Cubierta Literatura.pmd - Ministerio de la Presidencia

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Revista de
Literatura
Revista de
Literatura
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
INSTITUTO
CSIC
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
Literatura
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
304 págs.
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Volumen LXXIV
Nº 148
julio-diciembre 2012
304 págs.
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Sumario
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
INSTITUTO
CSIC
http://revistadeliteratura.revistas.csic.es
www.editorial.csic.es
Literatura
Literatura
Revista de Literatura
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
Revista de
Revista de
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
julio-diciembre 2012
Sumario
1
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Revista de
Nº 148
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Literatura-2012-02_Literatura-2012-02 09/01/2013 9:11 Página 1
Volumen LXXIV
304 págs.
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
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Sumario
Revista de Literatura
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
Nº 148
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
Sumario
Volumen LXXIV
Revista de Literatura
304 págs.
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julio-diciembre 2012
Literatura
Revista de Literatura
Nº 148
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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
09/01/2013, 9:20
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Volumen LXXIV
Revista de
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Volumen LXXIV
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Volumen LXXIV
N.o 148 julio-diciembre 2012
Madrid (España) ISSN: 0034-849X
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Revista publicada por el Instituto de Lengua, Literatura y Antropología, CCHS, CSIC
Revista de Literatura, dedicada especialmente a la literatura española, publica artículos originales
de investigación literaria de carácter teórico general, crítico, histórico, erudito o documental. Aparecen dos números al año, de más de trescientas páginas cada uno, correspondientes a un tomo.
Edición electrónica: http://revistadeliteratura.revistas.csic.es.
The journal Revista de Literatura, especially devoted to Spanish literature, publishes original articles
of literary research of general theoretical, critical, historical, scholarly or documentary character. Two
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ISSN: 0034-849X
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Volumen LXXIV
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
SUMARIO
Págs.
ESTUDIOS
IGNACIO ARELLANO
Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
387-400
MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN
Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the
19th Century.
RUSSELL P. SEBOLD
Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
J. RAMÓN PRIETO LASA
Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
401-428
429-446
447-472
MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones
en la literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui. The Evidential Value of Emotions in XIX Century
Literature.
473-496
382
SUMARIO
Págs.
FERMÍN EZPELETA AGUILAR
El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El Jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding
schools.
497-516
GABRIEL INSAUSTI
El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
517-540
JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
541-554
MÓNICA MARÍA MARTÍNEZ SARIEGO
La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio's Diario de una maestra.
555-570
EPICTETO DÍAZ NAVARRO
Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo
Sisí, de Miguel Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes' El Camino and Mi idoltrado
hijo Sisí.
571-586
NOTAS
MATILDE CONDE SALAZAR
César y los personajes de Catón, un republicano contra
César, de Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater's Catón, un republicano
contra César. History and literature.
589-606
RESEÑAS
GÓMEZ REDONDO, FERNANDO: Historia de la prosa medieval castellana, por JOSÉ MANUEL PEDROSA ......................
609-612
LACARRA, MARÍA JESÚS y JUAN MANUEL CACHO BLECUA:
Historia de la literatura española. 1. Entre oralidad y
escritura. La Edad Media, por JOSÉ MANUEL PEDROSA .
612-615
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 5-6, ISSN: 0034-849X
383
SUMARIO
Págs.
PEYREBONNE, NATHALIE y PAULINE RENOUX-CARON (eds): Le
milieu naturel en Espagne et en Italie. Savoirs et représentations (XVe-XVIIe siècles), por MARC VITSE .................
615-618
RYJIK, VERONIKA: Lope de Vega en la invención de España: el drama histórico y la formación de la conciencia
nacional, por ANTONIO SÁNCHEZ JIMÉNEZ .........................
618-621
MOLL, JAIME: Problemas bibliográficos del libro del Siglo de
Oro, por ISMAEL LÓPEZ MARTÍN ..........................................
621-623
FERRI, J. M. & J. C. ROVIRA (eds.): Parnaso de dos mundos.
De literatura española e hispanoamericana en el Siglo de
Oro, por HELENA ESTABLIER PÉREZ .....................................
623-624
ARELLANO, IGNACIO: Los rostros del poder en el Siglo de Oro:
ingenio y espectáculo, por VICTORIANO RONCERO LÓPEZ ...
624-627
LARA ALBEROLA, EVA: Hechiceras y brujas en la literatura española de los Siglos de Oro, por ALFONSO BOIX JOVANÍ ....
627-630
JOVIO, PAULO: Diálogo de las empresas militares y amorosas,
SANTIAGO U. SÁNCHEZ ..........................................................
630-633
MATAS CABALLERO, JUAN; MICÓ, JOSÉ MARÍA y PONCE CÁRDENAS, JESÚS (dirs.): El duque de Lerma. Poder y literatura
en el Siglo de Oro, por ÁNGEL LUIS LUJÁN .......................
633-635
CERVANTES, MIGUEL DE: Novelas ejemplares. La gitanilla.
Rinconete y Cortadillo, por ADRIÁN J. SÁEZ ......................
635-638
NAVARRO DURÁN, ROSA: Tres personajes satíricos en busca
de su autor. Lázaro de Tormes, el atún Lázaro y Caronte
en su diálogo con Pedro Luis Farnesio, por DIANA
BERRUEZO SÁNCHEZ ...............................................................
638-640
TIRSO DE MOLINA (FRAY GABRIEL TÉLLEZ): Obras completas. Primera parte de Comedias, I. Palabras y plumas. El pretendiente
al revés. El árbol del mejor fruto, por ADRIÁN J. SÁEZ ..........
640-643
PÉREZ MAGALLÓN, JESÚS: Calderón. Icono cultural e identitario del conservadurismo político, por MARINA MESTRE
ZARAGOZA ..............................................................................
643-646
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 5-6, ISSN: 0034-849X
384
SUMARIO
Págs.
FERNÁNDEZ SAN EMETERIO, GERARDO: Melchor Fernández de
León: la sombra de un dramaturgo. Datos sobre vida y
obra, por GUILLERMO GÓMEZ SÁNCHEZ-FERRER ..................
646-648
AZARA, JOSÉ NICOLÁS DE: Epistolario (1784-1804), por JORGE
CHEN SHAM ............................................................................
648-651
ARREGUI, JUAN P.: Los arbitrios de la ilusión: los teatros del
siglo XIX, por ALBERTO CONEJERO LÓPEZ ...........................
651-653
FERNÁN CABALLERO: Obras escogidas, por JULIO RODRÍGUEZLUIS ........................................................................................
653-655
LABANYI, JO: Género y modernización en la novela realista
española, por AURELIE VIALETTE .........................................
655-658
PACO, MARIANO DE: El teatro de los hermanos Álvarez Quintero, por JUAN AGUILERA SASTRE ........................................
659-661
CASTELLANO, PHILIPPE (ed.): Dos editores de Barcelona por América Latina. Fernando y Santiago Salvat Espasa. Epistolario
bilingüe 1912-1914, 1918 y 1923, por RAQUEL JIMENO .........
661-663
RÍOS CARRATALÁ, JUAN ANTONIO: Hojas volanderas. Periodistas y escritores en tiempos de República, por RAFAEL
ALARCÓN SIERRA ...................................................................
663-666
HUERTA CALVO, JAVIER (ed.): Leopoldo Panero. En lo oscuro,
por GABRIELE MORELLI .........................................................
666-669
AA.VV.: Colección Poetas y Poéticas, por JUAN C ARLOS
ABRIL ......................................................................................
669-670
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 5-6, ISSN: 0034-849X
E S T U D I O S
Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 387-400, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.295
Lope y Boccalini:
Tres sonetos de Tomé de Burguillos
Ignacio Arellano
GRISO. Universidad de Navarra
RESUMEN
Se analizan tres sonetos de Lope contra el italiano Traiano Boccalini, incluidos en las Rimas de Tomé de Burguillos, mostrando la necesidad de comparar el texto de Lope con el de los
Ragguagli di Parnaso, en su versión original italiana, y no en la traducción de Perez de Sousa,
que elimina pasajes necesarios para entender los juegos de Lope.
Estos tres sonetos son buena muestra de la complejidad que puede tener este ejercicio de
agudeza de Lope, cuya poesía no se puede calificar sin más de llana, sencilla o clara: es una
poesía conceptista llena de juegos, alusiones y referencias intertextuales que deben ser aclaradas si se quiere aplicar a estos poemas el tipo de lectura que exigen.
Palabras Clave: Lope, poesía conceptista, sátira.
Lope and Boccalini:
Three sonnets of Tomé de Burguillos
ABSTRACT
The article analyzes three sonnets of Lope against Traiano Boccalini included in the Rhymes
of Tomé de Burguillos, showing the need to compare the Lope´s text with the italian original
version of Ragguagli di Parnaso, not with spanish translation of Perez de Sousa, because in this
translation are deleted essential passages to understand the game of wit of Lope.
These three sonnets are a good example of the complexity of this exercise of conceptism in
Lope, whose poetry can not be described as plain, simple and clear: it is a difficult poetry full
of games, intertextual allusions and references that should be clarified applying the type of
appropiate reading.
Key words: Lope, Conceptism, Wit, Satirical poetry.
Lope en sus Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos
endereza tres sonetos (núms. 104, 105 y 141), contra Traiano Boccalini siendo este autor, como apunta Mercedes Blanco «la única persona atacada bajo
su propio nombre en todo el libro», quizá, sugiere la estudiosa, por haberse
puesto de moda los Ragguaggli di Parnaso en la traducción de Pérez de Sousa
388
IGNACIO ARELLANO
publicada en 1634, y en todo caso «por indignación patriótica frente al antiespañolismo de la obra» (Blanco, 2000: 221)1.
La obra de Boccalini tuvo bastante difusión y la manejan escritores tan
importantes como Gracián, Quevedo, Saavedra Fajardo o el propio Lope de
Vega2, pero no me interesa en este momento analizar los detalles de la obra
de Boccalini, ni los problemas de su difusión, sino proponer un comentario
filológico para los citados sonetos, cuyas alusiones y agudezas me parece que
requieren todavía algunas palabras más de las que les han dedicado hasta la
fecha los editores y estudiosos de la poesía lopiana.
Los dos primeros que llevan en las ediciones modernas3 los números 104
y 105 están relacionados y deben leerse conjuntamente: el primero admite
lectura autónoma; el segundo no se entiende sin la referencia al anterior.
El 104 se titula «A los Raguallos de Bocalini, escritor de sátiras»:
Señores españoles, ¿qué le hicistes
al Bocalino o boca del infierno
que con la espada y militar gobierno
tanta ocasión de murmurar le distes?
El alba con que siempre amanecistes
noche le quiere volver de escuro invierno
y aquel Gonzalo y su laurel eterno
con quien a Italia y Grecia escurecistes.
Esta frialdad de Apolo y la estafeta
no sé que tenga tanta valentía
por más que el decir mal se la prometa,
pero sé que un vecino que tenía,
de cierta enfermedad sanó, secreta,
poniéndose un raguallo cada día.
5
10
Los editores modernos informan sobre Boccalini y su obra y añaden un
aparato de notas que me parece conveniente ampliar y corregir en su caso. La
última editora, Cuiñas Gómez, inicia sus notas en el v. 2 (los demás editores
no hallan nada que anotar hasta el v. 7) comentando el nombre de Bocalino:
Algún tipo de etimología inventada acerca de su nombre. Quizá se refiere a un
compuesto de «boca» y «Lino», personaje mitológico, gran músico y hermano de
1
No me parece buena razón la primera apuntada, como diré después, aparte de ser las fechas muy cercanas. Las Rimas de Burguillos aparecen en el mismo 1634. La aprobación de
Quevedo se firma el 27 de agosto de 1634. La de Valdivielso el 17 de agosto de ese año. Las
dos primeras centurias de los Ragguagli aparecieron en las prensas venecianas en 1612 y 1613.
2
Ver Beneyto, 1949; Blanco, 1998. Más antiguo y dedicado a la prosa es R. H. Williams,
1946.
3
Uso principalmente las ediciones de Carreño, 2002; Rozas-Cañas Murillo, 2005 y Cuiñas
Gómez, 2008. La numeración de Carreño es diferente porque numera también los dos poemas preliminares, de modo que en su edición estos sonetos son los núms. 106, 107 y 143.
La puntuación es mía.
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Orfeo, al que se asimiló cada vez más, por lo que se le puede relacionar con el
infierno. O quizá por ser palabra cercana al italiano «boccalone» que significa
«maldiciente», su boca es como un infierno para los demás, a los que critica.
Todas estas hipótesis son ociosas, si se tiene en cuenta que la forma Bocalino es una simple españolización normal en la época; Gracián lo llama en
otros lugares Boquelino4; en la Agudeza y arte de ingenio, Discurso L, II,
Bocalino; en el catálogo de los libros de Lastanosa (Biblioteca Real de Estocolmo, manuscrito U-379) se cita de este modo: «Avisos del Parnaso, de Trajano Bocalino. En italiano. En 4º. Venecia 1612»5. De manera que la forma
Bocalino no tiene mayores connotaciones ni alusiones. El juego conceptista
radica en una disociación de Bocalino en boca (-lino), para utilizar el primer
segmento como etimología burlesca en contraposición con la frase hecha «boca
del infierno» «se llama por metáfora el maldiciente, mordaz o blasfemo» (Aut),
por alusión a la maledicencia satírica que caracteriza a Boccalini.
Por el contrario, en el v. 5 «El alba» no establece simplemente un contraste con la noche «para recalcar la gloria española frente al tratamiento que
Boccalini le otorga en sus escritos» como apunta la editora, única que considera conveniente anotar el pasaje. Es un juego onomástico algo más complejo alusivo a las críticas de Boccalini al duque de Alba, don Fernando Álvarez de Toledo.
Este punto revela un detalle significativo. Podría ser que los Avisos del
Parnaso del italiano se pusieran nuevamente de moda gracias a la traducción
de Pérez de Sousa, publicada en 1634, como sostiene Mercedes Blanco, y que
este soneto responda «a esta nueva vigencia de la obra italiana» como asegura Gómez Cuiñas, pero ya he señalado la cercanía de las fechas que hacen
difícil aceptar esta explicación. Sea como fuere, apunta con razón Beneyto
(1949: 104):
Pero no es sólo la edición de Pérez de Sousa el cauce del boccalismo en España.
Las bibliotecas recogen textos italianos manuscritos del mismo autor; así, conocemos un ejemplar de los Ragguagli, procedente de la librería del Conde de Miranda, y hoy conservado en la Nacional, y allí mismo existen copias de los discursos boccalinianos sobre Tácito y sobre Agrícola.
En cualquier caso lo que importa subrayar es que Lope no está manejando la traducción de Pérez de Sousa, donde falta precisamente el aviso 51 de
la segunda centuria, que es el dedicado al duque de Alba, y que fue eliminado, como otros pasajes en los que se atacaba demasiado crudamente a los
españoles. Vuelvo a citar a Beneyto (1949: 105):
4
Gracián, Criticón, II, p. 160. En algunas ediciones de los Raguallos el nombre del autor
aparece en la forma «Boccalino». Ver nota de Romera Navarro al pasaje aducido del Criticón.
5
Ver Proyecto Lastanosa, <http://www.lastanosa.com/>. Lope lo llama Becolín en el
soneto 141, vv. 1 y 9, variación burlesca (en el título de ese soneto «Bocalino»).
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IGNACIO ARELLANO
Aunque nada se diga en el prólogo ni en la aprobación de la censura, que, al
contrario, como notamos, juzgan muy favorablemente esta producción, fácilmente se advierten las mutilaciones realizadas en la traducción de Pérez de Sousa. Se
suprimen en ella dos tipos de temas: a) las posibles alusiones cortesanas, es decir, lo que puede herir al político suspicaz, y b) las referencias concretas a las
acciones de los españoles en Flandes o en Italia, mal vistas por el autor, o la actitud general de la Corona.
La traducción de Perez de Sousa salta del aviso 50 al 526. Lope se está
refiriendo a las ediciones italianas donde se recogen estos ataques, o ha leído
alguna copia manuscrita que los incluye. Cito algún fragmento del aviso 51
que ayuda a comprender por qué Lope protesta de que Bocalino quiera convertir en noche la claridad del «alba»:
Gli achei, per la crudele esecuzione dal Duca d’Alva fatta contra i due capi del
popolo straordinariamente infuriati con le armi pubbliche lo cacciano di Stato
Mentre il duca d’Alva nel suo principato degli achei, dopo il risentimento che fece
contra i due primir soggetti del popolo, del quale si è scritto con le passate, con
usar severità grande di molte occisioni cercava di assicurarse in Stato, il negozio
della quiete del suo principato sempre piú è andato difficultandose, non sempre
essendo vero che l’estirpar ne’primi anno dagli Stati nuovi e sospetti i soggetti
per nobiltá, per séguito, per valore e per richezze piá eminenti, liberi i prencipi
dalla gelosia c’hanno della nobiltá e del popolo [...] la severitá del duca d’Alva
operò l’effetto (che sempre cagionar suole in quelle nuove tirannidi, le quali, per
le atroci discordie che regnano tra la nobiltá e il popolo, si sono intruse nelle patrie
libere) di riunir in una perfetta caritá, in un sviscerato amore il popolo con la
nobiltá, solo affine di ricoverar con l’unione quella libertá che per le pazze discordie civili altri ha perduta [...] con facilitá grande lo cacciarono di Stato; e giá sono
due giorni che’ duca d’Alva fuggendo si ricoverò in Parnaso, e subito fu a far
riverenza a Sua Maestà, dalla quale non solo con pessimo occhio fu veduto, ma
piú che molto si dolse con esso lui, che cosí malamente si fosse ingannato del
concetto nel quale lo aveva. Il duca volle allora scusarsi e molti ragioni adurre in
sua discolpa, quando Apollo gli comandò che tacesse, e appresso li disse che un
suo pari pur doveva sapere che per indurre un popolo nato libero a quietamente
ricever tutta la servitù, somma imprudenza era, come aveva fatto egli, usar
ne’primi mesi le crudeltadi e la scoperte immanitadi contro i soggetti grandi dello Stato...7.
En el v. 7 Gonzalo es el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba,
como anotan todos los editores. Hay que añadir, para explicar su presencia en
el soneto, que también este general español recibe lo suyo en la segunda centuria, aviso 56, igualmente suprimido en la traducción de Pérez de Sousa.
6
Manejo la edición de 1653 citada en la bibliografía. En esta segunda edición de la traducción de Perez de Sousa se conserva el mismo orden de los avisos que en la italiana, lo
que no sucedía en la primera.
7
La versión italiana la cito por los Ragguagli di Parnaso e pietra del Paragone politico,
a cura di Giuseppe Rua, 1912.
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Lleva este aviso el epígrafe «Consalvo Ferrante Cordova, dal venerando collegio degli’istorici non avendo potuto ottener la confermazione tanto desiderata da lui del títolo si Magno, ad Apollo chiede altro luogo in Parnaso, di
dove è anco scacciato». Demuestran en el Parnaso los enemigos de Gonzalo
que es un perjuro y ha cometido muchas fechorías en las regiones italianas,
y Apolo, indignado, le recrimina y lo expulsa:
Estremo dispiacer d’animo sentì Consalvo Corduba per la repulsa, ch’ebbe dall’eccelso collegio istorico, allora che gli niegarono la confermazione del titolo di
«magno»; e per far esperienza se anco in Parnaso i favori e le raccomandazioni
de’prencipi erano sufficienti per condurre i negoci dove non voleva la giustizia,
per aiuto ricorse al suo re Ferdinando. Al quale avendo raccontato il suo bisogno, da quel sagace re li fu risposto che in concetto di semplice l’averebbe tenuto ognuno che l’avesse veduto favorire un suo ministro per ottener quel titolo di
magno, che lui faceva picciolo; e ch’egli non aveva genio da commettere il grosso errore di cercar che ad altri si accrescesse quella gloria che grandemente scemava la sua riputazione; e che la coscienza gli dettava di non contravenire a quella
ben ordinata carità, la quale strettamente l’obbligava a cercar che la gloria tutta
dell’acquisto del regno di Napoli più si desse alla sua prudenza che al valor di
lui. Onde, per così risoluta e acerba risposta molto essendosi Consalvo addolorato, si presentò subito avanti Apollo; e gli disse che, poiché al virtuoso collegio
degl’istorici era piaciuto non giudicarlo degno di aver luogo tra Pompeo, Alessandro, Carlo imperadore e gli altri che per le loro gloriosissime azioni avevano
meritato il titolo di magno, li facesse almeno grazia di porlo nella squadra degli
uomini d’arme di Sua Maestà, nella quale egli vedeva il famoso Belisario, Bartolomeo d’Alviano, Pietro Navarro, Antonio da Leva, il conte di Pitigliano, Lorenzo
da Ceri e altri molti segnalati capitani. Graziosamente a Consalvo concedette
Apollo la grazia che desiderava; ma occorse che, mentre alla presenza di Sua
Maestà, con l’intervento dei primi soggetti militari di questa corte, si faceva la
cerimonia di consegnarli la solita sopraveste, il fiscal Bossio accusò Consalvo di
spergiuro Apollo, che in sommo orrore ha uomini incolpati di poca fede verso gli
uomini, nonché quelli che spergiuri sono stati verso Iddio, tre giorni di tempo
diede al fiscale di provar quella accusa; e trattanto comandò che nel negozio di
Consalvo si soprasedesse. Consalvo, per quella bruttissima imputazione gravemente
essendosi turbato, al fiscal Bossio disse ch’egli sempre aveva fatto professione di
uomo fedelissimo, e che non solo maravigliato, ma fortemente scandalizzato rimaneva che ad un suo pari, nato e allevato in un regno dove la fedeltà verso il
suo re e ogni uomo privato fioriva al pari di quello che in altra parte del mondo
si facesse, fosse data così scelerata accusa. A Consalvo rispose il Bossio che gli
piacesse di raccontare il caso della prigionia del duca di Calavria, come passò;
ché, da quello che in lei occorse, si sarebbe chiarito che egli contra ragione non
era travagliato. Disse allora Consalvo che, nella ròcca di Taranto avendo egli assediato il giovane duca di Calavria, figliuolo di Federigo ultimo re di Napoli, allora
che quel signore fece risoluzione di rendersi, capitulò con esso lui che libera autorità li concedeva di poter a sua voglia ritirarsi dove meglio li pareva, e che alla
sua promessa acquistò la fede dell’osservanza col giuramento che fece sopra la
sacrosanta eucaristia; ma che, contrafacendo poi al giuramento, si assicurò della
persona del duca, il quale con buone guardie mandò prigione in Spagna. Sdegnatissimo si mostrò allora Apollo contro Consalvo, e gli disse che così empia ed
esecranda azione affatto indegno lo rendeva della virtuosa stanza di Parnaso; che
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IGNACIO ARELLANO
però quanto prima uscisse dal suo Stato. Tutto confuso e attonito rimase Consalvo
per così orrenda sentenza che udì fulminatasi contro: e in sua discolpa disse che,
quantunque egli conoscesse quell’azione bruttissima, che, violentato nondimeno
dal buon servigio del suo re, era stato forzato farla; perché, appresso i buoni politici essendo regola molto trita che i prencipi sicuramente non posseggono gli Stati
conquistati mentre quei vivono che ne sono stati cacciati, affatto compiuta chiamar non si poteva la nobilissima vittoria dell’acquisto del regno di Napoli, quando egli non si fosse assicurato della persona di quel prencipe. In tanto da Apollo
buona non fu tenuta la scusa addotta da Consalvo, che, molto più essendoglisi reso
odioso, liberamente gli disse che in ogni modo tra due giorni avesse sfrattato da
Parnaso, dove non voleva che avessero ricetto quei che nelle azioni loro avevano
mostrato di più stimare il vil servigio degli uomini che la preziosa buona grazia
di Dio. Allora i maestri delle cerimonie di Sua Maestà dalla stanza cacciarono
Consalvo; il quale, mentre sconsolatissimo scendeva le scale del real palazzo, al
fiscal Bossio disse che apertissimo era il torto che gli veniva fatto, perché Cesare, che per fare acquisto dell’imperio romano non solo violò le leggi umane e le
divine, ma che fu primo autore della sceleratissima sentenza, che per cagion di
regnare tutte le cose altrui erano lecite, gloriosissimo si vedeva aver i primi luoghi in Parnaso, di dove egli con tanta ingiustizia era cacciato. Si è risaputo che a
Consalvo liberamente rispose il Bossio che l’esempio di Cesare non quadrava;
poiché altra cosa era far cose brutte per acquistar a se stesso un regno, altra commetterle per darlo al suo signore; che però dalle leggi di Dio e degli uomini
maggior castigo meritava il ruffiano, che per la sola malignità di un animo grandemente depravato si dilettava del mal operare, che colui il quale per fragilità del
fomite carnale commetteva le fornicazioni.
El v. 9 «Esta frialdad de Apolo y la estafeta», solo lo anota Cuiñas:
Estafeta: es el lugar desde el que se envían las cartas, y los «raguallos» de Boccalini son noticias del reino de Apolo («frialdad de Apolo») que el poeta transmite
a personas principales.
Pero el vocablo frialdad no debe interpretarse como ‘noticias del reino de
Apolo (frialdad de Apolo)’ (¿por qué habrían de ser frialdades estas noticias?
¿por qué no concordar en ese caso en plural?) sino como calificativo del
mecanismo alegórico propuesto por Bocalino: ‘esa invención de escribir unos
avisos como si fueran cartas llevadas por un cartero es una invención de muy
poco ingenio, sin gracia’ (fría: ‘sin gracia’; frialdad: «Significa también necedad, dicho u despropósito sin gracia ni viveza, que deja frío al que lo oye»,
Aut). La frialdad es ‘esa idea tan poco interesante de Apolo y la estafeta’.
Burguillos no advierte en ella tanta valentía8 aunque prometa el incentivo de
la sátira, porque siempre el decir mal de los demás atrae a los oyentes con lo
apetitoso de la murmuración.
Para el último terceto apunta Cuiñas Gómez:
8
valentía: «Se llama asimismo la fantasía, o viveza de la imaginación con que se discurre gallardamente y con novedad en alguna materia» (Aut). Es decir, lo contrario de frialdad.
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«raguallo» como remedio para sanar una enfermedad. Esta enfermedad es «secreta» esto es, la sífilis u otra enfermedad de tipo venéreo. Este es un dato que incide en el tono sarcástico, ácido y burlón de este soneto contra la obra de Boccalini.
Pero en realidad es un chiste escatológico, habitual en las sátiras contra
escritores: ‘un vecino sanó de una enfermedad secreta poniéndose un raguallo cada día: limpiándose el trasero con los escritos de Bocalino sanó de unas
almorranas’. La enfermedad secreta no puede ser aquí la sífilis, como anota
Cuiñas, sino afecciones anales. Añádase que la palabra secreta estaba connotada escatológicamente (no venéreamente) en la literatura burlesca del Siglo
de Oro, por su frecuente uso dilógico con el sentido de ‘letrina, necesaria’,
como en esta burla de Quevedo contra Góngora:
Ya que coplas componéis
ve que dicen los poetas
que siendo para secretas
muy públicas las hacéis.
Cólica dicen tenéis
pues por la boca purgáis... (Poesía original, núm. 826, vv. 1-6)
El motivo de usar los escritos de los ingenios enemigos para limpiarse el
trasero es tópico9. Quevedo, burlándose de unos poemas gongorinos contra el
río Esgueva, se dirige al mismo río10:
Guárdales, pues, respeto a versos tales,
que es muy necio juzgar cosas tan varias
el que nunca salió de entre pañales.
¿Decir que son las coplas ordinarias
siendo tan llenas de agudeza y tales
que aun son a ojos de todos necesarias?
Es decir: las coplas de Góngora son necesarias (juega con el sentido de ‘letrinas’) para los ojos (‘ojos traseros’) de todos, que se van a limpiar con ellas.
Y en otro soneto al mismo tema desarrolla estos motivos (servidores: ‘orinales’, ojos ‘traseros’, mojones ‘términos’ y ‘porción de excremento’):
Vuestros coplones, cordobés sonado,
sátira de mis prendas y despojos,
en diversos legajos y manojos
mis servidores me los han mostrado.
Buenos deben de ser, pues han pasado
por tantas manos y por tantos ojos,
aunque mucho me admira en mis enojos
9
Es uno de los motivos más difundidos en las sátiras contra escritores: ver Bajtín, 1974,
p. 105.
10
Soneto «Dime Esguevilla ¿cómo fuiste osado». Ver mis notas en Arellano, 1984.
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IGNACIO ARELLANO
de que cosa tan sucia haya limpiado.
No los tomé porque temí cortarme
por lo sucio, muy más que por lo agudo,
ni los quise leer por no ensuciarme.
Y así, ya no me espanta el ver que pudo
entrar en mis mojones a inquietarme
un papel de limpieza tan desnudo.
Mi interpretación se confirma en el soneto siguiente, que debe leerse como
continuación del que acabo de comentar: «Responde un amigo que sentía que
hablase tan mal de España»:
Burguillos, el raguallo no me ofrece
tanta seguridad, ni os la permito
que la lengua en que viene el libro escrito
peligroso remedio me parece.
Con poco y vil estudio le acontece
difusa fama al sátiro delito,
yo al bien hablar los hombres la remito,
que todo lo demás no la merece.
Los que no saben escribir en ciencia,
por la sátira van hacia la fama,
que nunca le faltó correspondencia;
aunque tiene tal vez el que disfama,
con ser para la frente diligencia,
en las espaldas del laurel la rama.
Nótese el chiste del primer cuarteto, no anotado por Carreño ni RozasCañas, ni tampoco percibido por Cuiñas, quien apunta: «3-4 ‘la sátira no es
el mejor tono para criticar a otro país, puesto que siempre se tratará de una
crítica destructiva’. Con el término ‘remedio’ hace referencia al final de soneto anterior y afirma que el raguallo ni siquiera serviría como remedio para
sanar una ‘enfermedad secreta’». La paráfrasis de la editora tiene poco que
ver con lo que el texto dice, y difumina detalles importantes como el hecho
de que el raguallo no solo no serviría como remedio para la tal enfermedad
aludida, sino que sería un remedio peligroso.
La clave es la mención de «la lengua en que viene el libro escrito» (referencia que los editores pasan por alto), es decir, la lengua italiana: ¿por qué
ese remedio de limpiarse el trasero con los raguallos no ofrece seguridad, si
tenemos en cuenta que están en italiano? ¿por qué ese remedio parece peligroso? Cualquier lector del Siglo de Oro captaría sin dificultad la alusión a
la tópica sodomía atribuida a los italianos. Sobre este tópico, entre muchos
otros ingenios, insiste Quevedo constantemente:
Mira que por Italia huele a fuego
dejar una mujer quien es marido:
no seas padrastro a Dido, padre Eneas. (Poesía original, núm. 558)
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Epitafio a un italiano llamado Julio
Yace en aqueste llano
Julio el italiano
que a marzo parecía
en el volver de rabo cada día.
Tú, que caminas la campaña rasa,
cósete el culo, viandante, y pasa. (Poesía original, núm. 635)
etc.11.
El segundo cuarteto puede traducirse: ‘el que escribe con poco estudio y
habilidad gana fama si halaga la inclinación de los lectores a la maledicencia
satírica; yo considero digno de fama al bien hablar, evitando la calumnia y la
sátira’. Lope, como insiste en el Arte nuevo, rechaza la sátira descarnada:
Pique sin odio, que si acaso infama
ni espere aplaudo ni pretenda fama (vv. 345-346)
En este contexto queda claro que el bien hablar o hablar bien del v. 7 no
se refiere, como piensa Cuiñas, al saber expresarse, reflejo de la cultura del
escritor («Lo que más importa al poeta es el saber expresarse, reflejo de la
cultura del escritor»), sino a la evitación del odio satírico, aunque eso le gane
una fama fácil y bastarda, que, ciertamente, sustituye a la que no puede ganar por su incompetencia artística. Corre, sin embargo, un peligro: el autor
satírico, que en alguna ocasión, en vez de ponerle la rama de laurel en la frente, se la apliquen a las espaldas. El pasaje parece despistar a los editores que
se han preocupado de anotarlo. Para Rozas-Cañas las espaldas «Aquí es un
eufemismo. Se refiere a la parte baja de la espalda, al ano y las posaderas»,
con una interpretación que me resulta misteriosa. No se me alcanza qué papel desempeñan aquí semejantes partes anatómicas. Cuiñas es evidente que
tampoco capta la imagen, la cual intenta explicar en una nota bastante confusa y que contradice el sentido del texto lopiano:
Del laurel la rama: si el laurel es el premio del buen poeta y se coloca en la frente del mismo, la rama del laurel representará algo de talento aunque más basto o
burdo, matiz que se acentúa al encontrarse en las espaldas y no en la frente, que
es donde lo llevan los verdaderos ingenios. Esto es, el que difama también ha de
tener talento para poder hacerlo bien.
Claro es que no dice esto el texto de Lope, pues acaba de negar ciencia y
estudio al satírico malintencionado, por lo que no puede en ningún caso corresponderle el laurel triunfal, que tampoco tendría sentido colocado en las
espaldas. Lo que significa el último terceto es que el maldiciente, buscando
Sobre este tópico ver Quevedo, Poesía original, núms. 146, 558, 597, 635, 795, 832;
Herrero, 1966, pp. 349-352.
11
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la fama (representada en la corona de laurel colocada en la frente) halla el
castigo por su delito (v. 6) y así recibe azotes con varas o ramas de laurel.
Azotar a los delincuentes o castigados por algún motivo era práctica habitual desde la antigüedad: con sarmientos —casi siempre— y ramas de laurel y
otros árboles azotaban, por ejemplo, a los soldados romanos que habían cometido alguna falta digna de tal sentencia, o a distintos reos (fustigados —con varas
gruesas— o flagelados —con ramas más finas— según los casos).
El 141 se titula «Dijo el Bocalino que un español que mató un italiano
en desafío no traía camisa»:
Ya, Becolín, que al español mataste,
fiesta que Apolo celebró con risa,
para decir que andaba sin camisa
vestido (aunque mentiste) le enterraste;
a nuestra usanza al español honraste,
que por la banda que al sentarse frisa
honesta de españoles fue divisa
que en lo forzoso y natural se gaste.
Si el de tu patria, Becolín, muriera,
¿quién duda que el cambray por todo extremo
hacia la parte occidental se viera?
Más estimo la burla que la temo,
que donde no se ve la oculta esfera
no ha menester camisa Polifemo.
Ninguno de los editores señalan la fuente de inspiración concreta de este
soneto, fuente que explica el caso a que se refiere. Se trata del ragguaglio IV
de la segunda centuria, que copio a continuación en su versión original:
In un duello seguito tra un poeta italiano e un virtuoso spagnuolo, trovandosi lo
Spagnuolo ferito a morte, prima che spirasse fece azione tanto virtuosa, che
Apollo col funerale censorio a spese pubbliche comandò che fosse portato alla
sepoltura.
Per gelosia della dama grave disparere nacque li giorni passati tra un virtuoso
spagnuolo e un poeta italiano, i quali, essendosi sfidati a singolar battaglia, in
mezzo il fòro di Bellona vennero alle mani; e la quistione fatta senz’armi da difesa molto fu crudele, percioché, essendo armati solo di corti e pungentissimi
terzetti, al primo assalto risolutamente vennero alle prese: e la quistione ebbe
questo fine: che lo Spagnuolo, trafitto da due mortalissime pugnalate, cadde in
terra, e ad un suo caro amico, che subito corse per aiutarlo, disse queste parole:
—Hermano, azeme plazer d’enterrarme, sin che ninguno me desnude;— e, questo detto, per la gran copia del sangue che sparse da quelle ferite, morì. L’instanza,
che fece questo Spagnuolo all’amico di non essere spogliato, essendosi sparsa per
Parnaso, tanto maggior curiosità, come accade nelle cose vietate, mosse in ognuno di vederlo ignudo, quanto ella veniva fatta da un uomo di quella sagace nazione, che non solo non parla mai a caso, ma che di bocca non si lascia uscir
parola che non abbia più misteri, e tutti sensati. Onde anco in Apollo nacque
curiosità grande di chiarirsi per qual cagione quel letterato nello stesso punto della
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LOPE Y BOCCALINI: TRES SONETOS DE TOMÉ DE BURGUILLOS
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morte con tanto affetto avesse chieduto di non essere spogliato; di modo che,
avendo comandato che fosse nudato, fu trovato ch’egli, che tanto andava lindo e
attillato, che un collare portava di così nobil lavoro che più valeva che il vestito
che aveva indosso, era senza la camicia: di che Parnaso tutto fece risa molto grandi. Solo Apollo attonito e grandemente stupefatto rimase per quella novità, e in
infinito esaggerò l’atto virtuoso di quel letterato, che anco nella stessa agonia della
morte sopra ogni altra cosa talmente si fosse ricordato della sua riputazione, che
avesse chiusi gli occhi col zelo del suo onore; per lo quale eccesso di virtù, che
chiarissimo indizio era di animo sopramodo grande, comandò che del danaro
pubblico con la pompa censoria li fossero fatte le esequie: il che con tanto concorso de’ letterati di tutte le nazioni fu eseguito, che nemmeno allo spettacolo de’
famosi trionfi romani giammai fu veduto concorrer numero di popolo maggiore.
Flavio poi Quintiliano, nell’orazion funebre che ebbe in lode di quel virtuoso,
molto esaggerò la felicità della potente monarchia di Spagna, la grandezza della
quale disse che non stava posta nelle fucine di oro e di argento del Perù, della
Nuova Spagna, del Rio della Plata e della Castiglia dell’oro, nemmeno ne’ regni
ch’ella possedeva senza numero, ma nella sola qualità della sua onoratissima nazione; poiché chiaramente essendosi veduto che quel virtuoso spagnuolo in quella sua grandissima calamità prima avea cercato di rimediare che danno alcuno non
patisse la sua riputazione, che avesse fatto instanza che li fossero medicate le ferite,
avea fatto conoscer ad ognuno, propriissimo della onorata nazion spagnuola esser posporre la cura della vita al zelo della reputazione, e che nelle loro azioni
più premevano gli spagnuoli nella cura di non commettere indignità, che in vivere. E la sua orazione chiuse Quintiliano con una atroce invettiva contro i filosofi,
i quali malamente non ammettono che in uno stesso soggetto si possano ritrovar
due contrari, quando oculatamente negli Spagnuoli si vede regnar la molta apparenza e l’infinita sostanza, la vanità e la sodezza ne’ suoi maggiori estremi.
Es interesante la comparación de este ragguaglio en su versión original con
la traducción española de Perez de Sousa. Boccalini se refiere reiteradamente
a un «virtuoso español» que es un «letterato», calificativos que Perez de Sousa
suprime o cambia en «ingenioso», «el español», «discreto», «este hidalgo»,
«valeroso español»... Suprime también Perez de Sousa un dato crucial: el de
las armas de los dos contendientes, que en el original son «pungentissimi terzetti», armas propias del poeta italiano y el letterato español. Es decir, lo que
en Boccalini era una especie de parodia alegórica algo grotesca, en la que el
español perece por la puñalada de un terceto, se convierte en un desafío presentado como real por celos de una dama, de manera que el español pasa de
ser un virtuoso letterato a ser simplemente un caballero honrado que muere
en un desafío de honor. El resultado general es que en la traducción española
desaparece todo rastro de ironía burlona, y se convierte en un franco elogio
de la nación española, elogio que en la versión italiana es más bien sospechoso, y cuya índole satírica debió de captar Lope en el original, provocando su
respuesta poética en las Rimas de Burguillos.
Para la forma «Becolín» de vv. 1 y 9 sugiere Blecua12 y aceptan el resto
de los editores un juego alusivo al italiano «becco» ‘pico de ave’ y ‘nariz’
12
J. M. Blecua, en su ed. de Rimas de Burguillos, 1976.
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(también ‘boca’), que podría tener matiz caricaturesco o suponer en todo caso
un juego paronomástico y de falsa etimología. En el v. 2 altera Lope los detalles del texto aludido, ya que en el ragguaglio de Boccalini son los circunstantes del Parnaso los que ríen al ver que el español no tiene camisa, mientras que Apolo mismo queda estupefacto y atónito y pondera el hecho virtuoso
del español.
El detalle de ser enterrado vestido procede también de Boccalini, auque
el español ve incumplido su deseo por la curiosidad de los demás, que lo
desnudan y comprueban que no lleva camisa.
El segundo cuarteto invierte la burla de la falta de camisa: la usanza española es gastar solo lo forzoso, sin lujos ni excesos13. Resultaría indecoroso
e inútil gastar superfluidades en la «banda que al sentarse frisa», es decir, en
la zona de las posaderas, que es la banda («lado o costado», Aut) o zona que
roza (frisar ‘rozar’)14 con el asiento. Por eso no hace falta camisa. La interpretación de banda como «adorno militar usado como divisa, esto es, señal,
distintivo» que propone Cuiñas no puede funcionar en el contexto, y ha sido
provocado por la mención de «divisa» en el v. 7, donde significa, sí ‘señal
distintiva de los españoles’, pero la señal distintiva no es la banda, sino el
hecho de gastar solo lo natural y forzoso por la banda que frisa al sentarse.
En cambio Rozas-Cañas, que anotan mejor banda (‘lado, costado’) yerran al
interpretar frisa (que es presente, no infinitivo, en el texto lopiano) como
«Levantar y retorcer los pelitos de algunos tejidos de lana por el envés», acepción de Aut que no es operativa en el contexto. En este caso la sucinta anotación de Carreño va más certera (banda ‘lado, lugar’; frisa ‘frota, refriega’),
aunque hubiera sido conveniente explicar el sentido completo del cuarteto.
El primer terceto contrapone las figuras del español y el italiano: si hubiera muerto el italiano y lo hubieran desnudado habrían encontrado cubriendo su trasero (parte occidental) una camisa de cambray, tela muy fina, signo
de afeminamiento en este contexto, acusación tópica para los italianos que ya
ha sido comentada. Como recuerda Cuiñas la expresión «parte occidental»15
para referirse al trasero la usa Lope también en La Gatomaquia, v. 188 de la
silva I.
El poema termina con un chiste escatológico: poca importancia tiene una
burla tan falta de gracia; no hace falta vestir las partes que nadie ve. La oculta
13
Claro que abundan en el Siglo de Oro las críticas a los lujos y derroches vestimentarios,
y hasta abundan disposiciones legales contra el lujo y excesos, pero Lope presenta aquí el
modelo de español severo y poco inclinado a afeminamientos, a diferencia de los italianos.
14
Comp. Castillo Solórzano: «traía una vestidura de tafetán blanco para don Diego que
era al modo de un peinador, sino que por delante llegaba a frisar con el suelo y por detrás
arrastraba más de dos varas de falda» (Tardes entretenidas, p. 330).
15
Góngora llama «occidente» al trasero de Polifemo en el soneto «Pisó las calles de
Madrid el fiero», v. 11, donde el cíclope responde a sus críticos con dos truenos de su occidente.
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LOPE Y BOCCALINI: TRES SONETOS DE TOMÉ DE BURGUILLOS
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esfera es de nuevo el trasero, y Polifemo una metonimia por el trasero del
español. No radica la broma en denominar «Polifemo al español, un gigante
con respecto al italiano, esto es, superior a él», como anota Cuiñas. Ni basta
tampoco con anotar quién era Polifemo («Cíclope que interviene en la Odisea y que fue vencido por Ulises», nota estrictamente literal de Rozas-Cañas).
El rasgo pertinente en la agudeza final es el hecho de tener Polifemo un solo
ojo, lo que permite el chiste alusivo al ojo posterior, chiste reiterado en otros
textos del Siglo de Oro, como el soneto de Góngora «Pisó las calles de Madrid el fiero» o el de Quevedo «Este cíclope no siciliano», contra el Polifemo gongorino, poema (el de Quevedo) en el que se llama cíclope al culo, por
tener un solo ojo. La misma imagen usa Quevedo en Gracias y desgracias del
ojo del culo17:
tiene un solo ojo, por lo cual algunos le han querido llamar tuerto, y si bien miramos, por esto debe ser alabado, pues se parece a los cíclopes, que tenían un solo
ojo y descendían de los dioses del ver.
Estos tres sonetos a Boccalini de las Rimas de Tomé de Burguillos son
buena muestra, en suma, de la complejidad que puede tener este ejercicio de
agudeza de Lope, cuya poesía no se puede calificar sin más de llana, sencilla
o clara: es una poesía conceptista llena de juegos, alusiones y referencias intertextuales que deben ser aclaradas si se quiere aplicar a estos poemas el tipo
de lectura que a mi juicio exigen.
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Fecha de recepción: 9 de diciembre de 2009
Fecha de aceptación: 1 de julio de 2010
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 401-428, ISSN: 0034-849X
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Literatura y política: la función de la literatura
en las primeras décadas del siglo XIX1
María José Rodríguez Sánchez de León
Universidad de Salamanca
RESUMEN
En este artículo se estudia la transformación experimentada por la función pública desempeñada por la literatura en las primeras décadas del siglo XIX como consecuencia de su dependencia respecto de las circunstancias históricas, políticas e ideológicas. A través del lenguaje y
de la evolución de determinados conceptos estético-poéticos, se analiza cómo tras la Revolución
Francesa se desarrolla una idea patriótica de la literatura, basada en el racionalismo y la moderación ilustrados, y su conversión en fanatismo político, resultado de la Guerra de la Independencia y del debate ideológico que culminó con la proclamación de la Constitución gaditana de
1812. El propósito es demostrar la utilización que los escritores y las instituciones realizaron de
la literatura a lo largo de dicho periodo, los caracteres que la definieron y las conexiones que
guardó con la constitución en España de una verdadera conciencia ciudadana.
Palabras Clave: literatura, función pública, Ilustración, Cortes de Cádiz, ciudadano, sensibilidad, entusiasmo, patriotismo, fanatismo, sátira.
Literature and politics: The role of literature
in the first decades of the 19th Century
ABSTRACT
In this article we study the transformation in the public role played by literature in the first
decades of the 19th century as a consequence of its dependence on political, ideological and historical circumstances. Using language and the evolution of certain aesthetic-poetic concepts, we
analyse how a patriotic idea of literature developed after the French Revolution, based on enlightened rationalism and moderation, and how it was converted into political fanaticism as a
result of the Spanish War of Independence and the ideological debate that culminated in the
proclamation of the Constitution of Cadiz in 1812. The aim is to show how writers and institutions made use of literature during this period, the characteristics that define this literature and
how it was related to bringing about true citizen awareness in Spain.
Key words: Literature, Public role, Enlightenment, Cadiz Cortes, Citizen, Sensibility, Enthusiasm, Patriotism, Fanaticism, Satire.
1
Este trabajo es resultado de los Proyectos de investigación La teoría europea de los
conceptos estético-literarios en el siglo XVIII (18.KA4G), financiado por la Universidad de
Salamanca, y del Proyecto I+D+i Historia de la literatura española entre 1808 y 1833
(FF12010-15098) del Ministerio de Ciencia e Innovación.
402
MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN
1. INTRODUCCIÓN
El convulso periodo histórico comprendido por los años previos al Motín
de Aranjuez y el regreso el 11 de mayo de 1814 de Fernando VII al trono de
España constituye un lapso de tiempo en el que la literatura sufre similares
transformaciones a las que experimenta la sociedad civil y la política nacional. Así, si bien tras la Revolución Francesa se insiste en proclamar que las
bellas letras han de cumplir con la finalidad ético-política por la que abogara
la Ilustración, entre los escritores e intelectuales europeos del periodo existía
la conciencia de que debería hacerlo satisfaciendo los retos sociales y políticos de la nueva era. La literatura se valoró entonces como algo más que la
expresión artística de la filosofía moral. Se convirtió en un medio excepcional para educar políticamente a la ciudadanía que había de constituir las sociedades modernas. De ahí que se pusiera al servicio de las capacidades intelectivas y sensitivas del ser humano y se utilizara para educar en aquellos
sentimientos y afectos que se hallaban implicados en la organización políticamente legítima de los estados. Pero el devenir de los acontecimientos condicionará que se produzca una politización de la literatura que poco o nada
tendrá ya que ver con los ideales ilustrados o con los afanes liberales. La
poesía abandonará los ideales poéticos para expresar los sentimientos patrióticos. Me propongo, pues, analizar la evolución experimentada por la función
pública que se atribuye a la literatura en dos momentos cruciales de la historia nacional: los años posteriores a la Revolución francesa y durante la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz. Para ello se estudiarán aquellos conceptos estético-literarios que definen en cada momento las relaciones
de la literatura con la educación pública y la historia política. El objetivo es
mostrar la evolución de los mismos y el determinismo ejercido en cada caso
por la realidad circundante sobre el ser y el comportarse de la literatura.
2. LOS
INICIOS DEL SIGLO XIX: EL POETA COMO FILÓSOFO. LA UNIÓN ENTRE
RAZÓN, SENSIBILIDAD, PROGRESO Y PERFECCIÓN COMO FUNDAMENTOS DEL
PATRIOTISMO LITERARIO
Al finalizar el siglo XVIII y comenzar el XIX, la literatura asumió que
su función pública resultaba aún más relevante que la realizada en etapas
anteriores. Cuando la Francia revolucionaria había acabado con la aprobación
del despotismo como forma de gobierno, le correspondía educar en aquellos
sentimientos y afectos propios de sociedades que se juzgan a sí mismas como
libres. Su valor se cifra en que promueve, mediante la formación de ciertas
capacidades vinculadas a la razón y a la sensibilidad (como es el caso del
sentido común (Holt-Hoon, F. L. van y David R. Olson, 1987; Shaftesbury,
1995; Shaeffer, 1990 y Japaridze, 2000), de las emociones o de las pasiones),
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la formación de nuevos ciudadanos que, conscientes de sus responsabilidades
y deberes, preservarán aquel orden público y aquellos gobiernos ilustrados que
con su buen hacer demuestren proteger los derechos civiles.
No obstante, para que dicha función pública pudiera llevarse a término,
las enseñanzas transmitidas por medio de la literatura debían de sustentarse
en los principios fundamentales del racionalismo, esto es, sobre la base del
convencimiento y la explicación frente a la imposición, además de expresarse con moderación. Por eso desde la prensa periódica, en los artículos de crítica literaria y en los tratados de poética del periodo de entre siglos se insiste
en afirmar que la literatura, cuando demuestra de forma racional aquello que
los hombres inteligentes perciben como verdadero, permite el progreso intelectual de los ciudadanos, el perfeccionamiento moral de las sociedades y, a
consecuencia de ello, el mantenimiento del orden legítimamente establecido.
A este respecto, al principiar el siglo se insiste en manifestar la conexión
existente entre los términos razón y progreso y de ambos con los conceptos
de sensibilidad y perfección aplicados a la literatura y a los estudios literarios. Quien mejor sistematizó esta interrelación fue Mme. Stäel en su obra De
la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales, publicada en 1800. El propósito declarado en la introducción es examinar cuál
es la influencia de la religión, las costumbres y las leyes sobre la literatura, y
lo contrario, a saber, cuál es el influjo ejercido por esta sobre la religión, las
costumbres y las leyes (1800: I). Aunque la autora atiende a un concepto
amplio de literatura, pues incluye las obras filosóficas y las obras de imaginación (1800: I), sin embargo analiza el efecto que la poesía en sentido lato
ha de procurar sobre los lectores.
Desde su punto de vista, esta constituye un arte cuyo objetivo primero
consiste en emocionar a los hombres. Pero de este propósito inicial, más sensible que placentero, ha de derivarse un objetivo intelectual que conduzca al
ser humano a realizar acciones generosas: «Etudier l’art d’émouvoir les hommes, c’est approfondir les secrets de la vertu» (1800: VIII). La poesía debe,
por tanto, inspirar no solo sentimientos de admiración procedentes de la contemplación de la belleza sino que también debe proporcionar un conocimiento intelectual de lo que es bueno (1800: pp. X-XI). Este planteamiento tan
clásico y, al mismo tiempo, tan racionalista en su formulación supone una
actualización sociopolítica del aristotelismo basada en la convicción de que,
para avanzar social y moralmente, ha de educarse la razón y de que cuanto
más avance esta mayor será el progreso de las naciones: «La connoissance de
la moral a dû se perfectionner avec le progrès de la raison humaine» (1800:
172).
Establecer esta conexión entre conocimiento y moral suponía que la literatura en general no solo contribuía a mejorar intelectualmente al ser humano en tanto que individuo sino también como miembro de la res publica. El
papel desempeñado por ella en las sociedades modernas resultaba determinante
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en la evolución de las sociedades porque enseñaba valores a los ciudadanos
que la lógica y, por ende, su sentido de lo verdadero no podía cuestionar. Con
este planteamiento, característico del optimismo ilustrado y de la estética racionalista, se pretendía distanciar los tiempos modernos de las antiguas civilizaciones y el despotismo del absolutismo. En 1801 se dice en el Memorial
Literario refiriéndose a las diferencias entre ambas épocas: «Comparemos estos
siglos con el presente y veamos cuál merece la preferencia por la dulzura y
suavidad de costumbres, por la templanza de sus gobiernos, por la independencia de las naciones, y por la libertad, tranquilidad y conveniencia individual» (1801:18). El despotismo que desde los poderes públicos se ejerce en
las últimas décadas del siglo XVIII y primeras del XIX insta a los ciudadanos a aceptar racionalmente que el gobierno actúa guiado por el bien común.
No cuenta, al menos en apariencia, con la sumisión y el vasallaje como fundamentos de su estabilidad sino que asegura esta última en la demostración
intelectual de lo que conviene al conjunto del Estado y de la sociedad.
Desde esta perspectiva, los progresos de la literatura resultan del máximo
interés para el poder pues de ellos depende la supervivencia de los gobiernos
e incluso, como señalara Mme. Stäel, la conservación de la libertad (1800:
xxvii). En 1792 Leandro Fernández de Moratín, obviando, como es lógico,
aludir a la libertad, constataba en La comedia nueva la existencia de tal relación cuando uno de sus personajes afirmaba: «Los progresos de la literatura,
señor don Antonio, interesan mucho al poder, a la gloria y a la conservación
de los imperios. El teatro influye inmediatamente en la cultura nacional; el
nuestro está perdido y yo soy muy español» (1976: 117). Según de la cita se
desprende, en la medida que la literatura se acomodaba a las circunstancias
del presente, favorecía la estabilidad política de los estados. Pero «ser español» a comienzos del siglo XIX significaba para autores reformadores como
Moratín hijo comprometerse con la realidad circundante, reflejarla, representarla y juzgarla. Por eso sus comedias critican comportamientos y tipos socialmente negativos: El viejo y la niña, El Barón y La mojigata, sin ir más
lejos. La experiencia estética constituye de este modo una experiencia de la
demostración de tal manera que permite la independencia racional del sujeto
y su acceso al mundo de las luces. Moratín en su «Advertencia» a El sí de
las niñas aseguraba haber tenido que vencer la oposición de quienes se oponían al «progreso rápido de las luces y esta oposición poderosa han tenido que
temer los que han dedicado en ella su aplicación y su talento a la indagación
de verdades útiles y al fomento y esplendor de la literatura y las artes» (1976:
162). El poeta construye así un universo de la lógica sobre el que puede y debe
levantarse la vida en común. A este respecto, conviene señalar que los dramaturgos recurren a las leyes del arte para justificar que la comedia no hace
sino representar «costumbres nacionales» y una «moral practicable». De ahí
que la literatura y, en particular, el género cómico, se destinara a mostrar
costumbres contemporáneas que, siéndonos propias, sirvieran para adoptar
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comportamientos característicos del hombre de bien en la vida cotidiana o para
rectificar aquellos otros que se consideraban perniciosos. En 1803 el periódico madrileño El Regañón General definía así las costumbres:
[...] Pudiera decir[se], hablando en general, que son hábitos buenos o malos que
resultan del temperamento, de los usos, de las opiniones, y que forman el carácter de los hombres y de los pueblos. Los que han definido las costumbres dicen
que son la práctica de las acciones honestas, el cumplimiento de las obligaciones
que nos impone la sociedad, la virtud puesta en acción, y la inclinación a desempeñar nuestros deberes comprobada por la observación continua, y por la conducta
diaria del hombre de bien (1803: 473).
De este modo, lo que se plantea es que la sociedad contemporánea debe
regirse por un concepto moderno o, quizá sea más adecuado decir, modernizado de la virtud y que el conocimiento de esta última mejora al progresar la
razón humana. Tras la Revolución, lo que podemos denominar la pedagogía
democrática se constituye en Francia, Alemania y, por analogía, en España,
salvando por supuesto las distancias ideológicas, sobre la base de la moral y
de una idea renovada de la virtud. Diderot, Chénier, Goethe y la misma Stäel
invocan a la virtud, en sentido utilitario o idealista, como fundamento de la
política y de las instituciones. La moral se constituye en elemento articulador de las sociedades cuando los ciudadanos asumen sus deberes respecto del
Estado. De nuevo en palabras de Mme. Stäel:
La connoissance de la moral a dû se perfectionner avec le progrès de la raison
humaine. C’est à la morale sur-tout que, dans ordre intellectuel, la démonstration
philosophique est applicable. Il ne faut paut comparer les vertus des modernes avec
celles des anciens comme hommes publics; ce n’est que dans les pays libres qu’il
existe de généreux rapports et de constants devoir entre les citoyens et la patrie
(1800: 172)2.
Es evidente que España no podía considerarse una nación propiamente
libre. Pero tampoco era ya una sociedad sometida a la doctrina del Antiguo
Régimen. Años atrás ya lo había recogido el Espíritu de los mejores diarios
al afirmar:
En un gobierno equívoco o tumultuario, en el reinado de un tirano, son temibles
las costumbres porque como dicen relación a todo, a todo pueden conducir y un
déspota ha de temer mucho el tener vasallos cuya energía pueda excitarse por una
conciencia sana e irreprensible. Pero en un país en el que la filosofía ha hecho
2
Según la autora, no habían sido suficientemente estudiadas las causas morales y políticas que modificaban el espíritu de la literatura, argumento que sostiene su libro y que, aunque remite a Montesquieu y a Marmontel, no había sido desarrollado con anterioridad. En
el caso español, debe tenerse en cuenta que dicha interrelación se convierte en una constante entre los teóricos e historiadores de la literatura durante el Trienio Liberal cuando la literatura se estima como un instrumento individual de control social. Véase lo comentado en
Rodríguez Sánchez de León, 1999: 55-68 y 2004: 47-52.
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grandes progresos, en que las luces se propagan, en el reinado de un príncipe sabio,
bueno y virtuoso, las costumbres se han de apreciar, merecen toda consideración
y se han de restaurar en su verdadero estado. Pues, siendo el teatro [...] el lugar
en que puede aprenderse el gusto, me parece esencial el que se le obligue a que
siga las reglas de la razón y de la moral (1789: 139-140)3.
Por eso la literatura, el teatro, habían de asumir nuevos compromisos institucionales, compromisos que, en líneas generales, se basaban en la difusión
de los principios del buen gusto y en la transmisión de buenas costumbres:
«L’esprit républicaine —dirá Mme. Stäel— exige plus de sévérité sans le bon
goût, qui est inséparable des bonnes moeurs» (1800: 70).
Esta conexión política de las costumbres con las nociones de buen gusto y
moralidad que establece la escritora francesa se convertirá en una constante de
la literatura europea de comienzos del siglo XIX. El gusto constituye, como explica Munárriz al traducir a Blair, «una especie de poder compuesto en el cual la
luz de la razón más o menos se mezcla siempre con los impulsos del sentimiento» (1816 [1798], 39-40 y Rodríguez Sánchez de León, 2010: 37-56). Y esa vinculación con la inteligencia permite su corrección: «La corrección del gusto —se
dice en el Blair español— se refiere principalmente a la mejora que recibe esta
facultad por su conexión con el entendimiento» (1816: 30). Por eso, aunque se
admite la desigualdad entre los hombres en materia de gusto, se asegura que es
la facultad más perfectible de cuantas posee el ser humano (Blair, 1816: 23 y 24).
En efecto, siendo una facultad en origen natural, el gusto mejora a medida
que se educa y cultiva y la educación no es sino el resultado de un conocimiento
o, si se prefiere, del convencimiento de la razón (Blair, 1816: 23). De ahí que
la extensión de las luces implique la mejora intelectual del gusto el cual a su
vez asumirá las ventajas de la moral y el orden garantizando, en definitiva, la
supervivencia de los estados (Batteux, 1797: 105-108). Un gusto correctamente
educado permite, también en palabras de Munárriz: «alimentar en nuestras almas el patriotismo, el amor de la gloria, el desprecio de la fortuna externa y la
admiración de las acciones verdaderamente grandes e ilustres» (1816: 15-16 y
también Batteux, 1797: 105). En consecuencia, los poseedores de gusto no podrán sino defender valores morales (Batteux, 1797: 80). De este planteamiento
se infieren tres conclusiones: la primera, que las sociedades avanzan a medida
que los hombres de luces instauran el buen gusto en el común de las gentes; la
segunda, que cuanto más libres sean las sociedades mayor extensión y refinamiento ha de exigirse del gusto y, la tercera, que su divulgación constituye una
tarea que han de desarrollar ciudadanos excepcionales cuya idea del gusto y de
la moral les permite dirigir intelectualmente a sus compatriotas.
3
Explicaciones muy parecidas fueron utilizadas por los teóricos europeos y españoles para
el diferenciar el teatro antiguo del moderno. Véase a modo de ejemplo el discurso de Pedro
Estala en el que la sensibilidad constituye un concepto diferenciador de la actitud del espectador ante las representaciones trágicas y, en definitiva, de las civilizaciones (1793: 20-21).
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Comenzando por esta última cuestión, el literato de entre siglos ha de
comportarse ante sus semejantes como un auténtico filósofo. Si, como asegura el Memorial Literario en 1801, «la verdadera filosofía consiste en el uso
conveniente y adecuado del juicio y de la razón» (1801: 36), por filósofo se
entiende el hombre de luces que utiliza una forma lógica y rigurosa de pensar en beneficio de la humanidad (Álvarez de Miranda, 1992: 454-461)4. De
hecho, así lo proclaman dos artículos publicados en 1804 en El Regañón General. En ellos se manifiesta que la filosofía es «una ciencia práctica» que «procura la felicidad de los hombres» (1804: 255). En este contexto, el poeta se
erige en «maestro de los otros hombres» (Lista: 1821, 465)5 ya que reconoce
ser amigo del progreso, detractor del escolasticismo y defensor de la moral
católica y de la monarquía. Esto significa que su saber le permite indagar en
el conocimiento de la realidad, analizarla y proponer, cuando proceda, su reforma. Como escribió Maravall: «con lo que el siglo XVIII llama filosofía el
ilustrado quiere desentrañar el mundo para reformar la sociedad» (1976: 155)6.
Mas su anhelo de lograr la felicidad común le impedirá defender novedades
subversivas. Por el contrario, los cambios que institucionalmente se aprueban
habrán de referirse al progreso científico y a la prosperidad económica, social y moral de los estados que hace mejorar la monarquía. La idea de revolución que entonces se proclama ha de entenderse como evolución histórica.
En palabras de nuevo de Moratín: «Una extraordinaria revolución va a mejorar la existencia de la monarquía, estableciéndola sobre los sólidos cimientos
de la razón, la justicia y el poder» (1868: III, 200 y 210). La revolución tal y
como Moratín la entiende supone casi lo contrario de lo que el vocablo designa. La racionalidad que el poeta imprime a su ideología le permite alentar
cambios que serán percibidos como positivos pero nunca como desestabilizadores del estado. El literato-filósofo por el que claman los ilustrados del XVIII
y del XIX es, como en 1820 lo definió Alberto Lista, un «hombre virtuoso,
amigo de la humanidad y bienhechor de sus semejantes» (1821: 228). En otras
palabras, es un ser legitimado por su sabiduría y bondad para conducir a la
nación por esos mismos derroteros7. Manuel José Quintana, en la dedicatoria
4
Conviene recordar que Juan Andrés en su obra Origen, progresos y estado actual de
toda la literatura. aboga por el recto pensar de origen cartesiano como fundamento del correcto razonar frente a lo que considera la invasión del llamado «estilo espiritoso» (1997:
II, 368-397). Véase, a este respecto, Garrido Palazón (1995: 75-96); Rodríguez Sánchez de
León (1996: II, 1136-1147) y Checa Beltrán (1997: 423-435).
5
Lista establece una conexión entre el escritor público que se guía de un espíritu filosófico con una actitud humanista, esto es, con la voluntad de servir al género humano para
mejorarle intelectual y moralmente.
6
Alberto Lista define la filosofía como «la investigación o indagación de las causas y
de la esencia de las cosas en cualquier línea que sea» (1820: 228-229).
7
El poeta-filósofo cumplía con sus obligaciones al promulgar a través de sus escritos
virtudes morales generales como se desprende de las siguientes palabras de Mariano Luis
de Urquijo: «Nadie puede reputarse por un verdadero poeta dramático sin ser un filósofo
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MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN
de sus Poesías (1813) a su amigo Cienfuegos, señala: «De ti aprendí a no
hacer de la literatura un instrumento de presión y de servidumbre, a no envilecer jamás ni con la adulación ni con la sátira la noble profesión de escribir,
a manejar y respetar la poesía como un don que el cielo dispensa a los hombres para que se perfeccionen y se amen, y no para que se destrocen y corrompan» (1969: 335 y Lama, 2009: 19-33).
Sin embargo, el escritor-filósofo de comienzos de siglo adoptó en ocasiones un patriotismo más exaltado. En 1805 Sánchez Barbero, glosando poéticamente a Marmontel pero mostrando su conciencia liberal, afirmaba: «Para nosotros la utilidad política de la tragedia no se diferencia de la utilidad moral. La
felicidad y la gloria del gobierno monárquico dependen de las buenas costumbres del soberano» (1834: 248). A medida que nos acerquemos al año 1808, los
autores se implicaron más en los acontecimientos políticos, politizándose también el discurso literario. La poesía patriótica y la tragedia son los géneros que
mejor lo reflejan. En ellos se observa cómo el poeta, bajo la fórmula de lo simbólico, arremete contra el tirano y el fanatismo. Quintana, por ejemplo, exhibe
su patriotismo a través de personajes heroicos, como Guzmán el Bueno, Juan
de Padilla o Pelayo, o sucesos memorables como el combate de Trafalgar, que
representan el símbolo de la rebelión española. La historia nacional adquiere una
dimensión ideológica en el contexto de los errores cometidos por Carlos IV y
su ministro Godoy pues, como apunta el Memorial Literario, «la Historia es el
cuadro moral donde están pintadas las acciones de los hombres. Observándolas
con espíritu analítico se llega a conocer su bien o su mal. De esto se deduce la
buena elección y de aquí la mejor aplicación que podamos hacer de nuestra
conducta moral y política» (1805: 118). La reconstrucción literaria del pasado
nacional posee una intención ejemplarizante porque a través de ella se puede
anatematizar la tiranía, el fanatismo y la represión. La correspondencia con viejas situaciones enseña a reconocer las equivocaciones y a reaccionar frente a otras
nuevas políticamente equivalentes. En el mismo periódico se dice que se ha de
recurrir a la Historia: «para saber las causas que los indujeron a los errores o a
los aciertos, para examinarlas si acaso nos hallásemos en las mismas circunstancias y admirar sus virtudes, talentos y saber para imitarlos y aun para ansiar
noblemente superarlos» (1805: 119). Ante el presentimiento de la lucha antinapoleónica, la literatura opone la tiranía a la libertad de los pueblos e incluso fundamenta sobre la primera el ocaso de la monarquía:
Muerto el tirano veis: ya no hay reposo;
siglos y siglos duren las contiendas;
y si un pueblo insolente allá, algún día,
al carro de su triunfo atar intenta
la nación que hoy libramos, nuestros nietos
porque sus obras son el fruto de la verdadera filosofía. El poeta dramático ridiculiza el vicio y aplaude la virtud siempre con agrado» (1791: 63).
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su independencia así fuertes defiendan,
y la alta gloria y libertad de España
con vuestro heroico ejemplo eternas sean (Jornada V, acto V, 1822: 56).
El cuestionamiento por parte de los ilustrados afrancesados, y sobre todo
de los liberales, de la licitud del absolutismo, se reflejó en una manifiesta intolerancia hacia cualquier forma de gobierno en la que los súbditos no asumieran de forma racional la existencia de un pacto contractual entre los soberanos y el pueblo. De hecho, como algunos autores reconocieron después,
la estimación pública de algunas obras que así lo defendían se debió a la intención política que albergaban. Quintana recuerda así el éxito de su Pelayo:
Todo lo cubrió [...] —dice refiriéndose a los defectos poéticos de su composición—, el interés patriótico del asunto: los sentimientos libres e independientes
que animan la pieza desde el principio hasta el fin, y su aplicación directa a la
opresión y degradación que entonces humillaban nuestra patria, ganaron el ánimo de los espectadores, que vieron allí reflejada la indignación comprimida en
su pecho, y simpatizaron en sus aplausos con la intención política del poeta (1821
y Romero Ferrer, 2009: 293-317).
Como Quintana explica en 1821, en los umbrales de la Guerra de la Independencia la literatura representó alegóricamente la realidad contemporánea. Bajo
la apariencia de enunciados políticos universales, se expone la idea de que la
nación española no puede permanecer impasible ante el opresor. Por eso, aunque los escritores aparenten comportarse como el moderado sentir ilustrado aconsejaba, esto es, demostrando que los ciudadanos, convertidos en tales por obra
de la educación, del racionalismo filosófico y del ascenso social de las clases
medias, no podían sino repudiar la tiranía, al mismo tiempo exigían con sus
versos la resolución de la situación catastrófica que vivía España proponiendo,
más o menos subrepticiamente, un inconformismo popular.
Hay que recordar, sin embargo, que la férrea censura ejercida entre 1800
y 1808 limitaba al poeta hasta el punto de que su ideología política se expresa casi siempre en clave universal. La defensa de la libertad de Quintana en
su oda A la invención de la imprenta se plantea en términos de un universal
humanismo difícil de contradecir:
¡Gloria a aquel que la estúpida violencia
de la fuerza aterró. Sobre ella alzando
a la alma inteligencia!
¡Gloria al que en triunfo la verdad llevando,
su influjo eternizó libre y fecundo!
¡Himnos sin fin al bienhechor del mundo! (vv. 194-199).
Algo más vehemente se muestra, sin embargo, en la versión segunda y definitiva del poema, también del año 1800. En este caso, la invención de la imprenta y la libertad del hombre se unen para reivindicar planteamientos que
permiten una lectura política. El poeta elogia a Guttemberg para afirmar «El
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hombre es libre» (v. 158). Pero se trata de una libertad intelectual, cultural, en
la línea de lo expresado por Mme. Stäel, no exactamente política. Esta intencionalidad se oculta bajo la idea de que los individuos intelectualmente libres
rechazan la esclavitud que el tirano persigue y pierden el miedo al opresor:
Los hombres todos su igualdad sintieron,
y a recobrarla las valientes manos
al fin con fuerza indómita movieron.
No hay ya, ¡qué gloria!, esclavos ni tiranos (vv. 188-191).
