustada al éxito en la lucha competitiva se asume
una política equilibradora de redistribución de recursos a partir de la cooperación solidaria.
Por ello los derechos suponen un poder público regulador del mercado y redistribuidor de
las rentas, un poder fiscal que sostenga servicios universales de sanidad, educación o
cultura, transporte público, comunicación, seguridad social, vivienda o medio ambiente. La
procura pública universal de las iguales condiciones materiales de existencia, por encima
del principio de la libre competencia en el mercado, cohesiona un territorio y a una
sociedad: ciertos bienes tienen que ser garantizados a todos.
Mas precisamente entonces surge, al mismo tiempo que el debate sobre el Estado
social, la controversia sobre la posibilidad, oportunidad y límites del principio de
constitucionalidad. En rigor, a las medidas legislativas orientadas a la procura de
condiciones materiales para el ejercicio de los derechos se opone el propósito de limitar
jurídicamente al legislador y someterle al control de los tribunales, especialmente para
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vincularle a los institutos y derechos que habían permitido el desarrollo del sistema
económico; derechos e institutos que directa o indirectamente se elevan a la categoría de
principios constitucionales fuera del alcance del legislador. También desde esta
perspectiva, el resultado objetivo es que los derechos ya no son sólo un límite para el
ejecutivo, sino que constituyen Estado y Sociedad, son orden fundamental para ambos;
porque la Constitución pretende no sólo limitar el poder público, sino también asegurar las
posiciones subjetivas que fundan el orden social. Los derechos fundamentales se
sustantivan así frente al legislador, pues precisamente se trata de impedir que mediante la
Ley sustituya el orden social fundado en los derechos.
En cuanto sistema de posiciones subjetivas sustantivas indisponibles por Ley, la
garantía fundamental de los derechos deja de ser la participación democrática de los
ciudadanos, para centrarse en la tutela judicial. Las garantías procesales adquieren tal
relevancia que conducen a la descomposición del sustrato político de los propios derechos
fundamentales, a desligarlos de la idea de libertad y de la dignidad humana, y a
confundirlos con los demás derechos subjetivos que cohabitan con los derechos
fundamentales en el ordenamiento jurídico. Ahora éstos últimos se consideran atribuidos a
cualquiera que esté procesalmente en condiciones de invocarlos; por tanto, no sólo a los
ciudadanos, sino a personas jurídicas privadas e incluso públicas, a la propia
Administración.
2. El originario aspecto objetivo de los derechos fundamentales
Que los derechos fundamentales comenzaron sirviendo como proyectos de acción
legislativa, para que luego, una vez asentado el orden jurídico característico de la sociedad
burguesa, pudiera colocarse en primer plano su aspecto subjetivo, lo ha descrito mejor que
nadie Dieter Grimm, un muy reconocido especialista en historia del Derecho público del
que extractamos un texto recogido en una obra que contiene, además, otros estudios
fundamentales de dicho autor, especialmente sobre la conexión histórica entre
constitucionalismo y derechos fundamentales.
En efecto, en la época originaria en la que el Estado material de Derecho se oponía
al régimen feudal, resultaba decisivo conformar legalmente las relaciones sociales de
acuerdo con los principios objetivos de la libertad y la igualdad de los ciudadanos. Estos
derechos fundamentales, pues, no se daban por sobreentendidos en el ámbito del Derecho
positivo, dejando abierta a la ley la posibilidad de limitarlos; más bien, la acción del
legislador era reclamada justamente para lograr la proyección de dichos derechos sobre el
conjunto del ordenamiento jurídico.
Dieter Grimm, “¿Retorno a la comprensión liberal de los derechos
fundamentales?”, en D. Grimm, Constitucionalismo y derechos fundamentales, Madrid:
Trotta, 2006, págs. 155-173. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
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II. ¿Es la defensa frente a la intervención la función clásica de los derechos
fundamentales?
En la forma moderna de entender el término, los derechos fundamentales son obra
de la revolución americana. Los colonos americanos reaccionaron oponiendo estos
derechos al característico déficit de los derechos de libertad ingleses, anclados
exclusivamente en el plano de la ley ordinaria y que, por tanto, no constituían defensa
alguna contra las limitaciones de la libertad decididas en el parlamento. Estos tenían más
bien la condición de autolimitaciones del titular de la libertad y no podían dar lugar a
infracción jurídica alguna. Los colonos americanos lamentaban la carga impositiva
antiigualitaria del parlamento británico, en el que no estaban representados, y la
intransigencia de aquél les forzó a romper con la metrópoli apelando al derecho natural y a
constituir un poder estatal propio. En este contexto, como consecuencia de las experiencias
con el parlamento inglés, los derechos de libertad ingleses vigentes en las colonias fueron
elevados al rango constitucional, con escasas modificaciones de contenido, y antepuestos
al poder legislativo. Su importancia jurídica se hallaba en que desde hacía mucho tiempo
protegían un orden social liberal contra abusos estatales como el que se experimentaba en
ese momento, y lo hacían concediendo al afectado un derecho a exigir la omisión
judicialmente imponible. De ahí que la historia del surgimiento de los derechos
fundamentales en su país de origen abogue, de hecho, por la defensa frente a la
intervención como función originaria de los derechos fundamentales.
Mas cuando se dirige la mirada a Francia, el país europeo donde se originan los
derechos fundamentales, la imagen se modifica. La Revolución francesa se asemeja a la
americana en que eliminó el poder estatal hereditario de manera revolucionaria y erigió
uno nuevo, asimismo sobre la base de una constitución escrita que definía las condiciones
de legitimidad del poder político al tiempo que fundaba y limitaba sus atribuciones. Pero
ambas revoluciones se diferencian en el punto de partida y en la meta: mientras las
colonias americanas ya disfrutaban en el siglo XVIII de un orden social considerablemente
liberal, que sólo de forma muy ocasional era perturbado por la metrópoli, el orden social en
Francia no se caracterizaba por la libertad ni por la igualdad sino por deberes y
obligaciones, límites estamentales y privilegios. De ahí que la revolución americana se
agotara en el cambio del poder político y en la adopción de precauciones frente a su abuso,
mientras que para la francesa el cambio del poder político no constituyó sino el medio para
la postergada reforma del orden social. La verdadera meta de la Revolución se hallaba en
la reorganización de aquél en torno a las máximas de libertad e igualdad. Su realización,
por tanto, exigía una renovación radical de los derechos civil, penal, procesal, etc.,
mientras que nada sabemos de tales grandes reformas tras la revolución americana.
