Rafael Moreno «Pichichi» (18921922) , con su característico pañuelo encasquetado en la cabeza. Fue la primera estrella del club y murió joven, como todas las leyendas. 6 zazpika EL ALIRÓN EN LAS VENAS Desde Venezuela a Bilbo, pasando por Madrid y Cantabria, los hijos, tataranietos o sobrinos de diez emblemáticos jugadores de la historia del Athletic que obtuvieron Copas para el club desgranan para 7k sus recuerdos familiares… y, a la vez, hacen su pronóstico para la próxima final, en la que todos, sin excepción, reconocen que estarán pendientes del equipo bilbaino. Texto: Borja Valle y Amaia Ereñaga Fotografía: Conny Beyreuther y Archivo Athletic Club zazpika 7 «Había una caricatura de mi tío-abuelo Luis tapando la portería y diciendo ‘¡Aquí no entra ni una!’» Jorge Astorquia Sobrino nieto de Juan y Luis Astorquia, fundadores y jugadores del club orría el año 1901 cuando Juan Astorquia, que en aquella época tenía tertulia en el desaparecido Café García y había destacado como uno de los mejores futbolistas de las schools de Manchester, planteó la constitución del Athletic Club. Desde que el 3 de mayo de 1884 se jugase en la campa de Lamiako la primera «partida de foot-ball» de la que se tienen noticias en Bilbo –fue entre los tripulantes de un buque inglés y once chavales bilbainos; ganaron los ingleses por 5 goles, por cierto–, el deporte del balompié había ido ganado adeptos, no en vano la élite estudiaba en colegios británicos y la conexión comercial entre Inglaterra y Bilbo era intensa desde el XVIII. Durante algunos años Juan, su hermano Luis y otros amigos habían disputado partidos bajo la denominación del Bilbao F.C., pero querían crear otro equipo compuesto por «nombres nuestros», ya que el Bilbao F.C. estaba cuajado de apellidos británicos, ingenieros muchos ellos en la entonces potentísima minería vizcaina. El 11 de junio de 1901, por fin, se nombró en asamblea la primera junta directiva del Athletic Club, presidida por Luis Márquez y con Juan Astorquia como primer capitán (fue elegido presidente el año siguiente), y solo un año más tarde los dos equipos bilbainos se fusionaron. Y así el 29 de marzo de 1903 surgió el Athletic Club de Bilbao. Juan murió dos años después, a los 33 años, tras obtener dos Copas para el club y sin imaginar siquiera la dimensión que alcanzaría el club de sus amores. Jorge Astorquia es sobrino nieto de Juan Astorquia y Luis Astorquia. Residente en Laredo (Cantabria), reconoce que, aunque no es muy aficionado al fúbtol –ha optado siempre por otros deportes–, el Athletic es la excepción a la regla. «No somos muy futboleros en casa, pero mis amigos siempre comentan que, cuando hemos visto algún partido, me transformo, que lo vivo como si estuviera en el campo. Supongo que exageran. Es que el Athletic es muy especial para mi familia. Mi padre nos contaba historias del tío abuelo Luis, que era portero y contaba de una caricatura que le hicieron tapando la portería, que decía algo así como ‘¡Aquí no entra ni una!’. ¿Y cómo no recordar la fundación del club? Para mí es un honor que haya sido mi familia la que ha participado en ello. Nos compramos el libro del centenario del Athletic y es fantástico ver los éxitos de los años en los que mis abuelos jugaban allí». Vivirá la final en casa «rodeado y sitiado» por aficionados del Barça y lanza su pronóstico: «El Barcelona está muy potente, como los últimos años, pero el Athletic puede tirar de garra y sorprender. Si le ponemos buena melena al león, creo que podría ser un 1-0 para el Athletic». C 8 zazpika «Siempre he leído que mi tatarabuelo era un defensa muy férreo y contundente» Diego López Mills Tataranieto de Alfred Mills, el único inglés del Athletic fundacional n aquel Athletic Club de principios del siglo pasado, creado con el deseo de «contar con nombres nuestros», el único nombre británico era el de Alfred Mills, segundo capitán y defensa derecho. Aquel british ya jugaba al fútbol en Inglaterra, pero al llegar a Bilbo, donde trabajaba para una empresa de telégrafos, le seguía animando el gusanillo. Siguió siendo del Athletic toda la vida y cuentan que solía pedir en taquilla «dos turbinas», en lugar dos tribunas, por aquello de que no terminaba de cogerle el tranquillo al castellano. También muy aficionado al fútbol –nos manda una foto de cuando militaba en el Elche–, Diego López Mills reside en Madrid, lo que no evita que siga con especial atención al equipo que fundó su tatarabuelo. Otro López Mills, su hermano, probó suerte en el Athletic de Del Horno y Aranzubia, pero al final no pudo ser. ¿De Alfred Mills qué sabe? «Siempre he leído que era un defensa muy férreo y contundente», responde. Su tataranieto considera la filosofía del Athletic «de admirar, ojalá más equipos la siguieran. Es increíble cómo un club con un mercado de futbolistas tan pequeño y especial puede llegar a conseguir poder competir con todos los equipos de la Liga y de Europa. Y no hay que olvidar que nunca ha descendido». La final la verá con su padre, «que es muy del Barça y yo iré con Athletic, a ver si podemos ganar»; una final que ve difícil «pero hay que confiar en el Athletic. Mi pronóstico: 2-1, con doblete de Aduriz». E El equipo que ganó la Copa de 1903 posa con el trofeo obtenido ese año y el anterior. En el centro, con bigote, Juan Astorquia. Arriba: Dario Arana (de calle) L. Silva, Ramón Aras Jauregui (de calle), Alejandro Acha, Luis Arana (de calle), Amado Arana, Eduardo Acha (de calle), Amann (de calle). En fila intermedia: Alejandro de la Sota, Montejo, Astorquia, Cazeaux, Evans. Abajo: Goiri, Cockram y Ansoleaga. Fotografía de José Segura, Madrid. En la foto pequeña, retrato de Alfred Mills. zazpika 9 «El Athletic ha sustituido el sentido de la representatividad de Bilbao por el interés económico» Juan Miguel Moreno Sobrino del mítico Rafael Moreno «Pichichi» ecir Rafael Moreno Aranzadi, Pichichi, es hablar del primer gran mito del equipo. Fue el autor del primer gol marcado en San Mamés –el 21 de agosto de 1913– y miembro del equipo que consiguió cuatro títulos de Copa –en 1914, 15, 16 y 21–, pero sobre todo fue la primera gran figura con tirón popular. Sobrino del escritor Miguel de Unamuno, su padre, Joaquín Moreno, fue alcalde de Bilbo a principios del siglo XX. Él debía de ser todo un trasto por lo que cuentan, tanto dentro como fuera del campo. La afición se la inoculó su hermano mayor, estudiante de Ingeniería de Minas en Londres, y Rafael la practicaba cuando hacía novillos de los Escolapios primero y de la Universidad de Deustu después. «Los equipos de amiguetes se lo disputaban y alguien le llamó Pichichi tal vez en derivación de ‘pichón’, ‘pichín’ o ‘pichichi’, terminología dedicada cariñosamente a personas allegadas de corta estatura», cuenta Alberto López Echevarrieta en el libro “Pichichi: Historia y leyenda de un mito”. Pichichi debutó en el Athletic en 1912 y se hizo famoso por su costumbre de jugar con un pañuelo en la cabeza. Hay versiones contradictorias, porque hay quien dice que tenía más de estratega que de buen deportista, mientras que otros dicen que era casi perfecto: no fallaba los tiros de penalty, tenía un excelente dribbling de contrarios, un tremendo disparo y un gran remate de cabeza. Lo que está claro es que no dejaba a nadie indiferente y por ello era tanto ensalzado como pitado en San Mamés por la afición, porque o estaba iluminado o hacía petardazos. Pichichi lo dejó tras conquistar la Copa de 1921, para pasarse al arbitraje… ¡y debutó en el propio San Mamés! Murió a los 30 años, de tifus según unos, de una indigestión de ostras según otros, dejando mujer e hija. Su entierro fue a lo grande, con misa en la catedral incluida, no en vano ya era toda una leyenda. Su sobrino carnal, Juan Miguel Moreno Lombardero, se reconoce seguidor «de lejos» del Athletic. Cuando se le pregunta cómo