El lenguaje empleado expresa por ello el odio al tirano y al opresor de los
pueblos. Transmite una idea del funcionamiento político del Estado opuesta
a la que defendiera el despotismo. Lejos estamos de versos como los que en
1788 escribía García Malo en Doña María de Pacheco, mujer de Padilla:
«¿Qué divina ni humana ley permite / que el vasallo por fines indiscretos /
alborotos levante y haga guerra / a un señor natural que le da el Cielo?» (1996:
105)8. Esta proclama absolutista contrasta con la concepción de las relaciones entre la monarquía y la sociedad civil procedente de Montesquieu y De
l’Esprit de lois a la que nos venimos refiriendo (Iglesias, 1984: 312-319 y
Koebner, 1951: 275-302). Un gobierno de aquella naturaleza no es sino un
gobierno arbitrario carente de eficacia y de legitimidad política; es inestable
y débil. Por ello recurre al terror y a la sumisión. De ahí que convenga creer
en una monarquía moderada en la que la felicidad pública se alcanzara a través del logro de la «mayoría de edad» como diría Kant, de la sociedad civil.
Mas lo que durante las últimas décadas del siglo XVIII suponía la inexistencia del pensamiento único bajo la fórmula de la moderación y el comedimiento, con la invasión francesa y la celebración de las Cortes de Cádiz, se
torna en la expresión vehemente de las opiniones. La literatura que antes había servido para mantener la estabilidad de la monarquía, se convierte en
expresión más política que poética de las ideologías en pugna.
3. LA GUERRA
DE LA INDEPENDENCIA Y DE LAS CORTES DE CÁDIZ: LA CONTRIBUCIÓN DEL POETA A LA CAUSA PÚBLICA Y EL DESENVOLVIMIENTO DEL
ESPÍRITU PATRIÓTICO
Mor de Fuentes, al prologar su comedia El egoísta o El mal patriota de
1812, escribe: «[se] me ocurrió el retratar un egoísta que, concentrado todo
No obstante, hay que recordar que en 1811 García Malo se manifiesta contrario al despotismo, entendiendo por tal la opresión y tiranía del gobierno. Sobre el mensaje ideológico de
la tragedia, véase, además de la introducción de Carnero, Andioc (1999: 71-84) y Sala Valldaura
(2005: 361-367). En relación con su liberalismo, compruébese cómo su Política natural, publicada por vez primera en 1811, es concebida para «ilustrar al pueblo sobre sus derechos y
deberes y darles ideas de la verdadera política» (1820: iv y vi respectivamente).
8
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en la pequeñez de su empedernida mezquindad, se niega a contribuir por su
parte a la causa pública, prescindiendo de la sinrazón y las resultas de tan
pernicioso sistema» (1990: 51 y Gil Novales, 1995: 7-18). A partir de 1808,
cuando el pueblo español se levanta en defensa de su legítimo rey Fernando VII, los literatos ponen sus escritos a disposición de eso que Mor llama la
causa pública y que consistía en la salvaguarda a ultranza del monarca, de la
patria y de los derechos del pueblo español frente a la dominación extranjera.
La gravedad de los acontecimientos determina la reacción literaria de los
escritores que, conscientes de su responsabilidad política y civil en tan crítica situación, se despreocupan de ser fieles a la referencialidad mimética predicada por el clasicismo para instaurar una literatura al servicio de la defensa
patriótica del pueblo español. No es, pues, exagerado afirmar, como reconociera Antonio Alcalá Galiano, que la política invadió la literatura: «La política, y exclusivamente la política del momento, se convirtió no solo en el tema
de toda clase de escritos, sino hasta de toda clase de pensamientos» (1969:
36). Al igual que sucede con la prensa periódica, que da cumplida cuenta de
cuanto diariamente sucede interpretando los acontecimientos según la ideología de los periodistas, la literatura procura no permanecer indiferente ante las
circunstancias. Los poetas saben que ha llegado la hora de demostrar algo más
que su patriotismo convirtiéndose en portavoces de los sentimientos de la
sociedad española en su conjunto. Quintana lo explica así en la «Advertencia
de las poesías patrióticas de 1808»:
Inspirados estos versos por el amor a la gloria y a la libertad de la patria, manifiestan ya la indignación de que un pueblo fuerte y generoso sufriese el yugo más
infame que hubo nunca, ya la esperanza de sacudirle y de que tomásemos en el
orden político y civil el lugar que por nuestro carácter y circunstancias locales nos
ha asignado la naturaleza, ya, en fin, la desesperación de ver desvanecerse con el
aspecto que tomaban las cosas públicas esta hermosa y grande perspectiva (1969
332)9.
La literatura, por consiguiente, deja de comprenderse como representación
poética de la realidad para convertirse en expresión patriótica de las diferentes corrientes de opinión de los autores y de la reacción condenatoria del
pueblo español. La literatura, como diría Blanco White respecto de los periódicos, «se miró bajo un aspecto más importante» (Durán López, 2003: 585).
9
Esa conciencia del deber del hombre de letras ante las circunstancias la expresa asimismo en la Memoria del Cádiz de las Cortes: «Nadie ignora cuánto obra la opinión en las
crisis políticas y cuánto influyen en ellas los hombres de letras. El retiro, el silencio les es
imposible entonces y, agitados del celo, de la ambición y de la presunción también, ellos
son los que generalmente en estos casos abren la senda o la allanan a los estadistas y a los
militares» (1996: 78). Sobre el «patriotismo» de los escritores, véase Álvarez Barrientos
(2006: 101-108) y Sánchez García (2008: 159-190).
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3.1. El entusiasmo poético: del patriotismo al fanatismo
Esta importancia histórica que debemos atribuirle radica en que los escritores desean convertir la literatura en un instrumento más de la lucha contra
los franceses, equiparable en su vehemencia y en su fuerza persuasiva a la que
los ciudadanos estaban librando en el campo de batalla. El poeta, por tanto,
además de no permanecer impasible, se sentía obligado a alentar a sus compatriotas a reaccionar ante la ignominia que estaba sufriendo la población.
Capmany lo expresaba claramente en su Centinela contra franceses del año
1808:
No es este tiempo de estarse con los brazos cruzados el que puede empuñar la
lanza ni con la lengua pegada al paladar el que puede usar del don de la palabra
para instruir y alentar a sus compatriotas. Nuestra preciosísima libertad está amenazada, la patria corre peligro y pide defensores: desde hoy todos somos soldados, los unos con la espada, los otros con la pluma (1808: 2).
El teatro y la poesía patrióticos se dirigen a enardecer al público y a provocar la ira contra el tirano. De ahí que esta clase de literatura busque hacerse
persuasiva por medio de una enunciación apasionada y de un lenguaje directo:
«¡Guerra, guerra, españoles!» (v. 105) grita Quintana en uno de sus versos de
su composición «A España, después de la revolución de marzo» de 1808.
La literatura se convierte entonces en el lenguaje de las pasiones pero de
las pasiones políticas generadas por la principal de todas, esto es, por el patriotismo. De hecho, como bien se explica en la definición que proporciona
El Semanario patriótico en 1808, este constituye una virtud pública más instintiva que racional: «Sentimiento exaltado y sublime producido por el instinto más bien que por la reflexión, amigo y compañero de la bondad de costumbres y de las virtudes; sentimiento que se alimenta de sacrificios, que
prefiere en todos tiempos y en todas ocasiones el interés público al individual,
fuente eterna de heroísmo y de prodigios políticos y el resorte más poderoso
para elevar y conservar los Estados» (1808: 48). El patriotismo se convierte de
esta forma en un estado de ánimo latente en la sociedad que resurge cuando
esta se siente amenazada: «No aparece —se dice en el mismo artículo— sino
cuando las adversidades públicas le despiertan y las agitaciones políticas le
devuelven su energía» (1808: 49). De él dimanan sentimientos de exaltación
y entusiasmo tales como el odio, la indignación, el orgullo que, precisamente
por su condición de arrebatos violentos, permiten la reacción de la sociedad
contra el tirano y opresor. De nuevo leemos en el Semanario: «Este tiempo
vino ahora para nosotros y los días de marzo le empezaron. El español que
desde aquellos días se contemplaba con patria, viendo que se la intentaban
arrancar, corrió indignado a las armas y con los pedazos de las cadenas que
acababa de romper humilló la arrogancia de los tiranos. Los prodigios de valor
y de osadía se suceden rápidamente unos a otros en nuestras provincias y se
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repiten por todas partes aquellos hechos que la antigüedad nos presenta como
efusiones de la exaltación y entusiasmo más patrióticos» (1808: 50).
Para la preceptiva neoclásica el entusiasmo consistía en una especie de
furor poético que poseían algunos seres privilegiados (Batteux: 1753, 185187)10. Afectaba principalmente al genio inventivo y a los sentimientos del
poeta el cual no debía convertir la obra artística en su expresión ya que supondría abandonarse a sus propias emociones. El entusiasmo debía, por el
contrario, mantenerse en los límites de lo prescrito de forma que lo emotivosentimental se somete al componente de ficción racional que toda obra literaria constituye (Saura Sánchez: 1992, 111-129). Pero lo cierto es que junto
a este mesurado empleo del entusiasmo, al «entusiasmo noble» como lo denominó Shaftesbury en 1708, de origen leibniziano, que se hallaba muy próximo a la virtud y a lo sublime (1997: 137-139 y Wolf, 1988: 46-53), existía
otro tipo de entusiasmo, el entusiasmo de la exaltación, no regulado por la
norma. Este último constituía un enardecimiento provocado por emociones
tremendas cuya principal característica consistiría en el gran poder de contagio social que se le atribuye. Su naturaleza se entiende que es profundamente
humana lo cual provoca que, como fuerza afectiva, cause en los demás similar apasionamiento. El autor de Quejas de rey don Fernando VII desde su
prisión a sus leales vasallos declara en el prólogo de su obra pretender con
ella que «se dirija a ejercitar los ánimos españoles para que (despreciando
riesgos) alivien el tierno llanto de tan amado dueño» (1808: 3 y Larraz, 1988
y Freire López, 1995, 872-896; 2005, 1-26 y Palacios y Romero Ferrer, 2004:
185-242; Romero Peña, 2007).
La literatura patriótica responde a esta segunda categoría del entusiasmo.
Domina en ella lo emocional y el poeta, como representante y voz del pueblo español, convierte su creación en expresión espontánea de los sentimientos arrebatados generados por el objeto, en este caso, por los agravios cometidos por las tropas francesas (Shaftesbury, 1997: 104-105). Uno de los
personajes de la pieza en un acto de Enciso Castrillón titulada El sermón sin
fruto dice refiriéndose al efecto que infundirá el discurso de Pepe Botella:
«Con esta arenga yo aguardo / que el populacho se inflame, / y se llene de
antusiasmo» (Larraz, 1987: 32). La poesía y el drama patrióticos son el resultado artístico del ardor político de los autores que al comienzo de la contienda reaccionan con viveza pasional para animar al pueblo español a oponerse al despotismo. Unos versos de la composición de Quintana titulada «A
España, después de la revolución de marzo», compuestos en abril de 1808 lo
testimonian:
10
En cambio, Blair, que sigue a La Motte y su Discours sur l’ode (1707), alude a él
con un tono crítico pues por él se justifican el desorden de estas composiciones líricas (1816:
387-389).
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Despertad, raza de héroes; el momento
llegó ya de arrojarse a la victoria;
que vuestro nombre eclipse nuestro nombre,
que vuestra gloria humille nuestra gloria.
No ha sido en el gran día
el altar de la Patria alzado en vano
por vuestra mano fuerte.
Juradlo, ella os lo manda: ¡ANTES LA MUERTE
QUE CONSENTIR JAMÁS NINGÚN TIRANO! (1969: 332).
De hecho, algunos años después, en concreto en 1812, en La Abeja española se asegura que la supervivencia de las letras españolas depende del entusiasmo y este se relaciona con la excitación que provocan los sucesos históricos memorables y los héroes que los protagonizan: «Aun viven las musas
españolas porque viven la virtud y el valor, la sensibilidad y el entusiasmo.
La edad del heroísmo fue y será siempre la de la noble poesía pues los grandes ejemplos excitan irresistiblemente ideas y expresiones grandiosas» (1812:
14-15). Según de aquí se infiere, el entusiasmo, cuando se le otorga un carácter general, está muy próximo al concepto de inspiración, alienta a los
grandes hombres, sean estos escritores, políticos o filósofos (Shaftesbury, 1997:
138) siendo, en consecuencia, necesario para que estos puedan llevar a cabo
actos grandiosos. Poemas como el citado y otros muchos alusivos a otros
acontecimientos como, por ejemplo, los dedicados por Martínez de la Rosa a
la rendición de la ciudad de Zaragoza poseen esta cualidad11.
No obstante, como también explicara Shaftesbury, mientras este entusiasmo es positivo para la humanidad, un entusiasmo desmesurado conduce a
sentimientos falsos pudiéndose confundir con el fanatismo. La propia Madame Stäel en su libro sobre Alemania (1810) lo había así expresado (1991: 188).
Böhl de Faber, siguiendo a la autora francesa, repite en 1818 en lo que estriba la diferencia: «Muchos malquieren el entusiasmo porque lo confunden con
el fanatismo y en esto se engañan. El fanatismo es una pasión exclusiva cifrada en alguna opinión; el entusiasmo abraza el universo. En él se confunde
la admiración de lo sublime, el amor hacia lo bello y el dulce abandono de
la propia personalidad. El sentido de esta palabra en griego es ‘Dios en nosotros’» (1818: 71). Aunque el fervor de converso de Nicolás Böhl de Faber
le inclina a otorgarle un origen no ya divino sino católico al entusiasmo, demostrando con sus opiniones su propio fanatismo religioso (Shaftesbury, 1997:
129-136), lo cierto es que en los escritos de los primeros años de la contienda resulta fácil encontrar manifestaciones de un apasionamiento patriótico
excesivo. Ciertos escritores, sobre todo aquellos que se reconocen profanos en
11
Véanse como ejemplo los primeros versos: «Sobre ruinas y triunfos Zaragoza / de la
terrible lucha reposaba / que por dos lunas agitó su suelo / cuando, a la voz de Marte pavorosa, / se estremeció Pirene, y de sus cumbres, / con las armas y el hierro amenazando, /
lanzárose mil bárbaras legiones», Martínez de la Rosa, 1836: 199.
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la profesión, llenan sus composiciones de imágenes exageradas que demuestran no solo el desprecio sino el odio que sienten hacia los franceses. En cambio, una vez que se aprueba la Constitución esta clase de arrebatamiento,
convertido no pocas veces en fanatismo, convivirá con la voluntad de otros
hombres de letras de manifestar su alegría por la instauración de las libertades y con el afán de ilustrar a los lectores en el conocimiento de sus derechos y deberes civiles, si bien generalmente lo hacen para avalar sus propias
convicciones políticas.
3.2. Literatura patriótica, literatura política y tipología discursiva
Efectivamente, un primer momento de apasionamiento patriótico se observa en las obras teatrales que se publicaron o representaron antes de la celebración de las Cortes de Cádiz. Muchas de ellas son piezas breves, escenas
unipersonales o obras en un acto de pronta recepción en las que se insta a la
población a cumplir con su deber patriótico. Mas entre ellas podemos diferenciar las que utilizan un tono mesurado de aquellas otras en la que se injuria al enemigo. Corresponden a la primera categoría de discursos las obras
protagonizadas por Fernando VII, que son ante todo quejas y lamentos, y las
piezas alegóricas donde el pueblo y la nación española son tratados magnánimamente por el poeta que les atribuye toda clase de virtudes relacionadas con
el honor, el patriotismo, la lealtad y el valor.
Los suspiros, ayes y penas de Fernando VII se utilizan para mover el
corazón de sus súbditos. Su patriotismo se asienta sobre la base de la apelación a la sensibilidad y solidaridad del público al conocer los padecimientos
de su rey. La literatura no hace sino provocar la identificación entre el monarca y sus vasallos los cuales, al «escuchar» lamentarse de su suerte al rey,
se compadecen de su sufrimiento. De este modo, la figura del monarca se
humaniza para favorecer que la población reaccione en defensa de la patria.
En la obra de 1808 titulada Quejas del rey don Fernando clama este: «Rescatadme, vasallos, atendiendo / que como rey os llamo a la defensa, / y como
amigo amado, os lo ruego» (1808: 8). Los ciudadanos sienten como un igual
a su rey de forma que sus peticiones se perciben como justas. En La voz de
Fernando VII que clama desde su prisión por el auxilio de las armas de sus
fieles vasallos, escrita por Fernández de Agüero en el mismo año que la anterior, cuyo título resulta suficientemente revelador de lo que estamos afirmando, leemos:
Oíd, Españoles, fieles, generosos,
oíd los tristes clamores y gemidos
que desde su prisión el gran Fernando
transmite gemebundo a vuestros oídos.
Oíd de un rey virtuoso e inocente
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MARÍA JOSÉ RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN
de un rey injustamente perseguido
los suspiros que exprime y justas quejas
contra un tirano cruel y fementido.
[...]
Añadiendo poco después:
El dios de las batallas os inspire
sentimientos de amor y patriotismo;
y aunque sé los tenéis, aun más deseo
que se aumente en vosotros el heroísmo (s.a.: 3).
En cierto modo, un comportamiento literario similar se encuentra en las
obras alegóricas. En ellas se representan personajes simbólicos para distribuir
virtudes y defectos entre los bandos enfrentados. La universalidad inherente
a la alegoría implica una nacionalización histórica de las cualidades eternas
del carácter español. Supone, por tanto, la transformación de un fenómeno en
concepto con la intención de realizar la instrucción no ya moral sino político-patriótica del lector. Zavala y Zamora construye en La sombra de Pelayo
o El día feliz de España (1808) un discurso apologético en el que el héroe
nacional se enfrenta al Despotismo. Junto a Pelayo están España, la Lealtad
y el Valor mientras que acompañan al Despotismo la Ambición, la Codicia,
el Orgullo, la Lascivia, el Egoísmo, la Adulación, la Crueldad y la Intriga
francesa. Ni que decir tiene que el lamento del protagonista y de España está
plagado de interrogaciones retóricas en las que apela a la recuperación de la
dignidad española recordando sus triunfos más memorables. Se habla de la
necesidad de defender la «dulce independencia» nacional del despotismo «tirano», «fiero» y «terrible» (Larraz, 1987: 58, 59 y 70 y Carnero, 1991). La
literatura representa maniqueamente dos mundos enfrentados, el de la virtud
y el orden legítimo, y el del mal, el caos y la crueldad. Ambos se corresponden con una dicotomía léxica dependiendo de que se haga referencia al opresor o se aluda al oprimido. Como es lógico, se caracteriza despectivamente
al invasor y positivamente al pueblo humillado y a Fernando VII. Pero en este
tipo de obras, como en las antes mencionadas, existe cierta contención en el
lenguaje que desaparece en otras obras de naturaleza burlesca o jocosa.
La clara intención propagandística que preside estas últimas así como el
carácter liberador inherente a la sátira convierten estas obras en un ataque
expreso a Napoleón y a su hermano y, por extensión, a los intrusos. No es
de extrañar que en ellas los apelativos que reciben los franceses sean los peores
posibles aunque el grado de insulto varía en función de las limitaciones que
el poeta se impone. En El sermón sin fruto de Félix Enciso Castrillón se les
llama «malditos gabachos» (acto I, esc. 1) (Larraz, 1987: 16). Incluso al finalizar la pieza todos los personajes que representan al pueblo español, zapatero, panadero, sastre, vendedoras de frutas... gritan al unísono: «¡Mueran todos
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estos perros!» (Larraz, 1987: 42), repitiéndose tan funesto deseo en obras que
hacen referencia la triunfo final como en La gran victoria de España de Valladares del año 1813 donde el gracioso e ignorante Langosta dice: «Que
mueran los chanfutres» (Larraz, 1987: 122).
Mas ninguna barrera existe en la lírica y el teatro cuando se describe satíricamente a Napoleón, a su hermano o a Godoy, al que se culpa de la situación española. La literatura no es ya un instrumento de propaganda política
sino un vehículo de militancia contra las figuras que encarnan el odio de los
españoles. En la titulada Tragicomedia infernal en un acto: Napoleón y sus
satélites residenciados por el Rey del abismo de 1809 se dice respecto de
Godoy: «Tú todo lo mereces, vil culebra / seductor de mujeres, traidor fiero
(J.O.Y, 1809: 13 y Romero Peña, 2007: 117). Los dramas protagonizados por
Napoleón, como estudió en su día David Gies, caracterizan al Emperador siguiendo criterios propios del «frenesí antinapoleónico» que arraigó en la opinión popular (1991:46 y Marco, 1977: II, 518-524 y Díaz, 2008: 223-238).
En La muerte de Bonaparte, también de 1808, el autor le califica de «usurpador vil», «asesino», «ladrón detestable», «sangriento», «embustero», «tirano horrendo» (Gies, 1991: 48) y en otro texto titulado El engaño francés se
le describe del siguiente modo:
Corso cruel,
monstruo venido del abismo,
tirano de intención malvada,
engendrador de la mentira enorme,
tigre sediento de la sangre humana,
usurpador de los sagrados fueros
destructor de las leyes sacrosantas,
deshonor y eterna infamia de los buenos
franceses, de los cuales oscureciendo
el brillo que gozaban,
les ha adquirido el nombre de traidores (Larraz, 1974: 129).
La crudeza de las descalificaciones constata no ya la intención del autor
sino las impresiones que los hechos y los personajes de la guerra causaron en
el hombre común. Por eso la sátira no siempre se mantiene en los límites de
lo ingenioso. A menudo se produce un ataque sin humor que la convierte en
pura reprobación. En esas ocasiones, manifiesta un odio social que limita su
trascendencia histórica. A este respecto, son perfectamente pertinentes las
palabras de Blanco White a propósito de la sátira y del compromiso del escritor: «El poeta satírico debería ser siempre un moralista profundo a fin de
evitar que lo tomen por un mero envidioso y resentido. Pero en el presente
estado de la sociedad civilizada nadie puede ser un buen moralista ni, empleando otro términos, un buen moralista, ora enseñe desde el púlpito o despacho,
ora se sirva del verso o la prosa para comunicar sus lecciones, puede dejar
de causar daño a menos que realice un largo y paciente estudio de la socieRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 401-428, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.309
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dad a la que pertenece» (1974: 324). Carente, por consiguiente, del efecto
cómico y del propósito intelectual o moral que debería animarla, la mala sátira se focaliza en el insulto para convertirse en invectiva (Frye, 1957: 297).
El lenguaje insultante y desmesurado de este tipo de obras posee un efecto
catártico para un pueblo ofendido que encuentra consuelo en la satanización
literaria del enemigo.
Mas la literatura de la Guerra de la Independencia no utilizó solo procedimientos verbales propios del libelo infamatorio. También hubo literatos que
adoptaron una actitud más propiamente ilustrada componiendo textos que les
ennoblecieran como autores y como patriotas y que el público, superada la
visceralidad de los primeros años, supo apreciar12. La literatura popular convivió con otras composiciones más canónicas cuya intencionalidad resultaba
propiamente política. Incluso podría afirmarse que tras la aprobación de la
Constitución, hubo un nutrido número de escritores y periodistas que devolvieron a la literatura el carácter pedagógico que antaño tuvo. A su entender,
la nación necesitaba disponer de una literatura instructiva puesta al servicio
de la libertad y de los españoles. Estos precisaban de una formación que, de
un lado, les permitiera conocer los derechos y deberes que la Constitución
gaditana les otorgaba y, de otro, les enseñara a desenmascarar a tipos sociales que impedían el progreso político de la nación.
Pertenecen a este grupo la comedia de Martínez de la Rosa Lo que puede
un empleo y la tragedia La viuda de Padilla, ambas de 1812, y El egoísta o
El mal patriota de Mor de Fuentes, escrita el mismo año, así como algunas
piezas traducidas13. Martínez de la Rosa, que transmitió en su comedia las
máximas de la doctrina liberal que él profesaba, justifica la publicación de Lo
que puede un empleo diciendo:
El vivo deseo de presentar en el teatro a cierta clase de hipócritas políticos que
so color de religión se oponen entre nosotros a las benéficas reformas, me esti12
En 1812 el Diario de Madrid publicó una queja firmada por un «buen español» en donde se contaba lo siguiente: «Es el caso que desde que salí de casa hasta llegar a la Puerta del
Sol no dejé de oír gritos de ciegos publicando Napoleón rabiando y otras producciones de este
jaez, y por casi todas las librerías de la calle de las Carretas y por las esquinas de la plazuela
del Ángel y Puerta del Sol vi que volvían a presentarse aquellos mamarrachos indecentes que
ofenden menos a los que satirizan que a sus autores y a los que los buscan y que se repetían
los anuncios de varios folletos despreciables, que degradan el carácter de la nación, dando la
idea menos ventajosa de su decoro e ilustración y que solo pueden servir de asunto de risa a
los hombres que no piensan, y de mofa y desprecio aun a los mismo franceses ‘Señor Diarista’»,
Diario de Madrid, 1812, n.º 236 (13 sept.), pp. 361-362.
13
Blanco White contra la mala interpretación de patriotismo: «Cuando una inclinación
natural es elevada a la categoría de virtud, sobrevienen los males mayores. El patriotismo
es un ejemplo de ello. La propensión natural a conferir una importancia indebida a nosotros mismos se denomina egoísmo cuando el individuo es claramente el objeto de su propio
sentimiento. Pero cuando, bajo el nombre de patriotismo, cada individuo se deja arrastrar a
la vanidad, al orgullo, a la ambición, a la crueldad —y lo hace en calidad de inglés, francés
o español—, todos estos vicios son considerados virtudes» (1974: 304).
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muló a emprender [...] la composición de esta comedia. [...] Pero habiendo merecido en el teatro unos aplausos [...] y habiendo hecho reír a costa de los que, por
ignorancia o por malicia, intentan desacreditar las nuevas instituciones me he
decidido a imprimirla, deseando contribuir de todos modos a que el público conozca a los enemigos de nuestra libertad (1963: 9).
La obra resulta igualmente moderada desde el punto de vista del lenguaje.
El autor rehúsa motejar a los españoles serviles limitándose a defender los valores del liberalismo que opone a la simpleza, el egoísmo y maledicencia de Don
Melitón y a la ignorancia del padre de la joven. En la escena primera Doña
Carlota le repite a su amante los dicterios con los que su padre se refiere a él,
liberal convencido: «‘sus ideas —dice emulándole— son las peores del mundo;
el trato con esos locos de liberales le ha quitado el juicio y se ha vuelto un revolucionario..., un jacobino...’ ¿Qué sé yo?... Así... dijo una porción de nombres, todos malos... todos malos...» (1836: 406-407). Más tarde se le llama «revoltoso afilosofado». Sin embargo, en la comedia se aclara que estos juicios no
se fundan en verdad objetiva alguna, sino en temores irracionales que proceden
del desconocimiento y de la calumnia (1836: 409). Por eso el poeta selecciona
de entre los despectivos calificativos que se les atribuyeron los adjetivos que
poseen un referente político relacionado con las ideas que desde el siglo XVIII
sostenían los reformadores, esto es, revolucionario, jacobino y afilosofado
(Seoane, 1968: 157). La obra pretende con ello proporcionar argumentos de índole ideológica a la causa que el poeta defiende. De ahí que el lenguaje del
personaje que abraza la causa liberal contraste argumentalmente con el de los
antiliberales. Su discurso constituye una exposición razonada de sus planteamientos. Aun cuando trata de defenderse de falsas acusaciones promovidas por los
serviles, su parlamento constituye un ejemplo de inteligencia, conocimiento y
mesura. Don Teodoro se queja ante su padre de no ser escuchado replicándole:
«Es imposible, imposible: no escucha la razón. El temor de faltar a la religión
lo hace sordo a todas las reconvenciones; en vano tratará usted de persuadirle»
(Martínez de la Rosa, 1836: 436). Ambos personajes intentan demostrar con su
actitud la falsedad de las acusaciones de sus adversarios políticos y cómo estos
las perpetúan para favorecer sus intereses personales14. La obra responde así
a los conceptos de liberal y servil que en 1814 recoge el Diario Mercantil de
Cádiz:
El liberal es, como parece indica su nombre, el amigo de que el ciudadano goce
de aquella justa libertad que solo le sujeta a la razón o, lo que es lo mismo, a la
Véase a este respecto la crítica contenida en la Abeja española de 1812: «Quiso ridiculizar en ella a los hipócritas políticos, es decir, a cierta gavilla de bribones que de todo
maldice, aun cuando sea muy bueno y muy santo, si por casualidad no ven en ello su conveniencia, pues como la vean, bien puede caerse el cielo sobre los demás que seguro está
que ellos despeguen sus labios. El resultado de aquellas composición fue colmar el público
de aplausos a su autor y reírse a costa de los hipócritas políticos», p. 120.
14
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ley que es hija de esta [...]. El servil es, como indica su nombre, un amigo de la
esclavitud, así como el liberal es defensor de la libertad según la hemos pintado
sujeta a la ley (1814: 14; Seoane, 1968: 160).
Al igual que se recoge en el Semanario Patriótico de 1811, la literatura
opone la sensatez de los reformadores a la incultura y el deseo de reinstaurar
el despotismo de los serviles: «Los serviles [...] —se dice en este periódico—
son muy dados a la traición, [...] la calumnia es su arma favorita. Con ella
acometen a los honrados patriotas llamándolos públicamente herejes y ateos
para que el incauto pueblo los deteste y persiga, si bien este conoce ya quien
es su verdadero enemigo y quien el defensor de sus derechos. [...] Finalmente estos caníbales llevan en su negro estandarte la siguiente divisa: persecución y despotismo» (1811: 127-128).
Es cierto que se vertieron similares graves acusaciones por parte de los
adeptos a uno u otro bando político. Tantas que los propios literatos comprendieron que había llegado el momento de abandonar los partidismos que inducían al fanatismo. Cierta literatura recupera así la vocación docente que años
ha tuviera. Al menos en apariencia, recuperaba su estatus poético y con él su
voluntad de ofrecer un servicio público.
3.3. Contra el fanatismo: la llamada a la neutralidad en la literatura. La
educación del buen ciudadano y la recuperación de la verdad
En la Abeja española de 1812 se lee: «Desengañémonos, mientras no se
olviden los nombres de liberal y antiliberal y mientras no se prescinda del
carácter y circunstancia de los sujetos que opinan sobre los asuntos públicos,
nada adelantaremos. La verdad no necesita de la recomendación que pueda
darle el sujeto que la defiende, ella por sí sola basta para obrar eficazmente
en el corazón del hombre honrado y sin prevención» (1812: 30-31). Después
de 1811, y probablemente debido a que en las sesiones de Cortes se trató este
asunto, la literatura y la prensa empiezan a manifestarse contrarias a perpetuar una lucha que juzgan estéril. Francisco de Paula Martí en La Constitución vindicada (1813) lo expone en los siguientes versos:
Estos partidos opuestos,
esta guerra de opiniones
es solamente un efecto
de la novedad; no todos
ven de un mismo modo: aquello
que para unos es claro
es para otros un completo
laberinto. La razón
es la que al fin en un gremio
reunirá los contrarios.
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Este cuidado al gobierno
pertenece. A nadie más,
y nosotros no debemos
sino oponer las razones
a la sinrazón, cumpliendo
cuanto esté de nuestra parte
las órdenes del Congreso (Fernández Cabezón, 2012: 200).
Parece que resulta más provechoso dedicarse a una causa patriótica más elevada. Esta consiste en alabar la Constitución y, en virtud de ella, enseñar a los
ciudadanos a comportarse como tales y a demandar sus derechos. Un poema de
Francisco Sánchez Barbero muestra ya desde el título esta renovada presencia
de lo patriótico: Oda al Patriotismo. A la nueva Constitución (1814): «¡Cómo
a ser ciudadano / y a conocer enseña / tu excelsa dignidad y poderío!».
Durante la primera etapa del conflicto, esto es, antes de la celebración de
las Cortes de Cádiz se hablaba de «buenos ciudadanos» y «españoles verdaderos» para referirse colectivamente al pueblo español que defendía el trono
y el altar del acoso de las tropas invasoras15. En cambio, en tiempos de las
Cortes se recurre a la condición de ciudadano para expresar, como bien recoge la Abeja española, un «carácter político [...] que antes no teníamos» (1812:
114). Es interesante que en 1808 los «malos ciudadanos» son los «bellacos»
que aceptan como rey a José I16. Por el contrario, en 1812 el mal ciudadano
es, según lo define el periódico citado, «el holgazán, el hipócrita, el egoísta,
el estafador, el embaucador, el intrigante, el avaro, el poltrón y los que profesan otros vicios», los tipos sociales que la comedia retrata (1812: 116 y n),
aquellos que se aprovechan de la libertad que la Constitución les confiere en
beneficio propio.
La literatura se dedica a esclarecer nuevos conceptos políticos para los que
el pueblo llano no estaba preparado. En la pieza en un acto de Zavala y Zamora La palabra Constitución, cuya primera redacción data de 1813, el rudo
alcalde un pueblo ignora el significado explicado finalmente por el médico.
Dice el primero:
[...] Eso será aquello que dicen que mandaron las Cortes hace años, ¿no es verdad? [...]. Como después la quitaron [...] ¿Es cierto o no es cierto que el rey la
mandó quemar y que no se volviese a hablar de semejante cosa? [...] Porque si
es así yo no entro en tales celebraciones, porque ya ve usted que no será muy buena cuando S. M., que es tan bendito, no quiso nada con ella; con que si entonces
era mala, también será mala ahora... (Fernández Cabezón, 2012: 213).
La Constitución se define en la obra en términos jurídicos como el orden
fundamental de la nación en el que se declara que la soberanía pertenece al
15
Es el caso de las composiciones de Félix Enciso Castrillón, El sermón sin fruto (Larraz,
1987: 24) y A. B. Núñez, Calzones en Alcolea (Larraz, 1987: 190).
16
Así también en Félix Enciso Castrillón, Ibídem (Larraz, 1987: 24).
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pueblo y en donde el rey representa el papel de un buen padre. En La Constitución vindicada de Francisco de Paula Martí un alcalde, algo más ilustrado
que el anterior, declara:
¡Oh, amigo! Mucho debemos
a nuestras Cortes. Sí, mucho,
muchísimo. Yo no acierto
a explicar lo que conozco
porque soy un pobre lego.
Pero si hubiese estudiado
como otros... (Fernández Cabezón, 2012: 166).
La obra expone sin ambigüedades lingüísticas los cambios sociales que un
mentecato servil de nombre Don Ruperto reprueba:
Pero ahora
ya se han trocado los frenos:
igualdad de cargas, todos
ciudadanos, los empleos
de justicia para todos,
todos con igual derecho
a votar, se han acabado
los antiguos privilegios (Fernández Cabezón, 2012: 173 y Gies, 2013).
Ciudadanía, libertad e igualdad se ponen en correlación. «No es ciudadano —se apostilla en una nota de la Abeja española— el que habita la ciudad sino el que entra en parte al goce de la soberanía» (1812: 114). Como en
este mismo periódico se declara, la literatura en cualquiera de sus ramos debía contribuir a demostrar la conveniencia individual derivada de la instauración de un régimen constitucional. El interés público consistía entonces en que
el hombre común supiera si sus principios y valores le convertían en un ser
constitucional o anticonstitucional conociendo cuáles eran las ventajas de los
dos regímenes políticos.
En este sentido, la literatura reivindica la ciudadanía como un derecho que,
lejos de causar la desestabilización de los gobiernos, se convierte en garante de
los mismos mediante el pacto de respeto mutuo realizado por el monarca y los
súbditos (que no vasallos). Tómese como ejemplo el poema «Venid, ciudadanos»:
Venid, ciudadanos,
y rendid honor
al bien a que os llama
la grande nación.
Vuestros justos votos
están satisfechos:
de vuestros derechos
tranquilos gozad.
Tenéis dignamente
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por dicha colmada
el ver sancionada
vuestra libertad17.
Esta literatura más que patriótica resulta política al constituir una actualización de la comedia de costumbres o de la tragedia histórica. De igual modo,
a la poesía se le atribuye un propósito docente en virtud del cual se enseña
al hombre común, que se había convertido en ciudadano por obra y gracia de
la Constitución, lo que esta nueva condición supone. Resultan oportunos aquí
los versos de Cienfuegos en su tragedia Pítaco, obra de tinte revolucionario
compuesta a finales del siglo XVIII e impresa en 1816:
Lecciones necesitan los mortales
mucho mas que rigor; porque sus yerros
de ceguedad o de ignorancia nacen.
Dictarles su deber con el ejemplo,
hacer que vean la virtud, que la amen,
y solo por su amor obren lo recto:
con estas leyes se gobierna al hombre.
Ignorantes, feroces, eso han hecho
las armas del terror por donde quiera:
las virtudes pacíficas nacieron
por siempre del amor y la dulzura (Johnson, 1972: 569 y Glendinning, 1984).
4. CONCLUSIÓN
A lo largo de las primeras décadas del siglo XIX el proceso de transformación política que tuvo lugar en la sociedad europea determinó que la literatura utilizara los ideales de progreso y ciudadanía de la Ilustración para
inculcar valores propios de lo que entonces se entendía por civilidad y modernidad. Pero, en el caso español, la invasión napoleónica acabó con la moderación ideológica y poética por la que abogara el siglo XVIII. Los escritores asumieron un papel en la vida pública más comprometido políticamente
y la literatura, el lenguaje literario y los discursos dejaron de representar las
pasiones morales para mostrar las pasiones políticas incluido el fanatismo que
trajo consigo la Guerra de la Independencia. Fue entonces cuando se inició
un camino de no retorno en el que el pueblo, la soberanía y la patria se convirtieron en vocablos cargados de nuevos significados. Cuando, como afirmara
Tras el estribillo continúa del siguiente modo: «[...] Leyes constituyen, / leyes que, cual
muros, / nos dejan seguros / de injusto agresor. / Y acordes sancionan / que den aun los
reyes / a tan santas leyes / respeto y honor. / Venid, ciudadanos... / Su voz inmutable / la
nación levanta: / el poder quebranta / de Napoleón. / Y es de sus esfuerzos / fruto soberano, / callar el tirano, / si habló la nación. / Venid, ciudadanos...», Abeja Española, 1813:
35-36 (Bravo Liñán, 2005: 390-391).
17
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Lista en 1820, el pueblo se definió como la universalidad de los ciudadanos
(1820: 259), la soberanía como «el poder superior a todos los demás poderes
de la sociedad» (1820: 263), y la patria, la unidad superior que reúne a los
ciudadanos bajo la garantía de las leyes (1821: 97), la literatura no hizo sino
demostrar, parafraseando a Erhard, que «un pueblo ilustrado exige ser tratado según la dignidad de la humanidad» (1989: 99).
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págs. 429-446, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
Tassara: Romántico, burlador y ateo
Russell P. Sebold
Académico correspondiente
de la Real Academia Española
No hay más que el himno del dolor humano
y el sempiterno adiós a la esperanza.
Tassara, Poesías.
Una gran parte de su obra está viva y llena de
posibilidades, es decir, que la lectura de sus
poemas revela al hombre de hoy un mundo
personal, lleno de fuego y arrebato, capaz de
conmovernos con ese sortilegio, cuyo secreto
sólo es poseído por los auténticos poetas.
Ricardo Gullón, «Tassara, duque de
Europa», 1946.
RESUMEN
Romántico exaltado de alma clásica, definidor y maestro de la poética romántica, ministro
de España en Washington y Londres, guapo burlador, adorado de las elegantes damas que deshonraba, angustiado ateo pero persistente dialogante con Dios, Gabriel García y Tassara (18171875) es probablemente el más descuidado de los grandes poetas españoles de su tiempo. Para
el estudio de estas facetas de su figura, los principales documentos utilizados son su propio verso,
su extenso prólogo a sus Poesías de 1872 y la Corona poética que se le ofreció en 1878.
Palabras Clave: clásico, romántico, burlador, ateo, sensismo, panteísmo egocéntrico, religión natural.
Tassara: Romantic, seducer and atheist
ABSTRACT
Impassioned romantic with a classical soul, definer and teacher of romantic poetics, minister of Spain in Washington and London, handsome seducer, adored by the elegant ladies he
dishonored, anguished atheist but in persistent dialogue with God, Gabriel García y Tassara (18171875) is probably the most neglected of the great Spanish poets of his time. For the study of
these facets of his figure, the principal documents utilized are his own verse, his extensive prolog
to his Poems of 1872 and the Poetic Crown [necrology] that was offered him in 1878.
Key words: Classical, Romantic, Seducer, Atheist, Sensism, Egocentric pantheism, Natural
religion.
430
RUSSELL P. SEBOLD
Es asombrosa la negligencia de la historiografía frente a Gabriel García y
Tassara (1817-1875), literato cuyo interés resulta evidente para cualquier lector de gusto. No sólo fue un destacado poeta de la escuela romántica, sino un
importante definidor del romanticismo. Sin embargo, consultar las historias
literarias sobre la figura de Tassara es tiempo perdido, y prácticamente no
existe bibliografía sobre él: una flojísima monografía, un artículo escrito en
los primeros años de Franco, cuando no se podía hablar del ateísmo de los
románticos; y por fin, una breve antología del verso del poeta1.
En 1841, al mandar a su gran amigo Juan Donoso Cortés unas meditaciones en verso sobre la devastación que aflige a toda Europa en el periodo
posnapoleónico, Tassara forja un bello nombre español para el dolor cósmico romántico que aqueja entonces a los europeos inteligentes y sensibles, y
a la vez describe ese estado de ánimo. He escrito el nombre indicado en
cursiva
En tanto, Juan, el formidable estrago
de esta fiebre del siglo en vano huimos,
no hay mente que resista al golpe aciago,
y mientras más robustos más sufrimos;
luchamos, sí, con el terrible endriago:
mas vencidos estamos y sentimos
en este vencimiento sin venganza
la desesperación de la esperanza (García y Tassara, 1872: 200-01)2
Acuñóse, en efecto, el término fiebre del siglo, de 1841, en los años en
que los europeos de distintas naciones iban poniendo nombres al profundo
dolor cósmico que en aquel tiempo buscaba sus víctimas en los corazones
solitarios: a partir de 1833, los franceses le dirían a esa aflicción mal du siècle,
y desde 1847 los alemanes le dirían Weltschmerz. La España de Tassara queda claro que estaba en ese momento completamente al tanto de las corrientes
literarias europeas. Mas con el término fastidio universal de 1794 la España
de Juan Meléndez Valdés se había adelantado en muchos años a los forjadores de los dos nombres decimonónicos francés y alemán de la desoladora pena
Me refiero a las publicaciones siguientes: Mario Méndez Bejarano, Tassara. Nueva
biografía crítica; Ricardo Gullón, «Tassara, duque de Europa» y la breve antología del verso de Tassara, preparada por María Palenque. Es útil esta selección, ya que es el único texto del verso de Tassara, aparte de sus Poesías de 1872, consultadas para el presente trabajo,
y las revistas románticas en las que se estampó su poesía originalmente, por la mayor parte
en los años 40 de la centuria XIX. Sobre las publicaciones mencionadas en esta nota, véase
nuestra Bibliografía.
2
El ejemplar de las Poesías tassarianas por el que cito perteneció anteriormente al conocido pensador político y estadista decimonónico Francisco Pi y Margall. La obra entera
de 1872 puede consultarse en línea, en Google Books. No se hallan incluidos en el catálogo electrónico de la Biblioteca Nacional ni este volumen ni la Corona poética (1878) dedicada a Tassara y que ya consultaremos también.
1
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 429-446, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
TASSARA: ROMÁNTICO, BURLADOR Y ATEO
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de la psique romántica3. Meléndez caracterizó el fastidio universal como dos
vacíos concéntricos, el del corazón humano y el del universo en el que se
hallaba arrojado el doliente poeta. Mas Tassara capta todo esto en el magnífico verso «la desesperación de la esperanza».
La verdadera importancia de la invención del nombre fiebre del siglo por
Tassara, ya que no se trata de una innovación para España, es que con ella
se nos asegura que él vive plenamente, en lo intelectual, en lo literario y en
lo humano, el desgarrador anonadamiento del espíritu que amaga a los europeos de esos años, y que él está por ende capacitado para hacer de definidor
del romanticismo y de testigo experiencial de la agónica pena romántica.
Tassara, quizá por primera vez en los anales del romanticismo, identificó
esas dos modalidades del movimiento que Edgar Allison Peers, en su Historia del movimiento romántico español, designaría como el renacimiento romántico y la rebelión romántica. No parece nada improbable que Peers se
inspirara para esas dos clasificaciones en las líneas que voy a citar ahora, pues
por muy deficiente que el indicado inglés nos parezca hoy como historiador,
es preciso reconocer su vasta lectura y conocimiento de los textos románticos: los famosos, los secundarios y los más olvidados.
En fin, en su prólogo sin titular de 1872, escrito en tercera persona, Gabriel apunta lo siguiente:
Desde el advenimiento del romanticismo [...], la poesía, adelantándose o siguiendo los pasos de la literatura y aun de una parte de la ciencia en general, ha
seguido dos principales caminos que han determinado dos diferentes tendencias:
la una, más popular, más tradicional, más peculiar de cada país, reproducción de
la primitiva poesía teocrática y feudal de los trovadores, grito instintivo de las antiguas nacionalidades próximas a transformarse, y que pudiera muy bien considerarse como una especie de idealización de lo pasado; la otra más reflexiva, más
razonadora, más cosmopolita [...] y que ha tenido todos los caracteres de una
aspiración a lo porvenir; ambas, especialmente la última, profundamente revolucionarias en la acepción elevada de esta palabra, ambas enemigas y hasta calumniadoras de lo presente, como si hubiese momentos en que la palabra humana fuese
un gas comprimido que no pudiese resonar en la sociedad sin causar explosión
en la atmósfera inflamable que la rodea.
De estas dos tendencias [...], el autor siguió por instinto la última, y, prescindiendo de toda consideración puramente literaria, no ha sido de los que menos
han participado en ese espíritu de invasión intelectual que la caracteriza y que tanto
ha contribuido a la anarquización moral de la Europa. (1872: VII-VIII).
En un principio, Tassara no fue rebelde; pues «hasta su educación clásica
le apartaba de ese camino, y en todas sus composiciones se encontrará el se3
Acerca de la acuñación del nombre español del dolor romántico, fastidio universal, en
1794, por Juan Meléndez Valdés en su oda «A Jovino: el melancólico», véase mi ensayo
de 1968, «Sobre el nombre español del dolor romántico», recogido en ambas ediciones de
mi libro El rapto de la mente.
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RUSSELL P. SEBOLD
llo de ese pensamiento; pero la inspiración no se manda, y, aunque creyendo
siempre que tal es el carácter fundamental de sus versos —sigue caracterizándose en tercera persona—, no es él bastante hipócrita para negar que ha sentido
la fiebre y con la fiebre todos los delirios de la generación a que pertenece»
(1872: VIII). Por la forma en que Tassara confiesa la completa romantización
que le sobrevino, queda claro que piensa en dos poemas suyos, «Clasicismo
y romanticismo» y «Leyendo a Horacio». Se dirige así al insigne poeta romano, en la primera de las dos composiciones nombradas:
Cuando por dicha os leo,
soy clásico y muy clásico;
mas me pongo a hacer versos,
e involuntariamente
romántico me vuelvo.
¿Por qué?... no lo adivino.
Debe de ser el viento
que por el mundo sopla
al tiempo que corremos. (1872: 86-87)
Creyendo que su carácter fundamental es clásico, Tassara ha vivido todos
los delirios de la generación romántica; y siendo tan clásico, involuntariamente
le salen románticos todos los versos. He aquí dos testimonios de la misma
experiencia del poeta, uno en su prólogo y otro en su verso. ¿Qué significan
estos textos? No se trata de eclecticismo. En ambos casos la balanza cae decididamente por el lado del romanticismo. Entonces, ¿por qué está tan presente el clasicismo en el pensamiento del que —ya lo veremos— acabará por
ser uno de los más exaltados entre los románticos españoles. Se trata de un
reflejo vivo del proceso histórico por el que se produjo el romanticismo, no
por la revolución, como erróneamente se supuso durante muchos años, sino
por la evolución (la dialéctica), según he documentado copiosamente en mi
libro Lírica y poética en España, 1536-1870, así como en numerosas publicaciones anteriores.
La tarea de definidor del romanticismo en realidad no la deja nunca Tassara, porque desde el principio la viene realizando simultáneamente con su
poiesis, y apenas existe un poema de Gabriel en el que no irrumpa alguna
sorprendente intuición sobre la visión literaria de su generación romántica de
1840. Estas aportaciones intuitivas a la explicación del romanticismo se conectan a menudo con lo que el poeta ve como el desmoronamiento —palabra
muy de su gusto— de la civilización occidental. Ese desmoronamiento se
inició hacia las fechas en que un personaje de la tragedia Don Sancho García, de Cadalso, afirmó: «Dudo si el cielo de los hombres cuida»4, y en que
en las Noches lúgubres, Tediato reemplazó a Dios con el Ser Supremo. Es
4
Sobre este verso, véase Glendinning,1962: 50-51.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 429-446, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
TASSARA: ROMÁNTICO, BURLADOR Y ATEO
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decir, que tal duda de Dios se remontaba a la Ilustración materialista europea/española y a la efervescencia del materialismo científico en el setecientos.
He aquí cómo, ya en el prólogo tassariano, se proclama el derrumbe universal
de la civilización, que se impone como un tema fundamental del poeta:
...a tiempos hemos llegado en que, una de dos cosas, o hay que condenarse a no
hablar y a no escribir, o hay que resignarse a coadyuvar fatalmente a la obra de
un siglo por esencia y potencia demoledor; porque lo mismo las afirmaciones que
las negaciones, lo mismo los sistemas antiguos que los modernos, lo mismo la
evocación de lo pasado, que la conservación de lo presente, que la aspiración al
porvenir, todas las ideas, todas las teorías, al pasar por el crisol de la química
intelectual de estos tiempos, todo contribuye a empujar y a precipitar por la pendiente del espacio y del tiempo que parecen plegarse a nuestras plantas y sobre
nuestras cabezas, la carroza incendiada de aquella civilización omnipotente que
los hombres de este siglo habíamos coronado con todas las coronas de una adoración verdaderamente pagánica, cuando, atribuyéndonos a nosotros mismos la
infalibilidad de los oráculos que habíamos derribado, le atribuíamos a ella el poder de resolver pacífica y definitivamente el problema insoluble de las revoluciones humanas. (1872: X-XI).
Mas en quien tiene la palabra unísona con el corazón, como Cadalso o
como Tassara, es imposible «condenarse a no hablar y a no escribir». Pues
«triste sería haber de recelar que la musa de Goethe y Byron, de Lamartine y
de Leopardi, de Quintana, de Espronceda y de Zorrilla, no tuviese ya más
vocación que el silencio ante el espectáculo de un mundo que se desmorona»
(1872: VII). En la página 1 de sus Poesías, Gabriel confiesa: «Tal vez levanto el vuelo al Dios que adoro, / y oso a sus plantas exclamar: ¡Quién eres!»
Este Dios, o mero dios, cuya identidad se ignora, ¿será acaso el del mundo
en demolición? Así, apenas concluido su prólogo, Tassara continúa preludiando
un tema central a su obra poética: el desafío a la divinidad. Es más: en un
pasaje de la página 56, en el poema «Himno al sol», todavía no ha dejado de
anunciar temas esenciales de su poemario: el hastío y la mujer. «Al corazón
cansado de sí mismo / patria será la inmensidad del mundo: / huya de mí por
siempre este infecundo / goce que engendra tras del tedio el mal. // ¿No hay
más felicidad que un impuro cerco / de enervantes y estúpidos placeres? / ¿No
hay en el mundo ya sino mujeres / que hagan también del hombre una mujer?» ¿Un hombre demasiado cobarde para cuestionar los artículos de la fe?
En los pocos poemas que Tassara dedicó a mujeres se busca en vano una
ternura auténtica o un amor que agarre y arrastre al hombre. Tassara tenía
fuertes necesidades sexuales y las satisfacía con premura. Ceder, empero, a
la mentalidad de la mujer, enternecerse, casarse era rendirse, emascularse,
hacerse mujer. Ser sujeto de la historia, del pensamiento, de los asuntos públicos, de la diplomacia era, en cambio, ser hombre, todo un hombre. Estamos todavía en esa época machista en la que Espronceda pudo destruir la
reputación de Teresa, sin perder nada de la suya. Tassara tuvo amores con una
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 429-446, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
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mujer que no le cedió a él en nada, porque ella no carecía en absoluto ni de
talento ni de fuerza, y de ella decían sus colegas masculinos con intención
elogiosa que para mujer era mucho hombre: me refiero a Gertrudis Gómez de
Avellaneda, y no cedieron, ni ella ni el duque de Europa, y cuando les nació
una niña de sus relaciones sexuales, Gabriel rehusó ir a verla. Es más: al
morirse la pobre criatura, Brenilde, a los siete meses, el poeta no contribuyó
ni un céntimo a los gastos de su entierro.
Las damas de la sociedad internacional de Washington, donde Tassara
estuvo de ministro de la reina de España durante diez años, estaban deslumbradas por las elegantes maneras y los poéticos aires del guapo representante
de Su Majestad, Isabel II; pero allí, lo mismo que en su tierra, Gabriel siguió
la práctica de amarlas y abandonarlas. De nada sirvieron las cartas manchadas con lágrimas de la joven washingtoniana Magdalena Goddard: «el grito
de mi tortura desea impresionar un corazón tan cruel» (Méndez Bejarano,
1928: 58). También abandonó Tassara a Magdalena; y en cuanto se lo pidiera su fisiología, procedería a buscarse otra víctima de sus hechizos varoniles.
En Londres representó los intereses de España durante pocos meses, y era ya
algo menos joven y fogoso.
Ternura sí hay en la poesía de Tassara, mas no es ternura de un varón hacia
una mujer amada, sino el deseo egocéntrico, habitual en el romántico tipo
burlador, de descansar de sus aventuras en la ternura femenina de una antigua conquista.
Reconóceme, Laura, soy el mismo:
un inmenso volcán mi fantasía,
mi mente abismo, inmensurable abismo,
y tuya, siempre tuya, el alma mía.
Y ¡oh! ¡si aun pudiera reclinar mi frente
en el seno feliz de tus hechizos,
y sentir agitar tu mano ardiente
de mi sien los blondos rizos! (1872: 286)
¿Blondos? ¿Fantasía de vanidoso poeta dandi? ¡Tassara tenía el pelo negro! Como frontispicio de los «Apuntes biográficos», en la Corona poética
ofrecida a Tassara, se reproduce un dibujo sepia del Gabriel guapo, digno,
elegante y orgulloso, de entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años de edad,
nariz aguileña, ojos claros, bigote, hoyuelo en la barbilla, levita con solapa
pequeña, camisa con cuello alto y corbata de lazo.
Ni relaciones largas, ni sentimentalismo, ni ceremonias del cortejo, no cabe
mejor ejemplo del desprecio de Tassara por las formas vacías del ritual romántico que lo que respondió a una dama que le pidió inscribiera algunos
versos en su álbum:
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 429-446, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
TASSARA: ROMÁNTICO, BURLADOR Y ATEO
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No quiero escribir versos en tu álbum;
primero, porque es álbum y detesto
los versos de álbum yo, que en serlo solo
son el gran pamplinismo de los versos;
y es tu álbum mismo con sus claros nombres,
gloria del Pindo y del Parnaso ibero,
la mayor colección de tonterías
que se escribió ni en español ni en griego. (1872: 287)
Ningún hombre ni mujer civilizada de nuestro tiempo dejaría de condenar la conducta de Tassara con la mujer. Mas el crítico literario que se ocupe
cual moralista de las acciones reprehensibles de un gran poeta del pasado es
aquel a quien le duele la conciencia y fracasa en su misión de crítico. Pues
la finalidad de la crítica no es el castigo, sino la elucidación. El Canto a Teresa, de Espronceda, para con la mujer es seguramente uno de los poemas más
crueles del mundo; y sin embargo, es probablemente, considerada sólo como
composición artística, el poema más hermoso del romanticismo mundial5. Pero
dejemos ya a un lado el tema amoroso, porque Tassara no nos dejó otro Canto
a Teresa, y ocupémonos de los restantes temas que quedan anunciados.
Los caballeros de los que Gabriel copió sus ademanes, gestos y suspiros
de hastío —todo ello recogido en El hombre fino al gusto del día y en las
páginas de Larra— hacía tiempo que se habían hastiado de las rebuscadas
delicadezas de los tés y los saraos6. Y tampoco tarda el sevillano trasplantado a Madrid, a Washington, a Londres en empalagarse. Recordemos estos
versos ya citados: «Huya de mí por siempre este infecundo / goce que engendra tras del tedio el mal. // ¿No hay más felicidad que un impuro cerco / de
enervantes y estúpidos placeres?» (1872: 56). Este triste camino lo recorrerá
repetidas veces Gabriel. El remedio piensa descubrirlo huyendo, viajando. «Al
corazón cansado de sí mismo / patria será la inmensidad del mundo» (ibíd.).
Corre Gabriel, corre, corre... ¿y qué? Contrae la fiebre del siglo, porque llegado al final del camino, todo es lo mismo, «un himno de agonía / a esta
Europa que corre a suicidarse (1872: 1).
Hace más de ochenta años, Américo Castro afirmaba con plena razón que
la cosmovisión romántica es un panteísmo egocéntrico en el que el poeta
desempeña el papel de la divinidad7. Utilizando las confesiones de Tassara,
5
Véanse mis ensayos sobre el Canto a Teresa: «Misoginia y exculpación: el Canto a
Teresa». en mi libro Concurso y consorcio: letras ilustradas, letras románticas; y «Espronceda, machista y arrepentido», en mi libro Ensayos de meditación y crítica literaria.
6
Sobre el libro aludido y las costumbres explicadas en él, véase mi ensayo «Fígaro y el
hombre fino», en mis Ensayos de meditación y crítica literaria.
7
«Ce qui s’appelle en soi romantisme, est une métaphysique sentimentale, une conception
panthéistique de l’univers dont le centre est le moi et qui, sous forme systématique ou
désordonnée, intensive ou atténuée, anime toute la civilisation européenne au début du XIXe
siècle» (Castro, 1922: 13). De hecho, esa metafísica animaba la civilización europea a partir de 1770.
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vamos a reconstruir su panteísmo egocéntrico, la cosmología de ese mundo
romántico que reflejaba lo más íntimo, angustiado y temblante de su alma.
García y Tassara representa probablemente mejor que ningún otro español
la atormentada progenie de la Ilustración dieciochesca, en cuyas inmensas latitudes la observación científica había librado ardorosas batallas contra todos los
sistemas filosóficos y todas las sectas religiosas. ¿Cómo era la vida espiritual
de un joven de veinte años hacia 1837, imbuido, por un lado, del catequismo e
instruido en escuelas y universidades donde los profesores eran mayoritariamente
religiosos, pero expuesto, por otro lado, en intensas lecturas solitarias, a la más
avanzada opinión científica europea? Hay momentos —lo veremos a lo largo del
resto de este trabajo— en los que las dudas y angustias religiosas y la asombrosa iconoclastia de Tassara se acercan a las de Unamuno.
Anticipémonos al pleno desarrollo de nuestro tema poniendo aquí muestras de la aflicción espiritual de Gabriel. «Los himnos se acabaron. / [...] La
fe me falta». «Hay un Dios, me lo dice el alma mía / [...] / ¿En quién he de
creer si en ti no creo? / ¿Y a quién me he de volver si tú me engañas?». «Mi
sistema son todos los sistemas; / el sistema de Dios es el que ignoro». (1872:
206-207, 252, 371). El hastío y la fatiga del dandi romántico no dejan de
hermanarse directamente con estas dudas y titubeos de la fe: son en gran parte
el producto de ellos.
En el poema «Meditación religiosa», Tassara cuenta que en su tiempo él,
cual todos los jóvenes de cierta ilustración, sentía la llamada del examen y el
razonamiento científicos: «En mi razón la duda / se apacentó algún día; / yo
quise ver la realidad desnuda / del mundo en que vivía» (1872: 23). «Y a mi
alma le es bastante / la ciencia y la verdad que está delante» (1872: 33), parece haberse asegurado una y otra vez, aunque en vano. ¿Y qué es lo que por
último le reveló esa ciencia, al parecer tan adecuada para iluminar todos los
caminos y todos los secretos?
Transformación sin límites del lodo
en que mi planta hundía,
naciendo todo y pereciendo todo
allí donde nacía;
Eso fue el mundo para mí. Un abismo,
y en ese abismo nada:
yo llevé la impiedad al fanatismo,
la voz del alma ahogada. (1872: 23)
«Y sin que ya la realidad me asombre —lamentó— / dudé del hombre al
conocer al hombre» (1872: 98). Los hombres dudando de los hombres, así
como de sus almas y de su común Creador, «el linaje humano / de su seno
abortó razas de ateos» —reconoce Tassara en su poema «Canto bíblico» (1872:
179)—. El desilusionado escrutador del cielo, la tierra y el hombre empieza
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ya a comprobar los efectos de su desilusión plasmados en el cielo, la tierra y
el hombre; y viéndose reducido a poeta maldito halló la que fue acaso la primera o la esencia de todas sus elocuentes metáforas del hastío romántico:
Hórrida simpatía
el alma adivinaba
entre la estéril sequedad del suelo
y la aridez del corazón. No hallaba
de amor o de amistad un sentimiento
ni en los otros ni en mí; y en torno, en torno
yermado y triste y sin vigor el campo. (1872: 136)
Los que os ocupáis de cuestionar cielo, mundo y humanidad, «vivís en la
región del pensamiento / toda una eternidad cada momento» (1872: 141). Vivís
todas las dudas, todas las esperanzas, todas las aspiraciones, todas las caídas
de la raza entera: intolerable proceso existencial. ¡Qué cruel es consigo quien
piensa! «¡Oh! quién pudiera con su propia mano / arrancar de su frente el
pensamiento!» (1872: 243). Éste sería el único remedio, concluye Tassara,
meditando un triste día de otoño, cuando su mal son ya miles de males. Al
poeta romántico suicida Juan Antonio Pagés (†1851) le afligió el mismo mal:
«La lepra del pensamiento llegó a contaminar el tronco vital de los sentimientos, el sentimiento de la existencia» (Pagés, 1852: 30; cursiva mía)8.
Hacia 1726, Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro caracteriza la poesía francesa de cuerda y lánguida, y al contrario, encuentra en la española y la italiana
un noble entusiasmo. Sigue comentando las dos posturas poéticas con emoción:
«Quien quiere que los poetas sean muy cuerdos, quiere que no haya poetas. El
furor es el alma de la poesía. El rapto de la mente es el vuelo de la pluma»
(Feijoo, 1769; 294). De este pasaje viene el título de un libro mío sobre el verso del siglo XVIII, citado más arriba, y escogí esas palabras para título porque
aparte de la belleza del conjunto de ese trozo intuitivo, me llamó la atención la
agudeza de Feijoo al escoger, en el umbral de un siglo filosófico y científico
como el setecientos, una palabra como mente al representar el vuelo de la poesía. Muy bien hubiera podido decir: El rapto de la inspiración, del numen, del
corazón, etc. es el vuelo de la pluma. Mas con mente también se alude a lo racional, lo lógico, lo científico de la actividad intelectual humana, y en el siglo
XVIII ciertos poetas encontrarían inspiración de gran vuelo en las ciencias (Luzán, Viera y Clavijo, Meléndez Valdés), así como en estudios rigurosos como
las reglas de la música y las de la poesía (Luzán, Iriarte).
Tassara, voraz amante de los libros, debió de leer y meditar en el citado
pasaje feijoniano sobre la poesía. Pues, en su poema «El crepúsculo», Gabriel
glosa el interesante comentario de Feijoo y lo adapta a su tiempo:
Juan Antonio Pagés se suicidó en Barcelona a los veintiséis años en 1851, dejando 794
páginas de obras poéticas, ensayísticas y filosóficas. Véase nuestra Bibliografía.
8
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Si no el placer, la inspiración al menos,
este rapto del alma y de la mente,
baña en su luz del corazón los senos,
y el hombre piensa porque el hombre siente. (1872: 100)
A lo largo del siglo XVIII el sensismo inductivo fue, por un lado, reemplazando el racionalismo deductivo, y por otro lado, compitiendo y colaborando con él. Esa reciente fase de la historia de la filosofía Tassara la capta
sucinta y exactamente en el cuarto de los versos que acábanse de copiar: «y
el hombre piensa porque el hombre siente». Recordemos, por contraste, lo que
decía René Descartes doscientos años antes, con un verbo muy diferente, en
su célebre Discours de la méthode: «je pense, donc je suis»; pienso, luego soy
(Descartes, hacia 1925: 35-37). El dominio mental que corresponde a la razón y el pensamiento, en la revisión tassariana de la metáfora de Feijoo para
la inspiración, se representa por la voz mente, y todas esas actividades más
intuitivas y creativas del científico o el poeta, que responden a los sentidos,
quedan representadas por la voz alma en el ya citado verso: «este rapto del
alma y de la mente».
Tal verso y el largo proceso mental europeo que llevó a la reformulación
de la frase feijoniana, «rapto de la mente», nos importan por ser sintomáticos
a la vez de la profunda sacudida psicológica del paso de la visión deductiva
racionalista, plana, blanca y negra, cartesiana, del mundo a la cosmovisión
inductiva sensista, multicolor, multidimensional y materialista, a lo Locke y
Condillac, típica de los nuevos pensadores, poetas y pintores que descubrirían
en el objeto material de su estudio, no sólo las soluciones y delicias que les
habían atraído en primer término, sino la fuente de dudas, pesares y aun tentaciones mortales que ni aun habían sospechado quienes miraban el mundo con
ojos cartesianos y escolásticos. En relación con esto, puede consultarse el
capítulo 13, «La historia filosófica del yo romántico», de mi libro Lírica y
poética en España, 1536-1870, en cuyas páginas cito pasajes descriptivos de
1699 del discípulo sensista de Locke, conde de Shaftesbury, hombre más sensible, más poeta que su maestro, en cuyas líneas el lector juraría haber descubierto las primeras fuentes de versos como los ya citados tassarianos: «Hórrida simpatía / el alma adivinaba / entre la estéril sequedad del suelo / y la
aridez del corazón...».
Aun en sus momentos de aparente plenitud amorosa, Tassara siente —es
como si lo palpara físicamente— «el peso, la miseria / del espíritu preso en
la materia». Cito el poema «A Elvira»:
Es cuando siento más aquí en mi seno
esta de un sumo bien sed infinita,
la mezquindad de nuestro ser terreno,
el rugido del alma que se irrita,
el peso, la miseria
del espíritu preso en la materia. (1872: 172)
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¿Con qué derecho protesta este mal siervo del Señor? Ninguno. Si él palpa la materialidad, la oquedad, el vacío de todas las cosas, tiene en sí toda la
culpa. Es un materialista voluntario, ya que optó por estudiar la materia con
todas las luces de la ciencia, y se queja con Dios de la aflicción que él mismo se buscó:
Dame tu arpa ¡oh Señor! El alma mía,
desdeñosa del mundo y de los hombres,
mi alma ¡oh Dios! mi alma ¡oh Dios! está vacía
y a expresar su dolor no encuentra nombres. (1872: 178)
¿Ni aun el más santo de todos los nombres, que aun él pronuncia en esta
ocasión? En otro momento de ansia y de duda, echó el siguiente juramento
«¡Maldecido esqueleto de la ciencia!» (1872: 338).
¿Qué elementos de fe le quedan al hombre ilustrado cuando por lo visto
se ve asediado por la desilusión absoluta? Diría acaso Tassara que le quedan,
cuando menos, su yo, su carácter y sus sentidos. Y en esto ¿qué objeto de
culto, qué religión ha de encontrar? «Leyendo a Horacio», musita Gabriel:
Encantos y deidades
torne el mundo a brotar; pueblen la tierra
a la voz de la fábula movidos;
y admire yo cuánta hermosura encierra
la religión que hicieron los sentidos. (1872: 163)
Resulta que sí le queda una religión, una fe, es la de las artes, levantadas
sobre los cinco talentos corporales del hombre con que se crean. A la conclusión del mismo poema, se le presenta otra religión, no como sorpresa, sino
simplemente como plasmación final de una idea que parece natural venga
desde hace tiempo elaborándose en la mente de un hombre de carácter como
el de Tassara:
¿Dirélo yo que en el orgullo adoro
la última religión del alma fuerte? (1872: 170)
Armado de sus sentidos y de su orgullo, el desilusionado, iconoclasta y
dandi romántico sale a la conquista del cielo poético. Mas para el sevillano
Tassara cielo poético no es en absoluto y nunca fue esa hermosa, delicada y
sensual naturaleza realista de égloga que captaron con finura en su verso los
poetas sensistas de las dos escuelas poéticas dieciochescas de Salamanca y
Sevilla, y que como alegre decorado persiste en muchas obras románticas. El
concepto de cielo lo más atractivo que tiene para Gabriel es soledad, frialdad,
transparencia, lluvia, niebla. Como objetos imitables, las flores, los prados, los
bailes y otras costumbres alegres son mucho menos interesantes que los páramos, las montañas y las tormentas.
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Lo andaluz pintoresco es extrañamente ajeno al carácter de este sevillano. Algún desastre ocurrido en sus primeros años en Hispalis, algún profundo odio de clase, algún resentimiento personal que le amargara la existencia
debe de estar a la base. «Mi paterna Andalucía / [ha sido] para mí inhospital,
para mí ingrata», afirma Gabriel en su poema póstumo «A Ávila». En el mismo poema, dedicado a Saturnino Bugallal, una página más abajo, Tassara
continúa así:
¡Y Ávila es más España! Que no en vano
España entera se llama Castilla,
y castellana la española gente,
y castellano el español idioma.
Sí, Bugallal, Castilla es nuestra madre:
aquí el hogar común, aquí la casa
solariega de España. Todos somos
andaluz, catalán, cántaro, vasco
hasta que en esta castellana tierra
como el abrazo maternal sentimos,
y en estos fieros carpetanos montes,
que en eterna intemperie se disputan
tórridos soles e hiperbóreos hielos,
y tanta y tanta generosa sangre
siglo y siglo regó, vemos clavado
como el escudo nacional de España. (Corona, 1878: XXX-XXXI)9
Seguramente le habría encantado este poema a Unamuno. Entre los versos póstumos tassarianos hay también un soneto, destacado por Ricardo Gullón en 1946, el cual seguramente habría resultado aun más atractivo para
Unamuno:
Cumbres de Guadarrama y de Fuenfría,
columnas de la tierra castellana,
que, por las nieves y los hielos, cana,
la frente alzáis con altivez sombría.
Campos desnudos como el alma mía,
que ni la flor ni el árbol engalana.
Ceñudos al nacer de la mañana,
ceñudos al morir de breve día.
Al fin os vuelvo a ver tras larga era,
os vuelvo a ver con el latido interno
del patrio amor que vivo persevera.
Para mí y para vos llegó el invierno.
Para vos tornará la primavera,
mas mi invierno ¡ay de mí! será ya eterno! (Corona, 1878: XXVII)
Sevilla, no obstante, nunca ha titubeado al reclamar la paternidad del ilustre poeta,
especialmente después de su muerte.
9
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Trátase de la visión del mundo de un hombre soltero y solitario, sin familia, que no tenía sino dos amigos entrañables: el político, orador y ensayista Juan Donoso Cortés10 y el político y poeta Salvador Bermúdez de Castro11. Tampoco tenía Tassara un cálido refugio donde recogerse al final de sus
días en Madrid: ocupaba solo unas habitaciones en el número 16 de la calle
de Serrano (Méndez Bejarano, 1928: 197). Se conservan unas líneas, de efecto
patético, de Amós Escalante, sobre el triste pasatiempo diario del demasiado
pronto gastado Tassara.
A la sala de periódicos del Ateneo de Madrid solía concurrir en las horas de
menos gente un lector, que en su porte y facha mostraba señales de gustos varios
y profesiones distintas entre sí, cuando no contradictorias y opuestas: algo de
militar, mucho de poeta inspirado y contemplativo, no poco de sujeto práctico y
activo, usado en los negocios y luchas de la vida y bastante de gentilhombre, a
quien son familiares costumbres y modales de cortesanas fiestas y salones.