A la vista de esta situación, sorprende que la Asamblea nacional francesa, con
considerable mayoría, se decidiese a comenzar su obra reformadora no con la
reorganización del derecho común, sino con la elaboración de un catálogo de derechos
fundamentales, mientras que el derecho feudal-estamental del Ancien Régime, propio de un
Estado-policía, sólo posteriormente sería sustituido por el liberal-burgués. Esta secuencia
revela por sí sola que los derechos fundamentales no pueden concebirse aquí como
derechos subjetivos de protección; esta función habría sido contraria a la meta de la
Revolución, inmunizando precisamente contra la transformación en sentido liberal al viejo
orden jurídico considerado injusto. En tales circunstancias, los derechos fundamentales
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hicieron más bien las veces de principios supremos conductores del orden social, llamados
a dar firmeza y continuidad a la trabajosa y complicada reforma del derecho. Por
consiguiente y ante todo, no señalaban límites al Estado sino que se dirigían a él con un
mandato de actuación. Los derechos fundamentales eran, por definición, guías para que el
legislador llevase a cabo la reforma del derecho ordinario conforme a ellos: pero esto no es
otra cosa que la función jurídico-objetiva de tales derechos. Sólo después de haber
concluido la transformación del orden social en términos de libertad e igualdad pudieron
replegarse en Francia, como desde el principio había ocurrido en América, a su función
negativa.
En Alemania, donde a comienzos del siglo XIX surgieron en diversos estados
constituciones con catálogos de derechos fundamentales (no conseguidas por la vía
revolucionaria, sino otorgadas libremente por los monarcas [...], lo que hizo que quedaran
rezagadas con respecto a los derechos fundamentales americanos y franceses en su
contenido y alcance), aquellas tropezaron con un orden jurídico que había comenzado su
transformación desde los orígenes feudal-estamentales a los liberal-burgueses, aunque sin
completarla. En esta situación, a los derechos fundamentales les correspondió un doble
papel: por una parte, se extendieron sobre las conquistas alcanzadas para asegurarlas; por
otra, prometieron la continuación de las reformas. Puesto que estas últimas se demoraban
en el clima restaurador posterior a 1820, la doctrina del derecho público sostenida en el
Premarzo 1, de orientación profundamente liberal, dio prioridad al carácter objetivo y de
mandato de los derechos fundamentales sobre su significado negativo y los interpretó
como principios objetivos a los cuales debía adaptarse el derecho ordinario. Materializar
los derechos fundamentales mediante la legislación de derecho privado, penal, procesal y
de policía fue también el tema prioritario de los parlamentos del Premarzo. Sólo en la
segunda mitad del siglo, cuando la libertad prometida mediante los derechos
fundamentales se asentó ampliamente en el derecho ordinario, comenzó la reducción de
éstos a su función negativa, que hoy se hace pasar por clásica.
Ciertamente, este desarrollo estaba previsto en la lógica del liberalismo, de cuya
ideología brotaron los derechos fundamentales. Una vez establecidas jurídicamente la
libertad y la igualdad, ambas debían producir de forma automática la prosperidad y la
justicia mediante el mecanismo del mercado. En tales circunstancias, cualquier
intervención estatal en la sociedad que no sirviera a la protección frente a cualquier clase
de perturbación, sino que persiguiese ambiciones de gobierno, no podía sino desfigurar el
libre juego de las fuerzas y cuestionar el acierto del sistema. Por ello, la función capital de
los derechos fundamentales en la sociedad burguesa ya materializada consistió en trazar
una línea de separación entre Estado y sociedad. Considerados desde el punto de vista del
Estado, eran límites a su actuación; desde el de la sociedad, derechos de protección. En
este punto aparece el componente jurídico-objetivo, como estadio de transición a la
concepción liberal-burguesa de los derechos fundamentales. Al final, solo el efecto
1
Alude aquí Dieter Grimm a la revolución de marzo de 1848, que comienza el día 1 de dicho mes
en Baden. Durante la misma se reunió la primera Asamblea Nacional alemana en la Iglesia de San
Pablo (Paulskirche) de Frankfurt del Meno; allí se elaboró la Constitución del Reich, aprobada y
promulgada el 28 de Marzo de 1849, entre cuyos postulados está el Gobierno liberal y popular, la
libertad de prensa, la libertad para el desarrollo del foro público, la extensión del derecho de
sufragio, los procedimientos judiciales públicos y la convocatoria de un Parlamento Nacional
alemán. Sin embargo, el 23 de julio de 1849 se cerrará, de nuevo en Baden, el ciclo revolucionario.
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negativo sobreviviría; pero el significado jurídico-objetivo, lejos de desaparecer por ello,
permaneció latente. Persistió, por así decirlo, en posición de espera, presto a irrumpir de
nuevo cuando hubiera amenaza de desviaciones respecto al objetivo o el automatismo
fuera perturbado. Eso hace que sólo en muy escasa medida pueda hablarse de la función
negativa de los derechos fundamentales como de su función clásica.
3. La garantía de la reserva de ley como contenido de los derechos fundamentales
Como señala Manuel García Pelayo (Derecho constitucional comparado, Madrid:
Alianza, 1984, págs. 55 s.), “una vez asentado y asegurado el régimen liberal burgués, tal
teoría ya no precisaba --como en los tiempos en que el nuevo régimen pugnaba por
afirmarse frente a los poderes históricos— ser un medio de conocimiento al servicio de una
transformación (...), sino simplemente un medio de explicación de una realidad cuyo
contenido aparecía como indiscutible y definitivamente afirmado. Ahora bien, es claro que
toda evidencia en el contenido conduce, en principio, a un resaltamiento de la forma; toda
evidencia en lo sustancial, a una doctrina desustancializada”. Del Estado material de
Derecho, presidido por los principios objetivos de la libertad y la igualdad, se pasa al
Estado formal de Derecho, en el que la libertad y la propiedad han devenido meros
derechos subjetivos frente a la Administración, susceptibles de ser limitados por ley formal
(parlamentaria).
La conexión entre los derechos fundamentales y la reserva de ley o, por mejor
decir, la equivalencia funcional entre ambos principios, es también una creación específica
de la dogmática alemana del siglo XIX. De las múltiples exposiciones que el tema ha
merecido, optamos por reproducir aquí una de las que a nuestro juicio pueden resultar más
claras.
José María Baño León, Los límites constitucionales de la potestad reglamentaria,
Madrid: Civitas, 1991. Capítulo I, apartado IV (“La construcción alemana del principio de
reserva”), págs. 42 a 61. Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
1. La fundamentación original del principio
(...) La construcción de O. Mayer, a quien se suele imputar la paternidad de la
reserva de ley, parte como es conocido del análisis de la situación en la Constitución del
Reich de 1871, Constitución que aunque no es tributaria del principio monárquico, sí está
muy influida por la tradición de las Constituciones de los Estados alemanes del siglo XIX
basadas en el principio monárquico. El Kaiser ostenta un ámbito reservado de atribuciones
que abarca justamente todas las esferas a las que la ley no alcanza. O. Mayer, muy influido
todavía por el dogma de la división de poderes que la Constitución francesa de 1879
intentó en vano aplicar ortodoxamente y, por tanto, por la idea de que la ley como
expresión de la voluntad popular es el único instrumento susceptible de afectar
directamente a la libertad y a la propiedad de los ciudadanos, y ante el hecho de que la
Constitución no reconoce una cláusula general de libertad y propiedad, utiliza las
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competencias que la Constitución concede al Bundesrat, al órgano clave de la Federación
—el Estado alemán en 1871 es, al menos formalmente, un Estado federal— para hacerlas
corresponder con las que aseguran los bienes fundamentales de los ciudadanos (la libertad
y la propiedad); la reserva a la ley de esos ámbitos sirve entonces para garantizar la misma
función que en la Constitución francesa asegura la declaración de derechos.