se vivían en casa los partidos o las finales, responde con un escueto «con cierto interés», aunque se anima al ser interpelado sobre la filosofía del club: «Ha descendido mucho. Como es bastante generalizado, ha sido sustituido el sentido de la representatividad de Bilbao, del pueblo bilbaino, por el del interés económico», responde. Juan Miguel Moreno verá la final en televisión en su casa bilbaina, aunque no es nada optimista respecto al resultado, que vaticina contrario al Athletic, con un 1-2. D 1 0 zazpika «Aita comentaba que ninguna afición del mundo es comparable a la nuestra» Joseba Iraragorri Hijo de José Iraragorri, uno de los los grandes goleadores del club Josetxu Iraragorri le llamaban “El chato de Galdácano”. Era un gran goleador con un potente disparo y extraordinaria puntería que, desde fuera del área, fusilaba al portero. En suma, uno de esos jugadores que marcan época. Siendo un chaval, con solo 17 años, formó parte de la célebre primera delantera histórica de Mr. Pentland con Lafuente, Bata, Txirri II y Gorostiza, con la que el Athletic, en la temporada 1929-30, quedó campeón de Liga sin perder un solo partido. Durante la Guerra Civil, Josetxu fue titular de la selección de Euskadi en su gira mundial, fue también el primer goleador de la selección española –en el Mundial del 34–, hasta que en el 37 emigró a Argentina, donde militó dos años en el Club Atlético San Lorenzo de Almagro, y luego otros siete en el Real Club España, un equipo mexicano en el que jugaban muchos exiliados. Cuando volvió a Euskal Herria en los años 40 retomó su carrera con su equipo junto a Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza. Una vez finalizada su vida como jugador, inició una larga carrera de entrenador que le llevó a entrenar al propio Athletic desde 1949 a 1952, pasando luego a equipos como el Real Valladolid y el Celta de Vigo. «¿El mayor recuerdo que tengo de mi padre?… los nueve títulos (cuatro Ligas y cuatro Copas como jugador, así como una Copa como entrenador ) que ganó vistiendo la camiseta del Athletic, de lo cual me siento muy orgulloso», afirma su hijo Joseba, quien destaca de su progenitor, a su vez, «la lealtad, el amor a un escudo y a unos colores y su compromiso con el club, valores que por desgracia hoy escasean en el mundo del futbol y que para él eran lo más importante. Aita, después de recorrer muchísimos campos con el Athletic, la selección española y la selección de Euskadi, comentaba que ninguna afición del mundo era comparable a la nuestra». Joseba, que sigue viviendo en Galdakao, ha salido con el mismo amor a los colores que su padre. Responde con un «socio y seguidor… faltaría más» cuando se le pregunta su «filiación». Ha estado en el campo las tres últimas finales, en Valencia, Bucarest y Madrid, y en esta ocasión, ¿cómo podía faltar? Aquí su pronóstico: «¡Ganar! con un 1-0, gol de Aduriz». A zazpika 1 1 «Entrar con mi abuelo en San Mamés era un orgullo» Borja Robles Felipés Nieto de Demetrio Felipés, jugador de la época de Mr. Pentland ijo de una familia trabajadora de Portugalete, Demetrio Felipés nació en 1908 y sus primeros contactos con el mundo del fútbol profesional los tuvo defendiendo la camiseta del Barakaldo. Con 22 debutó en el Athletic, para pasar luego al Arenas de Getxo y nuevamente, en el 34, volvió al equipo de Ibaigane como centrocampista. La suya fue una carrera en la que el Athletic obtuvo un título de Campeón de Liga y dos Copas. Su carrera se truncó con la Guerra Civil, cuando fue detenido junto a varios de sus hermanos acusado de formar parte de organizaciones republicanas. Fue confinado en el campo de concentración de Miranda de Ebro, donde estuvo recluido varios años, un lugar en el que también estuvieron retenidos otros prisioneros ilustres como Urbano, también del Athletic, o Arana, jugador de la Real Sociedad, como relata Iñaki Egaña en “Los crímenes de Franco en Euskal Herria, 1936-1940” (Txalaparta). Demetrio Felipés era el abuelo por parte materna de Borja Robles Felipés, un barakaldés en cuya casa todos son del Athletic, incluso sus sobrinos asturianos –«viven en Oviedo y su equipo es el Athletic y luego el Sporting», pontifica–. Del abuelo recuerda «sus historias, sus anécdotas en su primer partido europeo en París. Entrar en San Mamés con él era un orgullo. Un momento muy importante para la familia fue cuando se elaboró la equipación con los nombres de todos los jugadores y el poder encontrar el de nuestro aitite en el corazón de la camiseta». Borja reconoce que los partidos siempre han sido muy especiales en su casa, a los que asiste pertrechado con sus amuletos: un mini león del Athletic y un San Pancracio. Borja sigue también al Bilbao Athletic y al equipo femenino, convencido de que al filosofía del club «es el valor que nos diferencia de cualquier equipo del mundo». El nieto de Felipés verá la final en cuadrilla, «preparados para salir luego a celebrarlo». Su pronóstico: «final a 2-2 y ganamos en los penaltis 4-3». H 1 2 zazpika «Cuando volvía a casa traía la maleta llena de comida, comprada con la prima que les pagaban» Retrato de Isaac Oceja Oceja, con el pañuelo blanco a la cintura con el que siempre jugaba. En la página anterior, alineación del Athletic Reserva en San Mamés. Felipés es el segundo por la izquierda. Jaime Oceja Barrenetxea Hijo de Isaac Oceja Oceja, capitán durante la década de los cuarenta saac Oceja Oceja fue un jugador de primera línea que debutó antes de la guerra con el Athletic y fue capitán del equipo los primeros años de la década de los cuarenta. Nacido en Cantabria, se desempeñaba en posición de defensa y comenzó su carrera en El Dragón, el equipo del barrio durangués donde su madre trabajaba de cocinera, pasó luego a la Cultural de Durango y terminó fichando por el Athletic en 1933 con 18 años. Campeón de Copa con el Athletic en 1943 y 1944, este excelente jugador fue cuatro veces internacional con la selección española, y fue también entrenador-jugador del Real Zaragoza en la temporada 1949-50. Su hijo Jaime es socio y seguidor del Athletic «de toda la vida». «Conservamos todos sus hijos el orgullo de un hombre honrado entregado a su equipo, pero no correspondido por sus directivos. Un jugador duro y disciplinado, que no se arrugaba ante ningún contrario, siempre cubriendo bien su puesto y dirigiendo a sus compañeros». ¿Y cómo se vivían en casa los partidos del Athletic? «Con esperanza –responde este durangués–, ya que sus resultados dependíamos toda la familia y no había más ingresos que lo que ganaba él. Como entonces no había radio, íbamos a la Central Telefónica, en la esquina de Goienkale con Santa María, a preguntar los resultados. Recuerdo también cómo, cuando jugaba fuera, iba con una maleta enorme con una muda de ropa interior y el pijama. Cuando volvía, siempre la traía llena de comida, comprada con la prima que les pagaban, porque entonces les pagaban las primas por resultados y ganaban más partidos que los de ahora. Y lo digo sin ningún menosprecio hacia los jugadores actuales. Era un dicho muy corriente que si a los actuales jugadores de fútbol les pusieran las botas con las que ellos jugaban no sabrían ni andar». Pese a que sí ha vivido más de una final de la Copa –se acuerda perfectamente de los resultados: «en el Calderón, la del Betis (empate y perder en los penaltis) y en el Bernabeu, ganar al Barcelona por 1-0»–), Jaime no estará en Camp Nou, aunque sí uno de sus hijos. Lo verá por la televisión y, más que un pronóstico, formula un deseo: «Desearía que ganara el Athletic 1-0» I zazpika 1 3 «Aita nos contaba anécdotas de la guerra y de cómo era el fútbol de aquellos días» Alesander de Izaguirre Hijo del jugador Pedro Izaguirre y sobrino del mítico Lafuente lesander de Izaguirre vive en Caracas y se reconoce «100%» seguidor del Athletic. No es de extrañar, a la