Pygmalion 2. PARNASILLO. Reseñas de Antonio López Fonseca

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Luis GIL, De Aristófanes a Menandro, Madrid, Ediciones Clásicas –
Fundación Pastor, 2010, 406 pp.
SE RECOGEN en el presente volumen veinticuatro artículos del prof.
Luis Gil, catedrático emérito de Filología Griega de la Universidad
Complutense, dedicados a la comedia griega a lo largo de cuatro
décadas, entre los años 1970 y 2007, publicados en revistas, actas de
congresos, homenajes y volúmenes colectivos. Tal y como asegura el
propio autor en el Prólogo, «con su colección se ofrece al estudioso un
cómodo instrumento de consulta hasta ahora inexistente en lengua
española» (p. 9). Y es que el prof. Gil, que ya publicara una excelente
monografía sobre Aristófanes (Aristófanes, Madrid, Gredos, 1996),
recorre todos los aspectos imprescindibles para un cabal conocimiento
de la comedia griega, en sus tres fases.
La presentación de los trabajos no sigue un orden cronológico sino
que se han estructurado temáticamente dando al conjunto la forma de
una suerte de «monografía» sobre la comedia griega constituida por
una introducción y tres partes dedicadas, respectivamente, a la comedia antigua, la comedia media y la comedia nueva. Así, sirve de introito el trabajo «La risa y lo cómico en el pensamiento antiguo» (1997),
que da paso a la primera de las tres partes, la que cuenta con más
trabajos, once: LA COMEDIA ANTIGUA: UN TEATRO DE TÍTERES (pp. 37184). Los trabajos se articulan siguiendo un orden que va de lo general
a lo particular, esto es, desde las reflexiones generales sobre el teatro
aristofánico y su relación con Atenas, hasta el análisis de aspectos
concretos de determinadas obras, pasando por cuestiones textuales o
de escenificación. Los títulos que integran esta primera parte son los
siguientes: «Forma y contenido de la comedia aristofánica», «La comedia de Aristófanes y la historia de Atenas», «El Aristófanes perdido», «La escenificación de la creatividad intelectual en la comedia
aristofánica», «Uso y función de los teónimos en la comedia aristofánica», «Los caballeros, de Aristófanes: análisis literario», «ANAGUROS»,
«Note agli Acarnesi di Aristofane», «Aristoph. Ach. 344-46: un ‘visual
joke’ obsceno», «Caballeros: problemas de hermenéutica y escenificación», y «Seis notas a Las nubes de Aristófanes». La segunda parte del
volumen, LA COMEDIA MEDIA: UN TEATRO DE TIPOS (pp. 185-278), está
compuesta por los siguientes seis títulos: «Comedia ática y sociedad
ateniense I», «Comedia ática y sociedad ateniense II», «Comedia ática
y sociedad ateniense III», «El ‘alazón’ y sus variantes», «Ärztichler
Beistand und attische komödie: zur Frage der demosieuontes und Sklaven-Ärzte», y «Arcágato, Plinio y los médicos». Por último, en LA
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COMEDIA NUEVA: UN TEATRO DE CARACTERES
(pp. 279-391), a través de
otros seis trabajos, precisamente los más antiguos, escritos entre 1970
y 1972, el prof. Gil nos lleva desde el tránsito de la comedia media a la
nueva con Menandro hasta su pervivencia, pasando por diversas
cuestiones: «Alexis y Menandro», «Menandro y la religiosidad de su
época», «Menandro y su ética social», «El ensueño del Dyskolos»,
«Menandro, Aspis 439-464: comentario y ensayo de reconstrucción», y
«Menandro, hoy».
El prof. Javier Viana se ha encargado de la tarea de confeccionar la
amplia bibliografía (pp. 393-406) que agrupa todos los trabajos citados
a lo largo del volumen, y en la que se advierten algunas incongruencias formales en la forma de citar los títulos. Sirva de ejemplo el hecho
de que las revistas unas veces se citan con el título completo y otras de
forma abreviada, no coincidiendo siempre la abreviatua (CQ frente a
Cl. Quart., por ejemplo), o que en unas ocasiones se cite la editorial en
que se publica un libro y en otras no, o que el lugar de publicación
aparezca en lengua original o traducido (London junto a Londres).
Estas deficiencias formales, si bien afean el listado bibliográfico, no
empecen en absoluto la muy positiva valoración que nos merece este
conjunto que pone a disposición del estudioso de la comedia griega la
producción del prof. Gil, reconocido especialista en la materia. Terminemos con unas palabras del propio autor que ayudan a poner en
valor la obra: «Tampoco se puede negar que una mirada retrospectiva
a lo ya elaborado por los predecesores evita el riesgo ingenuo de descubrir mediterráneos» (p. 9).
ANTONIO LÓPEZ FONSECA
Instituto del Teatro de Madrid, UCM
PLAUTO, Rudens, introducción, traducción y notas de A. López Fonseca, Madrid, Ediciones Clásicas, 2010, 95 pp.
NUEVAMENTE nos presenta Ediciones Clásicas una comedia de Plauto
traducida por Antonio López Fonseca, una joint venture, por hablar en
términos de negocios, con la que estamos ya familiarizados, pues con
ésta son ya nueve sus versiones o traducciones del sarsinate que han
visto la luz en una colección destinada, en su mayor parte, a servir de
libreto para los diferentes grupos dedicados a la puesta en escena de
obras clásicas en los escenarios originales romanos, entre otros lugares: lejos quedan ya El persa (1995), Epídico (1995), El Truculento o
Gruñón (1996), del que ahora, por cierto, acaban de publicar una nueva traducción, Captivi (1998), Cistellaria-La cestita (2002), todos ellos en
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colaboración con Juan Luis Arcaz; más recientemente, ahora en solitario, Estico (2008), El mercader (2008) y Rudens (2010).
Lo primero que llama la atención de este volumen, de tamaño muy
práctico y muy bien editado, es que es la primera vez de todas las
anteriormente mencionadas en las que se ha dejado el título original
en latín sin ofrecer siquiera un subtítulo en español. Pero todo tiene su
explicación. Según afirma el prof. López Fonseca (p. 29), la comedia
ha sido traducida de muchas y variadas maneras, La cuerda, El cabo, El
cable, La maroma, pero ninguna de ellas ofrece, en su opinión, una traducción que refleje el verdadero sentido que en latín tiene esta palabra, algo así como cable para recuperar la red. En español, continúa
diciendo, contamos con el término guindaleza, que sí parece recoger
la acepción el vocablo latino, pero, dado su uso extremadamente
técnico y especializado, parecía un tanto atrevido y quizás demasiado
innovador (esto lo decimos nosotros) poner un título que más que
ayudar podría despistar; en consecuencia, se ha optado por mantener
el título original, aunque sutilmente acompañado de una fotografía
que hace las veces de traducción, puesto que, en efecto, se observa ese
cable para recoger las redes.
A diferencia de los primeros volúmenes donde la introducción era
muy breve, a partir de Cistellaria las traducciones aparecen siempre
precedidas de un estudio donde se sintetizan las características propias de la comedia en cuestión, su modelo griego, su fecha de composición, la peripecia dramática, aspectos sobre los personajes y el contenido en general, su pervivencia y traducciones al español. En el caso
que nos ocupa la introducción se articula en siete apartados. En el
primero de ellos, 1. Rudens: una comedia a orillas del mar, pp. 7-9, se nos
pone sobre aviso: no se trata de una comedia en la que sólo se busca la
risa, sino que también se pretende la enseñanza moral, característica
extraña en Plauto, pero no exclusiva (véase Captivi), que ha provocado
que algunos, con los que el prof. López Fonseca manifiesta su desacuerdo, la hayan calificado como la menos plautina. En efecto, que
sea una comedia de mayores pretensiones no excluye en modo alguno
que comparta la esencia de la vis comica plautina. Otras características
particulares son la extensión de la propia comedia, más del doble que
otras, causada sin duda por una cierta lentitud en el desarrollo de la
acción y por un acto final que «si no aporta nada a la trama principal,
sí supone un divertimento típicamente plautino» (p. 8).
El segundo apartado, con un título, al igual que el tercero y el cuarto, original y motivador, 2. «Quiso Dífilo que esta ciudad se llamara Cirene»: sobre el modelo griego, fecha de composición, técnica compositiva y peri-
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pecia dramática, pp. 9-15, aborda los aspectos más puramente filológicos. Que el original griego sobre el que se basó Plauto fuera Dífilo, lo
menciona el propio autor, v. 32, pero al no aclarar sobre qué comedia,
las hipótesis son todas muy dispares y ninguna de ellas tiene valor
absoluto, lo mismo que sucede con la cronología: unos la sitúan en la
época de juventud, otros en su último año de vida, otros, a los que se
suma el prof. López Fonseca, a un período intermedio. En cuanto a la
técnica compositiva se destaca la presencia del elemento griego, patente en el propio tema de la comedia, los personajes y un sinfín de
alusiones mitológicas, aunque mucho más interesante resulta la relación existente entre esta comedia y la tragedia, por más que pueda
sorprender este fenómeno tratándose de Plauto. La técnica literaria
trágica es más que evidente en esta obra y se manifiesta de varias maneras como, por ejemplo, la forma en la que los personajes facilitan
información de lo que no se ve en escena, el recitado «trágico» de Palestra «contra el cielo y su cruel hado» (p. 14) o la presencia del coro
de pescadores.