Su estatura regular, su aire noble, la cabeza caída a intervalos sobre el pecho,
el paso recio y no muy seguro, como de quien ve poco o desconfía del piso. Su
traje, cual convenía a sus años, recio y varonil, ni falto ni presumido de elegancia, con indicios de gusto propio e independiente, que ni obedece a la moda, ni
la contradice y niega, y menos se abandona al capricho [...]: levita negra, larga y
abotonada; pantalón gris y la corbata negra también, revuelta, apretada al cuello
y alta, más, al aparecer, por cautela de doliente que por resabio y memoria de días
y atildamientos juveniles.
Fino de facciones, pálido de color, bien puesto de bigotes, trigueña y clara la
tez ya marchita por años y penas, haciéndole vivos y expresivos los ojos, encendidos por la incesante labor del pensamiento, asomando en su luz febril esos destellos elocuentes y dolorosos de la pupila que vienen a ser el grito mudo de hondos e incurables padecimientos físicos. Y cuando acontecía quitarse el sombrero,
mostraba el cabello negro todavía embastecido a trechos, erguido y revuelto de
manera que parecía indicar no haber sido, tiempos atrás, el adorno menos preciado de su persona. (reproducido en Méndez Bejarano, 1928: 197).
Todo esto lo vio largos años antes como en una visión un compañero, el
dramaturgo, poeta y político Antonio Hurtado y Valhondo, que falleció en el
mismo 1875 que Tassara:
¡Cómo se retrataba en tus pupilas
el sombrío pesar y el hondo tedio
que exhala el alma cuando triste y sola
suspira por el cielo!
Recuérdese que Tassara sufría su fiebre del siglo junto con Donoso Cortés.
«...Tus versos leo, / tus versos, Salvador, que amé cual míos» (1872: 334). Bastará
citar una sola frase de este amigo de Tassara para mostrar lo que tenían en común: «Sólo
en las cabezas de los idiotas y en las almas de los ángeles no hallan cabida las pesadas cadenas de la duda» (Bermúdez, 1840: II). Puede consultarse mi artículo «Raza de ateos». La
generación romántica de 1840» en mi ya mencionado libro Concurso y consorcio: letras
ilustradas, letras románticas.
10
11
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Cuando por vez primera ante mis ojos
tu figura pasó, sentí en el pecho
algo que presagiaba tu ruina
en brevísimo tiempo.
Te vi en Sevilla, y casi niño eras;
¡un niño! poco más; pero en tu gesto
ya se marcaba lo viril del hombre
y el aplomo del viejo. (Corona, 1878: 114)
Interiormente, moralmente, éste es el hombre que Gabriel lleva siendo
desde hace dos o tres decenios, desde que publicó la mayor parte de su obra.
Un día de otoño hace estos versos: «Tristeza al alma mía / inspira el mundo
ya. Tristeza al alma / que respondiendo al estertor del mundo / voz en este
profundo / silencio busca y vida en esta calma. / Al alma que en sí misma se
repliega, / que está del mundo en la tristeza triste, / y a su dolor y soledad se
entrega, / y a sentirse penar dura y existe» (1872: 231). Lo que inquieta a este
poeta envejecido antes de tiempo son las cuestiones y causas radicales de la
existencia: ¿Quién es Dios? ¿Quién es el hombre? ¿Cuál de los dos inventó
al otro? ¿Cree el ateo en Dios? ¿Duda el creyente de Dios?
La cosmovisión panteísta egocéntrica del romanticismo exaltado es el
punto de partida más adecuado para una discusión de la relación entre la divinidad y el sujeto humano porque su postura sume a los dos interesados en
lo más estrecho del tema. Danse dos ejemplos del fácil acceso del romántico
a la presencia de Dios en el poema «El crepúsculo», uno ya en la primera
estrofa: «Mi Dios soy yo, mi sociedad yo mismo. / Ni su voz, ni su imagen,
ni su nombre. / Lejos de mí la sociedad y el hombre» (1872: 94). Dos páginas más abajo, Tassara escribe: «Yo soy mi propio Dios solo en mi cielo»,
quizá la más sucinta de todas las descripciones de la postura del romántico
ante el universo. Queda claro que tal irreverencia ante la divinidad se le ha
hecho posible y aun natural a Tassara por el desasosiego provenido de su
herencia materialista dieciochesca. De ahí asimismo el ateísmo en el que cae
en los momentos en que no le sostiene su desesperada esperanza de hallar a
un nuevo dios o confirmar al viejo.
No sabe Gabriel con quién habla cuando reza, y esto le desespera. Concluye, por tanto, de modo muy extraño su poema Dios:
¡Señor! ¡Señor! te escucho. ¡Señor! ¡Señor! te veo,
¡Oh tú, Dios del creyente! ¡Oh, tú, Dios del ateo!
Aquí tienes mi alma... Tómala... Tú eres Dios. (1872: 15)
Si podemos imaginarnos un Unamuno que, cuando no estudie, medite o
rece, sea dandi y frecuentador de la sociedad elegante de las grandes capitales del mundo, hele aquí en la contradictoria figura de Tassara. Por los versos citados, no sabemos si el Dios que Tassara acepta, al final de su corta
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composición de dieciséis alejandrinos titulado Dios, será el Dios del creyente, o bien el Dios del ateo. Y al final probablemente no importa cuál sea, si
tiene razón Unamuno en su famoso aserto de que no hay más férvido creyente que el ateo, pues nadie lucha contra un enemigo inexistente, y el ateo dedica toda su existencia, alma y cuerpo, a vencer a Dios.
Tassara puede ser irónico, y muy irónico, sarcástico, y muy sarcástico; mas
no es frívolo ni bromista. Apenas tendrá sentido del humor, sobre todo cuando se trata de algo que le roe el corazón como el ateísmo del aspirante a creyente. Es un problema personal, pero lo es también nacional e internacional,
y todo ello radica en el conflicto entre el cristianismo y el materialismo científico, entre Dios y los ateos. «Morir la Europa siento» (1872: 197). ¿Por qué?
¿Qué le pasa a esa generación europea? Gabriel responde en la misma página: «Raza de ateos que a luchar nacimos, / luchamos contra el cielo y sucumbimos». Nada en absoluto le solaza esa victoria, porque es de la jerarquía
católica. ¿Le habría consolado la victoria de los ateos «creyentes» a lo Unamuno? Suficientes feligreses de esa fe había, pues «el linaje humano / de su
seno abortó razas de ateos» (1872: 179), ¿Fe, los ateos? La duda pensativa
de los ateos, ¿no es al menos tan espiritual como la apatía de la jerarquía, el
clero y la multitud de bautizados de la Iglesia oficial?
Las imágenes poéticas presentes en las composiciones de Gabriel sirven
para representar al mismo tiempo su cosmovisión romántica y su iconoclastia atea. Pienso, por ejemplo, en los ya citados trozos del poema «El crepúsculo» en los que Gabriel preside como Dios su propio cielo. Veamos algún
ejemplo adicional. En un momento determinado, Dios ha dispuesto de Gabriel,
pero la criatura no está a disgusto en el mundo solitario que se ha creado:
Al Dios que me ha criado
alzo los ojos y la voz, le veo;
su dedo omnipotente
ha tocado flamígero mi frente.
Yo soy mayor, un mundo
a mi placer me creo,
y solo estoy en él, que no me arredra. (1872: 5)
«¿Dónde encontrar la valla / de esta infinita soledad?» (1872: 163), se
pregunta otro día. Pero Tassara, como todo auténtico poeta, comparte con Dios,
el don de la creación, y resuelve en el acto el vacío de esa soledad. «La tierra brota genios a mi paso, y una familia de deidades creo» («Leyendo a
Horacio», ibíd.).
Aparte de las posturas atea y poética para el examen de la divinidad y la
fe, Tassara ensaya otras. Aquí entran de nuevo a desempeñar un papel los
sentidos corporales del hombre y el sensismo, junto con la intuición. Por
mucho que titubeen los sentidos ante el desastre, son siempre nuestra más
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firme evidencia. «Profunda como el mar, en todas partes / del principio que
ya fue la huella veo, / y en el destrozo universal que existo, / que existir puedo
aun apenas creo» (1872: 8). He subrayado el verbo correspondiente al sentido de la vista. Tassara sostiene también en este contexto su ya expuesta distinción entre mente para pensar y alma o corazón para sentir: «Un principio
de vida inagotable / late en mi corazón, piensa en mi mente» (1872: 12). El
calificativo inagotable y otros parecidos sirven para enlazar las funciones racionales y sensoriales del hombre con el importante tema al que en último
término quiere llegar Tassara. «¡Naturaleza inmensurable! El hombre / a esta
gran sensación no encuentra nombre» (1872: 98). Naturaleza, la divinidad de
la llamada teología natural setecentista, es una gran sensación, dice, y se le
rinde culto investigándola. En fin, a su modo: «También naturaleza tiene un
alma» (1872: 171).
«Ven y muéstrame, ¡oh Dios! y sepa el alma / [...] / que es algo más la
eternidad que un nombre, / que hay algo de inmortal y que es el hombre»
(1872: 10). «¡Oh sabia Providencia! yo te adoro. / ¡Oh ciencia, humana ciencia! te desprecio» (1872: 34). Providencia es el nombre que con frecuencia
da el deísta a su dios, esa divinidad indiferente que crió el mundo, lo puso
en marcha y algún día apretará el otro botón para pararlo todo, sin haber intervenido nunca en la vida del —poco más que hormiga— hombre individual.
Aquí escuchamos el angustioso grito del que se da cuenta de que la ciencia
de la que él con absurdo optimismo sacó un día un nuevo dios no tardará en
destruir todo concepto de divinidad.
Para concluir, he escogido un singular trozo del poema «En el campo»,
en el que vemos a Tassara volver a desempeñar dos papeles que ya hemos
identificado en él: el de maestro de la poética romántica y el de expositor del
sentido religioso de la naturaleza. Pues en los versos siguientes tenemos, primero, un buen ejemplo explicativo del panteísmo egocéntrico romántico aplicado a la descripción de la naturaleza; y segundo, derivada directamente de
ese esquema, una epifanía naturalista deísta. Es significativa la presencia del
sensismo en estos versos; porque tanto el poeta posilustrado sensista como el
devoto del culto deísta natural se unen con la naturaleza a través de los sentidos corporales.
Gustaba yo del propio sufrimiento
en el ajeno padecer. Mi alma
esas horas amargas discurría
que anhelamos tal vez que todo sienta
porque padezca con nosotros todo;
y a la pálida flor y al árbol seco
daba yo un alma en mi dolor profundo,
para tener en mi dolor un eco
y consolarme en el dolor del mundo.
Un instante no más, y ante mis ojos
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se alzó de su letargo el universo
y mi frente a par dél. Mi pecho hería
de agitación vivífica un latido,
y a mi vista un momento confundido
cuanto el orbe en sus ámbitos encierra,
con el fervor del entusiasmo oía
de los cielos la voz llenar la tierra. (1872: 137)
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Ediciones Universidad de Salamanca.
Fecha de recepción: 22 de febrero de 2010.
Fecha de aceptación: 1 de septiembre de 2010.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 429-446, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.313
Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 447-472, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.312
Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García
J. Ramón Prieto Lasa
Universidad del País Vasco /
Euskal Herriko Unibertsitatea
RESUMEN
El drama Sancho García (1842), bien acogido por el público de su tiempo y por la crítica, ocupa
una posición estratégica en las trayectorias del romanticismo español y de la obra de Zorrilla. Sin
embargo, no ha recibido suficiente atención, eclipsado por títulos más populares de su autor. El
artículo destaca algunas claves de esa notoriedad, en su contexto histórico-cultural. Perfilan determinados rasgos del arte o fórmula dramática / de la fórmula o arte dramático del autor, surgida
de la conjunción de una serie de aciertos, en los distintos niveles y etapas de la producción teatral,
encaminados a satisfacer las demandas del público, popular y conservador, al que iba dirigido. Sustentando la teatralidad, principal virtud de la dramaturgia de Zorrilla, se trata, entre otros, de la
elección de un modelo dramático adecuado (composición trágica), más cerca del drama romántico
que de la tragedia clásica; de un armazón narrativo —histórico-legendario, medieval y español—,
con fuertes dosis de suspense y emoción; de su hábil recreación mediante procedimientos y materiales muy conocidos —en especial en la tradición legendaria del relato y en el teatro de la época
y de Zorrilla—, de gran efectismo; del buen oficio de los actores, etc.
Palabras Clave: José Zorrilla, teatro, Romanticismo, espectadores, éxito.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García
ABSTRACT
The Drama Sancho García (1842), well received at the time by the public and by the critics, occupies a strategic position in the trajectories of Spanish Romanticism and of Zorrilla’s
oeuvre. However, it has not received enough attention, overshadowed as it has been by more
popular works of this author. The article underlines some keys of this particularity, in its historical and cultural context. These keys outline certain features of the author’s formula or art of
drama, arisen from a conjunction of good choices, at the different levels and stages of his
playwriting, these choices seeking to satisfy the requirements of the popular and conservative
public they were meant for. Sustaining theatricality, the principal virtue of Zorrilla’s dramaturgy,
he chose, among other options, 1) an adequate dramatic model (tragic composition), closer to
romantic drama than to classic tragedy; 2) a narrative frame —historical-legendary, medieval and
Spanish—, with high doses of suspense and excitement, 3) his skilful recreation by means of
proceedings and materials that were very well known —particularly in the legendary tradition
of narration and in the theatre of that time and of Zorrilla himself—, attaining great effect, and
4) the skilful performances of the actors, etc.
Key words: José Zorrilla, Theatre, Romanticism, Spectators, Success.
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J. RAMÓN PRIETO LASA
Aunque no figura entre las composiciones dramáticas más conocidas de José
Zorrilla (1817-1893), críticos y espectadores han coincidido en valorar muy
positivamente Sancho García (1842) por diferentes motivos. Para el semanario
El Arpa del creyente era, el año de su estreno, «la mejor [obra de poesía] del
Sr. Zorrilla y una de las primeras del teatro español». Hartzenbusch la juzgó
superior a La condesa de Castilla de Cienfuegos, del mismo asunto. Menéndez Pidal recuerda que fue uno «de los mayores éxitos del poeta», que «se hizo
popular y entusiasmó con sus escenas admirablemente trazadas, llenas de vigor
poético todas, aun las más difíciles». Bonilla y San Martín encuentra en ella
«admirables versos y escenas de profunda intensidad dramática». Alonso Cortés reconoce su mérito relevante: «pocas veces la inspiración de un poeta se
ha puesto tan intensa y asiduamente al servicio de un asunto desarrollado con
singular acierto». Entrambasaguas la calificó de «admirable». Ruiz Ramón le
asignó lugar destacado en la abundante producción de su autor, junto a Don
Juan Tenorio, Traidor, inconfeso y mártir, El puñal del godo y El zapatero y
el rey. Por número de representaciones y opinión de la crítica, es una de las
obras teatrales favoritas de la década de 1840-1850 y la única del año de su
estreno, de las incluidas en el estudio de Salvador García sobre las ideas literarias de ese período. Para Alborg es obra «de gran importancia por más de un
concepto»:
un gran drama, un excelente drama, digno de figurar en un repertorio de primera
fila [...]. La palabra es de una contención y sobriedad muy rara en Zorrilla, pero
que en esta obra es verdaderamente ejemplar [...]. El desarrollo de las pasiones
está magistralmente graduado, los personajes son de impecable consistencia y las
situaciones dramáticas, tan numerosas como afortunadas.
Y el número de ediciones entre 1893 y 1993 de los títulos teatrales de Zorrilla revela que, aunque a distancia, Sancho García se situaba a continuación
de los cuatro citados, los más relevantes de su producción dramática1; eclipsado por ellos, no ha recibido suficiente atención por parte de los críticos2.
1
Respectivamente, García (1971: 62); El Arpa del creyente (9, 4 de diciembre de 1842:
72, «Movimiento literario: Sancho García»): semanario católico tradicionalista, dir. por
Navarro Villoslada. Madrid, 1842; Hartzenbusch (1866: XVII, n.), Menéndez Pidal (1945:
193 y 195), Bonilla y San Martín (1917: XXX), Alonso Cortés (1943: 289 y 290), Entrambasaguas (1943: XXXVII), Ruiz Ramón (1981: 332), Alborg (1980: 597-598), Vallejo González y Ojeda Escudero (1994: 13 y «Gráficos»: «Ediciones de las obras de José Zorrilla en
el periodo 1893-1993. Teatro»), que puntualizan: «a partir de 1953 se produce una recuperación de las ediciones del teatro de Zorrilla, pero [...] domina abrumadoramente Don Juan
Tenorio». A estos trabajos debe añadirse la ed. de J. Ramón Prieto Lasa (Zorrilla, 2008), de
donde proceden las referencias textuales; su prólogo aborda aspectos del drama y de la leyenda que lo inspira, tratados aquí desde perspectivas distintas o de modo tangencial.
2
Con respecto a las críticas teatrales, al margen de las de Don Juan, Vallejo y Ojeda (1994:
27-28) indicaban en 1994: «sólo en las tres últimas décadas su número es significativo, aun
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La intención de estas páginas es explorar, a partir de pistas proporcionadas por Zorrilla y otros autores y críticos de su tiempo, algunas razones de
esa singularidad y acogida, mediante el examen de determinadas circunstancias de la composición de la obra y particularidades de su constitución dramática y de su representación. Conciernen, como vamos a ver, a factores muy
variados: sus finalidades, su lugar en la producción dramática del autor y en
su época, el género que se le asigna, el público al que iba dirigida, su soporte narrativo y temático, los procedimientos y materiales utilizados en su elaboración, su sustento ideológico, el buen oficio de los actores, etc.
1. EL
PÚBLICO
Comenzamos unos días antes del estreno: en el Diario de Madrid 3 aparece el primer anuncio de la función. Su contenido debe tomarse con reservas,
por la habitual vehemencia de su autor o inspirador, el mismo Zorrilla, pero
tiene interés su estrategia expositiva, los argumentos esgrimidos para ganar el
favor de críticos y espectadores. Destaca como cualidad más relevante de la
obra la de iniciar «una grande revolución literaria» cuyo principal objetivo es
superar el «tumultuoso bullicio del drama moderno» de Dumas, Víctor Hugo
y sus seguidores, que había hecho furor entre 1835 y 1837, vinculando el
estreno al proyecto cultural que reclamaba un cambio de orientación en esa
dirección4. El propio autor —de «ideas innovadoras y revolucionarias en el
teatro», según proclamaría después5— había definido esos dramas modernos
como «monstruosos abortos de la elegante corte de Francia» y últimos invasores de «nuestra escena nacional», en su conocido proyecto expuesto en los
preliminares de Cada cual con su razón. Entonces (1839) había pretendido
sustituir su modelo, extranjero y moderno, por el castizo y tradicional de la
que por lo general vienen a coincidir con los estudios introductorios de las ediciones y el resurgir del interés crítico por Traidor, inconfeso y mártir [...]. Del resto de la obra dramática de
Zorrilla han llamado la atención Vivir loco y morir más [...] y El zapatero y el rey».
3
Diario de Madrid (19 de noviembre de 1842) (n.º 2794), «Diversiones públicas» (Diario de Madrid, de 1788 a 1825 y de 1836 a 1847; Diario de avisos de Madrid, de 1825 a
1836). A partir del 25 de noviembre de 1842 (n.º 2800) el anuncio añade los detalles comentados aquí.
4
Por aquellos años distintos medios hablan de inminente renacimiento, reacción o revolución. Por ejemplo, Luis de Mata y Araujo (1845: 314), catedrático de San Isidro, escribía
en 1841: «Por fortuna esta moda o revolución espantosa en esta parte de la literatura va
cediendo [...]. Gracias a la reacción provechosa que muchos de nuestros poetas han opuesto
[...]. Observamos con placer una emulación y movimiento singular entre nuestros poetas del
día [...]; movimiento que no se había visto desde los tiempos de la escuela de Lope y Calderón: díganlo la multitud de comedias publicadas en estos últimos seis años». Véase Peers
(1973: II, 81, n. 3).
5
Zorrilla (1943: 1765), Recuerdos del tiempo viejo.
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comedia barroca, como aconsejaban muchos críticos: «El autor [...] ha buscado en Calderón, en Lope y en Tirso de Molina, recursos y personajes que
en nada recuerdan a Hernani y Lucrecia Borja»6. En esta ocasión, tres años
después, dice querer aplicar el de la tragedia clásica; sin embargo, aún no ha
llegado el momento: «el público no se halla todavía dispuesto a pasar repentinamente [...] a la sencilla, si por otra parte majestuosa, dignidad de la tragedia clásica». En 1841 había constatado Mata y Araujo: «Los poetas actuales luchan, buscan y no hallan aún un tipo conocido y aceptado para fijar una
nueva escuela»7.
El planteamiento del autor atiende, por delante de esa misión innovadora
y revolucionaria, a la disposición y expectativas de los espectadores. Al margen de lo que pueda tener de expresión del conocido conflicto entre intenciones artísticas y condiciones determinantes de su ejecución, la declaración se
explica por las circunstancias de aquel momento de su vida profesional, que
exigían la inmediata e inequívoca aceptación de la obra. El estreno tendría
lugar en el Teatro de la Cruz, donde Zorrilla —«ingenio ya muy aplaudido
en la escena», dice el reclamo— estaba contratado desde el 17 de octubre del
año anterior8. Había puesto allí en escena, también en 1842, la segunda parte
de El zapatero y el rey (5 de enero), El eco del torrente (5 de febrero), Los
dos virreyes (16 de abril) y Un año y un día (12 de octubre).
En efecto, no era aquel el escenario más adecuado para llevar a buen puerto, y menos repentinamente, esa revolución literaria, ni su público, de gusto
popular y conservador, era público de tragedia clásica. Más que de su dignidad gustaba de la emoción, el asombro o la diversión de bailes fantásticos,
comedias costumbristas y de magia, dramas sentimentales o románticos...,
preferiblemente con final feliz. Las obras representadas allí entre el 20 de
noviembre y el 13 de diciembre —además de Sancho García, estrenada el 29
de noviembre, y varias piezas breves— fueron dos dramas —uno de ellos, El
trovador, «exornado con todo el aparato teatral que requiere el asunto»—,
cuatro comedias y un baile fantástico9. En sus Recuerdos del tiempo viejo
Zorrilla (1943: 2207, n. 5). El mismo Mata y Araujo (1845: 313) también condena, y
doblemente, los dramas modernos porque en ellos «no sólo se violan todas las convenciones teatrales, sino que se trata quizá de romper todos los vínculos de la sociedad».
7
Mata y Araujo (1845: 315).
8
El contrato le asignaba 1500 reales mensuales y un palco proscenio, con la condición
de no escribir para el Teatro del Príncipe, su rival, y presentar dos dramas por año, en enero y septiembre. Véase Alonso Cortés (1943: 272, n. 273).
9
La información procede del Diario de Madrid (1842). El drama de García Gutiérrez se
representó el 20 de noviembre; el otro drama fue Lo de arriba abajo o La Bolsa y el Rastro (26 de noviembre y 4 de diciembre), citado en el texto; las comedias, Detrás de la cruz,
el diablo, de Rodríguez Rubí (20 de noviembre), El tío Pablo o la educación, de E. Souvestre, trad. de J. de la C. Tirado (6 y 13 de diciembre), El vaso de agua, de Scribe, trad.
de Gil y Zárate (10 de diciembre) y El pelo de la dehesa, de Bretón (11 de diciembre); y el
baile fantástico fue La lámpara maravillosa (27 y 28 de noviembre). Acompañaron a Sancho
6
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evoca Zorrilla algunas funciones aplaudidas por aquella época. Se trata de
dramas históricos (Alfonso el Casto y Doña Mencía, de Hartzenbusch; Simón
Bocanegra, de García Gutiérrez), comedias de magia (La redoma encantada
y Los polvos de la madre Celestina, de Hartzenbusch), arreglos de dramas de
costumbres populares (Lo de arriba abajo, imitado del francés por J. Lombía
y J. de la C. Tirado, «que alcanzó un éxito fabuloso») y de espectáculo, así
como «una porción de primorosos juguetes en prosa y verso», también de
Hartzenbusch10. Las correspondencias entre condiciones socioculturales y aficiones dramáticas del público serían resumidas con claridad por el crítico teatral de El Sol, defensor de la restauración de la tragedia clásica —«somos muy
apasionados por la tragedia», advierte—, en un artículo de 1843: «[la tragedia] quedará para hablar al gusto y excitar la admiración de los literatos y de
la parte ilustrada del público, no para mover las pasiones y arrancar los aplausos de la multitud»11.
Y de mover las pasiones y arrancar los aplausos de la multitud, precisamente, se trataba. Parece que Zorrilla lo logró; la obra permaneció en cartel
del 29 de noviembre al 12 de diciembre, con once representaciones. El mismo Diario de Madrid destaca, del 2 al 12 de diciembre, que fue extraordinariamente aplaudida, como El Arpa —«se estrenó [...] con gran aplauso»— y
Pablo Piferrer, en mayo del año siguiente: «los aplausos de todo un público
[...] en todas partes han acogido el Sancho García»12. También lo recuerda el
autor al exponer las razones del éxito de este y otros estrenos de 1842-1848:
le di [a Lombía] algunas victorias no muy fácilmente conseguidas, algunos puñados de duros y algunas noches de sueño tranquilo [...]. Mi Rey D. Pedro [El zapatero y el rey (Segunda parte)], mi Sancho García, mi Excomulgado, mi Mejor razón, la espada, mi Rey loco y mi Alcalde Ronquillo, contribuyeron a nuestro sostén,
García «un intermedio de baile» y, para terminar, «el divertido sainete titulado Los apuros».
Por las mismas fechas el Teatro del Príncipe puso en escena La vida es sueño, Los independientes, de Scribe, La casa de Tócame Roque (20 de noviembre), varios dramas —El
hombre de la selva negra, «de grande espectáculo» (27 de noviembre), Marcelino el tapicero
(30 de noviembre), Quince años después o el campo y la corte (1 de diciembre), Las memorias del diablo (4 de diciembre), Amor de madre (11 de diciembre)— y comedias —La
escuela de las coquetas (26 de noviembre), Bruno el tejedor y Perder y cobrar el cetro (28
de noviembre), El hombre más feo de Francia (29 de noviembre y 11 de diciembre), ¡Por
él y por mí! (2-4 de diciembre)—, casi todas arregladas o traducidas del francés por Ventura de la Vega.
10
Zorrilla (1943: 1764-1765), Recuerdos del tiempo viejo.
11
El Sol Diario político, religioso, literario e industrial (5 de abril de 1843). Políticamente moderado, sus artículos literarios reflejan posiciones clasicistas y anti-románticas. Las
críticas a Zorrilla que interesan aquí se hallan en los números del 3 de diciembre de 1842
(«Literatura. Teatros. Sancho García. Drama») y del 5 de abril de 1843 (Sofronia); Sarrailh
(1933: 125-134) las reprodujo y comentó parcialmente. Salvo indicación contraria, todas las
referencias a este diario proceden del citado artículo sobre Sancho García, de 1842.
12
Piferrer (1859: 142). «Don Sancho García», Diario de Barcelona, 13 de mayo de 1843.
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gracias al concienzudo estudio, a la inusitada perfección de detalles y a la perpetua
atención con que me los representaban Carlos Latorre y Bárbara Lamadrid13.
2. COMPOSICIÓN
TRÁGICA
El recorrido hasta llegar a aquel triunfo había comenzado por establecer
las fronteras de un territorio dramático adecuado a los objetivos propuestos:
Sancho García «en realidad no es una tragedia clásica». Su autor «sólo ha
pretendido hacer un ensayo, dando el primer paso» en su senda revolucionaria14, consistente en una fórmula supuestamente novedosa que, superándolos,
trata de conciliar compromisos o imperativos tan incompatibles, al menos en
apariencia, como «revolución literaria» y disposición del público, «literatos»
y «multitud», «majestuosa dignidad» y «tumultuoso bullicio», «tragedia» y
«drama»... clasicismo y modernidad. Parecido ideal había expresado, en distintos términos, en 1839: «por si de estas sus creencias literarias se les antojara a sus amigos o a sus detractores señalarle como partidario de escuela
alguna, les aconseja que no se cansen en volver a sacar a plaza la ya mohosa
cuestión de clasicismo y romanticismo»15. También su amigo y protector Pastor
Díaz, como otros, había declarado al celebrar el efecto causado por el poema
del autor a la memoria de Larra (1837):
Nadie pudo ver en ella la imitación de tal autor, o los principios de tal escuela:
nadie discutió si era clásica o romántica, oriental o filosófica. Era una composición de allí, de aquel poeta, de aquel momento, de aquella escena, para nosotros,
en nuestra lengua, en nuestra poesía, en poesía que nos arrebató, que nos electrizó, que comprendimos, y sobre cuyo mérito, género y formas no se suscitaron
discusiones ni críticas16.
Así el producto podía anunciarse como nuevo, «original», a la vez que
avalado por la autoridad de géneros reconocidos: la tragedia clásica y el drama. La elección permitía cauces poéticos más cómodos y flexibles que los de
la primera, mientras que marcaba distancias, al menos programáticas, con los
del drama que trataba de superar. La pretensión del autor era, a juicio del
articulista de El Sol, «componer una obra que no fuese ni drama ni tragedia
clásica, no atreviéndose a prescindir de la índole de aquél, ni a ajustarse a las
condiciones de ésta».
Zorrilla (1943: 1764-1765). Recuerdos del tiempo viejo.
Seguiría intentándolo. En las «Notas del autor» a Sofronia (Zorrilla, 1943: 1127), estrenada el año siguiente, afirma: «he querido escribir una tragedia; ignoro si lo he conseguido, pero confieso que tal ha sido mi intento».
15
Zorrilla (1943: 2207, n. 5).
16
Pastor Díaz (1837), «Prólogo» al libro publicado tras la muerte de Larra (Madrid, 14
de Octubre de 1837).
13
14
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Debido a ese carácter innovador e híbrido, el autor llama «modestamente
a su obra composición trágica», como también precisa la primera edición17.
A ninguna otra producción dio Zorrilla este nombre: con excepción del «capricho dramático»18 Vivir loco y morir más y la alegoría Apoteosis de don
Pedro Calderón de la Barca, siete de las anteriores eran dramas y cuatro
comedias. Sancho García repetiría su singular designación en posteriores representaciones, como las once de Madrid en los teatros Novedades (18581860) y Príncipe (1861), aunque también recibió otras más comunes, como
«drama», en tres ocasiones (1854, 1861, 1871), «drama histórico-trágico», otras
tres (1843), o «drama trágico», otras tantas (1843, 1845, 1846), en el Principal de Valencia (1843-1871)19.
Fórmulas de este tipo, surgidas de la confluencia de distintas expresiones
dramáticas, estaban sancionadas por la tradición, según recordaría Hartzenbusch en 1866: «mal que les pese a los rigoristas, hay y hubo siempre y habrá un género o subgénero de composición dramática mixto de tragedia y comedia, tan artístico como el que más, porque puede ser tanto o más verdadero». Y eran canónicas en el segundo tercio del siglo: el mismo crítico
mencionaba, entre las variedades habituales en el período, «comedias-dramas»,
«dramas-comedias» o «dramas-tragedias», donde incluía Sancho García y Don
Juan Tenorio, con El conde don Julián, de Miguel Agustín Príncipe, Guzmán
el Bueno, de Gil y Zárate, y el citado Simón Bocanegra20, estrenadas entre
1838 y 1844. El fenómeno responde a la gradual modificación que, desde los
años treinta, venía experimentando el modelo de tragedia heredado, por el
abandono de sus rasgos clasicistas y la adquisición de románticos, y, complementariamente, al mestizaje propio del drama romántico, que por su carga y
desenlace desgraciado tenía mucho de trágico. En la teoría dramática de aqueMadrid: Imp. de Repullés, 1842 (12 de noviembre). Ocho años antes, en las «Dos
palabras» que antepone a su Macías, Larra (2009: 171-173), como otros, evitaba encasillar
su obra en alguna de las categorías dramáticas al uso («comedia antigua», «comedia moderna», «comedia de costumbres», «comedia de carácter», «tragedia»...). El artículo «Macías,
drama en cuatro actos representado por la primera vez en el Teatro del Príncipe la noche
del veinticuatro del corriente» (Mensajero de las Cortes, 28 de septiembre de 1834, «Variedades») insiste en ello: «Nos ha dado su Macías, anunciándonos desde luego que no pertenecía a ningún género de los hasta ahora usados [...]; no es una tragedia ni una comedia
ni un drama romántico» (Larra, 2009: 377).
18
«Realmente no se puede llamar drama» (Zorrilla, 1943: 697, n. 1).
19
La denominación composición trágica aparece registrada una sola vez en la relación
de denominaciones de géneros teatrales que publicó García Lorenzo (1967: 191-199) para
el periodo comprendido entre los últimos años del siglo XVIII y 1930, aproximadamente;
las demás se aplican a distintas obras: drama trágico, por ejemplo, a Alfonso Munio (1844),
Saúl (1849) o Baltasar (1858), de Gómez de Avellaneda. Para las representaciones en Madrid y Valencia, respectivamente: Vallejo González y Ojeda Escudero (2002) y Colección
de Carteles Teatrales Valencianos del siglo XIX.
20
Hartzenbusch (1866: X y XIX-XX), «Prólogo».
17
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llos años el drama del romanticismo sustituía a la tragedia: «El alto drama,
el moderno drama francés [...] es la verdadera tragedia de nuestra sociedad»21.
Como es sabido, del proceso resultó un drama, serio aunque no estrictamente
clásico, de tema histórico.
Obviamente, no resulta fácil afinar la distinción entre ambos géneros, por
lo que los críticos no han estado de acuerdo al catalogar la composición. Para
Piferrer no es tragedia ni drama histórico22. Como tragedia la esperaba Mesonero Romanos: «se nos anuncia ya como próxima la restauración de la tragedia clásica con el D. Sancho García, de Zorrilla»; así la tratan también Entrambasaguas y Gies, y según Bonilla y San Martín posee «una concepción
más trágica» del tema que la tragedia de Cienfuegos23. Por el contrario, El Sol
le negaba esa naturaleza por su asunto feudal y su carácter popular:
Los asuntos puramente feudales se acomodan bien poco a este género de composición: la fisonomía irregular del feudalismo desconcierta el relieve purísimo de
la tragedia [...], el feudalismo puro no irá nunca a buscar por intérprete al clasicismo [...]. Agréguese a esto el carácter esencialmente popular de la poesía dramática del Sr. Zorrilla, y se encontrará la razón por que celebramos que el Sancho García sea un drama y no sea una tragedia clásica,
para resolver: «llame el señor Zorrilla como guste a su obra, nosotros la llamaremos simplemente drama». Y como drama también sería etiquetada por
Menéndez Pidal, Peers, que lo situó entre los experimentos del autor en el
teatro «clásico o semiclásico» (1842-1845), Juan Luis Alborg24, etc.
3. CONSTRUCCIÓN
DRAMÁTICA
El reclamo presenta el estreno como expresión de esa fórmula original,
composición trágica, definida por sus deudas con los géneros que la conforman. A la tragedia pertenecen «los tres principales personajes que en ella figuran», «la elevación de los pensamientos» y «la energía y brillantez, que no
puede negarse reinan en el fondo de la obra y en su versificación» 25. CorresEl Sol (5 de abril de 1843).
No es tragedia «porque no basta para ello bosquejar dos o tres cuadros de escasas figuras y de algún efecto», ni drama histórico «porque ningún colorido de época brilla en ella,
ni las figuras están dibujadas con las proporciones y sencilla severidad de aquellos principios heroicos de la restauración española, ni el todo se muestra nutrido de aquellos efectos
y accidentes que por llevar el sello de los tiempos antiguos y por su acertada distribución
suplen a veces la pureza de la pintura histórica» (Piferrer, 1859: 144).
23
Respectivamente, Mesonero Romanos (1842: 399b), Entrambasaguas (1943: XXXVII),
Gies (1997: 311): «tragedia en tres actos», Bonilla y San Martín (1917: XXX).
24
Respectivamente, Menéndez Pidal (1945: 193), Peers (1973: II, 157-158), Alborg (1980: 597).
25
Los requisitos que «por los años de 1812» se exigía Martínez de la Rosa (1827: 43)
al componer la tragedia La viuda de Padilla eran «una acción sola y única, llevada llana21
22
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ponden al drama «las formas bajo las que el argumento del poema está presentado», que Zorrilla había ejemplificado, parcial e irónicamente, en su citada declaración de 1839:
Los señores románticos perdonarán que no haya en ella [en Cada cual con su
razón] verdugos, esqueletos, anatemas ni asesinatos. Pero aún puede remediarse.
Tómese cualquiera la molestia de corregir la escena final, y con que el marqués
dé a su hija un verdadero veneno, con que él apure después el soberano licor que
en el vaso quede, con que el rey dé una buena estocada a don Pedro, y la dueña
se tire por el balcón [...]26.
Según esto, la singularidad de la composición, derivada de su eclecticismo, se fundamenta en sus personajes principales, sus pensamientos elevados,
su fondo y versificación27 y las formas de presentación del argumento.
El argumento y sus formas
Como los de otros dramas y tragedias de la época, el «argumento del
poema» se inspira en un relato histórico-legendario, medieval y español. Se
trata de La condesa traidora28, situado «en Burgos, por los años primeros del
siglo XI». El asunto tenía madera de tragedia, al menos; como tal había sido
tratado, con intenciones distintas, en la citada Condesa de Cienfuegos, en Don
Sancho García, conde de Castilla (1770) de Cadalso29 y en otras obras del
neoclasicismo dieciochesco. Protagonizado por la madre de don Sancho García, tercer conde de Castilla (995-1017), su fábula se vertebra con arreglo a
la siguiente estructura secuencial:
mente a cabo sin episodios, sin confidentes, con muy pocos monólogos y un corto número
de interlocutores; imitar el vigor en los pensamientos, la concisión y energía en el estilo y
la viveza en el diálogo, que encubren hasta cierto punto en las obras de aquel célebre autor
[Alfieri] la falta de incidentes y la desnudez de sus planes»; interesa recordar el carácter
anacrónico de la Poética de Martínez de la Rosa (Paris, 1827), puesto de relieve por J. Checa
Beltrán (1998: 827-928).
26
Zorrilla (1943: 2207, n. 5).
27
Versos endecasílabos y octosílabos. «Variedad de metros», anuncia el reclamo del
Diario de Madrid (1842); «en Sancho García se hallan los versos más iguales, correctos y
dramáticos que hasta ahora ha escrito el autor de El zapatero y el rey» (El Arpa del creyente, 4 de diciembre de 1842); «excelentes versos», «ocioso es alabar la versificación» (Piferrer,
1859: 144 y 145); «los alardes de versificación briosa comienzan ya en las primeras escenas» (Alonso Cortés, 1943: 290); «la versificación, dentro de la aludida sobriedad, es rotundamente briosa» (Alborg, 1980: 598). No insisto en ello; como vemos, es un valor reconocido del drama, y del autor, suficientemente tratado por la crítica desde el siglo XIX.
28
Sobre la leyenda de La condesa traidora pueden verse, entre otros trabajos, Menéndez
Pidal (1971: 37-72), Vaquero (1990: 1-64), Gracia (1997: 721-728).
29
Se estrenó en el Teatro de la Cruz el 21 de enero de 1771.
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1. Un moro principal seduce a la esposa del conde castellano don Garci Fernández, proponiéndole casarse con ella y hacerla reina de Castilla [Seducción de
la condesa].
2. Con ayuda de su amada y aprovechando una rebelión de Sancho García, hijo
de los condes, el árabe derrota y mata a don Garci Fernández [Muerte de don
Garci Fernández].
3. Don Sancho sucede a su padre como conde de Castilla [Don Sancho García,
conde de Castilla].
4. La condesa viuda decide envenenar a su hijo [Propósito criminal de la condesa].
5. El conde tiene conocimiento del propósito de su madre [Información de don
Sancho].
6. La condesa recibe un castigo [Castigo de la condesa].
Tanto la acertada elección de este armazón narrativo, desconocido para la
mayoría del público, como las sucesivas intervenciones efectuadas sobre él
serían claves del éxito: por experiencia propia o ajena, el autor sabía que
podían satisfacer las expectativas de sus espectadores y sintonizar ideológicamente con ellos.
Se trataba, para empezar, de aprovechar el potencial de suspense y emoción contenido en el seno de la leyenda: conflictos existenciales —entre lo
privado y lo público, la realidad y la apariencia, la pasión y el deber...—,
amores imposibles, personajes radicalmente malvados, individuos de distintas culturas y religiones, rivalidades familiares, envenenamientos... En consecuencia, el drama desarrolla o reformula elementos presentes con mayor o
menor evidencia en la tradición, documentada en el romancero, las crónicas,
el teatro, etc., desde la Crónica Najerense (c. 1160). Según afirma Zorrilla,
su deuda con ella se limita a La condesa de Castilla de Cienfuegos (1798),
estrenada hacía treinta y nueve años, con la que se le ha comparado más de
una vez30. Pero no parece que su principal fuente de inspiración fuera esta
versión sino otra, novelesca y moralizante, contenida en el David perseguido y alivio de lastimados (1652-1661), de Cristóbal Lozano31, cuya huella se
advierte en nuestro autor desde 1840. Lozano fue deudor de la Historia de
España (VIII, cap. XI) (vers. esp. 1601) del P. Mariana, también utilizada
30
Álvarez de Cienfuegos (1816: 109-205); se estrenó el 23 de abril de 1803. Ya las
compararon los críticos de El Sol (3 de diciembre de 1842) y El Arpa del creyente (4 de
diciembre de 1842); el primero concede a La condesa de Castilla más mérito que a Sancho
García y a la época de Cienfuegos más valor artístico que a la de Zorrilla; para el de El
Arpa «ambas obras parten de un principio enteramente opuesto: Cienfuegos se propuso interesar a favor de la madre, y Zorrilla ha querido hacer interesante al hijo». Bonilla y San
Martín (1917: XXX) encuentra en el «monólogo de la copa» (monólogo de la condesa, al
verter el veneno en la copa de su hijo) influencias de su paralelo en La condesa de Castilla.
31
Sobre las fuentes de Sancho García, véanse Bonilla y San Martín (1917: XXIII-XXX),
Peers (1973: II, 217), Alonso Cortés (1943: 289-290), Entrambasaguas (1943: XXXVII),
Liverani (1995: 375-383).
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por Zorrilla en distintas ocasiones32, que a su vez lo es de la Primera Crónica General (cap. 764).
Pero se trataba, además, de incrementar y actualizar esa emoción heredada con motivos sublimes, hasta impregnar el relato de un efectismo conmovedor, con fuertes acentos sentimentales, lóbregos y patéticos. De ahí que
Sancho García también insista en la soledad de un héroe atormentado por las
inexorables exigencias de su peculiar sentido de la honra y el deber, en destinos y plazos implacables, en ocultaciones y revelaciones sorprendentes, en
una conspiración con horóscopo fatal, chantaje, carta delatora y temible conjuro, en visiones fantasmagóricas y alucinaciones, en ambientes macabros, en
supersticiones, venganzas y traiciones de extranjeros, renegados e infieles,
vencidas por la fe, lealtad y honradez de castellanos cristianos, nobles o villanos... Así, la dramatización también deriva de dominios ajenos a los de la
leyenda, en especial de géneros bien representados en las carteleras madrileñas desde finales del siglo XVIII, como la tragedia o las refundiciones del
teatro áureo33. Y particularmente del drama romántico, heredero de ellos en
gran medida, con sus dosis melodramáticas y novelescas, aunque tan depurado de su carga rebelde y amoldado a los postulados socioculturales del momento que las señas más reconocidas del héroe romántico pueden verse mejor representadas en la Condesa de Cienfuegos que en el Sancho de Zorrilla34.
La fórmula no se distinguía por su originalidad; el año anterior al estreno
Mata y Araujo manifestaba: «[los poetas actuales] conocen que deben acudir,
y acuden, a las tres fuentes de literatura clásica, teatro español de Lope, etc.
y los dramas románticos modernos»; y justificaba la excelencia de la propuesta
ecléctica: «No hay duda que la regularidad y el buen gusto se hallan en la
primera de estas fuentes; la buena versificación, la feliz expresión de toda clase
de conceptos, la nobleza de sentimientos y otras dotes en la segunda; los fuertes movimientos de la imaginación y de la pasión en la tercera»35.
Buena parte de los componentes y procedimientos dramáticos de Sancho
García ya se encontraban en anteriores obras de Zorrilla —Vivir loco y morir más (1837), Ganar perdiendo (1839)—, especialmente desde la primera
parte de El zapatero y el rey (1840), su gran éxito. Y tendrían continuidad
en posteriores: en El caballo del rey don Sancho (1843), El alcalde Ronqui32
Conoció 26 ediciones. En la época de Zorrilla tuvo gran difusión la Historia General
de España, enmendada, añadida e ilustrada con notas históricas y críticas y nuevas tablas
cronológicas [...], por el Dr. D. José Saban y Blanco. Madrid: Leonardo Núñez de Vargas,
MDCCCXVII-MDCCCXXI. También circulaban otras eds., como las de Madrid, 1828 (Imp.
Hijos de Dña. Catalina Piñuela) o Barcelona, 1840-1842 (Oliva).
33
Piferrer (1859: 144), por ejemplo, ya destacó el «tono calderoniano» de algunos fragmentos.
34
Véase Sebold (1999: 265-279).
35
Y terminaba preguntando: «¿habrá algún ingenio privilegiado que reuniendo las bellezas de estas tres clases, logre los aplausos de fundador?» (Mata y Araujo, 1845: 315).
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llo (1845), El rey loco (1847), Traidor, inconfeso y mártir (1849)... Desde
Lealtad de una mujer y aventuras de una noche (1840) venía utilizando el
legado histórico-legendario para los argumentos de sus dramas, y de modo tan
absolutamente personal y libre como autorizaban los tiempos, en palabras de
Hartzenbusch: «al aplicar la historia a la escena, casi vale tanto lo que puede
ser como lo que fue»36. Al margen del desenlace del Tenorio (1844), el caso
más célebre de tal práctica en el teatro español, el desmentido de la historia
se encuentra por estos años en dramas anteriores a Sancho García, como en
el citado El conde don Julián (1838) o en Alfonso el Casto (1841), de Hartzenbusch, cuyo éxito presenció nuestro autor en el Teatro de la Cruz; en la conocida expresión del conde don Sancho «mienta la historia» (v. 2346) resuena la de «miente la tradición; miente la historia» de don Julián en el drama de Príncipe (VII, 15), que tantos aplausos había arrancado al público
zaragozano37. Además, como en otras cuatro ocasiones (1840-1845) con otros
temas, Zorrilla había elaborado una versión poética de Sancho García, titulada El montero de Espinosa, segunda leyenda histórica de las tres de sus Vigilias del estío, también en 1842. Y protagonizados por los padres del héroe,
precisamente, el mismo año vieron la luz la leyenda Un español y dos francesas y su correspondiente drama, El eco del torrente.
En conclusión, la composición asimila e integra, con diferentes objetivos,
materiales y procedimientos muy del gusto de la época. Afectan al trazado
argumental y al planteamiento temático de la leyenda, debido especialmente
a la introducción de nuevos personajes, a la redefinición de los tradicionales,
de sus acciones y móviles de conducta y sobre todo a la novedad del desenlace.
El número de personajes, siete, aleja la factura dramática del molde romántico para adecuarla al clásico. Los «tres principales» —los condes y el
moro principal (aquí Hissem, embajador de reyes árabes)— ocupan el puesto
de las «personas ilustres», pilar trágico de la obra para el Diario de Madrid
y «trinidad patibularia» para el crítico de El Sol. Completan la nómina de los
tradicionales «un par de confidentes» —Montero y su amada, servidores de
los condes—, «propiedad de la antigua tragedia», puntualiza el último. La
variante más destacada al respecto consiste en la adición de dos judíos siniestros —Simuel Benjamín, ayudante de Hissem, y su servidor, el converso
Elías—, también censurada desde la perspectiva clasicista de El Sol: «¿Qué
necesidad había tampoco de aumentar el catálogo de los personajes con aquel
sotanigromántico del renegado, entre cuyo papel y el del judío apenas se forma un papel importante?». Sin embargo, Simuel «es el instrumento de la intriga», como reconoce el mismo crítico. Viejo rabino y maestro de la condesa en ciencias ocultas, parece escapado del género de magia, cuyas huellas se
36
37
Hartzenbusch (1841: 105), «Apéndice».
Príncipe (1839: 164). Véase Menéndez Pidal (1945: 197).
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hacen patentes en la decoración de su habitáculo y en la evocación de su actividad portentosa y embaucadora, resumida en sendos relatos de Elías (vv.
1112-1119) y Hissem (vv. 1478-1486).
El ritmo y el desarrollo dramático, en tres actos, también se ajustan al
modelo estructural clásico. El primer acto introduce a los personajes tradicionales y las situaciones conflictivas (Seducción de la condesa, Muerte de don
Garci Fernández, Propósito criminal de la condesa, Información de don Sancho), desarrolladas en el segundo, el más extenso, que también presenta a los
dos personajes nuevos; el último, y más breve, da paso al inesperado desenlace (Castigo de la condesa). Poseen análoga organización, estratégicamente
equilibrada, que en cierto modo reproduce la general. Cada acto gravita sobre un núcleo o eje central, momento de máxima tensión e interés y estímulo
de la intervención del héroe. Los dos primeros núcleos (I, 10-11; II, 8-11)
presentan una conjura palaciega contra don Sancho, añadida por Zorrilla al
relato tradicional, en los encuentros entre la condesa y Hissem (I, 10-11; II,
10), Hissem y Simuel (II, 8) y la condesa, Hissem y Simuel (II, 9, 11); la
segunda cita de los amantes (II, 10), o nudo, ocupa la posición central de la
representación, enmarcada por las dos entrevistas de estos y el judío (II, 9,
11). El tercer núcleo (III, 11) muestra el enfrentamiento entre don Sancho y
la condesa, antes de beber esta el supuesto veneno. A su vez, los tres ejes están
convenientemente encuadrados: precedidos por presentaciones de los personajes, en diferentes situaciones y estados, y seguidos, en los finales de los actos —momentos privilegiados de la representación—, por las consecuentes
reacciones del conde.
Al cumplimiento de las tres unidades —seña de identidad de la dramaturgia clásica, que conocía un momento de apología e interés— limitaba Zorrilla
las «clásicas exigencias», insistiendo en la de acción, «sin episodios ni detenciones»38. Transcurre esta en cuatro estancias del «palacio o castillo de los condes de Castilla»: el parque (I), la antecámara de la habitación de don Sancho
(II, 1-3), un subterráneo (II, 4-16) y el comedor (III). Da comienzo una noche
(I), para continuar al amanecer del día siguiente (II) y finalizar a la hora de la
comida (III), excepcionalmente adelantada con respecto al horario habitual.
Como en las tragedias de Cadalso y Cienfuegos, la acción representada se
ciñe a las tres últimas secuencias de la leyenda (Propósito criminal de la
38
En Cada cual con su razón (Zorrilla, 1943: 2207, n. 5); años después diría (1943:
1818): «[Traidor, inconfeso y mártir] es mi única obra dramática pensada, coordinada y hecha
según las reglas del arte» (Recuerdos del tiempo viejo). Sobre la unidad de lugar en el drama histórico, Martínez de la Rosa (1861: 399) había precisado en 1830: «Para que los hechos estén colocados a su amor en un drama histórico y puedan sucederse sin confusión ni
desorden, tal vez no baste un estrecho recinto; y en este caso, poco reparo puede haber en
mudar el lugar de la escena [...]. Cada acto, como parte distinta y separada, puede muy bien
suponerse acaecido en diverso lugar, sobre todo si no están entre sí muy distantes». Véase
Peers (1973: II, 157). El acto II de Sancho García se sitúa en dos lugares del palacio.
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condesa, Información de don Sancho, Castigo de la condesa), con comienzo
in medias res, siendo don Sancho conde de Castilla (sec. 3). La recuperación
de los eventos constitutivos de las dos primeras (Seducción de la condesa,
Muerte de don Garci Fernández) y la actualización de los de la cuarta (Propósito criminal de la condesa) se realizan mediante el manido procedimiento
del personaje espía: don Sancho, oculto, escucha las dos conversaciones secretas de la condesa y su amante (I, 10-11; II, 10). El crítico de El Sol incluye este recurso entre los «groseros e intempestivos» de la composición. En
efecto lo es, pero también es muy eficaz. Si en versiones anteriores don Sancho era informado por su escudero, aquí tiene conocimiento de la perversidad de su madre y de los sucesos más terribles y dolorosos de la historia por
boca de esta, al igual que el público. La ejecución escenográfica de la variante
evidencia espacialmente el enfrentamiento entre la esfera de acción de los
malvados, observados, y la del conde, observador, de la que participan los
espectadores, contribuyendo a incrementar la complicidad entre público y héroe
—«único que se lleva tras sí las simpatías de los espectadores», subraya El
Arpa— y la tensión generada por el conflicto. Además, el protagonismo, casi
exclusivo, de don Sancho en la investigación, frente al que narraciones anteriores concedían a sus servidores, refuerza aquí su significación y valía ejemplar como héroe.
Otra variante con importantes repercusiones de distintos alcances consiste en la adición de una secuencia, previa a las tradicionales: α. Don Sancho
derrota y da muerte al padre y a los hermanos y amigos de Hissem. Origen
del conflicto, genera un programa narrativo definido por la venganza del árabe, mediante la deshonra y muerte del conde y de sus padres y la ocupación
del condado castellano, sirviéndose de la condesa. El nuevo programa absorbe y subordina así tres secuencias del relato fuente: Seducción de la condesa,
Muerte de don Garci Fernández y Propósito criminal de la condesa. Redefine su sentido y las calificaciones del árabe y la condesa, como sujeto de la
cuarta secuencia: aunque decide envenenar a su hijo, lo hace coaccionada por
Hissem y Simuel. La versión insiste en que su conducta, lejos de ser libre,
está determinada por «filtros encantadores» (v. 967) y móviles funestos
—presión, temor e incluso enajenación mental—, hasta convertirla en víctima de su delito.
Pero la singularidad más destacada del drama es la formulación del castigo de la condesa (sec. 6). En las versiones anteriores esta moría tras ingerir
el veneno que había preparado para su hijo, obligada por él en la mayoría de
los casos. Aquí Zorrilla sustituye su muerte por su reclusión, por orden de este,
en el monasterio que en aquellas versiones don Sancho fundaba para enterrarla
(Oña). Reemplaza las formas tradicionales del castigo —veneno, muerte efectiva— por variantes mitigadas de las mismas —somnífero, muerte atenuada
(sueño, reclusión perpetua, muerte para la opinión pública)— y añade el suicidio de Hissem, nueva víctima expiatoria.
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Ambas soluciones suponen la culminación de sendos procesos, constatados en testimonios anteriores y caracterizados por la progresiva aminoración
de la culpabilidad de la condesa y, en especial, del conde en el fatal desenlace. El «Argumento» de la tragedia de Cadalso puntualizaba que la condesa
planeaba «dar veneno á su hijo por complacer á su amante» y que este «aspiraba á ocupar el Trono de Castilla, mas que á reynar en el corazón de la
Condesa»39. Y tanto en esta tragedia como en la de Cienfuegos el desenlace
tradicional había sido sustituido por otros: la condesa no apuraba el veneno
obligada por su hijo, sino por un error del copero (Don Sancho García)40 o,
incluso, por iniciativa propia (La condesa de Castilla).
De este modo el drama atempera la pésima evaluación moral que la condesa había merecido en la tradición por su actuación criminal e incrementa la responsabilidad del árabe, quien frente a otras versiones acaba siendo el principal
culpable. Pero, sobre todo, al mostrar que la secular acusación de matricidio es
falsa, purifica la imagen de Sancho García, poniéndola a salvo de las censuras,
más o menos explícitas, de que había sido objeto desde los testimonios más
antiguos. Paradójicamente, la composición trágica renuncia al tradicional y
preceptivo desenlace desgraciado, fastidioso para aquel público, y modifica el
sentido de la leyenda de modo radical. La condesa traidora termina siendo desplazada, por Sancho y por Hissem respectivamente, de las posiciones de protagonismo y culpabilidad que ocupaba en versiones anteriores.
Además, la rehabilitación de don Sancho se realiza secretamente: excepto
ante su madre y los espectadores, únicos testigos privilegiados de la verdadera historia, también esta vez recae sobre él la acusación de matricidio, a
pesar de su inocencia. El gesto se presenta como heroico sacrificio del conde, manifestación de esa «elevación de los pensamientos» que el Diario de
Madrid reconoce como ingrediente trágico de la composición. Pero su inutilidad no deja claro su sentido. Sin embargo, como señalaría Piferrer, «aun los
[...] más visibles [«defectos» del drama] van acompañados de tal lujo de imágenes y armonía, que siempre el brillo de sus bellezas los oculta, y el lector
y el espectador se dejan arrastrar por aquella corriente, ora mansa, ora impetuosa, pocas veces regular, siempre abundante, fácil y bella»; o Menéndez
Pidal: «esa falta de consecuencia es difícil percibirla dentro del hábil enredo
del drama [...]. Costaría trabajo creer a los espectadores del Sancho García
que el sacrificio filial por ellos tan aplaudido era sólo un artificio poético falto
de verosimilitud»41.
Cadalso (MDCCLXXI: 3).
El «Argumento» interpreta el trágico desenlace como castigo providencial: «El Cielo,
visible, y único Juez de los Soberanos, dispone que la Condesa beba el veneno que sus impías
manos habían preparado para su hijo» (Cadalso, MDCCLXXI: 3).
41
Para Piferrer (1859: 142 y 144)) «patentiza el grande ingenio del señor Zorrilla».
Menéndez Pidal (1945: 195 y n. 1) añade: «Este sacrificio es altamente conmovedor, pero
en buena lógica, el Sancho García de Zorrilla no tenía para qué fingirse parricida, si no es
39
40
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J. RAMÓN PRIETO LASA
Teatralidad
Así es. Pero lo que autor y espectadores buscan, junto al final feliz, es
precisamente «lujo de imágenes y armonía», «brillo», «enredo» y «artificio»,
por encima de fidelidad histórica y hasta de coherencia argumental o de verosimilitud poética. Para el Diario de Madrid estas «formas» de presentar el
argumento son deudas de la composición con el drama. Sustentan la virtud
esencial y concluyente de la dramaturgia de Zorrilla: su teatralidad, su proyección espectacular, de artificio solemne, destacada por estudiosos como
Clarín, Ruiz Ramón o Fernández Cifuentes42. Conecta con el modo de contemplar el pasado y el presente, público y privado, el siglo XIX: como un gran
friso de secuencias de gestos románticos que se superponen a la realidad hasta suplantarla. Los sucesos históricos se consideran y tratan así en su dimensión de representación y forma estética, y el modelo historiográfico es intensamente teatral y plástico43. Junto a él, la pintura de historia, cuyo apogeo se
producirá a partir de la década de los 50, y el drama histórico se ocupan de
inmortalizar, de distintos modos, los cuadros y las escenas del pasado. A propósito del efecto producido por esta forma de mirar la historia, Martínez de
la Rosa había preguntado en 1830:
Aun leyendo meramente la historia, nos cautivan por lo común aquellos pasajes
a que ha dado el autor una forma dramática, y en que nos parece que los personajes se mueven, obran, hablan por medio del diálogo; ¿qué será, pues, cuando
veamos representado al vivo un suceso importante y que casi creamos tener a la
vista a los personajes mismos, seguir sus pasos, oír su acento...?44.
Expresión notable de esa estrategia teatralizadora, clave en la construcción
del drama, es el recurso de los desdoblamientos. La realidad, como el teatro,
se muestra equívoca y engañosa: poco o nada termina siendo lo que parecía
o lo que debía ser. Sancho García desdobla la imagen del conde castellano,
porque la tradición afirmaba el parricidio, y el poeta moderno quería dar un mentís a la
historia tradicional». «Todo queda oscuro en el drama. La liviandad de la condesa no es
pública, entonces ¿a qué fingir la vengadora muerte? Pero si el conde estima necesario al
honor familiar el fingir el envenenamiento como castigo a la liviandad de su madre, entonces no puede creer que, al fingirlo, pierde el propio honor en heroico sacrificio»; véase
Menéndez Pidal (1957: 568). También sorprendió el final a Bonilla y San Martín (1917:
XXXI-XXXII): «aquí radica lo absurdo y lo incomprensible del desenlace [...] ¿qué necesidad tiene Sancho García de hacerla pasar por muerta y de fingir que él la ha matado, forzándola a beber el veneno?». Sin embargo, para El Arpa del creyente (4 de diciembre de
1842) la solución está justificada «por salvar la [fama] de su madre y por expiar él con tan
gran sacrificio la culpa de haberse rebelado en otro tiempo contra su padre».
42
Alas (1973: 118), Ruiz Ramón (1981: 329-330), Fernández Cifuentes (1997: 375-376).
43
Véanse Aranguren (1982: 23-24), Hinterhäuser (1963: cap. 4, IV).
44
Martínez de la Rosa (1861: 396).
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superponiendo a la heredada una nueva, y pretendidamente auténtica, del mismo. Con alcance diferente, el fenómeno también opera internamente al proyectar, como en un juego de espejos, sucesivos perfiles contradictorios y siempre impactantes de los malvados y de la historia. Así, en su primera aparición,
la actitud y vestimenta de la condesa ofrecen un retrato tópicamente ejemplar
de la misma, como viuda y madre de condes castellanos:
una viuda
que llora un noble esposo, por quien casta
a la mundana vanidad renuncia,
por quien la hermosa faz y esbelto talle
en toscos paños codiciosa enluta (vv. 38-42);
pero sucesivamente se van descubriendo otros, reveladores de su adulterio, de
su participación en la muerte de su esposo, de su intención de envenenar a
su hijo... Trayectoria paralela recorren las sucesivas calificaciones de Hissem:
de pacífico embajador de reyes árabes, apasionado amante de la condesa, pasa
a ser frío y vengativo conspirador... También resultan engañosas las lealtades
que parecen profesarse el mismo Hissem, Simuel y Elías: el primero es traicionado por el judío, y ambos lo son por el renegado...
Las ambientaciones espacio-temporales asociadas a la esfera de acción de
estos personajes (parque-noche, subterráneo) participan de las mismas propiedades, favoreciendo sus intrigas y completando su siniestra definición. Generan la atmósfera de opacidad y misterio que domina los dos primeros actos.
El castillo, representación del poder condal, debía ser espacio fuerte pero solo
lo es aparentemente. Su carácter traicionero se manifiesta, en sus ejes horizontal y vertical, en las localizaciones de los dos primeros núcleos (I, 10-11;
II, 8-11), que escapan al conocimiento y control de su señor. La primera es
el parque: situado entre el edificio condal (área social, cerrada y segura) y el
campo (territorio natural, abierto y peligroso), reúne rasgos de ambos y posee carácter transitorio y equívoco. Como tal, es espacio propio del conde, de
la condesa viuda y madre y de sus servidores; pero también lo es, a escondidas, de la condesa amante y del árabe, durante una noche «cada vez más lóbrega», «cerrada» y «harto oscura». La segunda es el subterráneo secreto,
hábitat del judío nigromante, donde acude la condesa «cubierta con un largo
velo» y los malvados conspiran para dar muerte a don Sancho. Su carácter
peligroso y amenazante se ratifica con su embrollada y macabra decoración
—«un altarcillo o pira destinada a sacrificios y ceremonias paganas, un velador triangular con paño negro, momias egipcias, cuadrúpedos y volátiles disecados, un esqueleto humano, vasos sepulcrales antiguos»45— y por sus luces, «opacas» e «inciertas», dispuestas por el converso.
En el estreno esta decoración «se varió, dejándola en un simple subterráneo» (Zorrilla,
2008: 139).
45
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J. RAMÓN PRIETO LASA
No sucede así con la caracterización de los ambientes vinculados al héroe (antecámara de su habitación-amanecer, comedor-mediodía). La luz se
asocia a su presencia desde que hace su aparición: «precedi-do de dos pajes
con hachones», ilumina la oscuridad que envuelve a su madre en el parque
(I). En gradación ascendente, conforme el ejercicio de sus funciones señoriales lo califican como Héroe, aumenta la luminosidad de la representación: en
el amanecer del segundo acto —«ha disipado el día mi temor» (vv. 13201321), confiesa la condesa— y en el mediodía del tercero. Frente a las ubicaciones de los dos primeros núcleos, la del feliz desenlace es el comedor,
ámbito doméstico de convivencia y sociabilidad por excelencia, situado en un
piso alto. Su decoración («aparador y vajilla del conde. Mesa y dos sillones»)
y disposición simétrica («ochavado») refuerzan ante el público su carácter
cotidiano y familiar y transmiten orden y seguridad, como las vidrieras de
colores que lo iluminan, transparencia y claridad.
Por tanto, la representación encadena sucesivos contrastes entre las caracterizaciones de ambientes, personajes y situaciones, de donde resultan dinámicas de descenso-oscuridad-ocultación y ascenso-luz-revelación. Se asocian,
respectivamente, a extranjeros e infieles y a castellanos cristianos, también
cercanos al espectador. La acción parte de una situación dominada por el
engaño y el mal (I-II), para ir dando paso al triunfo de la verdad y el bien
(II-III), por la decisiva acción del conde.
La espectacular evidencia visual de la exaltación de este, como mesiánico vencedor del mal, se produce en la última escena del acto segundo. La
dispone Zorrilla en términos de cuadro viviente, digno de representación en
la pintura de historia46. El ritmo crecientemente tenso de las escenas anteriores se interrumpe bruscamente, cuando al nombre de don Sancho de Castilla,
descubierto, el judío debe doblar la rodilla:
SIMUEL:
Fantasma u hombre,
¿quién te trajo hasta aquí? ¿Cuál es tu nombre?
CONDE:
Dobla para escucharle la rodilla.
SIMUEL: ¿Yo? ¿Y a quién?
CONDE:
(Descubriéndose.) A don Sancho de Castilla.
(Queda don Sancho, desembozándose, en una actitud que revele toda la dignidad de su carácter, y cae a sus pies el judío.) (Cae el telón.).
46
El tema inspiró una obra de Rafael Castro y Ordóñez, presentada en la Exposición
Nacional de Bellas Artes de 1860: Don Sancho García, conde de Castilla, en el momento
de presentar a su madre doña Ava (doña Oña) la copa de vino emponzoñado que ésta tenía preparado para él, vencida de su torpe amor a un moro muy principal. Interceden por
el conde su propia camarera y Sancho Montero, escudero del conde, que habían descubierto
el fatal designio (Catálogo de las obras que componen la Exposición Nacional de Bellas
Artes de 1860. Madrid, 1860, p. 8) (Reyero, 1987: 84).
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ZORRILLA Y LA POÉTICA DEL ÉXITO: SANCHO GARCÍA
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Sancho, padre de la patria
Consumada la reconquista interior (el palacio), al final del último acto el
conde recupera su lanza y su caballo (v. 2437) para continuar con la exterior
(el campo), de donde regresaba en su aparición inicial como «vencedor del
moro» y «ángel tutelar» de Castilla (vv. 100, 101). Sus retratos primero y
último, equivalentes, enmarcan la representación exhibiendo su perfil guerrero y protector. Entre una y otra, Sancho García va mostrando el enaltecimiento
de los valores, tradicionales, que encarna este padre de la patria, para dar una
particular lección de alcance ético, político e histórico, también aplaudida por
el público. Desautorizando su imagen oficial, legitimada por la tradición y
aceptada en la opinión pública, enmienda su pasado desprestigio, como el
soportado por otros personajes e instituciones civiles y eclesiásticas del Antiguo Régimen en distintas producciones de aquellos años47. Desde su especificidad, el drama se integra, como ellas, en la vasta empresa de revisión del
pasado colectivo y de definición de la identidad nacional, acometida desde
diferentes posiciones ideológicas y manifestaciones culturales del incipiente
Estado liberal: la historiografía, el drama histórico, la pintura de historia o el
periodismo, entre otras. El resultado, artístico y divulgador, satisfacía a muchos y el fin justificaba la licencia: «el autor [...] ha manejado el asunto del
modo que favorecía más a los personajes», había declarado Hartzenbusch en
defensa de su manipulación histórica en Alfonso el Casto48. Y con respecto a
la rehabilitación de la memoria de don Sancho, el diario El Heraldo llegaría
más lejos, calificando la intervención de Zorrilla de «noble» y «generosa»:
El Sr. Zorrilla ha acometido más de una vez la noble, la generosa empresa de
rehabilitar a algunos personajes históricos sobre los cuales había perpetuado el
tiempo la marca de ignominia que les imprimieron sus contemporáneos. Así, el
Sr. Zorrilla justificó a Sancho García de la acusación de matricida [...]. Lo repetimos: parécenos que es altamente laudable este propósito de defender a los que
ya no existen, respetando empero la autoridad de la historia y dándole una explicación que es cuando menos posible. Más vale hacer eso que calumniar cual otros
los grandes y gloriosos tipos de las virtudes de nuestros antepasados49.
47
Por ejemplo, refiriéndose a los dramas de la «escuela de Dumas y de Víctor Hugo»,
Mata y Araujo (1845: 313) denunciaba: «en dramas de esta especie [...] se calumnia a los
reyes, a las reinas, a los grandes personajes y hasta el sacerdocio».
48
Hartzenbusch (1841: 106), «Apéndice».
49
El Heraldo. Periódico político, religioso, literario e industrial (7 de noviembre de 1847,
«Revista semanal de espectáculos»). Unos días antes del estreno de Sancho García, precisamente, hacía este elogio de la aristocracia (5 de noviembre de 1842): «nada recuerda mejor
las grandezas de España que los apellidos ilustres que nos traen a la memoria días de gloria
y que son un estímulo del valor y de los hechos generosos. Las naciones que no estiman su
aristocracia no se estiman a sí propias. Por otra parte, la aristocracia es una prenda de estabilidad y de gobierno: esa institución conserva las tradiciones que conviene respetar». El Arpa
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4. LOS
J. RAMÓN PRIETO LASA
ACTORES
Como no podía ser de otro modo, en distintas ocasiones reconoció Zorrilla que los éxitos de sus dramas también correspondían al buen oficio de los
actores, «a la perpetua atención con que me los representaban Carlos Latorre
y Bárbara Lamadrid»50, también contratados en el Teatro de la Cruz.
Dedicó Sancho García «expresamente para el beneficio de don Carlos
Latorre»51 (1799-1851); como Bárbara Lamadrid (1812-1893), era uno de los
actores más brillantes del momento. El día del estreno ambos interpretaron
brillantemente los papeles del conde y su madre:
Latorre estuvo muy bien, aunque llegó cansado al final, y se descompuso en él
por esforzarse demasiado [...]. Hizo muchas escenas admirablemente. En el acto
tercero, en «baje a la eternidad, mas baje solo», hizo una transición maestrísima
[...]. Quedé satisfecho, no pudo hacer más.
La Bárbara estuvo mejor que nunca, aunque no siempre bien, y algunas veces mal
[...]. El «¡Madre mía!» de Carlos en la última escena con ella arrebató52,
[...] convencida [...] de la seguridad con que contaba yo siempre con ella para el
éxito de mis obras, hacía en ellas lo que en Sancho García [...], que diga también si tuvo nunca [...] ovaciones como las de mi Sancho García 53.
