Pichichi» (1892- 1922)

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Rafael Moreno
«Pichichi» (18921922) , con su
característico
pañuelo
encasquetado en
la cabeza. Fue la
primera estrella
del club y murió
joven, como
todas las
leyendas.
6 zazpika
EL ALIRÓN
EN LAS VENAS
Desde Venezuela a Bilbo, pasando por Madrid y
Cantabria, los hijos, tataranietos o sobrinos de diez
emblemáticos jugadores de la historia del Athletic que
obtuvieron Copas para el club desgranan para 7k sus
recuerdos familiares… y, a la vez, hacen su pronóstico
para la próxima final, en la que todos, sin excepción,
reconocen que estarán pendientes del equipo bilbaino.
Texto: Borja Valle y Amaia Ereñaga Fotografía: Conny Beyreuther y Archivo Athletic Club
zazpika 7
«Había una
caricatura de mi
tío-abuelo Luis
tapando la
portería y
diciendo ‘¡Aquí
no entra ni
una!’»
Jorge Astorquia
Sobrino nieto de Juan y Luis Astorquia,
fundadores y jugadores del club
orría el año 1901 cuando Juan Astorquia, que en aquella época
tenía tertulia en el desaparecido Café García y había destacado
como uno de los mejores futbolistas de las schools de Manchester, planteó la constitución del Athletic Club. Desde que
el 3 de mayo de 1884 se jugase en la campa de Lamiako la primera
«partida de foot-ball» de la que se tienen noticias en Bilbo –fue entre
los tripulantes de un buque inglés y once chavales bilbainos; ganaron
los ingleses por 5 goles, por cierto–, el deporte del balompié había
ido ganado adeptos, no en vano la élite estudiaba en colegios británicos y la conexión comercial entre Inglaterra y Bilbo era intensa desde
el XVIII. Durante algunos años Juan, su hermano Luis y otros amigos
habían disputado partidos bajo la denominación del Bilbao F.C., pero
querían crear otro equipo compuesto por «nombres nuestros», ya
que el Bilbao F.C. estaba cuajado de apellidos británicos, ingenieros
muchos ellos en la entonces potentísima minería vizcaina. El 11 de
junio de 1901, por fin, se nombró en asamblea la primera junta directiva del Athletic Club, presidida por Luis Márquez y con Juan Astorquia
como primer capitán (fue elegido presidente el año siguiente), y solo
un año más tarde los dos equipos bilbainos se fusionaron. Y así el 29
de marzo de 1903 surgió el Athletic Club de Bilbao. Juan murió dos
años después, a los 33 años, tras obtener dos Copas para el club y sin
imaginar siquiera la dimensión que alcanzaría el club de sus amores.
Jorge Astorquia es sobrino nieto de Juan Astorquia y Luis Astorquia.
Residente en Laredo (Cantabria), reconoce que, aunque no es muy
aficionado al fúbtol –ha optado siempre por otros deportes–, el Athletic es la excepción a la regla. «No somos muy futboleros en casa,
pero mis amigos siempre comentan que, cuando hemos visto algún
partido, me transformo, que lo vivo como si estuviera en el campo.
Supongo que exageran. Es que el Athletic es muy especial para mi familia. Mi padre nos contaba historias del tío abuelo Luis, que era portero y contaba de una caricatura que le hicieron tapando la portería,
que decía algo así como ‘¡Aquí no entra ni una!’. ¿Y cómo no recordar
la fundación del club? Para mí es un honor que haya sido mi familia
la que ha participado en ello. Nos compramos el libro del centenario
del Athletic y es fantástico ver los éxitos de los años en los que mis
abuelos jugaban allí». Vivirá la final en casa «rodeado y sitiado» por
aficionados del Barça y lanza su pronóstico: «El Barcelona está muy
potente, como los últimos años, pero el Athletic puede tirar de garra
y sorprender. Si le ponemos buena melena al león, creo que podría
ser un 1-0 para el Athletic».
C
8 zazpika
«Siempre he
leído que mi
tatarabuelo
era un defensa
muy férreo y
contundente»
Diego López Mills
Tataranieto de Alfred Mills,
el único inglés del Athletic fundacional
n aquel Athletic Club de principios del siglo pasado, creado
con el deseo de «contar con nombres nuestros», el único nombre británico era el de Alfred Mills, segundo capitán y defensa
derecho. Aquel british ya jugaba al fútbol en Inglaterra, pero
al llegar a Bilbo, donde trabajaba para una empresa de telégrafos, le
seguía animando el gusanillo. Siguió siendo del Athletic toda la vida
y cuentan que solía pedir en taquilla «dos turbinas», en lugar dos tribunas, por aquello de que no terminaba de cogerle el tranquillo al
castellano.
También muy aficionado al fútbol –nos manda una foto de cuando
militaba en el Elche–, Diego López Mills reside en Madrid, lo que no
evita que siga con especial atención al equipo que fundó su tatarabuelo. Otro López Mills, su hermano, probó suerte en el Athletic de
Del Horno y Aranzubia, pero al final no pudo ser. ¿De Alfred Mills
qué sabe? «Siempre he leído que era un defensa muy férreo y contundente», responde. Su tataranieto considera la filosofía del Athletic
«de admirar, ojalá más equipos la siguieran. Es increíble cómo un
club con un mercado de futbolistas tan pequeño y especial puede
llegar a conseguir poder competir con todos los equipos de la Liga y
de Europa. Y no hay que olvidar que nunca ha descendido». La final
la verá con su padre, «que es muy del Barça y yo iré con Athletic, a
ver si podemos ganar»; una final que ve difícil «pero hay que confiar
en el Athletic. Mi pronóstico: 2-1, con doblete de Aduriz».
E
El equipo que ganó la Copa de 1903 posa con el trofeo
obtenido ese año y el anterior. En el centro, con bigote,
Juan Astorquia. Arriba: Dario Arana (de calle) L. Silva,
Ramón Aras Jauregui (de calle), Alejandro Acha, Luis
Arana (de calle), Amado Arana, Eduardo Acha (de calle),
Amann (de calle). En fila intermedia: Alejandro de la
Sota, Montejo, Astorquia, Cazeaux, Evans. Abajo: Goiri,
Cockram y Ansoleaga. Fotografía de José Segura, Madrid.
En la foto pequeña, retrato de Alfred Mills.
zazpika 9
«El Athletic ha
sustituido el
sentido de la
representatividad
de Bilbao por el
interés
económico»
Juan Miguel Moreno
Sobrino del mítico Rafael Moreno «Pichichi»
ecir Rafael Moreno Aranzadi, Pichichi, es hablar del primer
gran mito del equipo. Fue el autor del primer gol marcado
en San Mamés –el 21 de agosto de 1913– y miembro del equipo
que consiguió cuatro títulos de Copa –en 1914, 15, 16 y 21–,
pero sobre todo fue la primera gran figura con tirón popular. Sobrino
del escritor Miguel de Unamuno, su padre, Joaquín Moreno, fue alcalde de Bilbo a principios del siglo XX. Él debía de ser todo un trasto
por lo que cuentan, tanto dentro como fuera del campo. La afición se
la inoculó su hermano mayor, estudiante de Ingeniería de Minas en
Londres, y Rafael la practicaba cuando hacía novillos de los Escolapios
primero y de la Universidad de Deustu después. «Los equipos de amiguetes se lo disputaban y alguien le llamó Pichichi tal vez en derivación de ‘pichón’, ‘pichín’ o ‘pichichi’, terminología dedicada cariñosamente a personas allegadas de corta estatura», cuenta Alberto López
Echevarrieta en el libro “Pichichi: Historia y leyenda de un mito”. Pichichi debutó en el Athletic en 1912 y se hizo famoso por su costumbre
de jugar con un pañuelo en la cabeza. Hay versiones contradictorias,
porque hay quien dice que tenía más de estratega que de buen deportista, mientras que otros dicen que era casi perfecto: no fallaba
los tiros de penalty, tenía un excelente dribbling de contrarios, un
tremendo disparo y un gran remate de cabeza. Lo que está claro es
que no dejaba a nadie indiferente y por ello era tanto ensalzado como
pitado en San Mamés por la afición, porque o estaba iluminado o
hacía petardazos. Pichichi lo dejó tras conquistar la Copa de 1921, para
pasarse al arbitraje… ¡y debutó en el propio San Mamés! Murió a los
30 años, de tifus según unos, de una indigestión de ostras según
otros, dejando mujer e hija. Su entierro fue a lo grande, con misa en
la catedral incluida, no en vano ya era toda una leyenda.