vista de su «curriculum» familiar. Alesander es hijo de Pedro Izaguirre, quien jugó en el Athletic la temporada 1938-39, cuando contaba con solamente 16 años –de hecho, es el jugador más joven que haya jugado con el Athletic–, y también sobrino de Ramón de la Fuente Leal, más conocido como Lafuente, quien fue capitán del mítico Athletic de mister Pentland en los años 30. Lafuente fue una de las leyendas del equipo de Ibaigane: conseguía un gol cada tres partidos aproximadamente y ponía el balón siempre en la cabeza del compañero. Aunque desarrolló casi toda su carrera en las filas del Athletic –con el equipo ganó tres Ligas y cuatro Copas–, Lafuente A terminó su carrera como delantero en el Atlético de Madrid, pero, a causa de una lesión, tuvo que dejar el fútbol a los 28 años y continuó trabajando como entrenador. Alesander recuerda con cariño cómo «aita nos contaba anécdotas de la guerra y de cómo era el fútbol de aquellos días». Por eso se entiende que en su familia estén pegados a la televisión cuando televisan los partidos de su equipo… y así seguirán desde Venezuela la próxima final, aunque Alesander no se atreva a pronosticar un resultado. Y cuando se le pregunta sobre su opinión sobre la filosofía del equipo, opina que «deberían poder optar a ser fichas del equipo los de Bizkaia o hijos de vascos de Bizkaia residenciados en otros países». Ahí queda su propuesta. Foto de la plantilla de la temporada 38-39. De pie: Arana, Larrinaga, Aginaga, Manso, Urra, J. M. Bilbao, Gainza, Idigoras, Abajas, Bertol y Panizo. De rodillas: Macala, Díez, Gorostiza, Izaguirre, Gamboa, Elizondo, Viar M. y Unamuno. 1 4 zazpika «Cuando era un crío, mi padre me llevó a Madrid a ver la final de la Copa del 77» Eduardo Panizo Martínez Hijo del gran Panizo, ganador de la Liga y cuatro Copas l portugalujo Eduardo Panizo Martínez es uno de los hijos del mítico José Luis Panizo. El jugador sestaotarra fue uno de los referentes del Athletic, con el que ganó la Liga y la Copa en la temporada 42-43, y la Copa tres años consecutivos entre el 43 y el 45. Tenía un estilo elegante que le supuso que le llamaran el «interior de seda» y se dice de él que fue un aventajado del fútbol. De hecho, cuentan que cuando el San Lorenzo argentino jugó en San Mamés, la grada comentaba: «¡anda, si juega como Panizo!». La cosa llegó a tanto que se decía de él: «Muerto Manolete y retirado Panizo… se acabaron toros y fútbol». Los Panizo también sienten muy viva la pasión por sus colores… aunque Eduardo reconoce que sus recuerdos «son posteriores a su actividad futbolística y muy buenos». ¿Alguno en especial? «Mi pa- E dre asistía a San Mamés regularmente y lo hemos seguido haciendo los hijos. Cuando era un crío me llevó a Madrid con motivo de la final de Copa del 77 contra el Betis y estuvimos en la comida previa que celebró Currito en la Casa de Campo y vivimos el ambientazo. Todos dábamos por ganado el título. Después, él se fue al campo y a mí me dejó con mi madre viéndolo en el hotel; la pena fue la decepción de perder la Copa». Defensor, junto con su familia, de su equipo hasta la médula –«estamos totalmente de acuerdo con la filosofía del equipo y la explicamos y defendemos cuando la ocasión lo requiere», afirma–, espera poder presenciar en el campo la próxima final como ha hecho en anteriores ocasiones. «Tenemos todo en contra, la lógica apunta en una sola dirección, pero espero que la ganemos», pronostica… y se despide con un «¡aupa Athletic!». Los capitanes Panizo (primero por la derecha) y Zubieta, del San Lorenzo de Almagro, posan con el árbitro en el amistoso jugado en San Mamés. Empataron a 3. Foto Elorza. zazpika 1 5 «Siempre nos ha hecho mucha ilusión el paso de nuestro padre por el Athletic» Javier Martínez Hijo de Manolín Martínez Canales, quien jugó con Zarra y Panizo y también en la época dorada del Real Madrid ace solo un año del fallecimiento de Manuel, Manolín, Martínez Canales, un jugador de los tiempos gloriosos de Zarra y Panizo, así como en aquel Real Madrid liderado por Di Stéfano. En una posguerra dura –su padre encarcelado, ocho muertos en la familia–, para este chaval de Algorta la única diversión que quedaba era jugar al fútbol en la playa y el puerto. El Athletic lo reclamó, y pasó la mili haciendo guardias en el faro de Algorta. Jugó dos finales y ganó una con el Athletic, pero tuvo que marcharse al Real Madrid cuando se encaró con el técnico Daucik –con el resultado de “a la calle”–, pero allí tampoco le gustaba H Tarjeta de jugador de Manuel Martínez para la temporada 1954-55. En la siguiente página, arriba, el masajista Natxo Biritxinaga brinda con el trofeo de Copa de 1973. 1 6 zazpika la «camarilla de Di Stéfano» y se fue el Zaragoza hasta que se lesionó. Terminó su carrera deportiva como entrenador del Getxo. Su hijo Javier recuerda la época de su padre en el Athletic «como algo muy bonito, que siempre nos ha hecho mucho ilusión a todos en casa». Aunque viven en Zarautz, Javier y la viuda de Manolín no solo son seguidores, sino también socios del Athletic. Fueron en familia a ver la final contra el Betis en Madrid y Javier viajará a Barcelona con su cuadrilla, aunque no tengan entradas para el estadio. «Intentaremos conseguirlas y, si no, por allí lo veremos. ¿Un pronóstico? 1-0 a nuestro favor; esta vez nos toca». «Apilaba unas cajas de Mondariz y, subido a ellas, cantaba la canción de ‘¡Adelante campeones!’» Aitziber Biritxinaga Nieta e hija de los masajistas Perico y Natxo Biritxinaga itziber Biritxinaga vive en Lezama, «siempre cerca de donde reside el corazón rojiblanco del Athletic». Y no lo dice porque sí, sino porque está ligada al club desde su nacimiento, no en vano su madre se puso de parto en el antiguo estadio de San Mamés, donde vivía su familia hasta la remodelación de 1984. Es nieta de Perico e hija de Natxo Biritxinaga; el primero, utillero, masajista e incluso entrenador ocasional en el 38, en plena Guerra Civil. El segundo, masajista del Athletic durante 42 temporadas. Biritxi convivió con 24 entrenadores distintos hasta que abandonó el club, en 1998, con tres Ligas y cinco Copas en su haber. «Los días de fútbol en San Mamés, mi padre entraba el primero y salía el último. Siempre había alguien anónimo a la entrada, por donde entraba el equipo, en la calle de la Feria de Muestras antigua, que le jaleaba con ‘¿Biritxi tienes alguna entrada?’ y él siempre se procuraba con anterioridad alguna que otra, a sabiendas de que algún chaval quería entrar y la paga no llegaba para todo. Recuerdo las risas que hacíamos cuando contaba que había ‘sisado’ alguna insignia y banderines al club para darlos a la salida del partido a los chavalillos». Biritxi era todo un personaje, una figura en el equipo y un animador incesante. Todos recuerdan cómo, en la final de 1984, frente al Barcelona de Maradona que el Athletic consiguió ganar con muchos sudores e incluso algún golpe, Biritxi relajó el ambiente disfrazándose en los vestuarios de Eva Nasarre, la entonces reina del aerobic televisivo. «Mi madre se acuerda de cuando mi padre apilaba unas cuantas cajas de Mondariz, de esas que había en el vestuario, antes de salir al césped. Se subía encima de ellas, y sin previo aviso, cantaba la canción de 'Adelante campeones, el equipo va a ganar, nadie podrá parar nuestro avance arrollador'…». Biritxi cerraba la canción con una carcajada general que ayudaba a los jugadores a relajarse. Ella, cómo no, viajará a Barcelona, aunque su madre verá el partido en casa con el resto de la familia –tiene algún «mal pensamiento» hacia Messi– y, cuando se les pregunta un pronóstico, reconoce que «lo tenemos difícil, pero vamos a darle un 1-0 o un 2-1. ¡Mientras sea uno más que el contrario!». A zazpika 1 7 1 8 zazpika EN EL CENTRO Y AL MARGEN DE BARCELONA Hay lugares que, a golpe de moderno urbanismo, ven amenazada la