Por su evidente impacto en las reacciones del público —«el mismo terror
de los espectadores no les permitió aplaudir, ni los hizo silbar tan horroroso
espectáculo»54—, privilegia su lucimiento en las situaciones más conflictivas. En
especial, en nueve monólogos (seis de Latorre y tres de Lamadrid), de los trece
de la composición. Seis de ellos se encuentran en el último acto (cuatro de don
Sancho y dos de la condesa), donde destaca el monólogo de la copa (III, 7):
Bárbara tenía mucho miedo al monólogo; en el segundo entreacto me había suplicado que se le aligerara, y Carlos y yo no habíamos querido. Bárbara acomedel creyente (4 de diciembre de 1842) también celebró el desenlace de Sancho García,
adjetivándolo de «admirable», e interpretó el gesto del conde como «pensamiento moral,
religioso y dramático hasta lo sumo».
50
Zorrilla (1943: 1765), Recuerdos del tiempo viejo.
51
Portada de la 1ª edición y anuncio del Diario de Madrid (1842). Gran amigo suyo y
protagonista de sus dramas desde 1841 (segunda parte de El zapatero y el rey, El puñal del
godo, Don Juan Tenorio, etc.), también fue primer actor en estrenos tan importantes como los
de La conjuración de Venecia, Macías, Don Álvaro, El Trovador, Los amantes de Teruel, etc.
52
Alonso Cortés (1943: 292, n. 299). Según cuenta El Arpa del creyente (4 de diciembre de 1842) «la [ejecución] de todo el papel del conde es tan difícil que el Sr. Latorre, con
toda la fuerza de sus facultades, ha necesitado tomarse un día de descanso después del tercero de la representación, la cual no ha dejado nada que desear»; en 1843, Piferrer (1859:
145) sigue elogiando la interpretación: «El señor Latorre ejecutó su parte con la maestría
que suele [...], pudimos admirar aquella manera suya de hacernos gozar toda la sonoridad
del verso, todos los cambios de tono».
53
Zorrilla (1943: 1765-1766), Recuerdos del tiempo viejo.
54
Alonso Cortés (1943: 293, n. 299).
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 447-472, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.312
ZORRILLA Y LA POÉTICA DEL ÉXITO: SANCHO GARCÍA
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tió su monólogo desesperada, conducida por delante por el inteligente apuntador,
y acosada por su izquierda por mí, que estaba dentro de la embocadura, en el palco
bajo del proscenio. Carlos y yo la habíamos dicho que si no arrancaba tres aplausos
nutridos en el monólogo, la declararíamos inútil para nuestras obras; [...] el público estalló en un aplauso que estremeció el coliseo 55.
[...] arrancó a los pocos versos un aplauso universal y otro al concluirse56.
También fueron celebradas las intervenciones de la actriz en la primera
entrevista de la condesa con Hissem y Simuel (II, 9: segundo núcleo, conjura
palaciega)57 y en todo el tercer acto, donde «caracterizó a la condesa de un
modo tan sombrío y tan siniestro —de acuerdo con el tono de la composición—, que hacía estremecer». Dentro de él, en la escena en que el conde hace
beber a su madre el supuesto veneno (III, 11: tercer núcleo): «El grito que
lanzó al ver llena la copa de don Sancho en el verso ‘¡Mas, qué miro, gran
Dios! ¿tú no has bebido?’ fue íntimo, desgarrador, lleno de pavura y de coraje, digno de la situación trágica en que se hallaba»58.
5. SANCHO GARCÍA
Y LA MISIÓN DE
ZORRILLA
El autor alcanzó su objetivo: «logré lo que quería, hacerle aplaudir [al público] desde el principio hasta el fin [...], el éxito fue brillante y satisfactorio para
55
Incluso el severo crítico de El Sol (3 de diciembre de 1842) reconoce: «Oíd, leed el
monólogo entero de la condesa en el acto de verter el veneno en la copa: [...] escucharéis
allí el acento de la musa de Hamlet y Macbeth: ¡Cielo, de mi virtud siempre enemigo!».
Consciente de su importancia, de su dificultad y del efecto que debía causar en el público,
Zorrilla (1943: 1766) relata en Recuerdos del tiempo viejo: «En las escenas sexta y séptima
del acto tercero [Bárbara Lamadrid] se hizo escuchar con una atención que sofocaba al espectador, que no quería ni respirar [...]; y comenzó [el monólogo] con un temblor casi convulsivo, y llegó en el más profundo silencio hasta el verso vigésimocuarto; pero en los cuatro siguientes, al expresar la lucha del amor de madre con el amor de la mujer, y al decir
«Hijo mío.., ¡ay de mí! me acuerdo tarde», hizo una transición [...] magistral, bajando una
octava entera después de un grito desgarrador [...]. Creciose con [el aplauso] la actriz; entró
en la fiebre de la inspiración; hizo lo imposible de relatar; y cuando exclamó concluyendo,
con el acento profundo y las cóncavas inflexiones del de la más criminal desesperación, ‘para
uno de los dos guarda esa copa / de la callada eternidad la llave!’ quedó Bárbara inmóvil,
trémula, inconsciente de lo que había hecho, ajena y sin corresponder con la más mínima
inclinación de cabeza a los aplausos frenéticos, que tuvo que interrumpir Carlos Latorre
presentándose a continuar la representación, sacando a Bárbara de su absorción con el ‘¡Madre mía!’ de su salida». El subrayado de nuestras, en el texto, es mío.
56
Alonso Cortés (1943: 292-293, n. 299).
57
Así lo recuerda el autor (Zorrilla, 1943: 1765-1766) «treinta y ocho años después de
aquella representación», añadiendo: «reveló la fascinación que la superstición ejercía el alma
enamorada de la mujer; tradujo tan vigorosamente el poder de una pasión tardía en una mujer
adulta, que traspasó al público la fascinación del personaje, suprema prueba del talento de
una actriz» (Recuerdos del tiempo viejo).
58
Alonso Cortés (1943: 293, n. 299).
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J. RAMÓN PRIETO LASA
mí»59. Pero, más allá del estreno, aquel triunfo contribuía de modo importante
a la consolidación del modelo de drama histórico formulado por él.
Cuestión primordial fue ganarse a públicos diferentes, llegar a la mayoría
de los interesados en la actividad teatral y literaria —críticos y espectadores,
principalmente—, ante quienes se presentaba como autor de ideas innovadoras y revolucionarias, capacitado para realizar tareas de envergadura en aquel
momento.
La situación era propicia. Habían transcurrido cinco años desde los inicios
de su singular carrera literaria, tras la muerte de Larra, y tres desde el estreno de Cada cual con su razón, origen de su memorable década. El ciclo continuaría —dos años después compuso Don Juan Tenorio— hasta Traidor, inconfeso y mártir, en 1849. También era el momento de los proyectos de
renovación cultural reclamados por los círculos intelectuales contrarios a los
modelos tachados de extranjeros y asociados a ideales revolucionarios, en el
marco político y social comprendido entre la desamortización o la Constitución del 37 y el nombramiento de Ramón de Narváez como Primer Ministro
(1844). Para muchos suponían una amenaza a la identidad tradicional española, que urgía definir, recuperar y divulgar. En el ámbito de la creación literaria, Zorrilla se estaba convirtiendo en el principal artífice de esa misión.
Junto a ella estaban sus espectadores, que conocía bien, sus obligaciones contractuales con el Teatro de la Cruz, los aplausos...
Empieza por elegir un asunto idóneo —emotivo, serio, español—, donde
integra acertadamente —con «concienzudo estudio» e «inusitada perfección de
detalles», dice60— planteamientos y situaciones muy familiares para el público teatral de su tiempo. Su eficacia estaba comprobada en algunas de sus obras
anteriores y en otras pertenecientes a los géneros más representados en los
teatros madrileños desde el último tercio de siglo anterior, incluso en muchas
de las traducciones y de los dramas originales modernos que él mismo rechazaba.
Si es necesario reorienta, o traiciona, el sentido subversivo y perturbador
de sus materiales hacia postulados ideológicos de corte conservador y soluciones dramáticas tranquilizadoras. También sabe aprovechar e incrementar su
dimensión conmovedora, espectacular y efectista, contando con la valiosa
colaboración de sus actores, especialmente con los consejos de Carlos Latorre, como es sabido:
me preguntaba cómo yo había imaginado tal o cual escena que para él acababa
yo de escribir: él me contradecía con su experiencia y me revelaba los secretos
de su personalidad en la escena, y daba forma práctica y plástica a la informe
poesía de mis fantásticas concepciones: estudiábamos ambos, él en mí y yo en él,
59
Nota autógrafa que Alonso Cortés (1943: 292-293, n. 299) conoció por las sobrinas
de Zorrilla.
60
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los papeles, en los cuales identificábamos los dos distintos talentos, con los cuales nos había dotado a ambos la naturaleza, y... no necesito decir más para que
se comprenda cómo hacía Carlos mis obras, como un padre las de su hijo61.
Y sabe justificar poéticamente el resultado. Su aportación pretendía resolver definitivamente algunas cuestiones polémicas de su tiempo mediante fórmulas híbridas y conciliadoras. Las supo promocionar como originales y nuevas..., aunque no lo fueran tanto.
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Fecha de recepción: 17 de febrero de 2010
Fecha de aceptación: 1 de octubre de 2010
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 473-496, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.310
Spleen, tedio y ennui.
El valor indiciario de las emociones
en la literatura del siglo XIX1
María do Cebreiro Rábade Villar
Universidad de Santiago de Compostela
RESUMEN
El artículo se propone explorar las implicaciones semánticas del concepto de tedio a través
de un análisis comparado de la novela Flavio, de Rosalía de Castro, y del cuento «The Man of
the Crowd», de Edgar Allan Poe. Al igual que el spleen y el ennui, el tedio hispánico es un
concepto emocional indisociable de la dinámica industrial instaurada en la ciudad moderna. En
este sentido, puede leerse como síntoma de una profunda modificación en el horizonte estético
y sociológico de la narrativa en la segunda mitad del siglo XIX.
Palabras Clave: Literatura comparada, Historia de las emociones, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Rosalía de Castro, Flavio, «The Man of the Crowd».
Spleen, tedio and ennui.
The Evidential Value of Emotions
in XIX Century Literature
ABSTRACT
This article explores the semantic implications of the concept of tedio through a comparative analysis of Rosalia de Castro´s novel, Flavio, and Edgar Allan Poe’s tale, «The Man of the
Crowd». Like spleen and ennui, hispanic tedio is an emotional concept inseparable from the
industrial dynamic of the modern city. In this sense, it can be read as a symptom of the profound modification of aesthetic and sociological aspects of narrative which took place in the
second half of the XIX century.
Key words: Comparative Literature, History of Emotions, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire, Rosalía de Castro, Flavio, «The Man of the Crowd».
1
Artículo vinculado al proyecto de investigación «Un análisis de la obra narrativa de
Rosalía de Castro: fundamentos teóricos y metodológicos» (10 PXIB 204 239 PR), del Plan
Gallego de Investigación de la Xunta de Galicia.
474
MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
Reinhardt Koselleck, principal teórico de la denominada historia de los
conceptos (Begriffsgeschichte), mostró en su obra la importancia de examinar
las implicaciones semánticas e ideológicas del léxico en la emergencia de la
modernidad (Koselleck, 2002). Los estudios literarios podrían beneficiarse de
una de las principales enseñanzas de la Begriffsgeschichte: la historia es una
construcción compleja en la que a menudo los fenómenos se entretejen de un
modo sutil con las palabras. Afirmar que la historia no sólo se compone de
hechos, sino también de conceptos, obliga a examinar con detalle el sustrato
de conocimiento y experiencia que cobra forma en la expresión verbal, y de
un modo privilegiado en la expresión literaria. Con los nombres de Schwermut, spleen, tedio, noia, mal de vivre, kedsomhed, Langweite o ennui la literatura de los siglos XVIII y XIX reconoció una forma emergente de sensibilidad parcialmente diferenciada de la melancolía. Situado a medio camino entre
la tristeza y el aburrimiento, el tedio nombra un continuo emocional y estético estrechamente vinculado al mal de siglo y a la conciencia de la modernidad2. En su estudio sobre el ennui, George Steiner reconocía la complejidad
léxica y semántica del concepto:
El motivo que quiero precisar es el del ennui. «Aburrimiento» no es una traducción adecuada, ni tampoco Langweite, excepto, quizá, en Shopenhauer; la noia
se aproxima mucho más. Tengo en mente múltiples procesos de frustración, de
désouvrement acumulativo. Energías roídas hasta la rutina a medida que aumenta
la entropía. El movimiento o la inactividad repetidos, cuando se prolongan lo
suficiente, segregan un veneno en la sangre, un torpor ácido. Letargia febril; la
náusea amodorrada (descrita con tanta precisión por Coleridge en la Biographia
Literaria) del hombre que falla un escalón en la escalera: hay muchos términos e
imágenes aproximados. El uso del spleen por Baudelaire es el que más se aproxima: transmite el parentesco, la simultaneidad de la espera exasperada, vaga
—¿pero de qué?— con el desgarro gris (Steiner, 1977: 20).
El fragmento citado nos previene del riesgo del nominalismo. Es tal la
riqueza de las connotaciones asociadas a este conjunto sensible que tratar de
caracterizarlo implicará antes un ejercicio de analogía que un ejercicio de
discriminación. Desde el punto de vista etimológico, la palabra ennui ha sido
emparentada con la expresión latina «esse in odio»3. Por su parte, spleen es
palabra de origen inglés, a su vez procedente del griego antiguo spl»n sple-n,
término médico relacionado con la teoría de los humores corporales. Debe tomarse en consideración, además, que los términos spleen y ennui, a pesar de
2
En relación con la melancolía, es ya clásica la monografía de Klibansky, Panofsky y
Saxl (1964), aunque su tratamiento iconológico de la acedia ha sido parcialmente objetado
por Agamben (1977). La melancolía ha sido vista también como forma discursiva (Huguet,
1984). Desde el punto de vista de la filosofía estética, resultan valiosas las monografías de
Bartra (2004) y de Svendsen (2006).
3
Véase Kuhn (1976: 5). La importancia del ennui en la literatura occidental ha llevado
a algunos autores a elegirlo como marcador historiográfico (Jonard, 1998).
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su origen respectivo, son a menudo intercambiables en los autores de habla
inglesa y francesa.
Por analogía había procedido Ramón Joaquín Domínguez, cuando en su
Diccionario nacional o gran diccionario clásico de la lengua española (1848)
establecía un paralelismo semántico entre el tedio y el spleen, vinculados
ambos al cansancio moral y al desprecio por la vida. En los estudios literarios ingleses y franceses el análisis de estos términos y de los conceptos a ellos
asociados ha permitido dibujar el clima intelectual y sentimental de determinadas épocas. Del mismo modo, una caracterización del tedio hispánico puede ayudar a revelar algunas de las implicaciones históricas y estéticas de la
literatura del siglo XIX, explorando los valores que le han sido asignados por
algunos autores y el modo en que los sentidos que porta lo convierten en síntoma de un determinado momento cultural4.
De las citadas reflexiones de Steiner es posible inferir, además, que el spleen
de Baudelaire es una de las formas literarias más afortunadas de la gama de
emociones a la que estamos aludiendo, tanto por su capacidad de condensación
como por su valor históricamente indiciario5. Al reconocimiento de la centralidad de Baudelaire en el canon de la literatura y de la sensibilidad moderna ha
contribuido, sin duda, la obra del crítico Walter Benjamin, responsable directo
de una serie de lecturas que vinculan el spleen y el ennui con las condiciones
propias de la ciudad industrial6. El tedio, afección de naturaleza urbana, sería la
enfermedad propia del paseante (flâneur), que ya no es capaz de procesar la vida
metropolitana como un todo, sino como un complejo múltiple y fragmentario
de sensaciones. Del mismo modo, los nuevos ritmos urbanos originarían una
profunda modificación de los límites perceptivos del sujeto. El tedio experimentado por el flâneur sería al mismo tiempo causa y consecuencia de una profunda crisis de la sensibilidad moderna, que la literatura expresa a menudo bajo la
forma de un embotamiento sensitivo. La figura del paseante melancólico ha dado
paso a valiosas reflexiones en ámbitos tan diversos como la crítica de la modernidad, la sociología de la cultura, la teoría estética, la historia de las emociones, la cartografía cultural o el urbanismo.
Entendida la ficción, al modo del «segundo Wittgenstein», como un tipo específico de
juego de lenguaje, la vecindad semántica entre el tedio, el spleen y el ennui permitiría hablar de un aire de familia entre estos términos. Véase, para los conceptos de «Juegos de
lenguaje» y «aire de familia» Wittgenstein (1988).
5
En esta lectura del tedio como síntoma o indicio de la modernidad me atengo en buena medida a lo que Carlo Ginzburg (1989) ha venido denominando «paradigma indiciario».
6
Walter Benjamin analizó el spleen en «Sobre algunos temas en Baudelaire»» (1939),
«Zentralpark» (1940), «El París del Segundo Imperio en Baudelaire», así como en los capítulos dedicados a Baudelaire y al spleen en el inacabado Libro de los Pasajes (1927-1940).
Pero el desarrollo de las categorías melancólicas en la obra de Benjamin, y su vinculación
con los escenarios metropolitanos y con la figura del flâneur, deben también mucho a sus
lecturas de Poe. Véase, a este respecto, Cunningham (2009).
4
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MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
A través de un análisis comparado de algunos textos de Baudelaire, Edgar Allan Poe y Rosalía de Castro, trataré de mostrar el fondo común que, pese
a las diferencias lingüísticas y culturales, late en ciertos autores de la segunda mitad del siglo XIX. Esta mirada de conjunto, proyectada sobre un ámbito literario supranacional, pretende reforzar una concepción historiográfica
menos dependiente de las dinámicas de explicación basadas en los conceptos
de influencia, adelanto o atraso. El surgimiento de un léxico emocional común al corpus examinado muestra, por una parte, que la articulación de nuevas experiencias sensibles puede ser leída como un síntoma de las nuevas
condiciones vinculadas al proceso histórico de la modernidad y, por otra parte, que la respuesta literaria a estas condiciones fue en buena medida, y a pesar
de las diferencias de matiz, un fenómeno de carácter global.
Una perspectiva como esta pretende reforzar, además, la necesaria reubicación de la producción narrativa de Rosalía de Castro, tarea crítica de la que
en los últimos años han participado especialistas como Catherine Davies,
Kathleen March, Lou Charnon-Deutsch, Susan Kirkpatrick o Marina Mayoral. Mayormente conocida y valorada como poeta, las novelas de Rosalía de
Castro siguen demandando un proceso de actualización crítica que reconozca
su papel en la forja de una nueva sensibilidad, en buena medida ya distante
del romanticismo. Lo cierto es que la dedicación de la autora a la narrativa
no fue un empeño marginal. Así lo demuestran obras como La hija del mar
(1859), Flavio (1861), Ruinas (1866), El caballero de las botas azules (1867)
y El primer loco (1880), estampas costumbristas como El cadiceño (1866),
relatos breves como Conto gallego (1903) y otras incursiones prosísticas, por
veces no ajenas al marco ficcional del relato epistolar como Las literatas
(1865). Debido a su carácter en cierta medida descentrado con respecto al
canon del XIX hispánico, las novelas rosalianas permiten problematizar categorías críticas fundacionales de la historiografía decimonónica tales como
«romanticismo», «realismo», «costumismo» o, en el plano de los géneros literarios, «novela sentimental» y «folletín».
Resulta innegable que la narrativa de Castro participa de algunas de las principales convenciones de la literatura decimonónica. Se acogió claramente al
molde genérico del folletín en sus novelas Flavio y Ruinas, y trató en su obra
el modo en que las nuevas condiciones de producción editorial transformaron
la circulación de los libros de ficción en la segunda mitad del siglo XIX7. Sin
embargo, el tratamiento que la autora confiere a las emociones en su novelística difiere notablemente del canon sentimental propio de la novela por entregas.
Este proceso se halla sin duda muy ligado a la irrupción de las nuevas ideas sobre
la imaginación y la fantasía, que hacen entrar en crisis el antiguo paradigma
mimético de la representación literaria, y de las que participará en buena mediSobre este último aspecto, véase Lozano de la Pola (2008) y Fernández (2005), que
sigue de cerca la sociología literaria de Pierre Bourdieu.
7
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da su obra narrativa. No es de extrañar que a menudo en sus novelas se establezca una correlación explícita entre quienes sienten y quienes escriben8. Esta
correlación entre sentimiento y creación verbal abre horizontes de pensamiento
y percepción inéditos hasta el momento y permite establecer una compleja teoría literaria del sentir. El vínculo entre historia de las emociones y teoría de la
ficción, en cierta medida todavía inexplorado, promete arrojar nuevas perspectivas en el estudio de la novela decimonónica9.
Aplicada al análisis de la novela del siglo XIX, la historia de las emociones permite vislumbrar además la función de ciertos términos que trascienden
el valor tradicionalmente concedido al léxico de lo sensible en la ficción
moderna. Lejos de circunscribirse al ámbito de lo sentimental, entendido como
reino de la pura efusión lírica, los conceptos emocionales portan a menudo
significados desestabilizadores, tanto desde el punto de vista estético como
desde el punto de vista sociológico. A esta luz, el tedio se revela como un
concepto que porta una fuerte carga simbólica, toda vez que en él confluyen
al menos tres órdenes de experiencia: a) el intelectual o cognitivo; b) el estético o sensitivo y c) el político o ideológico. Es digno de ser notado el hecho
de que en los tres órdenes la función del tedio sea negativa, pues señala precisamente la incapacidad del sujeto para conocer, para sentir y para actuar. En
este sentido, su expresión literaria sería indisociable de una fisura en el orden de la representación poética y narrativa, fisura presente, aunque con distintas modulaciones, en Baudelaire, Edgar Allan Poe y Rosalía de Castro. El
spleen, el ennui y el tedio pueden ser vistos como síntomas de una concepción ambigua de la modernidad, proceso histórico que los tres escritores consideraron tan inevitable como problemático. Conscientes de la lógica de las
nuevas relaciones sociales, defensores de las nuevas formas literarias y partícipes, tal vez a su pesar, en el nuevo régimen de la profesionalización de la
escritura, puede afirmarse que Baudelaire, Poe y Castro fueron a la vez modernos y antimodernos10.
8
Es significativo que tanto en Flavio como en La hija del mar los protagonistas masculinos y femeninos sean caracterizados reiteradamente como poetas. Y es ya convención crítica subrayar el carácter metaliterario de El caballero de las botas azules. Véase en este
sentido Gullón (1986).
9
En el análisis de la interacción entre teoría de la imaginación y sensibilidad, para el
período comprendido entre la Antigüedad griega y el siglo XVIII, es sumamente valioso el
artículo de Serés (1994).
10
Tanto en el término «antimodernos» como en su caracterización, parto de Compagnon
(2007). Su estudio sobre la relación dialéctica entre modernidad y antimodernidad, que el autor aborda explícitamente en el siguiente pasaje: «los verdaderos antimodernos son también, al
mismo tiempo, modernos, todavía y siempre modernos, o modernos a su pesar. Baudelaire es
el prototipo, su modernidad—él fue quien inventó la noción—es inseparable de su resistencia
al ‘mundo moderno’ [...] Los antimodernos—no los tradicionalistas por tanto, sino los antimodernos auténticos—no serían más que los modernos, los verdaderos modernos, que no se dejan engañar por lo moderno, que están siempre alertas» (Compagnon, 2007: 19).
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FLAVIO
MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
Y
«THE
MAN OF THE CROWD»
Es conocida la estrecha filiación entre Poe y Baudelaire. El francés dedicó al americano numerosas menciones, notas y ensayos, además de traducir
y compilar sus cuentos. Y aunque en principio no hay testimonios explícitos
de un influjo de Baudelaire sobre Rosalía de Castro, en su epistolario deja
constancia de su aprecio por Poe. En una carta dirigida a su marido Manuel
Murguía, la autora escribe: «He leído ayer un cuento de Poe, precioso aunque sencillo. Allí comprenderás que era poeta. Otro que he leído de él, de un
género opuesto, se parece al modo de escribir de Larra» (Castro, 1982: 535).
El carácter mutilado de la carta, así como la ausencia de menciones más explícitas a la obra de Poe, son factores que impiden saber a ciencia cierta a qué
dos cuentos podría referirse Castro. Pero es posible aventurar que uno de ellos
fuese «La semana de los tres domingos», publicado el 15 de febrero de 1857
en El Museo Universal, revista con la que habían colaborado tanto ella como
su marido, y en la que llegaría a publicar por entregas su novela Ruinas.
Desdicha de tres vidas ejemplares (1866).
En su fundacional Edgar Allan Poe in Hispanic Literature (1934), John E.
Englekirk había defendido que el primer cuento de Poe traducido al castellano
era «Three Sundays in a Week». A su vez, Englekir se basaba en el estudio
American Literature in Spain (1916), de John Langley Ferguson, que afirmaba
que el cuento se trataba de una versión directa del original inglés. Pero en una
nota reciente, Juan Gabriel López Guix (2009) revocaba de forma convincente
estos dos presupuestos. En primer lugar, demuestra que «La semana de los tres
domingos» se trata de una versión indirecta hecha a partir de una traducción
francesa de Léon de Wailly. En segundo lugar, da noticia de un cuento de Poe
traducido con anterioridad a «La semana de los tres domingos». En efecto, en
el primer número de El Correo de Ultramar (3-9 de enero de 1853) había aparecido ya una versión del cuento «A Tale of the Ragged Mountains» («Una
aventura en las montañas Rocheuses»). Esta versión aparece firmada con la leyenda: «Traducción d’Edgard Poe, por Carlos Baudelaire». Aquí puede hallarse
la clave para la localización del segundo cuento leído por Rosalía de Castro. Y
de paso, tal vez la documentación de la única relación literaria, aunque indirecta, entre la autora gallega y Baudelaire.
Sea cual sea la trama explícita de relaciones literarias entre los tres autores, el interés de Rosalía de Castro por Edgar Allan Poe resulta revelador de
una búsqueda literaria común, que la autora hace extensible a Larra, y que
debería ser tomada como acicate para una más ajustada ubicación del XIX
hispánico en el horizonte de la primera modernidad literaria europea. En la
medida en que no se trata aquí de rastrear la influencia directa de Poe sobre
Castro, sino más bien de subrayar lo que Darío Villanueva (1991), en una de
sus aproximaciones a la literatura comparada, ha denominado «polen de ideas»,
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me centraré en mostrar la afinidad temática y estilística que comparten el
cuento de Poe titulado «The Man in the Crowd», publicado simultáneamente
en las revistas Atkinson’s Casket y Burton’s Gentleman’s Magazine, en el mes
de diciembre del año 1840, y las descripciones urbanas de los capítulos XXVI
y XXVII de la novela Flavio, publicada por entregas en La Crónica de Ambos Mundos en el año 1861.
El cuento de Poe, traducido al francés por Baudelaire, y estímulo declarado de Le Peintre de la vie moderne (1863), ha sido objeto de múltiples
aproximaciones críticas. Se ha subrayado, por ejemplo, su importancia en la
conformación de una narrativa fundamentada en la forma espacial o el modo
en que las categorías de la percepción acústica y auditiva establecen una correlación entre legibilidad literaria y legibilidad del espacio urbano (Hayes,
2002). En cambio, apenas ha sido objeto de atención la modulación emocional del relato, y ello a pesar de que los elementos anímicos son presentados
por el narador como estímulos directos de la acción. Al comienzo, el protagonista se define a sí mismo como convaleciente de una enfermedad que no
se especifica, aunque la polaridad dibujada entre el ennui que lo había mantenido alejado de la actividad y la exaltación febril que incita al intelecto a
interesarse por todo permite al lector conocer casi desde el principio la importancia de su carácter en el desarrollo del cuento:
Not long ago, about the closing in of an evening in autumn, I sat at the large bowwindow of the D... Coffee-House in London. For some months I had been ill in
health, but was now convalescent, and, with returning strength, found myself in
one of those happy moods which are so precisely the converse of ennui-moods
of the keenest appetency, when the film from the mental vision departs-achlus os
prin epeen- and the intellect, electrified, surpasses as greatly its everyday condition, as does the vivid yet candid reason of Leibnitz, the mad and flimsy rhetoric
of Gorgias. Merely to breathe was enjoyment; and I derived positive pleasure even
from many of the legitimate sources of pain. I felt a calm but inquisitive interest
in every thing. With a cigar in my mouth and a newspaper in my lap, I had been
amusing myself for the greater part of the afternoon, now in poring over advertisements, now in observing the promiscuous company in the room, and now in
peering through the smoky panes into the street. (Poe, 2000: 255).
Resulta iluminador confrontar este párrafo con el arranque del capítulo
XXVI de la novela Flavio de Rosalía de Castro, fragmento situado estratégicamente en el meridiano de la novela. En el primer capítulo, el protagonista
había abandonado la casa familiar en busca de una ampliación de su horizonte vital, impulsado por el lema universalista que da comienzo a la narración:
«La verdadera patria del hombre es el mundo entero». Pero el ansia de libertad del héroe se verá progresivamente truncada por una serie de episodios que
desvelan el carácter siempre paradójico e inestable del proceso de construcción de la individualidad. En el pasaje que nos disponemos a citar, Flavio se
encuentra en el momento más crítico de su aventura. Después de algunos inRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 473-496, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.310
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cidentes adversos, cree haber perdido el favor de la joven Mara, a quien corteja. La siguiente descripción es sintomática de su estado de ánimo:
Una lluvia menuda y penetrante caía sobre la ciudad de..., triste y sombría como
el sepulcro. Era la hora del crepúsculo cuando Flavio atravesaba sus calles desiertas y mudas como el silencio, sin que nada viniese a arrancarle de su mal
humor y de su abatimiento.
Al cruzar aquellas calles, enlodadas y angostas; al contemplar aquellas casas de
abigarrado color, que parecía iban a derrumbarse las unas sobre las otras; al ver el
pequeño pedazo de cielo que las cubría, encapotado y sombrío, tanto que podía creerse no llegaría jamás a iluminarlo un sol claro y transparente, el corazón de Flavio
se oprimió y experimentó tedio y disgusto de la vida (Castro, 1982b: 156).
Esta será la primera aparición de la ciudad en la novela, cuya acción ha
transcurrido hasta el momento entre pazos, bosques, posadas, caminos y quintas aldeanas. Aunque la tendencia crítica dominante ha sido interpretar Flavio como una alegoría de la desigualdad de los sexos (García Negro, 1986),
no debieran descartarse otras lecturas. Además de representar críticamente
ciertas convenciones sociales, y seguramente en confluencia con este objetivo, la novela supone una puesta en escena de la crisis de la sociedad rural,
así como de sus relaciones de antagonismo con el mundo urbano. Es sabido
que el problema de la propiedad campesina atraviesa el siglo XIX en España, y hay razones sobradas para interpretar ciertos episodios de la novela como
una toma de posición explícita a favor de los derechos del campesinado. Desde
las primeras páginas de la novela quedará claro el origen social de Flavio: una
hidalguía semirural cuyo desclasamiento condiciona en buena medida la ambigüedad de su conducta. Hasta el capítulo XXVI el protagonista ha sido presentado bajo la tópica roussoniana del buen salvaje, aunque como veremos más
adelante esta presentación tiene mucho de engañoso. El propósito de la autora es mostrar el tránsito que conduce desde el estado originario (vale decir,
arcádico) de Flavio hacia el contexto civilizatorio de la vida urbana para terminar subvirtiendo la misma idea de una «evolución moral» del personaje. A
esta luz, y como tendremos ocasión de mostrar más adelante, la novela se
dibuja como un contra-Bildungsroman.
En términos de la experiencia de la lectura, la entrada de la ciudad en el
relato resulta tan súbita para Flavio como para los receptores. Tal vez esta
extrañeza permita explicar mejor el ánimo del personaje. Malhumor, abatimiento, opresión, tedio y disgusto de la vida son sus respuestas a la configuración
de la ciudad. En el párrafo citado, su carácter sombrío la hace aparecer ante
sus ojos como un sepulcro, al modo en que en Les Fleurs du mal Charles
Baudelaire compara París con un cementerio (LXXV, «Spleen I»):
Pluviôse, irrité contre la ville entière,
De son urnne à grands flots verse un froid ténébreux
Aux pâles habitants du voisin cimetière
Et la mortalité sur les faubourgs brumeux (Baudelaire, 1975a: 72).
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En Rosalía de Castro y en Baudelaire la bruma y la lluvia contribuyen a
desdibujar el espacio descrito, en un locus retórico que ha sido observado por
muchos teóricos del spleen, del tedio y del ennui. Más relevante puede ser
preguntarse en qué medida lo crepuscular, lo sombrío y lo neblinoso están
sugiriendo la entrada en la literatura de nuevas categorías perceptivas. El segundo párrafo del capítulo XXVI de Flavio, arriba citado, introduce hasta dos
verba sentiendi: ver y contemplar. Y ambas acciones son directamente relacionadas con el hastío. El paseante literario no se define como tal únicamente por sus desplazamientos en el espacio urbano, sino también porque, en sus
paseos, mira. Pero lo que ve (y, como veremos más adelante, lo que escucha)
le conduce inevitablemente al tedio. Este fastidio del corazón, vinculado al
sentido de la vista, y más en concreto a una visión nublada, describe nuevos
trayectos en la configuración del mapa perceptivo.
Como el nombre del café londinense desde el que el narrador de Poe contempla la ciudad, Rosalía de Castro usa los puntos suspensivos como representación
formal del escenario urbano. En Poe y en Castro esta apuesta es, sin duda, una
decantación por el carácter abstracto de los espacios invocados, unida al misterio
y a la poética del asombro que introduce en los relatos ese principio de incertidumbre. Basándose en el epistolario de la autora, es posible identificar el referente textual de estos capítulos de Flavio con la ciudad de Santiago de Compostela. En su edición de la novela, Mauro Armiño remite a una carta de Rosalía,
fechada en Santiago, el 16 de diciembre de 1861 y dirigida a su marido Manuel
Murguía, en donde Santiago es comparada también con un sepulcro:
En Santiago hace un frío espantoso y apareció a mis ojos tal cual lo he descrito
en Mauro. Jamás he visto tanta soledad, tanta tristeza, un cielo más pálido [...]
Por ahora me encuentro aquí en extremo descontenta. Santiago no es ciudad, es
un sepulcro. No vayas a creer, sin embargo, que ya tengo melancolía, que voy a
enfermar (Castro, 1982b: 534)11.
Rosalía de Castro establece en esta carta una correspondencia entre la
angostura del espacio físico y la angustia del corazón, entre la enfermedad del
alma (melancolía epistolar, que será fastidio novelesco en Flavio) y la experiencia del paisaje urbano. La figura retórica de la evidentia, el ad oculos
mostrare de la oratoria clásica («apareció a mis ojos») refuerza una vez más
la idea de un tedio que entra por la vista: «Jamás he visto tanta soledad».
EMOCIÓN
Y ESCRITURA EN LA LITERATURA MODERNA
La lexicalización de la metáfora del corazón como asiento del sentir nos
En la misma página el editor, bajo la palabra Mauro, aclara: «al parecer fue el primer
título pensado para Flavio».
11
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MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
impide percibir la complejidad de sus usos en la literatura del siglo XIX. Por
ceñirnos a las novelas y a los ensayos de Rosalía de Castro, a menudo el
corazón condensa las actividades perceptivas, sensitivas e intelectivas del ser
humano. Mas lo hace de un modo a menudo misterioso. Así, en el capítulo
XIV de El caballero de las botas azules, la narradora describe en los siguientes
términos al Duque de Gloria: «Su corazón y su pensamiento son una inmensidad en donde la más penetrante mirada no encuentra límites. ¿Quién sabe
lo que hay allí?» (Castro, 1982a: 458). O, de un modo todavía más explícito,
y como prueba de que la incognoscibilidad del corazón no es propia únicamente del caballero, sino también de la cándida Mariquita: «Toda la experiencia de los hombres no basta muchas veces para adivinar siquiera los secretos
de un corazón inocente» (Castro, 1982a: 409). Incognoscibilidad del corazón
que parece devolvernos al final de «The Man of the Crowd» de Edgar Allan
Poe: «The worst heart of the world is a grosser book than the ‘Hortulus Animae,’ and perhaps it is but one of the great mercies of God that «er lasst sich
nicht lessen» (Poe, 2000: 262).
El corazón moderno opera, pues, como expresión de la ambigüedad y del
vacío. Así lo sugiere el título de Mon coeur mis à nu, diario fechado en 1887
que Baudelaire escribió bajo el influjo de las observaciones de Poe en Marginalia. Pues aunque ha sido notado con frecuencia el carácter anti-sentimental de las propuestas literarias de Poe (factor especialmente enfatizado por
Baudelaire), no es menos cierto que los procesos emocionales ocupan un papel central en su poética. Ocurre que la irrupción en su obra de una sensibilidad abiertamente moderna implicará un proceso muy consciente de transvaloración de los contenidos anteriormente asignados al sentir. Sobre todo ello
el autor se detiene con detalle en los escritos dedicados a la teoría poética.
Citaré, por su oportunidad en este contexto, aquél que estimuló el citado diario de Baudelaire, reflexión originariamente publicada en el Graham’s Magazine, en enero de 1848:
If any ambitious man have a fancy a revolutionize, at one effort, the universal
world of human thought, human opinion, and human sentiment, the opportunity
is his own-the road to immortal renown lies straight, open, and unencumbered
before him. All that he has to do is to write and publish a very little book. Its
title should be simple-a few plain words- «My Heart Laid Bare.» But-this little
book must be true to its title.
Now, is it not very singular that, with the rabid thirst for notoriety which distinguishes so many of mankind-so many, too, who care not a fig what is thought of
them after death, there should not be found one man having sufficient hardihood to
write this little book? To write, I say. There are ten thousand men who, if the book
were once written, would laugh at the notion of being disturbed by its publication
during their life, and who could not even conceive why they should object to its
being published after their death. But to write it-there is the rub. No man dare write
it. No man ever will dare write it. No man could write it, even if he dared. The paper
would shrivel and blaze at every touch of the fiery pen (Poe, 1984: 1423).
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Poe desafía a los escritores ambiciosos a escribir un libro que juzga de
ejecución imposible. Un libro que osase ofrecer un corazón al desnudo sería,
para el autor, tan fácil de publicar como difícil de escribir. Pero el talento de
Baudelaire, tan proclive a la hybris, quiso desafiar esa certeza, escribiendo un
diario íntimo que ha de leerse al mismo tiempo como homenaje y subversión.
Aparece aquí, explícitamente formulado, el motivo literario de la correlación
entre el sentir y el escribir, ligada al tópico romántico de la inefabilidad. En
buena medida, la metáfora del corazón como libro explica algunas de las principales paradojas de la literatura moderna, situada entre la aspiración a la infinitud y la conciencia de los límites. Lo que el Poe de Marginalia y el Baudelaire de Mon coeur mis à nu ponen de relieve es que la tensión entre
totalidad y finitud no afecta únicamente a la transformación moderna de la racionalidad, sino también a la emergencia de un nuevo régimen emocional. La
imagen del papel que se arrugaría y ardería a cada toque ardiente de la pluma, que finaliza el citado aforismo de Poe, hace pensar en uno de los pasajes
más metapoéticos de Follas Novas: «Mollo na propia sangre a dura pruma /
rompendo a vena inchada / E escribo..., escribo..., ¿para que?» (Castro, 2004:
51). Y sobre la interpenetración entre teoría del poema y teoría del relato en
ambos autores no estará de más recordar que, en su carta a Murguía, refieriéndose a los dos cuentos que había leído, la autora escribió: «Allí comprenderás que era poeta».
En las novelas de Rosalía de Castro son caracterizados con gran profusión
de detalles los procesos del imaginar, del recordar, del conocer y del sentir,
así como sus complejas interrelaciones. En última instancia, todos estos procesos hacen del corazón su inestable morada. Cuando en El caballero de las
botas azules el Duque de Gloria trata de convencer a Melchor de la necesidad de que reconquiste a Mariquita, este, desconcertado, le responde: «Esas
ideas me confunden y lo que veo al través de ellas parece darme alguna esperanza, mientras por otro lado deja vacío dentro de mi corazón un hueco que
yo llenara con ilusiones y creencias bien distintas por cierto» (Castro, 1982a:
512-513). Este vacío del corazón prefigura en verdad un giro importante en
la expresión literaria del siglo XIX. Desprovisto de contenido, el corazón
desnudo es la imagen misma de la reflexividad, de un vuelco de la representación literaria hacia la tierra incógnita de lo íntimo.
La vida exterior, entendida como correlato objetivo de la vida interior, será
uno de los fundamentos del capítulo XXVI de Flavio. Volcados el sentir y
los sentidos del protagonista hacia el escenario urbano, el propósito fundamental de la narración no será sólo la captación detallada de la fisonomía de la
ciudad, sino mostrar el modo en que los pasos del caminante resuenan tanto
en las calles como en su ánimo:
Bajo los angostos soportales, apiñados los transeúntes para preservarse de la lluvia, semejaban silenciosas y medrosas sombras que llegaban y huían consecutiRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 473-496, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.310
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vamente; una luz melancólica, que parecía iluminar un subterráneo, dejaba percibir, en el fondo de aquella especie de tumbas, alguna vieja durmiendo amorosamente en compañía de un soberbio Micifuz, o el rubicundo mancebo, que con sus
grandes, manos, lastimosamente laceradas por los fríos de invierno, envolvía pacíficamente y con suma escrupulosidad las telas que curiosos compradores habían
hecho desdoblar en vano (Castro, 1982b: 156-157).
El párrafo anuncia una sutil transformación de la perspectiva narrativa que
se manifestará con plenitud en el siguiente capítulo. La mezcla de ironía y de
ternura empleada en la breve caracterización de la vieja que duerme bajo los
soportales «en compañía de un soberbio Micifuz» obedece a un descriptivismo urbano distante de la retórica romántica12. Por no hablar del mancebo que
dobla y desdobla sus telas ante los curiosos compradores. La melancolía sigue planeando por entre las calles, llenas de sombras, pero el dinero ha hecho su entrada en esta escena, determinando por completo un cambio de orientación en el discurso.
La representación de las actividades comerciales en la literatura moderna
es a menudo sintomática de un cambio de sensibilidad que merece la pena
observar en detalle. En este contexto, la referencia al frío que lastima las
manos del joven vendedor es uno esos fogonazos de crítica social que iluminan sombríamente numerosos pasajes de la obra de Rosalía de Castro. Los
transeúntes empiezan siendo caracterizados como figuras espectrales («semejaban silenciosas y mederosas sombras que llegaban y huían consecutivamente») y una vez la luz melancólica ilumina los soportales-tumbas pasan a ser
caracterizados como «curiosos compradores» indiferentes a la suerte del mancebo. Esta atmósfera espectral, tan querida a Rosalía de Castro, viene a reforzar
a su vez el carácter fantasmático de las relaciones en la ciudad moderna. En
palabras de David Cunningham, que sigue de cerca la obra del sociólogo
Georg Simmel: «la metrópoli constituye ese nuevo mundo urbano en el que
la experiencia social viene configurada o producida por el intercambio» (Cunningham, 2009: 77).
NUEVOS
SUJETOS URBANOS.
LA
REPRESENTACIÓN DE LA MULTITUD
En el capítulo XXVI de Flavio el orden narrativo hacía confluir la expresión del disgusto con la economía del dinero y la atmósfera espectral con el
sentimiento de vacío. La ficción mostraba así el modo en que la experiencia
moderna surge como resultado de una integración de aspectos inteligibles y
sensibles, experiencia que, en último término, tiende a cuestionar la distinción
12
Sin embargo, es obligado señalar que cuando menos en el ámbito angloamericano, el
romanticismo literario había empezado a incorporar una atención demorada a las condiciones productivas de la vida social, como lo demuestra Gilmore (1985: 12).
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entre objetividad y subjetividad. En buena medida, la descripción urbana no
sólo presupone la presentación de nuevos escenarios, sino también la emergencia de nuevos sujetos.
La pregunta que surge en este contexto es de qué modo se va forjando
literariamente lo que entendemos por individuo moderno, proceso extremadamente ligado al auge de la narrativa a lo largo del siglo XIX. Algunas de las
respuestas a esta cuestión las encontramos en el capítulo XXVII de la novela, que va preparando el tránsito del héroe romántico al dandy y del dandy al
flâneur. Veamos su arranque:
Al siguiente día se paseaba nuestro héroe por las calles de la ciudad, solitario,
meditabundo y con el mismo desdén y abandono que si errara lentamente por las
solitarias alamedas de su olvidado parque.
Al verle caminar con aquella lentitud cansada y negligente, al ver su rostro ojeroso y macilento, en el que se descubrían las huellas del insomnio, y sus cabellos
medio en desorden, que el viento agitaba levemente bajo el ala de su sombrero,
pudiera tomársele por alguno de esos hombres para quienes es aborrecible la nueva
luz que cada día viene a iluminar su frente, ajada y marchita por la incontinencia
y el desorden.
Y, en verdad, ¿qué era para él la vida en aquellos instantes? (Castro, 1982b: 170).
La soledad, el desdén, el abandono, la incontinencia, el desorden, la palidez, el insomnio y el desprecio por la vida son signos característicos del héroe romántico. Todas estas afecciones, inducidas por lo que Flavio juzga indiferencia de su amada, podrían leerse como síntomas del fastidio universal,
definido por Sebold como aquel «conjunto de emociones contradictorias experimentadas por quien se compadece de las sufridas masas, cumple con los
preceptos del culto religioso y busca el amor, y, sin embargo, se goza exquisitamente acariciando el dolor que le ahoga al verse abandonado por los hombres, por su Dios y por la mujer» (Sebold, 1989: 99). Ni siquiera faltaría, para
confirmar la aparente adscripción del texto al régimen romántico, una mención a las «alamedas de su olvidado parque», a esos jardines con que el Romanticismo selló su alianza entre naturaleza y cultura. Diríase que la autora
ha reunido en un solo fragmento todas las afecciones posibles del caballero
doliente, brindándonos más una caricatura que una etopeya. Mas a medida que
el texto avanza, el dolor romántico abre paso a una nueva modalidad del sentir,
que enseguida se convierte en perplejidad de los sentidos:
El ruido de los carros, lecheras y vendedores, que no cesaban de aturdirle con sus
voces discordantes y chillonas y de rogarle con sus mercancías, del modo más
importuno y tenaz; el incesante ir y venir de las gentes, y el sonido penetrante de
las innumerables campanas, entre las cuales algunas doblaban de un modo lúgubre y lastimero, causaron en Flavio una impresión desagradable que aumentó el
sombrío humor que le devoraba. Sin saberlo, era un verdadero misántropo a quien
la algazara y el ruido desagradaban por instinto, pues sólo podía vivir contento
con sus eternos sueños, y hubo instantes en que pensó si la mayor parte de los
hombres serían verdaderamente locos cuando podían resistir aquella agitación y
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movimientos no interrumpidos, aquellos rumores, discordes e incesantes, bajo cuya
influencia parecían hallarse como en su principal elemento de vida y felicidad
(Castro, 1982b: 172).
Obsérvese la curiosa inversión propiciada por la voz narrativa. No es el
héroe de la novela, aquejado de tedio, quien se presenta ante los lectores como
enfermo, sino la multitud que camina «con paso acelerado» y que, además de
aturdir la vista, aturde el oído. En «Les Foules» (Le Spleen de Paris, XII),
Baudelaire había mostrado que las posiciones del sujeto y de la multitud podían ser intercambiables: «Multitude, solitude: termes égaux et convertibles
pour le poète actif et fécond. Qui ne sait pas peupler sa solitude, ne sait pas
non plus être seul dans une foule affairée» (Baudelaire, 1975b: 291). Este es
precisamente el caso de Flavio. Al no saber habitar su soledad, tampoco sabe
estar solo entre la muchedumbre. A través de un hábil empleo de la focalización interna, Rosalía de Castro propicia una redistribución de las posiciones
subjetivas. Lo que el flâneur, en su deambular, pone de relieve es no sólo su
propia enajenación como individuo separado de la multitud, sino también la
enajenación de una multitud capaz de hallar acomodo en el ritmo frenético
propio de las «grandes poblaciones»:
Al ver a la multitud caminar con paso acelerado, como es costumbre en las grandes
poblaciones, y cuyo movimiento y agitación tanto contrastaba en aquellos instantes
con su desesperada calma, creía a todas aquellas gentes en un estado de inquietud
enfermiza y recelosa, y pensaba que aquellas altas casas, las unas tan cerca de las
otras, y aquellas revueltas y estrechas calles, que apenas dejaban paso al aire corrompido que se infiltraba por ellas, debían hacer precisamente a los hijos de aquella capital cobardes, pusilánimes, y su vida, corta y trabajosa (Castro, 1982b: 172).
La multitud que camina con paso acelerado es, desde su mismo título, uno
de los elementos más presentes en «The Man of the Crowd». Del París de la
Comédie humaine de Balzac a La Curée de Émile Zola, de la ciudad hormiguero de Les Fleurs du Mal a la multitud que pasaba por el puente de Londres de The Waste Land, pocos aspectos han determinado de un modo tan claro
el trayecto hacia la modernidad narrativa como la representación de la muchedumbre. Este trayecto, uno de cuyos jalones más definitivos será el unanimismo de la narrativa experimental del siglo XX, encuentra en el cuento de
Poe uno de sus más singulares exponentes. En primer lugar, interesa el reconocimiento de una relación dialéctica entre individuo y multitud: en virtud de
la observación generalizadora, la multitud emerge como unidad regida por
relaciones de afinidad, pero es preciso descender al detalle para percibir su
variabilidad interna:
At first my observations took an abstract and generalizing turn. I looked at the
passengers in masses, and thought of them in their aggregate relations. Soon,
however, I descended to details, and regarded with minute interest the innumerable varieties of figure, dress, air, gait, visage, and expression of countenance (Poe,
2000: 255-256).
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Esta variabilidad no atañe sólo a la indumentaria, a la expresión o a la
fisonomía del rostro. Una de las cualidades más incisivas del protagonista del
cuento es su capacidad para revelar el peso de una fuerte estratificación social en el escenario urbano. En efecto, no hay clase a la que el narrador no
pase un minucioso e irónico examen. En un inacabable fresco humano, ante
el lector desfilan comerciantes, abogados, rentistas, hombres de negocios,
apátridas, empleados, rateros, tahúres, caballeros, obreras, prostitutas, borrachos, barrenderos, organilleros, artistas, pasteleros, recaderos, cargadores de
carbón... Una monumental enciclopedia del ocio y del negocio, de la divagación, del hurto o de la explotación del hombre por el hombre. Una vez más,
la respuesta del narrador es de orden sensitivo. La proliferación de estímulos
conduce a la saturación de la vista y del oído: «and all full of a noisy and
inordinate vivacity which jarred discordantly upon the ear, and gave an aching
sensation to the eye» (Poe, 2000: 258). Esa es también la confusión de Flavio, cuya exposición a los sonidos de la ciudad lo había conducido casi a la
sordera.
Pero a pesar de todas las analogías posibles entre Poe y Rosalía de Castro, la multitud de Flavio no es representada según estos principios de distinción interna y jerarquía. En la autora la multitud es a menudo simplemente
masa, tal vez porque la representación unánime de la pluralidad porta en su
narrativa un claro propósito de corte ideológico. Ha sido estudiada con detalle la relación de la autora con el ideario de Proudhon y de Krause y con la
democracia radical del siglo XIX (Davies, 1987). Bajo esta perspectiva tal vez
pueda comprenderse mejor el hecho de que en sus novelas la multitud sea
concebida, bien como sujeto de las injustas condiciones propiciadas por la
monetarización de la vida social, bien como agente de un futuro cambio social y político. La primera posibilidad se concretaba con nitidez en uno de los
fragmentos citados de Flavio. El urbanismo angosto de la ciudad generaba por
fuerza tipos humanos aquejados de debilidad moral y de vida «corta y trabajosa». En el capítulo anterior, el salvaje héroe no había dudado en sostener
ante Mara la creencia de que «las ciudades son un infierno, en donde es necesario educar hasta el corazón». Para añadir, como conclusión: «y si esto es
así, renuncio a civilizarme y prefiero vivir salvaje» (Castro, 1982b: 166). Pero
en El caballero de las botas azules la multitud depone su carácter pasivo para
mostrarse como de sujeto del cambio revolucionario. El siguiente pasaje, que
ha sido concebido como extraña anticipación literaria de la Gloriosa, lo muestra claramente:
Y cuando allí llegaron los primeros, vieron ya que el palacio resplandecía de tal
manera que semejaba un vasto incendio, y que desde los balcones se arrojaba a
la muchedumbre multitud de pequeños objetos, que caían en torno a ella semejantes a una granizada interminable [...]
Hubo con esto cabezas rotas, magullamientos, riñas..., vino la guardia... mas ¿quién
contenía aquella oleada de furiosos? Los libritos encuadernados en terciopelo y
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con broches de oro encerraban un encanto irresistible para todos... ¡Cómo que eran
tan lindos y se daban de balde! Las puertas del palacio se abrieron después de
par en par, y comprendiendo la multitud que se abrían para ella, se precipitó dentro
como una horda salvaje (Castro, 1982b: 564-565).
La multitud, ya plenamente despersonalizada, deviene en esta novela muchedumbre furiosa y horda salvaje. En Flavio el salvajismo era todavía la
condición de quien precede o de quien renuncia a la civilización, identificada
de modo inequívoco con la vida ciudadana. En uno de los combates dialécticos entre el protagonista y Mara, el héroe afirma: «Yo aborrezco el mundo...
pero tú amas el mundo» (Castro, 1982b: 259). Y este será precisamente uno
de los nudos del conflicto entre los personajes. Pero en El caballero de las
botas azules los salvajes ya no serán quienes antecedan o rechacen el orden
social, sino quienes se apresten a destruirlo. En cierto modo, se diría que El
caballero de las botas azules, con sus desafíos paródicos y sus inversiones
burlescas, comienza donde había terminado Flavio. Y el final de Flavio no
es otro que un inesperado carnaval cortesano, que como todo carnaval acaba
por sacar a la luz la verdadera naturaleza de los personajes.
No debe ser pasada por alto la querencia de la autora por lo carnavalesco. La farsa y la inversión pueden fácilmente ser interpretadas como crítica
acerba al fundamento del nuevo contrato social. La novelística rosaliana muestra a menudo la alianza, tan inestable como opresiva, entre los rígidos convencionalismos de la vida social y la injusta artitrariedad instaurada por el libre
comercio. En este contexto, la representación de la vida emocional del personaje alcanza un valor muy superior al que tradicionalmente le ha sido conferido.
No es sólo que la persona aquejada por el tedio experimente determinadas
sensaciones y sentimientos, sino que la presencia de una interioridad socialmente inadecuada en el entramado ficcional es capaz de desafiar como pocos aspectos el orden representativo convencional.
TEDIO
Y AZAR.
LA
NOVELA COMO CRÍTICA DE ARTE
Al igual que en «The Man of the Crowd», el protagonista de Flavio, primero observador y luego paseante, desafía la normatividad social —es un
extranjero que persigue a otro extranjero, deambulando entre la multitud— y
el principio de productividad industrial. Frente a la laboriosidad regular del
empleado, el flâneur no se rige por ninguna otra ley que el azar. La angostura del trazado urbano descrito por Rosalía no hace pensar en las grandes avenidas de París ni en las anchos paseos de Londres, pero en cambio acentúa
lo que de laberíntico pueda haber en los desplazamientos del caminante ocioso. El azar resulta determinante para vincular el trayecto de Flavio a la noción moderna de deriva, iniciada por Poe y Baudelaire en el siglo XIX, reinterpretada por Walter Benjamin en la primera parte del siglo XX y culminada,
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ya en el escenario de la última vanguardia, por el situacionismo. Véase el peso
del acaso en el siguiente pasaje:
Se vistió con desaliño, compuso apenas sus desordenados cabellos, y cuando la
puerta se abrió, salió el primero y recorrió al azar toda la vieja ciudad. Ni buscó
a nadie que le guiase a través del intrincado laberinto de las tortuosas calles, ni
pensó en dirigirse hacia aquel o el otro punto; sin rumbo fijo, le era indiferente
caminar hacia un lado o hacia el otro y recorrer los barrios más elegantes o los
más sucios y ruinosos de la antigua ciudad. (Castro, 1982b: 171-172)
Primero, el descuido personal y luego, como síntoma externo de éste, la
indiferencia13. Una indiferencia que, es digno de ser notado, tiene como repercusión primera la desorientación espacial y la pérdida del sentido de la
jerarquía estética. El pasaje lo muestra a partir de un sutil tropo locativo que
relaciona valores artísticos y puntos de la geografía urbana: a Flavio le da igual
moverse hacia un lado que hacia otro o, siguiendo la metáfora espacial, hacia lo bello y elegante que hacia lo sucio y ruinoso. El saber estético del flâneur es un saber no jerarquizado, un saber que confunde centro y periferia.
Pero al igual que Baudelaire, Castro está mostrando en este pasaje que todo
paseo es un acto de lectura, una actividad de expectación o, como quería Francesco Carreri (2002), una práctica estética. Y lo que determina la modernidad del pasaje es la certeza de que esta expectación puede quedar truncada
por la indiferencia, en un pulso de signo ambiguo entre el rechazo a la contemplación y lo que es digno de ser observado. Desde el punto de vista de la
configuración de nuevos lectores en la narrativa del siglo XIX, resulta tentador comparar al Flavio que, desdeñoso, mezcla el centro con la periferia y lo
viejo con lo nuevo con el lector moderno que, de modo vacilante, empieza a
forjar nuevos caminos en el proceso de la interpretación literaria.
En todo caso, la salida del laberinto urbano, prefigurada en el párrafo siguiente, supondrá una nueva entrada del protagonista en el orden de la naturaleza:
Anduvo así mucho tiempo, sin pensar siquiera que había recorrido ya la mayor
parte de la ciudad; saliéronle al encuentro, digámoslo así, inmensos y sombríos
edificios, soberbias obras de arte que una generación eminentemente artista había
levantado, y no lograron cautivar su atención, y siguió al acaso una sucia y angosta calle que desembocaba en los alrededores de la ciudad, que eran verdaderamente hermosos (Castro, 1982b: 172-173).
Por oposición a la naturaleza, el espacio urbano es definido como un espacio de opresión. La clave anímica era hasta ahora la falta de jerarquía entre centro y periferia, relacionada con la indiferencia ante lo bello o ante lo
feo. El sentido estético del pasaje se acentúa cuando el narrador hace referencia
Para la lectura sociocrítica de la ambivalencia y la indiferencia novelesca véase Zima
(1980).
13
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explícita a lo que debería suscitar la atención de Flavio: las obras de arte. Esta
falta de atención es característica del tedio, sentimiento que, en sutil aporía,
podría definirse como «pasión desapasionada». El paseante, al desdeñar las
obras de arte «que una generación eminentemente artista había levantado»
rompe el orden civilizatorio de la sucesión histórica. En el debate entre lo bello
del arte y lo sublime de la naturaleza, que había permeado la filosofía estética desde el siglo XVIII, Flavio se decanta por el encanto libre del paisaje de
la periferia semirural. Ecos del sentimiento romántico de lo natural hermoso,
vinculado a la inmensidad y al infinito, pueden hallarse en el siguiente párrafo:
Jamás había parecido al viajero tan hermosa la naturaleza; embriagóse con el aire
puro que pasaba azotando su rostro; tuvo intenciones de besar la fresca hierba que
hallaba a su paso, humedecer sus manos en el agua de los arroyos y correr como
un loco por la pradera. Le pareció entonces que había vuelto de nuevo a la vida,
al aire puro, a la hermosa libertad; y el recuerdo de Mara ya no fue entonces tan
penoso para él y tan desconsolador (Castro, 1982b: 173).
El círculo que abría el capítulo XXVI de la novela parece haberse cerrado. Convertido en flâneur por su deambular errático y dandy en virtud de la
crítica (acerba y nihilista, por cierto) a la escultura y a la arquitectura urbanas, el héroe romántico volvería en este pasaje idílico a su ser primero. Pero
la amorosa comunión con la naturaleza no es sino una breve ilusión en el
régimen emocional del personaje. En las cercanías de este locus amenus tiene lugar el entierro de una joven y la contemplación del cadáver y del cortejo fúnebre devuelven a Flavio la conciencia de su propia mortalidad, conciencia que anticipa su voluntad de atentar contra su propia vida. En el ya citado
Diccionario nacional o gran diccionario de la lengua española, Domínguez
había visto en tedio la antesala de la muerte autoinducida, al definirlo como
un «estado de aversión natural a todo, como si se hubiera estragado el gusto
de la vida, como el esplín de los ingleses que, llevado al estremo, conduce
sin remedio al suicidio» (Domínguez, 1848: 1620). Pero ni tan siquiera esta
salida trágica le será reservada al personaje. Cuando Flavio trate de ahogarse
en el río luego de enrevesadas cavilaciones sobre el fantasma de la muerte y
la futilidad de la existencia, un desconocido irrumpirá en la trama para impedirle cumplir con su destino trágico.
UN
FOLLETÍN TRUNCADO.
LA
DESTRUCCIÓN DEL PACTO EMOCIONAL
Al fracasar como héroe romántico en virtud de un calculado recurso al
Deus ex machina, a Flavio no le quedará ya sino fracasar también como amador. Luego de su intento de suicidio, se irá consumando lentamente el camino del personaje hacia la degradación moral. El párrafo final de la novela es
implacable. El lector tiene noticia de que Flavio, luego de abandonar a Mara,
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contrae matrimonio con una mujer que es «vieja y horrible, pero tiene ocho
millones de capital». Y cada vez que alguien le recuerda las penas pasadas,
él se limitará a replicar, riendo: «Pero, amigos míos, no creáis que miento;
aquí en donde me veis, esas pequeñas historias me han causado sus disgustillos en otro tiempo... No me arrepiento, sin embargo, y nunca está de más una
historia para contar en la vejez...» (Castro, 1982b: 284).
La imposibilidad de escapar del tedio tal vez sea el sentido último de una
de las sentencias más citadas de Walter Benjamin: «Cualquiera que sea la
huella que el flâneur persiga, le conducirá a un crimen» (Benjamin, 1980: 56).
Al igual que el extraño caminante de Poe, también el viajero de Rosalía de
Castro viajaba hacia el crimen. En ambos casos, la razón última de su comportamiento parece ser tan insondable como su corazón. En la misma medida
en que se relacionan soledad y multitud, en la ficción moderna se relacionan
perseguido y perseguidor, castigo y crimen. La radical ambigüedad de «The
Man of the Crowd» reside en que en él terminan por confundirse el narrador
y el lector, el supuesto detective y el supuesto asesino. A este juego de apariencias y efectos se entregará también la novela rosaliana. ¿Cómo interpretar si no este sorprendente final, que obliga a releer la conducta del héroe a
una luz distinta de la que hasta el momento se les había ido mostrando a sus
lectores? Hasta la llegada del último capítulo, Flavio podría ser culpado por
su naturaleza infantil e indomable, así como por haber restringido con sus
continuas exigencias la libertad conquistada por el personaje femenino. Pero
la voz narrativa, a menudo cómplice de la perspectiva de Mara, insiste con
frecuencia en la sinceridad y autenticidad de sus emociones.
Del carácter subversivo del relato informa sobradamente el hecho de que los
lectores hayan sido llevados a identificarse con un personaje que, en una inversión paródica del Bildungsroman, empieza por ser salvaje y termina por ser cínico. El final de la novela no puede sino truncar la esperanza, al comienzo incluso previsible, en una resolución favorable a la dignidad del héroe. Lo que
significa, en último término, que la autora ha elegido violentar deliberadamente
las expectativas de la lectura, alterando las reglas del melodrama y la sucesión
de lances patéticos propia de la novela por entregas, que invitan a la identificación empática con el héroe. La ironía de la palabra «asuntillos», con que Flavio
alude a su pasado emocional, obstaculiza de modo definitivo la posibilidad de
una lectura inocente de cuanto ha sido expuesto ante el lector.
En este contexto el tedio desempeña un papel determinante. Su irrupción
en la ficción sentimental anuncia que la resolución del conflicto novelesco no
transitará por los lugares emocionales propios de la ficción sentimental, que
van desde el desgarro por la separación hasta la reunión de los amantes. Al
registrar el uso y las modulaciones de la palabra tedio, al ilustrar el modo en
que se alía con ciertos espacios y con ciertas peripecias o al describir el régimen de relaciones sociales al que permanece asociado en la ficción, es posible mostrar su valor sintomático. Esta y otras tareas tal vez sirvan para coRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 473-496, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.310
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rregir una tendencia señalada por Steiner en «El Gran Ennui», al constatar el
hecho de que todavía «carecemos de historias del sentido interno del tiempo,
del mudable compás que en la experiencia humana tienen los ritmos de la
percepción» (Steiner, 1977: 15).
En alianza con la historia de los conceptos, la historia de las emociones
permite vislumbrar lo que, en el terreno de la expresión sensible, ha de aguardar a ciertas configuraciones literarias para aflorar plenamente. ¿Sería posible hablar del tedio, tal y como en la actualidad lo conocemos y lo experimentamos, sin tener en cuenta lo que sabemos o sobre Madame Bovary?
Responder afirmativamente implicará, con certeza, aventurarnos en el estudio
pormenorizado de otros capítulos menos conocidos de la novela decimonónica española que, como la narrativa de Rosalía de Castro, aguardan todavía por
una comprensión más ajustada.
CODA
Son varias las conclusiones que es posible extraer de esta confrontación
entre los textos de Charles Baudelaire, Edgar Allan Poe y Rosalía de Castro.
En primer lugar, la presencia de una estrecha correlación entre espacios y
afectos. Tradicionalmente, el análisis del spleen y del ennui se vinculaba a la
emergencia de una nueva temporalidad, determinada por el paso fugaz del
flâneur y de los transeuntes. Sin negar el peso del sentimiento de la fugacidad en la caracterización de lo moderno, se hace cada vez más preciso examinar el modo en que la ficción literaria ha tendido a vincular la expresión
afectiva con la contrucción espacial. En el caso del tedio, elementos visuales
como la bruma, el humo o la lluvia superan claramente la función de decorado, acompañando la expresión del hastío de tal modo que se dirían casi indisociables de él. Pero en la medida en que el hastío se traduce no sólo en tristeza y abatimiento, sino también en aislamiento y en conciencia de la alteridad,
su expresión literaria puede llegar a independizarse por completo de cualquier
referente externo. En el capítulo que sigue a la primera descripción de la ciudad brumosa, el sentir de Flavio ya no guarda relación alguna con aquello que
contempla. En su malestar, le es indiferente centro o periferia, lluvia o sol.
El hastío invade y determina la lógica de sus sensaciones, blindadas al reconocimiento objetivo de la realidad.
Los nuevos afectos son así expresados en una polaridad de signo ambiguo. Por una parte, ya hemos hecho referencia al carácter paradójico del tedio, vinculado simultáneamente al vacío emocional y a la saturación sensitiva. Por otra parte, con frecuencia al entusiasmo sigue el hastío; y al tedio, la
energía. Esta polaridad se manifiesta tanto en el cuento de Poe como en Flavio, si bien en Rosalía de Castro la declinación del sentimiento de vacío a la
felicidad demuestra ser breve y engañosa.
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Hay otra conclusión especialmente pertinente en el análisis de estos capítulos del Flavio. Aun aceptando la convención biográfica que establece un
referente real para la ciudad representada en Flavio, parece claro que Santiago de Compostela no es equiparable, ni en estructura urbanística ni en posición geopolítica, a París o a Londres. Que la autora se refiera a este espacio
concediéndole casi el rango de metrópolis no hace sino confirmar la función
claramente indiciaria de estos pasajes. Yendo un poco más lejos, la descripción del paisaje urbano en ciertas novelas decimonónicas, especialmente en
las anteriores a la consolidación del modelo realista, no ha de verse como una
representación fidedigna de los espacios reales, sino como un fenómeno radicalmente sintomático de las nuevas afectividades, que alcanzarán en la ficción
literaria una de sus más acendradas expresiones.
Por último, la emergencia de la multitud en estos textos induce a pensar que
la expresión del hastío es correlativa de la aparición de nuevos sujetos urbanos en
el espacio literario. Mauro Ponzi ha definido la multitud en la ciudad moderna como
«un conjunto de soledades de comportamiento uniforme» (Ponzi, 2009: 117). No
por casualidad, «The Man of the Crowd» daba comienzo con una máxima de La
Bruyere: «Ce grand malheur, de ne pouvoir être seul» (Poe, 2000: 255). La cita
inicial describe el tránsito del saber ilustrado sobre la condición humana hacia el
ennui del siglo XIX. La infelicidad de no poder estar solo es, en términos decimonónicos, el spleen. El hastío del Flavio rosaliano tiene también su origen en la
sensación de estar rodeado de una multitud de la que se reconoce apartado, una
multitud que dificulta todo sosiego y toda reflexión —es decir, todo encuentro del
sujeto consigo mismo. Pero ¿de qué es representación esa multitud ciega y adónde se dirige? Este vínculo entre subjetividad y afectividad informa de una nueva
relación entre el individuo y el mundo, que debe ser remitida a los profundos cambios sociales y políticos que tuvieron lugar en el siglo XIX, cambios de los que
participó activamente Rosalía de Castro. Su narrativa emerge como espacio privilegiado para indagar en los vínculos entre espacialidad, subjetividad y percepción,
así como en la correlación entre la ficción y la forja de una nueva comunidad
sociopolítica. Mostrar estos vínculos demanda un modelo crítico sumamente atento a la configuración verbal de los sentimientos o, si lo preferimos, al sentido literal y literario de los conceptos sensibles; un modelo ajustado, por tanto, a lo que
podríamos denominar la vida emocional de las palabras.
Aplicada al estudio de la literatura, la historia de las emociones invita a
reflexionar sobre las categorías de conocimiento y sensibilidad que las obras
de ficción han ido forjando a lo largo del tiempo. En Flavio, el tedio puede
ser visto como un parpadeo en el camino hacia una nueva estética literaria,
como vislumbre de concepciones avanzadas de la sociedad y de sus posibilidades —o imposibilidades— de transformación futura. Que el protagonista sea
un viajero no hace sino reforzar la voluntad regeneradora de la propuesta literaria de Rosalía de Castro. Pero en la medida en que el ámbito de actuación por ella elegido es la ficción sentimental (y no, por ejemplo, la prosa de
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MARÍA DO CEBREIRO RÁBADE VILLAR
ideas) no hay que hacerse ilusiones sobre el carácter confiado y literal de su
proyecto crítico. Si en su Anatomy of Melancholy (1621) Robert Burton había recomendado viajar al triste como único y duradero remedio para su enfermedad, el viaje ya no podrá curar a Flavio. Pues como ya hemos visto, al
paseante moderno que pretenda huir del tedio paseando, el paseo lo devolverá inevitablemente al tedio. Por decirlo de nuevo en palabras de Rosalía de
Castro (Follas Novas, 1880), «Este barro mortal que envolve o espírito, / quen
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Fecha de recepción: 11 de febrero de 2010
Fecha de aceptación: 10 de agosto de 2010
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 473-496, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.310
Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 497-516, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.305
El jardín de los frailes de Azaña
en la novelística de internados religiosos
Fermín Ezpeleta Aguilar
Universidad de Zaragoza
RESUMEN
El jardín de los frailes, de Manuel Azaña, absorbe los mejores valores literarios de un
subgénero, como es el de la novela autobiográfica de colegio, cultivado con profusión por la
generación novecentista. Por un lado, hay tratamiento flexible del modelo de novela de formación, con derivación hacia la de artista. Hay además conformación de un cuerpo pedagógico al
modo del tratado o de la novela de instrucción. E, incluso, pintura de tipos y anécdotas colegiales. Todo ello bajo la responsabilidad narrativa de un «yo» que indaga, más que en otras novelas de la serie, en las claves culturales del país.