Su sobrino carnal, Juan Miguel Moreno Lombardero, se reconoce
seguidor «de lejos» del Athletic. Cuando se le pregunta cómo se vivían
en casa los partidos o las finales, responde con un escueto «con cierto
interés», aunque se anima al ser interpelado sobre la filosofía del
club: «Ha descendido mucho. Como es bastante generalizado, ha sido
sustituido el sentido de la representatividad de Bilbao, del pueblo
bilbaino, por el del interés económico», responde. Juan Miguel Moreno verá la final en televisión en su casa bilbaina, aunque no es nada
optimista respecto al resultado, que vaticina contrario al Athletic,
con un 1-2.
D
1 0 zazpika
«Aita
comentaba
que ninguna
afición del
mundo es
comparable a
la nuestra»
Joseba Iraragorri
Hijo de José Iraragorri, uno de los los grandes goleadores del club
Josetxu Iraragorri le llamaban “El chato de Galdácano”. Era
un gran goleador con un potente disparo y extraordinaria
puntería que, desde fuera del área, fusilaba al portero. En
suma, uno de esos jugadores que marcan época. Siendo un
chaval, con solo 17 años, formó parte de la célebre primera delantera
histórica de Mr. Pentland con Lafuente, Bata, Txirri II y Gorostiza,
con la que el Athletic, en la temporada 1929-30, quedó campeón de
Liga sin perder un solo partido. Durante la Guerra Civil, Josetxu fue
titular de la selección de Euskadi en su gira mundial, fue también el
primer goleador de la selección española –en el Mundial del 34–,
hasta que en el 37 emigró a Argentina, donde militó dos años en el
Club Atlético San Lorenzo de Almagro, y luego otros siete en el Real
Club España, un equipo mexicano en el que jugaban muchos exiliados. Cuando volvió a Euskal Herria en los años 40 retomó su carrera
con su equipo junto a Iriondo, Zarra, Panizo y Gainza. Una vez finalizada su vida como jugador, inició una larga carrera de entrenador
que le llevó a entrenar al propio Athletic desde 1949 a 1952, pasando
luego a equipos como el Real Valladolid y el Celta de Vigo.
«¿El mayor recuerdo que tengo de mi padre?… los nueve títulos
(cuatro Ligas y cuatro Copas como jugador, así como una Copa como
entrenador ) que ganó vistiendo la camiseta del Athletic, de lo cual
me siento muy orgulloso», afirma su hijo Joseba, quien destaca de su
progenitor, a su vez, «la lealtad, el amor a un escudo y a unos colores
y su compromiso con el club, valores que por desgracia hoy escasean
en el mundo del futbol y que para él eran lo más importante. Aita,
después de recorrer muchísimos campos con el Athletic, la selección
española y la selección de Euskadi, comentaba que ninguna afición
del mundo era comparable a la nuestra».
Joseba, que sigue viviendo en Galdakao, ha salido con el mismo
amor a los colores que su padre. Responde con un «socio y seguidor… faltaría más» cuando se le pregunta su «filiación». Ha estado
en el campo las tres últimas finales, en Valencia, Bucarest y Madrid,
y en esta ocasión, ¿cómo podía faltar? Aquí su pronóstico: «¡Ganar!
con un 1-0, gol de Aduriz».
A
zazpika 1 1
«Entrar con
mi abuelo
en San
Mamés era
un orgullo»
Borja Robles Felipés
Nieto de Demetrio Felipés, jugador de la época de Mr. Pentland
ijo de una familia trabajadora de Portugalete, Demetrio Felipés nació en 1908 y sus primeros contactos con el mundo
del fútbol profesional los tuvo defendiendo la camiseta del
Barakaldo. Con 22 debutó en el Athletic, para pasar luego al
Arenas de Getxo y nuevamente, en el 34, volvió al equipo de Ibaigane
como centrocampista. La suya fue una carrera en la que el Athletic
obtuvo un título de Campeón de Liga y dos Copas. Su carrera se truncó
con la Guerra Civil, cuando fue detenido junto a varios de sus hermanos acusado de formar parte de organizaciones republicanas. Fue
confinado en el campo de concentración de Miranda de Ebro, donde
estuvo recluido varios años, un lugar en el que también estuvieron
retenidos otros prisioneros ilustres como Urbano, también del Athletic, o Arana, jugador de la Real Sociedad, como relata Iñaki Egaña
en “Los crímenes de Franco en Euskal Herria, 1936-1940” (Txalaparta).
Demetrio Felipés era el abuelo por parte materna de Borja Robles
Felipés, un barakaldés en cuya casa todos son del Athletic, incluso
sus sobrinos asturianos –«viven en Oviedo y su equipo es el Athletic
y luego el Sporting», pontifica–. Del abuelo recuerda «sus historias,
sus anécdotas en su primer partido europeo en París. Entrar en San
Mamés con él era un orgullo. Un momento muy importante para la
familia fue cuando se elaboró la equipación con los nombres de todos los jugadores y el poder encontrar el de nuestro aitite en el corazón de la camiseta». Borja reconoce que los partidos siempre han
sido muy especiales en su casa, a los que asiste pertrechado con sus
amuletos: un mini león del Athletic y un San Pancracio. Borja sigue
también al Bilbao Athletic y al equipo femenino, convencido de que
al filosofía del club «es el valor que nos diferencia de cualquier
equipo del mundo». El nieto de Felipés verá la final en cuadrilla,
«preparados para salir luego a celebrarlo». Su pronóstico: «final a
2-2 y ganamos en los penaltis 4-3».
H
1 2 zazpika
«Cuando
volvía a casa
traía la maleta
llena de
comida,
comprada con
la prima que
les pagaban»
Retrato de Isaac Oceja Oceja, con el
pañuelo blanco a la cintura con el que
siempre jugaba. En la página anterior,
alineación del Athletic Reserva en San
Mamés. Felipés es el segundo por la
izquierda.
Jaime Oceja Barrenetxea
Hijo de Isaac Oceja Oceja, capitán durante
la década de los cuarenta
saac Oceja Oceja fue un jugador de primera línea que debutó
antes de la guerra con el Athletic y fue capitán del equipo los primeros años de la década de los cuarenta. Nacido en Cantabria, se
desempeñaba en posición de defensa y comenzó su carrera en El
Dragón, el equipo del barrio durangués donde su madre trabajaba de
cocinera, pasó luego a la Cultural de Durango y terminó fichando
por el Athletic en 1933 con 18 años. Campeón de Copa con el Athletic
en 1943 y 1944, este excelente jugador fue cuatro veces internacional
con la selección española, y fue también entrenador-jugador del Real
Zaragoza en la temporada 1949-50.
Su hijo Jaime es socio y seguidor del Athletic «de toda la vida».
«Conservamos todos sus hijos el orgullo de un hombre honrado entregado a su equipo, pero no correspondido por sus directivos. Un
jugador duro y disciplinado, que no se arrugaba ante ningún contrario, siempre cubriendo bien su puesto y dirigiendo a sus compañeros». ¿Y cómo se vivían en casa los partidos del Athletic? «Con esperanza –responde este durangués–, ya que sus resultados dependíamos
toda la familia y no había más ingresos que lo que ganaba él. Como
entonces no había radio, íbamos a la Central Telefónica, en la esquina
de Goienkale con Santa María, a preguntar los resultados. Recuerdo
también cómo, cuando jugaba fuera, iba con una maleta enorme con
una muda de ropa interior y el pijama. Cuando volvía, siempre la
traía llena de comida, comprada con la prima que les pagaban, porque
entonces les pagaban las primas por resultados y ganaban más partidos que los de ahora. Y lo digo sin ningún menosprecio hacia los
jugadores actuales. Era un dicho muy corriente que si a los actuales
jugadores de fútbol les pusieran las botas con las que ellos jugaban
no sabrían ni andar». Pese a que sí ha vivido más de una final de la
Copa –se acuerda perfectamente de los resultados: «en el Calderón,
la del Betis (empate y perder en los penaltis) y en el Bernabeu, ganar
al Barcelona por 1-0»–), Jaime no estará en Camp Nou, aunque sí uno
de sus hijos. Lo verá por la televisión y, más que un pronóstico, formula un deseo: «Desearía que ganara el Athletic 1-0»
I
zazpika 1 3
«Aita nos contaba
anécdotas de la
guerra y de cómo
era el fútbol de
aquellos días»
Alesander de Izaguirre
Hijo del jugador Pedro Izaguirre y sobrino del mítico Lafuente
lesander de Izaguirre vive en Caracas y se reconoce «100%»
seguidor del Athletic. No es de extrañar, a la vista de su «curriculum» familiar. Alesander es hijo de Pedro Izaguirre,
quien jugó en el Athletic la temporada 1938-39, cuando contaba con solamente 16 años –de hecho, es el jugador más joven que
haya jugado con el Athletic–, y también sobrino de Ramón de la
Fuente Leal, más conocido como Lafuente, quien fue capitán del
mítico Athletic de mister Pentland en los años 30. Lafuente fue una
de las leyendas del equipo de Ibaigane: conseguía un gol cada tres
partidos aproximadamente y ponía el balón siempre en la cabeza
del compañero. Aunque desarrolló casi toda su carrera en las filas
del Athletic –con el equipo ganó tres Ligas y cuatro Copas–, Lafuente
A
terminó su carrera como delantero en el Atlético de Madrid, pero, a
causa de una lesión, tuvo que dejar el fútbol a los 28 años y continuó
trabajando como entrenador.