memoria de lo que fueron. Una memoria que luego instancias municipales tratan de blanquear a través de pomposos bautizos de calles y plazas. Así, Salvador Seguí y Manuel Vázquez Montalbán difícilmente se verían reconocidos en las plazas que llevan sus nombres en lo que hoy se conoce como Raval barcelonés, ayer conocido como Barrio Chino y anteayer como Distrito Quinto. Texto: Beñat Zaldua Fotografía: Robert Bonet zazpika 1 9 En la foto central, manifestación de mujeres organizadas en el colectivo Putas Indignadas, en protesta por la presión policial que sufren. A la derecha, recuerdo a Juan Andrés Benítez, joven del barrio que falleció tras ser reducido violentamente por los Mossos d’Esquadra. ogar –anteayer, ayer y hoy– de las clases más descapitalizadas de la ciudad condal y refugio de canallas, marginales e inadaptados de todo tipo. El hogar de Maquinavaja. Último reducto de un centro histórico envuelto en papel de regalo para las hordas de turistas desde que los Juegos Olímpicos de 1992 pusieron, para gloria del Ayuntamiento y beneficio de las constructoras, la capital catalana en el mapa del mundo. Hablamos del Raval. Pero existe un hilo que enlaza siglos de historia en un lugar que ha sobrevivido siempre en el centro y al margen de la ciudad. El nombre de Salvador Seguí (luego volvemos a su plaza) nos traslada a principios del siglo XX, a un Raval obrero y mayoritariamente anarquista, feudo de una CNT que en 1919 consiguió, por primera vez en Europa, la jornada laboral de ocho horas después de la mítica huelga de La Canandenca. El mismo Raval que en julio de 1936 salió de sus intrincadas y estrechas calles para rechazar el golpe de Estado que bajaba por las grandes avenidas como Diagonal y Paral·lel. Siempre ha sido así, el poder gusta de amplias y diáfanas calles fácilmente controlables; la resistencia, cualquiera que sea, encuentra su hogar en los laberintos. Lo dijo cruda pero claramente Le Corbusier: «arquitectura o revolución». Y con esa máxima en mente, el propio Le Corbusier proyectó en los años de la II República la desaparición del Raval. Paradojas a estudiar: la inmensa mayoría de violentas actuaciones urbanísticas en Barcelona se han dado con gobiernos progresistas: «Creedme, si podría lo derruiría a cañonazos», le dijo el president Companys al ayudante de Le Corbusier. No tuvo tiempo para verlo, pero los mismos que lo fusilaron cumplieron su deseo: la aviación italiana al servicio de las tropas franquistas bombardeó y destruyó buena parte del sur del Raval, que es la zona que originalmente recibió el nombre de Barrio Chino. Aunque en realidad el Chino original está situado en el Este cardinal del barrio, siempre se lo ha considerado el sur. Y H 2 0 zazpika es que los “nadie” viven en el Sur, aunque la brújula diga lo contrario, que diría Galeano. Aquel intento de borrar del mapa el Chino (epíteto criminalizador sin sentido alguno, ya que jamás vivieron en el Raval más chinos que en cualquier otro sitio de Barcelona) no lo vieron ni Companys ni Salvador Seguí, el referente anarcosindicalista que ante sus compañeros cenetistas de Madrid reivindicó que «la independencia de nuestra tierra no nos da miedo». Fue asesinado por matones a sueldo de la Patronal en 1923, los años del llamado pistolerismo, en los que Barcelona ya era conocida como la “Rosa de Foc”, por las barricadas (e iglesias y conventos) que periódicamente ardían en la ciudad, muchas veces con el Raval como epicentro. El huracán de los Juegos Olímpicos se llevó por delante la calle de la Cadena donde asesinaron a Seguí, en cuya plaza (en la que en su día se situaba la cárcel de mujeres La Galera) se erige hoy en día un gigantesco bloque de hormigón «a medio camino entre la nave industrial y un edificio en construcción». La poco halagadora descripción es de su propio arquitecto, que presentó así la nueva Filmoteca Nacional de Catalunya, inaugurada en 2012. Es el último gran proyecto urbanístico-cultural con el que el Ayuntamiento de Barcelona trata de lavar la imagen del Raval, un equipamiento cuya valía nadie pone en duda pero que los vecinos de la contigua calle Robador siguen mirando con cierto recelo, como a un OVNI del que periódicamente salen extraterrestres con barba y gafas de pasta. Lo que queda del Chino. Robador es una calle con más cámaras de videovigilancia que papeleras (lo observa Miquel Fernández en su espléndido “Matar al Chino”, del que, para ser honestos, provienen muchas de las citas de este texto), en la que sin embargo se puede intuir el citado hilo invisible de la historia. Allí están los restos de los bajos fondos a los que la burguesía catalana descendía a desmelenarse (recuérdese “Los mares del sur” de Vázquez Montalbán). Los mismos que, descritos por Jean Genet, atrajeron a lo más granado de la bohemia francesa (Morand, Orlan, Sartre, Beauvoir, Mandiargues, etc.) para elevar a los altares de la mitología la miseria realmente existente: «Los piojos eran valiosísimos, pues se habían convertido en algo tan útil para dar fe de nuestra insignificancia como lo son las joyas para dar fe de eso que llaman éxito», escribió Genet. Lo que queda del Chino, de su mito, su aura, sus miserias y sus alegrías, sobrevive en esta calle, en la que consta que se ejercía la prostitución ya en el siglo XIV y en la que hoy en día aun se escucha un «¿Vamos?» al pasar al lado de una mujer desconocida. «Antes trazazpika 2 1 bajábamos en todo el barrio», explica Janet, trabajadora sexual de prodigiosa memoria que detalla paso a paso la evolución del Raval en las últimas tres décadas, en las que han visto reducido su lugar de trabajo a las escasas dos manzanas que quedan de la calle Robador. Y a veces ni eso, porque la presión de la Guardia Urbana es cada vez más asfixiante. «Cerraron los meublés y ahora nos precintan los pisos en los que trabajamos», explica, a su lado, Paula Ezkerra, que concurre a las elecciones municipales en las listas de la CUP. Tanto ella como Janet forman parte del colectivo Putas Indignadas, en el que se organizan para reivindicar los derechos de las trabajadoras sexuales, en especial de las que trabajan en la calle. «Piensa que nosotras somos las más pobres dentro de la prostitución; nuestros clientes son pobres, de toda la vida», explica Janet, que al mismo tiempo reivindica su dedicación a la prostitución como una decisión «libre y soberana». «Que no vengan con paternalismos, nosotras estamos aquí porque así lo hemos decidido y, de hecho, tenemos entre nosotras a señoras de 70 años a las que nunca les dejarían trabajar en clubs cerrados», concluye Paula, mientras Janet asegura, con la serenidad de quien se sabe amparada por siglos de historia: «pueden hacer lo que quieran, a nosotras no nos moverán». 2 2 zazpika Y eso pese a reconocer que la convivencia con los nuevos vecinos de Robador (los inquilinos de las viviendas de protección oficial a las que prácticamente ningún vecino pudo acceder por falta de recursos) es tensa. «Echaron a los vecinos de toda la vida y a los nuevos les vendieron la moto de que esto iba a ser como el nuevo Born, pero esto ahora se parece más a Palestina y ellos son colonos judíos», sentencia Janet. Desde luego, por mucho que el Ayuntamiento se esfuerce, el Raval no es el Born, otro barrio del centro histórico arrasado por la gentrificación y hoy en día prácticamente dedicado al monocultivo del turismo. Una de estas nuevas vecinas de Robador lo expresaba en términos crudos en un reportaje de TV3: «Esto parece Karachi». No es Karachi, es Barcelona. Los términos de la descripción son evidentemente insultantes, pero se refieren a una realidad que las estadísticas del Ayuntamiento recogen en cifras: un 56,5% de los vecinos del Raval nació en otro país (frente al 22,2% de Barcelona) y el 48,7% no tiene nacionalidad española (16,7% en Barcelona). Pero las mismas estadísticas ponen de manifiesto otra realidad que tumba la tesis del choque cultural como principal fuente de conflictos. El Raval tiene una fuerte presencia de población migrante, una realidad que, muy a menudo, da pie a discursos criminalizadores. zazpika 2 3 Una vecina camina por una de las estrechas calles que conforman el barrio, último reducto de un centro histórico envuelto en papel de regalo para los turistas. 