Palabras Clave: Azaña, El jardín de los frailes, novela de internado, novela de formación,
novela de artista.
El jardín de los frailes by Azaña
in the narrative of the boarding schools
ABSTRACT
El jardín de los frailes by Manuel Azaña absorbs the best literary moral values of a genre,
the autobiographical novel of boarding religious schools, grown with profusion by the «novecentista» generation. On the one hand, there is flexible treatment of the model of novel of formation, with derivation toward «artist». There is, besides, conformation of a pedagogic body like
the novel of instruction. And even, a picture of types and anecdotes. Everything is under the narrative responsibility of a first person that investigates, more than novels of the series, in the cultural keys of the country.
Key words: Azaña, El jardín de los frailes, Boarding school, Novel of formation, Novel of artist.
1. AUTOBIOGRAFÍA
LITERARIA DE UN INTELECTUAL
La obra literaria de Manuel Azaña adopta frecuentemente los rasgos del
diario o del libro de memorias, como el mejor expediente posible para hacer
literatura de conceptos educativos. Creación literaria que se funde con el res-
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FERMÍN EZPELETA AGUILAR
to de su obra, sea de crítica literaria, o sea de estricta acción política, y que
apunta con más nitidez que en ningún otro escritor al «compromiso generacional» del que habla García de la Concha (1980: 34-39). Para el caso de
Azaña, vale especialmente el sintagma de la «crítica de la cultura» (Mainer,
1991: 399), en tanto que toda su obra está tocada de «una función social,
derivada de su peculiar grado de eficacia artística»; una «poética», en definitiva, que consiste «en un esencialismo en el que influyen la psicología, el arte
y la estética» (Sanz Villanueva, 2001: 482).
Como en ningún otro escritor de su generación, el propósito educativo, consustancial a la obra creativa, viene macerado en modelos literarios cercanos a
la novela lírica, novela de formación o novela de artista, estructuras novelescas
imprescindibles en la creación novecentista. Tiene razón García de la Concha
(1981: 174) cuando señala un humus generacional de estructura lírica en la que
se asienta la obra del 14, y de la que brotan, a través de reflexiones y análisis
cercanos a lo ensayístico, los diagnósticos sobre la realidad histórica cultural y
educativa. Por eso, las novelas de internado religioso, uno de los subgéneros por
los que transitan estos escritores, señala Mainer «son algo más que ilustraciones estereotipadas de una triste realidad nacional» (1991: 380). Y en el caso de
El jardín de los frailes, si cabe, se hace más evidente que, por encima del diagnóstico más o menos anticlerical, resalta el trabajo literario sometido a la labor
de lima exigente del artista. Estas novelas colegiales1 son obras «casi autobiográficas donde se determinan los condicionamientos y las justificaciones del
proceso disgregador de una personalidad» (Mainer, 1971: 11). Son «complejos
1
Hay que consignar, por un lado, las novelas de contenido jesuítico de las dos primeras
décadas del XX: la novela de Gabriel Miró, Los amores de Antón Hernando (1909), con
definitiva versión posterior en Niño y Grande (1922); A.M.D.G. (1910) de Pérez de Ayala,
como paradigma y las novelas de Oleza (Nuestro Padre San Daniel, de 1921; y El obispo
leproso, de 1926) del propio Miró, y algún otro relato breve como El señor Cuenca y su
sucesor (1908). Aun puede añadirse alguna muestra menor como Mirando a Loyola (1913)
de Julio Cejador, y Los caballeros de Loyola (1929) de Rafael Pérez y Pérez, con defensa
en este caso de la pedagogía jesuítica. Puede añadirse el nombre de Luis Astrana Marín, autor
en 1915 de una «novela», más bien informe novelado, con el título La vida en los conventos y seminarios (Memorias de un colegial). La novela de Joaquín Belda, Los nietos de San
Ignacio (1916), recoge algunas de las marcas del género narrativo antijesuítico, al amparo
del género erótico en el que habitualmente se desenvuelve este escritor. Otros autores componen novelas de colegios bajo responsabilidad docente distinta a la de los Jesuitas. Por
ejemplo, Azorín (Confesiones de un pequeño filósofo, 1904), en internado escolapio; Rafael
Sánchez Mazas (Pequeñas memorias de Tarín, 1915 en internado de los Sagrados Corazones; o Federico Carlos Sainz de Robles (Mario en el foso de los leones, 1925), y Benjamín
Jarnés (El convidado de papel, 1928) en seminarios. En régimen colegial externo se plantea
la anécdota erótico-académica de la novela de Álvaro Retana, Los extravíos de Tony (Confesiones amorales de un colegial ingenuo) (1919, 2ª ed.). La novela de Juan Chabás, Agor
sin fin (1930), presenta parcialmente peripecia académica en un internado de Colegio Francés. Para un estudio más detallado de la novelística de internados religiosos, ver nuestro libro
(Ezpeleta, 2006).
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 497-516, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.305
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mundos narrativos que se interrogan fértilmente sobre el sentido de una vocación, la libertad y la espontaneidad de los instintos, la victoria de lo vital sobre
la represión» (Mainer, 1991: 380). Dicho con palabras de Marichal, «El jardín
de los frailes responde tanto a un profundo gesto anímico como a un meditado
designio estilístico» (1972: 119), que además explora las claves culturales de un
país.
Lo mismo sucede con otras obras narrativas de Azaña, la inconclusa Fresdeval (1930-1931) y el posible proyecto novelístico de Viaje de Hipólito
(1929), o el manuscrito inédito de la novela desconocida La vocación de Jerónimo Garcés. Todas ellas vienen motivadas, insiste Ferrer Solá, por la exposición de unos condicionamientos ideológicos y el resultado es la prosa «de
un intelectual abocado por entero a los más candentes problemas de su sociedad y de su tiempo» (Ferrer Solá, 1991: 21). En todos los casos se formaliza
un discurso narrativo gobernado por el «yo» del autor que hace un ejercicio
obsesivo de introspección con fusión de vida y literatura. Y en todos los casos hay regreso al pasado como ejercicio de purga interior que ayuda a sentar las bases de una tarea cultural ulterior, de mayor alcance.
En El jardín de los frailes el tratamiento literario del narrador evidencia
además la complejidad literaria de esta novela, alejada del molde realista y
en los aledaños de la novela lírica, que recurre frecuentemente a la técnica del
«flash back» para cotejar intelectualmente los puntos temporales focalizados:
la etapa del estudiante universitario del internado y el momento posterior de
la narración. Un narrador que suscita (Ferrer Solá, 1991: 65) «hasta cinco
personalidades bien definidas, y que forman la verdadera revolución estructural de la misma». Distingue, en primer lugar, la figura latente de un Azaña
irradiador de potencial intelectual con una visión del mundo determinada; en
segundo lugar, el narrador omnisciente dueño absoluto de los recuerdos evocados; en tercer lugar, «el muchacho que realmente fue Azaña», entrevisto a
través de la rememoración; en cuarto, el perfil del adolescente modelado por
el autor de la narración; y quinto, el «ideado adolescente» situado por parte
del anterior fuera del colegio. Distintas instancias narrativas entrelazadas que
dan riqueza a la textura de lo narrado y que posibilitan además el tratamiento de un tiempo flexible con continuadas retrospecciones y prospecciones.
Pero, como decimos, a pesar de los límites de estricta jurisdicción narrativa en los que se sitúa El jardín de los frailes, no cabe duda de que el componente autobiográfico es importante. El propio Azaña señalaba en sus Memorias (763) la naturaleza autobiográfica de la rememoración novelesca
(identificaba, por ejemplo al personaje del padre Mariano con la persona real
del padre Montes). Y es que los datos cronológicos que ofrece el texto tienen su correspondencia aproximada con la realidad histórica de la vida de
Azaña: los años del internado coinciden con el año inaugural de 1893 en el
que Azaña ingresa, y en el que permanece durante cuatro cursos para rematar
el recorrido educativo con el examen de licenciatura verificado realmente tamRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 497-516, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.305
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bién en la Universidad de Zaragoza, evocada en la novela. O el personaje
Francisco Javier Valdés, clérigo de carne y hueso que se convierte posteriormente en obispo de Salamanca2. Otoño de 1898 es fecha de comienzo de los
estudios de doctorado, con puesta en contacto con Giner de los Ríos, al que
Azaña muestra siempre admiración, dentro de las divergencias que siempre
mantiene con el espíritu institucionista, sobre todo en lo que respecta al puritanismo y ascetismo de la ILE3.
Los dos momentos temporales en torno a los que está articulado el relato (el muchacho atemorizado que ingresa en El Escorial y el hombre jovenmaduro que narra lo que sucede al primero) se entremezclan para ahormar
respectivamente el proceso intelectual (en el momento de la redacción de la
obra) y los hechos autobiográficos (retrospectivos), a la postre totalmente fundidos, de tal suerte que lo más estrictamente biográfico se convierte en símbolo y lo intelectual se presenta «hecho carne y sustancia de la experiencia
del adolescente» (Nora, 1979: 56). Tal es el carácter que presenta el autobiografismo contenido en esta novela, y, que por otra parte, conduce al subrayado del juicio (por encima de la confidencia) contra una educación en
su sentido amplio (religión, filosofía, patria), visto por el autor en crisis (Nora,
1979: 57).
2. TRATADO
DE EDUCACIÓN CERCANO A LA NOVELA PEDAGÓGICA
El jardín de los frailes aparece inicialmente publicada de forma fragmentaria en la revista creada por el propio autor, La Pluma, durante los años 1921
y 1922, aunque Azaña la haya iniciado mucho antes (Marichal, 1972: 117),
para quedar definitivamente como libro unitario en 1927, época ya de Dictadura. Dedica la obra a su cuñado Cipriano de Rivas Cherif, quien el mismo
año de 1921 había dado a las prensas otra novela de costumbres escolares poco
conocida, que indagaba además sobre los modos de vida de los educadores
de la Institución Libre de Enseñanza. Se trata de Un camarada más y, cuanto menos, establece un primer vínculo con la de Azaña4.
2
Azaña asistió en El Escorial, en 1906, a la consagración obispal del padre Valdés
(Marichal, 1972: 34).
3
En efecto, la escena del burdel, de recién graduado, se sitúa en los antípodas del modo
de conducirse de los institucionistas. Marco señala en su artículo (1984a: 54) que el joven
adolescente no es capaz de sustraerse al cumplimiento riguroso de los ritos sociales que
impone su condición pequeñoburguesa, y, una vez fuera del Escorial, en el examen de licenciatura en Zaragoza, visita el lupanar de Madame Paca, en el momento mismo de 1898
en que se produce la pérdida definitiva de las últimas colonias españolas.
4
Rivas Cherif atestiguó en su Retrato de un desconocido el fervor sentido por El jardín
de los frailes, novela publicada de forma fragmentaria por las mismas fechas que el Camarada, y con algunas coincidencias de contenidos, que, sin embargo, no justifican para Rivas
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 497-516, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.305
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En todo caso, El jardín de los frailes, encuadrada por Marichal dentro de
la rica tradición genérica de la «narración novelesca autobiográfica» y «más
específicamente dentro de una rama de ésta, la de la novela autobiográfica de
colegio» (1972: 117), tiene su encaje, como decimos, en ese magma lírico
sobre el que se asienta toda la producción de una generación literaria. Con
todo, y aun tratándose de una novela que destila lirismo por todos sus poros5,
con un buen troquelado lingüístico (demostrado con creces por Mª Ángeles
Hermosilla en su estudio lingüístico de la prosa de Azaña: 1991) traducido
siempre en la «calidad de página», llega un momento en que la introspección
psicológica del yo narrador queda rebasada por el intelectualismo del autor,
vertido en forma de continuada digresión ensayística (el yo narrador como
emblema de la propia inteligencia del que habla Marco, 1984b: 98-99). Como
en otras novelas afines, pero aún de forma más clara, el peso autorial6 se sobrepone al juego del discurso narrativo. Por aquí, la obra se configura como
un tratado de educación, cercano por lo tanto al modelo de «novela pedagógica»7, en el que importa sobre todo la articulación de un contenido doctrinal
pedagógico, aunque, en este caso, no sea por medio de la voz del personaje
profesoral en diálogo con el alumno, sino a través de la crónica de la formación intelectual universitaria de la clase burguesa dirigente, sobre la que el «yo
narrativo», con sus juicios continuados, vuelve una y otra vez casi siempre en
clave de denuncia:
Adquiríamos un extracto del saber, resumido en conclusiones edificantes; los frailes las obtenían manipulando en el archivo de las cosas que ignorábamos y siempre habíamos de ignorar, no éramos llamados a saberlas. Alicortar la ambición
intelectual parecía el supuesto de los estudios (96).
Cherif la confrontación de ambas obras. Cipriano, sabedor de la distancia de calidad literaria que lo separa del amigo, a partir de entonces orillará su condición de narrador y la relegará al ámbito del entretenimiento particular, frente a su otra faceta de animador y director
teatral. (Ezpeleta, 2008: 479)
5
Senabre (1964: 27), quien en su libro sobre Ortega incorporaba dentro del grupo de
novelas de colegios la obra de Sainz de Robles, Mario en el foso de los leones, habla de
«poemas en prosa» y de «prosa poética» para la obra de Azaña.
6
La literatura española de colegios, sin embargo, no acaba de otorgar la voz homodiegética al protagonista escolar, al hacer depender lo relatado de una tercera persona que lima
las notas redactadas previamente por el adolescente. En el caso de la novela de Azaña, el
yo relator, aun formalizado como «narrador innominado», se convierte en cauce para verter
ideario educativo.
7
El término Tendezroman, o Erziehungsroman, traducido como novela pedagógica o
novela de instrucción, tiene como paradigma el Telémaco de Fénelon, escrito en 1699, un
siglo antes que Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe, el modelo de la
novela de formación. La novela pedagógica, que tiene precedentes en la Antigüedad
(Ciropedia de Jenofonte; diálogos clásicos), coincide con la de formación en que también
desarrolla un tema educativo, con la diferencia de que en aquella se traslada un programa
pedagógico compacto a cargo de un profesor, mientras que en el Bildungsroman importa el
proceso de autoconocimiento.
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Es la formación intelectual de «un colegio de antaño» (Ferrer Solá, 1991:
35-49), mediatizada por factores negativos que empujan hacia la fabricación
de un fracaso educativo, servido a través de un narrador que presenta a contrario una tesis pedagógica. Entre estos factores hay que señalar el clerical o
religioso, aunque este no sea el fundamental8. Hay una mirada comprensiva
con la comunidad agustina que regenta el internado, con un espacio mítico que
no en balde da título a la novela y permite, por ejemplo, que el sujeto narrativo (también el Azaña adulto) regrese pasados unos años a ese reducto de
adolescencia. Tal es el sentido de la inserción final del coloquio a modo de
confesión con el padre Mariano (XIX, Coloquio postrimero en el jardín, 168
y ss.), quien no se priva de lanzar al antiguo alumno un alfilerazo a cuenta
de la Institución Libre de Enseñanza:
— ¿No te has casado? Te lo prohíbe la Institución Libre de Enseñanza.
— Soy ajeno a la casa, ni creo que propugne la soltería. Ustedes han adelantado
mucho, padre Mariano. En mi tiempo no se hablaba aquí de esos señores.
Quizás eran ustedes menos militantes (171)9.
Por aquí se produce la máxima divergencia con las novelas al modo de
A.M.D.G que rozan en algunos aspectos el alegato con recreación de la anécdota trágica. Azaña renuncia al dicterio y al sarcasmo de las novelas de internado jesuítico, aunque El jardín no deje de compartir la proclamación de
una verdad incompatible con la religiosidad excluyente negadora de la vida10.
La posible tesis anticlerical es en Azaña de distinto calado que en Pérez de
Ayala, pues aunque sea cierto que dentro de la comunidad agustina haya un
núcleo duro con un talante «opresor o «terrorífico» (personaje episódico del
padre Uncilla), predomina el modelo «sedante» que encarna el padre Valdés,
nunca satisfactorio del todo, claro está, para el sujeto que rememora.
Importa más el repaso del currículo académico de las materias de Derecho (plataforma de lanzamiento a la vida política de las clases rectoras), con
subrayado sistemático de la falsificación de una educación rigurosa y científica. La crítica de naturaleza pedagógica se fundamenta en la plasmación de
una instrucción académica aquejada de exceso de formalismo y tecnicismo,
desconectada de la vida. Lo señala así Ferrer Solá: «Azaña, desde la reme8
Marichal (1972: 34-35) y Ferrer Solá (1991: 41), en sus respectivos libros sobre Azaña,
insisten en que no se trata de una novela anticlerical, y juzgan benéfica la estancia de Azaña
en el internado.
9
A pesar del contacto universitario con Giner de los Ríos, y de acusar en su obra herencia intelectual krausista, Ferrer Solá (1993: 31-47), señala que Azaña no es en rigor un
discípulo krausista. Y, con ocasión de una conferencia de Cossío en 1915, anota en el debe
del espíritu institucionista «demasiadas reservas, demasiados distingos» (43).
10
Esta es la nota común, para Gonzalo García-Aguayo, (1990: 16), que vincula a las
novelas de Azaña y de Pérez de Ayala, y que, por otra parte, constituye el núcleo que adscribe a la misma familia todas estas narraciones.
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moración de aquella época, establece las proporciones de una formación intelectual sistemática y acientífica, implacable pero no rigurosa, basada en una
pura burocracia pedagógica, formularia y tediosa» (1993: 35).
Tal metodología está aquejada de un escolasticismo que empobrece la
iniciativa intelectual del alumno. Una pedagogía, en suma, proteccionista que
acoraza al alumno frente al mundo exterior. Tales maneras se manifiestan en
todas las asignaturas repasadas, especialmente la Filosofía, la Literatura y la
Historia, estas dos últimas muy importantes desde el punto de vista de los
resortes de la narración, en tanto que posibilitan el desarrollo del componente metaliterario, nunca ausente en estas novelas11, y la meditación sobre el tema
de España en la tradición noventayochista:
Reducían la historia literaria a las páginas del libro de texto, grueso tomo con
nociones preliminares de estética traducidos o adaptados de Levêque: «La gota
de rocío suspendida de los pétalos de lirio, el puro y casto andar de la doncella,
la inmensa masa de océano agitado por la tempestad...», decía el libro para empezar a inculcarnos la noción de lo bello. El padre Blanco, oyéndonos decorar
entre risas tales sandeces, se impacientaba (14-15).
Otro formante del bagaje educativo recibido es el concepto histórico de
patria. La materia académica de la Historia de España coadyuva a la creación
cultural del devenir histórico patrio, al apelar a hechos gloriosos en un marco simbólico como es el Escorial, máximo emblema del imperialismo español. El propio edificio sirve de fácil pretexto para las digresiones históricas
sobre la obra de Felipe II y la significación de su tiempo. De ahí también la
sublimación literaria de los escritores del Siglo de Oro. El narrador da cuenta de cómo los educadores y el ambiente van modelando el ser de España,
íntimamente imbricado en el sentido providencialista religioso. Ante esto, el
narrador adulto trabaja por medio de su actitud crítica en la desarticulación
de tales planteamientos filosóficos:
La historia guisada en pociones caseras por sus paternidades nutrió mi conciencia española. Adquiríamos un extracto del saber, resumido en conclusiones edificantes; los frailes las obtenían manipulando en el archivo de las cosas que ignorábamos y siempre habíamos de ignorar; no éramos llamados a saberlas (96).
Debo al Escorial —a sus escuelas— el apresto necesario para entender esa máxima impregnada de españolismo y recibirla en espíritu y verdad; y a la percepción
cabal de su sentido —decadencia del estado glorioso preexistente—, una timidez
egoísta, un recelo que me impedían avanzar por la ruta abierta a mis sentimientos españolísimos. Me atollaba sin saberlo en un desbarajuste raro; la pasión nacional encandilada por muchos cebos, quería encabritarse y alzaba la cerviz so11
En las muestras del subgénero el protagonista se refugia a menudo en la literatura para
exorcizar la influencia negativa del recinto académico. De ahí que pueda convertirse en un
«artista adolescente», deseoso de asimilar enseñanzas literarias para poder componer sus
propias memorias escolares. El ejemplo más claro es tal vez la novela de seminario de Benjamín Jarnés.
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berbia: puro goce de dar suelta al orgullo y henchir con su viento el énfasis, la
hipérbole y otras capacidades donde asiste el desenfreno (88).
El narrador, que sabe delimitar los efectos producidos en el aprendizaje
de este ámbito, procede posteriormente como un noventayochista (cercano
también al concepto unamuniano de «intrahistoria») al buscar luz acerca de
los perfiles del carácter del pueblo español, buceando en los rasgos permanentes, en lo popular y en el mundo rural representado por los labriegos12. Marco (1984a: 54) señala el capítulo XV como el momento en el que el protagonista sufre una crisis típicamente noventayochista, «que le induce a elecciones
características: la búsqueda de lo propio —que no todavía del folklore—, la
sensibilidad provinciana, la preferencia otorgada a la crítica en detrimento de
la idea política» (54)13. Ahí se sitúan junto a la revisión intrahistórica del
Quijote juicios como los que siguen: «El venero poético del realismo ingenuo, a ras de pueblo se extenúa desde hace siglos y corre tan delgado que
nadie lo presiente» (126); o más adelante:
Esa faz me declara lo perenne del hombre popular, labriego o artesano, sin edad
política; destruye el valor representativo de la gran procesión histórica; reduce a
categoría de accidentes la hechura formidable de tal siglo, la pujanza de estotra
religión, usurpadoras de un valor típico en lo hispano (131).
3. COSTUMBRES
ESCOLARES Y TIPOS
Sin embargo, los profesores frailes, retratados eficazmente al modo de
A.M.D.G. tal como exige el cuadro de costumbres escolares, no componen un
personaje colectivo «oponente» en el esquema de la novela14. Sus notas caracterizadoras son las de «rusticidad, sencillez, modestia, escolasticismo y
humanidad» (Ferrer Solá, 1991: 41), alejados ciertamente del perfil con que
se describe a determinados profesores jesuitas en la novela de Pérez de Ayala y en otras afines. El tono medio-bajo de los profesores agustinos hace que
12
Una de las notas comunes que presenta la novela de Azaña con la novela de costumbres académicas de Rivas Cherif es precisamente el acercamiento a lo intrahistórico. Y así
en el capítulo cinco, «Primitivo el paleto» glosa uno de los tipos universitarios, Primitivo el
Paleto, cuyo viaje a casa por vacaciones de Navidad sirve de excusa narrativa para la visión terruñera del campo castellano (Ezpeleta, 2008: 487).
13
En buena parte de su obra inicial Azaña utiliza distintos seudónimos de raigambre
nítidamente noventayochista y los planteamientos intrahistóricos se cuelan a lo largo de toda
su producción.
14
A diferencia, por ejemplo, de lo que ocurre en toda esta narrativa antijesuítica, o en la
de seminarios, que presenta como marca recurrente un conjunto de profesores a modo de
bloque oponente. En toda esa literatura, además, las instancias editoriales insisten en señalar, junto los procedimientos antipedagógicos de los maestros para con los discípulos, los
modos coercitivos y los castigos aflictivos.
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no se destaque a ninguno de ellos como personaje positivo, a la manera del
padre Atienza15. Si bien se dibuja al fondo de la comunidad agustina un cuadro de una cierta opresión, no puede en ningún modo hablarse de reprobación
personal o moral de la orden como institución. Siempre hay un grado de comprensión, señalado mediante la activación del recurso de la ironía o el humor,
por parte del narrador hacia los reverendos padres.
El espacio, que en un principio pudiera parecer opresivo16, se somete a un
proceso de sublimación hasta convertirse en «locus amoenus», al que el Azaña adulto regresa una y otra vez, tal como testimonian sus Diarios17 (Mainer,
1971: 11, llamó la atención sobre la conmoción experimentada por Azaña en
1931 durante la visita a los frailes profesores). El componente de novela de
costumbres escolares descansa sobre todo en el bosquejo de los variados perfiles profesorales de los frailes educadores, aparejado con la inserción de anécdotas colegiales divertidas o sarcásticas que contribuyen a cultivar el elemento
retórico del «delectare», necesario en el discurso de Azaña18. En medio de la
Aunque en la novela de Azaña no llegue a adquirir cuerpo este personaje, es habitual
en este subgénero de novelas la puesta de relieve del personaje «profesor excepcional»,
apestado de la congregación, amigo del escolar en apuros, y con funciones narrativas de
«auxiliar». El paradigma, en efecto, lo representa el personaje Padre Atienza en A.M.D.G.
16
Es en la novelística naturalista de internados donde se acuña el espacio docente visto
como prisión, en el que siguen insistiendo los novelistas de las primeras décadas del siglo
XX (Pérez de Ayala, Sainz de Robles). En el caso de Criadero de curas, de Alejandro Sawa,
la ciudad de Ávila, es utilizada como símbolo de aislamiento, y, en seguida, la institución
docente aparece vista como cárcel, cloaca o infierno. En Barrabás, de José Zahonero, el
establecimiento docente es asimismo una cárcel o una gran jaula dentro de la cual se insertan otros espacios más reducidos (aulas, salas de castigos), presentados asimismo por el
narrador como lugares de tortura. Lo mismo cabe decir de Jesús (Memorias de un jesuita
novicio) (1898), de Dionisio Pérez.
17
En un texto del «Diario», en 1931, confirma la perfecta comunión con el lugar agustino, visto como un «locus amoenus». «¿Pero no hay una parte profunda de mi vida que se
remueve a estos acordes? Como se removió hasta los poros cuando escribí el Jardín; o más
bien, cuando para escribirlo lo re-sentí... Considero cómo me he despegado de cuanto amaba en estos sitios (...) «El Escorial debiera conservarse tal como está, con frailes y todo; igual
que se conserva un hermoso bosque, o se protege un paisaje. Cosa única que bien valdría
una excepción. Me horroriza pensar que esto pudiera verse en el estado en que se ve El
Paular. La idea parecería seguramente descabellada y reaccionaria» (Azaña, Diarios Completos, 2000: 186). Ver, además, Linage Conde (1996: 1015-50).
18
La modalidad narrativa en la que mejor encaja este componente retórico del «delectare»
es la «novela de costumbres universitarias», cuyo paradigma es La casa de la Troya (1915)
de Alejandro Pérez Lugín. Se trata de narraciones que tienen como hilo conductor el itinerario extraacadémico de un estudiante que, sacado de su ámbito familiar, se traslada a la
ciudad universitaria para cursar estudios superiores. Importa sobre todo el hilvanado de sucesos acaecidos al protagonista, el cual encuentra en otros compañeros de estudios los auxilios
de la amistad, y que dan a estas novelas, aun en medio del fracaso, un tono más lúdico que
a las de los estudiantes niños o adolescentes bajo régimen de internados religiosos. Con todo,
estas últimas novelas presentan no pocas veces una anecdótica de usos y costumbres, sugerente para el receptor.
15
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puesta de relieve de las metodologías anquilosadas se alude a ciertas pedagogías novedosas: tal el deporte de la equitación (que ya había aparecido en
Pequeñas memorias de Tarín), el frontón, el moderno fútbol. No falta el novedoso periódico escolar, en el que Sánchez Mazas había insertado por entregas su novela colegial, o el teatro escolar. Actividades, en fin, que siempre ayudan al narrador en su formación como futuro escritor.
Tal vez, y ello a pesar del tono de distanciamiento adoptado por un narrador al que la vida escolar le resulta indiferente, en esta, como en ninguna
otra novela autobiográfica de colegio, afloran las más divertidas anécdotas
escolares; como la que tiene como protagonista al catedrático Campillo «rebanándose» el callo del pie con una navaja en un examen importante; o la de
la provisión del cargo de «hazmerreír» sobre «ineptos, tímidos, afeminados o
tristes» (26); o bien, aquella estampa en la que Fray Marcelino se queda frío
y pide ayuda para que lo «desdoblen» (31); la alusión inevitable al estudiante gallego (64-65); o la rememoración de la muerte de un catedrático por atracón de sandía (89).
La galería de frailes retratados evidencia cierta conexión con las descripciones de los jesuitas de Ayala (Meregalli, 1991: 136), y siempre dejan entrever un esfuerzo estilístico por redondear, a veces de modo expresionista,
la figura rústica y candorosa del elemento clerical-profesoral, alejada aquí de
la psicología turbia que caracteriza a los docentes jesuitas y asimilados. Descripción expresionista quevedesca de los profesores con subrayado de defectos pero con «salvación» de algún punto de humanidad.
Aparece en primer lugar el Padre Blanco (Fray Sátira), joven fraile profesor de literatura de «El Escorial de Arriba» que habla de los hermanos Schlegel o que fustiga a Clarín. Da a leer al narrador a Pereda, pero también Pepita Jiménez de Valera19. De él se dice que murió algunos años después en Jauja,
en labor misionera. A pesar de las carencias, este profesor es valorado por el
narrador: «La lección del padre Blanco, era, no obstante, soportable como
ninguna porque hablaba de cosas inteligibles y amenas cuya inserción en nuestra sensibilidad personal veíamos patente» (12). Y junto al juicio de valor
referente al grado de incidencia en la formación del discente, el dibujo humorístico de sus movimientos: «Andaba casi a brincos; cada ademán, una
sacudida. Empezaba a toser; ardía en sus pupilas la calentura» (12).
Se evoca al mencionado Narciso Campillo, «uno de esos catedráticos zumbones, amigos de ensañarse con los alumnos haciendo chistes a su costa» (11).
Miembro de tribunal en exámenes externos, autor de un manual de bachilleres, al que «los frailes lo amansaban a fuerza de comidas pantagruélicas y vino
19
La conocida querencia por la novela Pepita Jiménez no es exclusiva de Azaña, y la
vamos a encontrar una y otra vez como intertexto en otras novelas como El convidado de
papel de Jarnés. Hay que recordar que Miró había iniciado su trayectoria novelística con un
remedo de Pepita Jiménez.
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sin tasa». El profesor de Filosofía, descrito de modo muy eficaz, era un «padre montañés», de poca talla, locuaz en demasía, un tantico suspicaz y marrullero. Voz aguda, ojos claros, y en los labios finos, remuzgos fugaces de
desdén o de ira. Listo como el hambre, el único fraile «señorito», a lo que
creo, de seguro el más sociable. Tenía gracia para hablar a las señoras. Era
mejor jinete que metafísico» (15).
O tipos más desdibujados, como el «capitán retirado», profesor de Aritmética y Geometría o pasantes famélicos, que están muy alejados de los profesores bárbaros de otras instituciones: «En los Escolapios pegaban con vara;
en el nuestro, quien más, atrapaba media docena de correazos, Dios castiga,
pero sin palo» (18). Severamente reprobado aparece el profesor de Historia,
Padre Miguélez, al que se dedica algún espacio (92-108) a propósito de las
nocivas metodologías del aprendizaje de la Historia de España. Son páginas
centrales que valen como ejemplo de la reprobación pedagógica que transpira toda la obra.
Más de pasada aparecen esbozados el padre Florencio, profesor de piano;
o el padre Rafael (66 y ss.), profesor de música que, aunque profesaba principalmente Derecho Civil, le gusta más la zarzuela y logra ganarse el afecto
de algunos colegiales a los que convoca a su celda20:
Nació entre el padre y nosotros una suerte de compañerismo con que se templó
el respeto, encendiéndose más y más el primero y tierno afecto que por él sentíamos. Le quisimos fraternalmente; era un hermano mayor, sesudo y bueno, enriscado por las sendas escabrosas de la virtud y del estudio, mientras nosotros triscábamos en los pradecillos de la holganza. Vivo de modales, atropellado en el habla
a causa de un conato de tartamudez, era en la apariencia brusco, máscara de su
corazón mansísimo» (67-68).
El padre Valdés, que recibe al narrador el primer día (22), y que representa, dentro de los «dos estilos frailunos de apacentar almas» el «modo calmante» (el otro, el «terrorífico» asoma poco en El jardín a través del padre
Uncilla con sus apelaciones a la muerte):
Modo sedante, el del padre Valdés. Severo de sobra era el porte de este fraile, el
más afrailado y temido de cuantos entendían en nuestro gobierno. Jamás fue familiar ni comunicativo siquiera; recuerdo su sonrisa como suceso notable por su
rareza: sonreía a su pesar, violentando su gravedad, y no tardaban sus facciones
poco graciosas en absorber y secar el rocío de la sonrisa. Era por ventura más
inteligente o tenía más experiencia de corazón que sus cofrades. Riguroso en el
aula y en los claustros, dulcificábase en la capilla. No escaldaba las almas con el
temor ni las forzaba a optar entre el heroísmo y la perdición (76).
Estos dos últimos padres, aun pintados con todas sus carencias, suponen
un cierto punto de conexión afectiva con el educando, sin llegar a desempeLa subida del alumno a la celda del profesor llega a convertirse en una marca narrativa repetida en estas novelas.
20
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ñar las funciones de personajes excepcionales de otras novelas de la serie, al
modo de Atienza en A.M.D.G.
El ingrediente costumbrista permite el repaso, al hilo del calendario escolar, de los hitos clásicos que reaparecen en otras novelas afines: vacaciones
de San Blas, Carnaval, ejercicios espirituales, teatro, asistencia a funerales de
escolares fallecidos, vacaciones de verano, lecciones en ámbitos especiales
como la celda o el jardín. Sin embargo, ninguno de ellos adquiere el rango
de «maestro total» determinante en el camino formativo del discente. Aquí
siempre se presenta este con una cierta superioridad intelectual, corroborada
por el juicio postrero a propósito del alcance pedagógico de la comunidad de
profesores agustinos: «El ánimo se me antojaba intacto, de tan deleble que fue
la huella de El Escorial, trazada sobre arena» (162).
4. NOVELA
DE FORMACIÓN Y DE ARTISTA
Y eso a pesar de que todo el discurso viene marcado por el señalamiento
sistemático y graduado de los hitos del proceso de entendimiento. Es decir,
hay una voluntad explícita de dar cuenta del proceso de evolución intelectual
(también sentimental) del sujeto que desparrama apreciaciones (uno de los
recursos narrativos estructurantes del relato es la enunciación de oraciones con
verbos de entendimiento a los que se le añade el objeto de comprensión o de
interiorización mental). En todos los casos esos hitos de aprendizaje se deben
al desarrollo de la capacidad crítica de un sujeto bien dotado intelectualmente que aprende por vía negativa. Novela de aprendizaje (Martín, 2007: 256263) que al indagar en las claves culturales de todo un país queda convertida
en «Bildungsroman nacional» (Mainer, 1990: 194).
Es decir, la vivencia docente transmitida sirve de modelo implacable de
lo que no debe ser para, a partir de esa situación de punto de partida, poder
en una fase posterior construir el aprendizaje definitivo («La vida intelectual
robusta no podría empezar justamente hasta salir del colegio», 48). El sujeto
que rememora absorbe unos estímulos de su entorno que retroalimentan la
experiencia interior, de tal modo que no puede sustraerse a componer la figura del «retrato adolescente» («He derrochado lo frondoso de mi experiencia interior, cuanto no cabía en los signos generales preciados por la educación: la intimidad personal se me antojaba viciosa», 172).
El narrador de El jardín transforma el influjo del ambiente religioso en
una disección intelectual fría, por mucho que determinadas prácticas piadosas hayan provocado en él una crisis religiosa. Los frailes aparecen en todo
momento, con su perfil intelectual bajo, como el contrapunto del discípulo que
hace alarde de solvencia intelectual en el propio ejercicio de rememoración.
Ha sido necesario el episodio de los ejercicios espirituales para sacar al estudiante de su atonía. Ahora la oratoria terrible con la imagen vívida que dibuRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 497-516, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.305
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ja el espectáculo tenebroso de la muerte parece hacer mella en el narrador. El
director del retiro espiritual es un jesuita venido de fuera. El contraste entre
la mansedumbre agustina y la fiereza jesuítica marca además el diferente tenor de los modos religiosos de ambas órdenes, y sirve para matizar la posible tesis anticlerical que pudiera desprenderse de la novela. La prédica jesuítica es homologable a cualesquiera otras novelas que tienen como escenario
el seminario o el colegio jesuita; y, en todo caso, marchita la niñez del narrador. («Niñez intacta, que una tarde se marchitó oyendo predicar a un jesuita», 121).
Así pues, el narrador, impregnado de esa sensación de espiritualidad, experimenta una «conversión religiosa» que le tiene durante un cierto tiempo
sumido en estado febril y de padecimiento. Las aguas vuelven pronto a su
cauce y el narrador, que en cierta medida estructura su relato de acuerdo con
la crónica de cómo la experiencia religiosa es sometida a un proceso intelectual, ante el «susto de ver que se convierte» pasa enseguida a otro estadio de
distanciamiento, por más que la observación sobre el hecho religioso nunca
desaparezca: «Si antes todo era apasionada emotividad, ahora se da una contemplación racionalista del mundo espiritual. Si antes dominaba la fascinación
por el rapto de la inspiración, ahora impera el gusto por la disciplina de lo
sobrenatural» (Ferrer Solá, 1991: 47). Incluso los propios frailes agustinos
suponen una «ayuda» pues funcionan como personajes «coadyuvantes» para
que pueda operarse la transformación en el punto de vista («Los frailes me
volvieron a la razón por los pasos contados. Me explicaron mis creencias: me
miré en otros ejemplos; supe lo que podía esperar y temer; algunas congojas
se desvanecieron», 75)21.
El siguiente paso es el de la descreencia, coincidiendo con la salida del
colegio. Jorge Guillén (1991: 66) se fijó precisamente en este hilo conductor
de la novela al señalar en la obra de Azaña los aspectos de diatriba («Azaña
nos instruye sobre la evolución de un adolescente que pasa de lo religioso a
lo incrédulo a través de una enseñanza clerical», 66). La crisis religiosa, sí,
funciona como un «nuevo escalón» en la educación sentimental del colegial
(Ferrer Solá, 1991: 45), y por eso es un aspecto más (nunca un factor excluyente) que modela al artista intelectual:
Es un fascinante y estremecedor relato de la incidencia de una crisis social finisecular en la sensibilidad estética e intelectual —también sentimental— de un
adolescente abocado a las más diversas contradicciones del ser y la historia de su
patria. El factor religioso y su sentido moral tienen gran importancia sin duda
21
Insiste Manuel Aragón en su contribución al volumen colectivo dedicado a Azaña
(1991: 254), en la atenuación del golpe dado a las órdenes religiosas, gracias a la intervención de Azaña. De manera que cuando el Azaña Presidente de la República contiene la inercia
parlamentaria de expulsar a todas las órdenes religiosas docentes y se limita a la jesuítica,
parece como si estuviera operando el mensaje literario de su novela autobiográfica.
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alguna, pero no justifican un enfoque global y excluyente en la concepción crítica de esta novela (Ferrer Solá, 1991: 24).
Los compañeros de estudios, presentes en estas novelas con funciones
auxiliares para aliviar las penas del héroe, son voluntariamente reducidos por
el narrador a un conjunto borroso, alejado del yo narrativo, que niega manifiestamente cualquier vínculo afectivo: «El áspero compañerismo abonaba mi
propensión a sublimar las cosas: un árbol, el mejor camarada, y más amables;
la mejor sociedad, el bosque», (150). Suponen, pues, paradójicamente, un
acicate para el regodeo intimista y para hacer avanzar los aprendizajes hacia
los dominios del «artista».
Una vez superada la fase de misticismo, el proceso de interiorización del
sujeto sigue el camino requerido por el modelo del Retrato de artista adolescente22. Los rasgos genéricos del modelo Bildungsroman en su versión de Künstlerroman se hacen evidentes: edad juvenil, meta formativa, dificultades en el camino, mentores y proceso intelectual que convierte al sujeto lírico en escritor.
El yo que rememora traza los hitos de los distintos matices de ese proceso formativo: «He aprendido a soldar en armonías agradables la escisión dolorosa de mi mocedad. Agradables para mí, quise haber dicho, ellas aportan
el placer estético» (143). «Mi rebelión personal sobrevino en la buena compañía de las letras, alzándose el rencor fermentado, en cuatro años de renuncia al mundo libre» (149).
Por eso es tan importante el tratamiento de la enseñanza de la literatura,
y, con todas las carencias que el narrador señala, el padre Blanco imparte
lecciones soportables y es quien da a leer al narrador el volumen de Pepita
Jiménez que ayudó notablemente a conformar la sensibilidad artística del estudiante y el autor Azaña. Es cierto que los frailes enseñan la literatura del
Siglo de Oro como compañera de la Fe. «Después de la religión, en nada nos
mirábamos como en la literatura del siglo de oro» (108). Se alude a Quevedo; a Gracián, a quien fustiga («ese taimado Gracián, baturro jesuita, loco de
vanidad», 133), aunque a veces el estilo conciso y conceptuoso de Azaña recuerde al del escritor aragonés; se denigra a Calderón de la Barca (120) y se
pondera el Quijote y Cervantes al hilo de la evocación de la ciudad de Alcalá de Henares. El narrador enseña ya la faceta del Azaña crítico literario, unida
de forma inextricable a los otros componentes de su obra literaria.
La experiencia del periódico, en la parte final, evoca definitivamente la
iniciación literaria:
Me ensucié las manos y la ropa en el gobierno de las tiradas, pero no la conciencia literaria, todavía informe, escribiendo artículos. Preferí el trabajo de maquinista al esfuerzo de pasarme siquiera una hora delante de las cuartillas, indolenGiménez Caballero (1991: 96) señalaba la conexión de la obra de Azaña con la novela de Joyce.
22
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cia que auguraba poco bien de mi fecundidad. En el fondo, me retuvieron a escribir el respeto casi religioso por las letras y una cobardía para la pavura de afrontar —previendo su seriedad— tan confusa inclinación, y de explicarme con ella
para aceptarla o rechazarla, o como habría hecho cualquiera mejor enseñado, someterla a prueba (156).
Yo no osaba profanar un objeto cándido, pero es indecible cómo se estremecía
mi vanidad si celando y todo esta inclinación, (el padre Blanco) me contaba entre sus alumnos calificados para las letras (...) Un fraile zahorí (¿he de ocultar lo
que me honra?) adivinó el secreto. Urdió una superchería inocente, y al asociarme en ella postulaba mi capacidad de escribir poemas. (...) Vas a recitarlo en la
velada de Santa Mónica. Dirás que es tuyo (157).
Esta anécdota es tan relevante para el educando que, en el capítulo final
del señalado coloquio con el padre Mariano, la vuelve a evocar para subrayar su adhesión a la vida intelectual y literaria.
Junto a la formación artística, cobra importancia educativa la naturaleza como
surtidor de sensaciones y afinador de la sensibilidad. Tal atención se produce
sobre todo a partir de la superación de la crisis religiosa. Aun así, desde el principio ensaya la descripción paisajística al modo azoriniano, bien en la mirada
retrospectiva a la Alcalá de los juegos infantiles, o bien en El Escorial, visto
como jardín. El narrador consigue escanciar su más acendrado yo en fusión con
un paisaje que se metamorfosea con arreglo a las estaciones del año y con arreglo a las servidumbres que impone el estado de ánimo del sujeto lírico.
El yo lírico se refugia primero en el paisaje plácido como respuesta pasiva al conflicto interior: «La sugestión de la naturaleza se cifra así en la sensación extática pareja a la anulación de la voluntad. El amor propio y la pereza encuentran en ella el terreno propincuo» (Marco, 1984b: 96). Se adivinan
las notas del carácter del sujeto narrativo que remiten inequívocamente al
Azaña adulto. Pero el artista adolescente pretende, en fase posterior, «domeñar el paisaje», lo puebla de «engendros de su fantasía»: ahora como sustitutivo de la fiebre mística, Y se dedica a degustarlo en su materialidad a través
del paladeo de formas y colores. Es un aprendizaje más activo que busca (dentro del proceso de autoanálisis) la relación con lo externo.
Para Marco (1984b: 97), la captación de la belleza del paisaje trae de la
mano la intuición del poder. El protagonista aprende a salir de sí mismo e
intuye la posibilidad de transformar el medio como metáfora del poder. Por
otro lado, la crítica ha atribuido la importancia estructural de la contemplación de la naturaleza del relato al factor rousseauniano (Marichal, 1972: 89):
un modo común panteísta de sentir el paisaje23, aspecto este sobre el que in23
Lo atestigua en su artículo «Un amigo de Rousseau» (Notas de París, 14-7-1912, sobre Altuna, el amigo español de Rousseau, donde alude a la fase rouseauniana de su aprendizaje adolescente, en 1912, cuando Rousseau estaba «en baja en Francia». En el libro de
1918 sobre la política militar, al hablar del Cardenio cervantino, lo caracteriza como un
rousseauniano antes de Rousseau. Ver Marichal (1972: 89).
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siste Ferrer Solá en su libro (1991: 56). Pero Azaña, por más que se haya
señalado en alguna ocasión su despegue de Azorín, ha aprendido en Las confesiones de un pequeño filósofo (otra narración de internado religioso) y en
otros libros azorinianos una manera de contemplar el paisaje: el joven escritor «se trasciende a sí mismo por medio de la recreación paisajística, inmerso en una ataraxia mental y sentimental extraordinariamente fecunda» (Ferrer
Solá, 1991: 60). Toda una técnica de observación de la naturaleza que impregna siempre el resto de su obra, especialmente los diarios en época de guerra
civil (Meregalli, 1991: 135).
En suma, en la novela de Azaña se configura al sujeto con perfil de artista finisecular24 que somete a un proceso intelectual todos los estímulos absorbidos. Tarea de demolición a través del desenmascaramiento de conceptos
como religión, naturaleza, arte, historia de España, por medio de una voz
narrativa innominada equiparable a la misma voz de la inteligencia25.
5. CONCLUSIÓN
El jardín de los frailes se inserta de modo natural en el conjunto de la
literatura de su autor, pues el subgénero novelístico de autobiografías de colegio posibilita aplicar la crítica de la cultura de que está tocada la obra de
toda una generación literaria, y en el caso de Azaña de manera extraordinaria. Esta obra narrativa forma parte de una red de novelas de internados religiosos escritas por autores como Gabriel Miró, Ramón Pérez de Ayala, Federico Carlos Sainz de Robles o Benjamín Jarnés, entre otros. En todos los
casos la estructura lírica de la que brota la obra de la generación novecentista permite ahormar novelas de formación con derivación hacia Künstlerroman
o «de artista». Al modo de A.M.D.G., pero con atenuación del alegato anticlerical, importa también en la novela de Azaña la consideración sistemática
de un cuerpo pedagógico transmitido a manera de tratado pedagógico, aunque sea mediante la puesta de relieve de tesis a contrario. Asimismo, el componente retórico del delectare queda reforzado mediante la recreación de anécdotas escolares relacionadas con los distintos tipos profesorales y con las
actividades escolares cotidianas. Todas estas marcas genéricas se funden de
manera genial en la narración de un Manuel Azaña quien, por medio de un
yo intelectivo poderoso, es capaz de armonizar ese conjunto de material retórico para ponerlo al servicio de una indagación de calado sobre las claves
culturales de su país.
24
Para la crisis del artista adolescente finisecular en la literatura española, ver: (Albiac,
2000: 25-37).
25
Marco (1984b: 99). Otros estudios sobre la novela de Azaña (Zamora, 2003: 31-50;
Goytisolo, 2004: 93; Morales Lomas, 2007) insisten en este mismo concepto de demolición
de las bases culturales del país.
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EL JARDÍN DE LOS FRAILES DE AZAÑA EN LA NOVELÍSTICA DE INTERNADOS RELIGIOSOS
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 517-540, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.316
El teatro de Manuel Altolaguirre:
Amor de madre
Gabriel Insausti
Universidad de Navarra
RESUMEN
Durante la guerra civil española el poeta Manuel Altolaguirre se dejó atraer especialmente
por el teatro. Dirigió La Barraca, la célebre compañía universitaria fundada por Lorca, así como
el Teatro Español, tomó parte en el proyecto de El triunfo de las Germanías junto con José
Bergamín y reescribió un drama de tema político, Entre dos públicos, que convirtió en Amor de
madre, siguiendo las huellas de Gorki, quizá para adecuarlo a una ortodoxia ideológica de la que
más tarde se arrepentiría.
Palabras Clave: teatro revolucionario, teatro en la guerra civil española, Gorki y la influencia
del teatro soviético.
The theater of Manuel Altolaguirre:
Amor de madre
ABSTRACT
The poet Manuel Altolaguirre felt an intense attraction towards theatre during the Spanish
war. He became director of La Barraca, the famous student company Lorca had founded, and
later of the Teatro Español, he took part in the writing of El triunfo de las germanías with José
Bergamín, and he re-wrote a political drama called Entre dos públicos, which he transformed in
Amor de madre, following the path of Gorki and others, maybe in order to get that material into
the mould of am ideological orthodoxy from which he would repente Turing his exile years.
Key words: Revolutionary theatre, Theatre during the Spanish war, Gorki and the influence of
soviet theatre.
LA
TENTATIVA REVOLUCIONARIA DE
ALTOLAGUIRRE
Amor de madre consta de cinco cuadros. El primero tiene lugar en la casa
del Abogado, cuya Mujer se dispone a iniciar una nueva vida, romper con su
marido y marchar a vivir con su Amante, el Director de la mina. El Amante
abandona la escena, llega el marido y la Mujer le comunica su decisión, pese
al mal estado de salud de su hijo. Acto seguido, la Criada anuncia la visita
518
GABRIEL INSAUSTI
del propio Director de la mina, que viene a solventar cuestiones profesionales, y de su novio, un Obrero en busca de empleo. En la entrevista, el Abogado intercede por este Obrero, pero él rechaza un puesto en la mina, donde
la víspera han muerto cinco trabajadores en el hundimiento de una galería.
Luego, se suceden las conversaciones del Abogado con el propio Director, con
el terrateniente Don Pascual y con el Director de Banco, todos ellos encarnados por el mismo actor y despachados rápidamente por el Abogado.
El cuadro segundo tiene lugar en una calle y casa de mineros, donde la
Madre, la Hermana y la Viuda de uno de los fallecidos en el accidente lloran
al difunto, junto con el hermano, que no es otro que el Obrero. Llegan otros
mineros y mujeres para acompañar a la familia en su dolor, así como la Criada
del Abogado, que resulta ser la novia del Obrero, y que se muestra muy afectuosa con su futura suegra; a la puerta, los hombres comentan los últimos
accidentes mortales en la mina, abrazan al Obrero y acaban lanzando proclamas de unidad en la lucha por sus derechos.
El tercer cuadro tiene como escenario el mismo que el anterior, a la mañana siguiente. La conversación entre la Hermana y el Obrero revela los abusos
policiales cometidos durante el entierro del difunto, los preparativos para una
manifestación esa misma tarde y la unión de todos los trabajadores en una
huelga general, así como los temores de la Madre por la seguridad de su hijo.
El cuadro cuarto nos devuelve a la historia de la Mujer, esta vez en casa
del Amante, vestida con lujo y en cama, pero inquieta e intratable por una
desazón interior en la que se adivina el remordimiento de conciencia y la
preocupación por la enfermedad de su hijo. Por fin, decide llamar por teléfono al hospital y recibe la noticia de la muerte del niño. Fuera de sí, acusa al
Amante; luego llega el Abogado, vestido de luto, con la intención de dar la
noticia. Reunidos los tres, la Mujer decide abandonarlos a ambos y cambiar
de vida.
El quinto y último cuadro tiene lugar en una sala donde el Abogado está
terminando de pronunciar un discurso político de tendencia conservadora, luego recibe las felicitaciones de algunos miembros del público y, por fin, se ve
asaltado por el Señor X, que en un largo parlamento le echa en cara su palabrería, pues lo único que importa a su juicio son los problemas económicos,
que exigen se termine cuanto antes con la huelga general; luego, el Señor X
anuncia la proximidad de su muerte, que dará paso a un mundo nuevo. Sus
palabras cautivan al Abogado, que queda abstraído como en una visión hasta
que le interrumpe su Mujer, modestamente ataviada, que ahora trabaja y es
independiente. Vuelve a entrar el Señor X, que ante la turbamulta de la huelga pide protección al Abogado. De pronto, los huelguistas, que ya son dueños de la ciudad, irrumpen en el local; el Obrero hermano del difunto dispara al Señor X, que muere. Tras unas palabras, se canta «La Internacional».
Amor de madre, por tanto, presenta una forma sumamente sencilla: una
estructura dual, con dos subtramas en disposición abrazada (la burguesa en el
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EL TEATRO DE MANUEL ALTOLAGUIRRE: AMOR DE MADRE
519
primer y cuarto cuadros, la proletaria en el segundo y el tercero y la confluencia de ambas en la apoteosis final). Su historia es la del advenimiento de un
nuevo mundo de justicia y libertad sobre las cenizas de un orden opresivo,
en un claro mensaje revolucionario, pero los personajes centrales, los escasos
monólogos y los recovecos de la trama nos dan la clave para comprender el
sentido del título: Amor de madre es, antes que esa escenificación del triunfo
revolucionario, una llamada ética que nos recuerda que toda lucha por la justicia exige un sacrificio. En ese sentido, el momento crucial de la historia tiene
lugar en el punto de crisis en la conciencia de las dos protagonistas, que
manifiesta efectivamente esa doble naturaleza literaria del texto: la transformación del drama burgués y la gestación de un auténtico teatro revolucionario.
En la subtrama burguesa, este momento de crisis tiene lugar cuando llega
la noticia de la muerte del hijo y los tres vértices del triángulo amoroso se
reúnen. Si el primer cuadro parecía el preludio a un drama burgués al uso, con
una historia convencional de adulterio en un ambiente de lujo y desahogo
económico, la decisión de la Mujer en este cuarto cuadro es definitiva: la
opción no es ya entre el marido y el amante, entre el amor burgués y el amor
romántico, entre una vida de legalidad social y laboriosa apariencia y otra de
autenticidad sentimental, sino entre una existencia insolidaria, la de un sujeto
enteramente volcado sobre su propio capricho individual, y otra en la que ese
sujeto ha cobrado conciencia de su naturaleza social, de su implicación en la
Historia y de las exigencias morales a las que no puede desoír. En consecuencia, cabe calificar esta primera subtrama como un «falso drama burgués», esa
transformación o superación del drama burgués que piezas como Juan José
no habían logrado llevar a cabo:
MUJER:
No necesito nada. Lo único que quiero es decirlo todo. Me ahogo por
dentro en un mar de dolor y de vergüenza... (Al marido). Necesito decírtelo a ti, porque viví contigo, hecha una esclava, sometida a humillantes
prejuicios... (Al amante). Y a ti, porque creí ser libre a tu lado y fui más
esclava todavía... Tus joyas eran cadenas más pesadas que las del matrimonio. La peor cárcel de todas es el dinero. Por buscar la verdad caí en
la trampa dorada que me separó de mi hijo, que hizo de mí lo que soy.
En el personaje de la madre proletaria sucede otro tanto. Angustiada en
principio por la seguridad de su hijo, adivina no obstante su participación en
los disturbios ocasionados por la huelga y, en un acto de coraje, decide adherirse a la lucha, sacrificando su propio dolor de madre. En el primer cuadro, la Madre lamentaba lo absurdo de dar a la luz unos hijos condenados a
morir antes que ella —«El único dolor que no tiene nombre es el de una madre que pierde a su hijo», decía— y lamentaba haber pasado su vida lavando
y planchando para mantener a sus hijos.
MADRE: ¿Para qué? Una noche no llegan. Me desvelo. Me asomo a la calle oscura. No llegan Voy a las oficinas temprano. No saben. Y toda la vida
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GABRIEL INSAUSTI
criando a un hombre para que una noche no llegue, para que lo mate
el trabajo...
En cambio, en el tercer cuadro la Madre adopta, decidida, una valiente
resolución:
HERMANA: ¿Qué tengo que hacer?
MADRE: Terminar pronto... Y luego acompañarme.. En un día como hoy quebrantaré el luto por mi hijo... he estado esperando este día desde antes de que me sucedieran todas mis desgracias... Por eso quería besar
esta mañana a tu hermano... Cuando me enteré anoche adónde iría él,
esta mañana, comprendí el porqué una mujer trajo sus hijos al mundo... He llorado años, hija mía; he trabajado años... Toda mi vida de
trabajo tuvo como descanso mis lágrimas... Y siempre me he preguntado a mí misma el porqué habían nacido mis hijos... ¿Para qué? ¿Para
qué? Este día me ha dado la respuesta... Termina pronto lo que tengas
que hacer..., y luego harás lo que yo te diga. Tú también has nacido
para algo... No tendré miedo por ti, como no tengo miedo por tu hermano... Y si lo matan nuestros enemigos, si te mataran a ti, hija mía,
no pienses que lloraré vuestro sacrificio... Todos hemos nacido para
morir..., benditos lo que alcanzan a morir por algo.
Una secularización más de la iconografía católica de la mater dolorosa
—que en aquellos años ensayaban Picasso, Lorca, etc.— que viene a insistir en
otro de los subtemas de Amor de madre: la emancipación de la mujer, dentro
de una revolución más ética que política, que durante la República vino acompañada de algunas medidas de alcance social; y la aparición de un nuevo modelo de feminidad, la «mujer republicana», alejado de los tópicos de sumisión
y pasividad, uno de cuyos ejemplos más notables era Constancia de la Mora,
tía de Altolaguirre por su matrimonio con uno de los Bolín. Sería largo y prolijo desentrañar los nuevos modelos femeninos que propone Altolaguirre, pero
baste aquí señalar cómo en ambos personajes la maternidad que anuncia el título de la pieza —o, más bien, una determinada vivencia de la maternidad— se
convierte en el eje ético de la historia, que da pie a los acontecimientos exteriores: lo decisivo no es ya vivir o morir, sino vivir o morir por algo, dotar de
un sentido concreto a la existencia. Así, a través de estos dos personajes y de
su transformación, tiene lugar una suerte de Apocalipsis secularizado: una consumación de los tiempos, sí, pero ante todo una revelación del sentido de la
Historia desde dentro de la propia Historia, en una acción que muestra el nudo
entre vida privada y vocación pública, entre lo individual y lo colectivo, sea
desde la renuncia al privilegio de la madre burguesa o desde la adhesión a la
causa de la madre proletaria. Así, en el enlace entre motivaciones personales y
relevancia pública, Altolaguirre habría logrado lo más parecido que en sus manos podía salir a una interpretación marxista ortodoxa de la historia, de signos
hegelianos: una suerte de «astucia de la razón» disuelve las contradicciones y
reúne los elementos antitéticos en un estadio superior.
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EL TEATRO DE MANUEL ALTOLAGUIRRE: AMOR DE MADRE
LA
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LETRA DEL MENSAJE
Este carácter revolucionario de Amor de madre se ve confirmado en distintos elementos de la pieza. En primer lugar, algunos pormenores de la trama, que recogen numerosos elementos de la tópica habitual en la literatura
revolucionaria.
— La actitud de desafiante dignidad del Obrero, que pese a llevar meses
sin trabajo rechaza el ofrecimiento de un puesto de trabajo porque, asegura,
«en la mina no hay seguridad para nadie y diariamente ocurren desgracias».
— La solidaridad entre los proletarios, pues cuando la Madre expresa su
preocupación por el futuro, el Obrero le asegura que trabajará para ella y la
Hermana; además su novia, la Criada, consiente en retrasar su boda para que
el Obrero pueda efectivamente mantener a su familia.
— Una visión abierta, antifatalista de la Historia, que abre la puerta a
un horizonte de fe en un futuro: pese a lo adverso de las circunstancias, la
acción revolucionaria no es fútil pues, como claman los obreros, «la fuerza
está con nosotros».
— Una lógica milenarista, que advierte la proximidad de un mundo nuevo tras la cortina de una crisis, la convulsión total de las estructuras sociales.
Contra la idea de progreso paulatino o de reforma, propia de una mentalidad
liberal, el Señor X declara que «mi sociedad se hunde con sus egoísmos y sus
mentiras, el mundo durante un tiempo parecerá vivir en la desolación y el
caos... Pero no importa, estos escombros, que parecerán horribles, tienen otro
sentido». En definitiva, el nacimiento de un nuevo orden sólo puede tener lugar
tras la debacle completa del anterior, en una justificación de la violencia revolucionaria al estilo del clásico «cuanto peor, mejor».
Sin duda, puede considerarse que Amor de madre contiene muchos elementos compatibles con una noción marxista-leninista de la acción revolucionaria: hermanamiento de proletarios y campesinos, necesidad de una crisis para
que sobrevenga la revolución, cuestionamiento del determinismo marxista...
Si bien el Señor X afirma que «el destino quiere que yo muera», es la lucha
de los obreros en la huelga la que desencadena el cambio. Como contrapunto
a estos valores revolucionarios, Amor de madre satiriza o caricaturiza también
los correspondientes contravalores burgueses:
— Una falsedad ética que queda desenmascarada cuando el Director y el
Abogado quedan a solas, pues éste justifica el rechazo del Obrero y reconoce
que «yo tampoco quisiera trabajar en las minas». También aparece una actitud paternalista del propietario de los medios de producción: si bien el Abogado se muestra sinceramente apiadado del infortunio del Obrero, que lleva
luto por su hermano, no obstante le felicita por el puesto de trabajo —«Muchacho, has tenido suerte»— en una expresión que resuena con ironía y que
contrasta con la entereza del Obrero.
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522
GABRIEL INSAUSTI
— Una actitud insolidaria y frívola, en contraste con la de la Criada, pues
su señora se niega a aceptar a su suegra, ya que «es la que manda en la casa»,
y sale al teatro mientras su hijo es ingresado en el hospital.
— Un vacío moral, la oquedad propia de una vida entregada exclusivamente a amasar dinero, en una actitud solipsista que contrasta con la fe de los
proletarios y su percepción de sí mismos como un eslabón en la Historia: por
ejemplo, la Mujer reprocha al Abogado que «te pasas el día ganando dinero
o robándolo, para luego gastártelo alegremente con tus amigos».
— Una indignidad estructural, la de la mujer que, sea en brazos del marido o en los del amante, acepta su prostitución legal, seducida por la vida de
lujo que ambos le ofrecen. En algunos momentos esta ostentación queda satirizada hasta lo hiperbólico, como cuando el Amante asegura a la Mujer:
«Conmigo vivirás mejor, he comprado un coche nuevo»1.
— Una caracterización de la vida ociosa de la clase alta como existencia
parasitaria, de la que la Mujer se redime cuando confiesa que «he decidido trabajar y ¡si vieras qué distinta es la vida desde el campo de los trabajadores!».
En segundo lugar, otro aspecto de Amor de madre que confirma su carácter revolucionario es su posible adscripción al registro que desde finales de
los años veinte venía identificándose con la ortodoxia estética revolucionaria
y que en el I Congreso de Escritores Soviéticos, precisamente en 1934, se
había adoptado como línea programática: el realismo social. El escritor que
presidió este Congreso no fue otro que el gran Máximo Gorki, sin duda uno
de los padres de la literatura revolucionaria soviética, que en una de sus intervenciones precisó sus ideas de acuerdo con las directrices señaladas por
Stalin, quien había recordado que no se trataba de resucitar el realismo burgués, sino de crear un nuevo realismo.
Sin negar la gran obra del realismo crítico del siglo XIX, apreciando en todo su
valor sus logros formales, debemos comprender que este realismo nos sirve únicamente para mostrar el pasado, para luchar contra él y para extirparlo. El realismo socialista afirma la existencia como acción y establece que su fin principal es
el desarrollo de las más preciadas cualidades para lograr la victoria del hombre
sobre las leyes de la naturaleza, para lograr la felicidad de vivir sobre una tierra
en que él quiere trabajar y transformar en una espléndida casa para toda la humanidad2.
1
Estos momentos satíricos, aunque escasos, son sumamente efectivos. Aparte de los que
se encuentran en las réplicas de los actores, son interesantes los que se deben a un diálogo
entre de la tramoya y el texto: por ejemplo, tras recibir las vistas consecutivas del Director
de la mina, del terrateniente y del Director de Banco, el cuadro termina cuando cae el telón, en el que se anuncia un mitin de derechas, en un dibujo ilustrado «con personajes grotescos» y acompañado del lema «El jefe no se equivoca», en un mensaje obvio: pese a su
situación acomodada, el Abogado es cautivo de su clientela; pese a los buenos sentimientos
que ha dejado entrever en la entrevista con el Obrero, es prisionero de las exigencias sociales de su trabajo.
2
Hesse, José. Breve historia del teatro soviético. Madrid: Alianza, 1971, p. 93.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 517-540, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.316
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A grandes rasgos, sin duda puede decirse que los personajes, los ambientes y la historia de la subtrama proletaria de Amor de madre están delineados
desde una poética realista-socialista, sobre todo en lo que se refiere a ese
mundo de colectivismo, trabajo y justicia social que nace al final de la pieza.
O, al menos, puede decirse que es manifiesta una voluntad de Altolaguirre en
esas dirección, quizá no muy lograda. Incluso hay algunos momentos en que
el texto parece apuntar hacia una referencia histórica concreta: el Abogado
asegura al Director de la mina que «cuando nuestro partido esté en el poder,
verá cómo todo se arregla, terminarán las luchas de clases, todos laborarán por
el bien de la patria», en una posible alusión al ideario falangista, que a través de la idea de sindicato vertical abominaba de la lucha de clases y rechazaba el sistema de partidos por entender que éstos sembraban la división en
el seno de la sociedad; después, los parabienes que recibe el Abogado tras su
discurso relacionan este partido anónimo con un incipiente nacionalcatolicismo, pues los caballeros asistentes comentan que «llevamos tantos años de
ateísmo...»; por otra parte, la observación del Señor X de que «nuestra época
está herida de muerte» daría la razón a los intelectuales de izquierda que, desde
una lectura marxista, veían en la crisis de 1929 el anunciado final de un sistema capitalista en desequilibrio; en las condiciones de vida de los trabajadores, la inseguridad en las minas y la huelga cabría leer una lejana y velada
alusión a la Revolución de Asturias; y las alusiones a la lucha sindical de
mineros y agricultores en el primer cuadro y a la colectivización en el quinto
pueden relacionarse con la reforma agraria y otros procesos iniciados durante
la República y acelerados en los primeros meses de la guerra.
En realidad, creo que en este punto Amor de madre puede dar lugar a un
malentendido: la mayoría de estas alusiones son tan lejanas, esquemáticas o
generales que no permiten una lectura propiamente histórica, ni una consideración exactamente desde los criterios del realismo social. Por ejemplo, las
coincidencias con los acontecimientos de la Revolución de Asturias son puramente casuales, dado que ésta tuvo lugar en octubre del 34 mientras que el
texto, en su redacción original, data de principios de ese año o de finales del
anterior. Lo mismo, pese a la cronología en este caso, puede decirse de las
alusiones a la colectivización y la represión policial, que pudiera hacer pensar en los sucesos de enero de 1933 en Casas Viejas. Por encima de los numerosos paralelismos, la aparición del problema agrario, la alusión a los accidentes mortales en las minas, la huelga, los disturbios y la lucha con la
policía serían simplemente los elementos habituales de una tramoya asociada
con el tema revolucionario. Y otro tanto sucede con las alusiones a la cuestión religiosa, a la amenaza del fascismo, a la colectivización y al fin del
capitalismo, que eran parte de un universo común en los años treinta3.
Gregorio Torres Nebrera (en «Dos títulos, dos tiempos, para una obra comprometida».
Entre dos públicos. Málaga: Centro Cultural Generación del 27, 2005, pp. xlvi-lxxxvi) apunta
3
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Es más, creo que, junto con el carácter «acrónico» y «atópico» de Amor
de madre, hay otros elementos que dificultan su adscripción plena a un realismo social ortodoxo: el carácter genérico de los nombres (Abogado, Director, Mujer, Madre, Criada, etc.); el juego antiilusionista del primer cuadro, en
el que el mismo actor incorpora a tres personajes distintos; y la presencia del
Señor X, encarnación pura del capitalismo, coadyuvan a suscitar la impresión
de un cierto alegorismo «de auto sacramental», más propio de otras piezas de
Altolaguirre. El caso de este último personaje es particularmente claro, porque no intenta hacerse pasar por un individuo común en ningún momento; al
contrario, declara abiertamente que «apenas si soy el fantasma de mi clase [...],
sólo soy una sombra». El intento de Altolaguirre de guardar cierto decoro,
introduciendo el tema visionario para permitir la licencia sin vulnerar del todo
la norma realista, acaba por resultar incongruente: si bien en un principio sólo
el abogado ve y escucha al Señor X «sin decir palabra, en actitud de profundo recogimiento» y como en un «sueño», el desenlace desmiente su naturaleza puramente fantasmal, producto de la mente del Abogado, porque la Mujer
también lo ve y, sobre todo, porque el Obrero le dispara una bala real que
produce un impacto real. Así, el Señor X aparece como prosopopeya de una
idea abstracta, al más puro estilo calderoniano.
En cambio, el tercer aspecto que quiero comentar aquí ofrece el argumento
más claro en defensa del carácter revolucionario de Amor de madre: la naturaleza social del conflicto. El realismo social de Amor de madre no viene de
la mano de un realismo castizo, descriptivo o anecdótico, en la atención al
idiolecto, al vestuario y a la tramoya, sino del núcleo argumental de la obra.
No se trata ya de mantener las historias propias del teatro burgués y hacer que
los obreros las protagonicen, como sucedía en Juan José, sino de plantear un
tema efectivamente social: el del sujeto que trasciende su propia individualidad, al entregarse a una causa común. Los personajes de Amor de madre evolucionan en la medida en que cobran conciencia de clase y encuentran una
misión que cumplir y, de hecho, la mención explícita del conflicto de clase
es constante: en el primer cuadro, el Director arguye que el Obrero «sólo busca
salirse de su clase», luego el Abogado vaticina que con la victoria electoral
de su partido «terminará la lucha de clases», mientras que el segundo cuadro
acaba cuando el Obrero exclama: «Compañeros trabajadores, ¡que este entierro sirva para afirmar nuestro espíritu de clase!»; por fin, en el cuarto el propio Obrero explica que la falta de unidad de los obreros en el pasado se ha
debido a «la falta de espíritu de clase».
En esto Altolaguirre sigue de cerca —y, como se ve, con abrumadora insistencia— los dictados de la literatura revolucionaria, en su más estricta inspiración marxista. Al fin y al cabo, un análisis marxista consideraba en princiuna posible alusión al acto fundacional de Falange en el discurso del Abogado, que efectivamente presenta algunos paralelismos con el acontecimiento histórico.
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pio al individuo como una abstracción que sólo cobraba verdadera realidad
como miembro de una clase. Desde esta óptica, las novelas y dramas que
insistían en escenificar los problemas amorosos de los personajes, de naturaleza puramente íntima, no hacían sino perpetuar una vaga indagación en los
recovecos de la subjetividad, entendida como un producto burgués, y hurtar
la necesaria visibilidad a lo «realmente objetivo»: los problemas sociales derivados de las relaciones de producción, esto es, lo verdadera y universalmente
humano. Pues bien, lo que sucede con las dos protagonistas de Amor de madre es precisamente una resolución ética que relativiza aquella subjetividad
solipsista: ambas adoptan resoluciones paralelas, cada una desde su propio
origen social. De hecho, esa postergación del tema amoroso, considerado burgués en el tratamiento sentimental que había recibido en el drama prerrevolucionario, se hace explícita en la escena final, cuando a un marido que invoca el amor le responde la Mujer: «El reino del amor es el de la inteligencia».