Alesander recuerda con cariño cómo «aita nos contaba anécdotas
de la guerra y de cómo era el fútbol de aquellos días». Por eso se entiende que en su familia estén pegados a la televisión cuando televisan los partidos de su equipo… y así seguirán desde Venezuela la
próxima final, aunque Alesander no se atreva a pronosticar un resultado. Y cuando se le pregunta sobre su opinión sobre la filosofía
del equipo, opina que «deberían poder optar a ser fichas del equipo
los de Bizkaia o hijos de vascos de Bizkaia residenciados en otros
países». Ahí queda su propuesta.
Foto de la plantilla de la temporada 38-39. De pie: Arana, Larrinaga, Aginaga, Manso,
Urra, J. M. Bilbao, Gainza, Idigoras, Abajas, Bertol y Panizo. De rodillas: Macala, Díez,
Gorostiza, Izaguirre, Gamboa, Elizondo, Viar M. y Unamuno.
1 4 zazpika
«Cuando era
un crío, mi
padre me llevó
a Madrid a ver
la final de la
Copa del 77»
Eduardo Panizo Martínez
Hijo del gran Panizo, ganador de la Liga y cuatro Copas
l portugalujo Eduardo Panizo Martínez es uno de los hijos
del mítico José Luis Panizo. El jugador sestaotarra fue uno
de los referentes del Athletic, con el que ganó la Liga y la
Copa en la temporada 42-43, y la Copa tres años consecutivos
entre el 43 y el 45. Tenía un estilo elegante que le supuso que le llamaran el «interior de seda» y se dice de él que fue un aventajado
del fútbol. De hecho, cuentan que cuando el San Lorenzo argentino
jugó en San Mamés, la grada comentaba: «¡anda, si juega como Panizo!». La cosa llegó a tanto que se decía de él: «Muerto Manolete y
retirado Panizo… se acabaron toros y fútbol».
Los Panizo también sienten muy viva la pasión por sus colores…
aunque Eduardo reconoce que sus recuerdos «son posteriores a su
actividad futbolística y muy buenos». ¿Alguno en especial? «Mi pa-
E
dre asistía a San Mamés regularmente y lo hemos seguido haciendo
los hijos. Cuando era un crío me llevó a Madrid con motivo de la
final de Copa del 77 contra el Betis y estuvimos en la comida previa
que celebró Currito en la Casa de Campo y vivimos el ambientazo.
Todos dábamos por ganado el título. Después, él se fue al campo y a
mí me dejó con mi madre viéndolo en el hotel; la pena fue la decepción de perder la Copa». Defensor, junto con su familia, de su equipo
hasta la médula –«estamos totalmente de acuerdo con la filosofía
del equipo y la explicamos y defendemos cuando la ocasión lo requiere», afirma–, espera poder presenciar en el campo la próxima
final como ha hecho en anteriores ocasiones. «Tenemos todo en
contra, la lógica apunta en una sola dirección, pero espero que la
ganemos», pronostica… y se despide con un «¡aupa Athletic!».
Los capitanes Panizo (primero por la derecha) y Zubieta, del
San Lorenzo de Almagro, posan con el árbitro en el amistoso
jugado en San Mamés. Empataron a 3. Foto Elorza.
zazpika 1 5
«Siempre nos
ha hecho
mucha ilusión
el paso de
nuestro padre
por el
Athletic»
Javier Martínez
Hijo de Manolín Martínez Canales, quien jugó con Zarra y Panizo
y también en la época dorada del Real Madrid
ace solo un año del fallecimiento de Manuel, Manolín, Martínez Canales, un jugador de los tiempos gloriosos de Zarra
y Panizo, así como en aquel Real Madrid liderado por Di
Stéfano. En una posguerra dura –su padre encarcelado,
ocho muertos en la familia–, para este chaval de Algorta la única diversión que quedaba era jugar al fútbol en la playa y el puerto. El
Athletic lo reclamó, y pasó la mili haciendo guardias en el faro de
Algorta. Jugó dos finales y ganó una con el Athletic, pero tuvo que
marcharse al Real Madrid cuando se encaró con el técnico
Daucik –con el resultado de “a la calle”–, pero allí tampoco le gustaba
H
Tarjeta de jugador de
Manuel Martínez
para la temporada
1954-55. En la
siguiente página,
arriba, el masajista
Natxo Biritxinaga
brinda con el trofeo
de Copa de 1973.
1 6 zazpika
la «camarilla de Di Stéfano» y se fue el Zaragoza hasta que se lesionó.
Terminó su carrera deportiva como entrenador del Getxo.
Su hijo Javier recuerda la época de su padre en el Athletic «como
algo muy bonito, que siempre nos ha hecho mucho ilusión a todos
en casa». Aunque viven en Zarautz, Javier y la viuda de Manolín no
solo son seguidores, sino también socios del Athletic. Fueron en familia a ver la final contra el Betis en Madrid y Javier viajará a Barcelona con su cuadrilla, aunque no tengan entradas para el estadio.
«Intentaremos conseguirlas y, si no, por allí lo veremos. ¿Un pronóstico? 1-0 a nuestro favor; esta vez nos toca».
«Apilaba unas
cajas de
Mondariz y,
subido a ellas,
cantaba la
canción de
‘¡Adelante
campeones!’»
Aitziber Biritxinaga
Nieta e hija de los masajistas
Perico y Natxo Biritxinaga
itziber Biritxinaga vive en Lezama, «siempre cerca de donde
reside el corazón rojiblanco del Athletic». Y no lo dice porque
sí, sino porque está ligada al club desde su nacimiento, no
en vano su madre se puso de parto en el antiguo estadio de
San Mamés, donde vivía su familia hasta la remodelación de 1984. Es
nieta de Perico e hija de Natxo Biritxinaga; el primero, utillero, masajista e incluso entrenador ocasional en el 38, en plena Guerra Civil.
El segundo, masajista del Athletic durante 42 temporadas. Biritxi convivió con 24 entrenadores distintos hasta que abandonó el club, en
1998, con tres Ligas y cinco Copas en su haber.
«Los días de fútbol en San Mamés, mi padre entraba el primero y
salía el último. Siempre había alguien anónimo a la entrada, por
donde entraba el equipo, en la calle de la Feria de Muestras antigua,
que le jaleaba con ‘¿Biritxi tienes alguna entrada?’ y él siempre se
procuraba con anterioridad alguna que otra, a sabiendas de que algún
chaval quería entrar y la paga no llegaba para todo. Recuerdo las risas
que hacíamos cuando contaba que había ‘sisado’ alguna insignia y
banderines al club para darlos a la salida del partido a los chavalillos».
Biritxi era todo un personaje, una figura en el equipo y un animador
incesante. Todos recuerdan cómo, en la final de 1984, frente al Barcelona de Maradona que el Athletic consiguió ganar con muchos sudores e incluso algún golpe, Biritxi relajó el ambiente disfrazándose en
los vestuarios de Eva Nasarre, la entonces reina del aerobic televisivo.