2 4 zazpika La cuestión no es que la mitad del barrio sea migrante, sino que se trata de un barrio pobre en su conjunto. Tiene una densidad de 45.193 habitantes por kilómetro cuadrado (son 15.800 en el global de Barcelona), la renta familiar se sitúa 34,6 puntos por debajo de la media de la ciudad y la esperanza de vida de un vecino del Raval es de 73 años, frente a los 81 años de media que vivirá un vecino de Sant Gervasi, en la zona alta. Esta realidad da pie muy a menudo a discursos criminalizadores (cada vez que una acción yihadista sacude Occidente, el Raval se llena, todavía más, de Mossos d’Esquadra) y prácticas tremendamente estigmatizadoras, como parar constantemente a jóvenes de aspecto no europeo y, entre otras cosas, requisarles el móvil hasta que no demuestren con la factura que es un aparato comprado. Discursos y prácticas que alimentan una xenofobia de baja intensidad, menos visible pero mucho más extendida que el racismo del «moro de mierda». Se trata del racismo de cambiar de acera cuando te viene un migrante de frente, o de echar la mano al bolso cuando lo tienes al lado. En resumen, el racismo del «yo no soy racista, pero...». Contra esta xenofobia encienden las alarmas, desde la asociación para jóvenes TEB, Susi Álvarez y Eva Lázaro, que advierten de que «algo no se está haciendo bien» cuando los jóvenes no se sienten ni catalanes ni españoles ni del país de origen de sus padres. «Se sienten del Raval», explica Eva, en una afirmación que enlaza, de nuevo, con el hilo histórico. También Vázquez Montalbán decía que el día que cruzó la Gran Vía y salió del Chino fue para él como salir del pueblo. Susi y Eva se muestran convencidas, sin embargo, de que la enfermedad (de la xenofobia) tiene cura y que vendrá de la mano de los más jóvenes. Siempre, claro está, que dejemos de insultarles llamándoles inmigrantes de segunda o tercera generación, cuando son jóvenes nacidos ya en Catalunya. «En un taller de hiphop que tenemos para los críos, los más mayores propusieron hacer una canción sobre el racismo, pero los más pequeños no sabían qué era eso», explica Eva. Se trata de un proyecto que ya ha dado sus frutos en forma de grupo de hip-hop. La Llama surgió al calor del TEB, pero con autonomía absoluta; tienen ya cuatro canciones y se han convertido en un fenómeno en el Raval, con letras relacionadas con sus vivencias en el barrio, como la muerte de Juan Andrés Benítez mientras era detenido violentamente por agentes de los Mossos d’Esquadra (ocho de ellos están imputados) en 2013. «Veo en las calles, a través de los cristales, que la policía nos trata como animales. Somos personas reales, aquí todos somos iguales», canta La Llama sobre un suceso que impactó a la ciudadanía catalana y que tuvo una espectacular respuesta por parte del barrio, empezando por los vecinos, responsables de las grabaciones que hoy hacen posible la imputación de los mossos. Una muerte violenta que puso encima de la mesa, como dos caras de la misma moneda, los problemas de un barrio y la respuesta organizada de sus vecinos. La prueba, definitivamente, de que «el conflicto es también fuente de riqueza», en palabras de Iñaki García, libertario de largo recorrido que lleva 30 años dando cuerda a hilos históricos en El Lokal, desde donde concluye: «Por mucho que lo intenten arquitectos y urbanistas, este barrio no es un museo, sino una cosa viva». En el epílogo de “Matar al Chino”, el antropólogo Manel Delgado lo explica mejor que nadie: «El plan urbanístico anhela una ciudad imposible (…), el ingeniero de ciudades levanta sus estrategias de domesticación, en el fondo ingenuas, puesto que el objetivo de sojuzgar –la vida– es, por definición, invencible». En la actual plaza Manuel Vázquez Montalbán, pisando cemento duro, rodeados por la sede central de UGT en Catalunya, por las oficinas de su sectorial de Mossos d’Esquadra y por el polémico hotel de lujo Barceló Raval; entre bancos unipersonales y justo al lado de un cartel en el que se lee «Prohibido jugar a la pelota», un grupo de niños jugando a cricket le dan la razón. zazpika 2 5 EL DESASTRE BRITÁNICO QUE ENCUMBRÓ A ATATÜRK Se cumplen cien años de la conocida como Batalla de Galípoli. Los diez meses de sangrienta campaña iniciados en febrero de 1915 certificaron la inapelable derrota de la tropas aliadas, dirigidas por la Armada británica, y el auge triunfal del nacionalismo turco. Una historia llena de errores que costó el puesto a Winston Churchill y encumbró a Mustafá Kemal, el fundador de la República de Turquía. Texto y fotografía: Miguel Fernández Ibáñez ecep ojea las hileras de lápidas de Abide. Busca una en especial, la que corresponde a los turcos que procedían de Tokat, de donde es oriundo. Cuando la halla, su figura se yergue y sus manos se elevan a la altura de la barbilla. En el momento en el que las palmas miran hacia su cara, comienza a rezar; lo hace por todos aquellos soldados que fallecieron en la batalla de Galípoli. Cien años después, decenas de cementerios y monumentos atraen a millones de personas que peregrinan por esta península enmarcada entre el estrecho de los Dardanelos y el mar Egeo. La mayoría reza entre los recuerdos de la épica otomana y del desastre británico. Los Jóvenes Turcos, entonces liderados por Enver Pasha, habían decidido unirse a las Potencias Centrales en la I Guerra Mundial. El evidente interés aliado por repartirse las mejores plazas del Imperio condujo a los otomanos al conflicto, uno más dentro de la inercia bélica iniciada en el siglo XIX en sus vastas fronteras. A finales de 1914, la resistencia de los mehmetçikler –como aún se conoce a los soldados turcos– inquietaba en el Cáucaso al gran duque Nicolás, el comandante supremo de las fuerzas rusas, quien sugirió a los británicos un ataque simultáneo contra los otomanos para dividirlos y así facilitar la expansión rusa por Anatolia. El objetivo seleccionado por el entonces primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, fue ni más ni menos que Estambul. En una rápida operación naval se eliminarían las anticuadas defensas otomanas de los Dardanelos para luego ocupar con un pequeño contingente de fuerzas terrestres los puntos clave. Un paseo militar que permitiría a sus acorazados avanzar hasta la capital del Imperio surcando el mar de Mármara. Esto provocaría, según las estimaciones aliadas, que los otomanos abandonasen la guerra y búlgaros e italianos se uniesen a su bando. La misión, mal concebida desde el principio, se con- R virtió en el mayor desastre británico en la Gran Guerra. No se tuvo en cuenta la histórica resistencia de la región y se infravaloró al “Hombre enfermo”, tal y como era conocido el Imperio otomano. Los mapas eran imprecisos, minusvalorando el escarpado terreno al que se debían enfrentar, y no se reparó en las extremas condiciones climáticas de la región. La escabechina dejó cerca de 150.000 muertes, la mitad otomanas, y el doble de heridos. Una realidad que los ciudadanos descubrieron de golpe, cuando la propaganda de guerra era ya insostenible. «Fue una expedición enferma. Ellos (los Aliados) no otorgaron los recursos suficientes –ni en hombres ni en tecnología bélica– para lograr el objetivo. Además, los Aliados, especialmente Francia y Gran Bretaña, mostraron desacuerdos sobre la capacidad otomana. La Quinta Columna del Ejército otomano demostró que merecía un mayor respeto», recuerda el historiador australiano