Para ser más exactos, creo que Amor de madre no supone una negación
del individuo per se ni una prohibición de la subjetividad, sino un replanteamiento de la relación entre individuo y colectividad, entre lo subjetivo y lo
objetivo. La novedad de la propuesta de Altolaguirre estriba en que la adhesión al colectivo no implica la renuncia a las preocupaciones que en gran parte
de la literatura revolucionaria habían quedado proscritas: no es a pesar de sino
a través del conflicto íntimo como llegan las madres a enarbolar el estandarte de la revolución. Una, al sumarse a la lucha de un hijo en recuerdo del otro,
a cuya muerte desea dotar de sentido; la otra, al encontrar en la vergonzante
muerte de su hijo la fuerza que le impele a abandonar una vida inútil. De este
modo, puede decirse que en Amor de madre se articulan y se resuelven varios dualismos por recurso a la dialéctica más ortodoxa: el conflicto se resuelve
al quedar elevado a un estadio superior, como sucede en el dilema de la Mujer
entre amor burgués y amor romántico, que tiene su desenlace en el abandono
de los dos por igual, o en el dilema de la Madre entre amor materno y conciencia social, que desemboca en la identificación de ambos. Por último, el
dualismo social subrayado por la estructura de la pieza se resuelve en el último cuadro, cuando los obreros se hacen con los medios de producción y los
burgueses se confiesan «felizmente arruinados», mientras el Obrero declara que
con la muerte del señor X «acaba para siempre la desigualdad entre los hombres».
LOS
MODELOS LITERARIOS
Así las cosas, si se acepta la peculiar naturaleza revolucionaria de Amor
de madre, ¿cuáles pueden ser sus fuentes? ¿Cuáles de entre aquellos modelos
literarios extranjeros, que reclamaban María Teresa León y Cernuda, pudieron inspirar a Altolaguirre en su búsqueda de un teatro revolucionario? Es
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evidente que el escritor español de 1935 que acometiese esta tarea contaba
principalmente con un espejo en el que mirarse: el de la revolución rusa, que
ya desde su decreto de nacionalización de los teatros había dejado sentado que
el teatro de la revolución debía ser «completamente distinto del burgués».
Ahora bien, una mirada a los principales hitos de este teatro durante los años
veinte arroja un saldo bastante poco alentador: la mayoría de las piezas realistas y revolucionarias de importancia estrenadas en la Unión soviética —El
tren blindado 14-69, de Ivanov, La ruptura, de Lauréniev, Liubov Yarobaia,
de Treniov, Tragedia optimista, de Vichnevski, etc.— tiene como trasfondo
los acontecimientos de la guerra, con los que la memoria aún reciente de varias
generaciones de rusos podía identificarse con facilidad: historias de combates, muertes, separaciones violentas, ausencias, asaltos, defensas heroicas de
poblados en la estepa...
La explicación era bastante sencilla: necesitados de proporcionar a la población una vida imaginaria que ayudase a sobrellevar las privaciones de los
años inmediatamente posteriores a la revolución, así como de crear un nuevo
imaginario colectivo, Meyerhold había iniciado con su Octubre teatral el
montaje de grandes espectáculos sobre los acontecimientos más reseñables de
la guerra y la revolución. El resultado —La destrucción de la autocracia, El
misterio del trabajo liberado, El asalto al palacio de invierno— fueron los
previsibles dramas de guerra, es decir, una variante particular y de tema histórico que dio lugar a un canon, pero que poco tiene que ver con la trama de
Amor de madre, pese a que algunos de los autores mencionados, como Vichnevski, visitaran la España republicana en guerra, y pese a que algunas de esas
piezas fuesen llevadas a los escenarios, como sucedió con Tragedia optimista en manos del madrileño Teatro de Arte y Propaganda, en octubre de 1937.
Otras visitas procedentes de la Unión Soviética fueron la de Dimitri Merekovski, cuya Miguel Bakunin fue representada en julio de 1938 en el antiguo Alcázar; la de Kataiev, que en noviembre de 1936 vio editada por Signo
de Madrid su Cuadratura del círculo, representada ese mismo mes en el Principal en versión de Francisco Pino; la de Miguel Kholtzov, que participó en
algunos actos de la Alianza en septiembre de 1936; y las de Bolzov y Alexis
Tolstoi, que acudieron al Congreso de Valencia de julio de 1937. Así, la política cultural parecía seguir las pautas de César Vallejo, que años atrás había
solicitado a Fedor Kelin el envío de dramas revolucionarios, ante el paisaje
vacío del teatro autóctono. En muchos de estos dramas importados de Rusia
se reeditaba el drama histórico o la hagiografía del revolucionario ejemplar,
en un discurso muy lejano al de Amor de madre. Más cercano se encuentra
un drama obrero y sobre conflictos laborales como Venciste, Morankof, de
Steimberg, que también visitó España y que vio su pieza en escena el 15 de
enero de 1937 en Madrid. Lo interesante del dato es que Venciste, Morankof,
que siete meses más tarde se estrenaría en Barcelona, fue montada en Madrid
por La Barraca, es decir, ¡por el propio Altolaguirre!
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Cabe suponer que la universalidad de Venciste, Morankof, libre de la sujeción al emplazamiento concreto, ofreció un punto de afinidad para Altolaguirre, que bien pudo conocer el texto pocos meses antes del estreno de enero de 1937, es decir, mientras reelaboraba el texto de Entre dos públicos para
transformarlo en Amor de madre4.
En suma, sea a través de las impresiones recibidas por boca de sus amigos
o por medio de las visitas de los escritores soviéticos, no cabe duda de que
Altolaguirre tuvo algunas ocasiones de asomarse a la literatura rusa, y en particular al teatro, entre 1936 y 1937. De hecho, el trabajo de Carlos Flores Pazos
muestra que la lista de escritores españoles que trabaron contacto de algún u otro
modo con Rusia incluye nombres que habitualmente se asocian tan poco con la
revolución soviética como Gregorio Martínez Sierra o Benavente. Pero es que,
además, el propio Flores Pazos ha documentado cómo Altolaguirre, probablemente a instancias de Rafael Alberti, mantuvo en 1934 correspondencia con el
hispanista ruso Fedor Kelin con la esperanza de estrenar su obra revolucionaria
en Rusia. Una esperanza, como se sabe, frustrada: como razona el propio Pazos, el conocimiento escaso de la situación soviética, el aluvión de originales
provocado por la Olimpiada cultural, el hecho de que el autor no fuese comunista ni el contenido del todo revolucionario, junto con un matasellos de Londres, impidieron que el ansiado estreno ruso de Entre dos públicos tuviese lugar. Pero esto no quita el hecho literario fundamental, a saber, el que Altolaguirre
Otros contactos literarios siguieron el camino inverso, es decir, el de los escritores españoles que visitaron la Unión Soviética en aquellos años, muchos de ellos amigos y colaboradores de Altolaguirre: María Teresa León y Alberti, cuyo «Regreso de la URSS» recordaría el propio Altolaguirre en un artículo, tuvieron ocasión de contemplar en Moscú una
representación de la Tragedia optimista, entre otras; José Bergamín, que ya había viajado a
Rusia en 1928; César vallejo, que había hecho lo propio en 1931; Ramón J. Sender, que
visitó el país en 1933 y 1934; Miguel Hernández, que viajó en 1935; Jacinto Benavente, que
además fundó la Asociación de Amigos de la URSS... Algunos, como el siempre lúcido y
crítico Max Aub, publicaron sus impresiones obtenidas in situ, comentando títulos como el
mencionado Tren blindado 14-69. Otros, como César Vallejo en su Rusia en 1931, no dejaron que la crítica empañase su entusiasmo. En cualquier caso, puede decirse que la motivación principal de la mayoría de estos viajeros —sobre todo Alberti, León, Aub, Hernández
y Sender— era precisamente la cuestión del teatro revolucionario soviético, su curiosidad
por los hallazgos a los que hubiese dado lugar.
Así, las noticias de lo que se gestaba en los escenarios rusos eran, si no abundantes,
suficientes para un oído atento: el lógico interés por la marcha de la cultura revolucionaria
y la necesidad de encontrar un modelo afín empujaban inevitablemente a los escritores de
izquierda a buscar su rostro en la imagen del mosaico literario ruso. Si ya durante los años
veinte se habían sucedido los testimonios de Julio Álvarez del Vayo en España, de Ricardo
Baeza en la Revista de Occidente, de Manuel Pedroso en Heraldo de Madrid, etc., la guerra no haría sino incrementar el volumen de esta información. Por ejemplo, precisamente en
octubre de 1936, mientras Altolaguirre rescribe su drama, Valentín Morages Roger dedica
seis de sus crónicas radiofónicas al teatro ruso, mientras que a principios de noviembre J.
M. Niconov publica en Mirador dos artículos titulados El teatro ruso.
4
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aspirara a realizar una incursión en el territorio ruso y que para ello tuviese en
mente algunos modelos procedentes de su literatura revolucionaria.
LA
MADRE Y
AMOR
DE MADRE
Máximo Gorki y La madre eran sin duda el autor y el título que habían
inspirado la mayor parte de esta literatura revolucionaria y que la habían orientado hacia el realismo social, relegando a un segundo plano los experimentos
cubofuturistas de Maiakovski, el simbolismo diletante de Blok y el sentimentalismo de Pasternak y Ajmatova. Muerto en vísperas del inicio de la guerra,
su recuerdo en la España republicana era múltiple: en Madrid, la AEAR funda el grupo «Nosotros» y comienza su repertorio con obras de Gorki; en
Valencia, las JSU fundan el grupo de teatro Máximo Gorki con niños de nueve
a trece años; un año después, en junio de 1937, El mono azul publica los artículos «En el primer aniversario de la muerte de Gorki» y «Cómo conocí al
gran escritor soviético», este último de María Teresa León; en noviembre de
ese año Diego San José le dedica en El liberal una crónica; y en el segundo
aniversario, Ahora inserta una fotografía del novelista y la denuncia «¡Dos
años desde que fue asesinado!».
Las semejanzas entre la breve pieza de Altolaguirre y la novela de Gorki
son múltiples: el tema de la huelga, la visión de los padecimientos desde la
escena interior del hogar proletario, la caracterización de la madre como nutricia de su hijo, el desenlace final con la victoria de los trabajadores unidos,
la insistencia en el léxico marxista de la lucha de clases... Todo esto, no obstante, forma parte en gran medida de un lenguaje común en el imaginario de
la literatura revolucionaria y no permite establecer un paralelismo específico.
Hay, sin embargo, tres elementos en los que se da una coincidencia más precisa entre La madre y Amor de madre.
a) El primero es la resolución ética a la que llega la protagonista, que ya
he comentado a propósito de la pieza de Altolaguirre. En un principio la madre
gorkiana se angustia por no poder saciar el hambre de su hijo y «no saber más
que llorar», en palabras literalmente muy cercanas a las de la madre proletaria de Altolaguirre; su actitud ante las actividades de su hijo es la de incomprensión, miedo y censura. Incluso cuando transige en ayudar, dado que su
persona no puede levantar las sospechas de la policía, no deja de repetirse:
«Debo de estar ayudando a algo muy malo, estoy segura, pero tengo que proteger a mi hijo». Con el andar de la novela, la madre acabará implicándose
en la intriga huelguista con todas las consecuencias, hasta contemplar con
ironía la sumisión en la que había vivido hasta entonces.
b) El segundo es la justificación de la violencia para llevar a cabo la revolución e instaurar la justicia. Altolaguirre desenmascara la violencia policial gratuita y su connivencia con la burguesía, que de este modo hace uso
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EL TEATRO DE MANUEL ALTOLAGUIRRE: AMOR DE MADRE
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del monopolio de los instrumentos del Estado en beneficio de sus intereses
privados, y presenta la actitud de la madre como una aprobación de la decisión del hijo. Gorki llega más allá: cuando su personaje ya ha realizado su
primera misión y es felicitada, expresa su ingenua confianza en que la policía no arremeterá contra una manifestación pacífica y declara su «horror a la
violencia»; la realidad de las cosas le abrirá los ojos, hasta el punto de que,
en un elocuente tour de force, disculpa a los que la apedrean debido a un
malentendido, tras verla en compañía de unos «rompehuelgas», porque a su
juicio éstos sí merecen ser lapidados.
c) El tercero es la escenificación pedagógica de la secuencia acción-reacción-acción, mediante la cual esta violencia desemboca en el estallido final de la revolución. En la novela de Gorki esta secuencia se hace visible a
través de la brutal represión de que son objeto Pavel y sus camaradas, e incluso la que padece la propia madre cuando tras el juicio arenga a la multitud y despierta su indignación al ser golpeada por la policía. En la obra de
Altolaguirre la secuencia está discreta pero claramente señalada: hay una primera manifestación, con el entierro del hermano; al día siguiente el Obrero
amanece con el brazo vendado y, pese a las afirmaciones de los periódicos
de que la policía había disparado al aire, comenta que faltó poco para que
hubiese que enterrar a todos: «Aparte de lo del brazo, una bala me pasó rozando la cabeza. Por poco le dan a la vieja un disgusto», dice; por fin, movilizados por esta represión desmesurada, los obreros secundan en masa la huelga
y vencen en la escena final. En suma, la victimización como argumento de
legitimidad.
¿Cómo pudo Altolaguirre recibir noticia de la historia y la figura de Gorki? ¿A través de qué vehículos pudo tenerlas presentes para la trama proletaria de Amor de madre? Obviamente, una primera posibilidad es la lectura
directa de la propia novela del autor ruso, que había alcanzado amplia difusión durante las décadas de los años diez y veinte; si bien Altolaguirre pudo
tener dificultades para leerla antes del año 1929 -aunque a decir verdad, durante la dictadura se editaron en España títulos de Gorki, como Una mujer,
en La Novela Mundial— estas dificultades desaparecerían tras la caída del
dictador Primo de Rivera. Su patetismo revolucionario y su voluntad didáctica eran además perfectamente ortodoxos en el momento en que Altolaguirre
acomete el reto de un teatro revolucionario: amigo de Lenin en un principio,
desde su retiro de Capri se había distanciado debido a sus veleidades místicas, expuestas ya en la novela Una confesión (1908), y a un inocultable desacuerdo con algunas políticas soviéticas, llegando a denunciar en sus artículos la falta de libertades instaurada por un Lenin y un Trotski «infectados por
el bacilo del poder», según decía; no obstante, la llegada de Stalin le reconcilió con un régimen que no dejó de considerar imperfecto, pero al que se
sumó al recibir el homenaje del Gobierno en 1928 e instalarse definitivamente en el país, en un significativo gesto de adhesión. Así, el Gorki que pudo
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tener presente Altolaguirre no era ya el crítico, casi proscrito por la ortodoxia revolucionaria de sus contactos soviéticos, sino un auténtico padre de la
patria, rehabilitado y elevado a los altares de la política cultural oficial, cuyos viejos dramas venían reponiéndose desde el inicio de la década.
Esta recuperada ortodoxia y esta centralidad en el sistema literario soviético no le eran ajenas a Altolaguirre, que bien pudo tener noticia del novelista ruso a través de su amigo Rafael Alberti: en «Noticiario de un poeta en la
URSS», «Rusia, literatura para niños» y «Segundo noticiario de un poeta en
la URSS», publicados en Luz en julio-agosto y en octubre de 1933, el poeta
gaditano se hacía eco de la omnipresencia de Gorki en las letras soviéticas,
de la veneración que suscitaba su agigantada figura y del magisterio que empezaba a ejercer entre los escritores jóvenes. Al dar cuenta de su participación
en el I Congreso de Escritores Soviéticos, Alberti comienza su relato del siguiente modo:
Gran multitud en la puerta. Rubaskas blancas y bordadas, uniformes de la GPU,
remolino de gente que lucha por entrar y que es ordenada de una en una por los
soldados. Ya arriba, nos cargan de folletos, revistas, periódicos, done se repiten
los retratos de Gorki, de Gorki con Stalin, de Gorki con los niños, en la fábrica,
con todo el Comité Central del Partido en la tribuna de la Plaza Roja. La Unión
Soviética ha hecho un símbolo de este gran viejo. Sobre todo los muros, escaparates y jardines de Moscú puede vérsele, con su gorrito tártaro, presidiendo el
esfuerzo de los trabajadores. Después de Lenin y de Stalin es la figura más popular y querida de la Unión5.
No obstante, la disparidad de los géneros abre la puerta de una segunda
posibilidad: la de adaptaciones dramáticas como La madre de Bertolt Brecht.
Es preciso tener muy en cuenta la cronología: en mayo de 1933, Brecht había contemplado cómo los nazis quemaban sus libros, en una elocuente declaración de intenciones, y en junio había salido del país por Suiza, camino
de París y Copenhague; durante los años 1934 y 1935 colabora con varias
revistas publicadas por exiliados y visita repetidamente varias capitales europeas, sobre todo París y Londres, e incluso llega hasta Nueva York. Pues bien,
el drama que Brecht lleva bajo el brazo en estos viajes no es otro que su
adaptación de La madre, que había estrenado en Berlín en 1932 y que de este
modo pudo ver los escenarios londinenses en un momento en que Altolaguirre residía en la capital británica y trabajaba en Entre dos públicos, de modo
que no cabe descartar del todo la posibilidad de ese contacto. Es más, una
mirada apresurada a la importancia de las condiciones materiales, a los conflictos de los personajes y a la disposición dialéctica de la pieza, donde la
ostensión de la contradicción burguesa exige se muestre también la vida de
los proletarios, puede inducirnos por un momento a pensar en el teatro brechtiano.
5
Alberti, Rafael. Prosas encontradas. Barcelona: Seix Barral, 2000, p. 145.
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Sin embargo, hay en el texto primitivo, Entre dos públicos, un aspecto que
resulta sumamente revelador: el antiilusionismo del cuadro primero del segundo acto. Si se observa con un poco de detenimiento, se comprueba que ese
recurso bebe de otras fuentes: en el teatro de Brecht, el antiilusionismo procede de la constante ruptura de la ilusión escénica mediante la interrupción
de los parlamentos de los personajes, en lo que cabría denominar como «relato de mensajero actuado»; por ejemplo, en La madre los activistas narran
lo sucedido en los enfrentamientos con la policía, pero cuando llegan a la
reacción de la madre y a su imprecación, ésta toma la palabra en estilo directo y re-presenta la escena. Así, como señalaba Walter Benjamin, la acción
dramática no se «vive» sino que se «piensa»6. En cambio, en Entre dos públicos el antiilusionismo del cuadro primero del segundo acto camina de la
mano del juego pirandelliano del «teatro dentro del teatro», y presupone uno
de los principios de la poética irónica del dramaturgo siciliano: la caída de la
barrera entre espacio escénico y patio de butacas, que permite la metaficcionalidad y la inquietante mezcla de ficción y realidad. Es lo que sucede cuando la Mujer, que ha ido al teatro mientras su hijo agoniza, se encuentra con
que es su propio drama el que se representa en escena. El Enfermero se dirige al público y declara: «Señora, su hijo está muriéndose»; luego, es el Abogado el que le reprocha: «¿Cómo puedes estar en el teatro mientras tu hijo se
muere?», y acaba llamándola «mala mujer», «madre infame» y «corazón de
hiena». Por otra parte, el Señor X no deja de recordarnos el juego de metateatralidad, pues afirma que «la muerte no es más que un telón, el telón del
sueño que nos adormece definitivamente», mientras elogia a la madre por
contemplarlo todo «como si fuera un espectáculo». Por consiguiente, no parece que este posible conocimiento del teatro épico brechtiano haya dejado una
huella profunda en las tentativas dramáticas de Altolaguirre, más bien habría
que pensar en una tradición cuyo poso en nuestro autor se hace más visible
con El espacio interior.
Una tercera posibilidad es la de adaptaciones dramáticas de La madre más
cercanas a Altolaguirre, en especial durante los primeros meses de la guerra,
cuando reescribe Entre dos públicos y la transforma en Amor de madre. Sin
duda, las opciones literariamente más plausibles serían aquí las adaptaciones
de Eduardo M. Del Portillo y Max Aub, pero un simple vistazo a la cronología obliga a desecharlas. La primera, pese a la oferta de la Junta de Espectáculos, no fue llevada a escena en los primeros meses de la contienda por el
exitoso Teatro de Guerra, debido a la negativa del actor y director Manuel
González, y tuvo que esperar hasta enero de 1938 para que la actriz Ana
Adamuz la protagonizase en el Progreso, en sustitución de Una noche contigo, de Segovia Ramos y Luis Mussot, que había recibido severas críticas; la
Benjamin, Walter. Tentativas sobre Brecht. Trad. Jesús Aguirre. Madrid: Alfaguara,
1975, p. 37.
6
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segunda, escrita entre diciembre de 1938 y enero de 1939, no tuvo tiempo de
verse representada debido a los acontecimientos de la guerra. No obstante,
existe una tercera adaptación que Altolaguirre conoció sin duda: la de Isaac
Pacheco, que ya se había publicado con el título de Primero de mayo en marzo
de 1934, que en principio iba a estrenarse el 3 de noviembre de 1936 y que,
como la propia Amor de madre, no vio la luz debido a las protestas populares que motivaron el cierre provisional de los teatros. Ahora bien, la sala prevista para este frustrado estreno no era otra que el Teatro Español, de modo
que su director, Altolaguirre, necesariamente tuvo en la cabeza aquella historia de Gorki, en una versión dramática, mientras trabajaba en su propia pieza. En cualquier caso, lo que parece indudable es que los autores deseosos de
renovar el repertorio en una dirección auténticamente revolucionaria acudían
en muchos casos a la novela del autor ruso. Y no sólo los autores: el trabajo
de Max Aub era fruto de un encargo del Consejo Central del Teatro, en lo
que sugiere una suerte de oficialidad doctrinal.
Una cuarta posibilidad nos lleva más allá del campo de la literatura: la
célebre película de Pudovkin basada en la novela de Gorki. Un Altolaguirre
que acabaría dedicando sus esfuerzos a la exhibición, la producción y la dirección cinematográficas bien pudo interesarse por el cine revolucionario soviético, que durante aquellos años fue difundido en España a través del cineclub de Ernesto Giménez Caballero, del que eran socios amigos del poeta
como Alberti, Lorca, Aleixandre y Bergamín. De hecho, entre los años 1928
y 1931 la película de Pudovkin aparece citada en numerosos artículos sobre
cine aparecidos en la revista del propio Giménez Caballero, la Gaceta Literaria, y escritos por Sebastià Gasch, Vinicio Paladini, León Moussinac, Juan
Piqueras, etc. Es más, la Gaceta llegó a publicar una colaboración del propio
Pudovkin y otra de Eisenstein, en un indicio de que el cine revolucionario
soviético ofrecía a los espectadores madrileños un lenguaje interesante, incluso
a los ojos de alguien ideológicamente tan en los antípodas de estos cineastas
como Giménez Caballero7.
7
A la hora de su exhibición en España, La madre de Pudovkin no fue la más afortunada
entre estas películas. Es cierto que la primera cinta soviética que se proyectó en España fue
una película de Pudovkin, pero este estreno tuvo lugar en Barcelona y sólo sirvió para que el
film fuese prohibido; cuando el director ruso pudo por fin llegar a las pantallas de Madrid no
fue con La madre, sino con Tempestad sobre Asia (1928), un alegato antiimperialista que el
Cine Club Español ofreció al público en marzo de 1930 en el cine Goya y que obtuvo cierto
eco en la prensa. Pese a todo, el núcleo de la trama seguía aún de cerca la historia de la madre
gorkiana, ya que la película pertenece a la trilogía de Pudovkin sobre la «toma de conciencia»: si en La madre era una ignorante mujer de la clase trabajadora rusa quien se adhería a la
causa revolucionaria, en El fin de San Petersburgo (1927) era un trabajador carente de inquietud política y en Tempestad un cazador mongol descendiente de Gengis Khan.
Si bien la actividad difusora de Giménez Caballero no permitió un conocimiento directo
de la película de Pudovkin, la empresa Sagarra, creadora del estudio Proa Filmófono, pudo
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De hecho, más allá del patetismo del personaje y de algunos planos, hay
un elemento de la película de Pudovkin con el que no es difícil relacionar la
pieza de Altolaguirre y que apunta precisamente hacia los momentos en que
ambas obras se desvían de la ortodoxia del realismo social: el montaje. El cine
soviético había nacido, entre otras fuentes, de las ideas sobre el montaje de
Vladimir Gardin, desarrolladas a su vez por Lev Kuleshov en sus famosos
experimentos y trasladadas al cine por Eisenstein y Pudovkin. De este modo,
tanto la estructura dual de Amor de madre como la escenificación de Entre
dos públicos suscitan una dialéctica de sugerencias análogas al «efecto Pudovkin». ¿Cuáles son, entonces, las diferencias entre ambos dramas?
EL
PORQUÉ DE LOS CAMBIOS
A la vista de esta doble configuración de Amor de madre -falso drama
burgués por un lado, realismo social de inspiración revolucionaria por otroy de las diferencias respecto de Entre dos públicos -fundamentalmente, la
supresión del cuadro primero del acto segundo y del final del acto tercero- no
es difícil imaginar las razones que llevaron a Altolaguirre a transformar el texto
original durante el otoño de1936.
En primer lugar, como señala Gregorio Torres Nebrera, la disminución
proporcional de la trama burguesa y la intensificación del aspecto combativo
confiere a Amor de madre un carácter más contundente y político. Altolaguirre debió de percibir sin duda que si sus pretensiones de erigir un teatro revolucionario caminaban por la senda trazada desde la Unión Soviética era
preciso acomodarse a una ortodoxia estética que desde hacía ya un lustro había
estrechado notablemente sus límites. «Leed más a Pushkin y a Shakespeare
—había conminado Stalin a los escritores en 1932— y dejad de escribir absurdos». Así, lejos de los experimentos cubofuturistas o constructivistas, como
los que Khlebnikov y Maiakovski habían pretendido en un principio, la liteproporcionar una oportunidad a algunos espectadores durante los años 1934-35: la distribuidora importó numerosas películas soviéticas, entre ellas naturalmente La madre, pero sólo
para proyectarlas en sesiones especiales. Por otra parte, la estancia en Londres había supuesto
para Altolaguirre otra ocasión de conocer el cine soviético y la adaptación de Pudovkin, pues
la empresa Kino Films Ltd., fundada en 1933 por jóvenes procedentes del teatro, incluyó
numerosos títulos soviéticos en sus programas. Y, para hacernos una idea de su capacidad
de distribución, en colaboración con el Progressive Film Institute, durante el año 1935 proporcionaron películas para más de mil de estos programas.
Por fin, la guerra dio ocasión de que esta película llegase a ojos de Altolaguirre. El
Ministro de Instrucción Pública desde otoño de 1936, Jesús Hernández, adoptó entre sus
primeras políticas de propaganda la de importar numerosos filmes soviéticos, y La madre
fue abundantemente distribuida por Film Popular desde Barcelona. Curiosamente, Altolaguirre
había tenido ocasión de tratar a —y de discutir con— este Ministro, que criticó algunos versos de El triunfo de las Germanías, como se recuerda en El caballo griego.
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ratura soviética era en 1935 predio de un realismo socialista de perfiles tan
nítidos como la primera página del Pravda y tan ratificados por los organismos revolucionarios como los planes quinquenales. Con este programa, la
paternidad de Gorki sobresalía entre todos los nombres en los que el escritor
revolucionario buscase un mentor: el autor era su paladín; La Madre, su piedra fundacional. En ella, aseguraba el propio Stalin, aparecía «el primer carácter de héroe positivo, no abstracto, de la literatura rusa».
En segundo lugar, el núcleo de la trama de Amor de madre, tanto en el
caso de la madre burguesa como en el de la proletaria, supone una superación del psicodrama que abunda en esta ortodoxia estética revolucionaria: la
resolución ética de ambas les lleva a trascender las exigencias, legítimas o no,
de una subjetividad individual. Este imperativo de representar la vida de las
masas —aún al precio de sustraer al personaje su destino trágico personal,
como señalaba Piscator— era manifiesto en el teatro soviético. «No nos interesamos ya —explicaban los directores rusos a un escéptico Max Aub (1993,
56)— por los problemas individuales». Pero, además, esta superación del drama personal individual se hace más clara gracias a la supresión del primer
cuadro del segundo acto de Entre dos públicos, con la insistencia melodramática en la culpabilidad de la Mujer y los impúdicos sollozos del Abogado,
que por otra parte dan aquí pábulo a una posible lectura psicoanalítica, con
la muerte del primer hijo de Altolaguirre como telón de fondo. En ese sentido, Amor de madre concede buena parte de razón a las mefistofélicas palabras del Señor X, que insiste en recordar al Abogado que «hay que acabar con
los sentimentalismos». No quiero decir que Amor de madre suprima las efusiones sentimentales, pero sí que reduce las de la subtrama burguesa y las
ridiculiza, al hacer contrastar los nervios histéricos, el capricho y la irresponsabilidad de la Mujer, que al mismo tiempo se declara «sensible, muy sensible»,
con la paciencia heroica de la madre proletaria, sumida en difíciles condiciones materiales. Además, Amor de madre subordina estas efusiones sentimentales a una trama de inequívoco sentido revolucionario: los dictados del corazón llevan a las protagonistas no a perpetuar una existencia insolidaria sino
a romper con un estado de cosas prerrevolucionario.
En tercer lugar, hay una diferencia de índole puramente cuantitativa entre
Amor de madre y Entre dos públicos: los seis cuadros de un principio han
quedado en cinco, que además han sufrido alguna reducción más puntual, y
el esquema general de la obra muestra una estructura más simple. Altolaguirre solventó este problema de reducción holgadamente en muchos casos. Por
ejemplo, el cuadro segundo del tercer acto de Entre dos públicos, que se transportaba a un momento futuro, veinte años después, y presentaba los logros
materiales de la revolución, queda incoado con el sencillo final de Amor de
madre: todas las voces confluyen en el canto de «La Internacional», al que
previsiblemente se sumaría el público, de modo que se lograba suscitar un
efecto más intenso y menos expositivo. Este obvio propósito de concisión que
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delata la reescritura de Altolaguirre obedece también a un intento de acomodarse a una ortodoxia literaria, pero esta vez dada por dictados más inmediatos que los del realismo socialista soviético. Las manifestaciones programáticas en este sentido son casi unánimes: la revista Octubre solicitaba obras
teatrales de un solo acto, «de acción rápida y contenido ideológico de clase»;
Alberti invitaba a los escritores a sumarse a un teatro «de urgencia» con «obritas rápidas, intensas, que se adapten técnicamente a la composición específica de los grupos teatrales»; el Ministerio de Instrucción Pública se proponía
«poner a las masas populares en contacto con las realidades del momento
expresadas con brevedad en formas dramáticas»; y Altavoz del Frente pedía
«obras muy cortas, de quince o veinte minutos de duración, sobre la lucha
contra el fascismo y la exaltación del heroísmo popular». En suma, la exigencia de concisión era toda una consigna encaminada a hacer de la necesidad
virtud.
En cuarto lugar, y como consecuencia de esta mayor concisión, otra diferencia es el fortalecimiento del carácter didáctico de la pieza. Al quedar más
desnuda la tesis revolucionaria, libre de adherencias melodramáticas y subjetivizantes, se hace visible de modo más inmediato el contenido político. En
este sentido, los interludios en los que la acción no avanza propiamente, como
las «explicaciones» acerca de la lucha sindical, la unidad de los obreros y la
represión de la policía, desprenden un claro aroma panfletario perfectamente
congruente con las fuentes literarias de Amor de madre. Porque los responsables del teatro soviético no podían ser más explícitos: «El fin al cual tiende
nuestro teatro -había comentado a Aub el camarada Boyarsky, presidente del
Sindicato Teatral- es enseñar a nuestros obreros y campesinos». En la URSS,
las bases teóricas de esta servidumbre política de la literatura habían quedado sentadas con libros como El arte y la vida social, de Plejanov, que desechaba la noción de l’art pour l’art en aras de un utilitarismo en el que se
tratase «únicamente lo que es de común interés para todos los hombres», esto
es, los conflictos sociales suscitados por las relaciones económicas. Pero sin
duda la inspiración última de esta literatura pedagógica era, nuevamente, La
madre de Gorki, que haciendo pie en la frustrada revuelta de 1905 desplegaba ante el lector una pedagogía divulgada, a través de los parlamentos de los
activistas: una auténtica catequesis de la revolución. En Amor de madre, dentro
de esta catequesis hay dos cambios enormemente significativos, porque eliminan elementos perturbadores o ambiguos y contribuyen a desembarazar la
tesis revolucionaria central de la maleza melodramática o psicologicista que
permanecía en Entre dos públicos.
— uno de esos cambios es la supresión de la piedad religiosa del Abogado, que en Entre dos públicos era auténtica y sincera, y se ofrecía como un
posible estrategia de salvación o consuelo, frente al sarcasmo nihilista del
Señor X; contra las repetidas invocaciones a Dios del Abogado, el antipático
Señor argüía que «esa palabra hueca sólo sirve en esos tiempos como instruRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 517-540, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.316
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mento de opresión y de conquista, como último peldaño de unas jerarquías que
convienen a nuestras costumbres. Dios es sólo un pretexto para que establezcamos la desigualdad entre los hombres». Una lógica marxista, pero también
volteriana, que desenmascara el uso de lo religioso en manos de las fuerzas
políticas interesadas en la sumisión de los trabajadores, pero que contrasta con
la fe auténtica y desesperada del Abogado, en un texto que a oídos de algunos podía sonar a contrarrevolucionario. En cambio, en Amor de madre esa
posibilidad queda ridiculizada irónicamente con la conversación de la criada
en la casa proletaria, que no existía en Entre dos públicos: al comentar que
la Mujer le había regalado un par de medias «con la condición de que recemos un rosario» por el alma del obrero difunto, la Viuda le espeta que no
desea «nada de rezos por mi hombre», lo que da pie a la Criada a confesar
que «era un decir... La señorita tampoco reza». En suma, se trata de un gesto
de hostilidad anticatólica fácilmente identificable con muchos sucesos de España de la época, que viene a desenmascarar una religiosidad puramente nominal y exterior por parte de las clases pudientes. Sin duda, este tipo de manifestaciones se cuentan entre las razones que llevaron al católico Altolaguirre
a los remordimientos de conciencia sobre su participación en la guerra civil,
como se advierte en El caballo griego.
— el otro cambio es la reducción del papel del Señor X. En Entre dos públicos, aparece como una encarnación del pragmatismo, la insolidaridad y el
utilitarismo ético, hasta el extremo «inhumano» de afirmar que las obligaciones
de la madre sólo incluyen la gestación, que la muerte de un niño no merece el
llanto de nadie, etc.: una apología de la existencia como mera facticidad y un
canto al homo homini lupus, que elogia la despreocupación de la madre burguesa
y califica como trasnochado el lamento del Abogado. En Amor de madre, en
cambio, el significado del Señor X es mucho más restringido: se trata de una
prosopopeya del capitalismo, presentado como sistema injusto y llamado a morir,
y sin duda esta univocidad refuerza el carácter pedagógico de la pieza.
En quinto y último lugar, hay una diferencia no ya cuantitativa sino estilística, de enorme relevancia: en el primer cuadro del segundo acto de Entre
dos públicos, donde tenían lugar la caída de la barrera entre escenario y patio de butacas, y los consiguientes apóstrofes al público, se introducía un elemento de distorsión que rompía la unidad de estilo y que no tenía cabida en
un drama de realismo social. Este juego de metateatralidad, a tono con la
poética del pirandellismo de entreguerras, contiene además la clave del título
de la obra, que se desvela en la última escena: en el lejano futuro, la Mujer
y el Abogado acuden al teatro y, cuando llega la hora, se apagan las luces y
se levanta el telón del fondo, que ocultaba otro patio de butacas con otro
público. La Mujer, de perfil, pronuncia entonces este discurso final:
MUJER:
Dos públicos frente a frente se encuentran separados por veinte años
de historia (Señalando a la sala). Un público que ha venido a soñar
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con tiempos mejores, y otro (señala al escenario) que recuerda la vida
que fue. Un público ideal que lleva veinte años de vida sujeto a otro
público que tiene el deber de vivirlos. Los hombres del porvenir están aquí, mudos espectadores de vuestras conductas. En veinte años y
aun en menos podéis desempeñar un buen papel en el progreso de la
civilización, renunciando a vuestros egoísmos, conquistando el bienestar común. Señores: la obra ha terminado. Ahora sólo vosotros los
que tenéis que continuar la comedia. El público del porvenir espera.
Se trata de un desenlace sumamente interesante: la anticipación del futuro introduce un distanciamiento respecto del presente que lo convierte en pura
objetividad, pura necesidad, al modo de un experimento científico, con lo que
la profecía revolucionaria se presenta como infalible. Por otra parte, este distanciamiento tiene lugar mediante una técnica que implica al espectador real
en la «comedia» de la Historia, en una suerte de inversión de los juegos pirandellianos: no es que la realidad se ficcionalice sino que, al revés, es la ficción la que se «realiza», se torna real. Curiosamente, Altolaguirre sigue aquí,
conscientemente o no, algunos modelos procedentes otra vez de la Unión
Soviética: las innovaciones del escenógrafo Nikolai Oljopov, que diseñó un
teatro pequeño, sin galerías, con plataformas móviles y donde las butacas de
los espectadores podían también desplazarse. El pirandellismo, así, se ponía
al servicio de un mensaje revolucionario, en una insólita posibilidad de renovación del lenguaje dramático. No obstante, todo experimento implicaba una
problematización de la realidad, y de su relación con la ficción, que contradecía el realismo social preconizado por las más altas instancias; al mismo
tiempo, toda reflexión de carácter metateatral se podía percibir como una
distorsión, una llamada de atención de la propia obra de arte sobre sí misma,
en una reflexividad que chocaba con el utilitarismo decretado por las autoridades culturales. De modo que, con ese lastre, Entre dos públicos difícilmente podía aspirar a verse programado en un repertorio revolucionario. Amor de
madre, la versión amputada, era entre otras cosas un intento de esquivar el
escollo hacia ese repertorio.
LAS
BUENAS INTENCIONES
La primera reflexión que suscita esta observación del teatro revolucionario de Altolaguirre tiene que ver con el lugar que ocupa en su trayectoria literaria. Los acontecimientos políticos de la España de 1934-35 y el estallido
de la guerra parecen haber movido al poeta a una insólita reinvención de sí
mismo. Por un lado, el cambio de género: de la poesía estrictamente lírica que
componía casi la totalidad de su obra al teatro. Por otro lado, el cambio de
inspiración literaria: de una poesía pura, en la tradición simbolista, ocupada
en los laberintos del yo, a una literatura de la acción, de tema social. Este
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doble cambio de rumbo es indicio de una resolución interior del poeta que casi
permite entrever en los personaje del Abogado y la Mujer un trasunto de sí
mismo: el poeta intimista sacrificaría su vocación primera y la pondría al
servicio de una causa colectiva, renunciando al estatuto privilegiado de escritor. Sin embargo, y pese a la sorprendente celeridad con la que Altolaguirre
parece haber asumido esa pasajera reinvención de sí mismo, es preciso reconocer que esta tentativa no dio el fruto que esperaba, ni en España ni en Rusia.
¿No cabe leer en las siguientes palabras, escritas casi un año después del frustrado estreno de Amor de madre, un apagamiento de aquel entusiasmo revolucionario y un atisbo de decepción, así como un análisis más sosegado de la
situación y de sus propias ideas al respecto?
Para la propaganda y distracción en los frentes, el Subcomisariado de Propaganda organizó unas campañas y seleccionó un repertorio. Sería muy fácil clasificar
los caracteres que se destacan en la mayoría de estas primeras producciones, casi
siempre romances dialogados, farsas entre soldados, campesinos y obreros, contra el moro, el italiano, el alemán y los generales facciosos. Teatro antifascista de
gran sencillez de forma y gran unanimidad en su contenido, redactado con la
mayor simplicidad, para que pueda ser captado por un público que no entiende
de sutilezas literarias. Sin embargo, este mismo público de las trincheras aplaudió siempre con entusiasmo la meritísima labor del Teatro Universitario La Barraca, que cumple una necesidad de cultura superior entre nuestros combatientes8.
Otro tanto puede decirse de la insistencia de Altolaguirre en recordar las
desatinadas críticas que recibió tras el estreno de El triunfo de las Germanías,
como se pone de manifiesto en El caballo griego y en El espacio interior. Es
más, es preciso advertir que su reivindicación de los dramaturgos realmente
exitosos para construir un nuevo repertorio teatral choca significativamente con
una estética revolucionaria ortodoxa y atiende inclusive a razones comerciales. Si se desea llegar al corazón del pueblo, parece querer decir Altolaguirre, es preciso olvidar toda rigidez programática y darle aquello que quiere,
ofrecerle el lenguaje con el que se encuentra familiarizado. En suma, es preciso aprender de los autores que han logrado durante décadas conmover al
público:
Sólo un detalle de cantidad dejará asombrados a mis lectores. Don Carlos Arniches
ha estrenado más de doscientas comedias, y el señor Benavente y los hermanos
Álvarez Quintero fueron de la misma fecundidad. Decir lo que representan literariamente en estos últimos veinticinco años motivaría muchos ensayos. Lo que sí
puedo decir es que han sido autores populares, que han intentado siempre formar
o deformar a un público, exactamente lo mismo que tendrá que hacer la juventud
que ahora empieza, partiendo, naturalmente, de mejores principios, aunque aún no
podamos gustar o sufrir sus consecuencias9.
8
Altolaguirre, Manuel. Obras completas I. Ed. James Valender. Madrid: Istmo, 1986,
pp. 203-204.
9
Altolaguirre, Manuel. Obras completas I. Ed. James Valender. Madrid: Istmo, 1986, p. 205.
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La cita contiene, en el fondo, todo un reconocimiento de impotencia literaria: el escritor revolucionario, que había sacrificado su vocación original en
el altar de la revolución incipiente, se encontraba con que el pueblo, beneficiario de su holocausto, prefería un teatro menos «sacrificado», con menor
carga política, y más orientado al entretenimiento. La propia Junta de Espectáculos llegaría a asumir esta realidad al reconocer que una gran parte del
público, aun sintiendo la guerra o por sentirla quizá demasiado, «tiene necesidad de olvidar por unas horas la pesadilla constante que ésta significa». El
placere sobre el docere: más que redención, lo que el pueblo llano pedía era
diversión. Así, puede entenderse que la posibilidad a la que abre la puerta
Altolaguirre es en gran medida la que él mismo había ensayado en la trama
burguesa de Amor de madre: aprender de los maestros de un exitoso teatro
burgués, pero sustentando sus historias y sus personajes sobre contenidos
políticos nuevos. Con esta actitud y esta reivindicación, Altolaguirre incurría
en una heterodoxia confesa.
Los siguientes proyectos sugieren un cambio de pareceres. Así, cabe entender el proyecto de El triunfo de las Germanías como un intento de Altolaguirre de reorientar su incipiente carrera de dramaturgo revolucionario desde criterios como los de Cernuda. La suma de popularismo, comercialidad y
mensaje revolucionario hacía volver los ojos hacia determinados títulos del
teatro áureo, a la espera de tener el tiempo suficiente para elaborar un repertorio nuevo: una reactivación de la tradición hispánica que revelaba la búsqueda de una fórmula consagrada por la Historia, como se pone de manifiesto en el «lopismo» de parte del teatro revolucionario de Miguel Hernández,
por ejemplo. De este modo, la alternativa al arte «burgués» devolvía la voz
del poeta a sus fuentes populares, que nadie había sabido modular mejor que
Lope de Vega, lo que explica la insistencia en programar sus obras. A ojos
de algunos, la adaptación de los clásicos áureos aparecía dentro de este contexto como un intento de contemporizar. Cuestionado en parte por Cernuda
cuando el montaje desmerecía del texto y calificado como ilegítimo por críticos como José Ojeda (que tras el estreno de la Numancia albertiana declaraba que «no se puede actualizar a Cervantes, porque Cervantes es actual, eterno y universal»),10 este procedimiento no era sin duda el más expeditivo desde
el punto de vista estético.
Desde el punto de vista político, aún lo era menos reponer Mariana Pineda, como hizo Altolaguirre en julio de 1937, en Valencia: bajo la apariencia de tema revolucionario, lo que había allí era ante todo un nuevo drama
amoroso; bajo el antifaz de heroína, el rostro de una víctima. El propio Alto10
Alberti tuvo aquí en Max Aub a su mejor defensor, con su artículo «Actualidad de
Cervantes», publicado en Hora de España en abril de 1937, donde contra la acusación de
derrotismo argumentaba que «Numancia se da muerte a sí misma, venciendo con la muerte
al invasor». Un sofisma, tal vez, pero un sofisma que funcionaba en escena.
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laguirre no dejaba de advertir que la lectura más política de la pieza lorquiana se debía al contexto del estreno, en plena dictadura de Primo de Rivera, y
que por eso «Mariana Pineda era entonces un drama político» (la cursiva es
mía); sin embargo, en el momento en que él la lleva de nuevo a escena, le
parece «obra literaria más que teatral, más lírica que dramática». El encargo
del Ministerio de Educación y Cultura de representarla para el II Congreso de
Escritores Antifascistas suponía un nuevo solapamiento del texto con la circunstancia histórica, en este caso el asesinato del autor y su elevación a rango de mártir caído por mano de la tiranía, al igual que aquel personaje femenino.
En resumidas cuentas, Altolaguirre y el resto de los autores del momento
se enfrentaban a la conciliación de exigencias muy dispares: la de crear un
teatro de calidad y con éxito popular y, al mismo tiempo, la de proporcionar
al público una propaganda política con carácter de urgencia. Si en un principio parecía primar el proyecto utópico y la exigencia estética, la acuciante
realidad acabaría por imponerse y dejar aquellas proclamas iniciales, como
decía el propio Altolaguirre, en «casi nada, pese a las buenas intenciones».
El desprecio por la comercialidad que mostraba en otoño de 1936 María Teresa León, para quien «la taquilla puede darnos un solo índice: el grado de
cultura o de excitación sexual del público», con el tiempo cedería a la actitud de críticos como Antonio Aparicio, que afirmaba que, junto con el teatro
de propaganda antifacista, debía recrearse «el gran teatro popular de nuestros
mejores clásicos, donde abundan las piezas cortas, los entremeses, jácaras,
mojigangas, etc., adaptables al repertorio de consigna». Poco menos que una
retractación: refractaria a la novedad y el experimento, la revolución se revelaba estéticamente conservadora y, cada vez más consciente de la necesidad
de llenar los teatros para dar de comer a los miembros de las compañías, sólo
aspiraba al puro adoctrinamiento o a la reedición de los clásicos.
BIBLIOGRAFÍA
CITADA
Alberti, Rafael (2000). Prosas encontradas. Barcelona: Seix Barral, p. 145.
Altolaguirre, Manuel (1986). Obras completas I. Ed. James Valender. Madrid: Istmo, pp.
203-204.
Benjamin, Walter (1975). Tentativas sobre Brecht. Trad. Jesús Aguirre. Madrid: Alfaguara,
p. 37.
Hesse, José (1971). Breve historia del teatro soviético. Madrid: Alianza, p. 93.
Torres Nebrera, Gregorio (2005). «Dos títulos, dos tiempos, para una obra comprometida»,
Entre dos públicos. Málaga: Centro Cultural Generación del 27, pp. xlvi-lxxxvi.
Fecha de recepción: 8 de marzo de 2010
Fecha de aceptación: 1 de febrero de 2010
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 541-554, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
Poesía y pintura en la obra
de Leopoldo Panero
José Enrique Martínez
Universidad de León
RESUMEN
Es bien conocida la labor de Leopoldo Panero en las Bienales Hispanoamericanas de Arte celebradas durante la década del 50; de ahí que este artículo se ocupe de un aspecto poco estudiado: los
escritos en prosa y verso de Panero sobre pintura. En general se trata de textos breves en prosa y de
escasos poemas, pero la pintura está muy presente en su obra como alusión o como comparación, con
continuas correspondencias entre poesía y pintura. Más que la técnica y la forma, a Panero le interesó
lo que en el arte hay de humanismo y de espiritualidad que trasciende la materia.
Palabras Clave: pintura, poesía, correspondencias, interpretación poética, Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work
of Leopoldo Panero
ABSTRACT
Leopold Panero’s work is widely known in «Las Bienales Hispanoamericanas de Arte» celebrated during the 50’s decade. However, this article studies a theme that has not received much
attention: Panero’s writings, prose and verse, on painting. Although they consist on brief narratives and a few poems, painting is deeply considered in his work as an allusion or comparison
with continuous correspondences between poetry and painting. Panero was more interested in
humanist and spiritual concepts that transcend the physical reality than in form or technique.
Key words: Painting, Poetry, Correspondences, Poetic interpretation, Leopoldo Panero.
«Leopoldo Panero fue un gran poeta de la pintura, del libro y de la vida»,
según expresó el pintor Benjamín Palencia. Y Pedro Mozos afirmaba lo mismo:
«Era un gran poeta de la pintura a la que amaba profundamente» (Sánchez-Camargo, 1965: 190). La relación personal de Leopoldo Panero con la pintura y
los pintores hay que situarla en el marco de las tres Bienales Hispanoamericanas de Arte, en las cuales el poeta ejerció de Secretario General. La primera
Bienal se inauguró en Barcelona en octubre de 1951; la segunda, en la Habana
de Fulgencio Batista en 1954; y la tercera, en Barcelona a finales de septiem-
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JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
bre de 1955; cada una de ellas derivó en exposiciones y muestras en distintas
ciudades españolas y americanas que trajeron a Leopoldo Panero muy ocupado
durante esos años. De todo ello ha dado cuenta exhaustiva Miguel Cabañas Bravo
en varias monografías, la última de las cuales en el tiempo es la titulada Exilio
e interior en la bisagra del Siglo de Plata español, con un largo subtítulo: El
poeta Leopoldo Panero y el pintor Vela Zanetti en el marco artístico de los años
cincuenta (2007). Cabañas Bravo revisa las tres Bienales, atendiendo tanto a su
concreto desarrollo como al contexto político y artístico-cultural que orientó su
nacimiento y sus sucesivas ediciones a partir del inicio del decenio de los 50;
da cuenta de las polémicas que suscitaron, de las reacciones en forma de «contrabienales», de la repercusión de las Bienales dentro y fuera de España, de los
países participantes en cada edición y de las razones de su acabamiento, sustituidas las Bienales por las exposiciones de «Arte de América y España» en relación con nuevos intereses político-culturales que no es el momento de explicitar. En la monografía citada hallará el lector interesado los datos que atañen a
la esforzada labor de Leopoldo Panero, «el alma de las Bienales Hispanoamericanas», como dijo de él el crítico de arte Manuel Sánchez-Camargo, quien ponderó el entusiasmo y el tesón con que llevó a cabo un trabajo «que suponía cambiar oficialmente el criterio estético del país» (Sánchez-Camargo, 1965: 187).
Acaso haya que reparar en las relaciones que el poeta mantuvo con los pintores, amistándose con muchos de ellos, y singularmente con los de la España del
destierro, fruto de las cuales fue, entre otros posibles, «el retorno definitivo del
errante muralista que en tantas paredes del mundo había dejado su huella» (Cabañas Bravo, 2007: 25), Vela Zanetti, autor, entre otras obras, del mural finalmente titulado Derechos Humanos que se le encargó para la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, como es bien sabido; en efecto, Vela Zanetti regresó
a su patria a finales de marzo o primeros de abril de 1960 y, como varias veces
se ha contado, en el aeropuerto le esperaba un amigo, Leopoldo Panero.
Para todos estos aspectos remito una vez más a la erudita monografía de
Cabañas Bravo. Lo que yo deseo considerar es el hecho de que la mencionada relación con pintores, sin dejar a un lado el gusto personal del poeta astorgano por la contemplación fruitiva de sus lienzos, propició algunos escritos, singularmente algunos poemas, no muchos a decir verdad, que prolongan
en el tiempo la relación secular entre pintura y poesía. De esta faceta es de
la que quiero ocuparme, como complemento teórico-crítico al documentado e
importante estudio de carácter histórico de Cabañas Bravo.
Como recuerda Huerta Calvo, ya en 1973 lamentaba Gerardo Diego
—poeta que «llegó a escribir una importante obra ensayística sobre pintura y pintores» (Díez de Revenga, 1996: 7)— la escasez de escritos de Panero sobre arte,
dada su vinculación con los artistas a través de las Bienales (Huerta Calvo, 2007:
XX). Se trata, además, de textos siempre breves, reseñísticos la mayor parte de
las veces. Y en lo que se refiere a su obra lírica, los poemas de asunto artístico,
concretamente pictórico, tampoco abundan. Sin embargo, la pintura está muy
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
POESÍA Y PINTURA EN LA OBRA DE LEOPOLDO PANERO
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presente en la obra de Panero como referencia, alusión o comparación, estableciendo continuas correspondencias entre poesía y pintura.
Limitándonos al ámbito pictórico y, de momento, a sus escritos en prosa,
lo que parece claro es que las Bienales Hispanoamericanas de Arte suscitaron
un interés por el ámbito de la pintura que hasta entonces no se había manifestado en el poeta, al menos por escrito, pues los artículos de tal tenor aparecen
publicados entre 1957 y 1961, a excepción del titulado «Salvador Dalí vuelve a
la Costa Brava» (Panero, 2007: 491-492)1, indudablemente de 1948, fecha en que
el pintor ampurdanés regresó a España, concretamente el 28 de julio de 1948,
artículo, de todas formas, de escaso interés para el fin que perseguimos en este
trabajo, y a excepción también de «El molino de Gregorio Prieto» (Panero, 2007:
493-494), publicado en un catálogo de 19502 en el que Panero se hace eco de
un deseo cumplido del autor: poseer un molino donde ubicar su estudio, algo
acordado por el ayuntamiento de su pueblo, Valdepeñas (donde había nacido en
1879), que en 1950 dio su nombre a una calle y le regaló un molino «para que
cuelgue allí sus pinturas y lo convierta en viviente museo de su obra»; la publicación del escrito de Panero coincide con la instalación definitiva del pintor en
Madrid, de regreso de su casa londinense en el Hyde Park, donde acogió a Luis
Cernuda y donde lo visitó Panero, ganándose su amistad, durante su estancia en
Londres en los años 1946-1947 como Lector Bibliotecario del Instituto de España recién fundado en aquella capital.
Los escritos en prosa de Panero sobre pintores y lienzos no rayan a la
altura de los poemas ecfrásticos, es decir, sobre obras pictóricas. En general
son ocasionales y acaso de compromiso, redactados para presentar un catálogo o para reseñar algún libro relacionado con el arte. De un catálogo forma
parte el texto titulado «La pintura de Cirilo Martínez Novillo» (Panero, 2007:
495)3, pintor y grabador nacido en Madrid en 1921, discípulo de Vázquez Díaz
y perteneciente a la llamada escuela de Madrid, de la que formaban parte
pintores que se vinculaban a un nuevo modo de sentir el paisaje; Panero celebra la evolución pictórica de Martínez Novillo hacia la «liberación de la
materia» en pos de la «libertad expresiva que su nueva obra transparenta», obra
en la que «la realidad se ennoblece; es decir, se espiritualiza», algo que nos
parece acorde con la poética misma de Panero, que en el artículo titulado
1
En todos los casos, la referencia (Panero, 2007), para los artículos en prosa, se citan
por el volumen Panero, Leopoldo. Obra completa. Prosa, tal como consta en la bibliografía
final. Anota el editor respecto al artículo sobre Dalí: «Texto mecanografiado en M [Málaga. Fondo manuscrito de L. Panero depositado en el Centro Cultural de la Generación del
27], que no sabemos si llegó a publicarse» (Huerta Calvo, 2007: 553, nota CLXXIV).
2
«En exposición Gregorio Prieto. Oleos, s.l., Dirección General de Propaganda, 1950,
s.p. Este pequeño catálogo reúne textos de Eduardo Llosent, Marguerita Sarfatti, Zacarías
Papantonio, y Jean Cassou» (Huerta Calvo, 2007: 553, nota CLXXV).
3
«Presentación a un catálogo de C. Martínez Novillo». Madrid, Ediciones de la Dirección General de Bellas Artes, diciembre de 1958" (Huerta Calvo, 2007: 453, nota CLXXVI).
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JOSÉ ENRIQUE MARTÍNEZ
«Vecindad con el alma» definió la poesía como «vecindad de la palabra con
el alma» (Panero, 2007: 222). Entre los libros reseñados en Blanco y Negro
figuran El Greco y Toledo (1956) de Gregorio Marañón (Panero, 2007: 479480), El tiempo en el arte (1958) de Camón Aznar (Panero, 2007: 481-482),
Entendimiento del arte (1959) de Juan Antonio Gaya Nuño (Panero, 2007:
483-484) e Italia con Benjamín Palencia (1959) de Carmen Castro (Panero,
2007: 534-535), con dibujos del gran pintor albaceteño. En tales reseñas destaca Panero el humanismo de los autores y su calidad intelectual y humana;
en la última caracteriza la pintura de uno de sus amigos admirados, Benjamín Palencia, valorando así el libro de Castro:
No sólo no(s) descubre una Italia prodigiosamente sentida y vivida por el más alto
pintor de nuestros días, sino que nos ayuda a conocer más íntimamente su propia
pintura y a comprenderla desde sus vivientes raíces, que están en Italia tanto como
en Castilla, entrecruzando en una misma hermosura el más noble pasado y el
presente más puro del arte español contemporáneo (Panero, 2007: 535).
Pero, sin duda, el texto paneriano sobre arte de mayor interés es el titulado «La rosa en la balanza. Un nombre para La Venus del espejo» (Panero,
2007: 489-490), publicado en el número de homenaje a Velázquez que le tributó la revista Mundo Hispánico en 19614 con motivo de la exposición «Velázquez y lo velazqueño» en el Casón del Buen Retiro durante algunos meses de 1960-1961, exposición en la que se pudo contemplar «La Venus del
espejo», traída de la National Gallery londinense, «donde tantas veces mis ojos
se lo aprendieron de memoria», como escribe el poeta astorgano. El título del
artículo de Panero alude al de un poemario del poeta argentino Leopoldo
Marechal, que en 1944 publicó La rosa en la balanza (Marechal, 1944), un
título «asombrosamente exacto, y, como tal, bellísimo», que a Panero le parece que sirve maravillosamente «para comprender desde dentro y apresar
desde fuera, la esencia, o la calidad más alta del cuadro velazqueño». No otro
nombre que «La rosa en la balanza» debe buscarse —piensa Panero— a la
hermosa Venus velazqueña, llena de plenitud y equilibrio, en la que, a diferencia de sus bufones y retratos, «ni siquiera un pétalo de demasía inclina o
vence el fiel de la balanza»; escribe Panero:
No es, pues, extraño, vano o accidental, este imaginario paralelismo, esta correspondencia, este súbito acercamiento entre las palabras lejanas de un lejano poeta
argentino y la inmediata realidad o presencia entre nosotros de este humanísimo
desnudo. La memoria del título y la contemplación de la pintura han casado de
pronto, como si estuvieran hechos el uno para la otra, como si las errantes palabras vinieran en busca de su materia propia y se ajustaran a ella como la piel al
cuerpo (Panero, 2007: 489).
El homenaje a Velázquez corresponde al número 155 de Mundo Hispánico; el texto de
Panero puede leerse en la p. 69 (Huerta Calvo, 2007: 552, nota CLXXIII).
4
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Pero Panero no se queda en la mera correspondencia entre palabra —el título
de Marechal— e imagen, sino que expresa, desde la íntima fruición contemplativa, «lo que hay en esta Venus de verdaderamente intraducible y singular:
La sorprendente armonía, el maravilloso equilibrio, entre desnudez y desnudamiento, o entre pureza y sensualidad, que constituye, a mi juicio, el máximo encanto del cuadro de Velázquez y su intransferible secreto: el secreto vital, y no
artístico simplemente, que es ley de su pintura, y que está siempre en su mano
cuando pinta (lo bello igual que lo deforme), ennobleciendo cada una de sus obras.
La belleza está ahí, pero no es sólo belleza: es vida. Lo corpóreo parece el alma
misma. La piel tiene intimidad: eso es lo prodigioso. La generosidad vital de
Velázquez todo lo salva, como si redimiera nuestros ojos (Panero, 2007: 490).
Una vez más, Panero, más allá de la técnica, más allá de la forma, pondera lo que en la obra de arte, pintura, música o poesía, hay de humanismo,
de vitalidad, de espiritualidad que trasciende la materialidad de la obra artística, idea recurrente a lo largo de la obra en prosa de Panero y que podemos
observar, como es lógico, en las correspondencias que establece entre poesía
y pintura, un aspecto extraordinariamente interesante, por cuanto la pintura le
sirve de comparación para caracterizar la poesía.
Como se sabe, Horacio estableció el símil en su Epístola a los Pisones,
que reducido al ut pictura poesis («la poesía como la pintura»), fue abusivamente utilizado después; pero en realidad, Horacio habla únicamente de la
poesía, y la comparación no busca más que un mejor entendimiento de la
misma en relación con los efectos que provoca:
La poesía es como la pintura; habrá una que te cautivará más si te mantienes cerca,
otra si te apartas algo lejos; ésta ama la penumbra; aquélla, que no teme la penetrante
mirada del que la juzga, quiere ser vista a plena luz; ésta agradó una sola vez; aquélla, aunque se vuelva a ella diez veces, agradará (otras tantas) (Horacio, 1987: 141).
Como señala Manuel Asensi, «lo que el De Arte Poética sugiere con la
comparación entre la poesía y la pintura es que tomando en consideración el
efecto (ethos) que la obra poética causa en el lector, espectador o crítico, no
todas las poesías son iguales» (Asensi, 1998: 141). La tradición, en cambio,
interpretó interesadamente que la poesía y la pintura eran artes miméticas
idénticas y con idénticos fines. En todo caso, el tópico del ut pictura poesis
resuena en los escritos panerianos sobre poesía. La comparación de un poeta
con un pintor o de una obra poética con otra pictórica le sirve a Panero, como
ya indicamos, para caracterizar al poeta o a su poesía, para entender mejor la
poesía, para iluminarla por la semejanza o por el contraste.
Desde mi punto de vista el texto de Panero que expresa más dignamente
su concepción de la poesía es el titulado «El sentido moral de la poesía española» (Panero, 2007: 16-36) que —según nota de Huerta Calvo (2007: 551,
nota IV)— procede de una charla pronunciada en Valencia en 1953 y en los
cursos universitarios de León en agosto de 1962, pocos días antes de su muerRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
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te. Panero plantea la existencia de dos líneas poéticas en nuestra tradición, una
vital, humanizadora, comunicativa, cuyos ejemplos representativos podrían ser
Jorge Manrique y, más acá en el tiempo, Bécquer, Unamuno y Machado, y
otra formalista, impersonal y elitista, con Góngora a la cabeza y el fervor
gongorino suscitado con motivo del tercer centenario de su muerte en 1927,
más la poesía pura y el arte por el arte. Quien haya leído a Panero entenderá
fácilmente su defensa de lo que para él es la verdadera poesía: no la que presta
culto a la palabra, sino la poesía de contenido humano y con trasfondo moral, reflejo del alma del creador y «expresión íntegra del hombre»: «las palabras lo son de verdad —escribe Panero— en tanto aciertan a revelarnos y
transmitirnos la fuerza misma de la vida», en tanto vienen cargadas de humanidad. La referencia pictórica le sirve al poeta para dar plasticidad y relieve
a sus ideas sobre la poesía:
Ciertamente la poesía se hace con palabras, pero con palabras encadenadas por
el corazón. Como se hace con colores la pintura, pero con colores capaces de
expresar, con frase de Vicente van Gogh tomada de una de sus cartas, los terribles sufrimientos humanos.
Lo que dignifica a la poesía, a la pintura, y a todas las creaciones artísticas del hombre es, justamente, su contenido humano, su vivencia moral, y no la maestría, el acabado, la externa perfección de la materia empleada en la obra (Panero, 2007: 17).
Interpretando a Panero, el material de uso puede ser distinto (palabra,
sonidos, piedra, barro o colores) pero la finalidad artística es la misma: ser
expresión de la vida y del alma humana. Escribe Panero, poniendo de relieve
el fondo de humanidad que late en la pintura velazqueña y en las Coplas de
Jorge Manrique:
En sus momentos más altos, en sus puntos de culminación, la poesía española ha
sido siempre así; y no sólo la poesía sino todo el arte. La pintura de Velázquez,
por ejemplo, la pintura de los enanos y bufones, de los tontos de Vallecas, de los
infrahombres sociales, es esencialmente una pintura caritativa y de la más limpia
hondura moral. No hay más que mirarla a los ojos.
[...] Lo que Velázquez parece decirnos es que también aquellos pobres seres deformes son hombres como nosotros: y su pincel, transido de piedad y de respeto,
nos muestra persuasivamente a las humildes criaturas para hacernos sentir que
somos sus hermanos, y que, don Diego de Velázquez, caballero de Santiago, pintor
de cámara de su majestad católica, no sólo no desdeña pintar aquellos mínimos
habitantes del real alcázar, sino que pone en ellos toda su simpatía y su ternura y
los reconoce y acepta en su corazón.
En las elegíacas coplas manriqueñas la ejemplaridad es de signo opuesto y de
excelso perfil, pero un mismo sentimiento radical late en el fondo de ambas creaciones y humanizaciones poéticas (Panero, 2007: 31).
No es mi deseo agotar todas las correspondencias de visión del mundo que
Panero establece entre determinados poetas y distintos pintores. Pero hemos aludido a Velázquez y su visión piadosa y humanizadora de las criaturas humanas;
en contraste sitúa Panero la actitud de Cela en sus Historias de España. Los cieRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
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gos. Los tontos (Cela, 1957), propia, como dijo en su día Valle-Inclán, de quien
mira a esos personajes desde arriba, moviendo los hilos de las marionetas:
Faltan en los retratos de tontos y ciegos que Cela nos ofrece en su alucinante
galería [...] la piedad o la ternura que Velázquez puso en su pincel, al enfrentarse
desde su realismo [...] con el mismo tema. Pienso por eso que en el caso de Camilo José Cela los ciegos y los tontos [...] son motivo o pretexto de su afilada
narración más que raíz o tema de ella (Panero, 2007: 367-368).
En un largo estudio sobre «Jorge Guillén y Cántico» (Panero, 2007: 158171)5 señala Panero que nadie después de Góngora ha creado «un lenguaje
poético tan diamantino, tan implacablemente artístico, tan apuradamente bello y exacto» como el Guillén de Cántico, «que inventó una luz propia para
sus palabras, como Beruete, un poco antes y dentro de la técnica pictórica
impresionista, había encontrado una luz propia y única, fundente y esencial,
para sus cuadros, para sus áridos paisajes y cenitales suburbanos del campo
y cielo de Madrid» (Machado, 2007: 169). Aureliano de Beruete (1845-1912)
cultivó, en efecto, los paisajes de modo impresionista y en ellos destaca la fina
captación de la luz. Pero lo que nos importa es la facilidad con que acuden a
la memoria de Panero pinturas y lienzos para dar cobertura plástica a su entendimiento de la poesía o de una determinada poesía. He aquí un perfecto
ejercicio de correspondencia entre poesía y pintura en un artículo-reseña titulado «Aquel día en Jerusalén» (Panero, 2007: 134-135)6:
Como pudiéramos hablar, traslaticiamente, del delicado y luminoso impresionismo
de Juan Ramón Jiménez, por ejemplo (en esta línea Rueda sería el equivalente
literario de Sorolla), cabría también hablar del violento expresionismo poético [...]
de Dámaso Alonso.
Jugando a las correspondencias entre pintura y poesía, quizá nos fuese permitido
situarlo, tomando pie en algunos de sus más recios y punzantes poemas de Hijos
de la ira, al lado de José Gutiérrez Solana, el genial pintor de la fealdad, de la
podredumbre y de la náusea (Panero, 2007: 134).
No es extraño, vista la familiaridad con la pintura que muestra Panero, que
algunos poemas broten de la visión o la memoria de un lienzo como expresión del gozo o de la emoción de su contemplación.
Quiero indicar antes de nada que la relación entre poesía y pintura en este
aspecto de la poetización de un cuadro (porque hay otras posibles relaciones,
como la colaboración entre poeta y pintor, por ejemplo), la relación, digo, en
cuanto verbalización, temporalización o sucesividad de un arte espacial como
es una pintura determinada, es un asunto secular que en el siglo XX tuvo
manifestaciones espléndidas, bien en poemas concretos, como «Retrato de
5
El texto corresponde a una conferencia pronunciada en La Coruña en el verano de 1951
(Huerta Calvo, 2007: 551, nota LXII).
6
«Aquel día en Jerusalén» fue publicado en Blanco y Negro, 2364, 24-VIII-1957 (Huerta
Calvo, 2007: nota XXXIII).
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poeta (Fray H. Félix Paravicino, por el Greco)» (Con las horas contadas,
1958) y «Ninfa y pastor, por Tiziano» (Desolación de la Quimera, 1962) de
Cernuda, o «La lágrima de San Pedro de “El Greco”» y «En la pintura de
«El Bosco»», de Diego Jesús Jiménez (Fiesta en la oscuridad, 1976), bien en
libros enteros de asunto pictórico, como los ya clásicos de Manuel Machado
(Museo y Apolo), Unamuno (El Cristo de Velázquez) y Rafael Alberti (A la
pintura), hasta llegar a tiempos recientes con poemarios como Exposición
(1990) de Olvido García Valdés, El final de la contemplación (1992) de Luis
Javier Moreno o Colección privada (2003) del colombiano Ramón Cote Baraibar, títulos en sí mismo muy significativos.
Panero, que mostró un aprecio inequívoco y permanente por Unamuno,
uno de sus maestros reconocidos, junto a Antonio Machado y los románticos
Wortsworth y Keats, consideró que el largo poema unamuniano El Cristo de
Velázquez era uno de los «más iluminadores, hondos y espirituales de nuestra lengua», añadiendo que hasta un poeta de tan entrañada espiritualidad
«necesitó para cantar el drama del Calvario centrar su poesía en una figuración corpórea, y personalizar, por así decirlo, su palabra en el Cristo pintado
por Velázquez» (Panero, 2007: 39). A la espiritualidad desde la materia, diríamos resumiendo el pensamiento de Panero, o mejor, a la poesía desde la
pintura, como hizo el astorgano en los poemas que citaré después.
Los poemas de Leopoldo Panero relacionados con la pintura, más allá de dedicatorias amistosas o alusiones ocasionales, no llegan a una decena7: la epístola
«A Daniel Vázquez Díaz», que según anotación de Javier Huerta fue «publicado
en Exposición Homenaje a Vázquez Díaz, en 1953»8; el poema «Al maestro Vázquez Díaz en sus ochenta años», se publicó en otro Homenaje al pintor, con el
motivo que indica el título del poema en 19629; «Aldeana de Extremadura (pintada por Ortega Muñoz)», aparece dentro de Romances y canciones, publicados en
196010, donde se encuadra también «Comarca», dedicado a Vela Zanetti, sobre un
cuadro del pintor, según el parecer de Huerta Calvo (2007: I, CXXIII); «Pañuelo
de agonía (Rouault)», dentro de [Poemas sueltos, 2] (Panero, 2007: II, 447-557),
fechados entre 1950-1962, colección en la que aparece también el soneto «Homenaje a Valdés Leal»; y entre los Poemas inéditos (Panero, 2007: II, 559-665), los
titulados «En presencia del alma (Los tontos)», referente a tipos de la pintura velazqueña, «Visión nocturna de Quesada», sobre un cuadro de Rafael Zabaleta, y
«Cañadas», que, dedicado a Benjamín Palencia, recrea, según creo, motivos de la
pintura del manchego.