«Mi madre se acuerda de cuando mi padre apilaba unas cuantas cajas
de Mondariz, de esas que había en el vestuario, antes de salir al césped.
Se subía encima de ellas, y sin previo aviso, cantaba la canción de
'Adelante campeones, el equipo va a ganar, nadie podrá parar nuestro
avance arrollador'…». Biritxi cerraba la canción con una carcajada general que ayudaba a los jugadores a relajarse.
Ella, cómo no, viajará a Barcelona, aunque su madre verá el partido
en casa con el resto de la familia –tiene algún «mal pensamiento»
hacia Messi– y, cuando se les pregunta un pronóstico, reconoce que
«lo tenemos difícil, pero vamos a darle un 1-0 o un 2-1. ¡Mientras sea
uno más que el contrario!».
A
zazpika 1 7
1 8 zazpika
EN EL CENTRO Y AL
MARGEN DE BARCELONA
Hay lugares que, a golpe de moderno urbanismo, ven
amenazada la memoria de lo que fueron. Una
memoria que luego instancias municipales tratan de
blanquear a través de pomposos bautizos de calles y
plazas. Así, Salvador Seguí y Manuel Vázquez
Montalbán difícilmente se verían reconocidos en las
plazas que llevan sus nombres en lo que hoy se
conoce como Raval barcelonés, ayer conocido como
Barrio Chino y anteayer como Distrito Quinto.
Texto: Beñat Zaldua Fotografía: Robert Bonet
zazpika 1 9
En la foto central, manifestación de mujeres
organizadas en el colectivo Putas Indignadas, en
protesta por la presión policial que sufren. A la
derecha, recuerdo a Juan Andrés Benítez, joven del
barrio que falleció tras ser reducido violentamente
por los Mossos d’Esquadra.
ogar –anteayer, ayer y hoy– de las clases más
descapitalizadas de la ciudad condal y refugio de canallas, marginales e inadaptados de
todo tipo. El hogar de Maquinavaja. Último
reducto de un centro histórico envuelto en papel de
regalo para las hordas de turistas desde que los Juegos
Olímpicos de 1992 pusieron, para gloria del Ayuntamiento y beneficio de las constructoras, la capital catalana en el mapa del mundo. Hablamos del Raval.
Pero existe un hilo que enlaza siglos de historia en
un lugar que ha sobrevivido siempre en el centro y al
margen de la ciudad. El nombre de Salvador Seguí
(luego volvemos a su plaza) nos traslada a principios
del siglo XX, a un Raval obrero y mayoritariamente
anarquista, feudo de una CNT que en 1919 consiguió,
por primera vez en Europa, la jornada laboral de ocho
horas después de la mítica huelga de La Canandenca.
El mismo Raval que en julio de 1936 salió de sus intrincadas y estrechas calles para rechazar el golpe de
Estado que bajaba por las grandes avenidas como Diagonal y Paral·lel. Siempre ha sido así, el poder gusta
de amplias y diáfanas calles fácilmente controlables;
la resistencia, cualquiera que sea, encuentra su hogar
en los laberintos. Lo dijo cruda pero claramente Le
Corbusier: «arquitectura o revolución».
Y con esa máxima en mente, el propio Le Corbusier
proyectó en los años de la II República la desaparición
del Raval. Paradojas a estudiar: la inmensa mayoría
de violentas actuaciones urbanísticas en Barcelona se
han dado con gobiernos progresistas: «Creedme, si
podría lo derruiría a cañonazos», le dijo el president
Companys al ayudante de Le Corbusier. No tuvo
tiempo para verlo, pero los mismos que lo fusilaron
cumplieron su deseo: la aviación italiana al servicio
de las tropas franquistas bombardeó y destruyó buena
parte del sur del Raval, que es la zona que originalmente recibió el nombre de Barrio Chino. Aunque en
realidad el Chino original está situado en el Este cardinal del barrio, siempre se lo ha considerado el sur. Y
H
2 0 zazpika
es que los “nadie” viven en el Sur, aunque la brújula
diga lo contrario, que diría Galeano.
Aquel intento de borrar del mapa el Chino (epíteto
criminalizador sin sentido alguno, ya que jamás vivieron en el Raval más chinos que en cualquier otro
sitio de Barcelona) no lo vieron ni Companys ni Salvador Seguí, el referente anarcosindicalista que ante
sus compañeros cenetistas de Madrid reivindicó que
«la independencia de nuestra tierra no nos da miedo».
Fue asesinado por matones a sueldo de la Patronal en
1923, los años del llamado pistolerismo, en los que
Barcelona ya era conocida como la “Rosa de Foc”, por
las barricadas (e iglesias y conventos) que periódicamente ardían en la ciudad, muchas veces con el Raval
como epicentro.
El huracán de los Juegos Olímpicos se llevó por delante la calle de la Cadena donde asesinaron a Seguí,
en cuya plaza (en la que en su día se situaba la cárcel
de mujeres La Galera) se erige hoy en día un gigantesco
bloque de hormigón «a medio camino entre la nave
industrial y un edificio en construcción». La poco halagadora descripción es de su propio arquitecto, que
presentó así la nueva Filmoteca Nacional de Catalunya,
inaugurada en 2012. Es el último gran proyecto urbanístico-cultural con el que el Ayuntamiento de Barcelona trata de lavar la imagen del Raval, un equipamiento cuya valía nadie pone en duda pero que los
vecinos de la contigua calle Robador siguen mirando
con cierto recelo, como a un OVNI del que periódicamente salen extraterrestres con barba y gafas de pasta.
Lo que queda del Chino. Robador es una calle con
más cámaras de videovigilancia que papeleras (lo observa Miquel Fernández en su espléndido “Matar al
Chino”, del que, para ser honestos, provienen muchas
de las citas de este texto), en la que sin embargo se
puede intuir el citado hilo invisible de la historia. Allí
están los restos de los bajos fondos a los que la burguesía catalana descendía a desmelenarse (recuérdese
“Los mares del sur” de Vázquez Montalbán). Los mismos que, descritos por Jean Genet, atrajeron a lo más
granado de la bohemia francesa (Morand, Orlan, Sartre, Beauvoir, Mandiargues, etc.) para elevar a los altares de la mitología la miseria realmente existente:
«Los piojos eran valiosísimos, pues se habían convertido en algo tan útil para dar fe de nuestra insignificancia como lo son las joyas para dar fe de eso que
llaman éxito», escribió Genet.
Lo que queda del Chino, de su mito, su aura, sus miserias y sus alegrías, sobrevive en esta calle, en la que
consta que se ejercía la prostitución ya en el siglo XIV
y en la que hoy en día aun se escucha un «¿Vamos?»
al pasar al lado de una mujer desconocida. «Antes trazazpika 2 1
bajábamos en todo el barrio», explica Janet, trabajadora sexual de prodigiosa memoria que detalla paso
a paso la evolución del Raval en las últimas tres décadas, en las que han visto reducido su lugar de trabajo
a las escasas dos manzanas que quedan de la calle Robador. Y a veces ni eso, porque la presión de la Guardia
Urbana es cada vez más asfixiante. «Cerraron los meublés y ahora nos precintan los pisos en los que trabajamos», explica, a su lado, Paula Ezkerra, que concurre a
las elecciones municipales en las listas de la CUP.
Tanto ella como Janet forman parte del colectivo Putas Indignadas, en el que se organizan para reivindicar
los derechos de las trabajadoras sexuales, en especial
de las que trabajan en la calle. «Piensa que nosotras
somos las más pobres dentro de la prostitución; nuestros clientes son pobres, de toda la vida», explica Janet,
que al mismo tiempo reivindica su dedicación a la
prostitución como una decisión «libre y soberana».
«Que no vengan con paternalismos, nosotras estamos
aquí porque así lo hemos decidido y, de hecho, tenemos entre nosotras a señoras de 70 años a las que
nunca les dejarían trabajar en clubs cerrados», concluye Paula, mientras Janet asegura, con la serenidad
de quien se sabe amparada por siglos de historia: «pueden hacer lo que quieran, a nosotras no nos moverán».
2 2 zazpika
Y eso pese a reconocer que la convivencia con los
nuevos vecinos de Robador (los inquilinos de las viviendas de protección oficial a las que prácticamente
ningún vecino pudo acceder por falta de recursos) es
tensa. «Echaron a los vecinos de toda la vida y a los
nuevos les vendieron la moto de que esto iba a ser
como el nuevo Born, pero esto ahora se parece más a
Palestina y ellos son colonos judíos», sentencia Janet.