La reserva de ley suple así la ausencia de una declaración de derechos, pues para
que el poder público .pueda intervenir en la vida o en la hacienda de los particulares
necesita del instrumento de la ley. Es la famosa cláusula de la libertad y propiedad
(Freiheit und Eigentum). De ella hace la doctrina alemana piedra angular de la
construcción dogmática del Derecho público, y sus manifestaciones llegan incluso a la Ley
Fundamental de Bonn. Pero junto a esta función de garantía, la reserva de ley tiene una
repercusión político-organizativa manifiesta: sirve a la distribución de competencia entre el
poder ejecutivo (la Monarquía) y el poder legislativo (los representantes del pueblo, o al
menos de un sector del mismo). Las Cámaras no tienen una competencia universal, sino
limitada a las materias que la Ley Fundamental les reserva. El resto corresponde
originariamente al Monarca: un poder residual pero no, desde luego, derivado.
Esta división fundamental del poder político, bien alejada de los postulados que
inspiran la Revolución francesa, es, obvio es subrayarlo, fruto de un compromiso político
entre la burguesía industrial y comercial y la monarquía, un pacto que alcanza dimensiones
distintas según los Estados alemanes y que vendrá a corroborar la Constitución del Imperio
alemán (Reichsverfassung). La construcción originaria de la reserva de ley está, pues,
condicionada por entero por el principio monárquico (...)
2. Los elementos característicos de la reserva de ley en su formulación clásica
(...)
a) La ley como proposición jurídica (Rechtssatz): el concepto material de ley
Lo que la reserva de ley sea depende muy estrechamente de lo que se entienda por
ley. Para que pueda considerarse que el legislador tiene asignado un ámbito exclusivo es
necesario que podamos acotar un concepto material de ley. La teorización de Laband sobre
la ley en sentido formal y material no es sólo el servicio prestado por su genio jurídico a la
polémica prusiana sobre la Ley de Presupuesto; es también una construcción lógica que
encaja en el resto del mecanismo institucional: la ley es la única norma jurídica, aquélla
que puede constituir derechos e imponer obligaciones. De lo que se sigue: los particulares,
los ciudadanos, no pueden ser afectados en sus situaciones o posiciones jurídicas más que
por la ley. La ley es la única norma originaria. El resto de las normas, los reglamentos o las
meras circulares administrativas, o bien reciben su fuerza de obligar de la ley o afectan
sólo al ámbito interno del Estado.
De ello también se sigue el carácter no jurídico de las normas de organización. Lo
que pertenece al ámbito interno del Estado, lo que no afecta a los ciudadanos en sus
relaciones generales con los poderes públicos no es en puridad jurídico y queda a la libre
disposición del poder (...).
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b) La influencia del concepto de ley en la determinación de las potestades
administrativas
Como la ley tiene asignadas unas materias en la Constitución, la posición del
ejecutivo y de la Administración es necesariamente residual. Aquellos ámbitos que no
corresponden al legislador pueden ser abordados por la Administración. Por ello, la
Administración no necesita de la autorización de la ley para actuar sobre aquellas materias
no reservadas al legislador. No es extraño, por ello, la definición de la Administración (de
la función administrativa) por sustracción. Administración es lo que no es función
legislativa ni jurídica. También la configuración de un ámbito discrecional de la
Administración no fiscalizable resulta coherente con la idea de un ámbito particular o
privativo de la Administración. La doctrina de la vinculación negativa de la
Administración respecto al principio de legalidad es, en fin, una lógica consecuencia de la
concepción que el constitucionalismo alemán decimonónico tiene de la división de
poderes.
c) La reserva de ley no afecta a las relaciones especiales de sujeción
Tampoco es ajena a la concepción general de la reserva de ley la exclusión de las
relaciones especiales de sujeción de su ámbito. No es asimismo casual que el primer gran
sistematizador de la reserva de ley (Otto Mayer) sea quien formule la teoría de las
relaciones generales y especiales de sujeción, porque esta figura dogmática deriva
directamente de la reserva de ley. La reserva sólo afecta a las relaciones generales de
sujeción, a las que se entablan entre el Estado y los ciudadanos en cuanto tales; lo que la
reserva protege es el ámbito material de la propiedad y la libertad de los ciudadanos o
aquellas medidas organizativas que son instrumentales de esas garantías (el proceso
judicial o la organización de los Tribunales de justicia, por ejemplo). Pero cuando el
ciudadano está en una relación especial de sujeción o de deber con el Estado, cuando forma
parte de su. aparato organizativo (funcionario) o tiene especiales relaciones con él
(reclusos, soldados, escolares, etc.), entonces no opera la reserva de ley. En la relación
especial de sujeción o de poder (besondere Gewaltverhältniss) la Administración no
requiere de la previa autorización de la ley; no estamos ante el ámbito privado de un
particular, sino en el seno mismo del aparato estatal; en puridad, no hay derechos
fundamentales en la relación especial de sujeción y la protección jurídica está
capitidisminuida o es inexistente. La reserva de ley no opera en la relación especial de
sujeción porque ésta es una relación ad intra del propio Estado. La Administración actúa
aquí con sus instrumentos propios, se basta con el reglamento y las instrucciones o
circulares. Estamos ante normas que no tienen carácter jurídico ad extra (...).
Los rasgos fundamentales del panorama dogmático expuesto revelan claramente
una coherencia interna y una concepción global del papel del Estado (y dentro de él, de los
distintos poderes) y de la sociedad. Sin embargo, sería probablemente una
desconsideración con la verdad histórica entender que esa situación se produjo así en la
práctica. Lo que hemos expuesto es el balance de una situación constitucional muy
compleja visto con perspectiva histórica, no la descripción de un acuerdo doctrinal. Por el
contrario: la doctrina alemana del siglo XIX sobre el Reglamento está dominada por
concepciones antagónicas o al menos dispares. Tal como ocurre en Francia, lo que está en
juego, la distribución del poder, es un asunto del suficiente interés como para justificar
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posiciones jurídicas y constitucionales muy distantes.
4. El principio de constitucionalidad como garantía de los derechos fundamentales
Se nos permitirá que para describir el surgimiento de los derechos fundamentales
como garantías frente al legislador volvamos a remitirnos a la primera de las obras citadas
en este mismo texto. Sin embargo, no podemos dejar de citar igualmente el estudio que en
España se considera canónico en la materia, el artículo de Pedro Cruz Villalón “Formación
y evolución de los derechos fundamentales”, REDC 25, págs. 35 a 62, disponible ahora en
internet (http://www.cepc.es/es/Publicaciones/Revistas/listado_revistas.aspx).
Antonio López Pina, Ignacio Gutiérrez Gutiérrez, Elementos de Derecho
público, Marcial Pons: Madrid/Barcelona, 2002, Apartado 1.4 (“La sujeción del legislador
a los tribunales”) del Capítulo III (“Creación y aplicación del Derecho”), págs. 81-86.
Extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Para comprender las modificaciones de sentido que han afectado en los últimos dos
siglos al principio de constitucionalidad es preciso remontarse a la Declaración de
Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. En su art. 16 afirma que “toda sociedad en
la que los derechos fundamentales no están establecidos ni la separación de poderes
garantizada carece de Constitución”. La llamada precisamente Monarquía constitucional
redujo en el siglo XIX la operatividad de ambos principios a la reserva de Ley: la
intervención del poder ejecutivo en los derechos fundamentales debe ser autorizada por el
Parlamento mediante una Ley previa. El legislador de la época, por cierto, podía autorizar
la intervención administrativa en los derechos con entera libertad; en cuanto representante
de los ciudadanos titulares de los derechos, disponía sobre ellos como sobre cosa propia.
Ello, que excluye naturalmente todo control sobre la Ley, concordaba con el art. 6 de la
propia Declaración, que proclama la Ley como expresión de la voluntad general, pero algo
menos con los arts. 4 y 5, que imponen ciertos límites a la Ley misma justo en el momento
de reconocer el principio de legalidad.
El principio de constitucionalidad en sentido estricto, que permite el control de la
Ley con la Constitución como parámetro, desarrolla el Estado de Derecho. En efecto, si
éste postula la limitación del poder a través del Derecho, se llega ahora hasta el extremo de
limitar jurídicamente al legislador e imponerle el control de los Tribunales, especialmente
para que aquél respete también los derechos fundamentales. Ahora bien, para ello es
preciso asumir que la Constitución recoge la voluntad de un poder superior al del
legislador parlamentario, y se imputa su creación al mismo pueblo. Por eso la teoría de la
jurisdicción constitucional va indisolublemente ligada a la doctrina democrática del poder
constituyente, que costosamente se perfila al hilo de las convulsiones del parlamentarismo
liberal. Y también por ello la tarea de reformar la Constitución queda diferenciada de la
que es propia del legislador: la Constitución, que debe ser rígida, sólo puede ser
actualizada por el propio pueblo. Todo ello era inconcebible en el momento en que
dominan las teorías de la soberanía compartida del doctrinarismo o, más aún, el principio
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monárquico.
Para articular el principio de constitucionalidad convergen la bisecular experiencia
americana con las que se originan en Austria en 1920 y en Italia y Alemania tras la
Segunda Guerra Mundial. Pero las tres deben ser diferenciadas.
En los Estados Unidos, la superioridad de la Constitución se desprende de un
razonamiento jurídico-práctico al que es forzado el aplicador del Derecho, encargado de
construir en cada caso la coherencia del ordenamiento jurídico. El presupuesto básico
consiste en considerar la Constitución no como una mera ordenación de los actores del
proceso político estatal, sino como una norma jurídica susceptible de ser aplicada, al igual
que cualquier otra Ley. En caso de contradicción entre la Constitución y otra norma
cualquiera, incluidas las Leyes aprobadas por el Congreso, el juez Marshall entiende, ya en
1803, que la Constitución debe primar como norma superior, por ser su creación imputada
al pueblo. Mediante el sistema de recursos (...), tal inaplicación singular puede convertirse
en jurisprudencia sentada de manera estable por el Tribunal Supremo. En cualquier caso, el
solo hecho de que la esclavitud fuera abolida tardíamente, y no ciertamente a través de una
decisión del Tribunal Supremo, sino de una guerra civil, muestra hasta qué extremo están
alejados los criterios de normatividad que entonces operaban y de legitimidad que ahora se
atribuyen a aquella experiencia. Debe observarse también que, en la práctica, el control del
Tribunal Supremo sobre el legislador no adquirió verdadero relieve hasta que se exacerbó
frente a la política reformista del New Deal, impulsada como respuesta a la crisis de 1929
en una dirección próxima a lo que hoy conocemos como Estado social; se utiliza entonces
el principio de constitucionalidad como freno de las reformas políticas y sociales. Hay que
esperar a las Administraciones demócratas de los años sesenta, y con un amplio
movimiento popular a sus espaldas, para registrar cierto activismo judicial a favor de los
derechos civiles.
La segunda tradición relevante parte de un problema de teoría del Derecho, el que
plantea la determinación de la validez de las normas jurídicas. Según la construcción
kelseniana, cada norma funda su validez en el hecho de haber sido aprobada por el órgano
declarado competente por una norma de rango superior y de acuerdo con los
procedimientos previstos en ella. El problema teórico fundamental se plantea, ciertamente,
al suspender la cadena en un punto, que Kelsen sitúa en la Constitución, por encima de la
cual es preciso postular la célebre norma hipotética fundamental. Pero será necesario
también que un Tribunal pueda comprobar si la Ley ha sido verdaderamente aprobada de
acuerdo con el régimen de competencias y los procedimientos constitucionalmente
previstos. Tal tarea no es la de aplicar el Derecho al caso concreto; el Tribunal
Constitucional es más bien un legislador negativo que, en su caso, desaprueba la Ley (...)
La noción de Constitución como límite procedimental de la Ley lleva, por ejemplo, a
entender las violaciones de los derechos contenidos en la Constitución como
inadecuaciones del procedimiento; esto es, se anula la Ley simplemente porque no ha
seguido el procedimiento adecuado para suprimir los derechos, que sería el de reforma de
la Constitución (...).
La tercera raíz del principio de constitucionalidad prende en Italia y Alemania tras
la Segunda Guerra Mundial, y se extiende a Portugal, España o Grecia tras el ocaso de los
respectivos regímenes dictatoriales. Nace de un problema político de primera magnitud. En
11
efecto, son sociedades que, por razones históricas complejas, no han sabido destilar la
cultura política necesaria para que funcionen adecuadamente los principios políticos del
Estado constitucional, para que la tensión entre legislador y derechos fundamentales se
resuelva en una garantía efectiva de estos derechos, de la democracia y de la división de
poderes. Ello se pone de manifiesto de modo dramático, primero en Roma y a continuación
bajo la Constitución de Weimar; tras Auschwitz, la tradicional desconfianza hacia el poder,
incluso hacia el democráticamente legitimado en su origen, cobra dimensiones
radicalmente distintas a las conocidas, y del mismo modo se piensa en nuevos modos de
limitarlo. La incapacidad de estas sociedades para sustentar el Estado democrático de
Derecho es suplida mediante la juridificación de los procesos políticos; la Constitución
normativa aparece como sucedáneo de los principios políticos del Estado constitucional,
sustituidos por el principio jurídico de constitucionalidad.