En todos los casos, la referencia (Panero, 2007: I; Panero:2007: II) envía a sendos
volúmenes de poesía en Panero, Leopoldo. Obra completa. Poesía I. Poesía II, tal como
consta en la bibliografía final.
8
Exposición Homenaje a Vázquez Díaz, Madrid, Dirección General de Bellas Artes, 1953,
pp. 71-72 (Huerta Calvo, 2007: II, 828, nota XVII).
9
Homenaje a los ochenta años del pintor Daniel Vázquez Díaz, Madrid, Quixote Servicio de Arte Español, 1962, p. 49 (Huerta Calvo, 2007: II, 836, nota LIII).
10
Romances y canciones. Cuadernos Hispanoamericanos, 121, 1960, pp. 17-34.
7
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
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Desde el punto de vista que he elegido me interesan no tanto los homenajes y recreaciones de un mundo pictórico como la poetización de un lienzo
concreto, y singularmente los poemas referentes a sendos cuadros de Velázquez, Rouault y Ortega Muñoz, es decir, los poemas de carácter ecfrástico
sobre un cuadro con figura humana representada.
Trascribo los poemas:
ALDEANA DE EXTREMADURA
(PINTADA POR ORTEGA MUÑOZ)
Su intimidad da rostro al alma,
y en la apretada mies del pecho
la cabeza doblada rinde
como si rezara en silencio.
¿Vuelve, besada, de la tarde?
¿Termina de cantar, y el eco
de su apagada lejanía
es el que oímos en el lienzo?
¡Cántaro lleno de aguas claras
—Guadalupe, Asunción, Remedios—,
que torna a pie desde la fuente
cuando huele a luna el sendero!
Sombra, caricia del espíritu;
volumen, placidez, sosiego.
¡Cántaro rico de olivares,
puesta la mirada en el suelo!
¡Barro tocado de inocencia
bajo el ocre corpiño negro
que oprime en blancura profunda
y en tibia castidad sus senos! (Panero, 2007: II, 431)
PAÑUELO DE AGONÍA
(ROUAULT)
...En el delgado lienzo yace tu faz impresa,
y en el límite tibio del amor que te ayuda
tu soplo está, y la gruesa pincelada no es gruesa;
y la mirada sabe: no vacila ni duda.
Sabemos de repente que el ala que te besa
toma como un pañuelo tu misma piel desnuda,
y que corre tu sangre sobre la tela ilesa,
y que sufres de nuevo bajo la imagen ruda.
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¡Claridad insondable que en todo ser callado
—pintor mudo y minado por la palabra viva —
hace de lo invisible color que nadie ha hallado!
¡Fresco, tierno, rasgado, libre de abajo a arriba,
así a mi pecho oscuro tu rostro está pegado!
¡Gracias por tu presencia, de un pañuelo cautiva! (Panero, 2007: II, 537)
LA PRESENCIA DEL ALMA
(LOS TONTOS)
No hay cosa más desnuda en este
mundo que su presencia: nada
comparable al fulgor celeste
de esa luz última y hablada.
¡Nadie, nadie, que te conteste
a tu pregunta más callada
como esa sombra de aérea veste
que el cielo rasga al ser mirada!
La llaman alma... ¡Cuerpo, escoria
torpe y salvada: rosas secas,
gracia helada, tonto de Coria!
¡La llaman fiebre, señas, muecas,
rostros de Dios en la memoria,
bulto de un niño de Vallecas! (Panero, 2007: II, 590)
Fijémonos inicialmente en los títulos: «Aldeana de Extremadura (Pintada por
Ortega Muñoz)», «Pañuelo de agonía (Rouault)» y «En presencia del alma (Los
tontos)». Cada título, como vemos, dispone de un subtítulo aclarador que alude
al hecho de que se trata de pinturas, de cuadros, porque Panero ha dado un título inicial que tal vez por sí solo no nos especifique, de inicio, que nos hallamos ante la verbalización de un cuadro pictórico. De ahí que los paréntesis acojan
el nombre del pintor, un nombre propio que, por lo tanto, designa e identifica
un pintor concreto «en el universo de preocupaciones y saberes comunes al
hablante y al oyente» (Alarcos Llorach, 1994: 68), al poeta y al lector. El título
sirve, por lo tanto, para ponernos en situación. «Pañuelo de agonía», en ese
universo de saberes comunes, traduce líricamente el título original del cuadro
de Rouault, «La Sainte Face» (1946) («La Santa Faz»), dándole un sentido de
doloroso dramatismo, mientras que «En presencia del alma» quiere trascender
la mera figuración corpórea de «Los tontos» pintados por Velázquez.
El título ejerce funciones fáticas o de contacto, en tanto que abre el canal
de comunicación, y pragmático-informativas en su relación dialéctica con el
texto, anticipando «notas de referencialidad del universo imaginario», convirtiéndose así en «vector que orienta el proceso de descodificación por parte del lecRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
POESÍA Y PINTURA EN LA OBRA DE LEOPOLDO PANERO
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tor» (López-Casanova, 1994: 13). El título ecfrástico tiene, además, especial
potencia informativa, pues da noticia del texto que anuncia y, a la vez, del cuadro al que remite. Más aún, el título ecfrástico reenvía a un contexto histórico,
cultural, artístico, etc., y a su posible proyección sobre el texto que introduce:
el título «En presencia del alma (Los tontos)» trae a la memoria la corte de los
Austrias y su séquito de bufones, enanos y seres objeto de mofa y diversión; y
nos introduce en el universo pictórico de Velázquez, que esforzó sus pinceles
para, sin menguar sus deformidades, dotarlos de humanidad, de alma, como canta
Panero en su soneto; y acaso, para un entendido en arte, le recuerde a los seres
deformes pintados, antes de Velázquez, por Sánchez-Coello, Pantoja y Villandrando, y después de Velázquez, por Carreño y Herrera el Mozo. En suma, el
título ecfrástico agrega a la función catafórica propia de todo título, una función
anafórica que alude al carácter intertextual del poema, mirando hacia atrás (el
cuadro) y hacia adelante (el texto), como un dios jánico.
He reiterado varias veces el adjetivo «ecfrástico» referido al título y extensible al poema correspondiente. La écfrasis es una figura retórica descriptiva que significa «evidenciar», «mostrar o poner ante los ojos» del lector el
objeto descrito o, como dice Fernando de Herrera, «cuando lo que se trata se
representa con palabras de modo que parezca que se ve con los ojos»(Gallego
Morell, 1972: 326); describir, evidenciar el objeto ausente, el cuadro pictórico, es el sentido con que se usa «écfrasis» en la actualidad. Poner ante los
ojos el cuadro ausente significa evocarlo mediante la descripción. La descripción pretende suplir la ausencia del objeto poetizado. Reiterar o evocar en el
título del poema el título de un cuadro debería evitar la écfrasis esforzada por
mostrar aquel ante los ojos de la memoria o de la imaginación del lector, pero
no es así, pues el poeta, como indiqué, quiere llenar el hueco de la ausencia
describiendo el objeto, el cuadro evocado. Podría hacerse por medio de la
reproducción del cuadro, como fue el caso de Manuel Machado en la primera edición de Apolo (1911), ilustrado con las láminas de los lienzos que inspiraron los poemas correspondientes; pero tales ilustraciones desaparecieron
en ediciones posteriores. La écfrasis ha dado lugar a estudios teóricos de gran
altura conceptual en relación con la mímesis que implica, pues al fin y al cabo
el poema ecfrástico es representación de una representación: el objeto—la
aldeana de Extremadura o los tontos de Velázquez— siempre queda más allá
del cuadro, siempre imposible de apresar por la pintura o por las palabras; la
ausencia es doble en el poema: el objeto representado en el cuadro y el cuadro mismo. De ahí el componente elegíaco del poema ecfrástico, incapaz de
evitar la pérdida del objeto (Monegal, 1998: 39-57).
Pero los poemas de Panero son muy parcos en elementos descriptivos: en
el poema «En presencia del alma» sólo los nombres «tonto de Coria» y «niño
de Vallecas» identifican a «los tontos» a los que se refiere el poema; «Pañuelo
de agua» ofrece sintagmas descriptivos como «delgado lienzo», «faz impresa», «gruesa pincelada»; y «Aldeana de Extremadura» presenta rasgos descripRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
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tivos de la figura, mínimos, pero que permiten evidenciarla: «cabeza doblada», «cántaro lleno de aguas claras», «mirada en el suelo», «ocre corpiño
negro». De ahí que pensemos que Panero lo que nos da en sus poemas es la
verbalización, más que de un cuadro, de una emoción suscitada por la contemplación o, en otro extremo, una interpretación que podemos llamar poética. Y es que, como dice Riffaterre, la écfrasis tiende a sustituir el análisis de
una pintura por el relato de lo que antecede o sigue al acontecimiento o a la
situación en ella representados. Y este relato superador de la figuración pictórica es, en el caso de Panero, anímico, sentimental, interior, espiritual en
suma. Al fin y al cabo, el poeta proyecta sobre los cuadros su estado de ánimo, su deseo personal, su pensamiento trascendente. Es lógico, puesto que
dentro del carácter selectivo que tiene toda écfrasis, el poeta ha elegido unos
pintores y unos cuadros determinados que pasan a formar parte de su museo
particular, de su «colección privada». De ahí el carácter de encomio y homenaje que significa la écfrasis, la elección, que suele llevar aparejada cierta
identificación artística, emocional o de otro tipo. Pensemos, por ejemplo, en
el soneto eneasílabo en torno a «Los tontos» de Velázquez. Antes cité un fragmento en prosa, de 1953 al menos, quizás anterior al soneto. Allí Panero,
recordemos, declaraba que «la pintura de Velázquez [...], la pintura de los
enanos y bufones, de los tontos de Vallecas, de los infrahombres sociales, es
esencialmente una pintura caritativa y de la más limpia hondura moral»; hablaba Panero de «la chispa de humanidad de sus pupilas», las de los bufones,
de que Velázquez hace ver «que también aquellos pobres seres deformes son
hombres como nosotros», nos recordaba el pincel del pintor «transido de piedad y de respeto» hasta «hacernos sentir que somos sus hermanos» (hermanos de los seres deformes), y que Velázquez pone en tales seres «toda su simpatía y su ternura y los reconoce y acepta en su corazón» (Panero, 2007: 31).
En el hermoso párrafo de Panero hay una identificación sentimental plena con
el mundo espiritual de Velázquez, con la generosidad y la piedad que exhala
la pintura de los enanos y bufones de la corte, sencillamente porque también
Panero extiende la misma mirada piadosa sobre el mundo, trascendiendo las
apariencias, tal como observamos en el soneto, que viene a decirnos que por
encima o por debajo de las deformidades, el tonto de Coria y el enano de
Vallecas son seres con «alma».
El pintor Rouault, Georges Rouault (1871-1958) debió interesarle a Panero
por el vigor un tanto rudo —sus motivaciones eran más religiosas y solidarias que pictóricas y estéticas— con el que pinta rostros de Cristo y figuras
bíblicas; Javier Huerta (2007: 599, nota 298) señala que el último modo de
Panero se identifica con la imaginería religiosa de Rouault, al que también
alude en otro poema, el titulado «La poesía» («y callamos, como una quemadura, / como una corteza arrancada que muestra dentro / su rostro de Rouault
en leño vivo»). Y entre los rostros pintados por el francés quizá ninguno le
impresionó tanto a Leopoldo Panero como «La Sainte Face», que lleva fecha
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POESÍA Y PINTURA EN LA OBRA DE LEOPOLDO PANERO
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de 1946 y que aparece con una gran fuerza pictórica en el contraste entre el
negro y el color y en la intensidad de sus ojos negros, a cuya mirada fija y
resolutiva alude Panero: «Y la mirada sabe: no vacila ni duda», añadiendo
notas referentes al sufrimiento que expresa, a la capacidad de la poesía y de
la pintura para dar forma a lo invisible, y al entrañamiento religioso por medio de un símil («así a mi pecho oscuro tu rostro está pegado»). Es a ese rostro
al que dirige sus palabras el sujeto, el yo del poema, creando de este modo
un efecto de intimidad, de cercanía sentimental, casi de plegaria a una imagen sacra, pues las palabras de este soneto en alejandrinos, más que a Dios o
Cristo, se dirigen a su imagen, a su faz «de un pañuelo cautiva» como dice
el verso último, que reitera semánticamente el primero, «En el delgado lienzo yace tu faz impresa»; más allá de la representación, «lo invisible», Cristo.
Sutilmente, Panero ha ofrecido su interpretación estética de la pintura por
medio de una antítesis: «la gruesa pincelada que no es gruesa»; el trazo es
grueso, en efecto, y la atmósfera que exhala el lienzo es tensa, pero Panero
sugiere de forma aguda el efecto de dolor, de aflicción silenciosa que brota
de la pintura y que tal vez roza lo delicado («el ala que te besa», «tu misma
piel desnuda») y, desde luego, la profundidad interior, como expresa el verso
octavo: «y que sufres de nuevo bajo la imagen ruda».
No puedo menos que estar de acuerdo con Riffaterre cuando señala que
la écfrasis descifra antes al contemplador, al poeta, que al cuadro o la escultura (Riffaterre, 2000: 174), algo también palpable cuando reparamos en «Aldeana de Extremadura (pintada por Ortega Muñoz)», cuadro que consiguió el
Gran Premio de Pintura en la II Bienal Hispanoamericana de Arte. Godofredo Ortega Muñoz pintó principalmente paisajes, bodegones y tipos de su tierra como esta «Aldeana de Extremadura»; caracteriza a sus pinturas la sobriedad cromática y el efecto emotivo. Y es emoción y pensamiento lo que emerge
de la contemplación paneriana. De ahí las interrogaciones de la segunda estrofa —el poema es un romance de versos eneasílabos distribuidos en cuartetas— marcadamente enfáticas, que no piden respuesta ni información alguna;
son simplemente manifestaciones externas de la meditación que el cuadro
motiva en el poeta. Todo el poema tiene ese signo de contemplación sosegada y de interpretación poética del cuadro, una interpretación que no es técnica ni académica, ni requiere el análisis previo. Es una derivación metafórica,
una atribución de significado. La interpretación poética es fiel a la «revelación» que tiene o tuvo lugar durante la contemplación, en un intento de captar el secreto que el lienzo vela: el momento de fulgor interior o de alumbramiento de la mirada que tuvo lugar y cuya llama el poeta quiere alimentar con
el fin de transmitir su luz a los lectores. Por así decir, Panero no sólo ve el
cuadro, también lo escucha («¿...el eco de su apagada lejanía / es el que oímos en el lienzo?») y lo que el cuadro le dice es el poema. Por cierto que
esta espléndida composición rezuma cierta sensibilidad azoriniana. No es extraño, si atendemos a las palabras que Panero puso al frente de las Epístolas
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para mis amigos y enemigos mejores (1952-1953) (Panero, 2007: I, 283-323),
que hablan de la pasión con que leyó al maestro de Monóvar en su juventud:
«Sin Azorín yo sería, fundamentalmente, otro del que soy ¡Dios mío, cuánto
le debo! [...] Sin Azorín, mi poesía entera quedaría borrada» (Panero, 2007:
I, 285); pero el análisis de la afinidad con Azorín, patente, por ejemplo, en
la tercera estrofa, nos llevaría por otro camino que no nos toca explorar. En
este artículo se trata, más bien, de suscitar el interés por esta parcela lírica
de quien fue considerado «gran poeta de la pintura».
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Fecha de recepción: 11 de febrero de 2010
Fecha de aceptación: 15 de octubre de 2010
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 541-554, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.311
Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 555-570, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.307
La retórica paternalista en
Diario de una maestra de Dolores Medio*
Mónica María Martínez Sariego
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
RESUMEN
Este trabajo pondera el peso de la retórica del paternalismo en la novela Diario de una
maestra (1961) de Dolores Medio y su efectividad como estrategia para burlar la censura. Para
ello se aborda la relación de la novela con dos de sus intertextos básicos: el mito ovidiano de
Pigmalión y la novela El amigo manso (1882) de Benito Pérez Galdós.
Palabras Clave: Dolores Medio, Diario de una maestra, retórica paternalista, Pigmalión.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s
Diario de una maestra
ABSTRACT
This paper analyzes the rhetoric of paternalism in Dolores Medio’s Diario de una maestra
(1961) and its effectiveness as a means to evade censorship. For that purpose the relationship
between the novel and its basic intertexts will be considered: the Ovidian myth of Pygmalion
and Benito Pérez Galdós’ El amigo manso (1882).
Key words: Dolores Medio, Diario de una maestra, Rhetoric of paternalism, Pygmalion.
En Diario de una maestra (1961), que se sitúa en la encrucijada entre
novela social, novela sentimental y ficción autobiográfica, Dolores Medio narra
las primeras experiencias profesionales de la maestra Irene Gal en el medio
rural asturiano, los horrores de la Guerra Civil en el norte de España, y el
deterioro progresivo de una relación amorosa iniciada en los años exultantes
de la República, concretamente en mayo de 1935, y concluida cuando la dureza de la posguerra obliga a sus protagonistas a pagar un peaje: el de la felicidad. El objetivo de este trabajo es examinar esta relación, que se malogra
tras pasar por dolorosas vicisitudes, desde una perspectiva de género. Una vez
Este trabajo se inscribe en los proyectos de investigación ULPGC2010-020 y FFI201019829.
*
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MÓNICA MARÍA MARTÍNEZ SARIEGO
enmarcada la novela en sus coordenadas genéricas e ideológicas, se analizará
el peso que en ella tiene la retórica paternalista, determinando cuál es el sentido y alcance de la misma y hasta qué punto puede ésta explicarse como
estrategia para burlar la censura. En este sentido, arrojará resultados reveladores la comparación de Diario de una maestra con dos de sus intertextos
básicos: el mito ovidiano de Pigmalión (Metamorfosis X, 243-297), especialmente a través de sus transposiciones sociopedagógicas modernas; y la novela El amigo Manso (1882), de Benito Pérez Galdós.
1. LA
NARRATIVA DE
DOLORES MEDIO: DIARIO
DE UNA MAESTRA
(1961)
Pese a que Dolores Medio (1911-1996), a partir de la década de los cincuenta, gozó ampliamente del favor del público y de ciertos sectores de la
crítica, su obra, hoy difícil de encontrar en las librerías, apenas se reedita. Es
más, si aparece citada en estudios literarios, suele hacerlo junto a escritores
con los que se agrupa bien por meros factores generacionales, bien por el
hecho de haber sido premiados con el Nadal, que nuestra autora obtuvo en
1952 con Nosotros los Rivero. Apuntaban ya en esta novela la preferencia por
la fórmula autobiográfica, el profundo sentimiento humanitario y un descarnado realismo, rasgos definitorios de un estilo que se mantendrá invariable a
través del tiempo, incluso cuando el experimentalismo formal haga su entrada en el mundo de la novela. Esto es precisamente lo que, junto a su exagerado sentimentalismo, más le ha reprochado la crítica a nuestra autora1.
Que la asturiana haya optado siempre por «documentar la vida cotidiana
de la clase media baja, para ella un micromundo de la sociedad española»
(Smoot, 1983: 95), ha motivado que su estilo se haya comparado, en alguna
ocasión, al de Galdós (cuya influencia en Diario de una maestra es, según
veremos, determinante). Así, Enrique Sordo, en una reseña publicada con
ocasión de la obtención del Nadal por Dolores Medio, considera su libro,
Nosotros los Rivero, como «una etopeya de la clase media española» cuya
lectura lleva a pensar en el novelista canario:
Cuando vamos leyendo, experimentamos una vaga presencia de Galdós, el intérprete máximo de la burguesía nacional, envuelto en las sombras vulgares y precisas de Doña Perfecta o de Jacinta. Este mundo que nos desvela Dolores Medio
es un poco galdosiano; un mundo de prejuicios pequeños, de valores reales abrigados por una capa de mediocridad (citado por Martínez Cachero, 1984-1985: 65).
«Dolores Medio no consigue salir de una novela de intención social, factura realista y
procedimientos tradicionales; su registro sigue sin ninguna variación, las técnicas narrativas
que utiliza en la elaboración de la ficción son una reiteración de los recursos tradicionales
del género» (Montejo Gurruchaga, 2000: 225). Y sobre la novelística de Dolores Medio,
véanse Jones (1974), Smoot (1983), Martínez Cachero (1984-1985), Pérez (1988), Ruiz Arias
(1991) y Montejo Gurruchaga (2000), entre otros.
1
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LA RETÓRICA PATERNALISTA EN DIARIO DE UNA MAESTRA DE DOLORES MEDIO
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De hecho, la autora, en una suerte de nuevo naturalismo, se complace en
sumergir a los personajes en un ambiente y unas circunstancias que ejercen
una influencia decisiva sobre ellos y que normalmente determinan que sus
vidas queden marcadas por la rutina, el sinsentido y la enajenación. En La otra
circunstancia (1972), novela de la autora cuyo título, en opinión de Smoot
(1983: 101), bien podría aplicarse a la obra completa de Dolores Medio, Diego
Jiménez, erigido en portavoz de la autora, proclama que aunque en el hombre no haya que desestimar la fuerza de la herencia, son el ambiente que le
rodea, su situación y otros factores nada despreciables los que suelen determinar su conducta. En la novelística de nuestra autora estas circunstancias son,
primordialmente, las de la Guerra Civil; y Diario de una maestra no es, en
este sentido, una excepción.
Esta novela, publicada en 1961, aunque redactada unos años antes2, evoca,
con la serenidad propia del distanciamiento en el tiempo, quince años de una
vida, la de la joven maestra Irene Gal. La obra consta, en total, de 28 capítulos, que pueden agruparse, tomando la Guerra Civil como eje temporal, en tres
grandes secciones: preguerra (18 de mayo de 1935 / 19 de febrero de 1936),
guerra (19 de febrero de 1936 / 1 de abril de 1939) y posguerra (1 de abril de
1939 / 4 de mayo de 1950). En la primera sección, Irene, recién terminados sus
estudios de Magisterio y antes de aceptar destino como docente en el medio
rural asturiano, recibe en Oviedo un curso preparatorio. El 18 de mayo de 1935,
cuando apenas cuenta con diecinueve años, queda fascinada por Máximo Sáenz,
quien, a la sazón, impartía una conferencia en este curso; y, al salir del aula,
inicia con él una tempestuosa relación sentimental, físicamente consumada ese
mismo día3. Pronto Irene es enviada como maestra a La Estrada, donde su heterodoxia causa recelo, pero donde consigue ganarse la confianza y el aprecio
de sus alumnos, que valoran su innovadora práctica pedagógica.
Al estallar la Guerra Civil, punto de inflexión de la novela, Máximo Sáenz
es encarcelado por motivos ideológicos e Irene pasa a desempeñar labores de
enfermera en un hospital. También destituida temporalmente de su plaza por
la Comisión Depuradora a causa de su talante progresista, la muchacha atraviesa tiempos difíciles, en los que, con todo, a costa de grandes sacrificios,
consigue hacer llegar a Máximo a la cárcel, además de cartas amorosas, pa2
Su publicación se demoró hasta once años por causa de la censura. Como detalla López
Alonso en su edición de la obra (Medio, 1993: 50-51), el censor introdujo hasta cinco cortes por motivos de moral, primordialmente sexual. La obra completa, sin cortes, vio la luz
sólo a partir de 1985.
3
Por este motivo, entre otros, los censores no dudaron en decir que en la novela había
«escenas escabrosas muy subidas», así como en calificar a su protagonista de «joven maestra entre ingenua y desvergonzada». Afirmaron también que el personaje principal era «inmoral en su vida privada» y que parecía carecer de ideales religiosos y moral católica, algo
difícilmente perdonable en una maestra. Véanse los documentos reproducidos por Montejo
Gurruchaga (2000: 220-222).
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quetes con ropa y alimentos. Al recuperar la protagonista su plaza y volver a
ejercer el magisterio, siente, en cierto modo, renacer en ella la ilusión, aunque no deja de rememorar con melancolía los días felices del pasado. Abrumada por la soledad, se siente tentada a aceptar la oferta matrimonial de Bernardo Vega, pero decide permanecer fiel a su filósofo y declina heroicamente
la propuesta, junto con la felicidad campestre que Bernardo le brinda. Como
Penélope, prefiere evocar el recuerdo de su «héroe» mientras teje, aguardándolo fielmente durante años:
Irene teje. Está haciendo un jersey para Máximo Sáenz. A Irene Gal le agrada tejer, hacer
cualquier labor que le deje libre la imaginación, para recrearse en el recuerdo de Max.
Es el único placer que Irene Gal se permite. Ocho años de separación, de esperar sin
esperanza, no han conseguido borrar las breves horas de su intimidad (260)4.
Pero a Máximo Sáenz sus años en prisión lo han afectado profundamente. Cuando en 1949 abandona la cárcel, lo hace decidido a desvincularse de
Irene y a casarse con una mujer adinerada, que le asegurará el bienestar material. Ante la expectativa de su llegada, la protagonista, que ignora todo esto,
hace planes frenéticos. Concretamente, acaricia la idea de montar, con el pequeño capital que ha reunido, una granja en la que ambos podrán disfrutar de
una vida sana hasta que las circunstancias permitan a Máximo regresar a la
Universidad. La alegría sin freno que siente por su llegada y el temor a que,
después de tanto tiempo, él note el estrago de los años y de las privaciones
de la guerra sobre su cuerpo adolescente se disuelven en un devastador encuentro final. El paseo de ambos por la carretera al despedirse, reflejo especular del encuentro inicial, se le antoja a la narradora sembrado, como las
zanjas de la guerra, de cadáveres, en este caso «cadáveres de ideales» (333).
2. DIARIO
DE UNA MAESTRA: COORDENADAS GENÉRICAS
Basándose en que la autora adopta una postura política e ideológica para
relatar, con actitud crítica, la situación que un sector de la población española padece antes, durante y después de la Guerra Civil, sostiene Montejo Gurruchaga que Diario de una maestra es una «novela social en el más estricto
sentido del término» (2000: 219). Ahora bien, no menos importante es el
componente autobiográfico de esta obra. En el epígrafe «El diario como ficción autobiográfica», López Alonso (Medio, 1993: 51-60) estudia las peculiaridades que en este sentido caracterizan a la novela. Ésta, por un lado, se
presenta como diario, y, mediante la especificación en cada capítulo de día,
mes y año en que se desarrolla, parece querer establecer un nexo entre realidad y ficción. Por otro lado, la autora recurre, para marcar distancias con esa
4
Citamos todos los pasajes de la novela por la edición de López Alonso en Medio (1993).
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forma discursiva, a la enunciación en tercera persona y al uso abundante del
diálogo. Esta tensión entre el deseo de revelar la inspiración autobiográfica
de su obra y la necesidad de ocultarla o distorsionarla se aprecia también en
las afirmaciones de la propia autora en torno a Diario de una maestra:
En Diario de una maestra volvemos a encontrarnos con el factor autobiográfico,
influyendo de una manera decisiva en la novela. Pero de nuevo he de aclarar que
la trama, el argumento de la obra es imaginario. Ahora bien, he aprovechado para
escribirla mis experiencias como educadora (Medio, 1991: 60).
Pese a las declaraciones de la novelista sobre el carácter imaginario del argumento, la crítica ha coincidido al señalar que Dolores Medio «novela su propia
vida» (López Alonso en Medio, 1993: 72), tanto en lo referente a sus vivencias
durante la Guerra Civil y la posguerra, como en lo que atañe a sus experiencias
como educadora en la escuela republicana, que en realidad tuvieron lugar al comenzar los años treinta, y no tan tardíamente como en el Diario. A la realidad
remite, asimismo, su destitución temporal de la plaza, pues, como Irene Gal,
Dolores Medio fue expedientada por la Inspección Provincial de Enseñanza, reincorporándose a su escuela un tiempo más tarde, según recuerda en su libro de
memorias Atrapados en la ratonera (1980). Lo mismo podemos decir, en fin, de
la trama amorosa, porque Dolores Medio se inspira en sus años de juventud para
relatar la relación que mantuvo con un discípulo de Ortega y Gasset, cercano a la
Institución Libre de Enseñanza, que había vivido en Alemania y conocía las teorías de la época sobre nuevos métodos didácticos. Incluso el encarcelamiento del
hombre amado y la visita que Irene le hace en la prisión de Castropol remiten a
hechos reales, como demuestra el dato, muy significativo, de que en las memorias se recoja no sólo el episodio, sino hasta el diálogo que los personajes mantienen en ese capítulo de la novela (Medio, 1980: 166).
La relación amorosa entre estos personajes es el eje fundamental en torno
al cual se articula el relato, por lo que el hermanamiento con la novela sentimental parece claro. Esta tendencia a lo afectivo, con todo, la explica Montejo Gurruchaga (2000: 220), más inclinada a considerar la obra una «novela
social», por el hecho de que a la censura solía resultarle bastante más digerible la pintura de «grandes pasiones y conflictos dramáticos» que la expresión
de discrepancias sociales y políticas.
3. DIARIO
DE UNA MAESTRA: COORDENADAS IDEOLÓGICAS
Se ha apuntado como propósito más evidente de Diario de una maestra la
defensa de las corrientes pedagógicas reformistas que brotaron en los años treinta5
Sobre la enseñanza en la Segunda República véase el trabajo, ya clásico, de Pérez Galán
(1975).
5
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y que se vieron abortadas con la guerra y la posterior dictadura, algo que debe
relacionarse con la experiencia vital de Dolores Medio. Desde el punto de vista
pedagógico, Irene Gal, como la autora, encarna los ideales de educación libre y
progresista que primaban durante la II República. Su destino como maestra a la
remota aldea de La Estrada, donde aplica todos estos principios con enorme fervor y entusiasmo, debe entenderse en el marco de la actividad promovida por el
Patronato de Misiones Pedagógicas para instruir a la población rural6; y la conferencia inicial de Máximo Sáenz sobre la revitalización de la enseñanza y la necesidad de llevar a la escuela el nuevo concepto de la existencia, en el marco de los
cursos de perfeccionamiento destinados a los maestros de zonas que disfrutaban
de una Misión.
Máximo Sáenz, por su parte, se revela como el representante en la ficción
de la modalidad del krausismo que se desarrolló en los años previos a la
Guerra Civil (que, a su vez, es continuación de la etapa del krausismo que se
extendió desde la Restauración de 1875 hasta 1917)7. No en vano, el espíritu
pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza alcanzó su máximo esplendor durante la II República. El vínculo con el krausismo se explicita también
en el nombre con que la autora bautiza al personaje: Máximo Sáenz comparte nombre de pila con Máximo Manso, el krausista al que Galdós retrató en
El amigo Manso8; y su apellido podría considerarse evocación paronomásica
del apellido de Julián Sanz de Río (1814-1869), el adalid del krausimo en
España, cuya obra El ideal de la humanidad ha sido considerada, de hecho,
fuente fundamental de la novela de Galdós (Quevedo García, 2000)9. Los pro6
En el Decreto de creación del Patronato de Misiones Pedagógicas, publicado el 29 de
mayo de 1931, se declara textualmente que el propósito central de este patronato es el de
«llevar a las gentes, con preferencia a las que habitan en localidades rurales, el aliento del
progreso y los medios de participar en él, en sus estímulos morales y en los ejemplos del
avance universal, de modo que los pueblos todos de España, aún los apartados, participen
de las ventajas y goces nobles reservados hoy a los centros urbanos».
7
Un análisis detallado de este proyecto filosófico y de su permanencia en el tiempo puede
verse en Abellán (1979-1989: IV: 394-534), Díaz (1973), Jiménez Landi (1971: 313-414) y
López-Morillas (1956).
8
La función narrativa de los nombres propios en El amigo Manso la estudia Quevedo
García (1989-1990), que alude a cómo el nombre de pila del protagonista galdosiano se
refiere tanto a su condición de catedrático de filosofía —disciplina caracterizada por el uso
de la máxima divulgadora de un contenido moral, ético o pedagógico—, como a su ocasional vanidad, cifrada en la obtención de dicha cátedra. Que también en la novela de Dolores
Medio el personaje masculino se llame Máximo no es coincidencia, pues hay una relación
clara entre ambos textos (Penuel, 1973; Martínez Sariego, 2009).
9
Sea como sea, al margen de estas alusiones, apreciables tan sólo para el lector culto,
Máximo puede verse como mero nombre parlante. Se trata de un antropónimo adecuado para
el personaje a quien se aplica, pues es denotativo tanto de la grandeza intrínseca que repetidamente le atribuye la protagonista de la novela como de la importancia que asume en el proceso de su formación. La figura de Máximo Sáenz, no en vano, adquiere, ante los ojos de Irene,
proporciones inmensas: «Máximo Sáenz es enorme. Es, a sus ojos, uno de esos hombres ex-
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fesores de la Escuela Normal de Maestras de Oviedo que, a la salida del curso, dialogan con Máximo Sáenz, llamados Arriaga y Castro, son designados
también con nombres que evocan fonéticamente los de sus correlatos reales10.
El encarcelamiento de Máximo y la destitución temporal de Irene de su
plaza se explican, asimismo, en función de circunstancias históricas e ideológicas muy concretas. Ya un decreto del 8 de noviembre de 1936 afirmaba la
necesidad de llevar a cabo una «labor depuradora» para solucionar «los problemas de enseñanza, tan vitales para el progreso de los pueblos». La reforma educativa fue primordial para Franco, que abogó desde el principio por la
restitución de las aulas a la Iglesia. A los pedagogos librepensadores, como
Máximo Sáenz, y a los maestros republicanos, como Irene Gal, se los trató
con saña; y los ideales progresistas por los que éstos abogaban quedaron sofocados por el patriotismo, el catolicismo y el adoctrinamiento en la lealtad
al caudillo11.
4. SENTIDO
Y ALCANCE DE LA RETÓRICA PATERNALISTA EN
DIARIO
DE UNA
MAESTRA
4.1. Infantilismo y paternalismo
Presentar una relación prematrimonial en el marco de una filosofía republicana y progresista era un propósito que no todos los novelistas se habrían
atrevido a acometer durante la dictadura de Franco. Según ha puesto de relieve Janet Pérez (1988) en un estudio sobre varias obras de nuestra autora,
Dolores Medio conseguía burlar la censura subrayando el infantilismo de sus
protagonistas femeninas, haciéndolas pasar por seres inocuos, niñas traviesas,
tanto en lo físico como en su forma de actuar y de ver la vida. Diario de una
maestra sería, en este sentido, un ejemplo paradigmático. La primera vez que
Máximo Sáenz se fija en Irene, ésta es, en efecto, «muy joven, casi una niña»
(73). Cuando durante las navidades de 1935 pasan juntos unos días, su figura
iluminada ante la chimenea le parece «la estampa iluminada de un libro de
cuentos»:
traordinarios que surgen de vez en cuando en los pueblos para conducirlos a su destino» (83).
Por estas razones lo llama también el «conductor» o el «guía» (177, 294, 326, 343).
10
Dato revelado por la autora a López Alonso (Medio, 1993: 77).
11
Los estudios parciales sobre la depuración y represión del magisterio en las distintas
comunidades españolas son abundantísimos. De carácter general es, por ejemplo, el de
Morente Valero (1997), que se refiere a las claves de la contrarrevolución en la enseñanza
iniciada tras el levantamiento militar de 1936 y analiza las bases ideológicas de la Nueva
Escuela Nacional-Católica junto con los mecanismos, fundamentos y alcance de la depuración política de los maestros, incluyendo listados del personal depurado en diversas provincias, entre ellas Asturias.
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Todo en ella es infantil: su figura aniñada, su alegría un poco inconsciente, su
apasionamiento por cualquier idea, la rapidez con la que forma juicios y emite
opiniones. Sobre todo son infantiles sus ojos que miran siempre limpia y directamente a los ojos de los demás, buscando la verdad (127).
Aprecia Máximo que Irene, como una niña, se ilusiona con la Navidad, y
que, mientras conversa con él, juega con la toallita blanca que tiene entre sus
manos, tratando de darle forma de oveja. Conmovido, la mece y le canta al
oído: «esta niña chiquita no tiene cuna...» (133). «Chiquitina» es, junto con
«tortuga», el apelativo con que se refiere a ella y en cuyo recuerdo ésta se
complace (176, 198, 242). En retrospectiva, la propia Irene, al pensar en cómo
era antes de la guerra, también se considera una niña:
Irene Gal era aún, dos años antes, una colegiala. La vida no tenía para ella ningún matiz. Una especie de limbo, sin pena ni gloria, con la única evasión al mundo
de los alegres proyectos. Y en esto, entró en su vida Máximo Sáenz (231).
Se expresa de forma patente en estas líneas uno de los pilares básicos sobre
los que se sustenta el patriarcado: el de la mujer cuya vida no adquiere sentido más que ante la llegada del «esperado», de aquel que habrá de de dar
sentido y plenitud a su existencia, haciéndola renunciar a todo, incluso al
derecho de crear su propia identidad, en aras del amor. Al comienzo de la
novela, Irene, en efecto, se nos aparece sometida e inmovilizada por una fascinación sin límites. Y Máximo Sáenz, por su parte, cumple con el papel que
el guión del patriarcado le impone: el de proveedor, benefactor y tutor de la
mujer. Cuando tras su primera relación sexual, comprueba, contrariado, que
la muchacha era virgen, se siente embargado por un sentimiento de responsabilidad:
He aquí a una muchacha que hace apenas tres horas no conocía y que ahora tiene algún derecho, indudablemente, a apoyarse en su brazo para defenderse de su
miedo a lo que la rodea. Y esto le fastidia. ¡Sí, le fastidia! Francamente, le carga.
Al primer sentimiento de plenitud, de animal satisfecho y agradecido, le sustituye otro desagradable, de responsabilidad (86).
Tras reprocharle a Irene, con medias palabras, no haber «jugado limpio»,
esto es, no haber revelado antes su condición, queda desarmado por la ingenuidad de la muchacha, que no sabe a lo que se refiere: «¿La verdad? ¿Qué
verdad, señor Sáenz? ¿Qué quiere que le diga?» (86). Desde ese momento,
Máximo, que aprieta su brazo con ternura, se compromete a protegerla, para
que no tenga nunca que arrepentirse de lo acontecido:
Está bien, está bien... Mejor será no dar vueltas y vueltas sobre lo mismo. Las
cosas hay que afrontarlas serenamente (...). Escucha, pequeña, yo no soy un santo. No presumo de ser un caballero de la Tabla Redonda. Pero tampoco soy un
canalla. Conozco mejor que tú la sociedad en la que has de vivir y... en fin, Irene,
procuraré que no te arrepientas nunca de lo que ha sucedido (87).
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La relación sexual marca el paso de la prehistoria a la historia, del limbo
de la infancia al fragor de la vida adulta. En la lógica patriarcal, la mujer ve
marcada su autonomía por el amor exclusivo hacia quien la ha iniciado; y
quien la ha iniciado, a su vez, salvo que sea un «canalla», ha de velar por ella
en justa correspondencia. A lo largo de la novela se incide constantemente en
esta idea (232, 336). La historia de la pareja queda resumida en las páginas
finales (332-333):
Antes de la guerra, en una época que ahora parece remota, un hombre y una mujer
caminaban juntos. Él era un hombre fuerte y ambicioso, con muchos proyectos
en la cabeza. Aunque había andado gran parte de su camino, creía en la buena
voluntad de los hombres, en la posible inteligencia de la Humanidad (...) Ella era
una adolescente, casi una niña. Creía ciegamente en todo. Y admiraba al hombre.
Puso su vida en sus manos, sencillamente, como hacía todas las cosas. Y el hombre se asustó con aquella entrega. No era un conquistador profesional. Tomaba
el amor donde lo encontraba y se iba agradecido y satisfecho. La pureza de la
mujer le hizo sentirse culpable. Entonces le prometió que haría lo posible para
que ella no tuviera que arrepentirse de la confianza que había depositado en él.
Infantilismo y paternalismo son las estrategias literarias de las que se sirve Dolores Medio en su novela para fingir no apartarse del orden dominante
y así esquivar la censura. Sin embargo, mediante su reescritura del mito de
Pigmalión, subvierte de forma sutil uno de los pilares del patriarcado, según
veremos a continuación.
4.2. Fundamentos de la retórica paternalista: el mito de Pigmalión
En estrecha relación con la retórica paternalista a la que nos acabamos de
referir se halla, en efecto, la configuración literaria de la pareja sobre el modelo del mito de Pigmalión, relato por excelencia del patriarcado. El mito
ovidiano del escultor que se enamora y consigue dar vida a su obra, incluido
en las Metamorfosis (X, 243-297), conoció durante la segunda mitad del siglo XVIII y durante el siglo XIX una variante sociopedagógica, claro reflejo
de su época, por la que la estatua pasó a simbolizar a la mujer como el ser
instintivo cuya vida debía ser encauzada por el varón, que asumía el papel de
educador12. Según estas coordenadas, en Diario de una maestra manifiesta la
narradora que Máximo Sáenz imagina a la joven Irene como materia moldeable: «Irene era sólo su Tortuguita: la muchacha infantil y dócil, apta para
compañera, arcilla blanda en sus manos, dispuestas a modelarla a su capricho,
12
Cf. Coulet (1998). Desde una perspectiva general, la herencia de Pigmalión en las literaturas modernas es abordada por Rueda (1998). Hillis Miller (1990) se refiere a las reescrituras
decimonónicas del mito en las letras inglesas desde una óptica deconstructiva. Las transposiciones del mismo en la novela decimonónica española las estudia Delgado (2005).
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como un nuevo Pigmalión» (139). Se juega, incluso, con la metáfora de la
escultura (141):
— Quítate la ropa... así... Un momento, sólo un momento... Déjame verte desnuda (...)
Y después de unos momentos de admiración:
— ¡Cómo me agradaría ser escultor!
Ella dice:
— Lo eres... En cierto modo...
Irene, a su vez, reflexiona, según la propia narradora nos indica, sobre el
deseo de abandonar su vida, y su pensamiento, en manos del hombre:
Es curioso lo que le ocurre a Irene. Cuando está sola y tiene que actuar, cobra energía
y resuelve rápidamente. Cuando está con Máximo Sáenz —¿una jugada del subconsciente?— se le entrega de tal modo, que hasta le da pereza pensar. La invade como
una especie de laxitud, de dejarse ir... No le hace sólo una entrega material, sino
intelectual. Como si le dijera: «Piensa tú por mí». Le agrada abandonar su personalidad, sentirse niña, vivir y actuar como una criatura que se sabe mimada y protegida. Hasta eso: «Piensa tú por mí. Yo, un objeto tuyo...» (166-167).
Una lectura feminista del texto, como ya expuso, con sentido común, Janet Pérez (1988: 39), encontraría a Max «paternalista y patriarcal en extremo».
Pero hay que tener en cuenta que esas mismas cualidades servían para investir al texto de dignidad moral frente a la censura, que, en caso contrario, no
habría permitido la publicación de la novela. Con la II República la mujer
había superado su pasividad anterior y su confinamiento en el ámbito familiar. Había pasado a tener voz y voto, y a ser, hasta cierto punto, dueña de su
destino. La dictadura la devolvió al hogar, de donde se consideraba que nunca tenía que haber salido. De hecho, con el régimen franquista se produjo, en
muchos sentidos, un retroceso de varias décadas, y, en relación con lo que nos
atañe, el retorno a un modelo educativo cuyo objetivo primordial era hacer
de la mujer una buena esposa y excelente madre, un ser sin voz propia que
pasaba de la tutela de su padre a la de su marido. El discurso de posguerra
sobre la mujer remite, efectivamente, al ideal de domesticidad burguesa postisabelina13. Sus forjadores, sin dudarlo, habrían suscrito las declaraciones de
Benito Pérez Galdós, según las cuales la mujer, por ser infinitamente más
maleable que el hombre, más flexible y movediza, «cede prontamente a la
influencia exterior, adopta las ideas y los sentimientos que se le imponen y
concluye por no ser sino lo que el hombre quiere que sea... un reflejo de las
locuras o de las sublimidades del hombre» (Pérez Galdós, 1944: 36-37).
La cita de Galdós no es gratuita, en la medida en que, según avanzamos
antes, Dolores Medio, al novelar su experiencia verídica de amor y pedagoLa construcción del discurso de la domesticidad, aspecto clave de la formación discursiva
burguesa la estudia, especialmente desde la aportación literaria femenina, Blanco (2001).
13
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gía, parte de la base no sólo del mito del escultor chipriota enamorado de su
estatua, sino de la reescritura implícita del mismo que llevó a cabo Galdós
en varias de sus obras14 y, singularmente, en El amigo manso 15. Lo más interesante del caso es que Dolores Medio, aun enfatizando de forma palmaria el
ingrediente paternalista del mito de Pigmalión, conforme avanza la novela,
contraviene sutilmente tanto el mito clásico como el texto galdosiano.
4.3. Subversión de la retórica paternalista: contestación del hipotexto galdosiano
La subversión más apreciable del mito clásico en Diario de una maestra
es una relativamente frecuente en las transposiciones modernas del relato
ovidiano, especialmente en las del siglo XIX, incluidas las galdosianas: la
empresa se malogra16. Esto se debe, normalmente, al carácter inflexible e indómito de la mujer, que no es, como expresó palmariamente el protagonista
de La familia de León Roch (1878), tras el fracaso de su experimento, «un
carácter embrionario», sino «formado y duro»; no barro flexible, pronto a
tomar la forma que quieran darle las manos del artesano, sino «bronce ya
fundido y frío, que lastimaba los dedos sin ceder jamás a su presión» (Pérez
Galdós, 2003: 192). Incluso cuando hay un deseo sincero de liberar a la mujer de la incultura y la superstición —recordemos que los krausistas consideraban la educación de la mujer española «una condición indispensable para su
propia felicidad y para que pueda contribuir a la de su marido y preparar la
de sus hijos»—, la «falta de un referente material que permita al hombre ejecutar la escultura» hace fracasar la empresa pedagógica y, con ella, la relación (Charnon-Deutsch, 1997: 176).
Frente a estas reescrituras galdosianas del mito, marcadas por el pesimismo, la novela de Dolores Medio (que no abandona, con todo, la esfera del
desencanto) supone otra vuelta de tuerca. Irene es también rebelde: «no es tan
fácil de modelar (...) tiene voluntad» (139). Pero, según Máximo razona, «Irene
14
Sobre el mito de Pigmalión en Galdós, cf. Alan Smith (1990), que realiza una sugerente panorámica, centrada, sobre todo, en La familia de León Roch y en Fortunata y Jacinta;
Jagoe (1992), que centra su interés en La familia de León Roch; y Charnon-Deutsch (1997),
que elabora, como Alan Smith, un estudio de conjunto. Smith (2005) recoge y comenta todas estas aportaciones en un capítulo de su estudio sobre Galdós y la imaginación mítica.
15
La relación de Diario de una maestra con El amigo Manso fue apreciada ya por Penuel
(1973), pero ninguno de los estudios posteriores sobre la novela de la asturiana que hayamos consultado recoge esta referencia. A la novela galdosiana como eslabón intermedio entre
el mito clásico y Diario de una maestra nos hemos referido en Martínez Sariego (2009).
16
A propósito de la novelística en lengua inglesa, constata este dato, y lo comenta desde su lógica deconstructiva, Hillis Miller: la estatua construida por Pigmalión «escapes male
domination once more, though she was initially no more than a complex version of a
rhetorical figure [prosopopeia]» (1990: 51).
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Gal es suya, enteramente suya. Hasta en su rebeldía. Porque Irene Gal defiende
las ideas que él le ha inspirado» (140). En lo que atañe a la subversión del
hipotexto galdosiano existen, en este sentido, otros detalles más significativos.
Es importante, por ejemplo, el hecho de que, por «sentido del deber», Irene
resista heroicamente los avances de su pretendiente, Bernardo Vega, a quien
la narradora define como un «hombre de acción» que «no respeta gran cosa
a los que especulan con el pensamiento», y en cuya boca pone la siguiente
caracterización: «Yo no soy hombre de letras, como su filósofo» (288). No
es difícil percibir aquí el eco de la dicotomía entre hombre de pensamiento /
hombre de acción que se expresaba en El amigo Manso, novela en la que
Máximo Manso, el hombre de pensamiento, el ángel que desdeñaba ser hombre para guardar las puertas del Paraíso, el estratega de gabinete que en su
vida ha olido la pólvora y se consagra con denuedo «a estudiar las paralelas
de la plaza que pretende tomar» (376)17, se ve desplazado por el hombre práctico, su discípulo Peñita, el «soldado raso» que, sin haber jamás cogido un
libro de arte, se lanza, espada en mano, a la plaza y la toma a degüello. La
Irene de Dolores Medio se consagra heroicamente al hombre de pensamiento, aun cuando su pretendiente le recuerda que no sería extraño que éste acabara sus días «pudriéndose» en la cárcel18, mientras que la de Galdós no vacila ni un momento en entregar su amor al hombre de acción, al joven
aclamado por las multitudes, y si recurre a Manso es sólo para que concierte
su matrimonio con quien la ha «deshonrado».
La Irene de Galdós, por tanto, lejos de ser una maestra entregada a altos
ideales, no responde al ideal de mujer-razón, sino al tipo de muchacha corriente cuyo ideal es el matrimonio con el hombre de éxito y de dinero: «Penélope aburguesada que teje frivolité en vez de tapices» y que, cual reflejo degradado del modelo clásico, «elabora su novela con nudos mientras espera al
marido rico y célebre» (Turner, 1980: 392). Al Manso galdosiano, por el contrario, aunque los personajes lo definan como el hombre incorpóreo, «sin sangre ni nervios, más hijo de la idea que de la Historia y de la Naturaleza» (259),
el lector puede otorgarle una cierta heroicidad quijotesca, la del hombre cuyas expectativas idealistas chocan crudamente con la realidad. Este papel heroico y desencantado corresponde, en Diario de una maestra, a la mujer, a
Irene Gal, pues Máximo Sáenz se muestra incapaz de desempeñar con entereza el papel de Pigmalión hasta el final. Quien no está a la altura de las cirCitamos todos los pasajes de la novela por la edición de Francisco Caudet en Pérez
Galdós (2001).
18
Bernardo Vega le dice a Irene: «En fin, quiero decir, sin faltar al respeto que debo a
su héroe, que es posible que se pudra en la cárcel y no es una bonita perspectiva la que a
usted se le presenta» (287). Bernardo Vega usa el verbo «pudrirse» reiteradamente (287, 291).
La propia Irene lo retoma en su discurso interior: «Bernardo tiene razón. (...) Un rojo obligado a rectificar sus ideas o a pudrirse en el anónimo y en la miseria» (292). La cursiva es
nuestra.
17
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cunstancias, quien se deja arrastrar por los valores mercantiles convencionales, no es la muchacha, sino el hombre, pues, al optar por contraer matrimonio con una mujer adinerada a quien no ama, demuestra preferir, antes que
los altos ideales, la seguridad económica que brinda un enlace de conveniencia: «...La verdad es otra... otra mujer en su vida...Todo resuelto al lado de
esa mujer...Yo, el deber... Su obra... ¡Mi pobre y cobarde Pigmalión!..» (339340). Al igual que el Manso galdosiano constata defraudado cómo su Irene
prefiere las funciones benéficas, las rifas y las novenas al estudio y la conversación seria, Irene Gal ve naufragar sus sueños cuando descubre que, después de quince años, su Máximo ha cambiado, que ha dejado de ser fiel a sí
mismo, que ya no cree en el poder de la justicia, de la comprensión y de la
tolerancia; que prefiere arrellanarse cómodamente en una butaca del Casino
o del Club, fumando su pipa, escuchando cuentos eróticos, hablando de negocios, especulando con el hambre del pueblo y hablando mal del Gobierno.
No es ese el hombre que la enseñó a pensar y a sentir, el que soñaba con un
mundo mejor para la Humanidad. Por eso comprende Irene que Máximo Sáenz
murió en 1937 y que lo que pierde cuando éste la abandona no es más que
un fantasma, un espejismo, una ilusión que alimentó artificialmente durante
años y años.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con el personaje galdosiano
masculino, quien, al ver derrumbarse la imagen ideal que de su amada se había
forjado y quedar relegado al papel de «desfacedor de entuertos» y casamentero, no encuentra más salida que dejarse morir, el desenlace de Diario de una
maestra, aunque devastador, no es del todo negativo para la protagonista. «La
suerte que aguarda al ideal en un mundo sin ideales» (Caudet en Galdós, 2001:
59), principal asunto de ambas novelas, es, en ambos casos, desoladora, pero
matizada de esperanza en la autora contemporánea. Ya E. J. Ordóñez (1986)
constató, a propósito del desenlace de Diario de una maestra: «The ‘savior’
is not to be found outside the heroine, but within (...) When the heroine discovers this, she is prepared to traverse the curse of history and transform,
however modestly, her poor disjointed world» (58-59). Así, al concluir la
novela, es Irene la que se nos aparece, en su heroicidad cotidiana, como una
mujer extraordinaria. No, quizá, como una de esas grandes mujeres que cambian el rumbo de la historia, pero sí, al menos, como la mujer capaz, en última instancia, de tomar las riendas de su vida, una vida al margen de las pautas de Máximo Saénz (que aparece, él sí, como un ídolo con pies de barro).
5. CONCLUSIONES
Nuestro objetivo en este artículo ha sido el de ponderar el alcance de la
retórica paternalista en la novela Diario de una maestra, de Dolores Medio.
Un examen atento de las coordenadas genéricas e ideológicas en que ésta se
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enmarca y un análisis de sus hipotextos —el mito clásico de Pigmalión y su
reelaboración sociopedagógica en la novela El amigo Manso de Galdós— nos
han permitido confirmar las tesis de Pérez (1988) sobre el peso que la retórica del infantilismo tuvo en la relativa aceptación de la novela por parte de la
censura. Enfrascada en la eliminación de escenas escabrosas que atentaban
contra el «buen gusto» y la moral, la censura debió de interpretar el final de
la novela, seguramente, no como subversivo —según la lectura que hemos
efectuado—, sino como el castigo divino que, según los códigos morales de
la época, merecía la casquivana protagonista por haber mantenido relaciones
prematrimoniales: quedar excluida de la institución del matrimonio y no poder formar una familia reglada. Creemos, no obstante, que, dada la ideología
republicana de Dolores Medio, no puede descartarse que el desenlace suponga una contravención consciente de la retórica paternalista del franquismo, que
postulaba la reclusión de la mujer en el hogar bajo la tutela física, moral e
intelectual del padre o del esposo. Esta novelista cuestionaría el mito no, como
hicieran Galdós y otros autores del siglo XIX inmersos en los valores de la
domesticidad, criticando la escasa ductilidad de la mujer, sino presentando a
ésta como ser verdaderamente heroico y a su pareja masculina como alguien
incapaz de estar à la hauteur. En ello radicaría básicamente la subversión de
la retórica paternalista y del mito de Pigmalión, pilar del patriarcado, en esta
novela. La autora simularía, mediante su adhesión a la lógica del mito clásico y la representación de la mujer como ser infantil, no estar apartándose del
orden patriarcal dominante, pero, en realidad, al cuestionar la capacidad del
hombre para cumplir con su papel, estaría horadando sus fundamentos mismos.
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Fecha de recepción: 18 de enero de 2010
Fecha de aceptación: 4 de junio de 2010
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 571-586, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.317
Subjetividad y espacio en El camino
y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel Delibes
Epicteto Díaz Navarro
Universidad Complutense, Madrid
RESUMEN
Este artículo se centra en el examen de algunas relaciones entre el sujeto y el espacio. En
las dos novelas de Delibes existe una preocupación por la infancia, el proceso de formación y
el medio social. Una diferencia básica tiene que ver con la separación del medio rural, en El
camino, y el ciudadano, en Mi idolatrado hijo Sisí. La narración no se configura para mantener
una tesis, sino que vemos, a través de la tercera persona, del diálogo y el estilo directo libre,
una conciencia decidiendo libremente. Si relacionamos los dos textos, su espacio y tiempo, es
la segunda la que parece estar en el origen de una configuración social en la que la respuesta
del lector debe ser crítica.
Palabras Clave: Miguel Delibes, novela siglo XX, subjetividad, espacio.
Space and subjectivity in El camino
and Mi idolatrado hijo Sisí, by Miguel Delibes
ABSTRACT
This article focuses in the relationships between subject and space in El camino and Mi
idolatrado hijo Sisí, by Miguel Delibes. Both novels show the reflection on infantry, the formative process and the environment. An important difference appears in the contrast of city and
the country area, symbolically present and past. In the two texts there is not a single thesis about
man and society, but what the reader has, through dialogues, third person narrative and free indirect style, is a consciousness deciding freely. When we try to establish a relationship between
both novels, their time and space, it seems that the second could be in the origin of a society
that produces a critical answer in the reader.
Key words: Miguel Delibes, XXth-century Novel, Subjectivity, Space.
Los lectores y una buena parte de la crítica han percibido durante medio
siglo la calidad de El camino (1950), y se ha señalado que en esta obra ya se
encuentra el tono más personal de Miguel Delibes y se anticipa una buena
parte de la narrativa que se escribe en España en años posteriores. Con las
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EPICTETO DÍAZ NAVARRO
excepciones que conocemos, Camilo José Cela y Carmen Laforet, la narrativa atraviesa durante los cuarenta una difícil situación, ya que la precariedad
de la vida dejaba poco tiempo para novedades artísticas, y habrá que esperar
a que poco a poco mejoren las condiciones materiales y a que surjan nuevos
talentos y corrientes estéticas1.
Miguel Delibes comienza a publicar poco después de los autores citados
y al recordar aquellos años, con la auténtica modestia que le caracteriza, señala que sus primeras novelas las había escrito de manera intuitiva, como «si
construyera un barco», y también añade que cuando escribía El camino era
consciente de las diferencias que separaban esa obra de sus primeros escritos.
Y, en efecto, alguno de sus rasgos serán importantes en la novela de los años
cincuenta y buena parte de los sesenta: el personaje múltiple, la reducción
temporal y espacial (el presente dilatado), una estructura fragmentaria y la
utilización del lenguaje coloquial2. Quizá a este respecto, si nos empeñamos
en buscar antecedentes, sea necesario puntualizar que la influencia del cine
neorrealista italiano es posterior a esta novela, pues las primeras proyecciones en España de esa corriente se realizaron hacia finales de 19513.
Mi idolatrado hijo Sisí (1953), es la siguiente novela en la trayectoria de
Delibes, y de nuevo presenta rasgos diferentes. Cambian las coordenadas espaciales y temporales y en ella la introspección es un elemento fundamental,
de manera que como ocurre en otros grandes narradores vemos que el éxito
de una fórmula no se convierte en cliché. El espacio, que tan significativo
resultaba, presentará ciertas diferencias, al igual que otros componentes narrativos.
Quizá, antes de proseguir con el análisis de las obra de Miguel Delibes,
convenga añadir que el espacio literario no había ocupado demasiado la atención de los teóricos hasta que Mijail Bajtín y otros teóricos señalaron su importancia y su indisoluble relación con el tiempo que subraya el concepto de
«cronotopo»: las dos dimensiones «se espesan, se encarnan y se convierten en
artísticamente visibles». Entre nuestras aportaciones teóricas merecen destacarse las de Antonio García Berrio, Ricardo Gullón y Darío Villanueva, pues
han visto la significación que cobra el espacio en la literatura contemporánea,
al mismo tiempo que se desarrollan diferentes experimentos en la temporalidad: las vidas que durante veinticuatro horas se reflejan en el Ulises de Ja1
José-Carlos Mainer ha señalado, quizá sin que esto suponga una valoración global negativa, que en los cuarenta continúa, más o menos visiblemente, la literatura de la II República, y que la nueva literatura surgiría a comienzos de los cincuenta. Véase Mainer, JoséCarlos, De posguerra (1951-1990), 1994, pp.109-112.
2
Sobre la importancia de la experimentación temporal y su importancia en otras literaturas, debe consultarse Darío Villanueva, Estructura y tiempo reducido en la novela, 1994.
3
Según apunta Luis Miguel Fernández, en noviembre de 1951, con la Primera Semana
del Cine Italiano, en el Instituto Italiano en Madrid. Véase Fernández, Luis Miguel, El
neorrealismo en la narración española de los años cincuenta, 1992, p. 61.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 571-586, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.317
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mes Joyce, en el Dublín de comienzos del siglo XX, o los espacios madrileños de comienzos de la posguerra en La colmena de Camilo José Cela.
También Antonio Garrido, en El texto narrativo, al examinar la tipología
del espacio ha señalado que hay que diferenciar entre trama e historia, y que
el espacio en la primera debemos relacionarlo con la perspectiva (características, personalidad) del narrador, y cabe distinguir, en líneas generales, los
espacios marco de aquellos que influyen en los hechos narrados (como veremos aquí). En distintas épocas, como el Romanticismo y el Realismo, el espacio podrá relacionarse con el estado anímico del personaje y, así, como
recordaba Ricardo Gullón, un paisaje es un estado de ánimo4.
El «camino», como espacio literario, es un motivo frecuente en la literatura
occidental, y sus lejanas raíces, según ha señalado Bajtín, proceden de la antigüedad y la tradición cristiana, de manera que cuando Miguel Delibes bautiza
su novela con ese título tiene tras de sí numerosos precedentes. Y es evidente
que más que una referencia espacial aquí importa la referencia simbólica, en los
múltiples contextos en que la vida puede interpretarse como camino; así puede
percibirse una referencia trascendente en la serie de situaciones que, desde el
capítulo inicial, tiene ante sí el protagonista, Daniel, «el Mochuelo».
La mayor parte de los críticos ha señalado la importancia que tiene Castilla en la obra de Delibes, sin que se trate de una visión idealizante y destemporalizada del paisaje castellano. Sara Fernández Medina, en La novela
rural castellana de Miguel Delibes, señala que ha sido uno de los escritores
que de manera reiterada ha denunciado el abandono del campo y la migración
a las grandes ciudades españolas como un fenómeno negativo. Grandes zonas
que se dedicaban a la agricultura resultarán abandonadas porque los trabajadores tendrán que ir en busca de un mínimo sustento en el sector industrial,
lo cual, para el autor, va acompañado de una pérdida de valores humanos5.
El camino es una obra clave que empieza a subrayar el conflicto que se
da al abandonar una cultura rural, y las consecuencias que acarrea en la identidad personal. Leo Hickey y Alfonso Rey6 ven esta obra, al igual que algunas posteriores, como testimonial de la situación que se vive entonces y la
definen como un texto poético sobre la niñez en el que la búsqueda de la
autenticidad resultaría un problema central.
4
Bajtín ha estudiado la importancia de diversos tipos de espacio, como el salón, el castillo o el umbral. El espacio fantástico ha sido brillantemente analizado por Rodríguez Pequeño, Javier, Géneros literarios y mundos posibles, pp.128 y siguientes.
5
Véase Fernández Medina, Sara, La novela rural castellana de Miguel Delibes. Historia de un Éxodo, 2008.
6
La bibliografía sobre el libro es amplia y solo cito alguno trabajos fundamentales que se
le han dedicado. Cronológicamente, entre los primeros que llaman la atención sobre la novela
figuran Hickey, Leo, Cinco horas con Miguel Delibes, 1968; y Rey, Alfonso, La originalidad
novelística de Delibes, 1975; entre otros aspectos discuten la interpretación del argumento como
el conflicto entre la vocación del individuo y las imposiciones de la sociedad.
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Por otro lado, Sara Fernández Medina señala que El camino se sitúa en
un momento histórico en que el éxodo a las ciudades es constante pero aún
no ha alcanzado las enormes proporciones que adquiere años después. Solo
algunos críticos creen que existe en esta novela una postura «anti-progreso»
y reaccionaria, lo que, en mi opinión, no parece cierto y, aunque lo fuera,
habría que preguntarse si por ello perdería su calidad literaria. La posición de
Miguel Delibes, según veremos, tiene que ver con la rememoración de una
cultura rural que él conoció y que o bien ha desaparecido o bien está reducida a sus últimos vestigios.
Puede añadirse que respecto a la tradición novelística del XIX y de la
primera mitad del XX, el comienzo de esta narración apunta al modelo de la
novela de aprendizaje, bildungsroman, pero hay que puntualizar que Delibes
se ocupa en este relato de un tiempo que se situaría como prólogo, o como
sección inicial, de ese tipo de novela: el mundo del que parte el joven para
luego llegar a la gran ciudad donde se desarrolla el proceso de aprendizaje.
El mundo que encontrará el héroe en la ciudad es el mundo moderno con sus
continuos cambios, sus identidades inestables y en el que el personaje pasa a
una nueva etapa en su evolución, tras superar una serie de pruebas. Aquí, sin
embargo, lo que se narra es el recuerdo, lo anterior a la vida futura, de manera que la distancia que separa al narrador de los hechos es corta, y la visión del mundo del niño transmite los hechos con intensidad, muchas veces
con el barniz idealizador de la memoria7.
La técnica que sigue la presentación es en parte semejante a la de Los
santos inocentes y otras narraciones del autor, pues en las primeras páginas
no se establecen las referencias espaciales o geográficas, sino que se dan más
adelante. Y quizá sea preciso señalar que aunque aquí vamos a referirnos al
espacio, en la mayor parte de las circunstancias novelescas encontramos un
espacio implícito, a veces indicado pero no descrito8. Esto es, la conciencia
del personaje y las relaciones humanas constituyen el centro del relato; así,
no se describe la casa del protagonista (apenas se dice que las tablas del suelo de madera le permiten a Daniel oír la conversación de sus padres en el piso
bajo), ni tampoco otros lugares en que se sitúan los hechos narrados: la iglesia; la fragua, donde trabaja el padre de uno de sus amigos; la cantina de
Quino, «el manco», etc; y, por ello, cuando se describe un espacio, aunque
sea en escasa medida, cobra especial relevancia.
La ausencia de descripciones podría deberse a la perspectiva infantil que
predomina en el texto y, en mucha mayor medida, a un presupuesto que po7
A este respecto puede consultarse el estudio de Cabo Aseguinolaza, Fernando, Infancia y modernidad literaria, 2001.
8
Lo señala acertadamente Alfonso Rey, en el libro citado, y el autor dijo que en esta
novela reflejaba la Montaña, uno de los espacios castellanos, mientras otros textos se sitúan
en otros espacios de la región.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 571-586, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.317
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demos inferir al avanzar la lectura: no es necesario describir lo conocido, pues
el pueblo del relato es semejante a muchos otros, casi arquetípico, de modo
que solo son necesarios unos mínimos elementos para constituir un «mundo
posible», según los define Tomás Albaladejo (1991: 20-23), y lo que le singulariza son los seres humanos que lo habitan. En ocasiones, al presentarse
un mundo limitado, desde la perspectiva de un niño, encontramos una ausencia de detalles y una forma directa de narrar que, según la crítica, constituiría la segunda etapa en la narrativa de Miguel Delibes9.
Al ir avanzando el relato vemos que la vida del protagonista, de sus amigos y de los vecinos de su pueblo, se mantiene dentro de un espacio muy limitado, como si fuera una burbuja que contiene la vida y que limita con lo
desconocido. El referente aquí, como tantas veces en la obra del escritor, es
el espacio rural y unas formas de vida tradicionales, entre las que destaca un
niño que merece el apodo de «el Mochuelo», por su forma de mirar las cosas
y las personas10. En la pequeña población en que vive nunca pasa nada, y se
define, aunque no haría falta, como un «pueblecito pequeño, retraído y vulgar», en el que solo se dan pequeños sucesos y actividades que siguen cíclicamente el orden natural, los trabajos en el campo, de manera semejante al
«cronotopo idílico» que describía Mijail Bajtín11.
El capítulo III incluye la primera descripción de cierta extensión del espacio narrativo: la acción se sitúa en un pequeño valle, cruzado por una carretera y una vía férrea que, desde Castilla, lo atraviesa de sur a norte, y que
corre paralela a un río, de manera que en ese lugar se cruzan la naturaleza y
la construcción humana. La presencia de la modernidad, con sus rápidos transportes, resulta ambigua porque en principio no conlleva ninguna consecuencia negativa, al dejar de lado al pueblo y sus habitantes, y al suponer que en
una de sus direcciones esas vías van hacia el mar y, por tanto, hacia la libertad y el espacio sin límite12. Cuando los niños u otros observadores miran el
paisaje este se caracteriza por la geometría de sus líneas y colores, y los prados y los maizales se ven al mismo tiempo que coches y trenes que tienen a
lo lejos el aspecto de figuritas de un «nacimiento», de manera que resultaría
Santos Sanz, señala, por una parte, la unicidad en la obra del escritor, y también afirma que probablemente Cinco horas con Mario abriría una nueva etapa en la narrativa del
vallisoletano. Véase Sanz Villanueva, Santos, El último Delibes y otras notas de lectura,
2007, pp.20 y siguientes.
10
Al espacio en sus novelas, y en otros textos, se han referido múltiples críticos; con
respecto a la narrativa breve del autor merecen citarse Sobejano, Gonzalo (ed.), Miguel
Delibes, La mortaja, 1999; y Villalba, Marina, «El espacio narrativo en el relato corto de
Miguel Delibes», Lucanor 16 (1999), pp. 43-51.
11
Véase Bakhtin, Mikhail M., The Dialogic Imagination. Four Essays, 1981, p. 84 y
siguientes.
12
Quizá podemos ver aquí el recuerdo de «Adiós, Cordera», el magnífico relato de
Leopoldo Alas.
9
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un conjunto armónico: las grandes dimensiones quedan, con la comparación,
reducidas al interior doméstico y a un elemento fundamental en el espacio
familiar en diversos países.
Se trata de un lugar en el que, en general, la vida transcurre despreocupada, al margen de los avances y la evolución de la civilización, y del que el
protagonista, y muchos otros, no encontrarían razón alguna para tener que
abandonarlo: según se comprueba en el hijo del boticario, que vuelve ocasionalmente de la ciudad, la vida rural de los niños y los adultos contrasta con
la soberbia y la artificiosidad de los que han abandonado el mundo campesino, y lo miran con desdén desde la perspectiva que supone la identidad ciudadana. No obstante, es fácil entender la angustia del niño, en la situación de
tener que abandonar el espacio en que ha vivido siempre y, por deseo de su
padre, ir a estudiar a la ciudad en busca de un porvenir mejor: la noche antes
de que el Mochuelo deje su pueblo es el marco en que sucede la novela, pero
también vemos que se incluye algo más, parte de las vidas de sus vecinos,
que solo puede haber conocido en escasa medida un niño de corta edad. De
este modo, a la visión del niño se suma otra visión complementaria, la del
narrador en tercera persona que no se utiliza para discrepar sino para ampliar
la percepción de Daniel o referir otros aspectos de la vida y dar una mayor
impresión de objetividad o, si se quiere, de verosimilitud.
Y es en el citado capítulo III donde se produce una significativa conversación de Daniel con su amigo Roque, «el Moñigo», un niño que se caracteriza por su afición a las demostraciones de fuerza y las peleas, y con el que
contrasta su personalidad. Cuando empieza a anochecer los dos niños miran
la bóveda celeste y las estrellas, y se preguntan por su situación y la del planeta, y vemos su repuesta ante lo que no puede abarcarse con el sentido común y lo que no comprenden. Dice Roque:
— Mochuelo, ¿es posible que si cae una estrella de ésas no llegue nunca al fondo?
Daniel, el Mochuelo, miró a su amigo, sin comprenderle.
— No sé qué quieres decir —respondió.
