COMENTARIOS AL LIBRO BLANCO PARA LA REFORMA DEL SISTEMA ESPAÑOL DE DEFENSA DE LA COMPETENCIA INTRODUCCIÓN Los comentarios al Libro Blanco que aquí se formulan se refieren exclusivamente a las Secciones de ESQUEMA INSTITUCIONAL y de LUCHA CONTRA LAS PRÁCTICAS RESTRICTIVAS DE LA COMPETENCIA. De la Sección ESQUEMA INSTITUCIONAL se ofrecen comentarios respecto de: - - La aplicación privada del derecho de la competencia y la integración adecuada de los planos administrativo y civil. La seguridad jurídica y garantías del procedimiento y, a este respecto, sobre la adecuada provisión de medios que garanticen la juridicidad de las actuaciones de las autoridades de competencia, y Los mecanismos para la agilización de la ejecución de las resoluciones. De la Sección LUCHA CONTRA LAS PRÁCTICAS RESTRICTIVAS DE LA COMPETENCIA se ofrecen comentarios respecto de: - La cláusula de minimis, El mantenimiento o supresión del régimen de autorizaciones singulares, La propuesta de flexibilización de los plazos del procedimiento sancionador, y La mejora de la tipificación de las infracciones y su correlación con las sanciones. 1 A.- ESQUEMA INSTITUCIONAL A.1.- APLICACIÓN PRIVADA DEL DERECHO DE LA COMPETENCIA E INTEGRACIÓN ADECUADA DE LOS PLANOS ADMINISTRATIVO Y CIVIL A.1.a.- CONSIDERACIÓN DE CARÁCTER GENERAL El “carácter eminentemente administrativo” del sistema español de defensa de la competencia, al que con razón se refiere el Libro Blanco, ha deparado algunos excesos, no sólo en los términos de su regulación (especialmente, el desdichado art. 13.2 de la LDC) sino, especialmente, en la difusión de ciertos prejuicios y equívocos, completamente injustificados. Que el sistema español es “eminentemente administrativo” no debería significar –ni en rigor significa- sino que las infracciones se persiguen y sancionan en sede administrativa, no en sede jurisdiccional criminal. Sin embargo, ese carácter “eminentemente administrativo” en absoluto significa que corresponda a la Administración pronunciarse sobre los efectos o consecuencias civiles de las conductas que la ley prohíbe: en cuanto a éstas, nuestro sistema, al día de hoy y desde la ley de 1989, es un sistema jurisdiccional, sólo que entorpecido gravemente por el art. 13.2 y por ciertas ideas preconcebidas de las que, sin embargo, no cabe culpar a la ley. Por cierto, desagrada encontrar en el Libro Blanco el eco de algunas de esas ideas erróneas. Una regulación adecuada de la materia requiere distinguir con precisión y seguridad ciertos conceptos básicos: (i) La libre competencia en el mercado ha sido elevada a la categoría de valor constitucional, tanto en Europa como en España. Por tanto, una vez convertido en norma, son antijurídicas las conductas contrarias a ese valor. (ii) Los actos contrarios o vulneradores de ese valor son, por tanto, antijurídicos. Los actos jurídicos contrarios a normas imperativas o prohibitivas son ilícitos civiles, y la sanción que les corresponde es, en general, la nulidad de pleno derecho (art. 6.3 del Código Civil). 2 (iii) Pero no todos los ilícitos civiles son infracciones administrativas. Sólo son infracciones administrativas las conductas (que pueden ser, o no, actos jurídicos) tipificadas como tales por la ley, a las cuales se les asigna la imposición por la Administración de una sanción, entendida como la privación de un derecho del responsable (típicamente, una multa). Un ilícito civil puede –y es muy frecuente que así suceda- no constituir una infracción administrativa. Esto es lógico, pues la atribución de la potestad sancionadora no se produce para procurar el general cumplimiento de las normas jurídicas sino para proteger el interés público de agresiones especialmente relevantes. (iv) Por tanto, una regulación adecuada de la defensa de la competencia debería ser consciente de que, si bien todo acto jurídico contrario a la competencia (que la limite, elimine o falsee) es un ilícito civil (si se trata de un contrato, es un contrato con causa ilícita), sólo aquellos que, por su especial trascendencia, se tipifiquen como tales serán infracciones administrativas. La adecuada asimilación de estas ideas (presentes en la vigente ley, que sin embargo es deficiente al reputar infracciones todos los ilícitos civiles, de donde resulta el problema del criterio “de minimis” como mecanismo de corrección de tal exceso) permitiría una regulación más rigurosa de la potestad administrativa sancionadora y un discernimiento más certero de las respectivas potestades de jueces y autoridades administrativas. A.1.b.- SOBRE LAS POTESTADES ADMINISTRATIVAS Y JUDICIALES A1.b.1.- Aclaración sobre el punto de partida El epígrafe (61) del Libro Blanco, y más adelante el (74), incurren en un grueso error (no menor por estar, al parecer, bastante generalizado) cuando afirma que “la aplicación de las normas nacionales de competencia por parte de los jueces requiere, con carácter previo, la firmeza de la declaración administrativa de existencia de una infracción de la LDC” (el subrayado es nuestro), y declarando explícitamente que esto es así tanto cuando de lo que se trata es de “solicitar la nulidad” como cuando se trata de solicitar “los daños y perjuicios derivados de un acto o acuerdo anticompetitivo”. La razón de tal aserto se proporciona en una nota a pie de página donde se transcribe el art. 13.2: pero basta la lectura de éste para comprobar que el mismo se refiere solamente a la acción de resarcimiento de daños y perjuicios, pero no, en absoluto, ni explícita ni implícitamente, a la acción de nulidad. 