En el tercer apartado, 3. «Esta noche he tenido un sueño extraño y absurdo»: el sueño de Démones, pp. 15-18, se aborda el curioso episodio en
el que este personaje sueña que se le aparece una mona. Se pone,
además, este sueño en relación con el que aparece en el Mercator, también protagonizado por un viejo y un mono al tiempo que se nos ofrecen diversas conjeturas sobre si esta última comedia es posterior o
anterior a Rudens o sobre si el sueño ya estaba presente en el modelo
griego de Dífilo, aspectos todos ellos que, quizás, sean demasiado
específicos para el público al que va destinado esta edición. En definitiva, como casi todos los sueños, parece tratarse de algo premonitorio
y el propio Démones termina identificando a la mona con el lenón
Lábrax.
En el apartado 4. «He visto yo otras veces en las comedias decir máximas sabias por el estilo»: sobre la moral, los dioses y los hombres, pp. 18-23,
el prof. López Fonseca destaca los aspectos serios de esta comedia:
insiste de nuevo en el carácter moralizante de Rudens, una obra en la
que se pone de manifiesto que a los piadosos les terminan sucediendo
cosas buenas mientras que malas a los impíos y todo ello gracias a la
actuación de los dioses y de los astros, como es el caso de la estrella
Arturo, la responsable de la tormenta gracias a la cual se produce el
reconocimiento de los padres de Palestra. En este sentido se pueden
rastrear en la comedia elementos filosóficos de origen griego, a pesar
de que Plauto, escritor antihelenizante, fuera enemigo de los filósofos
y en ocasiones se mofara de ellos. El apartado concluye con varias
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reflexiones, apoyadas en textos clásicos, sobre dos aspectos: primero
sobre el sentido último de la comedia, desde la Poética de Aristóteles
hasta los gramáticos latinos (por cierto, citados en latín sin traducción); segundo, sobre la doble faceta de la literatura: deleitar y enseñar, aspecto básico para entender el texto de Rudens, obra donde no
sólo se busca la risa sin más sino que hay todo un trasfondo de tipo
moral como pocas veces en la obra del sarsinate.
El resto de la introducción se dedica a 5. Traducciones al español y
pervivencia, 6. Rudens en escena: nota sobre la versión y 7. Orientación
bibliográfica. En cuanto a la pervivencia, a pesar de que se trata de una
obra con muy poca repercusión posterior se recogen algunos títulos,
especialmente de autores italianos e ingleses, donde la crítica ha conseguido rastrear pervivencia clásica de Rudens: La Cassaria de Ariosto,
Il ruffiano de L. Dolce, La Piovana de G. Beolco, La fantesca de G. della
Porta, The captives de H. Heywood y The tempest de Shakespeare, entre
los más importantes. La parte dedicada a la puesta en escena tiene en
esta edición un lugar muy destacado porque, como decíamos al principio, los textos de esta colección deben servir, en su mayoría, de libreto para la representación. En consecuencia se ha deslindado el texto
escénico del texto literario para lograr un «texto representable» (p. 25)
que, además, en este caso, está basado en una traducción también
representable. Lo primero esconde una tarea filológica extremadamente compleja, puesto que los textos clásicos no presentan acotación
escénica alguna y ha de ser el traductor el que, desentrañando el texto,
debe encontrar una serie de elementos que luego él «traducirá» como
acotaciones escénicas; lo segundo, traducir teatro, tampoco es fácil y lo
primero que debe tener en cuenta el traductor es si quiere que su versión pueda ser representada; este hecho condicionará necesariamente
la traducción, pues un texto cómico ajustado a la literalidad suele
perder su capacidad para provocar la risa, pero una versión demasiado libre acaba por traicionar la intención original. En este aspecto el
prof. López Fonseca se nos presenta como un especialista, capaz incluso de trasladar al español los juegos de palabras tan frecuentes en
Plauto sin faltar por ello a la literalidad, pero consiguiendo al mismo
tiempo la hilaridad del espectador. Asimismo, el léxico empleado
reproduce muy bien el lenguaje de Plauto, coloquial, directo, anfibológico en multitud de ocasiones, pero nunca soez o vulgar.
En cuanto al último punto de la introducción, la bibliografía, nos
parece más que suficiente tratándose de una edición para el público
general no especialista. Recoge, entre otros, los repertorios bibliográfi-
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cos al uso así como las últimas actualizaciones de páginas web dedicadas al teatro romano y a Plauto en particular.
Esperamos ver pronto en escena, en alguno de los múltiples festivales de teatro clásico, esta traducción tan representable; si consigue
deleitar con su lectura, no nos cabe la menor duda de que un montaje
basado en este texto a buen seguro cosechará tantos aplausos como su
original latino.
JOSÉ MANUEL RUIZ VILA
CEU San Pablo Montepríncipe
Michel DEGUY, Thomas DOMMANGE, Nicolas DOUTEY, Denis
GUENOUN, Esa KIRKKOPELTO & Schirin NOWROUSIAN, Philosophie de la scène, Besançon, Editorial Les Solitaires Intempestifs,
Coll. «Expériences philosophiques», 2010, 154 pp.
PHILOSOPHIE de la scène, recoge en forma de ensayo las reflexiones de
seis escritores, filósofos, profesores, investigadores, ensayistas y directores de escena internacionales, cuyo fin es intentar considerar la escena, como objeto del pensamiento desde un punto de vista filosófico.
Si cierto es que la reflexión filosófica sobre el teatro es quizás tan remota como la filosofía misma y aparece en textos de Platón (La Republica) o Aristóteles (La poética), ha indagado en el arte dramático como
metáfora de la sociedad, haciendo especial hincapié en la forma escrita, el juego o el papel del actor. Pero estas reflexiones se hicieron desde un enfoque histórico, social o práctico. Sin embargo, lo que pretende este libro de forma especialmente pertinente, es reflexionar sobre la
noción siguiente: ¿Qué es exactamente la escena? ¿Qué es lo que constituye su esencia y qué es lo que la diferencia de los demás dispositivos?
Bajo una mirada filosófica, Michel Deguy (escritor, profesor emérito en la Universidad Paris VIII), Thomas Dommange (director del
programa en el Collège Internacional de Philosophie, Montreal), Nicolas Doutey (profesor en la Universidad Paris-Sorbonne), Denis Guénoun (ensayista y hombre de teatro, profesor en la Universidad ParisSorbonne), Esa Kirkkopelto (profesor de investigación artística en la
Academia de Teatro de Finlandia, Helsinki, dramaturgo y director de
escena) y Schirin Nowrousian (doctoranda en la Universidad ParisSorbonne, sus investigaciones relacionan, teatro, literatura y filosofía,
así como la relación de lo escénico con lo sonoro), consideran la escena
como una entidad autónoma fuerte, proporcionando tanto al que la
experimenta como el que la mira, una dimensión metafísica. En efecto,
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la originalidad de estas pistas de reflexión, a pesar de las diversas
experiencias e identidades de sus autores, es que convergen en un
punto común: la dimensión mística de la escena. Sea por una experiencia de vacío, una necesidad de asamblea colectiva, una imperiosa
dependencia con la noción de ver como visualización de una idea del
ser humano o una consideración del cuerpo como instrumento teológico, todos parecen estar de acuerdo: la escena crea un fenómeno de
desdoblamiento cuya manifestación se convierte en una operación
trascendental del hombre.
Analizaremos a continuación, cada una de las propuestas con el fin
de extraer las problemáticas planteadas por cada uno de los pensadores. Denis Guénoun plantea la escena bajo tres ejes: la escena como
espacio, secuencia y plató. Según él, la escena es un atributo del juego:
el juego escénico necesita la escena para existir, pero paradójicamente,
la condición no sólo está presupuesta sino que está engendrada por lo
que lo condiciona. La primera noción, que parte del espacio vacío
evocado por Peter Brook. Ese vacío es la condición que permite una
pluralidad de espectadores. La segunda noción, desciende de la primera: ¿cuál será entonces la finalidad de este despojamiento escénico?