Su articulación práctica, con algunas variantes, es la del modelo kelseniano, pero
las diferencias sustantivas son evidentes. Se trata, ciertamente, de garantizar la supremacía
de la Constitución sobre la Ley, el principio de constitucionalidad. Pero, en primer lugar,
también se incorpora la noción americana de Constitución, que supera su mera
identificación como límite de la Ley y la impone como norma directamente aplicable, en
particular en cuanto reconoce a los ciudadanos ciertos derechos. Ello fuerza un modo de
concebir la relación entre Constitución y Ley radicalmente distinto, marcado por el valor
de la jurisprudencia que emana del Tribunal Constitucional como intérprete supremo de la
Constitución; esta jurisprudencia forma con la Constitución un cuerpo único, algo que
tendrá enorme transcendencia en la vida efectiva del ordenamiento jurídico. Y, sobre todo,
la Constitución quiere garantizar frente al legislador no la integridad de unos
procedimientos, sino unos contenidos valorativos que se identifican precisamente con los
derechos fundamentales, y que se proyectan sobre todo el ordenamiento jurídico. Al efecto,
es relevante que en España como en Alemania se haya instaurado un recurso específico
para la tutela de los derechos que amplía el ámbito de la jurisdicción constitucional más
allá del control de las Leyes.
5. La garantía de los derechos fundamentales a través del recurso de amparo
Por último, resumiremos, de nuevo mediante breves extractos de sendos textos
doctrinales, el sentido específico del recurso de amparo constitucional en el actual
momento de evolución histórica de los derechos fundamentales. Dos textos que resultan
especialmente significativos porque abrieron en la doctrina española un importante debate
sobre un tema concreto (la llamada “objetivación” del recurso de amparo) que, en
cualquier caso, no procede aquí desarrollar; se apoyan al efecto, en cualquier caso, en una
diferente valoración de la trascendencia que debe otorgarse a la garantía que incorpora el
recurso de amparo a la hora de caracterizar los derechos fundamentales.
Pedro Cruz Villalón, “El recurso de amparo constitucional”, en VV.AA., Los
procesos constitucionales, Madrid: CEC, 1992, págs. 117-122, extracto.
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
1. En relación con la situación presente del recurso de amparo constitucional (en
adelante, RAC) la divisa habría de ser: «Menos amparo frente al juez, más amparo frente al
12
legislador.»
I
2. La regla: En un Estado de Derecho, el amparo constitucional es, prácticamente
por definición, amparo frente al juez. Pues el RAC no sustituye a la protección judicial,
sino que la presupone (subsidiariedad) (...).
3. El RAC no es un elemento típico de la justicia constitucional, sino más bien una
singularidad de determinados ordenamientos (Alemania, Austria, Suiza).
4. El sentido o justificación del RAC es, sobre todo, histórico, inaugural de un
determinado ordenamiento constitucional, con dos vertientes:
a) Orgánica (institucional o subjetiva): Desconfianza hacia la identificación
constitucional de un Poder Judicial «preconstitucional».
b) Funcional (u objetiva): Ausencia de una doctrina, de una jurisprudencia sobre la
norma constitucional, muy en particular de su parte dogmática (especialmente importante a
la vista de las notas distintivas de la Constitución como norma).
5. Conforme el argumento histórico se debilita, tanto en una como en otra vertiente,
se debilita la posición del propio RAC. Se trata de salvar la vertiente objetiva, la defensa
objetiva del ordenamiento, pero para ello la estructura misma del amparo es un obstáculo:
Pues sólo permite reaccionar frente a los jueces por defecto, no por exceso (...).
6. A la pérdida de sentido se suma su propia crisis funcional: La multiplicación del
número de RAC incide muy negativamente sobre tres elementos:
a) El propio RAC, cuya tramitación se dilata hasta hacerlo irreconocible (...).
b) Los restantes procesos constitucionales, que constituyen la razón de ser de la
justicia constitucional, comienzan a sufrir un retraso de seis años.
c) La propia justicia «ordinaria», en cuyas «dilaciones indebidas» colabora
paradójicamente el RAC.
(...)
II
14. La excepción: En el ordenamiento constitucional español el único amparo
constitucional frente a vulneraciones no imputables —activa o pasivamente— al juez es el
amparo frente a vulneraciones que el juez no se encuentra en situación de corregir. Estas
no son sino las vulneraciones imputadas directamente al legislador. Y precisamente éste es
el único supuesto en el que el RAC hasta ahora no cabe.
15. Esta restricción o excepción no es característica de los sistemas de justicia
13
constitucional que introducen el recurso de amparo. Por el contrario, la regla podría
formularse: Allí donde hay amparo hay amparo frente a leyes.
16. Bien es cierto que el sistema español no carece totalmente de mecanismos que
permitan intentar la defensa, por parte de los ciudadanos, frente a una ley contraria a la
Constitución. De hecho, existen tres tipos de sustitutos:
a) La protección indirecta y objetivamente limitada, con ocasión de los actos de
aplicación de leyes (implícita en el art. 55.2 LOTC).
b) La protección indirecta, general y mediatizada de la cuestión de
inconstitucionalidad (art. 163 CE).
c) La legitimación del Defensor del Pueblo (art. 162.1.a CE).
17. Los citados mecanismos, sin infravalorar sus posibilidades (...), no alcanzan a
cubrir una laguna que, en cuanto no derivada directamente de la Constitución, puede
resultar «contra constitutionem» ex art. 24 CE. En efecto:
a) El RAC sólo cubre —y ello indirectamente— los derechos fundamentales de la
Sección primera. A esta insuficiencia objetiva se suma el problema de las leyes que se
imponen al ciudadano sin mediación alguna («autoaplicativas»).
b) La cuestión de inconstitucionalidad se configura como un acto (o una omisión)
libre y discrecional del juez, no revisable, en cuanto al fondo, por ningún otro órgano.
Sobre todo, el mismo deber de fundamentar esta iniciativa judicial (o su omisión) no
aparece claramente perfilado.
c) La mediación del Defensor del Pueblo, por último, puede ser descartada, a
efectos de tutela judicial, por el propio carácter del órgano.
(...)
22. Sin perjuicio de los problemas que conlleva el RAC, lo que sí habría que decir
es que, en la medida en que hay RAC debe haber amparo frente a leyes (...).
Luis María Díez-Picazo Giménez, “Dificultades prácticas y significado
constitucional del recurso de amparo”, REDC 40, págs. 9-37, extracto
El presente texto se reproduce con fines exclusivamente docentes
Cabe afirmar que el recurso de amparo resulta ser un elemento, si no típico en una
perspectiva comparada, sí básico dentro del sistema español de justicia constitucional.
Cuatro órdenes de razones abonan esta aseveración.