3 De este modo, el Libro Blanco contribuye a la extensión de este error, tan dañino para la efectividad del Derecho. La siguiente nota a pie de página, en la que se invocan las sentencias del Tribunal Supremo de 30 de diciembre de 2003 (sic; en realidad, 1993) (CAMPSA) y 2 de junio de 2000 (DISA), lejos de sustentar la idea errónea, la desmienten (aunque inútilmente, dado que en nuestra comunidad jurídica prevalece la afición a citar sentencias sobre el enojoso trabajo de leerlas, no digamos ya con ánimo científicamente crítico1). En nuestro ordenamiento, las acciones de nulidad de los actos y negocios jurídicos colusorios (acuerdos colusorios en la terminología usual) pueden, de lege data, promoverse directamente ante los jueces civiles, que son los competentes para su conocimiento, sin necesidad de resolución, firme o no, de las autoridades de competencia, y sin ni siquiera necesidad de que un procedimiento ante éstas se haya llegado a iniciar. Cuestión distinta es que sea posible o probable que el juez civil decline tal conocimiento y deniegue al demandante su constitucional derecho al acceso a la jurisdicción. Sin embargo, el requisito de procedibilidad sí rige respecto de las acciones indemnizatorias, con arreglo al art. 13.2 (que convendría interpretar de otra manera, lo cual, siendo posible, no ha prosperado). Y el resultado de ello ha sido y es que el perjudicado por las conductas contrarias al Derecho de la Competencia se ve impedido casi definitivamente de obtener del responsable una indemnización. Esta escandalosa situación no ha sido corregida hasta ahora por el legislador, ni por los tribunales, incluido el Constitucional. La tutela judicial efectiva de los perjudicados en sus derechos e intereses particulares está tan gravemente agredida por este estado de cosas, que es constitucionalmente inaceptable, que la reforma en ciernes se justificaría sobradamente incluso si fuera éste el único problema que resolviera. A1.b.2.- Propuestas del Libro Blanco [epígrafe (89)] Las ideas que se manejan en este apartado están, a nuestro parecer, en la dirección adecuada: 1 La sentencia CAMPSA se refiere a un caso de acción indemnizatoria, y a ésta aplica el art. 13.2; no se planteaba allí la nulidad de contrato alguno; la sentencia DISA aplica con total naturalidad el Derecho comunitario para declarar la nulidad de un contrato, pero incorporando a su razonamiento el Derecho español, en particular el art. 1.2 de la LDC, y sin sostener en modo alguno la tesis de la necesidad de una previa resolución firme de las autoridades de competencia. 4 (a) Se dice que sería preciso revisar el artículo 13.2 de la LDC y dotar expresamente a los jueces de la competencia para aplicar las normas relativas a conductas restrictivas de la competencia. a. Lo primero es indiscutible: el art. 13.2 ha sobrevivido ya, incomprensiblemente, a demasiadas reformas de la LDC. La ominosa norma que contiene debe desaparecer. b. En cuanto a lo segundo, puede convenir, por pedagogía, declarar que a los jueces civiles corresponde el conocimiento de las pretensiones que versen sobre validez o nulidad de los actos o negocios jurídicos basadas en eventuales vulneraciones de normas contenidas en la LDC, así como las pretensiones indemnizatorias de daños causados por conductas prohibidas. Pero convendría no hacer pensar que esto es una novedad (no estaría de más que la exposición de motivos lo aclarara), pues es indudable que estas competencias les corresponden ya. Igualmente convendría dejar claramente establecido que dicho conocimiento por el orden jurisdiccional civil no está condicionado en absoluto por la existencia de procedimientos administrativos, ni por la resolución que éstos pudieran tener. Éste es un punto trascendental: en los procesos civiles se ventilan derechos e intereses particulares, no el interés público. Se trata de planos enteramente diferentes, aunque estén conectados. Obviamente, la protección del interés público no puede posponerse a la elucidación de los conflictos privados, pero la naturaleza limitada de estos últimos tampoco precisa que el problema de trascendencia pública con el que, en su caso, estén vinculados haya quedado resuelto. Por otra parte, como se ha dicho, pueden existir ilícitos civiles que no constituyan infracciones administrativas, caso para el que la norma del art. 13.2 u otra semejante no sólo es perturbadora sino abiertamente absurda. (b) Dentro del orden jurisdiccional civil, la coherencia con el Derecho vigente en materia de aplicación de los arts. 81 y 82 del Tratado aconsejan en efecto atribuir el conocimiento de estos asuntos a los Juzgados de lo Mercantil. Además, será una buena oportunidad para resolver los graves problemas procesales que está produciendo esta atribución: es necesario que se establezca una vis atractiva de modo que a tales juzgados se les atribuya el conocimiento íntegro de los asuntos en que de cualquier modo se planteen, vía acción, 5 excepción o reconvención, en solitario o en unión de otras cuestiones, las consecuencias jurídico-privadas de los ilícitos competenciales. (c) El apartado (ii) de este epígrafe (89) puede resultar equívoco, en su referencia a la cláusula de minimis. No debe entenderse que los ilícitos competenciales de poca importancia deben quedar en manos de los jueces y los más graves en las de las autoridades administrativas. Por el contrario, la aproximación correcta a la cuestión consiste en que en todos los casos las consecuencias jurídico-privadas de los ilícitos competenciales (que son siempre ilícitos civiles) corresponden al conocimiento de los jueces: a ellos y sólo a ellos incumbiría declarar la nulidad de un hipotético acuerdo colusorio entre, digamos, las mayores cinco entidades financieras de España, de idéntico modo como les correspondería declarar nulo el acuerdo colusorio entre dos modestos tenderos de un barrio en el que hay otros diez. A las autoridades administrativas compete la persecución, mediante el ejercicio de la potestad punitiva, de los ilícitos que, en particular, estén tipificados como infracción administrativa. Si no se supera el imperfecto sistema actual, de modo que todo ilícito competencial es infracción, entonces la regla de minimis permitirá a estas autoridades eludir la persecución de lo menos grave. Pero la competencia de la jurisdicción civil es general, no limitada a los asuntos menos graves. (d) No hay necesidad alguna de norma especial que permita a los jueces civiles dejar en suspenso el conocimiento de los asuntos hasta que el caso se resuelva en vía administrativa: la pereza es pecado capital que no conviene promover desde las leyes. Es verdad que no es conveniente que se dicten resoluciones contradictorias, pero también lo es que este tipo de problema ni es nuevo ni es exclusivo de la aplicación de las normas de competencia. La cuestión está contemplada y resuelta tanto en la Ley Orgánica del Poder Judicial (art. 10) como en la de Enjuiciamiento