Rhys Crawley, autor del libro “Clímax en Galípoli”. Serdar Halis Aktasor, cuyo abuelo fue comandante del 27º Regimiento otomano, coincide con Crawley al destacar que «el mayor error de los Aliados fue menospreciar al Imperio». Además, añade, «no estaban organizados, desconocían el terreno y la falta de preparación de sus soldados, especialmente los de Australia y Nueva Zelanda, convirtió la ofensiva en algo muy complejo». La campaña. En febrero de 1915, los acorazados franceses y británicos comenzaron a bombardear la boca del estrecho de los Dardanelos. Durante un mes, el objetivo principal fue desgastar las defensas otomanas. Esto evitó el factor sorpresa y los mehmetçikler se reorganizaron en los puntos clave de la región bajo la dirección del general alemán Liman von Sanders, asesor militar del Imperio y jefe de la campaña de Galípoli. El primer éxito, valiéndose de la artillería móvil, zazpika 2 9 fue evitar que los navíos aliados eliminaran por completo las hileras de minas sumergidas en el fondo marino del estrecho antes de la primera gran ofensiva, iniciada el 18 de marzo. Cuando en esa fecha la armada franco-británica se aventuraba hacia el estrecho, las minas empezaron a explotar con cada contacto, llevándose consigo varios navíos y la vida de miles de soldados. Los Aliados tuvieron que retirarse en lo que fue el principio de una serie de derrotas inolvidables y la evidencia de que llegar a Estambul no sería tan fácil. La primera muestra la dio el general Ian Hamilton, jefe de la Fuerza Expedicionaria del Mediterráneo, quien comunicó a Londres que los Dardanelos no podían ser forzados por los acorazados y, por tanto, necesitaban una operación militar terrestre de mayor envergadura. Los británicos buscaban resultados positivos rápidos para contentar a la opinión pública. El secretario de Estado de la Guerra, Horatio Kitchener, pensó que en cinco semanas se podría pisar la Península de Galípoli. La urgencia se convirtió en un gran error: en abril, 78.000 hombres sin el entrenamiento adecuado desembarcaban en cinco playas del cabo Helles, en el sur, mientras las fuerzas australianas y neozelandesas (ANZAC, por sus siglas en inglés) lo hacían por el noroeste. La idea era organizar un ataque simultáneo desde estos dos puntos para así dividir a las fuerzas otomanas, que ya habían preparado un entramado de alambre de espino y trincheras interconectadas. En la madrugada del 25 de abril comenzó la operación. El objetivo de las tropas francesas y británicas desde el sur era el punto elevado de Alçitepe. No lo consiguieron. Las tropas ANZAC efectuaron otra ofensiva por el noroeste para ascender hasta otros dos puntos clave: Conkbayiri y Kocaçimen. El objetivo era obtener esas dos posiciones para asegurar la parte baja y facilitar el avance de las tropas británicas y francesas desde el sur. Tampoco lo consiguieron. Como resultado, miles de sus soldados perecieron y la alta moral inicial –cebada por la propaganda– se desplomó. «El 25 de abril, Atatürk descendió hacia el frente de Anzak con sus tropas y se anticipó a la ofensiva. A él le dijeron que fuese al frente con un grupo de infantería, pero fue con el 57º Regimiento. Si hubiese ido solo con la infantería, podría haber perdido todo, pero él reconoció la importancia de la ofensiva», desgrana Ataksor en una de las cientos de hazañas –muchas de ellas inverosímiles– que se cuentan sobre Atatürk. Su abuelo fue herido en esa ofensiva, pero, a pesar de ello, continuó en la batalla hasta llegar a comandar un regimiento, un ejemplo más de la pasión con la que los mehmetçikler defendieron su tierra. 3 0 zazpika Los Aliados reconocieron entonces que avanzar sería una ardua tarea. Para protegerse de los constantes bombardeos turcos, buscaron espacios en ese terreno rocoso arropado por acantilados. Resguardarse se convirtió en algo primordial. «Caven, caven, caven trincheras», ordenaba el general Hamilton como única solución. La batalla de Galípoli se convertía así en una guerra de trincheras, en la que cada metro era un logro. La logística, enfocada a un ataque relámpago, supuso un nuevo problema: los servicios médicos eran insuficientes, el agua tenía que ser traída desde Egipto y la comida escaseaba. A pocos pasos, en el frente, otra mala noticia emergía: los muertos se descomponían y enfermedades como la disentería germinaban. «Había un enjambre de plagas que se reproducían en esos cuerpos muertos sin enterrar, en tierra de nadie, de donde fue imposible recuperarlos sin incurrir en nuevas bajas», relató el veterano Stanley Parker al periodista Joe Guthrie. La estrategia otomana era bastante simple: contener y a veces contraatacar, como sucedió el 19 de mayo. Esto hacía a las tropas aliadas retroceder unos metros que luego, a duras penas y con muchas vidas, recuperarían. La última gran ofensiva aliada llegó el 6 de agosto. Refuerzos británicos desembarcaron en la bahía de Suvla para apoyar a las tropas ANZAC en Conkbayiri y Kocaçimen. El ataque debía de ser imponente porque los mehmetçikler se retiraban hasta que, según cuentan las diferentes versiones turcas, el teniente coronel del 57º Regimiento, Mustafá Kemal, ordenó una contraofensiva para luchar cuerpo a cuerpo, con bayonetas, contra los aliados. «No les pido que ataquen, les pido que mueran. Eso dará tiempo para que otros turcos ocupen nuestro lugar», espetó a los soldados para que le siguieran. Esta frase, como muchas otras, ha pasado a la historia como símbolo de la resistencia turca. Tras esta batalla, Mustafá Kemal fue ascendido al grado de pasha (general) y su mito no dejó de crecer hasta fundar la República de Turquía y ser conocido como Atatürk, que significa «el padre de los turcos». Después de esa confrontación, la situación apenas varió en el frente. El mariscal Kitchener desembarcó en Anzak el 13 de noviembre para inspeccionar los avances. Tras un breve recorrido, tan breve como supuso la contienda, estimó que la orografía de la región era infranqueable. En diciembre, los Aliados decidieron retirarse. El 9 de enero de 1916, las tropas abandonaban por completo los Dardanelos en la única misión que salió bien, sin bajas y según lo esperado. El general Ian Hamilton obtuvo un retiro anticipado y Winston Churchill, que dimitió, anotó la mayor mancha en su bélico currículum: la campaña de Galípoli, en donde los Aliados desplegaron medio millón de tropas, se saldó con cerca de 150.000 muertes, la mitad otomanas, y 400.000 soldados heridos. Todo para avanzar una decena de kilómetros cuadrados. El nacimiento de los nacionalismos. La batalla de Galípoli fue un éxito para los Jóvenes Turcos y el embrión del moderno Estado turco. La exhausta Sublime Puerta llevaba años tambaleándose en fangosas batallas en los Balcanes y el norte de África para mantener sus vastas fronteras. El alto coste de la continua guerra defenestró las regulaciones y reformas para modernizar el Imperio durante el siglo XIX. El sultán, que en 1914 ya no representaba el poder absoluto de sus antepasados, se había autoproclamado califa para atraer el apoyo musulmán. Pese a ello, la sociedad miraba con mejores ojos a los heroicos militares que evitaban el ocaso del Imperio. Tras la capitulación de las Potencias Centrales, un nuevo Oriente Medio nació a costa del Imperio. Sin tiempo para rehacerse, los otomanos tuvieron que luchar de nuevo contra el apetito colonizador aliado. Entre 1919 y 1922 librarían la Guerra de Independencia y allí, otra vez, destacó la valía militar de Mustafá Kemal. La contienda, vista hoy como un éxito, como una salvación, trazó la base del actual Estado turco, en el que pereció el régimen de los sultanes y nació el arraigado sentimiento nacionalista de tradición laico-militar que dominó la esfera pública hasta la llegada de Erdogan. «Atatürk es muy importante para nosotros. Él construyó este país