Desde luego, por mucho que el Ayuntamiento se esfuerce, el Raval no es el Born, otro barrio del centro
histórico arrasado por la gentrificación y hoy en día
prácticamente dedicado al monocultivo del turismo.
Una de estas nuevas vecinas de Robador lo expresaba
en términos crudos en un reportaje de TV3: «Esto parece Karachi».
No es Karachi, es Barcelona. Los términos de la
descripción son evidentemente insultantes, pero se
refieren a una realidad que las estadísticas del Ayuntamiento recogen en cifras: un 56,5% de los vecinos
del Raval nació en otro país (frente al 22,2% de Barcelona) y el 48,7% no tiene nacionalidad española (16,7%
en Barcelona). Pero las mismas estadísticas ponen
de manifiesto otra realidad que tumba la tesis del
choque cultural como principal fuente de conflictos.
El Raval tiene una
fuerte presencia de
población migrante,
una realidad que,
muy a menudo, da
pie a discursos
criminalizadores.
zazpika 2 3
Una vecina camina por una de las
estrechas calles que conforman el
barrio, último reducto de un centro
histórico envuelto en papel de regalo
para los turistas.
2 4 zazpika
La cuestión no es que la mitad del barrio sea migrante, sino que se trata de un barrio pobre en su
conjunto. Tiene una densidad de 45.193 habitantes
por kilómetro cuadrado (son 15.800 en el global de
Barcelona), la renta familiar se sitúa 34,6 puntos por
debajo de la media de la ciudad y la esperanza de
vida de un vecino del Raval es de 73 años, frente a
los 81 años de media que vivirá un vecino de Sant
Gervasi, en la zona alta.
Esta realidad da pie muy a menudo a discursos criminalizadores (cada vez que una acción yihadista sacude Occidente, el Raval se llena, todavía más, de
Mossos d’Esquadra) y prácticas tremendamente estigmatizadoras, como parar constantemente a jóvenes de aspecto no europeo y, entre otras cosas, requisarles el móvil hasta que no demuestren con la
factura que es un aparato comprado. Discursos y
prácticas que alimentan una xenofobia de baja intensidad, menos visible pero mucho más extendida
que el racismo del «moro de mierda». Se trata del racismo de cambiar de acera cuando te viene un migrante de frente, o de echar la mano al bolso cuando
lo tienes al lado. En resumen, el racismo del «yo no
soy racista, pero...».
Contra esta xenofobia encienden las alarmas, desde
la asociación para jóvenes TEB, Susi Álvarez y Eva Lázaro, que advierten de que «algo no se está haciendo
bien» cuando los jóvenes no se sienten ni catalanes
ni españoles ni del país de origen de sus padres. «Se
sienten del Raval», explica Eva, en una afirmación
que enlaza, de nuevo, con el hilo histórico. También
Vázquez Montalbán decía que el día que cruzó la Gran
Vía y salió del Chino fue para él como salir del pueblo.
Susi y Eva se muestran convencidas, sin embargo, de
que la enfermedad (de la xenofobia) tiene cura y que
vendrá de la mano de los más jóvenes. Siempre, claro
está, que dejemos de insultarles llamándoles inmigrantes de segunda o tercera generación, cuando son
jóvenes nacidos ya en Catalunya. «En un taller de hiphop que tenemos para los críos, los más mayores propusieron hacer una canción sobre el racismo, pero
los más pequeños no sabían qué era eso», explica Eva.
Se trata de un proyecto que ya ha dado sus frutos
en forma de grupo de hip-hop. La Llama surgió al calor
del TEB, pero con autonomía absoluta; tienen ya cuatro canciones y se han convertido en un fenómeno
en el Raval, con letras relacionadas con sus vivencias
en el barrio, como la muerte de Juan Andrés Benítez
mientras era detenido violentamente por agentes de
los Mossos d’Esquadra (ocho de ellos están imputados)
en 2013.
«Veo en las calles, a través de los cristales, que la
policía nos trata como animales. Somos personas reales, aquí todos somos iguales», canta La Llama sobre
un suceso que impactó a la ciudadanía catalana y que
tuvo una espectacular respuesta por parte del barrio,
empezando por los vecinos, responsables de las grabaciones que hoy hacen posible la imputación de los
mossos. Una muerte violenta que puso encima de la
mesa, como dos caras de la misma moneda, los problemas de un barrio y la respuesta organizada de sus
vecinos. La prueba, definitivamente, de que «el conflicto es también fuente de riqueza», en palabras de
Iñaki García, libertario de largo recorrido que lleva 30
años dando cuerda a hilos históricos en El Lokal, desde
donde concluye: «Por mucho que lo intenten arquitectos y urbanistas, este barrio no es un museo, sino
una cosa viva». En el epílogo de “Matar al Chino”, el
antropólogo Manel Delgado lo explica mejor que nadie: «El plan urbanístico anhela una ciudad imposible
(…), el ingeniero de ciudades levanta sus estrategias
de domesticación, en el fondo ingenuas, puesto que
el objetivo de sojuzgar –la vida– es, por definición, invencible».
En la actual plaza Manuel Vázquez Montalbán, pisando cemento duro, rodeados por la sede central de
UGT en Catalunya, por las oficinas de su sectorial de
Mossos d’Esquadra y por el polémico hotel de lujo
Barceló Raval; entre bancos unipersonales y justo al
lado de un cartel en el que se lee «Prohibido jugar a la
pelota», un grupo de niños jugando a cricket le dan la
razón.
zazpika 2 5
EL DESASTRE BRITÁNICO QUE
ENCUMBRÓ A ATATÜRK
Se cumplen cien años de la conocida como Batalla de Galípoli. Los
diez meses de sangrienta campaña iniciados en febrero de 1915
certificaron la inapelable derrota de la tropas aliadas, dirigidas por la
Armada británica, y el auge triunfal del nacionalismo turco. Una
historia llena de errores que costó el puesto a Winston Churchill y
encumbró a Mustafá Kemal, el fundador de la República de Turquía.
Texto y fotografía: Miguel Fernández Ibáñez
ecep ojea las hileras de lápidas de Abide. Busca
una en especial, la que corresponde a los turcos que procedían de Tokat, de donde es
oriundo. Cuando la halla, su figura se yergue
y sus manos se elevan a la altura de la barbilla. En el
momento en el que las palmas miran hacia su cara,
comienza a rezar; lo hace por todos aquellos soldados
que fallecieron en la batalla de Galípoli. Cien años después, decenas de cementerios y monumentos atraen
a millones de personas que peregrinan por esta península enmarcada entre el estrecho de los Dardanelos
y el mar Egeo. La mayoría reza entre los recuerdos de
la épica otomana y del desastre británico.
Los Jóvenes Turcos, entonces liderados por Enver
Pasha, habían decidido unirse a las Potencias Centrales en la I Guerra Mundial. El evidente interés aliado
por repartirse las mejores plazas del Imperio condujo
a los otomanos al conflicto, uno más dentro de la
inercia bélica iniciada en el siglo XIX en sus vastas
fronteras. A finales de 1914, la resistencia de los mehmetçikler –como aún se conoce a los soldados turcos–
inquietaba en el Cáucaso al gran duque Nicolás, el comandante supremo de las fuerzas rusas, quien sugirió
a los británicos un ataque simultáneo contra los otomanos para dividirlos y así facilitar la expansión rusa
por Anatolia. El objetivo seleccionado por el entonces
primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill, fue
ni más ni menos que Estambul. En una rápida operación naval se eliminarían las anticuadas defensas otomanas de los Dardanelos para luego ocupar con un
pequeño contingente de fuerzas terrestres los puntos
clave. Un paseo militar que permitiría a sus acorazados
avanzar hasta la capital del Imperio surcando el mar
de Mármara. Esto provocaría, según las estimaciones
aliadas, que los otomanos abandonasen la guerra y
búlgaros e italianos se uniesen a su bando.
La misión, mal concebida desde el principio, se con-
R
virtió en el mayor desastre británico en la Gran Guerra.