El filosofo contesta haciendo un paralelismo con la idea que tiene
Hegel a propósito de las construcciones arquitectónicas. Este despojamiento escénico tiene cierta resonancia con las construcciones de
culto: la vacuidad convierte en posible el recibimiento de Dios. Diferenciándose con los lugares de culto, donde la escultura hizo su llegada para materializar los dioses, el teatro acoge y permite la meditación, pero permitiendo el renuevo constante. El teatro, por la acción,
es decir, el drama, no admite lo estable, lo duradero. Y éste será el
segundo punto de la reflexión: la escena como secuencia. La escena
como componente de la acción. Guénoun habla del paso de la escenaespacio (un vacío para mostrar) a la escena-tiempo (una secuencia
donde se produce la configuración de acontecimientos). Para terminar, el tercer componente de la escena será el plató. El plató asume el
valor de la escena como elevación a partir del suelo, como separación
de la orchestra. Para resumir, el área escénica separa, trabajando las
diferencias de espacio y de alturas. Thomas Dommange parte, para
reflexionar sobre una idea de la escena, de tres postulados: la primera
consiste en afirmar que la función teórica de la escena es exhibir cuerpos de forma teológica. La segunda, es averiguar las tensiones que
crea esta problemática, ya que, en realidad, el problema de la escena
es hacer ver de forma no teológica una nueva disposición ontológica
del cuerpo diferenciando la función teológica y la modalidad profana
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de la escena. Y en tercer y último lugar, se trata de encontrar la resolución de estas tensiones. En realidad, se adelanta que la respuesta está
en la consideración de la singularidad de las acciones que el actor
ejecuta sobre la escena, distinguiendo las acciones dramáticas y las
acciones corporales. Nicolas Doutey no aborda la escena desde el misterio litúrgico sino desde el léxico. Necesitará reflexionar sobre la noción de escena en dos tiempos, en primer lugar, alejándose definitivamente de la dicotomía espíritu/cuerpo. La teoría (en léxico griego:
la teoría de «ver») del conocimiento esta fundada en la observación,
así una sensación, si es consciente, forma parte del espíritu y no del
cuerpo por ejemplo. Y en segundo lugar, desarrolla su opinión empezando por el cambio de visión de la realidad expuesto por Descartes
siguiendo la idea del error de separar cuerpo y espíritu para sustituirlo por el dualismo interno (el espíritu como espacio interno) frente al
externo (el mundo). La novedad es que Doutey afirma que el externo
y el interno se complementan, ya que el hombre tiene un «ojo» interno
que para considerar los conceptos, los visualiza gracias a imágenes
mentales, sacadas del mundo exterior. El espíritu debe «representar»
los conceptos para entenderlos. De ahí, el carácter imprescindible de
la escena en la teoría moderna del conocimiento: la articulación espíritu/cuerpo se realiza a través de la representación. Las investigaciones
de Schirin Nowrousian quedarían quizás, en comparación con los
demás autores, en construcción, ya que su campo queda mucho más
amplio y abierto. Sus propósitos giran en torno a un nuevo concepto
llamado escenofonia donde considera la escena como condición óptica
y técnica de la representación. Esa Kirkkopelto tiene la convicción de
no separar el teatro de la presencia humana. Por otra parte habla de la
necesaria «deconstrucción» que deberá experimentar la escena al igual
que lo hizo el drama. Su razonamiento consta de dos etapas: la primera, establecer una descripción fenomenológica del teatro y de la teatralidad y considerar la historia del pensamiento occidental en su relación con la escena. Michel Deguy parece, de todos los ensayistas,
hacer el estudio más sorprendente o al menos, inusual. En efecto,
compara la escena primitiva con una escena de caza donde la presa
sangrienta (animal o humana) consigue por su condición de víctima,
formar un círculo a su alrededor. Esta metáfora de la escena, relacionada con el sacrificio, la exhibición y la muerte, queda reforzada con
el paralelismo que hace además, de la escena con la última cena en la
religión cristiana, considerando esa última comida como metáfora del
adiós antes de la muerte donde el hombre, convertido en Dios, asume
todos los sacrificios sustituyéndose por sus víctimas, entregando su
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cuerpo como alimento para siempre. En definitiva: el hombre se expone, no sin riesgos, ante el Otro. Este Otro, puede tomar forma de
una asamblea, de un alter ego o de una trascendencia, un ideal. Desemboca a partir de ahí en el dualismo que presencia la escena entre el
«realismo» y el «idealismo».
Philosophie de la scène tiene el mérito de presentarse como un ensayo que separa la escena del resto de los componentes teatrales, y lejos
de considerarla como un constituyente meramente técnico, la presenta
como un elemento fundamental, si no metafísico e imprescindible,
para acercarse un poco más al arte dramático. Los ensayistas, todos
ellos pensadores de la escena contemporánea, y preocupados por el
porvenir del teatro, como lo demostró ya Denis Guénoun en Le théâtre
est-il nécéssaire?, disecan el panorama postdramático añadiendo quizás
una preocupación en cuanto al personaje actual planteado desde la
década de los ochenta como el «hombre sin cualidades» por Robert
Musil. ¿Esta necesidad escénica evidente de misticismo no indicaría el
fin de una figura «ordinaria» para dar paso de nuevo a una escena con
grandes figuras heroicas?
CRISTINA VINUESA MUÑOZ
Universidad Complutense de Madrid
Jacinto GRAU, El señor de Pigmalión, edición e introducción de
Emilio Peral Vega, Madrid, Biblioteca Nueva, 2009, 265 pp.
LA CITA del poeta y dramaturgo alemán admirado por Jacinto Grau,
Friedrich Hebbel1, que encabeza la edición de El señor de Pigmalión
podría ser la representación del sino funesto del protagonista de la
farsa –Pigmalión– que fracasa en su intento para alcanzar la superación del ser humano con sus peleles, pero también podría remitir a la
voluntad del profesor Emilio Peral Vega de librar al genio Jacinto
Grau (1877-1958) de tantas décadas de silencio. Tal como un fénix que
renace de sus cenizas, el universitario resucita con esta edición a uno
de los representantes más importantes del teatro español de principios
del siglo XX. Pero no se trata únicamente de ofrecer al público una
nueva edición de la obra publicada por vez primera en 1921, sino de
volver sobre una creación fundamental del teatro vanguardista mal
Citado a partir de la edición reseñada: «Toda llama acaba en cenizas; pero la
inteligencia es aficionada a juzgar al fuego que animaba el ser con arreglo a la
ceniza que al fin le sofocó», p. 11.
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valorada y mal acogida por la crítica española de la época, lo que
quizás contribuyó en parte a relegar al olvido El señor de Pigmalión.
En efecto, tal y como otros autores como Valle Inclán o Gómez de
la Serna, Jacinto Grau representaba una ruptura con el teatro de aquel
entonces, hasta tal punto que se le consideraba como un autor de
obras de teatro «leído» o «selecto» más que «representable». Sin lugar
a dudas se le veía como un iconoclasta que no podía cuajar con la
escena de la época porque su teatro era demasiado independiente, un
teatro alejado de los moldes escénicos tradicionales. Fueron esas críticas formuladas a partir de las expectativas de aquel momento las que
perduraron hasta nuestros días. Por eso, se necesitaba volver sobre
una obra despreciada que nunca gozó de un juicio justo.
Después de una breve introducción, Emilio Peral Vega se adentra
en el universo personal y teatral de Jacinto Grau con el fin de entender
mejor cuáles fueron las características fundamentales de su obra. En
cuanto a su vida, se dispone de muy pocos datos por falta de investigación. Los únicos de los que tenemos constancia presentan a un
hombre ególatra y con una mirada crítica y acerba ante la situación
del teatro español de su época. Desde su exilio bonaerense donde se
refugió después de varias estancias latinoamericanas al estallar la
Guerra Civil, no dejó de fustigar a sus compatriotas que nunca supieron estimar sus obras. El profesor Peral Vega da en el blanco cuando
lo califica de «genio herido que saca a relucir sus triunfos foráneos
ante la incomprensión y miopía de los suyos». Esas características de
la vida del autor se plasman, incluso, en su obra ya que el dramaturgo
designa a los empresarios como los responsables del anquilosamiento
de la escena española, una situación que reproduce en el largo prólogo de El señor de Pigmalión. Se detiene, después, el editor en un contemporáneo de Grau, Ricardo Baeza, que tenía la mejor explicación
sobre la concepción del teatro por parte del dramaturgo: cuando la
industria teatral privilegiaba una forma de obras que Grau rechazaba
rotundamente, éste se empeñaba en desarrollar un teatro ideal, en
renovar lo existente con técnicas totalmente ajenas a los moldes tradicionales y usados en España por aquel entonces. Fueron sin duda las
razones por las cuales nunca pudo conocer Grau un éxito que, a posteriori, merecía de hecho.
Emilio Peral Vega permite al lector que se adentre sencillamente en
las posiciones teatrales que defendió Grau. Para los coetáneos que
compartían el sentimiento de injusticia frente a tanta indiferencia por
parte del mundo teatral español, no era sólo un autor sino un teórico:
Grau era un genio consumado y tenía como modelos a los mayores
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dramaturgos de la Historia entre los cuales se encontraban Shakespeare, Pirandello o Hebbel. Sus vates españoles eran Galdós, Lorca o Benavente. Parecía, pues, ecléctico. En realidad, vemos que Grau estaba
buscando la innovación, el arte, el estilo en vez de enmarcarse en las
modas. Se sentía más próximo a Unamuno precisamente porque no
sentía amistad hacia los géneros demasiados usados –o abusados– de
la época. Fue con Buero Vallejo con quien Grau pudo encontrar lo que
Peral Vega califica como «sucesión estética e ideológica», hecho sorprendente en la medida en que en aquel entonces Antonio Buero Vallejo era un autor en boga en España cuando se le negaba la celebridad
a Grau. El autor de Historia de una escalera se lamentaba de que España
había perdido sin duda a «otro Pirandello» en su forma de concebir el
teatro por causa de una falta de consideración por parte de la crítica.
No obstante, no dejó de reivindicar su visión del teatro salpicada
de unos cuantos análisis muy sutiles de lo que era la situación teatral
de aquella época. Quizás por su mirada allí desde su exilio argentino
o por su relegación al ámbito de la lectura más que de la representación, siempre abogó por una renovación necesaria del teatro en España –incluso imaginando una regeneración del teatro de habla hispana.
A riesgo de cometer un pleonasmo, siempre reivindicó un «teatro de
arte», o sea un teatro alejado de lo que critica en el prólogo de El señor
de Pigmalión cuando exagera el carácter de los empresarios ajenos a la
creación artística y más interesados por los beneficios que van a sacar.
Peral Vega sintetiza, pues, perfectamente la concepción grauniana
del teatro: la mirada casi infantil –defendida también por Benavente–
asociada al asombro ante una obra de teatro son dos constantes imprescindibles para que el público pueda acceder a la fantasía que se
representa. El público forma así una entidad única con la obra y entra
en ella para plasmar sus propias interpretaciones. Jacinto Grau reivindicaba un teatro renovado en el que las capacidades artísticas no sean
apartadas y en el que el público no sea un mero espectador inactivo.
Fue en el género farsesco en el que Jacinto Grau fue más conocido.