Ante todo, el recurso de amparo, al igual que sus equivalentes en otros
ordenamientos, es el mecanismo que en el modelo concentrado de justicia constitucional
permite que el carácter normativo de la Constitución se traduzca en la existencia de
14
genuinos derechos subjetivos accionables por los particulares sin necesidad de
intermediación alguna. Ello no es necesario en el modelo difuso de justicia constitucional,
ya que, a efectos de su justiciabilidad, la Constitución no presenta diferencias con respecto
a los demás tipos de normas. Es invocable, como fuente de derechos subjetivos, en
cualquier proceso y puede y debe ser aplicada por todos los Tribunales. La supremacía
constitucional, de este modo, consiste en la mera superioridad jerárquica y la consiguiente
prioridad aplicativa de la Constitución. En el modelo concentrado de justicia constitucional
puro o típico, en cambio, la Constitución sólo es justiciable en cuanto canon de validez de
las normas con fuerza de ley, para lo que existen cauces procesales específicos (recurso de
inconstitucionalidad, cuestión de inconstitucionalidad). La supremacía constitucional no se
manifiesta como prioridad aplicativa de la Constitución en cualesquiera procesos, sino
como límite frente al legislador que ciertos órganos del Estado pueden hacer valer ante el
Tribunal Constitucional. De aquí, que los derechos fundamentales, entendidos como
derechos proclamados en el texto constitucional, vean disminuida o neutralizada su
condición de derechos subjetivos, para transformarse en valores objetivos que
circunscriben las posibles opciones legislativas. Incluso admitiendo que, en la lógica de
dicho modelo puro o típico, quepa hacer derivar ciertos derechos directamente de la
Constitución, su justiciabilidad última —excepto en los raros supuestos en que un derecho
fundamental no se haya visto afectado por desarrollo legislativo alguno— no depende de la
sola voluntad de sus titulares, sino de una iniciativa judicial. Esta es precisamente la
insuficiencia que viene a subsanar el recurso de amparo: respetando el criterio de procesos
específicos para la justiciabilidad de la Constitución propio del modelo concentrado de
justicia constitucional, otorga un agere licere autónomo a los ciudadanos para impetrar la
tutela de los derechos que la propia Constitución les ha reconocido.
(...) Por último, la razón más importante por la que el recurso de amparo es un
elemento básico del sistema español de justicia constitucional tal vez radique en que el
modelo concentrado de justicia constitucional puro o típico ha dejado de ser consistente
con las características estructurales de los ordenamientos contemporáneos. En efecto, el
esquema austríaco-kelseniano, en virtud del cual el control de la constitucionalidad se
ejerce exclusivamente sobre las normas con fuerza de ley, era consistente con un tipo de
ordenamiento en que la ley ocupaba una posición central e incontestada; máxime cuando
las normas legales eran relativamente escasas, estables y bien sistematizadas. El modelo
concentrado de justicia constitucional puro o típico, en otros términos, representaba
probablemente el modo más adecuado de dotar de supremacía normativa a la Constitución
en la Europa surgida de la codificación. Pero, en una época de descodificación y, más aun,
de deslegalización de los ordenamientos jurídicos, así como de creciente relevancia
práctica de la creación judicial de Derecho, simplemente no es realista intentar proteger la
supremacía normativa de la Constitución tan sólo a través del control de constitucionalidad
de las normas con fuerza de ley.
Baste un dato a este respecto. A veces, se oye decir que en Italia la cuestión de
inconstitucionalidad hace frente, en la práctica, a los mismos problemas que el recurso de
amparo en España; pero se omite siempre cualquier reflexión sobre el papel real que
desempeña el legislador en cada uno de ambos ordenamientos. En 1992, las disposiciones
estatales con rango de ley aprobadas en Italia fueron 431, mientras las de naturaleza
reglamentaria fueron 147; durante el mismo año, en España, las instituciones centrales del
Estado aprobaron 50 disposiciones con fuerza de ley y 400 decretos (...). Ello pone de
15
manifiesto algo que era sabido: indiferente a algunas rigurosas construcciones
jurisprudenciales y dogmáticas, el ámbito real y efectivo de la reserva de ley en España es
más bien restringido y la actividad normativa llevada a cabo por las Administraciones
públicas de ningún modo responde a los criterios del constitucionalismo clásico. Como es
obvio, la actividad creadora de los Jueces es mucho más difícil de cuantificar.
Si la observación que se acaba de hacer es correcta, la conclusión es clara: hoy día,
la batalla por la supremacía constitucional se juega también en sede reglamentaria y
judicial. El principio de constitucionalidad ya no se agota en el control de la interpositio
legislatoris. Frente al clásico Derecho constitucional de la ley, se alza en la actualidad el
reto de un Derecho constitucional de los derechos fundamentales; y frente a la tradicional
lucha por la observancia objetiva de la Constitución y la pureza del sistema normativo, se
presenta el desafío de dotar a los ciudadanos de remedios efectivos contra las violaciones
de sus derechos fundamentales. El recurso de amparo es el proceso constitucional
adecuado a esta nueva tarea.
En cierta ocasión, Oliver Wendell Holmes dijo que la Constitución de los Estados
Unidos, tal como había sido hasta entonces entendida, podría sobrevivir sin la facultad del
Tribunal Supremo de declarar la invalidez de leyes federales, mas no sin la de declarar la
invalidez de leyes y disposiciones de los Estados. Análogamente, yo creo que la
Constitución española, tal como ha sido aplicada hasta ahora, sería reconocible sin el
recurso o la cuestión de inconstitucionalidad; pero no sería la misma sin el recurso de
amparo.
6. STC 86/1985: los derechos fundamentales integran hoy diversos aspectos que se
han acumulado a lo largo del tiempo
Esta evolución histórica, como es evidente, no actúa por sustitución, sino por
acumulación. Esto es, la comprensión de los derechos fundamentales como reservas de ley
no anula la función promocional ínsita en el aspecto objetivo de los derechos
fundamentales; y la protección frente al legislador no suprime la reserva de ley, aunque
pueda modificar su función. De todo ello hablaremos en los apartados siguientes, pero
quizá quepa anticipar un par de textos ilustrativos extraídos de la jurisprudencia
constitucional española.
En primer lugar, la STC 86/1985 del Tribunal Constitucional, que trae causa del
recurso de amparo interpuesto por el Ministerio Fiscal contra la Sentencia de la Sala
Tercera del Tribunal Supremo de 24 de enero de 1985, que estimó en parte los recursos
contencioso-administrativos interpuestos contra tres Ordenes del Ministerio de Educación
y Ciencia de 16 de mayo de 1984, sobre régimen de subvenciones a Centros docentes.
STC 86/1985, extracto
http://www.boe.es/aeboe/consultas/bases_datos/doc.php?coleccion=tc&id=SENTENCIA1985-0086
16
II. Fundamentos jurídicos
1. (...) La segunda de las cuestiones previas antes aludidas concierne a la legitimación
que cabe reconocer para promover este recurso al Ministerio Fiscal y se concreta en una
petición de inadmisión del mismo formulada por los demandados, en la que se aduce que,
ejerciendo esta acción, el Ministerio Público no habría interpuesto, en rigor, un recurso de
amparo, sino una acción «en interés de ley», en la que no se concreta la identidad de los
supuestos agraviados en sus derechos fundamentales a causa de la Sentencia impugnada y en
la que, por otra parte, se viene a desconocer el carácter de este recurso cuando lo promueve el
Ministerio Fiscal, supuesto éste en el que no se puede pretender, como aquí se hace, la
anulación de una Sentencia que, justamente, amparó a quienes comparecen hoy como
demandados en sus derechos fundamentales.