Civil (art. 42): la regla general es y debe ser que las cuestiones prejudiciales pueden ser conocidas y resueltas, con el limitado alcance de permitir una resolución sobre el fondo de las pretensiones, por el juez civil. No hay razón para que así no sea, máxime cuando la alternativa es hacer prácticamente vana la tutela judicial efectiva, o demorarla insoportablemente. Sólo una ley imperativa (como la que rige para las cuestiones prejudiciales penales), aquí inadecuada, o el acuerdo de todas las partes del proceso (que sí debe producir el efecto suspensivo en un proceso civil) excepcionan este principio. Pues siempre será preferible la contradicción entre resoluciones (que, de todos modos, puede en muchos casos finalmente resolverse mediante 6 recursos) que la demora de muchos años hasta la resolución del asunto civil en primera instancia. (e) Ni que decir tiene que la introducción de mecanismos de coordinación es una iniciativa que sólo puede merecer juicios positivos. Pero no debe olvidarse que para que funcionen bien será necesario dotar a las autoridades de la competencia de medios suficientes. A.2.- SOBRE LA ADECUADA PROVISIÓN DE MEDIOS QUE GARANTICEN LA JURIDICIDAD DE LAS ACTUACIONES DE LA AUTORIDAD DE COMPETENCIA El epígrafe (66) del Libro Blanco declara que una de las fortalezas del sistema español es la “seguridad jurídica y garantías del procedimiento”. Sin embargo, no creemos que el funcionamiento del Servicio y del Tribunal de Defensa de la Competencia sea óptimo desde el punto de vista de la observancia escrupulosa de las normas que rigen el procedimiento y las resoluciones y, especialmente, puede apreciarse una cierta falta de uniformidad interpretativa y de criterio jurídico. Y es que la función de asesoramiento jurídico interno no ha merecido especial atención ni en la regulación ni en la praxis. En particular, por lo que al Tribunal de Defensa de la Competencia respecta, no hay previsiones específicas sobre tal función, esencial en un órgano que ejerce una función esencialmente jurídica, cual es la de dictar resoluciones, en muchos casos de procedimientos sancionadores. Sus miembros, altamente cualificados, tienen formaciones heterogéneas, no necesariamente de carácter jurídico. Y es que, en efecto, no hay razón para que hayan de ser juristas. Pero precisamente por esto es especialmente importante la función a que aquí nos referimos. La presencia de un Secretario –al que no se exige legalmente la condición de jurista pero que la ostenta, al menos en el momento presente- es sin duda un elemento valioso que puede contribuir al control de legalidad, pero ni se le atribuye de manera precisa esta función, ni es pensable que pueda desempeñarla con la extensión y profundidad necesarias. La reorganización del sistema institucional es una excelente oportunidad para incorporar al organigrama de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia, con el necesario relieve, un servicio interno de asesoramiento jurídico, que convendría fuera prestado por abogados del Estado. Por ejemplo, el sistema portugués, en el organigrama de cuya Autoridad de Competencia tienen lugar destacado el Jurista-jefe y el 7 Economista-jefe, y donde, según parece, un jurista y un economista instruyen cada expediente, podría ser un interesante punto de referencia. A.3.- SOBRE LOS MECANISMOS PARA AGILIZAR LA EJECUCIÓN DE RESOLUCIONES. El Libro Blanco se refiere en su epígrafe (71) a la larga duración de los procesos de revisión jurisdiccional así como a las garantías en cuanto a la suspensión cautelar previstas en la normativa procesal, las cuales impiden disponer de resoluciones ejecutables a corto o medio plazo, considerándose que ello implica un perjuicio para las empresas afectadas y para la protección del interés público, pudiendo en última instancia este retraso implicar la ineficacia de las resoluciones. El Libro Blanco suscita la posibilidad de explorar vías para agilizar los procedimientos de revisión jurisdiccional de la decisiones administrativas, en concreto, se plantea la posibilidad de modificar el régimen legal existente, eliminando el recurso ante el Tribunal Supremo de las sentencias relativas a determinadas resoluciones que requieren una aplicación rápida, como son las recaídas en sede de medidas cautelares. Esto se conseguiría, se dice, mediante el establecimiento de un recurso en instancia única. En primer lugar, procede aclarar el equívoco que parece inspirar esta propuesta: la interposición del recurso de casación carece de efectos suspensivos. En consecuencia, el acto administrativo recurrido en casación es perfectamente ejecutable. La ejecutividad de ese acto recurrido en casación solo puede quedar en suspenso si una medida cautelar con este efecto es acordada. Pero no por la mera interposición del recurso de casación. En consecuencia, resulta improcedente proponer la supresión de cierto recurso en base a esa justificación ofrecida. No obstante lo anterior, esta propuesta tendente a la agilización de las resoluciones administrativas debe se analizar con extraordinaria cautela, toda vez que no es banal la afectación y, consecuente lesión que padecería el derecho constitucional la tutela judicial efectiva (art. art. 24.1 CE) como consecuencia de la eliminación de un recurso existente con carácter general de manera selectiva para una materia particular. Las leyes especiales no deben eliminar recursos que están recogidos en leyes generales. La eliminación de recursos no es la solución para agilizar la revisión jurisdiccional de los actos administrativos, sino la mejora del funcionamiento de la Administración de 8 Justicia ya sea a través del reforzamiento o creación de nuevos órganos o de la mayor provisión de plazas o ya sea a través del establecimiento, si acaso, de un procedimiento “sumarísimo” para la resolución de recursos que versen sobre la impugnación de resoluciones de medidas cautelares. Existen en nuestro Ordenamiento Jurídico procedimientos que por su especial urgencia se tramitan con extraordinaria rapidez. Así es el caso, por ejemplo, del recurso recogido en el artículo 122 de la Ley 29/1998, de 13 de julio de la Jurisdicción Contencioso – Administrativa, contra las prohibiciones o propuestas de modificación de reuniones previstas en la Ley Orgánica Reguladora del Derecho de Reunión. Este recurso se ha de interponer en el plazo de cuarenta y ocho horas siguientes a la notificación de la prohibición o modificación, convocándose a las partes en el plazo de cuatro días improrrogables a una audiencia en la que se oye a todos los personados y se resuelve sin ulterior recurso. Por tanto, la solución para agilizar la ejecución de las resoluciones no es lesionar el derecho a la tutela judicial efectiva sino, en su caso, diseñar procedimientos que impongan tanto a las partes como al órgano jurisdiccional plazos breves de actuación. B.