Cuando emprendió la escritura de El señor de Pigmalión. Farsa tragicómica de hombres y muñecos, ya dominaba la técnica de la farsa por
haberla practicado desde sus primeras obras. Grau la concebía como
la forma más interesante para renovar –casi salvar– el teatro contemporáneo porque con ella se podía reducir «la comicidad para presentarnos a personajes de condición conflictiva» sin abandonar el esquema burlador-burlado y haciendo al mismo tiempo una «lectura simbolista» de la obra. Esta forma le sirve al autor para reivindicar una reteatralización. Y el prólogo a su obra es la mejor ilustración de tal vo-
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luntad. En efecto, aquél funciona, si usamos la comparación hecha por
Peral Vega, como las loas de los Siglos de Oro: introduce sintéticamente la obra a la par que presenta la teoría grauniana de la escena
contemporánea. Y si no fuera suficiente, el dramaturgo deja emerger
la crítica hacia el mundo que está representando a través de una reflexión perfectamente metateatral. El prólogo se convierte aquí tanto
en exposición poética como en crítica acerba del mundo teatral. Peral
Vega ve en esa exposición una transfiguración de la situación de aquella época en la medida en que los que obran por el teatro no piensan
en términos de creación, sino de negocio, ya que como dice uno de los
empresarios de la obra: «el decoro artístico está en las pesetas». Grau
denuncia la falta de interés que suscita el teatro en esas personas que,
sin embargo, son las más afectadas. Y fustiga contra la transformación
del arte de Talía en un comercio puro. Pero, como así lo indica el editor, en vez de admirar a las marionetas-prodigios de Pigmalión, de las
que se habla muchísimo sin poder vislumbrar ni un solo resorte, el
público puede por lo menos disfrutar de los títeres de la industria
teatral movidos por los hilos del dinero.
Jacinto Grau introduce un cambio en España inspirado en las renovaciones que trajeron los vanguardistas europeos al defender el
«actor artificial». En plena «ola titiritera vanguardista», era lógico que
Grau, quien reivindicaba nuevas técnicas teatrales, recurriera a los
muñecos siguiendo en particular en este camino a Alfred Jarry, y
quizás aún más a Edward Gordon Craig. Se concebía las marionetas
como actores con nuevas capacidades, en particular en el juego escénico, puesto que permitían representar «la voluntad última del poeta».
Sin embargo, no se trataba de la total desaparición del actor de carne y
hueso, sino de otro medio de renovación de la escena teatral. En la
medida en que funcionan como actores deshumanizados ‒digámoslo
así‒ pueden representar todo lo que había imaginado el dramaturgo,
intentando alcanzar la perfección, sin que intervinieran todas las contingencias humanas. El títere aparece pues como el elemento fundamental de la regeneración del teatro tanto para el dramaturgo barcelonés como para su protagonista Pigmalión que en efecto intenta superar los rasgos humanos de sus muñecos.
Prosigue el análisis de la obra con otro aspecto que le parece fundamental al dramaturgo: la creación de unos personajes que puedan
pasar las épocas sin que se limiten a los momentos en que fueron
creados. Para cumplir con esa voluntad, Peral Vega recuerda que
Grau se inspiró en una compilación de Luis Montoto, de 1911, que
recopilaba una nómina de personajes de la tradición folclórica. El au-
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tor se basó en ella para idear a los personajes de su farsa. El crítico
ofrece entonces un recorrido de cada personaje creado a partir de los
referentes españoles y extranjeros, una técnica ya usada por Jacinto
Benavente y los partidarios de la renovación literaria modernista.
Pero Grau tuvo otras fuentes de inspiración. En efecto, apoyándose
en la tesis doctoral de David Vela Cervera, se demuestra que el dramaturgo conocía la compañía de títeres dirigida por Francisco Sanz. A
partir de artículos de prensa, vuelve sobre las concordancias, a veces
sorprendentes, que existían entre el teatro que ofrecía Sanz y los muñecos de Grau. La asociación de esos títeres con la apropiación del
mito de Pigmalión le permite al dramaturgo operar el objetivo de la
farsa que se puede resumir con el tópico del «burlador burlado».
Y es verdad que a lo largo de su obra Grau presenta a un Pigmalión que aparece como el parangón de un semidiós, ya que, según él,
sus títeres se parecen o superan a los hombres. No obstante, Emilio
Peral Vega no ve en el final trágico del creador de esos muñecos un
final prometeico en el que Pigmalión hubiera creado a sus marionetas
y en el que el sino se hubiera vuelto en contra de él precisamente a
causa de su propia creación. Al contrario, el filólogo piensa que la
mejor interpretación del desenlace sería más bien «una perspectiva
metateatral». Aunque sus muñecos son autómatas geniales y perfectos, Pigmalión sufre una muerte que se convierte en acto necesario
para seguir produciendo obras aún más perfectas que la suya. Y debemos entender esa perfección en cuanto a los autómatas y sobre todo
una perfección en la concepción de obras renovadas y regeneradas.
Tal debe ser sin duda el mensaje ideado y transmitido por el autor.
Emilio Peral cierra su detallada introducción a la obra de Jacinto
Grau con un estudio muy pormenorizado de las fuentes en las que se
inspiró el dramaturgo para volver luego sobre la recepción de El señor
de Pigmalión tanto en el extranjero –ya que fue representada primero
fuera de la península– como en España.
El estudio da constancia de múltiples influencias. Empieza por las
que el dramaturgo barcelonés reivindicaba. Y no fue el teatro el que le
inspiró primero sino el baile, en particular el ballet Petrushka de Stravinsky2. Sin embargo, el teatro tuvo una repercusión también fundamental en la obra de Jacinto Grau. El editor recuerda las tres obras
A partir de la entrevista que Jacinto Grau dio en el ABC, Emilio Peral Vega
cita también otras dos obras: Coppelia de Léo Delibes y El hombre de arena de E.
T. A. Hoffmann.
2
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extranjeras que, según la crítica precedente, tuvieron una relación con
la obra de Grau. La primera es el Pygmalion, de Bernard Shaw, en la
que, si tenemos que encontrar puntos comunes, sólo aparecen un eco
mitológico –pero la escultura se convierte en mujer de carne y hueso–
y la devoción del hombre por su creación. No obstante, tanto la fantasía como el elemento mecánico grauniano no están presentes. La segunda obra es R.U.R, de Karel Čapek. Otra vez es una influencia que
no es tal, ya que dista radicalmente de Grau en la medida en que los
desenlaces no son similares: si Grau piensa que el hombre creado por
Pigmalión es tan terrible como el creador mismo, Čapek, por su parte,
critica el cientifismo y la sofisticación técnica de la sociedad en la que
puede existir a pesar de todo una posibilidad de regeneración. Peral
demuestra, pues, que esas influencias pretendidas son más que contestables. Y se puede aducir lo mismo para la tercera influencia: Seis
personajes en busca de autor, de Pirandello. A pesar de ser una de las
creaciones más importantes para la representación del teatro dentro
del teatro, las dos obras no comparten ningún rasgo. El crítico sólo
nota posibles relaciones entre las ideas del prefacio de Pirandello y la
concepción del teatro expuesta por Grau en su obra. Añade que ninguna influencia pirandelliana es posible porque Grau fue el primero
en representar su creación. Pero es verdad que tanto Pirandello como
Grau tienen ideas a veces parecidas en cuanto a la concepción que
tienen del teatro: ambos literatos abogan por la superioridad casi
intrínseca de la figura literaria sobre el creador hasta tal punto que los
personajes pueden alcanzar una existencia casi independiente.
El profesor Peral Vega se permite una última referencia que se revela la más importante. Cuando se representó la obra por primera
vez, la crítica puso de relieve reminiscencias unamunianas en la medida en que ambos autores compartían opiniones parecidas sobre la
situación teatral española a la par que una personalidad egocéntrica e
intolerante ante la mediocridad del teatro de la época. Más allá de esas
referencias que fue apuntando la crítica, el profesor repara un olvido
que sí se revela fundamental precisamente en cuanto a la relación
evidente que mantiene Niebla de Unamuno con El señor de Pigmalión
en particular cuando los protagonistas se rebelan contra el creador.
Vuelve el editor finalmente sobre la recepción de la obra. Sigue la
cronología empezando por las representaciones que tuvieron lugar en
París y luego en Praga. El 14 de febrero de 1923 se produjo el estreno
de la obra en la capital francesa con la compañía de Charles Dullin
«L’Atelier». Actores de renombre como Antonin Artaud desempeñaron papeles en esa obra que recibió una acogida muy favorable para
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un autor entonces desconocido. Se apoya, en particular, en la crítica
de Léo Claretie, que alaba a Grau porque logró la apuesta de mezclar
en una misma obra hombres y muñecos pero lamenta la presencia de
muchísimos detalles que acaban por apartar el mundo de la fantasía
que se había empeñado en crear el autor. Otros críticos hablaron de
una «fantasía romántica y misteriosa» que permite alejarse de las comedias tradicionales de aquella época. No obstante, no faltaron las
opiniones virulentas que reprochaban a Grau la necedad de su obra, la
cual sólo podía interesar al público al que estaba acostumbrado el
autor, a saber «una audiencia de imbéciles», sin dejar de alabar a la
Compañía de Dullin que consiguió interpretar la obra y darle relieve.
En una de las pocas críticas publicadas en España sobre el estreno
francés, García Maroto alababa la creación de Grau y subrayaba la
importancia de esta obra en el campo de la innovación teatral. Según
él, el dramaturgo barcelonés representa un hito en la renovación del
teatro que le permitirá figurar entre los autores más señalados a pesar
del desprecio que sufre en España.