La legitimación para recurrir en amparo que la Constitución atribuye al Ministerio
Fiscal en el apartado 1 b) de su art. 162 y que aparece igualmente recogida en el punto 1 b),
del art. 46 de la LOTC, se configura como un ius agendi reconocido a este órgano en mérito a
su específica posición institucional, funcionalmente delimitada en el art. 124.1 de la norma
fundamental. Promoviendo el amparo constitucional, el Ministerio Fiscal, defiende,
ciertamente, derechos fundamentales, pero lo hace, y en esto reside la peculiar naturaleza de
su acción, no porque ostente su titularidad, sino como portador del interés público en la
integridad y efectividad de tales derechos (…).
(...) De otra parte, la no identificación individualizada en la demanda de los sujetos
singularmente agraviados en sus derechos fundamentales por la resolución judicial impugnada
(...) [no] bastaría, por sí sola, para concluir, anticipadamente, en la inexistencia de las lesiones
de derechos argüidas, porque, sin perjuicio del examen de fondo de la pretensión, aquella
determinación subjetiva puede no ser posible en ciertos supuestos, según se admite
claramente en el art. 46.2 de nuestra Ley Orgánica.
Tampoco puede compartirse la tesis adelantada por la defensa de los demandados en
orden a cómo, al recurrirse por el Ministerio Fiscal una Sentencia estimatoria que basó su
fallo en los derechos fundamentales de aquéllos, se habría desnaturalizado el cauce del
amparo constitucional. De tal premisa, y como consideración sólo preliminar, no cabe derivar
dicha conclusión porque, como es obvio, el reconocimiento de derechos fundamentales en una
resolución judicial ordinaria no es obstáculo para la consideración, si así se pide, de las
hipotéticas lesiones de los derechos y libertades de otros que tal acto haya podido deparar,
posibilidad ésta que no es descartable, de principio, cuando la decisión judicial hizo
aplicación, como en este caso, del principio de igualdad.
2. (...) En el presente caso, (...) la Sala sentenciadora procedió a contrastar
directamente con la Constitución las Ordenes ministeriales que ante ella se recurrían, de
manera que su decisión se proyecta directamente sobre éstas, sin la mediación del legislador
(...).
Es cierto que, en toda su actuación y más especialmente en aquellos casos en los que,
en conexión con los derechos fundamentales que ella garantiza, la Constitución contiene una
específica reserva de ley, los Tribunales del orden contencioso-administrativo han de
anteponer el examen de legalidad al de constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o
17
el tenor de la reglamentación la contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de
esta última con la Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se
considera lesivo de un derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo
de la concordancia) será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante
nosotros su constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las mencionadas
Órdenes ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura legal y, por tanto,
implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art. 27.9 de la C.E. Tal
argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación de esas órdenes por
infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese que el mencionado precepto
consagra un derecho fundamental, también ante nosotros en esta vía de amparo (…).
3. En la demanda de amparo y en el acto de la vista se ha sostenido la infracción por la
Sentencia recurrida de los derechos fundamentales declarados en los arts. 14 y 27.1 de la
Constitución, en lo relativo, este último precepto, al reconocimiento del derecho de todos a la
educación (...). El rasgo común, con todo, a uno y otro de estos motivos de la queja
constitucional, viene dado por el argumento que sirve de base a todo el recurso, esto es, el de
que la Sentencia impugnada incurrió en conculcación de los citados derechos fundamentales
al invalidar algunas de las condiciones y criterios para la adjudicación de subvenciones que,
en las Ordenes ministeriales entonces enjuiciadas, venían a distinguir a determinados Centros;
los mismos que, una vez anulados aquellos requisitos y criterios, verían hoy mermadas sus
posibilidades de acceso a las subvenciones y a la consecución de éstas en la medida
suficiente.
La pretendida vulneración del principio de igualdad de que en este punto nos
ocupamos se conecta así con una concreta reglamentación del sistema subvencional a la
educación y, por consiguiente, su análisis requiere algunas precisiones sobre la relación que
media sobre los distintos preceptos incluidos en el art. 27 de nuestra Ley fundamental, pues
mientras algunos de ellos consagran derechos de libertad (así, por ejemplo, apartados 1, 3 y
6), otros imponen deberes (así, por ejemplo, obligatoriedad de la enseñanza básica, apartado
4), garantizan instituciones (apartado 10), o derechos de prestación (así, por ejemplo, la
gratuidad de la enseñanza básica, apartado 3) o atribuyen, en relación con ello, competencias
a los poderes públicos (así, por ejemplo, apartado 8), o imponen mandatos al legislador. La
estrecha conexión de todos estos preceptos, derivada de la unidad de su objeto, autoriza a
hablar, sin duda, en términos genéricos, como denotación conjunta de todos ellos, del derecho
a la educación, o incluso del derecho de todos a la educación, utilizando como expresión
omnicompresiva la que el mencionado artículo emplea como fórmula liminar. Este modo de
hablar no permite olvidar, sin embargo, la distinta naturaleza jurídica de los preceptos
indicados.
El derecho de todos a la educación, sobre el que en buena parte giran las
consideraciones de la resolución judicial recurrida y las de quienes hoy la impugnan,
incorpora así, sin duda, junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión
prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal
derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de
obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4.° de este art. 27 de la norma
fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de los poderes públicos se hallan los
instrumentos de planificación y promoción mencionados en el núm. 5 del mismo precepto, así
como el mandato, en su apartado 9.°, de las correspondientes ayudas públicas a los Centros
18
docentes que reúnan los requisitos que la Ley establezca.
El citado art. 27.9, en su condición de mandato al legislador, no encierra, sin embargo,
un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica subvencional o
de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley -exigencia que, como antes decimos,
invocada en la vista por la defensa de los demandados, no fue argüida en el recurso
contencioso-administrativo ni tomada en cuenta por el Tribunal a quo-, Ley de la que nacerá,
con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la posibilidad de instar
dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones públicas de dispensarlas, según la
previsión normativa.
El que en el art. 27.9 no se enuncie como tal un derecho fundamental a la prestación
pública y el que, consiguientemente, haya de ser sólo en la Ley en donde se articulen sus
condiciones y límites, no significa, obviamente, que el legislador sea enteramente libre para
habilitar de cualquier modo este necesario marco normativo. La Ley que reclama el art. 27.9
no podrá, en particular, contrariar los derechos y libertades educativas presentes en el mismo
artículo y deberá, asimismo, configurar el régimen de ayudas en el respeto al principio de
igualdad. Como vinculación positiva, también, el legislador habrá de atenerse en este punto a
las pautas constitucionales orientadoras del gasto público, porque la acción prestacional de los
poderes públicos ha de encaminarse a la procuración de los objetivos de igualdad y
efectividad en el disfrute de los derechos que ha consagrado nuestra Constitución (arts. 1.1,
9.2, y 31.2, principalmente). Desde esta última advertencia, por lo tanto, no puede, en modo
alguno, reputarse inconstitucional el que el legislador, del modo que considere más oportuno
en uso de su libertad de configuración, atienda, entre otras posibles circunstancias, a las
condiciones sociales y económicas de los destinatarios finales de la educación a la hora de
señalar a la Administración las pautas y criterios con arreglo a los cuales habrán de
dispensarse las ayudas en cuestión. No hay, pues, en conclusión, y como dijimos en el
fundamento undécimo de nuestra Sentencia de 27 de junio, un deber de ayudar a todos y cada
uno de los Centros docentes, sólo por el hecho de serlo, pues la Ley puede y debe condicionar
tal ayuda, de conformidad con la Constitución, en la que se enuncia, según se recordó en el
mismo fundamento jurídico, la tarea que corresponde a los poderes públicos para promover
las condiciones necesarias, a fin de que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas.