No se tuvo en cuenta la histórica resistencia de la región y se infravaloró al “Hombre enfermo”, tal y como
era conocido el Imperio otomano. Los mapas eran imprecisos, minusvalorando el escarpado terreno al que
se debían enfrentar, y no se reparó en las extremas
condiciones climáticas de la región. La escabechina
dejó cerca de 150.000 muertes, la mitad otomanas, y
el doble de heridos. Una realidad que los ciudadanos
descubrieron de golpe, cuando la propaganda de guerra era ya insostenible.
«Fue una expedición enferma. Ellos (los Aliados) no
otorgaron los recursos suficientes –ni en hombres ni
en tecnología bélica– para lograr el objetivo. Además,
los Aliados, especialmente Francia y Gran Bretaña,
mostraron desacuerdos sobre la capacidad otomana.
La Quinta Columna del Ejército otomano demostró
que merecía un mayor respeto», recuerda el historiador australiano Rhys Crawley, autor del libro “Clímax
en Galípoli”. Serdar Halis Aktasor, cuyo abuelo fue comandante del 27º Regimiento otomano, coincide con
Crawley al destacar que «el mayor error de los Aliados
fue menospreciar al Imperio». Además, añade, «no estaban organizados, desconocían el terreno y la falta
de preparación de sus soldados, especialmente los de
Australia y Nueva Zelanda, convirtió la ofensiva en
algo muy complejo».
La campaña. En febrero de 1915, los acorazados franceses y británicos comenzaron a bombardear la boca
del estrecho de los Dardanelos. Durante un mes, el objetivo principal fue desgastar las defensas otomanas.
Esto evitó el factor sorpresa y los mehmetçikler se reorganizaron en los puntos clave de la región bajo la
dirección del general alemán Liman von Sanders, asesor militar del Imperio y jefe de la campaña de Galípoli. El primer éxito, valiéndose de la artillería móvil,
zazpika 2 9
fue evitar que los navíos aliados eliminaran por completo las hileras de minas sumergidas en el fondo marino del estrecho antes de la primera gran ofensiva,
iniciada el 18 de marzo.
Cuando en esa fecha la armada franco-británica se
aventuraba hacia el estrecho, las minas empezaron a
explotar con cada contacto, llevándose consigo varios
navíos y la vida de miles de soldados. Los Aliados tuvieron que retirarse en lo que fue el principio de una
serie de derrotas inolvidables y la evidencia de que
llegar a Estambul no sería tan fácil. La primera muestra la dio el general Ian Hamilton, jefe de la Fuerza
Expedicionaria del Mediterráneo, quien comunicó a
Londres que los Dardanelos no podían ser forzados
por los acorazados y, por tanto, necesitaban una operación militar terrestre de mayor envergadura.
Los británicos buscaban resultados positivos rápidos
para contentar a la opinión pública. El secretario de
Estado de la Guerra, Horatio Kitchener, pensó que en
cinco semanas se podría pisar la Península de Galípoli.
La urgencia se convirtió en un gran error: en abril,
78.000 hombres sin el entrenamiento adecuado desembarcaban en cinco playas del cabo Helles, en el
sur, mientras las fuerzas australianas y neozelandesas
(ANZAC, por sus siglas en inglés) lo hacían por el noroeste.
La idea era organizar un ataque simultáneo desde
estos dos puntos para así dividir a las fuerzas otomanas, que ya habían preparado un entramado de alambre de espino y trincheras interconectadas. En la madrugada del 25 de abril comenzó la operación. El
objetivo de las tropas francesas y británicas desde el
sur era el punto elevado de Alçitepe. No lo consiguieron. Las tropas ANZAC efectuaron otra ofensiva por
el noroeste para ascender hasta otros dos puntos clave:
Conkbayiri y Kocaçimen. El objetivo era obtener esas
dos posiciones para asegurar la parte baja y facilitar
el avance de las tropas británicas y francesas desde el
sur. Tampoco lo consiguieron. Como resultado, miles
de sus soldados perecieron y la alta moral inicial –cebada por la propaganda– se desplomó.
«El 25 de abril, Atatürk descendió hacia el frente de
Anzak con sus tropas y se anticipó a la ofensiva. A él
le dijeron que fuese al frente con un grupo de infantería, pero fue con el 57º Regimiento. Si hubiese ido
solo con la infantería, podría haber perdido todo, pero
él reconoció la importancia de la ofensiva», desgrana
Ataksor en una de las cientos de hazañas –muchas de
ellas inverosímiles– que se cuentan sobre Atatürk. Su
abuelo fue herido en esa ofensiva, pero, a pesar de
ello, continuó en la batalla hasta llegar a comandar
un regimiento, un ejemplo más de la pasión con la
que los mehmetçikler defendieron su tierra.
3 0 zazpika
Los Aliados reconocieron entonces que avanzar sería
una ardua tarea. Para protegerse de los constantes
bombardeos turcos, buscaron espacios en ese terreno
rocoso arropado por acantilados. Resguardarse se convirtió en algo primordial. «Caven, caven, caven trincheras», ordenaba el general Hamilton como única
solución. La batalla de Galípoli se convertía así en una
guerra de trincheras, en la que cada metro era un logro. La logística, enfocada a un ataque relámpago, supuso un nuevo problema: los servicios médicos eran
insuficientes, el agua tenía que ser traída desde Egipto
y la comida escaseaba. A pocos pasos, en el frente, otra
mala noticia emergía: los muertos se descomponían
y enfermedades como la disentería germinaban. «Había un enjambre de plagas que se reproducían en esos
cuerpos muertos sin enterrar, en tierra de nadie, de
donde fue imposible recuperarlos sin incurrir en nuevas bajas», relató el veterano Stanley Parker al periodista Joe Guthrie.
La estrategia otomana era bastante simple: contener
y a veces contraatacar, como sucedió el 19 de mayo.
Esto hacía a las tropas aliadas retroceder unos metros
que luego, a duras penas y con muchas vidas, recuperarían. La última gran ofensiva aliada llegó el 6 de
agosto. Refuerzos británicos desembarcaron en la bahía de Suvla para apoyar a las tropas ANZAC en Conkbayiri y Kocaçimen. El ataque debía de ser imponente
porque los mehmetçikler se retiraban hasta que, según
cuentan las diferentes versiones turcas, el teniente
coronel del 57º Regimiento, Mustafá Kemal, ordenó
una contraofensiva para luchar cuerpo a cuerpo, con
bayonetas, contra los aliados. «No les pido que ataquen, les pido que mueran. Eso dará tiempo para que
otros turcos ocupen nuestro lugar», espetó a los soldados para que le siguieran. Esta frase, como muchas
otras, ha pasado a la historia como símbolo de la resistencia turca. Tras esta batalla, Mustafá Kemal fue
ascendido al grado de pasha (general) y su mito no
dejó de crecer hasta fundar la República de Turquía y
ser conocido como Atatürk, que significa «el padre de
los turcos».
Después de esa confrontación, la situación apenas
varió en el frente. El mariscal Kitchener desembarcó
en Anzak el 13 de noviembre para inspeccionar los
avances. Tras un breve recorrido, tan breve como supuso la contienda, estimó que la orografía de la región
era infranqueable. En diciembre, los Aliados decidieron retirarse. El 9 de enero de 1916, las tropas abandonaban por completo los Dardanelos en la única misión
que salió bien, sin bajas y según lo esperado. El general
Ian Hamilton obtuvo un retiro anticipado y Winston
Churchill, que dimitió, anotó la mayor mancha en su
bélico currículum: la campaña de Galípoli, en donde
los Aliados desplegaron medio millón de tropas, se
saldó con cerca de 150.000 muertes, la mitad otomanas, y 400.000 soldados heridos. Todo para avanzar
una decena de kilómetros cuadrados.
El nacimiento de los nacionalismos. La batalla de
Galípoli fue un éxito para los Jóvenes Turcos y el embrión del moderno Estado turco. La exhausta Sublime
Puerta llevaba años tambaleándose en fangosas batallas en los Balcanes y el norte de África para mantener
sus vastas fronteras. El alto coste de la continua guerra
defenestró las regulaciones y reformas para modernizar el Imperio durante el siglo XIX. El sultán, que en
1914 ya no representaba el poder absoluto de sus antepasados, se había autoproclamado califa para atraer
el apoyo musulmán. Pese a ello, la sociedad miraba
con mejores ojos a los heroicos militares que evitaban
el ocaso del Imperio.
Tras la capitulación de las Potencias Centrales, un
nuevo Oriente Medio nació a costa del Imperio. Sin
tiempo para rehacerse, los otomanos tuvieron que luchar de nuevo contra el apetito colonizador aliado.