Dos años más tarde, el 3 de septiembre de 1925, la obra entró a
formar parte del programa del Teatro Nacional de Praga, una ocasión
inesperada y un éxito que se perfilaba inaudito. Karel Čapek se encargó de la escenografía. A partir de los artículos sobre el estreno de la
obra, Emilio Peral Vega revela el triunfo que recibió y el impacto de la
puesta en escena en el público. En efecto, cada elemento del decorado
tenía un sentido que debía llamar la atención del público sin revelar la
magia de la obra. Además, se había trabajado el juego escénico para
acentuar las características –grotescas en particular– de cada personaje. Frente a un éxito tan importante en Praga, Peral recuerda las quejas
de Ricardo Baeza en torno a la «sordera» de sus compatriotas españoles, abogando por una valoración nueva de la obra. En cuanto a la
recepción en otros países, el profesor madrileño espiga nuevos testimonios del éxito de la obra grauniana. En particular, cita la nota a la
traducción italiana de El señor de Pigmalión en la que se refiere al éxito
que pudo conocer la obra en Europa y sobre la importancia de ésta
como «canon de los dramas para marionetas».
En España, la obra conoció un «largo peregrinaje» ya que tuvo que
enfrentarse primero con el rechazo de Gregorio Martínez. El autor
tuvo que esperar hasta 1928 para ver su obra en las tablas del Teatro
Cómico de Madrid. Los empresarios del espectáculo habían apostado
en la escenografía para atraer al público. Para este efecto, se contrató a
Salvador Bartolozzi, un escenógrafo particularmente conocido e importante. Imaginó un decorado diferenciado según los actos que iba a
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crear una osmosis con los personajes. Sin embargo, Emilio Peral demuestra que este decorado se puede también interpretar como una
voluntad de renovar el teatro. Incluso en la escenografía se plasmaba
el mensaje de Grau. Si aquélla provocó cierto entusiasmo entre los
críticos, la expectativa en torno a la obra antes de su estreno fue particularmente criticada porque muchos pensaban que no se justificaba
por sí sola. Se pasa revista a las críticas publicadas después del estreno. De su lectura resulta el desprecio hacia la creación grauniana: los
juicios son virulentos, a veces hirientes; otros se centran en la mediocridad de la obra. Peral Vega afirma que esas críticas testimonian una
falta de entendimiento de sus firmantes.
Peral Vega sintetiza finalmente y con rigor y pulcritud el alcance
de la obra: una reflexión metateatral que intenta derrumbar «los cimientos del teatro español contemporáneo» para adherirse a las manifestaciones de la vanguardia que abogaban por «la existencia propia
del ser ficticio». Sin embargo, y a pesar de la incomprensión general,
Jacinto Grau fue agradecido con los que creyeron en su obra, en particular el escenógrafo Bartolozzi que había contribuido a su éxito. Y
todo ello acompañado de una fijación novedosa del texto —que integra las tres versiones que Grau supervisó en vida— y una anotación
precisa que, sin ahogar el texto, lo ilumina con precisión.
De este modo, con esa edición, Emilio Peral Vega rinde homenaje a
un verdadero creador e innovador de la Vanguardia que no fue considerado como tal en su época. En efecto, el filólogo reconoce que el
desinterés e incluso el desprecio por parte de los profesionales del
teatro hacia Grau y su obra sin duda no se justificaba en la medida en
que proponía avances fundamentales ya sea en las ideas, ya sea en las
técnicas. Su libro tiene además la ventaja de sintetizar la crítica que
generó El señor de Pigmalión además de renovarla.
NICOLAS DIOCHON
Universidad de Borgoña (Dijon – Francia)
Gonzalo TORRENTE BALLESTER, Escritos de teoría y crítica teatral,
ed. José Antonio Pérez Bowie, Vigo, Editorial Academia del Hispanismo, 2009, 437 pp.
EL CENTENARIO de Gonzalo Torrente Ballester nos está ofreciendo la
oportunidad no sólo de recordar a quien fue uno de los grandes novelistas de la segunda mitad del siglo pasado, autor de algún título tan
imprescindible como La saga/fuga de JB, sino también la de descubrir
otras facetas de su escritura; entre ellas, la de crítico teatral. El profe-
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sor José Antonio Pérez Bowie, admirable conocedor del entorno literario e ideológico en que se movió el escritor gallego, ha recogido en
este volumen una selección de los textos teóricos y críticos que, sobre
teatro, publicó Torrente Ballester en diversas revistas y periódicos
como Escorial, Arriba, Primer Acto y Triunfo. Como señala en su documentado Estudio preliminar («Gonzalo Torrente Ballester, teórico y
crítico del teatro»), la heterogeneidad de estos medios es buena prueba de la evolución ideológica que experimentó el autor de Javier Mariño: desde el compromiso falangista de primera hora a la posición liberal que –al igual que otros camaradas suyos: Ridruejo, Laín, Tovar–
adoptó a partir de la década de los 50, es decir, desde el momento en
que el pragmatismo autoritario del Régimen se fue imponiendo sobre
quienes sostenían aún, con mayor o menor ingenuidad, los ideales de
la famosa revolución pendiente.
El libro que comento es, por ello, un buen ejercicio no sólo para
rastrear la accidentada trayectoria de un intelectual de Falange Española tan destacado como lo fue Torrente, sino para entender mejor el
panorama dramático de la posguerra en décadas tan decisivas y oscuras como los años 50 y 60. Desde un primer momento el teatro estuvo
entre sus intereses: como creador –ahí está su contribución al género
del auto sacramental– y como teórico, con el ensayo Razón y ser de una
dramática del futuro, pues que desde el Régimen se entendió que el
teatro debía ser una herramienta principal en el nuevo orden cultural
surgido a partir de la Guerra Civil. Lo cierto es que de poco sirvieron
estas y otras tentativas, porque los dramaturgos –y entiéndase la palabra en su sentido más amplio: autores y directores– no suscribieron
la misma opción estética. La Falange propugnó desde sus inicios un
teatro antiburgués (pueden consultarse las páginas teatrales de Haz,
su órgano de expresión), contrario al que se ofrecía por parte de los
sectores más tradicionalistas –fundamentalmente monárquicos–. Se
trata de una consigna que el propio Torrente sostiene en Razón y ser:
«Un Teatro de plenitud no puede seguir nutriendo su repertorio temático de pequeños líos burgueses». Frente a esos sectores, los directores
de escena –Luis Escobar, Felipe Lluch, Modesto Higueras, Huberto
Pérez de la Ossa– mantuvieron siempre una actitud mucho más renovadora y, en cierto modo, continuadora de proyectos anteriores
como «La Barraca», de Ugarte y García Lorca, en la que algunos de
ellos habían incluso colaborado.
Para un historiador del teatro de la posguerra las críticas de Torrente Ballester suponen un documento extraordinario, de excelente
enjundia literaria, aunque no siempre acertadas en el diagnóstico. Por
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ejemplo, yerra –como la mayoría de la crítica, salvo Alfredo Marqueríe– al condenar el humor inverosímil de Jardiel Poncela por excesivamente deshumanizado (p. 116). En coincidencia con otros compañeros de grupo generacional, en particular los poetas, Torrente carga
contra la orteguiana deshumanización del arte y exige que el drama exprese siempre pasiones y emociones que sean capaces de mover al
público. De ahí que justifique el fracaso de Valle-Inclán en su tiempo
por haber escrito un teatro «sin la menor piedad por el hombre» (p.
136).
Tampoco acierta en el caso de Arthur Miller, cuya Muerte de un viajante se le antoja moralmente disgregadora pues –en su opinión– el
conflicto entre padre e hijos no es más que una proyección de una
sociedad moralmente decadente, indiferente a los valores sacrosantos
de la tradición. Aun cuando el estreno español de esta colosal tragedia
data de 1952, los prejuicios ideológicos condicionan todavía en exceso
el discurso del crítico, que parece acogerse a la equidistancia joseantoniana para condenar por igual capitalismo y comunismo en tanto que
sistemas conducentes a la «conversión del hombre en instrumento» (p.
185). Cuatro años después, con motivo del estreno de Las brujas de
Salem (1956), Torrente tiene la oportunidad de rectificar parcialmente
su opinión y elogiar al que ya era figura indiscutible de la dramaturgia norteamericana.
En contraposición, se muestra clarividente cuando repudia el teatro de tesis o el drama histórico a lo Marquina, representados por el
último Benavente, Pemán o Luca de Tena. Por el contrario, saluda
entusiasta el estreno de Tres sombreros de copa, aunque de nuevo subraya la «tremenda humanidad» de la comedia por encima de su «apariencia grotesca». Mayor mérito tiene –y esto le distingue de la crítica
más estéticamente reaccionaria de su tiempo– su muy positiva valoración del Teatro del Absurdo, cuya radical novedad sabe apreciar
con motivo de los primeros estrenos de Ionesco –La lección, Las sillas,
Amadeo, Rinoceronte…– y de Beckett, cuyo Esperando a Godot le parece
un ejemplo de «teatro testimonial, no de accidentes y externidades,
sino de situaciones humanas profundas y radicales» (p. 227). Asimismo, valora en alto grado los aires cosmopolitas que trae a la demasiado castiza comedia española una pieza tan insólita como El baile, de
Edgar Neville.