- LUCHA CONTRA LAS PRÁCTICAS RESTRICTIVAS DE LA COMPETENCIA B.1.- SOBRE LA CLÁUSULA DE MINIMIS [Epígrafes (99), (122) y (123)] El enfoque del Libro Blanco sobre este punto es, a nuestro juicio, correcto: no incurre en el error de considerar que sólo son ilícitos competenciales los que tienen un cierto impacto importante o considerable sobre la competencia en el mercado. Como se ha explicado, la ilicitud no mana de una consideración cuantitativa, sino sustancial. Todo acuerdo que persiga o produzca el efecto de restringir, eliminar o falsear la competencia tiene una causa ilícita. Es, por lo menos, un ilícito civil, al que conviene la declaración de nulidad. Pero no todo ilícito civil requiere, aunque sólo sea por consideraciones de política punitiva, el despliegue de una actividad administrativa sancionadora. Ya hemos dicho que la solución técnica más perfecta consistiría en una depurada tipificación de las conductas, de modo que se dejarían fuera los ilícitos que no alcanzaran cierta importancia cuantitativa. 9 Si se mantiene el tipo de tipificación actual (que, de todos modos y por otras graves razones, debe ser sustancialmente mejorado), entonces la cláusula de minimis tiene sentido y debe establecerse de manera mejorada, respecto de su estado actual. La introducción de criterios que objetiven su aplicación es un postulado del Libro Blanco con el que es forzoso coincidir. Siempre en el entendimiento de que los comportamientos excluidos de la persecución punitiva siguen siendo ilícitos, y que respecto de ellos, aunque el interés público no esté comprometido, los sujetos interesados pueden ejercitar las acciones civiles conducentes a eliminarlos del mundo jurídico o a la indemnización de los perjuicios que les hayan causado. B.2.- RESPECTO AL MANTENIMIENTO O SUPRESIÓN DEL RÉGIMEN DE AUTORIZACIONES SINGULARES Conviene recordar que fue el elevado número de asuntos notificados a Bruselas lo que, entre otras razones -que influyeron en menor medida-, condujo a la sustitución del régimen comunitario anteriormente en vigor por el actualmente vigente de autoevaluación o de exención legal. En el Libro Blanco, en su epígrafe 137, manifiesta que “parece conveniente replantearse el sistema español de autorización singular…, con dos alternativas: (i) Adoptar las premisas comunitarias….. o (ii) Adoptar esa visión comunitaria pero que se establezca para determinados acuerdos, cuya tipificación debería hacerse reglamentariamente, la posibilidad de un procedimiento similar a la declaración negativa aplicada por la Comisión Europea hasta la promulgación del Reglamento 1/2003, al objeto de reducir incertidumbres derivadas de la desaparición de las autorizaciones”. En España el número de autorizaciones singulares solicitadas cada año no puede considerarse excesivo (el número de solicitudes que anualmente se viene resolviendo suelen rondar la treintena incluidas entre ellas las de renovación y modificación, siendo aproximadamente, solo la mitad de ese total, solicitudes de nuevos asuntos). No concurre en España, por tanto, la causa que motivó la modificación del régimen comunitario, en consecuencia, procedería incluso no cuestionarse la continuación del régimen actual de notificación, toda vez que es positiva la valoración que merece el sistema actual en la comunidad de profesionales dedicados a esta materia. Fundamentalmente, por la seguridad jurídica que proporciona. 10 Ahora bien, el sistema actual de autorizaciones singulares deriva del esquema normativo vigente en España, que ya es distinto al introducido a nivel comunitario por el Reglamento 1/2003. Por eso, la cuestión previa no es propiamente, como dice el Libro Blanco “replantearse el sistema español de autorización singular” sino replantearse todo el sistema de conductas español siendo el tema de las autorizaciones singulares una mera consecuencia de lo primero. Pudiera considerarse razonable que el régimen español de la competencia sea similar al comunitario –lo contrario podría plantear distorsiones normativas locales incoherentes con un mercado único- si bien que ello no debe ser incompatible con el mantenimiento de mecanismos que hasta la fecha se han demostrado útiles. Por ello, aún en el supuesto de que se optara por reproducir en España un sistema de autoevaluación o exención legal similar al comunitario, sería muy recomendable mantener alguna posibilidad de “validación” por parte de las autoridades de la competencia. Y a este respecto, nos parecía adecuada que se mantuvieran la posibilidad de solicitar autorizaciones singulares, aunque de carácter voluntario, que podría ser similar al actualmente en vigor si bien que, en lugar de obligatorio, que fuera voluntario. El Libro Blanco ya sugiere la posibilidad de reproducir el procedimiento de las “declaraciones negativas” comunitarias. Cualquier propuesta en esta línea, exceptuado por supuesto las que consistieran en la mera remisión de cartas administrativas (las confort letters) las consideraríamos muy recomendables, prudentes y razonables pues, por un lado, permitirían “dulcificar” el tránsito al régimen de exención legal y, por otro, otorgaría una mayor seguridad jurídica respecto de asuntos que, aun tras la mejor autoevaluación que pueda realizarse, pudieran presentar dificultades de valoración, ya fuera por, por ejemplo, encontrarse localizados en zonas limítrofes respecto de los parámetros que, en atención a los precedentes serían autorizables (y, por tanto, según el nuevo régimen, no prohibidos) o por su novedad (la realidad económica, tecnológica y empresarial avanza a elevadísimas velocidades) no existieran suficientes elementos de juicio para concluir con todas las garantías respecto de su licitud o ilegalidad. 