y nos salvó de los colonizadores. Si no hubiese sido por él, no existiría el país que conocemos», explica Recep ante las lápidas de sus antepasados. A sus 22 años, este joven turco mantiene la exagerada visión oficial enseñada desde la infancia: Atatürk salvó el país, sin él no existiría el Estado turco. Al igual que la mayoría de los visitantes de Galípoli –2,5 millones anuales–, no perdió a ningún familiar. A pesar de ello, estima a los mehmetçikler como a sus allegados. Tras recorrer por primera vez este memorial, viaja en coche hasta el lugar en donde se haya el monumento que conmemora a las tropas de la Commonwealth. Allí reza por los que fueron sus enemigos, ahora convertidos en hermanos. Recuerda entonces parte de las palabras que en 1934 Atatürk dedicó a quienes perdieron su vida en los Dardanelos: «Os hayáis en la tierra de un país amigo. Vosotros descansáis junto a los mehmetçikler. Ustedes, las madres, quienes mandaron a sus hijos desde unos países lejanos, limpien sus lágrimas. Sus hijos descansan ahora en el seno de los nuestros. Ellos están ahora en paz y descansarán en paz aquí para siempre. Después de De arriba a abajo, un enorme mensaje recuerda que en Galípoli comenzó la revolución turca, un monumento que representa a tres soldados turcos en el cementerio de Abide y una mujer lee el Corán entre las lápidas de ese mismo lugar. En la doble página anterior, imagen del Atatürk Aniti, un memorial dedicado a la decisiva batalla de Conkbayiri. zazpika 3 1 perder sus vidas en esta tierra se han convertido en nuestros hijos también». Pero la contienda de Galípoli desencadenó otros movimientos nacionalistas más lejanos. Australia conoció su independencia en 1901 y Nueva Zelanda en 1907. La primera vez que izaron su bandera en un conflicto bélico fue en Galípoli. Las jóvenes naciones sufrieron la muerte de 10.000 soldados y recuerdan el día 25 como una de las fechas claves que desencadenaron el nacionalismo oceánico. «Galípoli ayudó a Australia a articular la esencia de su nacionalismo en la esfera internacional. En Versalles, por ejemplo, el primer ministro dejó claro que hablaba para los 60.000 australianos –no británicos– que murieron durante la guerra. Pero esto no significa que en Galípoli naciese el alma de una joven nación. De hecho, 3 2 zazpika Australia llegó a ser una nación sin derramar sangre», explica Rhys. Este historiador de la Australian National University destaca que la batalla se vivió como algo significativo en 1915, con las hazañas y desventuras de los australianos en la prensa, aunque también reportó la amargura y expectación propia de una guerra: «En cierto punto fue algo por lo que sintieron orgullo. Para quienes perdieron a sus familiares fue un episodio traumático». Desde entonces, diferentes gobiernos han usado la llama del nacionalismo para cohesionar una sociedad heterogénea. Durante la contienda, un quinto de las tropas ANZAC había nacido en Gran Bretaña. La mayoría de los combatientes eran campesinos, al igual que en la mayoría de los actores de la guerra. Los aborígenes no predominaron en el frente y, como bien refleja en la película “Gallipoli” el director Peter Weir, había quienes en zonas remotas desconocían la guerra en la que había entrado su país. Muchos aún se pueden preguntar por qué un país tan alejado elige luchar a favor de Gran Bretaña, antiguo garante de la opresión hacia su pueblo. Crawley apunta que «Australia y Nueva Zelanda tenían intereses propios. Australia veía que su propia seguridad estaría en apuros si ganaban las Potencias Centrales». La propaganda describiendo los “horrores” alemanes en Francia y Bélgica apoyó la teoría de la necesaria intervención que los escépticos rechazaban. Allí, aunque parezca hoy cómico, el padre del magnate de la comunicación Rupert Murdoch fue uno de los pocos que quebró la censura aliada. Cien años después, los eventos de la conmemora- ción han servido a los políticos para obtener su particular rédito y a los ciudadanos, para recordar los mitos de Galípoli: el comandante de la Armada Real británica Martin Dunbar-Nasmith, el inseparable burro de John Simpson Kirkpatrick, el poderoso cabo turco Seyit y, sobre todo, el heroísmo de Atatürk. Oceánicos y turcos comparten ahora una fraternidad especial forjada por el horror de la guerra. Recep prefiere dejar a un lado los asuntos más escabrosos de la contienda y piensa en la hermandad nacida del sufrimiento. Camina unos metros por el memorial de Abide, se da la vuelta, mira al mar y alza su mano derecha para señalar el mar Egeo. «Allí, a lo lejos, están nuestros hermanos de ANZAC. Ahora son los turcos de Oceanía. Esta conquista es lo más grande que trajo Galípoli. El resto, ya lo puedes ver en las lápidas». El monumento Abide Sehitleri recuerda a los soldados otomanos muertos durante la batalla de Galípoli. A la derecha, arriba, cementerio dedicado al 57º Regimiento otomano y abajo, memorial Lone Pine, dedicado a las tropas de Australia y Nueva Zelanda que perdieron la vida en esa confrontación. zazpika 3 3 LA IRREDUCTIBLE ALDEA PALESTINA Texto y fotografía: Asier Vera 3 4 zazpika Escondida entre colinas, a 15 kilómetros de Hebrón se halla Susya, una aldea palestina que está a punto de ser derruida y donde 300 personas viven en rudimentarias tiendas de campaña de plástico y hormigón. Su población ha sido desalojada por Israel en cinco ocasiones desde los años 80, pero siempre ha regresado. Es la lucha de David contra Goliat en pleno siglo XXI. n vehículo de gran cilindrada con las lunas tintadas aparece de la nada y se queda parado vigilando a escasos metros. Es imposible saber quién se encuentra dentro, pero su mera presencia genera un clima de tensión. Se trata de un colono judío al que no le gusta nada la presencia de internacionales en Susya, al sur de Cisjordania. Sus habitantes acaban de sufrir el último varapalo, después de que el pasado día 5 el Tribunal Superior de Justicia de Israel autorizase al Ejército a derruir las viviendas alegando motivos arqueológicos. La sentencia la dictó el juez Noam Solberg al negarse a emitir una orden judicial para congelar la demolición de Susya y esperar así a que el más alto tribunal del país resolviese la petición que hicieron los residentes para continuar viviendo en Susya. La vida en este pueblo no es nada fácil. Se encuentra aislado y a un kilómetro de un asentamiento judío, U cuyos habitantes tratan por todos los medios de que la población de Susya abandone sus tierras: matando a su ganado, cortando sus árboles, quemando sus tierras o tirando piedras a los pastores y a los niños cuando acuden andando a la escuela. La localidad más cercana es At-Tuwani, si bien para llegar a ella los palestinos tienen que circular por un camino lleno de baches y piedras al tener prohibida la utilización de la carretera principal, de uso exclusivo de los judíos. Son muchos los residentes de Susya y At-Tuwani que hacen caso omiso a esta norma, como Hafez Al-Hrieni, quien opta por acortar usando el impoluto vial de los israelíes, que se encuentra completamente vacío, pese a contar con dos enormes carriles. En un momento dado, le adelantan dos vehículos de colonos y uno de los conductores le saca la mano indicándole que esa no es su carretera y que se aparte hacia el camino rural destinado a los palestinos. Al- Las viviendas de los palestinos en Susya son rudimentarias tiendas de campaña de plástico y hormigón, sin canalizaciones de agua ni electricidad. La población vive del pastoreo. zazpika 3 5 Los habitantes de Susya han regresado una y otra vez a su aldea tras los cinco desalojos sufridos. A la derecha, Mohammed alNawaja, de 70 años, nació en una de las cuevas de la antigua Susya y no piensa abandonar sus tierras. 