No es extraño que, siendo la humanización el principio básico de
su poética, sea incondicional del neorrealismo que inaugura Buero: de
“implacable” califica su modo de ver la realidad en Las cartas boca
abajo (1957) y, aunque con ciertas matizaciones respecto de sus desvir-
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tuaciones históricas, elogia también Un soñador para un pueblo y Las
Meninas. Mucho más entusiasta se manifiesta a propósito de las primeras obras de Alfonso Sastre. Por encima de la depresión a la que
aboca su desenlace nihilista, Torrente aprecia «el drama humano» de
esta formidable tragedia. El estreno, dos años después, de La mordaza
no le lleva sino a reafirmarse en su juicio positivo sobre el autor, «una
importante realidad literaria, no una promesa a la que se le ofrezca
una segunda oportunidad» (p. 218). Con la misma generosidad se
pronuncia en relación con el Muñiz de El grillo (1957) aunque no tanto
con el de El tintero (1961), por su tendencia a lo caricaturesco y lo esperpéntico. Por ello, valora en alto grado La camisa, de Lauro Olmo,
cuyo lenguaje, tema y mundo, «por su verdad y por su autenticidad,
están urgiendo la sustitución de tanta falsedad como vemos, bien a
pesar nuestro» (p. 318).
Los últimos escritos de Torrente Ballester, publicados en Triunfo y
Primer acto, son demostrativos de la inflexión ideológica experimentada por el autor en la que Pérez Bowie considera su tercera etapa. La
urgencia de la crónica de estreno, de cuyas prisas se lamenta el crítico,
se ve ahora contrapesada por una reflexión más honda y sosegada, y
un tono más acorde con la ironía de que hará gala en su periodo de
plenitud creadora, los años 70: «Me llevó a la crítica no sólo una antigua vocación, sino el convencimiento de que, con su ejercicio, podía
influir en la marcha del teatro y en la orientación del público. Llegué a
creerme investido de una especie de magistratura y cargado de buena
dosis de responsabilidad. Al cabo de doce años, reconozco mi error»
(p. 336).
Errores aparte, hay que insistir en lo que, al inicio de este comentario señalábamos, pero ahora desde la palabra autorizada de Perez
Bowie: «Los textos de crítica teatral de Gonzalo Torrente constituyen
un valioso documento para acercarse a una etapa crucial de la historia
del teatro español. Nos facilitan la comprensión del complejo contexto
en que se desarrollan la actividad escénica en aquellos conflictivos
años, poniendo en evidencia su riqueza y su heterogeneidad a la vez
que el complejo entramado de tensiones subyacentes, todo lo cual nos
remite a un panorama muy distinto de la gris uniformidad que pintan
los manuales de historia literaria, al referirse a ese periodo de nuestro
teatro» (p. 72). En un momento como el actual en que ciertos sectarismos hacen estragos en el modo de ver el pasado inmediato, no podemos estar más de acuerdo con esta última reflexión.
JAVIER HUERTA CALVO
Instituto del Teatro de Madrid, UCM
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Juan Antonio LÓPEZ FÉREZ, La tradición clásica en Antonio Buero
Vallejo, México, Universidad Nacional Autónoma de México–
Instituto de Investigaciones Filológicas, SVPLEMENTVM I, NOVA
TELLVS , 2009, 219 pp.
LA REVISTA Nova Tellus, del Centro de Estudios Clásicos del Instituto
de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma
de México, publica como Supplementum I este estudio realizado por el
prof. Juan Antonio López Férez, catedrático de Filología Griega de la
UNED, en el que se examima la presencia de la tradición clásica en el
gran dramaturgo español Antonio Buero Vallejo (1916-2000), autor de
veintiocho obras teatrales y de una considerable producción en poesía,
cuentos, ensayo y artículos diversos. El estudio supone un completo
rastreo de la tradición clásica en un sentido amplio, tal y como señala
el autor (p. 13): «la presencia e influencia del legado clásico grecorromano en literatura (citas y ecos literarios; mitos; temas y motivos
clásicos) y en otras materias relacionadas con ella (léxico, retórica,
poética, historia, filosofía, ciencias, derecho, artes, etcétera)». Combina
así el prof. López Férez sus dos grandes especialidades (y pasiones): el
estudio de la tradición clásica y el estudio del teatro.
El trabajo está dividido en dos partes en las que se analizan, respectivamente, los dramas de Buero y el resto de su producción literaria, a partir de la edición de L. Iglesias Feijoo & M. de Paco (ed.), Antonio Buero Vallejo. Obra completa, 2 vols., Madrid, Espasa Calpe, 1994.
Precede al cuerpo de la obra una breve nota (pp. 9-10) sobre el dramaturgo que ayuda a contextualizar su producción con noticias sobre su
pasión por la pintura, su participación en la resistencia política clandestina tras la Guerra Civil que le llevó, incluso, a ser condenado a
muerte por adhesión a la rebelión, su liberación en 1946 y el despertar
de la vocación literaria, la biblioteca del hogar familiar que le permitió
conocer a clásicos y modernos, sus premios, su ingreso en la Real
Academia, etc., para terminar con su interés por el ser humano: la
violencia, la intolerancia, la opresión como temática de su obra, trágica en buena medida.
La primera parte (pp. 11-97) revisa diacrónicamente los dramas
buerianos comenzando con El terror inmóvil (tragedia en tres actos,
divididos en seis cuadros, escrita en 1949), que no fue estrenada, y
terminando con Música cercana (fábula en dos partes), estrenada el 18
de agosto de 1989 en el Teatro Arriaga de Bilbao. El repaso, obviamente, no es exhaustivo y supone una suerte de «fogonazo» de cada una
de las obras que nos pone frente a las huellas de la tradición clásica
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que el autor encuentra en su estudio. Hay que decir que el conjunto
resulta bastante desigual, o mejor asimétrico, en el tratamiento de las
obras, hecho éste motivado por la mayor o menor presencia de motivos clásicos, o por la importancia del tema tratado. Así, huelga decir
que una obra como La tejedora de sueños cuenta con el mayor número
de páginas (pp. 15-41) y referencias bibliográficas en las notas que
acompañan a todo el estudio al desarrollar el tema de Ulises siguiendo de cerca la Odisea homérica. En todos los casos el autor intercala
textos ilustrativos de la cuestión tratada y, como ya se ha señalado,
numerosas y exhaustivas notas.
La segunda parte (pp. 99-158) analiza el resto de la producción de
Buero: poesía, cuentos, ensayos y artículos. En este caso, y para dar
coherencia a los datos recogidos, el autor los ha distribuido en los
siguientes apartados: citas y frases latinas; observaciones sobre el conocimiento o ignorancia de la lengua latina; referencias a autores y
obras de la literatura griega; alusiones a autores y obras de la literatura latina; personajes históricos griegos o latinos; y notas de cultura
grecorromana. Este último apartado es, sin duda, el más interesante
de todos y el que aporta más información, especialmente relacionada
con el ámbito del teatro. Así, además de unas notas generales, contamos con reflexiones sobre el teatro griego (coro, espacio escénico, lo
dionisiaco y lo apolíneo), el ditirambo, la tragedia y lo trágico, otros
aspectos de la tragedia (la explicación de Goethe, la catarsis, Chejov,
García Lorca, Pemán, Brecht y el teatro épico, Arthur Miller, el teatro
de Buero, esto es, visto por él mismo, y la actualización de los trágicos), el drama satírico, la filosofía helenística y, por último, el teatro
romano.
Se completa el conjunto con una breve bibliografía auxiliar (pp.
158-160), que nos parece excesivamente breve teniendo en cuenta los
estudios existentes sobre la obra de Buero, y, nuevamente, desigual
puesto que añade, aparte de una sección dedicada a «Alguna bibliografía sobre Buero Vallejo», que sí recoge los títulos fundamentales
(sólo libros), un apartado «Para La tejedora de sueños», que aunque sea
la obra teatral más importante para el estudio de la tradición clásica
en Buero no evita que se transmita la impresión de que la bibliografía
no responde de forma coherente al conjunto.
A pesar de esa «desigualdad», hemos de destacar el valor del conjunto que nos acerca a la forma en que holló Buero el mundo clásico,
un dramaturgo que poseía una clarividente imagen del género trágico
entre los griegos: «La tragedia –el género más moral– no es una lección moral o, por lo menos, no exclusivamente. Es tan sólo, y ya es
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bastante en ese sentido, una aproximación positiva a la intuición del
complicadísimo orden moral del mundo. Pero este orden es misterioso; en última instancia encierra también una metafísica no formulada.
La tragedia es una viva obra de arte, porque acepta este misterio y nos
lleva a sentir su enorme trascendencia» (p. 120).
ANTONIO LÓPEZ FONSECA
Instituto del Teatro de Madrid, UCM
Ferdinando TAVIANI, Hombres de escena, hombres de libro. La literatura teatral italiana del siglo XX, traducción y edición de Juan Carlos
de Miguel y Canuto, Valencia, Universitat de València, 2010, 235 pp.
A LOS QUINCE años de su primera edición en Italia, el libro Hombres de
escena, hombres de libro, de Ferdinando Taviani, dedicado al teatro italiano del siglo XX, por fin puede ser apreciado también por el público
de habla hispana, que hasta hoy echaba de menos una obra de calibre
sobre esta materia.
Las ideas expuestas en el volumen giran alrededor de un eje principal, que constituye el corazón del texto, reflejado en el propio título.
El autor, profesor de historia del teatro y del espectáculo en la Università dell’Aquila –que, entre otras, cuenta con numerosas publicaciones
sobre el teatro italiano de los siglos XIX y XX–, subraya la necesidad de
corregir la dicotomía que hay entre los estudios literariodramatúrgicos, los de los hombres de libro, y los estudios orientados a
los espectáculos, los de los hombres de escena. Éste será el hilo conductor que guiará al lector a lo largo de toda la publicación.