11 Finalmente e igualmente con el objetivo de facilitar la autoevaluación podría elaborarse algún tipo de comunicación, directriz o guía orientadora (al igual que lo hay, en España, respecto de las concentraciones económicas) en la que se faciliten pautas de análisis. Sería conveniente, en definitiva, precisar, desarrollar y/o aclarar, en la medida de lo posible, entre otros, los conceptos de “mejora de la producción o la comercialización de bienes y servicios”, o “promoción del progreso técnico o económico”. B.3.- PROPUESTA DE FLEXIBILIZACIÓN PROCEDIMIENTO SANCIONADOR DE LOS PLAZOS DEL El Libro Blanco dedica su epígrafe 142 a presentar su propuesta para la flexibilización del procedimiento sancionador que, en definitiva, supone una flexibilización de los plazos del mismo. Esta propuesta es resultado de una de las “debilidades”, de las que según el Libro Blanco, adolece la actual regulación procedimental de la LDC. Así expresamente lo expresa en su epígrafe 126: “Por otra parte, la rigidez de los plazos, en determinados casos especialmente difíciles o en los que se aporta información relevante que cambia el análisis en una fase avanzada de la tramitación, puede resultar en que no se adopte la mejor decisión sino la única posible antes de la caducidad del expediente. El sistema de suspensión y de ampliación del plazo máximo ha demostrado ser en la práctica muy poco operativo debido a las limitadas previsiones de la LDC y el carácter general de la Ley de Procedimiento Administrativo (LRJPAC)”. Y así, la propuesta que se presenta con el ánimo de solucionar ese problema de “rigidez” y poder “prever un procedimiento ágil y eficaz para el cese de la infracción” se desarrolla en el epígrafe 142 bajo los siguientes términos: “Al margen de cualquier modificación de plazos, es necesario un refuerzo de la flexibilidad. En efecto, aunque en algunos asuntos puede no ser preciso un plazo de doce meses para la resolución, en otros, la complejidad del análisis, el número de interesados, o la aportación de pruebas en una fase avanzada del análisis, exige contar con instrumentos para poder adoptar la decisión más correcta. Por tanto, sería conveniente: 12 (i) (ii) (iii) (iv) (v) Unificar la terminología de la LDC y la de la LRJPAC, aclarando cuáles supuestos operan automáticamente y cuáles son facultativos. Aclarar y adaptar a las características de los expedientes sancionadores en materia de competencia las posibilidades de suspensión de plazos por parte de la Administración. En concreto, debería preverse la petición de información a terceros que carezcan de la condición de interesados; la petición de informes no preceptivos a Organismos Públicos; la colaboración y coordinación con la UE y con los países integrantes de la Red Europea de Autoridades de Competencia. Incluir supuestos específicos en los que se pueda dar ampliación del plazo máximo, adaptando al procedimiento lo previsto en la LRJPAC. Entre otros supuestos podrían estar: aparición de nuevos interesados o planteamiento de cuestiones de confidencialidad en una fase avanzada del expediente. Disponer expresamente que la suspensión del plazo no conlleva la interrupción del procedimiento, por tratarse de dos técnicas jurídicas distintas. Disponer expresamente que las decisiones de ampliación y de suspensión no son recurribles”. B.3.a.- CUESTIÓN PREVIA Con carácter previo a formular nuestros comentarios a esa propuesta de flexibilización del procedimiento, consideramos que la misma está subordinada a cuál vaya a ser la propuesta respecto a los plazos de instrucción y resolución en la nueva normativa. A lo largo del Libro Blanco, por ejemplo, en su epígrafe 126, se sugiere que existe en la actualidad una duplicidad de trámites que puede conducir a una duración innecesaria de los procedimientos. En la disyuntiva entre (i) flexibilizar el procedimiento o (ii) reordenar los actuales plazos de instrucción y resolución para que unos no puedan, eventualmente, resultar escasos y, los otros, excesivos e incluso reiterativos, parece que esta segunda opción resulta más respetuosa con los derechos de los ciudadanos y con principios como el de la seguridad jurídica, de legalidad y de eficacia en el proceder de la Administración. Por tanto, en la disyuntiva entre flexibilización del procedimiento o la existencia de plazos máximos inamovibles, salvo por las causas actualmente existentes, pero 13 reordenados en atención a las necesidades de actuación de una u otra fase procedimental, sin duda la segunda nos parece mucho más acertada. Como es sabido, el actual procedimiento sancionador es de doce meses de instrucción ante el SDC y de otros doce meses de resolución ante el TDC, a los cuales hay que añadir el plazo que transcurre desde que, en su caso, una denuncia es presentada hasta que se incoa el correspondiente expediente sancionador, tras el desarrollo de un periodo de información reservada, cuya duración no está limitada por la Ley y, en la práctica, al menos hasta donde alcanza nuestra experiencia, suele durar –abusivamente- entre tres y seis meses. Comparativamente con otras jurisdicciones europeas no parece que estos plazos sean los más breves. En todo caso, es evidente que el plazo de resolución ante el TDC es demasiado extenso toda vez que, propiamente, tras una correcta instrucción, la labor del TDC debería reducirse a resolver en atención a la instrucción realizada y, si acaso, disponer la práctica de aquellas pruebas que no pudieron ser practicadas en la instrucción. Así las cosas, no debería haber inconveniente en reducir el plazo del que dispone el TDC para la resolución de los expedientes. B.3.b.