Entre 1919 y 1922 librarían la Guerra de Independencia
y allí, otra vez, destacó la valía militar de Mustafá Kemal. La contienda, vista hoy como un éxito, como una
salvación, trazó la base del actual Estado turco, en el
que pereció el régimen de los sultanes y nació el arraigado sentimiento nacionalista de tradición laico-militar que dominó la esfera pública hasta la llegada de
Erdogan.
«Atatürk es muy importante para nosotros. Él construyó este país y nos salvó de los colonizadores. Si no
hubiese sido por él, no existiría el país que conocemos», explica Recep ante las lápidas de sus antepasados. A sus 22 años, este joven turco mantiene la exagerada visión oficial enseñada desde la infancia:
Atatürk salvó el país, sin él no existiría el Estado turco.
Al igual que la mayoría de los visitantes de Galípoli –2,5 millones anuales–, no perdió a ningún familiar. A pesar de ello, estima a los mehmetçikler como a
sus allegados. Tras recorrer por primera vez este memorial, viaja en coche hasta el lugar en donde se haya
el monumento que conmemora a las tropas de la
Commonwealth. Allí reza por los que fueron sus enemigos, ahora convertidos en hermanos. Recuerda entonces parte de las palabras que en 1934 Atatürk dedicó a quienes perdieron su vida en los Dardanelos:
«Os hayáis en la tierra de un país amigo. Vosotros descansáis junto a los mehmetçikler. Ustedes, las madres,
quienes mandaron a sus hijos desde unos países lejanos, limpien sus lágrimas. Sus hijos descansan ahora
en el seno de los nuestros. Ellos están ahora en paz y
descansarán en paz aquí para siempre. Después de
De arriba a abajo, un
enorme mensaje
recuerda que en
Galípoli comenzó la
revolución turca, un
monumento que
representa a tres
soldados turcos en el
cementerio de Abide
y una mujer lee el
Corán entre las
lápidas de ese
mismo lugar. En la
doble página
anterior, imagen del
Atatürk Aniti, un
memorial dedicado
a la decisiva batalla
de Conkbayiri.
zazpika 3 1
perder sus vidas en esta tierra se han convertido en
nuestros hijos también».
Pero la contienda de Galípoli desencadenó otros
movimientos nacionalistas más lejanos. Australia conoció su independencia en 1901 y Nueva Zelanda en
1907. La primera vez que izaron su bandera en un
conflicto bélico fue en Galípoli. Las jóvenes naciones
sufrieron la muerte de 10.000 soldados y recuerdan
el día 25 como una de las fechas claves que desencadenaron el nacionalismo oceánico. «Galípoli ayudó a
Australia a articular la esencia de su nacionalismo en
la esfera internacional. En Versalles, por ejemplo, el
primer ministro dejó claro que hablaba para los
60.000 australianos –no británicos– que murieron
durante la guerra. Pero esto no significa que en Galípoli naciese el alma de una joven nación. De hecho,
3 2 zazpika
Australia llegó a ser una nación sin derramar sangre»,
explica Rhys. Este historiador de la Australian National University destaca que la batalla se vivió como
algo significativo en 1915, con las hazañas y desventuras de los australianos en la prensa, aunque también reportó la amargura y expectación propia de
una guerra: «En cierto punto fue algo por lo que sintieron orgullo. Para quienes perdieron a sus familiares fue un episodio traumático». Desde entonces, diferentes gobiernos han usado la llama del
nacionalismo para cohesionar una sociedad heterogénea. Durante la contienda, un quinto de las tropas
ANZAC había nacido en Gran Bretaña. La mayoría de
los combatientes eran campesinos, al igual que en la
mayoría de los actores de la guerra. Los aborígenes
no predominaron en el frente y, como bien refleja
en la película “Gallipoli” el director Peter Weir, había
quienes en zonas remotas desconocían la guerra en
la que había entrado su país.
Muchos aún se pueden preguntar por qué un país
tan alejado elige luchar a favor de Gran Bretaña, antiguo garante de la opresión hacia su pueblo. Crawley
apunta que «Australia y Nueva Zelanda tenían intereses propios. Australia veía que su propia seguridad
estaría en apuros si ganaban las Potencias Centrales».
La propaganda describiendo los “horrores” alemanes
en Francia y Bélgica apoyó la teoría de la necesaria intervención que los escépticos rechazaban. Allí, aunque
parezca hoy cómico, el padre del magnate de la comunicación Rupert Murdoch fue uno de los pocos que
quebró la censura aliada.
Cien años después, los eventos de la conmemora-
ción han servido a los políticos para obtener su particular rédito y a los ciudadanos, para recordar los mitos
de Galípoli: el comandante de la Armada Real británica
Martin Dunbar-Nasmith, el inseparable burro de John
Simpson Kirkpatrick, el poderoso cabo turco Seyit y,
sobre todo, el heroísmo de Atatürk.
Oceánicos y turcos comparten ahora una fraternidad especial forjada por el horror de la guerra. Recep
prefiere dejar a un lado los asuntos más escabrosos
de la contienda y piensa en la hermandad nacida del
sufrimiento. Camina unos metros por el memorial de
Abide, se da la vuelta, mira al mar y alza su mano derecha para señalar el mar Egeo. «Allí, a lo lejos, están
nuestros hermanos de ANZAC. Ahora son los turcos
de Oceanía. Esta conquista es lo más grande que trajo
Galípoli. El resto, ya lo puedes ver en las lápidas».
El monumento Abide
Sehitleri recuerda a los
soldados otomanos
muertos durante la
batalla de Galípoli. A la
derecha, arriba,
cementerio dedicado
al 57º Regimiento
otomano y abajo,
memorial Lone Pine,
dedicado a las tropas
de Australia y Nueva
Zelanda que perdieron
la vida en esa
confrontación.
zazpika 3 3
LA IRREDUCTIBLE
ALDEA PALESTINA
Texto y fotografía: Asier Vera
3 4 zazpika
Escondida entre colinas, a 15
kilómetros de Hebrón se halla
Susya, una aldea palestina que está
a punto de ser derruida y donde
300 personas viven en
rudimentarias tiendas de campaña
de plástico y hormigón. Su
población ha sido desalojada por
Israel en cinco ocasiones desde los
años 80, pero siempre ha regresado.
Es la lucha de David contra Goliat
en pleno siglo XXI.
n vehículo de gran cilindrada con las lunas
tintadas aparece de la nada y se queda parado
vigilando a escasos metros. Es imposible saber quién se encuentra dentro, pero su mera
presencia genera un clima de tensión. Se trata de un
colono judío al que no le gusta nada la presencia de
internacionales en Susya, al sur de Cisjordania. Sus
habitantes acaban de sufrir el último varapalo, después de que el pasado día 5 el Tribunal Superior de
Justicia de Israel autorizase al Ejército a derruir las viviendas alegando motivos arqueológicos. La sentencia
la dictó el juez Noam Solberg al negarse a emitir una
orden judicial para congelar la demolición de Susya y
esperar así a que el más alto tribunal del país resolviese
la petición que hicieron los residentes para continuar
viviendo en Susya.
La vida en este pueblo no es nada fácil. Se encuentra
aislado y a un kilómetro de un asentamiento judío,
U
cuyos habitantes tratan por todos los medios de que
la población de Susya abandone sus tierras: matando
a su ganado, cortando sus árboles, quemando sus tierras o tirando piedras a los pastores y a los niños
cuando acuden andando a la escuela.
La localidad más cercana es At-Tuwani, si bien para
llegar a ella los palestinos tienen que circular por un
camino lleno de baches y piedras al tener prohibida
la utilización de la carretera principal, de uso exclusivo
de los judíos. Son muchos los residentes de Susya y
At-Tuwani que hacen caso omiso a esta norma, como
Hafez Al-Hrieni, quien opta por acortar usando el impoluto vial de los israelíes, que se encuentra completamente vacío, pese a contar con dos enormes carriles.
En un momento dado, le adelantan dos vehículos
de colonos y uno de los conductores le saca la mano
indicándole que esa no es su carretera y que se aparte
hacia el camino rural destinado a los palestinos. Al-
Las viviendas de los
palestinos en Susya
son rudimentarias
tiendas de campaña
de plástico y
hormigón, sin
canalizaciones de
agua ni electricidad.