En los primeros apartados del libro, el autor realiza una interesante
labor de revisión metodológica que cuestiona la percepción mayoritaria del teatro. En el seno de una serie de brillantes reflexiones, en particular, sobre la noción de espacio literario del teatro, Taviani hace
hincapié en la necesidad de adscribir dentro de éste último no sólo el
conjunto de los textos literarios dramáticos, sino también todos aquellos elementos que contribuyen a hacer teatro, tales como las llamadas
visiones, las memorias y autobiografías de los actores, su producción
literaria, así como todo lo que a partir de la actividad teatral se convierte en memoria, crónica y relato.
Tras un análisis de la ruptura entre el «teatro dialectal» y el «teatro
en lengua», de sus implicaciones y consecuencias, el autor subraya la
importancia de ciertos repertorios enciclopédicos y biográficos sosteniendo, con acierto, que además de constituir un precioso patrimonio
de noticias e información, éstos, a través de las palabras e imágenes
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que evocan, contribuyen, a su vez, a dar lugar a verdaderos teatros y,
en ocasiones, a transmitir una postura ideológica determinada sobre
los problemas teatrales, como ocurre en la Enciclopedia dello Spettacolo,
ideada y dirigida por Silvio d’Amico.
Una vez determinadas estas premisas, Taviani empieza a seleccionar las corrientes y figuras del teatro del siglo XX que considera más
interesantes, recorriendo un trayecto de estudio muy personal que,
además de abordar los autores italianos más conocidos a nivel internacional, tales como Pirandello, De Filippo y Fo, también pone de
relieve a los que suelen considerarse «menores», insertándolos en un
amplio marco teórico y comparativo especialmente atento a su homólogo acontecer artístico europeo.
En primer lugar, el autor ilustra las diferentes facetas del movimiento futurista, así como sus repercusiones tanto escénicas como
ideológicas en la manera de hacer e interpretar el teatro. En particular,
resulta muy interesante el análisis de la nueva manera de pensar el
espectáculo, donde éste ya no es la representación de una acción, sino
más bien una acción que se dirige, de manera directa, a la mente y al
cuerpo de los espectadores, cuya unión con los actores se hace posible
a través de la abolición del escenario. Junto al clima histórico en el que
se enmarca el movimiento, el autor apunta aquí otros elementos clave
que lo caracterizan, tales como los medios de comunicación utilizados
por los futuristas, su interés por la modernidad y la gran influencia
que esta corriente ejerció en la escenografía y coreografía del siglo XX.
En segundo lugar, las numerosas páginas dedicadas a Pirandello
suponen una importante contribución a la comprensión de su obra
maestra Sei personaggi in cerca d’autore, mediante un análisis que rechaza con decisión –acompañado de ciertos tintes polémicos– las diferentes interpretaciones estereotipadas en boga entre los literatos, y
que subraya cómo la obra, además de tratar la historia de una familia
destruida, pretende mostrar el carácter noble y a la vez mísero del
trabajo teatral. Asimismo, Taviani ilustra, resume y examina un gran
número de obras de Pirandello –escritas tanto en lengua italiana como
en dialecto siciliano– que preceden y siguen al estreno de Sei personaggi, sirviéndose de tal estudio como punto de partida para reflexionar
sobre las contradicciones internas y externas propias del teatro del
siglo XX.
En tercer lugar, cabe señalar la sección que se ocupa del gran poeta
napolitano Raffaele Viviani, en la que se subraya, en varias ocasiones,
la originalidad de esta figura muy a menudo olvidada, atendiendo a
la dimensión nacional e internacional de sus macchiette, –monólogos
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cómicos o irónicos–, así como abordando la singular manera del autor-actor napolitano de pasar de las variedades a la comedia, donde
diversos «números» se funden a través de una trama unificadora.
En cuarto y último lugar, Taviani ofrece un análisis del repertorio
perteneciente al Teatro del Arte dirigido por Pirandello, –cuya principal expresión es el «teatro grotesco»–, que proporciona al lector una
muestra significativa de las tendencias dramatúrgicas italianas de la
primera mitad del siglo XX. A continuación, entre varias pinceladas
que ilustran el contexto histórico-cultural de Italia de la segunda mitad del siglo, Taviani aborda el trabajo de diferentes autores de este
período, –considerándolos unas «excepciones» dentro del mediocre
sistema teatral mayoritario–, e insiste, asimismo, en la excepcionalidad de la cooperativa teatral napolitana Teatros Unidos, basada en la
integración entre escritura escénica y escritura literaria, una fusión
también presente en los diversos «teatros-en-forma-de-libro» de la
época, ampliamente analizados por el autor. A lo largo de este capítulo final, las enriquecedoras incursiones en el mundo de la dramaturgia
cinematográfica y radiofónica demuestran la gran capacidad de Taviani de tener una completa visión del cuadro de conjunto y mantener
un múltiple enfoque de análisis.
En lo que concierne a la edición española, la traducción al castellano realizada por el profesor de Filología Italiana de la Universidad de
Valencia Juan Carlos de Miguel se muestra fiel y respetuosa ante el
original –sin por ello ser menos eficaz y fluida– y cuenta con el apoyo
de puntuales notas del traductor, particularmente útiles para aclarar
ciertos aspectos lingüístico-culturales que, en su ausencia, resultarían
al lector de difícil comprensión.
Una de las principales virtudes del libro es la extraordinaria articulación conceptual realizada por el autor, quien expone una densa red
de nociones y distinciones con suma naturalidad y sencillez, de suerte
que incluso las tesis más complejas llegan a ser fácilmente accesibles.
Asimismo, ha de apreciarse, sin lugar a dudas, el carácter multidisciplinar de la obra: lejos de ser un mero manual de historia de teatro, el
libro presenta una confluencia de aportaciones pertenecientes a los
ámbitos de estudio más dispares, que contienen consideraciones sociológicas, históricas y cívicas, así como interpretaciones culturales y
antropológicas acerca de la realidad del Novecento italiano. Todo ello
se ha llevado a cabo teniendo en cuenta una extensa bibliografía –que
abarca la abundante literatura crítica e histórica italiana sobre el teatro
del siglo pasado, las diferentes ediciones críticas de las obras analiza-
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das y numerosas revistas teatrales– complementada por testimonios,
anécdotas, documentos, etc.
Nada que objetar a un excelente trabajo de literatura teatral italiana
del siglo XX, con una escritura ágil, un importante esfuerzo de conceptualización y una notable variedad temática. Para quienes quisieran
situarse en un territorio crítico con respecto a la selección efectuada
por el autor, cabe señalar que estamos ante un estudioso que, totalmente consciente de los límites que ésta supone, desde la primera
página del libro declara abiertamente la peculiar naturaleza del texto:
un relato que en ningún momento pretende cubrir la totalidad de la
expresión teatral italiana del Novecento, sino más bien proporcionar
una lectura personal sobre ella.
ANDREA ARTUSI
Universitat de València
Tom STOPPARD, La costa de Utopía. Viaje. Naufragio. Rescate. Versión de Juan V. Martínez Luciano, Madrid, Centro Dramático Nacional, 2010, 3 vols., 120, 106 y 120 pp.
NO DEJA DE SER CURIOSO que en una colección dedicada a editar los
textos y los materiales de montaje de las obras programadas por un
gran teatro público, como son las publicaciones del Centro Dramático
Nacional, aparezca una obra como La costa de Utopía, que aún no se ha
representado en el Teatro María Guerrero.
La anomalía responde a un propósito y una ambición, manifestadas por Gerardo Vera en la presentación que hizo junto con Tom
Stoppard y Marcos Ordóñez del último estreno del Centro, Realidad,
obra del mismo Stoppard dirigida por Natalia Menéndez. En este acto
Gerardo Vera manifestó su intención de estrenar La costa de Utopía en
2012, año en que expira su actual contrato al frente del CDN.
La obra viene avalada por sucesivos éxitos: estrenada en 2002 en el
National Theatre’s Olivier Auditórium bajo la dirección de Trevor
Nunn, se mantuvo en cartel desde el 22 de junio (fecha de estreno de
la primera parte, Viaje) hasta el 23 de noviembre del mismo año. En
2006 la obra, dirigida por Jack O’Brian, se presentó en el Lincoln Center, de Nueva York, en donde tuvo 124 representaciones. Esta producción de Broadway consiguió en 2007 siete premios Tony, incluyendo
el de mejor obra. En el mismo año 2007 se estrenó en Moscú y en 2009
en Tokio.
Si consideramos que La costa de Utopía es una trilogía de más de
trescientas páginas que en los montajes que se han hecho de ella se
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convierten en nueve horas de representación, hay que reconocer que
nos encontramos ante una obra singular. Y, efectivamente, su lectura
nos confirma que nos encontramos ante una de las grandes obras que
ha producido el teatro de nuestros días.
Basado, como ha reconocido el propio Stoppard3, en un libro de
Isaiah Berlin que analiza el pensamiento de la intelligentsia rusa del
siglo XIX 4, La costa de Utopía es un emocionante viaje por la Europa
decimonónica en compañía de Mijail Bakunin, Vassarion Belinsky,
Alexander Herzen, Nikolai Ogarev e Ivan Turguéniev, a los que
acompañan decenas de personajes como Karl Marx, George Herwegh,
Louis Blanc, Alexandre Ledru-Rollin, Giusseppe Mazzini, Nikolai
Chernishevski y tantos otros que jugaron su papel en el debate ideológico que llenó aquel siglo revolucionario. Y a ellos hay que añadir la
serie de extraordinarios personajes femeninos que adquieren un indudable protagonismo junto a los ilustres pensadores: las cuatro hermanas Bakunin, especialmente Liubov, vida romántica segada prematuramente, la libérrima Natalie Herzen, que impregna todo Naufragio
de una insólita tonalidad pasional y sensual, Natacha Tchukova, no
menos libre que su amiga y amante Natalie, esposa de Ogárev y
amante a su vez de Herzen, el mejor amigo de su marido...