- PROPUESTA DEL LIBRO BLANCO Cuestión distinta y mucho más delicada es, sin duda, la propuesta de flexibilización del procedimiento. Nuestra opinión es frontalmente contraria a cualquier mecanismo que de una u otra manera suponga o pueda resultar en la concesión a la Administración de cualquier género de potestad discrecional para aumentar los plazos máximos legalmente establecidos. La existencia de un procedimiento administrativo claramente definido que acote el margen de posibles actuaciones arbitrarias –no puede olvidarse que el principio de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos ostenta rango constitucional (art. 9.3 CE)-, no solo es una exigencia el principio de legalidad (art. 9.1, 9.3 y 103 CE y 3 LRJPAC) sino que es una garantía del ciudadano y se asienta en el derecho a la seguridad jurídica. La existencia de precisos plazos de instrucción y resolución, 14 cualquiera que éstos sean, es una conquista del Estado de Derecho que se ha ido introduciendo paulatinamente en nuestro ordenamiento jurídico –todavía recordamos cuando la LDC no contenía plazos máximos del procedimiento sancionador y todavía persisten en tramitación expedientes sancionadores iniciados a principios de mediados de los años 90-. La seguridad jurídica que proporciona la existencia de esos plazos ciertos no debe ser comprometida como resultado de la introducción de técnicas que permitan una interpretación laxa de la necesaria disciplina de la Administración en cuanto al respecto de los plazos máximos de los procedimientos. La experiencia muestra que por breves que sean ciertos plazos ello no impide que los procedimientos se tramiten correctamente. El efecto es precisamente el contrario, cuanto más largos son los procedimientos más riesgos existen de que éstos sean incumplidos. Eficiencia es a plazos breves como inactividad lo es a plazos largos. La eficacia en la actuación de la Administración no solo es una exigencia de legalidad ordinaria (art. 3 LRJPAC) sino constitucional (art. 103 CE). Piénsese, por ejemplo, en los plazos de los procedimientos de control de concentraciones (un mes en el SDC y dos meses en el TDC). Ejemplos de plazos de esta duración encontramos en la mayoría de ámbitos de nuestro Ordenamiento Jurídico, y se cumplen. Por otro lado, los plazos máximos de los procedimientos sancionadores en materia de competencia (24 meses entre instrucción y resolución –sin contar con la información reservada-) son generosamente más extensos que los que se establecen en el procedimiento sancionador común. Así, el plazo común para instruir y resolver es de 6 meses. (artículo 20.6 del RD 1398/1993, de 4 de agosto, por el que se aprueba el Reglamento del Procedimiento para el Ejercicio de la Potestad Sancionadora). Por tanto, no es por el camino de la flexibilización del procedimiento (que es un eufemismo que supone realmente la extensión, si bien que indeterminada, de los plazos que se establezcan) como debe acometerse los, en su caso, insuficientes plazos que pueda actualmente recoger la LDC, si es que lo son, sino por, en primer lugar, considerar cuáles serían los plazos que razonablemente pueden considerar las autoridades de competencia que necesitan para desarrollar sus labores ya sean de instrucción o resolución para, en segundo lugar, reordenar esos plazos (reduciendo si se quiere, los de resolución, para incrementar, en su caso, los de instrucción) pues los actuales 24 meses a los que hay que adicionar los que correspondan a la fase de información reservada, no parece que puedan considerarse breves, sino más bien lo 15 contrario. Si el problema es de escasez de medios en la instrucción, la solución no es mantener abiertos los expedientes durante más y más tiempo. En resumen, cualquier propuesta de flexibilización que pueda conducir a desarrollos procedimentales arbitrarios, abiertos o laxos debe ser desechada y el camino para una adecuación de los plazos a las necesidades que comporte cada fase procedimental, si es que este se considera imprescindible, debería recorrerse a través de la reordenación de los mismos, siempre con la máxima cautela en defensa de los derechos de los ciudadanos y huyendo de cualquier innovación procedimental que suponga un retroceso en los logros del Estado de Derecho. Y permitan subvertir los derechos de los ciudadanos a obtener una resolución administrativa en los plazos legalmente establecidos, especialmente, cuando estas resoluciones se insertan en procedimientos en los que la presunción de inocencia está siendo cuestionada. Ser parte investigada y encausada en un procedimiento sancionador ya es de por sí un estado perjudicial, lesivo, para el sujeto sometido al mismo que exige que el procedimiento se desarrolle sin dilaciones innecesarias o actuaciones arbitrarias, sin dar opción siquiera a estimular eventuales comportamientos procedimentales relajados que pudieran resultar contrarios a la exigencia del proceder eficiente administrativo. La propuesta de flexibilización del procedimiento parece que se deriva de la razón que se manifiesta en el apartado de “debilidades”, esto es, “… que en determinados casos especialmente difíciles o en los que se aporta información relevante que cambia el análisis en una fase avanzada de la tramitación, puede resultar en que no se adopte la mejor decisión sino la única posible antes de la caducidad del expediente…”. No es admisible que la Administración pretenda “flexibilizar” la disciplina que rige su actuación procedimental, que, volvemos a recordarlo, no resulta de un capricho del legislador sino de los derechos de los administrados, por causa de la dificultad de cierto expediente o por identificar, quizá muy avanzado cierto procedimiento sancionador, una línea de acusación que hasta ese momento no había detectado. Lo primero debe solventarse por medio de la correcta asignación de medios personales en cuantía y calidad (art. 42.6 LRJPAC) y lo segundo debe solventarse con la necesaria eficiencia en el proceder de la administración. Tras esta introducción pasamos a comentar, particularmente, los supuestos que parece que, a modo de ejemplo, enumera en este apartado el Libro Blanco. 16 1.