3 6 zazpika Hrieni, acostumbrado a estos aspavientos, continúa con una sonrisa en los labios sin hacer el mínimo amago de abandonar la ruta, a pesar de que sabe que en cualquier momento el colono puede llamar a la policía israelí, que podría proceder a su detención por incumplir la ley. Esta zona se halla en el Área C de Cisjordania, donde Israel supervisa la seguridad después de la ocupación ilegal de suelo palestino desde la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel conquistó este territorio controlado por Jordania desde 1948. Uno de los habitantes de Susya es Mohammed alNawaja, quien a golpe de bastón camina despacio por un terreno pedregoso y sin asfaltar, donde viven las 45 familias que se niegan a abandonar sus tierras La excusa del parque arqueológico. Sin embargo, Susya no es una zona ocupada más, es un pueblo irreductible. En Susya han vivido los palestinos desde que se asentaran por primera vez en 1830, a pesar de que en los últimos años ha sufrido cinco desalojos violentos por parte de Israel, que arrasa las sencillas casas con excavadoras. Los intentos de echar a este pueblo comenzaron en los 80, cuando más de una docena de familias fueron expulsadas de sus hogares para que Israel pudiera establecer un parque arqueológico en sus tierras, al hallarse vestigios de la era talmúdica y el periodo bizantino. Fue la excusa para expulsar a los palestinos para irse a unos terrenos del Estado ubicados en la cercana Yatta, tal como les ha propuesto el Gobierno israelí. «Me gustaría acostarme una noche y a la mañana siguiente, cuando me despierte, no encontrar a ningún colono», dice tajante Al-Nawaja, de 70 años, que nació en una de las cuevas en Susya, donde vivían hasta entonces los primeros moradores de esta aldea y destruidas en los años 80 por el Ejecutivo israelí para realizar trabajos de excavación arqueológica. El anciano pronuncia estas palabras mientras sorbe un té sentado en una silla de plástico en medio del poblado, al tiempo que su cansada mirada se dirige al lugar en el que residen sus hostiles vecinos. Se trata de un grupo de casas prefabricadas en las que viven los colonos en los denominados outposts, protegidos por el Ejército israelí. Concretamente, en Cisjordania hay más de 125 asentamientos, a los que hay que sumar la docena existente en Jerusalén Este y más de 30 en los Altos del Golán, por lo que en total, la cifra de sus casas que, entonces, tenían estructuras de piedra robustas y estaban construidas sobre antiguas cuevas, en una colina situada a un kilómetro de la actual aldea. Antiguamente llamada Susya al-Qadima, se la conoce también como Old Susya. Los problemas comenzaron en 1983, cuando se construyó en este lugar un asentamiento judío para 60 familias. Tres años más tarde, unos arqueólogos israelíes hallaron unos restos de una sinagoga que data del siglo VI. Los colonos crearon con ello una atracción turística en esta zona, denominada “Susya: pueblo judío antiguo” y que en 2010 fue declarado Patrimonio Nacional. Cada año, la visitan miles de personas, tanto de Israel como del extranjero, mientras que los palestinos tienen prohibida la entrada. Resignados y tras ser expulsados en 1986 de sus casas, los más de 1.500 palestinos que residían en la aldea se trasladaron a escasos 500 metros para vivir en cuevas y chozas de hojalata en un lugar llamado Rujum alHamri, de donde volvieron a ser desalojados en 1990 y de colonos supera los 550.000 sobre una población de 8,2 millones de israelíes. trasladados por el Ejército en camiones a Zif Junction, a 15 kilómetros de distancia. Muchos de ellos regresaron a sus tierras para dedicarse de nuevo al pastoreo, pero carecen de agua corriente y electricidad al tener prohibido conectarse a las redes de agua y luz. Además, tal como explica Hafez Al-Hrieni, los palestinos no pueden realizar ninguna nueva construcción en esta área, sino que necesitan un permiso de Israel que nunca obtienen. Ello ha obligado a la población de Susya a colocar cisternas para recoger el agua de la lluvia, mientras que la electricidad les llega gracias a unos paneles solares donados por el Gobierno de Alemania. En época de sequía, deben trasladarse hasta Yatta para comprar el agua, a pesar de que las canalizaciones del asentamiento judío atraviesan la aldea. La pesadilla para este pueblo no había acabado aún, ya que, después del de 1990, hubo otros tres intentos de desalojo en 1991, 1997 y 2001. Destruyeron sus modestas viviendas y mataron a su ganado. Sin embargo, los habitantes de Susya nunca se rindieron y en 2001 regresaron a sus tierras, tras apelar a los tribunales de Israel, que les permitió volver de manera temporal, después de que huyeran a Yatta. Ahora es el propio Gobierno israelí el que ha pedido al Tribunal Superior demoler el pueblo, al igual que ha hecho la organización pro-colono israelí Regavim. A la espera de que los bulldozers acaben con todo, la rutina continúa en este remoto lugar, cuyo silencio solo es roto por el juego de varios niños, que se divierten ajenos a las preocupaciones de los adultos. Uno de ellos muestra orgulloso su humilde cas sin camas ni apenas muebles, alrededor de la cual hay una destartalada granja con gallinas, pollos, ovejas y perros. En un momento dado, un vehículo militar estaciona a la entrada de la aldea y, desde su interior, dos jóvenes soldados observan durante unos cinco minutos el tranquilo devenir del pueblo. Es un recordatorio más de la omnipresencia israelí en territorio palestino. Pese a las detenciones y el “acoso” que sufren, Hafez Al-Hrieni incide en que «nadie quiere abandonar esta tierra» y niega que existan razones arqueológicas para expulsar a los palestinos. El único objetivo, denuncia, es expandir aún más los seis asentamientos israelíes que hay alrededor de Susya y de los 14 pueblos cercanos, donde residen 3.000 colonos. Escoltados a la escuela. Son precisamente estos incómodos vecinos quienes hacen la vida imposible a los palestinos, hostigándoles día tras día para obligarles a dejar sus tierras. Para ello, atacan con piedras a los pastores cuando conducen el ganado a pastar en unos terrenos que lindan con los territorios ocupados. Pero quienes sufren esta violencia casi a diario son los menores, que tienen que pasar al lado de los asentamientos cuando van a la escuela. No es extraño que los menores reciban pedradas de los colonos, tanto de adultos como de otros niños. Esta circunstancia hizo que la organización italiana Operazione Colomba se instalara en la zona (en 2004), con el objetivo prioritario de escoltar a los escolares todas las mañanas. Sin embargo, tal como relata uno de los integrantes de la organización, ni los propios internacionales que protegen a los niños se libran de la violencia de los colonos. Precisamente, una voluntaria americana tuvo que ser hospitalizada tras sufrir heridas en la espalda a consecuencia de una de estas agresiones, lo que, según relata este miembro de Operazione Colomba, forzó al Parlamento israelí a aprobar la protección de estos menores. Desde entonces, el Ejército israelí los escolta cada día, aunque casi nunca se presentan a la hora o no llegan a completar el recorrido de 1,5 kilómetros hasta la escuela, «dejándoles indefensos». «Les llamamos, pero pasan de todo», censura el integrante de esta organización. Los voluntarios de Operazione Colomba no pueden escoltar a los niños cuando lo hace el Ejército, por lo que se limitan a observar desde la distancia y lo graban todo con cámaras para denunciar cualquier situación de violencia ante la Unión Europea y las Naciones Unidas. «Los asentamientos se están comiendo, centímetro a centímetro, cada vez más tierra», denuncia el voluntario italiano. Mientras, la vida sigue en Susya, donde por un momento ha regresado la alegría, después de que una familia llegue en un vehículo portando en el maletero los nuevos corderos que acaba de parir una oveja y que asegurarán su sustento económico. zazpika 3 7