La costa de Utopía abarca un largo periodo de tiempo: desde el verano de 1833, en que da comienzo Viaje, hasta agosto de 1868, cuando
acaba Rescate. Treinta y cinco años de vida intensa que están marcados
por tres acontecimientos clave en cada una de las tres partes: la muerte de Pushkin en Viaje, las revoluciones de 1848 en Naufragio, la liberación de los siervos en Rescate. La acción transcurre en distintos lugares: la hacienda de los Bakunin en Premukhino, Moscú, la propiedad
de Herzen en Sokolovo, París, Dresde, Londres, la isla de Wright,
Niza, un castillo en Suiza... La diversidad de espacios de la acción se
corresponde con la amplitud del panorama representado y la multitud de personajes que aparecen en la trilogía: estudiantes, terratenientes, revolucionarios, periodistas, políticos, escritores... Decenas de
personas que pueblan un tiempo lleno de sucesos históricos y de peripecias personales que se van entrecruzando en una red que parece
expandirse más allá de los límites de la escritura, en historias no contadas, en personajes apenas entrevistos, en figuras que nunca apare-
3
4
Marcos Ordóñez, «La Utopía de Tom Stoppard», Babelia, 16 de enero de 2010.
Isaiah Berlin, Pensadores rusos, México, Fondo de Cultura Económica, 1979.
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cen en escena y que, sin embargo, ejercen una influencia definitiva en
los demás: el zar, el conde Orlov, George Sand, Gógol...
Este maremagnum, no obstante, mantiene la unidad gracias el
hecho de que el eje de todas las historias esté constituido por la figura
de Alexander Herzen, personaje aparentemente episódico en Viaje,
donde el centro de atención recae en la fascinante familia Bakunin, en
la cual el benjamín Mijail ocupa un lugar secundario frente a sus cuatro hermanas y el patriarca Alexander Bakunin, padre de todos ellos.
Sin embargo, a partir de Naufragio Herzen va tomando relevancia
hasta convertirse en la figura central de todo el ciclo. No es extraño, ya
que en el origen de la obra está la fascinación de Stoppard y de Berlin
por el pensamiento y la vida de Herzen:
«Berlin fue el que me abrió la puerta. De alguna manera mi trilogía nace
de su libro sobre los pensadores rusos. Él contaba que un día siendo joven
había entrado en la biblioteca y se había encontrado con un libro de
Alexander Herzen en la estantería. Y como ni lo conocía ni había oído
hablar de él se puso a leerlo. Y descubrió una auténtica maravilla. Una vivencia increíble y un razonamiento que se convertiría en fundamental en
las enseñanzas de Berlin. Gracias a él conocemos hoy en día a Herzen»5.
La fascinación, sin embargo, no supone deslumbramiento. Afortunadamente, Stoppard ha construido un personaje de gran complejidad, lleno de contradicciones que nunca se ocultan. Herzen es un
pensador revolucionario que vive como un burgués acomodado gracias a las rentas de sus propiedades en Rusia, incluyendo las “almas”
que posee; es un denodado defensor de la libertad personal, pero cae
en el abismo de los celos cuando su esposa se enamora de Herwegh,
lo cual no le impide enamorarse a su vez de la esposa de su mejor
amigo, Ogarev...
Obra de extraordinaria ambición, que busca explicar las raíces del
presente en la exposición de un proceso histórico y en la narración de
cómo lo vivieron sus protagonistas, con sus logros y sus fracasos, sus
contradicciones y sus certezas, La costa de Utopía tiene un indudable
aire chejoviano, pero no cabe olvidar al Tolstoi de Guerra y paz, ni al
Turguéniev de Padres e hijos. Estamos, en efecto, ante una obra de amplitud novelesca, comparable a otras como la Orestiada, como las Comedias bárbaras, en las que el breve mundo de la escena desborda los
límites del teatro para adquirir las dimensiones de las grandes novelas.
5
Marcos Ordóñez, «La Utopía de Tom Stoppard», Babelia, 16 de enero de 2010.
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Editado en tres tomos que corresponden a cada una de las partes
de la trilogía, con el tamaño y la prestancia de las colecciones del
CDN, la edición La costa de Utopía es un buen prólogo al anunciado y
ya esperado estreno en el Teatro María Guerrero.
FERNANDO DOMÉNECH RICO
Instituto del Teatro de Madrid, RESAD
Komla AGGOR, Francisco Nieva y el teatro postmodernista, traducción de Maria Roura-Mir, Madrid, Monografías RESAD y Editorial
Fundamentos, 2009, 189 pp.
ERA necesario contar con un estudio de estas características para enfocar el debate sobre el posmodernismo en nuestro teatro contemporáneo desde un enfoque que combine la atención al análisis teatral y al
marco sociocultural e ideológico. Así, esta monografía sobre Francisco
Nieva sirve para indagar acerca de la existencia de un teatro posmodernista en España.
Propone el libro de Aggor una nueva orientación para la polémica
contemporánea, pues la inclusión de Francisco Nieva en el posmodernismo conlleva ampliar los límites temporales de este movimiento
hasta la más inmediata influencia de la vanguardia histórica, por ser
ésta la influencia más manifiesta en nuestro autor. La dimensión que
se ofrece es, por tanto, continuista respecto de los movimientos artísticos del primer tercio del siglo XX. El resultado es que queda cuestionada la crítica teatral que se opone a la teorización posmodernista del
teatro español hasta la llegada de los creadores en democracia. Los
diferentes enfoques técnicos y estéticos del teatro de Nieva se observan, de manera complementaria, a su dimensión ética y sus connotaciones políticas de signo izquierdista, características que asume Aggor
como fundamentales para el movimiento artístico posmodernista.
Un teatro posmodernista el de Nieva donde, a diferencia de lo que
sucede en la dramaturgia más visual de los creadores en democracia,
la fuerza escénica reside en el texto dramático. Por ello, se dedica el
primer capítulo a contextualizar la formación del dramaturgo en el
movimiento literario postista de la década de los años cuarenta y a
señalar su continuada fidelidad estética a los postulados del grupo. En
este mismo apartado se explican simultáneamente la propuesta postista y la poética teatral de Nieva, poniendo de relieve el carácter ecléctico y revisionista de ambas tendencias, que habrán de ser consideradas
como posmodernistas. Entre otras cuestiones, se profundiza en cómo
Nieva incorpora a su teatro posmodernista los diferentes «ismos»
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históricos, haciendo especial hincapié en la influencia de figuras como
Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna, si bien queda en entredicho
la validez de agrupar a estos dramaturgos dentro de la corriente surrealista, como hace Aggor para apoyar su tesis.
En el segundo capítulo se presentan otras influencias determinantes para el teatro de Francisco Nieva, como son el Teatro de la Crueldad de Antonin Artaud y la Estética del Crimen de Jean Genet. Se
muestra de qué manera el dramaturgo yuxtapone ambas propuestas
en lo que denomina como la «Estética del Delito», la cual se diferencia
de las anteriores en el uso constante de la paradoja y de la dinámica
de la contradicción; estas técnicas posmodernistas buscan un tipo de
teatro abierto que plantee un enfoque relativista y subversivo en contra de las dialécticas retóricas y jerárquicas de la mentalidad anterior.
Con la misma pretensión de desvelar los recursos formales posmodernistas usados por Nieva, se dedica el capítulo tercero a la técnica más recurrente del autor: el metateatro: la obra dentro de la obra y
la ceremonia dentro de la obra. Nieva pretende así cuestionar la existencia de «la verdad» de la misma manera que lo hace la cultura posmoderna, y para ello representa al mismo tiempo varias realidades
teatrales como producto de la imaginación o la evasión. Con todo esto,
el dramaturgo cuestiona los géneros aristotélicos, y se burla de ellos
constantemente mediante su peculiar estilo grotesco. Precisamente en
torno a lo grotesco giran las reflexiones del capítulo cuarto, que versa
sobre las diferentes estrategias heterodoxas que incorpora Nieva a su
teatro, todas ellas con el fin de atacar los códigos morales y poner en
solfa la cultura del franquismo. Las obras analizadas en este apartado
muestran una peculiar versión de los códigos carnavalescos y de la
estética del esperpento, mediante un tratamiento paródico del erotismo y de las identidades sexuales en respuesta, típicamente posmoderna, a la censura institucional y a la represión de la libertad sexual y
de género.
El último capítulo analiza conjuntamente las reflexiones teóricas y
técnicas sobre la puesta en escena de las obras más representativas de
Francisco Nieva. Se presenta una breve introducción a la teoría de la
representación contemporánea para abordar el trabajo de Nieva como
director y escenógrafo de sus propias dramaturgias. Con ello se descubren las claves posmodernistas de la puesta en escena de sus textos:
la conjunción del uso de formas clásicas –el coro griego, la música
religiosa o las convenciones del teatro del Siglo de Oro– con las técnicas escénicas modernas de mayor prestigio –la pintura escénica pos-
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romántica, la supermarioneta de Craig, el distanciamiento brechtiano–
sobre un texto excepcional de gran cuidado literario.
Esta obra viene a fijar las teorías posmodernistas más certeras para
el estudio del teatro contemporáneo, y propone el teatro de Nieva
como punto de partida para una nueva estética de la escena española.
Más allá de los modelos anglosajones, se presenta, sin complejos, una
renovada y fresca perspectiva del posmodernismo en relación con el
contexto literario y teatral hispánico de la última mitad del siglo XX.
SERGIO CABRERIZO ROMERO
Universidad Complutense de Madrid
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