Pero, justamente porque el derecho a la subvención no nace para los Centros de la
Constitución, sino de la Ley, la Sentencia impugnada, al modificar las condiciones y criterios
para la subvención, no ha incurrido, sólo por ello, y sea cual sea la corrección constitucional
de su juicio (...), en vulneración alguna de derecho fundamental, inexistente en nuestro
ordenamiento como pretensión subjetiva a la prestación pública en favor de los Centros
docentes privados (...).
4. Se alegó también en el acto de la vista, como derecho igualmente vulnerado, el que
ostentan todos a la educación, de acuerdo con el art. 27.1 de la norma fundamental. Este
derecho sólo podría considerarse violado, o bien integrando en su contenido un hipotético
derecho a la subvención, o bien tras de apreciar que, por los cambios en los criterios y
condiciones subvencionales deparados por la Sentencia que juzgamos, se habría provocado la
privación actual y efectiva del derecho de algunos a la educación gratuita. Del primero de
estos supuestos nada hay que añadir ahora a lo expuesto en el fundamento que antecede,
siendo del todo claro que el derecho a la educación -a la educación gratuita en la enseñanza
19
básica- no comprende el derecho a la gratuidad educativa en cualesquiera Centros privados,
porque los recursos públicos no han de acudir, incondicionadamente, allá donde vayan las
preferencias individuales. Tampoco, desde otro punto de vista, es determinable ahora
jurídicamente una privación de aquel derecho a la educación, a resultas de los cambios
introducidos por la Sentencia en la normativa reguladora de la adjudicación administrativa de
subvenciones. Una tal hipotética lesión sólo sería apreciable al término del procedimiento
administrativo que se considera y no sería constitucionalmente relevante, de otro lado, sino
por referencia al eventual desconocimiento por la Administración de los principios
constitucionales que, como se ha dicho en el fundamento anterior, orientan y limitan la
asignación del gasto público. En tal supuesto, distinto al del que hoy conocemos, quedarían
abiertos a los interesados los remedios jurisdiccionales aptos para el control del actuar
administrativo y, en su caso, esta misma vía del amparo constitucional.
En el contexto de su respuesta al caso planteado, pues, el Tribunal alude a tres
cuestiones que aquí, desde el punto de vista de esta introducción histórica, nos pueden
resultar de particular interés:
a) De un lado, al tratar de la legitimación del Ministerio Fiscal, queda claro que, en
materia de derechos fundamentales, no cabe disociar radicalmente la preservación de los
derechos subjetivos individuales, que presupone la concreción de sus titulares y el
perjuicio efectivo en su derecho, y el interés público que mira a “la integridad y efectividad
de tales derechos”; una perspectiva ésta que, sin duda, parece guiada por una concepción
de los derechos que los percibe como elementos centrales del ordenamiento jurídico, en
conexión con la función que se les atribuía originariamente de orientar el desarrollo del
ordenamiento jurídico en su conjunto.
b) En segundo lugar, y en conexión con ello, la sentencia señala que el art. 27 de la
Constitución contiene distintos preceptos, algunos de los cuales consagran derechos de
libertad, mientras que otros garantizan instituciones o derechos de prestación, atribuyen
competencias a los poderes públicos o imponen mandatos al legislador. La distinta
naturaleza jurídica de los preceptos indicados hace del derecho a la educación un complejo
que incorpora, “junto a su contenido primario de derecho de libertad, una dimensión
prestacional, en cuya virtud los poderes públicos habrán de procurar la efectividad de tal
derecho y hacerlo, para los niveles básicos de la enseñanza, en las condiciones de
obligatoriedad y gratuidad que demanda el apartado 4.° de este art. 27 de la norma
fundamental. Al servicio de tal acción prestacional de los poderes públicos se hallan los
instrumentos de planificación y promoción mencionados en el núm. 5 del mismo precepto,
así como el mandato, en su apartado 9.° de las correspondientes ayudas públicas a los
Centros docentes que reúnan los requisitos que la Ley establezca”. Estamos, pues, ante un
mandato de configuración legislativa que va más allá de la simple función de los derechos
fundamentales como garantías subjetivas frente a la intromisión desproporcionada del
poder público. Y ello es así especialmente porque “el mandato al legislador, no encierra,
sin embargo, un derecho subjetivo a la prestación pública. Esta, materializada en la técnica
subvencional o, de otro modo, habrá de ser dispuesta por la Ley (...), Ley de la que nacerá,
con los requisitos y condiciones que en la misma se establezcan, la posibilidad de instar
dichas ayudas y el correlativo deber de las administraciones públicas de dispensarlas,
según la previsión normativa”. En ello se aprecia la escisión entre contenido subjetivo del
derecho constitucional y mandato al legislador.
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c) En tercer lugar, y por último, aparece en la sentencia la reserva de ley, conforme
a la cual el poder ejecutivo sólo previa mediación legislativa puede incidir en los derechos
fundamentales, en este caso a través de un reglamento. Si se infringe la reserva de ley, la
regulación del ejecutivo es por ello sólo contraria a la Constitución, que en primer lugar
garantiza que las intervenciones en el ejercicio de los derechos fundamentales tengan
amparo legal. Una intervención que, recogida en una ley, podría encontrar justificación
constitucional, es sin embargo contraria a la Constitución si está recogida en una
disposición o en un acto administrativo privado de respaldo legal suficiente. Este examen
formal “de legalidad” se antepone al juicio material de constitucionalidad, que contrasta la
medida limitadora concreta con el contenido del derecho constitucionalmente garantizado.
En tal sentido señala la sentencia que, “en toda su actuación y más especialmente en
aquellos casos en los que, en conexión con los derechos fundamentales que ella garantiza,
la Constitución contiene una específica reserva de ley, los Tribunales del orden
contencioso-administrativo han de anteponer el examen de legalidad al de
constitucionalidad, pues si falta la norma habilitante o el tenor de la reglamentación la
contradice, no procede ya, sólo por eso, el contraste directo de esta última con la
Constitución y si, por el contrario, el precepto reglamentario que se considera lesivo de un
derecho fundamental es concorde con la ley (sea cual fuere el motivo de la concordancia)
será la ley misma el origen de la lesión y habrá de cuestionarse ante nosotros su
constitucionalidad (...). Los codemandados han argüido que las mencionadas Órdenes
ministeriales se habían producido sin la necesaria cobertura legal y, por tanto,
implícitamente, en violación de la reserva de ley que impone el art. 27.9 de la C.E. Tal
argumento, de ser cierto, ofrecería una base para la impugnación de esas órdenes por
infracción del principio de legalidad y, en cuanto se entendiese que el mencionado
precepto consagra un derecho fundamental, también ante nosotros en esta vía de amparo”.
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