- La primera de las propuestas del Libro Blanco a estos efectos es “unificar la terminología de la LDC y la de la LRJPAC, aclarando cuáles supuestos operan automáticamente y cuáles son facultativos”. Esta propuesta pudiera ser procedente para evitar equívocos. De tal modo que la LDC deberá referirse como supuestos de ampliación a los recogidos en el apartado 6 del artículo 42 de la LRJPAC que nunca operan automáticamente sino por resolución debidamente motivada. Mientras que los supuestos de “interrupción” que podrán denominarse de “suspensión” por similitud con la terminología de la LRJPAC serán los tres que cita el párrafo tercero de la LDC, esto es, (i) la interposición del recurso contra actos del Servicio, (ii) el planteamiento de cuestiones incidentales de las recogidas en el artículo 42.5 de la LRJPAC y (iii) cuando sea necesaria la coordinación con la Unión Europea o con las autoridades de competencia de otros países. Efectivamente, la actual regulación de las posibles ampliaciones y suspensiones del procedimiento sancionador en materia de competencia se encuentra recogida en el artículo 56.1 de la LDC que diferencia entre supuestos de ampliación y supuestos de interrupción. Si bien que respecto de los primeros, a los que se refiere en su párrafo segundo, se remite a lo dispuesto en los apartados 5 y 6 del artículo 42 de la LRJPAC, aunque realmente solo el apartado 6 se refiere a ampliación del plazo, mientras que todo el apartado 5 se refiere a suspensiones de plazos. Y, por otro lado, el artículo 56.1 de la LDC dedica su párrafo tercero, específicamente, a la interrupción del plazo. Por tanto, esa unificación de la terminología puede resultar conveniente. Siendo tan sencillo hacerlo como se ha expuesto en los párrafos anteriores. Esta sería toda la modificación que en esta materia debería incluir la nueva normativa. Otra cuestión que sí resultaría muy conveniente, aprovechando la vocación de aclaración de estos supuestos, sería precisar, en el lugar que fuera preciso, si acaso en la exposición de motivos, la improcedencia de suspender los plazos de instrucción al amparo de la letra a) del apartado 5 del artículo 42 que establece que transcurso del plazo máximo legal para resolver un procedimiento y notificar su resolución se podrá suspender en los siguientes casos: “Cuando deba requerirse a cualquier interesado para la subsanación de deficiencias y la aportación de documentos y otros elementos de 17 juicio, por el tiempo que medie entre la notificación del requerimiento y su efectivo cumplimiento por el destinatario o, en su defecto, el transcurso del plazo concedido, todo ello sin perjuicio de lo previsto en el artículo 71 de la presente Ley.” Con más frecuencia de lo que sería deseable se suspenden los plazos de instrucción sobre la base de ese precepto, a propósito de la petición de cualquier información o documentación, en tanto la misma no sea efectivamente aportada. La aplicación de ese precepto (42.5.a) de la LRJPAC) debe limitarse a aquellos supuestos de subsanación de las deficiencias de aportación de documentación o información por parte del administrado en procedimientos iniciados a su instancia y en los cuales, la administración no puede iniciar o continuar cierto procedimiento sin que el administrado complete la información o documentación parcialmente aportadas. Por ello mismo el propio precepto se remite como regulación preferente a lo dispuesto en el artículo 71 de la LRJPAC que precisamente regula la “Subsanación y mejora de la solicitud”. Lo que resulta inadmisible es la reprobable práctica en la fase de instrucción, muchas veces en fechas próximas al vencimiento de ese plazo de instrucción, consistente en suspender ese plazo con ocasión de la petición de cierta documentación o información que, por un lado, se solicita por la propia iniciativa del SDC y sin que tal requerimiento sea resultado del cumplimiento defectuoso o incompleto de un previo requerimiento y, por otro lado, consiste ese requerimiento en una típica actuación de instrucción. 2.- A continuación se propone como sugerencia la posibilidad de suspender los plazos de instrucción, por ejemplo, en supuestos en los que deba pedirse información a terceros que carezcan de la condición de interesados. La posibilidad de suspender los plazos de instrucción bajo esta causa resulta igualmente inaceptable, toda vez que la petición de información a terceros es una actuación, de nuevo, típicamente de instrucción. En consecuencia, resulta improcedente pretender suspender los plazos de instrucción cada vez que se realice una actuación de instrucción. 3.- La misma valoración nos merece las propuestas que se incluyen en el tercero de los apartados, esto es, la aparición de nuevos interesados. La ampliación o suspensión de los plazos de instrucción lesiona significativamente los derechos del presunto infractor de tal manera que esas técnicas tendrán que utilizarse 18 con la máxima cautela. La confrontación de los intereses aquí en conflicto, por un lado el eventual interés de un tercero de personarse en cierto procedimiento a modo de coadyuvante, y por otro el del encausado a no ver extendido, ampliado o dilatado cierto procedimiento acusatorio, debe resolverse dando preferencia al segundo de estos derechos, toda vez que la administración acusadora ya está disponiendo de las armas que considera apropiada en su labor de instrucción. 4.- La propuesta que se contiene bajo el apartado (iv) consistente en “disponer expresamente que la suspensión del plazo no conlleva la interrupción del procedimiento, por tratarse de dos técnicas distintas” es igualmente contraria a Derecho siempre que no se asiente en una suspensión lícita del procedimiento cuyas posibilidades son, las que actualmente recoge la LDC y no las que se proponen en este Libro Blanco que más parecen ser tributarias de un inaceptable afán por reservarse posibles facultades de actuación para los casos en que se perciba que los plazos máximos del procedimiento no permiten concluir el mismo. B.4.- TIPIFICACIÓN DE LAS INFRACCIONES Y SANCIONES El Libro Blanco dedica su 147 a una propuesta de modificación que resulta imprescindible. Se trata de la necesidad de graduar las infracciones y de establecer la necesaria correlación entre éstas y las sanciones. El actual régimen sancionador de la LDC, singularmente su artículo 10.1 es manifiestamente inconstitucionalidad por contravenir frontalmente las exigencias del principio de legalidad recogido en el artículo 25.1 de nuestra Constitución en su vertiente de exigencia de predeterminación normativa. Efectivamente, el artículo 10.1 LDC, agrupa genéricamente todas las posibles sanciones que pueden imponerse por la vulneración de los artículos 1, 6, 7 y 4.2 de la LDC, sin establecer gradación o clasificación ninguna de las infracciones, ni correlación entre éstas y las sanciones. Esta ausencia quebranta el principio de legalidad sancionadora “nullum crimen, nulla poena sine lege”. Son tantas las posibles infracciones que de esos artículos pueden derivarse y son de tan diversa gravedad que la trasgresión del principio de legalidad es incuestionable. Ciertamente, en los artículos citados se describen tanto conductas colusorias, abusos de posición de dominio, abusos de dependencia económica, actos desleales, incumplimientos de condiciones u obligaciones previstas en el artículo 4.2. etc.). 