La población vive del
pastoreo.
zazpika 3 5
Los habitantes de
Susya han regresado
una y otra vez a su
aldea tras los cinco
desalojos sufridos. A
la derecha,
Mohammed alNawaja, de 70 años,
nació en una de las
cuevas de la antigua
Susya y no piensa
abandonar sus
tierras.
3 6 zazpika
Hrieni, acostumbrado a estos aspavientos, continúa
con una sonrisa en los labios sin hacer el mínimo
amago de abandonar la ruta, a pesar de que sabe que
en cualquier momento el colono puede llamar a la
policía israelí, que podría proceder a su detención
por incumplir la ley. Esta zona se halla en el Área C
de Cisjordania, donde Israel supervisa la seguridad
después de la ocupación ilegal de suelo palestino
desde la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel
conquistó este territorio controlado por Jordania
desde 1948.
Uno de los habitantes de Susya es Mohammed alNawaja, quien a golpe de bastón camina despacio por
un terreno pedregoso y sin asfaltar, donde viven las
45 familias que se niegan a abandonar sus tierras
La excusa del parque arqueológico. Sin embargo,
Susya no es una zona ocupada más, es un pueblo irreductible. En Susya han vivido los palestinos desde que
se asentaran por primera vez en 1830, a pesar de que
en los últimos años ha sufrido cinco desalojos violentos
por parte de Israel, que arrasa las sencillas casas con
excavadoras. Los intentos de echar a este pueblo comenzaron en los 80, cuando más de una docena de familias fueron expulsadas de sus hogares para que Israel
pudiera establecer un parque arqueológico en sus tierras, al hallarse vestigios de la era talmúdica y el periodo
bizantino. Fue la excusa para expulsar a los palestinos
para irse a unos terrenos del Estado ubicados en la
cercana Yatta, tal como les ha propuesto el Gobierno
israelí. «Me gustaría acostarme una noche y a la mañana siguiente, cuando me despierte, no encontrar
a ningún colono», dice tajante Al-Nawaja, de 70 años,
que nació en una de las cuevas en Susya, donde vivían
hasta entonces los primeros moradores de esta aldea
y destruidas en los años 80 por el Ejecutivo israelí
para realizar trabajos de excavación arqueológica. El
anciano pronuncia estas palabras mientras sorbe un
té sentado en una silla de plástico en medio del poblado, al tiempo que su cansada mirada se dirige al
lugar en el que residen sus hostiles vecinos. Se trata
de un grupo de casas prefabricadas en las que viven
los colonos en los denominados outposts, protegidos
por el Ejército israelí. Concretamente, en Cisjordania
hay más de 125 asentamientos, a los que hay que sumar la docena existente en Jerusalén Este y más de
30 en los Altos del Golán, por lo que en total, la cifra
de sus casas que, entonces, tenían estructuras de piedra
robustas y estaban construidas sobre antiguas cuevas,
en una colina situada a un kilómetro de la actual aldea.
Antiguamente llamada Susya al-Qadima, se la conoce
también como Old Susya. Los problemas comenzaron
en 1983, cuando se construyó en este lugar un asentamiento judío para 60 familias. Tres años más tarde,
unos arqueólogos israelíes hallaron unos restos de una
sinagoga que data del siglo VI. Los colonos crearon con
ello una atracción turística en esta zona, denominada
“Susya: pueblo judío antiguo” y que en 2010 fue declarado Patrimonio Nacional. Cada año, la visitan miles
de personas, tanto de Israel como del extranjero, mientras que los palestinos tienen prohibida la entrada.
Resignados y tras ser expulsados en 1986 de sus casas,
los más de 1.500 palestinos que residían en la aldea se
trasladaron a escasos 500 metros para vivir en cuevas
y chozas de hojalata en un lugar llamado Rujum alHamri, de donde volvieron a ser desalojados en 1990 y
de colonos supera los 550.000 sobre una población
de 8,2 millones de israelíes.
trasladados por el Ejército en camiones a Zif Junction,
a 15 kilómetros de distancia. Muchos de ellos regresaron
a sus tierras para dedicarse de nuevo al pastoreo, pero
carecen de agua corriente y electricidad al tener prohibido conectarse a las redes de agua y luz. Además, tal
como explica Hafez Al-Hrieni, los palestinos no pueden
realizar ninguna nueva construcción en esta área, sino
que necesitan un permiso de Israel que nunca obtienen.
Ello ha obligado a la población de Susya a colocar cisternas para recoger el agua de la lluvia, mientras que la
electricidad les llega gracias a unos paneles solares donados por el Gobierno de Alemania. En época de sequía,
deben trasladarse hasta Yatta para comprar el agua, a
pesar de que las canalizaciones del asentamiento judío
atraviesan la aldea.
La pesadilla para este pueblo no había acabado aún,
ya que, después del de 1990, hubo otros tres intentos
de desalojo en 1991, 1997 y 2001. Destruyeron sus modestas viviendas y mataron a su ganado. Sin embargo,
los habitantes de Susya nunca se rindieron y en 2001
regresaron a sus tierras, tras apelar a los tribunales de
Israel, que les permitió volver de manera temporal,
después de que huyeran a Yatta. Ahora es el propio
Gobierno israelí el que ha pedido al Tribunal Superior
demoler el pueblo, al igual que ha hecho la organización pro-colono israelí Regavim.
A la espera de que los bulldozers acaben con todo,
la rutina continúa en este remoto lugar, cuyo silencio
solo es roto por el juego de varios niños, que se divierten ajenos a las preocupaciones de los adultos.
Uno de ellos muestra orgulloso su humilde cas sin
camas ni apenas muebles, alrededor de la cual hay
una destartalada granja con gallinas, pollos, ovejas y
perros. En un momento dado, un vehículo militar
estaciona a la entrada de la aldea y, desde su interior,
dos jóvenes soldados observan durante unos cinco
minutos el tranquilo devenir del pueblo. Es un recordatorio más de la omnipresencia israelí en territorio palestino.
Pese a las detenciones y el “acoso” que sufren, Hafez
Al-Hrieni incide en que «nadie quiere abandonar esta
tierra» y niega que existan razones arqueológicas para
expulsar a los palestinos. El único objetivo, denuncia,
es expandir aún más los seis asentamientos israelíes
que hay alrededor de Susya y de los 14 pueblos cercanos, donde residen 3.000 colonos.
Escoltados a la escuela. Son precisamente estos incómodos vecinos quienes hacen la vida imposible a
los palestinos, hostigándoles día tras día para obligarles a dejar sus tierras. Para ello, atacan con piedras
a los pastores cuando conducen el ganado a pastar
en unos terrenos que lindan con los territorios ocupados. Pero quienes sufren esta violencia casi a diario
son los menores, que tienen que pasar al lado de los
asentamientos cuando van a la escuela. No es extraño
que los menores reciban pedradas de los colonos,
tanto de adultos como de otros niños.
Esta circunstancia hizo que la organización italiana Operazione Colomba se instalara en la zona
(en 2004), con el objetivo prioritario de escoltar a
los escolares todas las mañanas. Sin embargo, tal
como relata uno de los integrantes de la organización, ni los propios internacionales que protegen a
los niños se libran de la violencia de los colonos. Precisamente, una voluntaria americana tuvo que ser
hospitalizada tras sufrir heridas en la espalda a consecuencia de una de estas agresiones, lo que, según
relata este miembro de Operazione Colomba, forzó
al Parlamento israelí a aprobar la protección de estos
menores. Desde entonces, el Ejército israelí los escolta
cada día, aunque casi nunca se presentan a la hora o
no llegan a completar el recorrido de 1,5 kilómetros
hasta la escuela, «dejándoles indefensos». «Les llamamos, pero pasan de todo», censura el integrante
de esta organización. Los voluntarios de Operazione
Colomba no pueden escoltar a los niños cuando lo
hace el Ejército, por lo que se limitan a observar desde
la distancia y lo graban todo con cámaras para denunciar cualquier situación de violencia ante la
Unión Europea y las Naciones Unidas.
«Los asentamientos se están comiendo, centímetro
a centímetro, cada vez más tierra», denuncia el voluntario italiano. Mientras, la vida sigue en Susya, donde
por un momento ha regresado la alegría, después de
que una familia llegue en un vehículo portando en el
maletero los nuevos corderos que acaba de parir una
oveja y que asegurarán su sustento económico.
zazpika 3 7
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