19 Sin embargo, las posibles sanciones que a estas infracciones pueden imponerse están unitariamente recogidas en el apartado primero del artículo 10, pero ni unos delimitan la gravedad de las infracciones que tipifican, ni el otro diferencia o establece tramos o rangos sancionatorios por grado de infracción. En consecuencia, del contraste entre la falta de clasificación de las sanciones en la LDC y los amplísimos términos de su artículo 10, de una parte, y la doctrina que sobre los principios de tipicidad y taxatividad y seguridad jurídica ha establecido el Tribunal Constitucional (Ej:, STC 100/2003, de 2 de junio) de otra, resulta que el citado artículo vulnera la Constitución (arts. 9.3 –seguridad jurídica- y 25 –legalidad de la potestad administrativa sancionadora como manifestación del ius puniendi del Estado). Resulta imprescindible se establezca finalmente una correcta tipificación de las infracciones en el ámbito del Derecho de la Competencia, así como de la correspondencia necesaria entre infracciones y sanciones. C.- CONCLUSIONES 1.- No existe en nuestro Ordenamiento Jurídico ninguna norma o disposición que impida acudir directamente a los tribunales civiles para instar la nulidad de un acto o negocio jurídico por contravenir las normas de la LDC. En consecuencia, debería aprovecharse la presente reforma de la LDC para, si acaso en la Exposición de Motivos2, deshacer el desdichado equívoco que por diversas razones, ninguna de ellas imputable a la LDC, ha venido cobrando fortuna, consistente en la exigencia de haber iniciado y concluido (incluso en vía contencioso-administrativa) el correspondiente procedimiento administrativo sancionador para posteriormente acudir a la jurisdicción civil en reclamación de esa nulidad. Este fatal error vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva en su vertiente del derecho a un proceso sin dilaciones innecesarias. Resulta sorprendente, todavía a estas alturas, que nadie sea capaz de responder a la pregunta de cuál es la norma que impide actualmente acudir directamente a los 2 No es preciso un reconocimiento positivo explícito en el cuerpo de la norma pues hasta ahora no había impedimento legal alguno a esta aplicación directa, si no equivocada interpretación de la misma. 20 tribunales civiles para instar la nulidad por la vulneración de la LDC, sin embargo, gregariamente se viene repitiendo, creemos que sin reflexión ninguna, este inexplicable incorrección. 2.- Debería modificarse el artículo 13.2 de la LDC para posibilitar, igualmente, la reclamación directa de indemnizaciones por daños y perjuicios irrogados por vulneraciones de la LDC, sin tener que esperar o agotar las instancias administrativa y contencioso-administrativa. Sería suficiente con que se eliminara del artículo 13.2 de la LDC la expresión “una vez firme la declaración en vía administrativa y, en su caso, jurisdiccional”. O, incluso, eliminar íntegramente el artículo 13.2 pues el derecho a reclamar una indemnización de daños y perjuicios derivados de cualquier acto o negocio jurídico ilícito ya existe en nuestro Ordenamiento Jurídico (art. 1.089 siguientes y concordantes del Código Civil). 3.- Sería recomendable incorporar explícitamente al organigrama de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia un servicio interno de asesoramiento jurídico que convendría fuera prestado por Abogados del Estado. 4.- No es por la vía de la reducción de los recursos judiciales por el que debe aspirarse a una más ágil ejecución de las resoluciones judiciales sino a través del funcionamiento eficaz de la Administración de Justicia o, en su caso, a través del diseño de procedimiento mucho más breves, no para interponer los recursos sino para que sean resueltos (los retrasos no vienen causados por los particulares que ya padecen y respectan la perentoriedad de los plazos procesales). Téngase presente, por otro lado, que el recurso de casación carece de efectos suspensivos. En tanto una medida cautelar de suspensión no sea acordada, la resolución recurrida es plenamente ejecutiva. 5.- Sería recomendable clarificar perfectamente el régimen y status de las conductas de minimis. Desde nuestro punto de vista, la solución más garantista de la seguridad jurídica es no considerarlas infracciones administrativas pero sí ilícitos civiles. Lo primero reduce la discrecionalidad de las autoridades de competencia para iniciar o no procedimientos respecto de estas conductas y, por ende, reduce la conflictividad que en cuanto a la valoración de esas decisiones pueda surgir. 21 6.- Sería recomendable mantener algún género de “validación” administrativa vinculante de conductas cuando los particulares necesitaran asegurarse la licitud de su práctica. Por ello, sería recomendable posibilitar el planteamiento de “autorizaciones singulares” de carácter voluntario. 7.- Resulta inaceptable conceder a la Administración cualquier tipo de potestad discrecional para aumentar los plazos legalmente establecidos. Flexibilización es un eufemismo que puede permitir que se atente contra los principios de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, de la legalidad, de la seguridad jurídica y de la eficacia en el proceder de la Administración. Máxime cuando las razones que se aducen para “flexibilizar” esos plazos derivan de la realización de actos típicamente de instrucción. 8.- Es ineludiblemente inaplazable sanar la inconstitucionalidad que padece el sistema sancionador configurado por la LDC toda vez que no existe gradación ninguna de las infracciones ni su necesaria correlación con las sanciones, lo cual es exigencia del principio de legalidad en su vertiente de predeterminación normativa recogido en el artículo 25.1 de la Constitución. 22