El Moñigo luchaba con su deficiencia de expresión. Accionó repetidamente con
las manos [...] Si una estrella se cae y no choca con la Tierra ni con otra estrella,
¿no llega nunca al fondo? ¿es que ese aire que las rodea no se acaba nunca? [...]
— Moñigo.
— ¿Qué?
— No me hagas esas preguntas; me mareo.
— ¿Te mareas o te asustas?
— Puede que las dos cosas —admitió. (2007: 307-308)13.
Se trata de una nueva versión de la conocida reflexión de Pascal «El silencio de los espacios infinitos me aterra». De forma en apariencia casual, se
13
Cito por la edición Miguel Delibes, Obras completas I. El novelista I , 2007.
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alude a un clásico problema del conocimiento, un problema metafísico, si se
permite la expresión. Los niños, al igual que su ilustre antecesor, sentirían que
el hombre y la Tierra han perdido su antigua condición central. Perciben vagamente el mundo y lo inabarcable del espacio exterior, es decir, lo desconocido que resulta incomprensible.
Las montañas en la lejanía son de una magnitud distinta de aquellas que se
sitúan cerca, y también causan miedo en el niño, mientras que el espacio próximo y conocido supone una «vibración vital» que le satisface y le tranquiliza.
Como señalaba Ricardo Gullón, en Espacio y novela, el ser humano está condicionado por la «atmósfera física y moral» en que vive (1980: 17). Los efectos de la cercanía y la lejanía están presentes en las numerosas secciones en que
el narrador, en sintonía con el protagonista, hace referencia al sentido del olfato y las sensaciones que son reconfortantes, como el tacto de la hierba y su
humedad, el queso, e incluso los excrementos de vaca; y a ello se suman también sonidos que aluden a un mundo antiguo, como el «chirriante e iterativo»
de una carreta de bueyes (un sonido que ya es un eco del pasado).
Los cambios son perceptibles según las épocas del año, y así un día de
lluvia no solo cambia el aspecto de los prados y su color verde, también las
montañas e incluso el ruido del tren se atenúa: «A veces las nubes se agarraban a las montañas y las crestas de estas emergían como islotes solitarios en
un revuelto y caótico océano gris» (2007: 352). La belleza de las imágenes
que ve el niño está esbozada por el narrador en palabras que le serían ajenas;
y si, por un lado, la lluvia y las tormentas forman parte del ciclo natural, y
no afectan negativamente a la vida en el valle, por otro, podría verse cierta
ambigüedad en la comparación con el mar y su amenaza inconcreta.
Se comprueba que incluso en los días de lluvia, a diferencia de lo que
ocurría en el memorable «Recuerdo infantil» de Antonio Machado, aquí son
días que aprovechan los niños para hablar en un pajar, para recapitular sus
aventuras pasadas y verbalizar sus proyectos de futuro. La libertad apenas se
ve afectada por el mal tiempo, y el pajar es un nuevo ámbito protector desde
el que pueden ver la lejanía y soñar. En la niñez se superponen el espacio de
la realidad y el espacio imaginado, pero dada la situación de felicidad en que
viven Daniel y sus amigos habría pocas diferencias entre ambos.
El río es un elemento que muestra la belleza de la naturaleza y al mismo
tiempo expresa también su fuerza, pues sería una corriente de montaña, que
solo permite el baño en algunos lugares, como la Poza del Inglés, y al final
del texto se convierte en el lado negativo del lugar idílico.
Gonzalo Sobejano, con su habitual perspicacia, señalaba que en la obra de
Delibes más que la historia de Castilla, o de nuestro país, más que el mito
que se elabora en el fin de siglo (que algunos denominaron del 98), la Castilla y el espacio que se refleja en su obra es el «vivido por propia experiencia» (2003:176-177). Aquí con respecto al río y los demás elementos, la descripción geográfica sigue la designación de lo conocido, de manera que las
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indicaciones corresponden a una dimensión local: en el punto de unión de la
carretera y el río está la taberna; «a la izquierda» está la quesería del padre
del protagonista y «enfrente» de ella se localizan la estación de tren y la casa
del Factor. Luego, se entra ya en el pueblo. Vemos así que la descripción
corresponde a quien conoce bien un espacio, que constituye un segundo círculo protector alrededor de la casa del que se describen muy pocos elementos. Comienza siendo un espacio imaginado, pues Daniel en la cama recuerda los hechos del relato, y ahí ya surge la oposición clave campo/ciudad, que
tiene que ver con su futuro.
La familiaridad se percibe también en los nombres de los personajes, puesto que un pueblo, como cualquier otra sociedad humana, lo hacen «sus hombres y su historia». El tren y la carretera suponen la irrupción del tiempo
moderno, estimulan la curiosidad, y su confluencia sería simbólica, puesto que
constituiría el punto de encuentro de naturaleza y civilización; a continuación,
se sitúan los lugares del pueblo, como el palacio del Marqués o el taller del
zapatero, que son tan inamovibles como un monte para Daniel: como dice uno
de los personajes en El 7º día, de Carlos Saura, en un pueblo nada desaparece por completo.
Resulta curioso que, más adelante, el sermón de don José, el cura, en el
que compara la vida humana a un camino, que a veces es áspero y duro, pero
que nos habría señalado la Providencia, un discurso importante y ortodoxo en
su desarrollo, resulta matizado por un rasgo irónico: mientras escuchan el
sermón algunos fieles cuentan las veces que dice «en realidad», la muletilla
que utiliza el padre, y que da lugar a que se crucen apuestas sobre el número
de veces que la repetirá cada domingo.
Veremos también que la conversación y el pensamiento pueden ser formas de salir del espacio, y si el padre del Mochuelo ha hablado sobre el futuro fuera del pueblo, ya avanzada la novela, en los capítulos IX y XIII, aparece un espacio exótico asociado con la figura arquetípica del indiano, que en
este caso tiene una hermosa hija que será el primer amor del protagonista. Esa
figura establece una posible semejanza con lo que será el camino de Daniel
fuera de su pueblo, al menos la posibilidad de dejar atrás los limitados medios con que cuenta su padre. Este indiano, Gerardo, «el hijo menor de la
Micaela», no tenía fama de ser especialmente agudo y sin embargo se hizo
muy rico, tiene una hija maravillosa y es el único que no solo va y viene de
la ciudad con frecuencia, sino que también viaja a México donde su fortuna
sigue aumentando. Y quizá no es casual que sea en su huerto en el que entren a robar manzanas Daniel, Roque y Germán, donde son sorprendidos por
la comprensiva hija del indiano que no les castiga ni les denuncia por su acción14. Precisamente ella está entre quienes prefieren la aldea a otros lugares,
Probablemente, en el origen de la anécdota está la conocida historia del robo de una
peras que cuenta San Agustín en sus Confesiones (II, 4).
14
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aunque tengan el exotismo de México; es decir, también forma parte de quienes eligen una vida sencilla frente al dinero y las propiedades.
La dimensión temporal que presenta la narración es la de un tiempo marcadamente humano, el transcurrir de los meses, de los años y las estaciones,
secuencias que se dan antes de la llegada de la modernidad, que se apunta en
las dos líneas que atraviesan el espacio a cierta distancia, la carretera y las
vías férreas.
Entre los escasos indicios temporales que se incluyen hay una alusión de
pocas líneas a la Guerra Civil, que prácticamente no afectaría al lugar, pues
solo temporalmente sufrió ataques aéreos, de los que no se cuentan consecuencias, salvo una cicatriz en una pierna de Roque, el amigo de Daniel. Incluso
el que se trate de una alusión a la guerra del 36 se deduce de la edad del
afectado y de que la geografía sea la de nuestro país, pues no hay referencias
explícitas en el texto, y no resultaría exagerado relacionar esta omisión con
los años en que se publica este relato.
El asunto de la novela y la visión reiterada del niño dotan de suficiente
ambigüedad al texto y se muestra que no todo es idílico en ese lugar, y que hay
elementos que cabe relacionar con una crítica social en la que Miguel Delibes,
junto a Carmen Laforet, ocuparía un puesto adelantado. Esa crítica se vería en
escenas y detalles circunstanciales, como la creación del cine en el pueblo, la
institución de la censura por la escasa moral de las películas y su posterior cierre; o por el tratamiento que reciben Pancho, «el Sindiós», un ingenuo ateo, y
los escasos personajes que se manifiestan contrarios a las «Guindillas», las hermanas que encarnan el poder social y, sobre todo, la opinión pública en el pueblo. Delibes, en tono menor, despliega una labor crítica en la que las fuerzas
sociales y los mecanismos de poder aparecen desconectados de la realidad, prohibiendo aquello que es muy difícil evitar (como el contacto de los novios en
la oscuridad del cine) y en lo que reiteradamente fracasarán; mientras, por otro
lado, la figura del sacerdote es claramente positiva, aunque colabore con las
«Guindillas» en alguna de sus campañas «purificadoras». Por supuesto que no
se trata de una novela que abogue por una revolución social, pero sí hay suficientes elementos para poner en duda un poder absoluto, indiferente al sentido
común y a la tolerancia, y así no es casual que Paco, el herrero, uno de los
personajes que llevan una vida independiente, sea objeto al mismo tiempo del
rechazo de las «Guindillas» y de la admiración del protagonista.
Quizá convenga matizar que pocos poderes son realmente efectivos en el
pueblo, desde luego no se perciben aquellos que se sitúan en la lejanía, en un
más allá cuyos ecos se apagan en esa pequeña sociedad. El escritor, con mano
maestra, evita diseñar un cuento maravilloso, y por otro lado, no puede ser
explícito, de manera que, como ocurrirá a lo largo de la posguerra, induce al
lector a leer entre líneas.
Si prestamos atención al decurso de lo narrado vemos que la novela refleja también el camino que ha llevado al presente, al momento dilatado en
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que Daniel recuerda su pasado. En el presente, el niño tiene 11 años y se da
cuenta de que lo transcurrido no tiene vuelta atrás, especialmente con los dos
hechos que fijan el final del relato: la muerte accidental de su amigo Germán,
y su inminente salida del pueblo. Germán ha tenido mala suerte y en un fatal
accidente en el río ha perdido la vida, lo que supone una auténtica desgracia
para sus amigos, para su familia y todo el pueblo, que siente profundamente
la pérdida. Ahora bien, junto a la tristeza que conlleva esa muerte hay algunos atenuantes que señalo brevemente: así, el penúltimo escenario en la narración es el cementerio local, que es descrito con brevedad y presenta algunos elementos inesperados:
...el cementerio del pueblo era tibio y recoleto y acogedor. No había mármoles,
ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos
eran tierra y volvían a la piedra... En derredor de las múltiples cruces, crecían y
se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo, al fin, descansar allí, envuelto día y noche
en los aromas penetrantes del campo. (2007: 432-433)
Es decir, no hay construcciones humanas que intenten perpetuar lo que
naturalmente es finito, sino que solo contiene la tierra, como seno materno.
No hay signos de la muerte ni de la pompa mundana; solo la cruz señala cada
individuo, y el narrador subraya la presencia de la naturaleza, la belleza y el
olor de las plantas, con lo que el fin del amigo es una vuelta a la tierra en la
que puede percibirse la resignación cristiana. A pesar de la tristeza de ese día,
de la presencia de las nubes y la lluvia, se da el consuelo de que no desaparezca el ciclo vital y de que no se trata de un adiós definitivo. Poco después,
cuando Daniel se da cuenta de que tiene que salir de su pueblo siente por
primera vez la soledad, puesto que fuera ya no formará parte del medio, y solo
quien siente algún consuelo puede decir que un cementerio es «acogedor», que
es la palabra precisa empleada por el narrador.
Al final la salida del pueblo del niño, percibida en términos espaciales,
puede ser interpretada como la oposición campo/ciudad, como disyuntiva en
el camino vital de cada individuo (tal y como comentaba en un sermón don
José), y a pesar de que todo el pueblo se muestra a favor del progreso, en las
visitas de despedida que realiza con su padre, él siente que su elección es
equivocada. En este desenlace no se elimina la ambigüedad pues la respuesta, puramente emocional, a pesar de que hayamos tenido pruebas suficientes
de su inteligencia, es la de un niño.
En el Discurso de ingreso en la Real Academia, Miguel Delibes resumía
una parte de sus preocupaciones que podemos encontrar en muchas de sus
obras. Allá por el año 1975, señalaba el precio que nuestra cultura ha tenido
que pagar por la industrialización y el proceso de modernización:
Desde mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos matado la cultura camRevista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 571-586, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.317
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pesina, pero no la hemos sustituido por nada, al menos, por nada noble. Y la
destrucción de la Naturaleza no solamente es física, sino una destrucción de su
significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual y vital de este
(1975: 69)15.
No es solo la perspectiva del protagonista la que encontramos en la novela de Miguel Delibes, aunque sea la preponderante, ya que la impresión que
recibe el lector es la de la relación entre el niño y un mundo que seguirá
existiendo cuando él vaya a la ciudad, cuando cambie lo conocido por la incertidumbre. La valoración del lector, cuando se publicó la obra, apuntaba a
un pasado más o menos remoto, al margen de la Guerra Civil y sus consecuencias, de manera que la novela no debía entenderse como síntoma de una
crítica general al régimen que gobernaba el país, pero tampoco como una
evasión hacia un mundo totalmente imaginario.
Mi idolatrado hijo Sisí (1953) supone un nuevo paso y una dirección personal no exactamente acorde con la tendencia central de los años cincuenta.
Dicho de otra manera, cuando ya dominan la escena literaria las novelas objetivistas, y cunde el desprestigio del análisis psicológico, Delibes nos propone
acercarnos a un personaje llamado Cecilio Rubes, y a una época histórica alejada del presente, que era la temporalidad que buscaban reflejar los neorrealistas y los novelistas sociales. No cabe duda, que tal distancia histórica podría ser un simple disfraz, pero algunos indicios en el relato apuntan a una
temporalidad que habría dado origen al presente.
Puede parecer también paradójico prestar atención al espacio en una novela en que hay muy pocas descripciones, pero aquí también las escasas menciones que encontramos se constituirán como «indicios», según los denominaba Roland Barthes en su «Introduction à l’analyse structurale des récits»
(1977), y veremos como una buena parte de los espacios aludidos corresponde a una diferenciación masculino/femenino, donde radica buena parte del
potencial crítico de la novela.
Para conocer a Cecilio, según muestra el narrador en tercera persona, hay
que conocer el interior y no el exterior y sus signos sociales y culturales, y por
ello el texto se centra desde el comienzo en unas divagaciones que tratan del
fracaso de su matrimonio y de sus aspiraciones como hombre de negocios. La
escena inicial de la novela tiene un sabor dickensiano pues Cecilio, el dueño del
negocio, en el día de Navidad, le dice a su contable «Hoy no me siento un poco
mejor, sino más duro de corazón que de ordinario» (2007: 451)16. Como si estuviéramos en una escena de Christmas Carol, la carencia de emociones del jefe
contrasta con la fecha, y el testigo es el modesto empleado que vive feliz con
su numerosa familia y le recomienda que tenga un hijo.
15
Véanse el esclarecedor comentario de Rey, Alfonso, en el libro citado, y el de AgawuKakraba, Yaw B., Demythification in the Works of Miguel Delibes, 1996, pp.69 y siguientes.
16
Las citas de esta novela proceden también de su edición en las Obras completas (2007).
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El espacio aparece así en función de la personalidad que se da a conocer,
y mientras que de la ciudad en que vive apenas se dice nada, de su negocio
y de su casa se da una escueta información: el establecimiento «Cecilio Rubes. Materiales higiénicos» tiene el aspecto de un negocio moderno, pues está
bien iluminado y es amplio, pero cuando, a la tarde, le llega una luz verde a
través de los ventanales (suponemos que procede de un letrero de neón) los
objetos que se exponen tienen «la incierta y rígida pasividad de un camposanto abandonado» (2007: 451), una comparación que procedería de la visión
del personaje, ya que se encuentra deprimido y sin ganas de vivir. En una
breve conversación con su empleado, Cecilio menciona las guerras de Francia y Portugal y la revolución rusa, pues la acción se sitúa exactamente en la
Nochebuena de 1917, y la respuesta pragmática de su contable es que se olvide de esos conflictos: «Tal vez ganemos más limitando nuestro mundo a las
paredes de nuestra casa; ello es un poco egoísta, pero es mejor» (2007: 452).
Tales convicciones, según comprueba el lector, son compartidas por el
protagonista, pues sus preocupaciones se centran exclusivamente en su negocio, su confort y una felicidad que no ha alcanzado, mientras que la distancia
que manifiesta con respecto a su mujer resulta muy poco generosa. Para él,
Adela era un vago objeto de deseo en el pasado y ahora se ha convertido en
una parte de su vida que le resulta incomoda, con la que no se siente a gusto
ni quiere compartir su tiempo, ni siquiera durante la Navidad.
Así no es de extrañar que la casa sea para él un símbolo de estatus social,
situada en un edificio con escalinata de mármol blanco, alfombrada con esmero
y con una barandilla de hierro forjado y caoba. Ya dentro de su domicilio vemos que se mira en el espejo buscando reconocerse, y luego bebe en exceso
resultando incorrecto en la conversación que mantiene durante la cena con Adela.
Es entonces, en esa noche, cuando por primera vez siente que, por sus «muebles pesados y brillantes», el comedor es excesivo para él y su mujer, dos personas que tienen que situarse a gran distancia. Quizá si esto es así es porque
hasta ahora solo le ha preocupado la exhibición de su posición económica, ser
valorado por lo que tiene. No obstante, entre los pequeños incidentes también
esa noche ocurrirá un hecho singular: tirará un biombo al suelo para ver a su
mujer, a la que no había podido ver en la intimidad hasta entonces.
La narración alterna escenas dialogadas que se ajustan a lo que sabemos
gracias a la omnisciencia del narrador, y por tanto no existe discrepancia entre su voz y lo que hacen o dicen los personajes. El primer día del relato da
paso a que su mujer confiese que está embarazada y, ante esa sorprendente
noticia, pues llevaban años ya casados y él no quería tener niños, la reacción
del protagonista es salir a dar un paseo a las calles o al menos así parece, ya
que poco después sabremos que se dirige a casa de su amante.
En una breve retrospección se nos informa de cómo surgió su relación con
Paulina, viéndose favorecida, como lo fue con su mujer, por las diferencias económicas. La casa en que vive la amante no es descrita, y la narración se centra
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en la desorientación de Cecilio, que se siente atraído por ella, a diferencia de lo
que ocurre con su mujer, y vemos la actitud desinhibida de ella mientras empiezan a bailar al son de un gramófono y no da muestras de que le afecte la
noticia. Inmediatamente, el narrador añade: «Debajo del ventanal corría el río
sucio entre los chopos agarrotados» (p.481). No parece casual que la escena de
la tentación, donde él percibe la forma de las caderas y la belleza de la mujer,
tenga como continuación esa breve descripción. La «suciedad» y la «deformación» no parecen ser solo un elemento espacial sino que también aludirían al
egoísmo del personaje, que en medio de su desorientación decide ir a misa. En
esta, y en otras ocasiones, veremos que la asistencia al rito es solo una obligación social, y no manifiesta una auténtica conciencia cristiana.
La siguiente sección tiene como foco a Adela, sus reflexiones sobre el
pasado y el presente, que realiza en la situación solitaria que conoce el lector. En ella vemos que como resultado del matrimonio a ella se le ha prohibido salir de casa con libertad, gozar de independencia de movimientos, pues
los celos de Cecilio lo impiden. Tal y como han señalado, entre otros, Bridget Aldaraca17 comprobamos que los espacios en que se desarrollan los diálogos, casi siempre aludidos pero no descritos, siguen un mismo patrón: la
mujer se ve relegada al espacio privado, al hogar, donde su misión es cuidar
la casa, desempeñar la función de ama de casa y vigilar todo en función de
los gustos y deseos del marido.
Según la ideología patriarcal, el espacio público y las actividades económicas están reservadas al hombre, y este es el que tiene que luchar en un
mundo en el que la supuesta debilidad y la falta de experiencia de la mujer
le vedan la entrada. Lo mismo ocurre también con su amante: las citas que
tienen, con una sola excepción, se dan en su casa y siempre son recurrentes
los indicios de que lo único que le interesa allí es la satisfacción de sus instintos. Cuando la amante quiere conocer a su hijo, y urden una estratagema
para que pueda verlo en el parque, Cecilio solo experimentará desagrado por
las miradas que los hombres dirigen a la atractiva Paulina. El tercer espacio,
también cerrado, y que aparece menos, es la casa de la madre de Cecilio,
donde se percibe el rechazo brutal hacia Adela por parte de su suegra, entre
otras razones por provenir de un nivel económico inferior. También de esta
casa conocemos pocos elementos, pero mientras que en casa de la amante el
elemento más significativo es el gramófono, en la de la madre, se nos dice,
en una única sección en que el punto de vista corresponde a Adela, que «jamás entraba el sol y en cada esquina tropezaba uno con viejas vitrinas cargadas de viejos objetos con polvo de siglos. Toda la casa tenía una rigidez apergaminada y lóbrega» (2007: 500-501). Esta única percepción es claramente
17
Véase Aldaraca, Bridget, El ángel del hogar, 1992. Véase también el panorama que ofrece Pérez, Janet en «Los personajes femeninos pintados por escritores masculinos de la posguerra y después», 1996, donde se comenta con brevedad esta novela de Delibes, pp. 288-289.
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negativa; la ausencia del sol está relacionada con la ausencia de vitalidad
mientras que la rigidez correspondería al difícil carácter de ese personaje. Otro
lugar significativo de una forma de vida, presente en muchas novelas del XIX
y que particularmente podría recordar a La regenta, es el Real Club, semejante al Casino, donde se reúnen el protagonista y otros hombres para hablar
de la actualidad política, de coches y, como es de esperar, de mujeres.
La historia se narra fundamentalmente desde el punto de vista del protagonista, aunque también aparecen otros, de personajes de relieve, para suministrar varias perspectivas cuyo conjunto resulta en una crítica directa a una
mentalidad machista y clasista, hasta que comienza la historia del hijo, Sisí,
cuyo nacimiento supone una mejora de las relaciones en el matrimonio que
no durará mucho.
En contraste con la historia personal aparecen cada tanto, al comienzo de una
sección, algunos titulares extraídos de la prensa contemporánea que tendrían dos
funciones: primero, dar una sensación de verosimilitud, pues fechan en un día
concreto la acción (por ejemplo, «15 de mayo de 1928») y refieren a hechos de
mayor o menor importancia; y, segundo, con la inserción de los anuncios comerciales de la época tenemos la sensación de que algunos «restos» del pasado
quedan en el texto y también sirve para mostrar el comienzo de un desarrollo
económico que estaba en el mundo exterior en El camino, y que aquí veríamos
desde uno de sus representantes. Una inundación servirá para que se describa
un espacio carente de importancia directa, un cine (564), que también simboliza el desarrollo de la ciudad y el mundo moderno. En otra ocasión, una terrible
epidemia de gripe, sirve para que aparezca una breve imagen de la ciudad, una
capital de provincias que debe alcanzar cierta extensión:
En la ciudad, el panorama era cada día más sombrío y tétrico. A toda hora se sentía
el martilleo cansino de los caballos arrastrando por las calles las carrozas fúnebres. Era como una oleada de muerte, como un lúgubre viento arrasando las calles y las plazas de la ciudad (549).
Se trata de una indicación breve pero suficientemente significativa, en el
que la visión colectiva se suma a los temores que tiene Cecilio respecto a su
hijo, que ha pasado a ser su preocupación central. No existe una intención
descriptiva, de mostrar con detalle el espacio, sino que predomina la sugerencia, y apenas dos detalles, el sonido de los caballos y el simbólico viento,
indican la amenaza que siente el personaje. De manera también indirecta, por
la intención de seguir la moda que tiene su mujer, sabremos que esta viene
impuesta desde París y Madrid, y que esos centros económicos son el punto
de referencia en este mundo de la provincia, que bien podría ser Valladolid,
aunque no se indique explícitamente.
La fluidez del relato se da al alternar las secciones dialogadas, el relato y
los comentarios del narrador, y la utilización del estilo indirecto para reflejar la
conciencia del personaje, o en algún caso la de un personaje secundario, como
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la madre de Cecilio, que fue infeliz en su matrimonio con un marido que bebía
en exceso, y que aludiría al contexto en el que creció el protagonista:
Y ella tuvo siempre los tobillos bonitos y no anduvo remisa en mostrarlos y los
hombres se enardecían en su presencia. Total ¿para qué? Los Rubes eran notables en la ciudad y a ella, en principio, le halagó compartir la vida con un Rubes.
Un Rubes que, a la larga, resultó más borracho que notable. Luego, la viudez, el
reuma, la soledad y una nuera pobre y boba. ¿Era justo ese destino para una mujer
como ella? (2007: 501).
También aquí vemos la síntesis que nos presenta en pocas líneas una personalidad que comparte ideología y puntos de vista con Cecilio, y que se expone
sin comentario del narrador para que el lector extraiga sus conclusiones. El uso
de las interrogaciones y la utilización de los pasados, nos indican que quien
pensaba y sentía era el personaje, a cuya conciencia tenemos acceso.
La novela evita los evidentes paralelismos con la novela precedente, y así
la parte narrada de la infancia de Sisí se sitúa en la sección central y en el
marco de los problemas que tiene el padre y su conducta poco modélica. El
niño no va como los demás a la escuela y ha tenido una tutora, de manera
que es a los 11 años, cuando entra en contacto con uno de los golfos del
colegio que le descubrirá un nuevo mundo. No cabe duda de que pueden compararse las dos infancias, la de Sisí y la del Mochuelo, y es evidente la conclusión que obtendrá el lector: sin que pueda hablarse de determinismo, a la
manera de los naturalistas, el medio en que ambos viven es tan radicalmente
distinto como lo serán sus respectivas experiencias18.
Las fechas en que termina el relato corresponden a la Guerra Civil, al
momento en que el hijo muere en un bombardeo cuando luchaba en el bando
nacional. Se utilizan los titulares de un periódico que indica «1 de enero de
1938», y también en ellos contrasta lo referente a la guerra, con un menú y
los anuncios de las películas que se proyectan en los cines de la ciudad. El
periodo que comprende la novela sería así de unos veinte años, y su desenlace trágico, con la muerte del hijo y la del padre, víctima de sí mismo, muestra una enorme distancia respecto a El camino. Así, en el desenlace de El
camino encontramos el final de una vida que no es un final absoluto, el comienzo ambiguo de una nueva vida y un mundo que tiene un sentido al margen de los hechos narrados; en Mi idolatrado hijo Sisí, aunque Cecilio esté
entre los que ganan la guerra, ha perdido a quien daba sentido su vida y la
muerte del hijo es una de tantas en la trágica contienda. Su final supone también el de unos valores y un modo de vida periclitados, que solo deja víctimas y un triste recuerdo. Este nuevo mundo, de la capital de provincias que
comienza su desarrollo económico, no se divide esquemáticamente en víctimas y verdugos, en absolutos culpables o inocentes, pero casi todas las víctimas ni siquiera se dan cuenta de que lo son: ni la mujer ni la amante signifi18
Véase, al respe cto, el comentario de Alfonso Rey en la obra citada.
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can nada para una mentalidad que encarna el utilitarismo, el desprecio al otro
y el desinterés por cualquier dimensión colectiva. Las nuevas formas de vida
han cambiado a un individuo cuyos valores son de manera consciente una
apariencia y una simple escenificación de un pasado ajeno.
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Fecha de recepción: 12 de marzo de 2010
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Revista de Literatura, 2012, julio-diciembre, vol. LXXIV, n.o 148,
págs. 589-606, ISSN: 0034-849X
doi: 103989/revliteratura.2012.02.324
César y los personajes de
Catón, un republicano contra César,
de Fernando Savater. Historia y literatura*
Matilde Conde Salazar
CCHS. CSIC
RESUMEN
En la obra de teatro Catón, un republicano contra César, Fernando Savater adapta con
maestría muchísimas reminiscencias clásicas, sobre todo de Plutarco, para plantear una reflexión
sobre política y filosofía. Mediante una excelente intervención del texto clásico, perfila a los
personajes agrupados por parejas manteniendo, aunque con nueva fórmula, el esquema de las
«vidas paralelas» de Plutarco. Cada personaje conserva los rasgos más peculiares de la figura
histórica a la que representa, pero, gracias a una hábil recreación literaria, adquiere también
nuevos papeles. César, aunque no tiene en la obra un papel dramático, deja sentir su presencia
como un antagonista que personifica todos los defectos de la tiranía frente a las virtudes de la
república. Los personajes van haciendo una descripción de los rasgos que le han caracterizado
como personaje de referencia a lo largo de todos los tiempos, más allá de la mera inspiración
clásica.
Palabras Clave: César, Catón, Savater, Plutarco, literatura, historia.
César and the characters of Fernando Savater’s
Catón, un republicano contra César.
History and literature
ABSTRACT
In the play «Catón, Un republicano contra César», Fernando Savater masterfully adapts
many classical reminiscences, especially of Plutarch, to propose a reflection on politics and philosophy. Intervenes the literary text, deignes the characters grouped in pairs keeping, although
with a new formula, the scheme of ‘parallel lives’ of Plutarch. Each character retains the most
peculiar features of the historical figure he represents, although, thanks to a clever literary creation, also acquires new roles. Caesar, though has not a dramatic role in the play, stops feeling
his presence as an antagonist who embodies all the defects of tyranny against the virtues of the
republic. The characters are making a description of the features that have characterized him as
a character reference throughout all time, beyond the mere classical inspiration.
Key words: Caesar, Cato, Savater, Plutarchus, Literature, History.
*
Este trabajo se inscribe en el marco del Proyecto de Investigación FFI2008-02214.
590
MATILDE CONDE SALAZAR
1. Introducción
La figura y la obra de Julio César han sido importante punto de referencia
para quienes se han interesado por la estrategia militar y política, han servido
como modelo en manuales de príncipes y han sido, y continúan siendo, protagonistas de muchas y diversas composiciones literarias. Los diferentes enfoques
con que los autores dirigen la atención a tan interesante personaje están en
función del fin que predominantemente persigue cada uno de ellos. A lo largo
de la investigación filológica que hemos llevado a cabo sobre la pervivencia de
la figura y la obra de César en España, hemos tenido la oportunidad de analizar
su presencia y la de su obra en comentarios de humanistas (Conde-Fernández
Savater, 2006a; Conde, 2009), tratados de estrategia militar o para educación
de príncipes (Conde-Fernández Savater, 2005), manuales de contenido político
(Conde-Fernández-Savater, 2006b; Conde, 2008), obras de teatro (Conde-Fernández Savater , 2008) y poesía contemporánea (Conde, 2009).
En este trabajo se analiza la presencia de César, a través de las alusiones
de los personajes reales, en Catón, un republicano contra César, obra poco
conocida del filósofo y escritor Fernando Savater. Este drama en tres actos
se estrenó en 1989 en el teatro romano de Mérida, bajo la dirección de María Ruiz1. En él César, aunque no aparece en escena, está presente en todo
momento, convertido en auténtico antagonista de Catón.
2. Savater
dramaturgo
Fernando Savater es un empedernido pensador que sabe transmitir como
pocos sus ideas haciendo uso para ello de diferentes géneros literarios. Se
confiesa amante del teatro2 y le gusta recurrir a la dramaturgia para debatir
esas ideas3. Siete son las obras de teatro que ha escrito hasta el momento:
Juliano de Eleusis (1981: sobre la figura de Flavio Claudio Juliano, emperador romano del siglo IV, conocido como Juliano el Apóstata, que representa
1
A quien desde aquí agradezco la amabilidad y disponibilidad que en todo momento ha
mostrado ilustrándome sobre esta y otras obras de Fernando Savater y aclarando todas mis
dudas. Y lo mismo debo decir del propio autor, que es quien me puso en contacto con María.
2
Ante la extrañeza de un amigo porque sigue considerando el teatro como medio actual
de expresión, dice: «me siento lleno del viejo amor por el teatro, uno de los primeros y de
los más perdurables para mi vida intelectual. Le recordé la opinión de Hannah Arendt, para
quien la representación teatral es la más «política» (o, si se prefiere acudir al latín, la más
cívica) de las artes. Y eso porque obliga a la disciplina democrática menos prescindible: la
vocación de escuchar» (Savater, 16/01/2005). Cf. tb. las opiniones sobre teatro que plasma
en «El espectador sinvergüenza» (Savater, 1988b).
3
Según afirma el crítico Pedro Villora, cf. «Difusión cultural UNAM» 31/10/2007 (http://
www.difusioncultural.unam.mx/index2.php?option=com_content&do_pdf=1&id=1870).
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el último bastión del paganismo), Vente a Sinapia (1983: reflexión sobre la
utopía y lo ambiguo de la esperanza política, a partir de la lectura de la Sinapia
de Campomanes), El último desembarco (1987: escenifica la llegada del viejo
Ulises a Ítaca), El campo de la verdad (sobre César Borgia. No estrenada, al
parecer, porque tiene demasiados personajes), Catón, un republicano contra
César (1989), Guerrero en casa (1992: sobre la figura de un conquistador,
Gonzalo Guerrero, que, tras naufragar en las costas del Yucatán a mediados
del siglo XVI, terminó por combatir a los españoles después de casarse con
la hija del jefe del poblado indígena) y Filoctetes, un drama de mar y gue­
rra (2007: sobre la obra de Sófocles. Cuenta la historia del personaje de la
mitología griega que, tras una terrible enfermedad «apestosa y repugnante»,
es rechazado por toda la gente, incluso por aquella que, cuando «era útil»,
mostraba su amor hacia él). Además, realizó en 2004 una adaptación para la
escena de la novela El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde.
No parece casual que, de las siete obras teatrales de este autor, cuatro estén
dedicadas a temas de la Antigüedad Grecolatina (García Romero, 1997 y 1999;
Romero Mariscal, 2002): Juliano de Eleusis, El último desembarco, Catón, un
republicano contra César y Filoctetes, un drama de mar y guerra. Precisamente,
cuando se iba a presentar esta última en Méjico, Savater hablaba del riesgo de
acercarse a esta obra de Sófocles, porque, decía, se trata de un autor extraordinario, una joya de la cultura universal que hace temblar las manos al abordarlo. No
obstante, confesó que lo hizo teniendo en cuenta que se trata de un patrimonio
venerable, que hay que respetar, pero no rezarle como si fuera un santo. A los
clásicos, dijo, hay que emplearlos para dinamizar nuestra vida, para entender
mejor nuestros complejos, hay que recuperar la visión permanente inherente en
lo más profundo de la cultura occidental que sirve para entender la realidad que
nos rodea. Filoctetes es una obra intemporal, explicaba, que presenta problemas
y valores humanos de todas las épocas, como la guerra, la violencia, el engaño,
la nobleza y la generosidad (Savater, 2007)4.
Esta motivación se puede hacer extensiva al resto de las obras que protagonizan personajes de aquel pasado inmortalizado en nuestra propia cultura
y que un intelectual de la talla de Savater moldea, como él mismo dice, para
plantear y tratar temas universales en el espacio y en el tiempo.
3. Catón.
un republicano contra
César
La obra se basa en el relato de la vida de Catón realizado por Plutarco (Vida
de Catón 68-70)5, rememora los últimos días en Útica de Marco Porcio Catón
Estos temas aparecen de forma recurrente en la producción de Savater.
Las Vidas paralelas de Plutarco fueron traducidas en España desde época muy temprana
(Sánchez Lasso de la Vega, 1961-1962; Bravo, 1977; Bergua Cavero, 1995).
4
5
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o Catón el Joven, quien decide poner fin a su vida antes de caer en manos de
César6, autoproclamado vencedor en la guerra civil (49 a.C.). Este suceso histórico es el pretexto elegido por Savater para ensalzar la república a través de
la evocación del fin de ese período romano tras el triunfo de César sobre los
partidarios del republicano Catón, al tiempo que aprovecha la figura de Catón
como paradigma de la libertad para reflexionar sobre la misma7.
El relato se desarrolla en tres actos. En el primero, que tiene lugar en el
Ágora de Útica, los habitantes de la ciudad, con Catón al frente, reciben al legado de César, Lucio César, quien les exhorta a que no opongan resistencia a la
entrada del triunfador y ellos, a su vez, exponen diferentes opiniones sobre cómo
prepararse y actuar ante la inminente invasión por parte del ejército enemigo.
En el segundo acto el autor nos sitúa en el puerto de la ciudad, que va a ser
escenario de las deserciones, bajo diferentes pretextos, de muchos de los que
se encontraban junto a Catón y que quieren eludir el enfrentamiento con César.
Esto provoca el reproche de los partidarios de la resistencia, que interpretan la
huida como el sometimiento de la libertad a la servidumbre. Por último, en el
tercer acto, que rememora la noche anterior al suicidio, tiene lugar un simposio
durante el cual Catón bebe abundantemente en compañía de todos los que van a
resistir y esperar a César. Los asistentes entablan un diálogo en el que, partiendo
de las paradojas de la filosofía estoica, reflexionan sobre la libertad. De repente
suena el clarín que anuncia la llegada de César y todos se disponen para acudir
a la muralla, excepto Catón que simula retirarse para perpetrar su propósito de
quitarse la vida. Después de muchos avatares consigue una espada y, cuando
ya se la ha clavado, entran algunos de sus compañeros que inmediatamente se
la sacan y cosen la herida, pero Catón, firme en su propósito, se desgarra de
nuevo la herida y pide que le dejen morir. Sus amigos más próximos expresan
el dolor que sienten y, para terminar, Lucio, que también se lamenta, invoca a
César con el apelativo de «divino». La república se ha acabado.
La obra plasma con bastante fidelidad el relato de este suceso histórico
que nos ha transmitido Plutarco siguiendo, en general, la misma estructura8,
El relato de la muerte de Catón aparece narrado, con más o menos dramatismo, en
Plutarco y en otros autores antiguos: Corpus cesariano, Guerra de África 88; Dión Casio,
Historia romana 43.11; Apiano, Historia romana 2.99; Valerio Máximo, Hechos y dichos
memorables 3.2.14 y Floro, Epítome de la Historia de Tito Livio 2.13.71-72.
7
Como presentación de esta obra escribe su autor: «Una de las vidas rescatadas con más
frecuencia del olvido es la de Catón el Joven, el adalid de la vieja república que se enfrentó
a César en nombre de las leyes establecidas en Roma» http://teatres.gva.es/espectaculo.php?
laId=9005.
8
Es curioso comprobar cómo se han adaptado al nuevo contexto incluso algunos datos
de escasa importancia tomados de la fuente. Por ejemplo: Catón lee un registro que daba
cuenta de los medios de que disponían para la guerra (Plutarco, Vida de Catón, 59.4); se
plantea la posibilidad de liberar a los esclavos para que luchen contra César (60.3); Lucio
César se postraría ante César por Catón (66.1) y, sobre todo, la diatriba filosófica del capítulo
67 de Plutarco. Pero dejaremos este tema para otra ocasión.
6
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aunque ahora, reelaborado literariamente, se nos presenta dramatizado, en
forma de diálogo con un lenguaje vivo, tremendamente fresco y actual.
4. Personajes
Los personajes que participan en la obra de Savater son históricos y casi
todos fueron compañeros o contemporáneos de Catón. Así lo constatan las
noticias que nos han legado autores antiguos, entre los que se encuentra Plutarco, quien en la Vida de Catón ofrece datos sobre muchos de ellos. Fernando Savater retoma estos personajes clásicos, a los que demuestra conocer
en profundidad, y dibuja su perfil de forma fiel al modelo. Luego establece
una relación entre ellos dos a dos, por parejas, probablemente a partir del esquema de las «vidas paralelas» del autor clásico, que le sirven de modelo. A
través de estos protagonistas expone su pensamiento y sus ideas sobre política
acompañadas de una buena base filosófica.
1. Siguiendo siempre el esquema dual, examinemos en primer lugar los
personajes de Catón y de quienes lo acompañaron en Útica:
Catón-Estatilio:
Atención especial merece el análisis de los rasgos principales que caracterizan a su protagonista, Catón9, y que Savater10 logra poner de manifiesto con
9
Que describe con destreza Salustio, precisamente contraponiéndolo a César: Igitur iis
genus, aetas, eloquentia prope aequalia fuere, magnitudo animi par, item gloria, sed alia
alii. Caesar beneficiis ac munificentia magnus habebatur, integritate vitae Cato. Ille mansue­
tudine et misericordia clarus factus, huic severitas dignitatem addiderat. Caesar dando,
sublevando, ignoscundo, Cato nihil largiundo gloriam adeptus est. In altero miseris perfu­
gium erat, in altero malis pernicies. Illius facilitas, huius constantia laudabatur. Postremo
Caesar in animum induxerat laborare, vigilare; negotiis amicorum intentus sua neglegere,
nihil denegare, quod dono dignum esset; sibi magnum imperium, exercitum, bellum novum
exoptabat, ubi virtus enitescere posset. At Catoni studium modestiae, decoris, sed maxu­
me severitatis erat; non divitiis cum divite neque factione cum factioso, sed cum strenuo
virtute, cum modesto pudore, cum innocente abstinentia certabat; esse quam videri bonus
malebat: ita, quo minus petebat gloriam, eo magis illum sequebatur («Fueron ambos casi
iguales en linaje, en edad y elocuencia; igual era su magnanimidad, e igual su fama, pero
cada uno era a su modo. César era considerado grande por los favores que hacía y por su
generosidad, Catón por su integridad de vida. Aquél se había hecho famoso por su dulzura
y su condescendencia, a éste le había dado prestigio su austeridad. César alcanzó renombre
dando, socorriendo y perdonando, Catón no haciendo ningún derroche. El uno era el amparo
de los pobres, el otro el azote de los malvados. Se elogiaba la afabilidad del primero, y la
firmeza del segundo. En fin, César había puesto sus miras en trabajar, vigilar, dejar lo suyo
atendiendo al bien de sus amigos [...]. Catón, por el contrario, tenía todo su afán en llevar
una vida moderada, recta y austera. Nunca competía en riquezas con el rico, ni en intrigas con
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gran maestría. Lo describe como un filósofo estoico y uno de los más activos
defensores de la república, resaltando sus altos valores morales tradicionales: integridad, inflexibilidad, incorruptibilidad, humanidad y entereza. Estas
virtudes también suponían algunos defectos asimismo patentes en el drama:
rigidez, terquedad, severidad e incluso su afición a la bebida 11. Conforme el
relato avanza, los diferentes personajes van dibujando con sus intervenciones
todos esos trazos que conforman la personalidad de Catón. Veamos algunos
ejemplos:
(1) Acto I, p. 76:
Apolónides: A Catón no se le puede reprochar ninguna ambición personal. ¡Ah,
si él hubiera querido [...]!
(2) Ibid., p. 81
Trebonio: [...] Ningún hombre, ni siquiera el más justo, ni siquiera Catón, es
siempre conveniente para gestionar los asuntos de la ciudad. Catón es el más apto
si lo que queremos es plantarle cara a César hasta la muerte. Pero, ¿y si mañana,
esbozada una cierta resistencia estratégica para salvar nuestro honor, lo oportuno
es pactar con César? Es evidente que Catón no querrá transigir [...]
(3) Acto II, p. 83:
Mujer: [...] De lo que es importante hoy, que mañana no lo será, ya se ocupan
el gran César y el honrado Catón [...]
(4) Acto III, p. 90:
Demetrio: [...] brindo por Catón, que a pesar de su fama de hombre austero no
desdeña beber abundantemente con los amigos [...]
(5) Ibid., p. 95:
Favonio: [...] ¡Debes vivir, Catón! Mientras tú vivas, serás una acusación permanente contra el dictador y la esperanza para todos de que las cosas pueden volver
a ser como antes [...]
el intrigante, sino que porfiaba con el valiente en valor, con el modesto en honradez y con el
sencillo en desinterés. Prefería ser bueno a parecerlo, y así cuanto menos buscaba la fama,
mayor fama tenía», Conjuración de Catilina 54, trad. de A. Carrera de la Red, Akal, 2001)
y que Plutarco va plasmando a lo largo de todo el relato de su vida.
10
Dice Savater sobre el personaje de su obra: «Catón es el personaje digno por antonomasia: recto hasta el suicidio, franco hasta la grosería, insobornable hasta bordear lo
inhumano. Pero en el relato de Plutarco se vislumbran otros rasgos de genio o de carácter
no menos dignos de suscitar nuestra curiosidad por el personaje: su afición a la filosofía
estoica, sus enormes borracheras (que Plutarco no menciona como objeción en contra suya,
como no hubiera dejado de hacer alguno de los plumíferos del Estado Clínico en que hoy
vivimos), su desventurada y frugal vida amorosa» (El País, 13/07/1989, cultura, archivo
http://elpais.com/diario/1989/07/13/cultura/616284007_850215.html) (5 de octubre de 2012).
11
Κατ΄ἀρχὰσ μὲν ἅπαξ ἐπιπιὼν τὸ δεῖπνον ἀνέλυε, προιόντι δὲ τῷ χρόνῳ μάλιστα προσίετο
πίνειν, ὥστε πολλάκις ἐν οἵνῳ διάγειν εἰσ ὄρθρον. «Al principio no bebía más que una sola
vez y se retiraba: pero con el tiempo se dio más al beber, hasta el punto de que muchas veces
pasó la noche en el vino hasta la mañana.» (Plutarco, Vida de Catón 6.2).
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— Estatilio fue un joven con una gran fuerza de espíritu que quería
imitar la calma de Catón hasta el punto de que incluso quiso darse muerte,
pero se lo impidieron los filósofos12.
Es un personaje con mucho protagonismo en la obra, donde conserva la
misma fuerza de ánimo que, según Plutarco, tenía el personaje histórico y
como aquél manifiesta una profunda admiración por Catón, a quien se niega
a abandonar a pesar de los ruegos de su madre. En nuestra opinión, Savater
establece una estrecha relación entre ambos, con una comunidad de ideales,
para, de esta forma, contraponer el entusiasmo y la temeridad juvenil a la
excesiva prudencia, discreción y pragmatismo de la edad madura. Daré algún
ejemplo:
(6) Acto I, p. 75:
Estatilio: Déjame madre, es mi deber. ¡Muera César!
Trebonio: Quizá no sea el momento de gritos y fanfarronadas, joven.
Estatilio: ¡Viva Catón!
(7) Acto II, p. 85:
Estatilio (a Marco Octavio): ¡Buen viaje, tragasables! ¡En Útica no necesitamos
fanfarrones ni héroes de yeso [...]
Estatilio (a Demetrio): [...] también me has enseñado que no es lo mismo ser
prudente que ser pusilánime. Ya sé que la prudencia es saber vivir, pero a veces
lo prudente es saber cuándo y por qué merece la pena arriesgarse a morir. ¿Acaso
te he comprendido mal?
(8) Acto III, p. 98:
Catón: [...]Hasta pronto, mi valiente Estatilio. Cuídate mucho y nunca seas infiel
a ti mismo. (Le abraza).
Estatilio: ¡No tardes, Catón! ¡Te necesitamos en las murallas! ¡Victoria o muerte!
(Sale).
Catón: ¡Pobre muchacho! ¡También él quiere vivir, pero al menos aún no consiente en vivir de cualquier modo! Sobrevivirá a la batalla, porque estoy seguro
de que van a abrirle a César las murallas de Útica sin dar una sola lanzada [...]
Apolónides-Demetrio:
— Apolónides, filósofo estoico que, junto con Demetrio Peripatético,
permaneció hasta el último momento al lado de Catón13, quien les encargó
Ἧν δὲ τισ Στατύλλιοσ, ἀνὴρ τῇ μὲν ἡλικίᾳ νέος, ἰσχυρὸσ δὲ τῇ γνώμῃ βουλόμενος εἶναι
καὶ τοῦ Κάτωνος ἀπομιμεῖσθαι τὴν ἀπάθειαν. Τοῦτον ἠξίου πλεῖν, καὶ γὰρ ἦν καταφανὴσ
μισοκαῖσαρ, «Había allí un cierto Estatilio, aún joven, pero dotado de una gran fuerza de
espíritu que quería imitar la impasibilidad de Catón. Catón le presionaba para que embarcase, porque sabía que odiaba a César ...» (Plutarco, Vida de Catón 65.10); cf. también 73.7.
13
Ταῦτα λέγοντος αὺτοῦ, τὸ μὲν μειράκιον ὲξῆλθε μετὰ κλαυθμοῦ καὶ πάντες οί λοιποί,
τῷ δὲ Δημητρίῳ καὶ τῷ Ἀπολλωνίδῃ μόνοις ὑπολειφθεῖσι πρᾳότερον ἤδη λαλῶν, «Mientras
hablaba [sc. Catón] de esta forma, el joven [sc. el hijo de Catón] salió llorando y con él
todos los demás a excepción de Demetrio y Apolónides que se quedaron junto a Catón quien
les habló [...]» (Plutarco, Vida de Catón, 69.1).
12
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que hiciesen entrar en razón a Statyllius14. Con ellos mantuvo sus últimas
conversaciones filosóficas sobre las paradojas estoicas15 y sobre el suicidio.
Savater conserva para ambos los rasgos clásicos y les otorga un importante
papel a lo largo de todo el drama. A través de las continuas intervenciones
de estos filósofos, el autor pone de manifiesto su pensamiento y su condición
de filósofo dando muestras, una vez más, de su capacidad de trasmitir, con
un lenguaje sencillo y con diálogos llenos de vitalidad y humor, un importantísimo bagaje intelectual. Veamos una pequeña muestra de algunas de las
intervenciones de estos dos personajes:
(9) Acto I, p. 81:
Apolónides: Y ahí tienes a Catón. Ha vuelto a enfrascarse en su libro y en sus
cálculos, mientras los demás se desgañitan a favor o en contra suyo. No me dirás
que su actitud no es un argumento en pro de la filosofía estoica que practicamos.
(10) Acto II, p. 81:
Apolónides: ¡Por favor, no trivialicemos! El alma es reflexión: quien reflexiona,
nota su alma. En los primeros años de la vida, es como un encerado totalmente
vacío en el que poco a poco las cosas del mundo van escribiendo su mensaje.
¿Acaso no fue vuestro maestro Aristóteles quien aseguró que el alma es en cierta
medida todas las cosas?
Demetrio: Bien pudo querer decir que el alma es en cierto modo todas las cosas
porque está hecha de átomos, como todo lo demás. Los átomos anímicos son
afectados por los átomos de lo que nos rodea y a esa afección la llamamos
«conocimiento».
(11) Acto III, p. 90:
Apolónides: Para los seguidores de la Stoa, entre los que me cuento, no hay mujer
ni hombre, no hay esclavo o patricio: todos somos seres humanos.
Favonio-Trebonio:
— Marco Favonio, fue un miembro de la aristocracia romana que vivió
entre el 90 y el 42 a.C y siguió la carrera política ayudado en momentos por
Catón16. Dión Casio alude a él como amigo e imitador de Catón 17.
14
ὡσ δ’οὐκ ἤθελεν, Ἀπολλωνίδῃ τῷ Στωικῷ καὶ Δημητρίῳ τῷ Περιπατητικῷ προσσλέψας
ὁ Κάτων, «Ὑμέτερον» εἶπεν «ἔργον οἰδοῦντα τοῦτον μαλάξαι καὶ καταρτίσαι πρὸσ τὸ
συμφέρον», «Como Estatilio se negaba a embarcar, Catón se dirigió al estoico Apolónides
y al peripatético Demetrio y les dijo: ‘sois vosotros los que tenéis que curar su énfasis y
conducirle de nuevo a su propio interés’» (Plutarco, Vida de Catón, 65.11).
15
Καὶ μετὰ δεῖπνον ὁ πότος ἔσχε μοῦσαν πολλὴν καὶ χάριν, ἄλλων έπ᾿ ἄλλοις λόγων
φιλοσόφων κυκλούντων, ἄχρι οὖ περιῆλοεν ἡ ζήτησις εἰσ ταῦτα δὴ τὰ παράδοξα καλούμενα
τῶν Στωικῶν, «Terminada la cena, pasaron agradablemente el tiempo bebiendo y se sucedieron numerosas cuestiones filosóficas y discusiones hasta llegar a lo que se denominan
paradojas estoicas» (Plutarco, Vida de Catón, 67.2).
16
Ὑπὸ τούτων φασὶ καὶ τοιούτων τὸν Κάτωνα λόγων καὶ δεήσεων μαλασσόμενον οἵκοι καὶ
κατ᾿ ἀγορὰν ἐκβριασθῆναι μόλις καὶ προσελυεῖν πρὸσ τὸν ὄρκον ἔσχατον ἀπάντων, πλν ᾿ενὸσ
Φαωνίου τῶν φίλων καὶ συνήθων, «Se dice que, ablandado con estos argumentos y con otros seme-
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En el drama moderno está contrapuesto a Cayo Trebonio, político y militar muy cercano a César (Plutarco, Vida de Pompeyo 52.4) junto al que
combatió en la Galia y en otras campañas militares. Se puso de su lado en la
guerra civil y llegó a ser amigo íntimo del dictador, a pesar de que luego fue
uno de los cabecillas de la conspiración para asesinarle.
Savater ha representado en estos personajes a dos tipos de amigos, uno
más fiel, Favonio, que permanece al lado de Catón hasta el final, y el otro,
Trebonio, que teme a César e intenta siempre que la facción de Catón llegue a
un acuerdo amistoso con él, pero no lo consigue y abandona Útica. Se puede
comprobar directamente en algunas de sus intervenciones:
(12) Acto II, p. 88:
Favonio: Míralos, se van casi todos.
Catón: [...] En fin, Favonio, ya sabes cuánto aprecio tu amistad, pero quizá tú
también [...] Nada de lo que hagas disminuirá el amor que te tengo.
Favonio: ¿Cómo? ¿Acaso piensas que permanezco en Útica sólo por acompañarte? [...]
Catón: Caramba, Favonio, no era mi intención ofenderte [...]
(13) Acto III, p. 99:
Catón: Creí que erais mis amigos [...] pero sois mis carceleros. ¡Favonio, ayúdame a marchar!
Favonio: ¡No me pidas eso! ¡No tienes derecho a pedir eso a quien más te quiere!
Catón: Sólo tengo derecho a pedírselo a quien más me quiere.
(14) Acto I, p. 76:
Favonio: [...] César quiere parlamentar y nos envía un legado. Solicita hablar ante
la asamblea de los ciudadanos.
Trebonio: Me parece una señal muy positiva. Después de todo, se trata de un conflicto entre compatriotas. En las filas de César tenemos amigos y hasta parientes.
jantes, así como por las instancias en casa y en la plaza, Catón se había dejado por fin vencer,
aunque con dificultad, y que pasó a prestar el juramento el último de todos, a excepción
solamente de Favonio, uno de sus más íntimos amigos» (Plutarco, Vida de Catón 32.11);
Ἧν δὲ Μάρκος Φαώνιος ἑταῖρος αὑτοῦ καὶ ζηλωτήσ, «Había un Marco Favonio, amigo e
imitador suyo» (ID. Ibid. 46.1); cf. tb. Plutarco Vidas de Pompeyo y Bruto.
17
ὁ δ´ οὗν Μέτελλος ὁ Κέλερ ὅ τε Κάτων, καὶ Μᾶρκόσ, τις δι´ αὐτὸν Φαουώνιος, ζηλωτὴσ
ἐσ τὰ μάλιστα αὐτοῦ ὥν, τέως μὲν οὕτ´ ὥμοσαν περὶ τοῦ νόμου, «Ahora bien, Metelo Céler,
Catón y, movido por Catón, un tal Marco Favonio, gran admirador suyo, rehusaron de entrada
prestar juramento a la ley» (Dión Casio, Historia Romana 38.7.1, traducción de Domingo
Plácido, Madrid, Gredos, 2004); ὁ δὲ Κάτων καὶ ὁ Φαουώνιος ἠναντιοῦντο μὲν πᾶσι τοῖσ
πρασσομένοις ὑπ´ αὐτων, συνεργοὺσ ἄλλους τέ τινας καὶ τοὺσ δύο δημάρχους ἔχοντες, ἄτε
δὲ ὀλίγοι πρὸσ πολλούσ ἄγωνιζόμενοι μάτην ἔπαρρησιάζοντο. Καὶ ὁ μὲν Φαουώνιος μίαν
ὥραν μόνην παρὰ τοῦ Τρεβωνίου πρὸσ τὴν ἀντιλογίαν λαβών, «Catón y Favonio se oponían
a cuanto hacían los cónsules y contaban entre sus aliados a los dos tribunos, pero como
eran pocos y luchaban contra muchos, en vano se expresaban sin ambages. Favonio obtuvo
de Trebonio una sola hora para réplica, y la consumió en un desordenado alegato contra la
estrechez misma del tiempo» (ID., Ibid., 39.34.1).
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MATILDE CONDE SALAZAR
(15) Acto II, p. 87:
Trebonio: Sí, soy un senador romano. Junto contigo y con Favonio el último senador opuesto a César, si los cálculos no me fallan. ¡Vamos, Catón, ya está bien!
César no tiene ninguna intención de matarme, ni tampoco a ti. [...] Empeñarse
en el martirio y forzar la espada de César contra nuestro cuello no es dignidad
sino obcecación. [...]
Catón: Así que eliges la humillación y la servidumbre.
Trebonio: ¿Yo? Nada más lejos de mis cálculos [...] Antes o después haré que
algún amigo diga una palabra en mi favor al oído de César [...] Francamente, me
pronostico un excelente futuro político con el nuevo régimen.
Marco Octavio — Lucio César:
— Marco octavio, fue un general pompeyano que acampó cerca de la
ciudad y envió a Catón la propuesta de compartir sus poderes, pero Catón
no le contestó18.
En el drama moderno representa al militar convencido de la eficacia de
la lucha armada, pero también con una ambición de poder que antepone a
la fidelidad. Es uno más de los personajes que abandonan Útica antes de la
llegada de César, precisamente por rechazar Catón su oferta de hacerse cargo
del mando militar:
(16) Acto I, p. 80:
Marco Octavio: Sobre esos preparativos tengo dos propuestas que hacer a la asamblea. En primer lugar, dado que nuestro número es escaso, deberíamos conceder
la libertad a los esclavos para que pudiesen luchar a nuestro lado.
Catón: Me opongo [...]
Marco Octavio: En segundo lugar, creo que hay que nombrar un general en jefe.
Debe ser una persona de experiencia, capaz de preparar a las tropas, dirigir la
defensa, racionar los víveres y, llegado el caso, parlamentar con el propio César.
Favonio: Y, naturalmente, te presentas como candidato para ese cargo tan imprescindible.
Marco Octavio: Creo ser el más indicado y no pienso responsabilizarme de nada
si no se me conceden plenos poderes.
— Lucio César, pariente de César que en la guerra civil, después de
ejercer en vano como mensajero para lograr un acuerdo entre César y Pompeyo, militó del lado de Pompeyo. Llegó a África en el 49 a.C. y en el 46
a.C ejercía como procuestor junto a Catón19, a quien rogó que le ayudase a
18
Ἐπεὶ δὲ Μάρκος Ὀκτάβιος ἄγων δύο κατεστρατοπέδευτε καὶ πέμπων ἠξίου τὸν Κάτωνα
περὶ ἀρχῆσ διορίσασθαι πρὸσ αὐτόν, ἐκείνῳ μὲν οὐδεν ἀπεκρίνατο, «Marco Octavio, al frente
de dos legiones, vino a acampar cerca de la ciudad, y habiendo enviado a pedir a Catón
que compartiese con él el mando, nada le respondió a él» (Plutarco, Vida de Catón 65.4).
19
ipse omnibus rebus diligentissime constitutis liberis suis L. Caesari qui tum ei pro
quaestore fuerat commendatis, «Él, por su parte, después de poner cuidadosamente en orden
todos sus asuntos y de confiarle sus hijos a Lucio César, quien por entonces ejercía junto
a él el cargo de procuestor ...» (Guerra de África 88.3, trad. De J. Calonge y P. Quetglas,
Madrid, Gredos, 2005).
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CÉSAR Y LOS PERSONAJES DE CATÓN, UN REPUBLICANO CONTRA CÉSAR ...
599
preparar un discurso para interceder ante César en nombre de los trescientos
(Plutarco, Vida de Catón 66. 1-2). Murió asesinado por César20.
En la obra de Savater este personaje, primo de Julio y antiguo amigo de
Catón, ha sido elegido por César como embajador para solicitar de Catón
que no oponga resistencia a la entrada de su ejército en Útica. El autor lo
caracteriza como el político que busca en todo momento el consenso y el
acuerdo para evitar la lucha armada. Representa una concepción opuesta a la
de Marco Octavio:
(17) Acto I, p. 77:
Catón: No me parece prudente decir nada hasta escuchar al enviado. No sé si
sabéis que es Lucio César, primo de Julio.
Trebonio: ¡Lucio César! Esa es una buena noticia. Lucio es un hombre muy
razonable y contemporizador [...]
[...]
Lucio: No he venido a desafiar el entusiasmo de los niños sino a solicitar el buen
juicio de los hombres maduros. Lo que quiero decir es esto: la matanza entre
romanos no es necesaria. Podemos ahorrar a nuestras mujeres y a nuestros hijos
un episodio sangriento y estéril. Ni la gloria de César necesita otra victoria, ni su
conciencia quiere cargar con el luto de más conciudadanos [...].
2. Además de a estos individuos que la historia sitúa en el entorno de
Catón en los momentos de su muerte, en el drama de Savater aparecen junto a
Catón en ese momento otros amigos o parientes que en realidad no estuvieron
cerca de él cuando se quitó la vida. Estos personajes son:
Servilia — mujer anónima:
— Servilia, hermanastra de Catón a través de su madre, Livia Drusa.
Estuvo casada con Marco Junio Bruto y de esta unión nació un hijo del mismo
nombre21, que fue uno de los asesinos de Julio César. Aparte de por su hijo,
fue famosa por ser amante de Julio César22, quien la tenía un gran aprecio,
20
τὸ μὲν πρῶτον ἀποδικῆσαι ἐκελευσεν [...], ἔπειτα δὲ\ [...], ὕστερον δὲ καὶ κρύφα
ἀπέκτεινε, «primero ordenó que fuera juzgado [...], pero después [...] dio largas y finalmente
lo mató a escondidas» (Dión Casio, Historia Romana 43.12.3).
21
Algunos historiadores defienden la paternidad de César (Martín Puente, 2003).
22
Λέγεται τότε [...] τῆσ βουλῆσ εἰσ ἐκείνους ἀνερτημένης, δελτράριόν τι μικρὸν ἔξωθεν
εἰσκομισθῆναι τῷ Καίσαρι. Τοῦ δὲ Κάτωνος εἰσ ὑποψίαν ἄγοντος τὸ πρᾶγμα καὶ διαβάλλοντος
εἶναί τινας τοὺσ κοινουμένους, καὶ κελεύοντος ἀναγινώσκειν τὰ γεγραμμένα, τὸν Καίσαρα
τῷ Κάτωνι προσδοῦναι τὸ δελτάριον ἐγγὺσ ἑστῶτι. Τὸν δ΄ἀναγνόντα Σερβιλίας τῆσ ἀδελφῆσ
ἐπιστόλιον ἀκόλαστον πρὸσ τὸν Καίσαρα γεγραμμένον ἐρώσης καὶ διεφθαρμένης ὑπ΄αὐτοῦ, «Se
dice que, en el momento más álgido de la polémica y lucha entre Catón y César, en el momento
en que el Senado tenía los ojos fijos en ellos, se introdujo desde fuera para César una pequeña
nota. Catón, encontrándola sospechosa y creyendo que algunos se estaban comunicando así
con él, forzó a César a leer el contenido de la nota. César, entonces, se la pasó a Catón, que
estaba junto a él, y Catón leyó el mensaje de amor dirigido por su hermana Servilia a César,
que la había seducido y al que ella amaba» (Plutarco, Vida de Catón 24. 1-3).
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MATILDE CONDE SALAZAR
como se comprueba en el relato de Suetonio23. Su relación duró desde el año
63 a. C. hasta el asesinato de César en el 44 a. C.
(18) Acto III, p. 91:
Catón: [...] ¡Brindo por mi hermana Servilia, por su paciencia, por su recato, por
su amabilidad! ¡Por Servilia! [...]
Servilia: ¡Gracias, muy amable! Disculpad que no me levante, pero la verdad es
que yo también he bebido muchísimo y temo que las piernas no me sostengan.
Y eso no está bien en una mujer sola entre tantos hombres [...]
(19) Ibid., p. 97:
Servilia: Fui el oprobio de la familia y la comidilla de Roma. Me encerraste en
casa y luego te las arreglaste para conseguirme un matrimonio con el general
Lúculo, un partido intachable. La verdad es que siempre te has preocupado mucho por tu hermanita la golfa [...] ¡Menuda vida he tenido! ¡Hermana de Catón,
amante de César, esposa de Lúculo! [...] si me meto en algún escándalo -que es
lo que me apetece- tú eres tan virtuoso que a lo mejor me repudias y a ver cómo
me las arreglo yo solita, a mis años y repudiada.
— La otra figura femenina, una mujer anónima, es el único personaje
de esta obra que no se corresponde con un modelo clásico concreto, aunque
no nos parece demasiado aventurado conjeturar que en ella se haya querido
representar a Cornelia, esposa de Pompeyo y madrastra de Gneo Pompeyo,
ambos recién muertos en el momento de la narración24. De hecho, de su boca
salen varias referencias a Pompeyo.
(20) Acto I, p. 75:
Estatilio: ¡Aquí estoy, señor!
Mujer: ¡No, hijo mío, tú no! ¡Tú no, que eres lo único que tengo en el mundo!
[...]
Mujer: ¿Derrotar a César? ¿Tú vas a derrotar a César? ¿Así, por las buenas? ¡Lo
que no pudo conseguir el gran Pompeyo va a lograrlo el pequeño Marco Octavio!
¡Loor al ilustre prócer!
(21) Acto II, p. 84:
Mujer: Ya he perdido a mi marido, Servilia. Estos jaleos políticos me han mutilado
la vida. Dentro de veinte años ni César ni Catón tendrán ninguna importancia,
pero a mí su enfrentamiento me ha hecho desgraciada [...]
Son las dos únicas figuras femeninas que aparecen en la obra de Savater,
sin duda formando otra de las parejas que ponen de manifiesto posturas o
puntos de vista contrapuestos, en este caso siempre poniendo de relieve su
condición de mujeres. Servilia, relacionada al mismo tiempo con Catón y
César, representa a la mujer de la aristocracia romana que participa de forma
23
24
sed ante alias dilexit Marci Bruti matrem Seruiliam (Suetonio, Diuus Iulius 50.2).
cf. Lucano Farsalia 9.50-110, 120 y 168.
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CÉSAR Y LOS PERSONAJES DE CATÓN, UN REPUBLICANO CONTRA CÉSAR ...
601
activa en la vida social de su tiempo. La otra, esa mujer anónima, representa a la mujer más tradicional que tiene, sobre todo, el papel de madre y
esposa.
3. Por último, se hace referencia a dos personajes que no participan en la
acción, uno de ellos, Sexto Graco, es un nombre de gran tradición latina,
aunque no parece que se pueda identificar con ningún contemporáneo de Catón, pero el otro, Cayo Léntulo, puede rememorar al cónsul Lucius Lentulus
(César, Guerra Cívil 1.1.2), decidido anticesariano que, según cuenta el propio
César, abrió el erario para entregar a Pompeyo el dinero por decreto del Senado y, a continuación, huyó de la ciudad25. Combatió en Farsalia y después
huyó muriendo asesinado en Egipto. Ambos abandonan a Catón, aunque por
distintas razones:
(22) Acto II, p. 83:
Favonio: ¿No es ese Cayo Léntulo, el recaudador de tributos? Parece que se
marcha con toda su familia.
Catón: Me extraña, pues siempre ha sido uno de los más firmes adversarios de
César. Claro que su padre es muy anciano y querrá ponerle a salvo de los rigores
del asedio.
Favonio: En cambio Sexto Graco es soltero y no tiene a nadie de quien cuidar.
Pero por lo visto se va también.
Servilia: ¿No es ése el que decía a todas horas lo muy amigo tuyo que era?
V. César
Examinemos ahora el tratamiento que se da a la figura de Julio César,
fundamental en la narración, a pesar de que no aparece en escena en ningún
momento, porque no es uno de los personajes de la obra. Sin embargo, su
presencia se pone de manifiesto en las intervenciones de los distintos personajes en las que, como hemos visto que sucede con Catón, se va perfilando
la personalidad del futuro tirano descrito como buen político, magnífico estratega, excelente militar, astuto, generoso, clemente y triunfador, pero también
poco escrupuloso, corrupto, usurpador, demagogo, ambicioso, cruel, déspota,
lujurioso, sensual, colérico y tirano.
En contra de lo que sucede con los personajes reales, para el retrato de
César la fuente de referencia de Savater no es Plutarco, pues en su obra no
25
Quibus rebus Romam nuntiatis tantus repente terror inuasit, ut cum Lentulus consul
ad aperiendum aerarium uenisset ad pecuniamque Pompeio ex senatusconsulto proferendam,
protinus aperto sanctiore aerario ex urbe profugeret, «Cuando llegó a Roma la noticia de
estos acontecimientos cundió al momento una alarma tal, que el cónsul Léntulo, llegado
para abrir el erario y sacar dinero para Pompeyo según el senadoconsulto, inmediatamente
después de abierta la parte más reservada del erario huyó de la ciudad» (Julio César, Guerra
Civil 1.14.1, trad. de S. Mariné Bigorra, Alma Mater, 2007).
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MATILDE CONDE SALAZAR
se hacen demasiadas referencias a César26, y en las que hay no se ponen de
manifiesto las características buenas y malas que aquí se reflejan y que han
constituido el signo de identidad de este personaje en sus múltiples apariciones en la historia, la literatura y el arte a lo largo de los siglos. Más bien
creemos que Savater ha recogido la tradición que se ha ido forjando en torno
a esa figura y que se extiende en la literatura mucho más allá de la pura
inspiración clásica.
Sirvan como prueba de lo que decimos algunos ejemplos sueltos de cómo
van apareciendo todos estos atributos según va avanzando la acción:
(23) Acto I, p. 77:
Trebonio: [...] De sobra se ha demostrado que vencer militarmente a César no
es cosa fácil.
(24) Ibid., p. 78:
Lucio: [...] Yo mismo me abrazaré a las rodillas de César si es necesario para que
le sea perdonada [a Catón] su vida, su hacienda y su rango. Estoy completamente
seguro de conseguir su clemencia.
(25) Acto III, p. 89:
Apolónides: [...] ¿Sabéis si César es muy lujurioso?
Catón: De las varias concupiscencias que se le conocen, la de dominio es la única
que no sabe dominar.
(26) Ibid., p. 95:
Catón: [...] El pueblo romano adora a César: le adora ya hoy y probablemente
le adorará más cada día que pase. Es un amo y el pueblo, digan lo que digan,
quiere amos, no buenos administradores de quita y pon. [...]
Favonio: César no es tan brutal como Sila, pero es mucho más ambicioso.
Catón: [...] A César le querrán aún más, porque es más hábil, más generoso.
Será un Sila benéfico, el amo perfecto que les descargará de la molestia de la
libertad sin hacerles notar demasiado la de la esclavitud. Le venerarán mucho,
estate seguro. Y si alguna vez se atreven a apuñalarle por la espalda, será por ser
demasiado amable, no por odio a la tiranía.
Concretamente, en los pasajes que se corresponden con este episodio dentro de la Vida
de Catón de Plutarco, encontramos las siguientes alusiones: οὐχὶ Καῖσαρ μὲν οὗτος. Εἰσ ὅν
ἡ Ῥωμαίων ἅπασα περιέστηκεν ἰσχύσ; «¿No es César el hombre en quien está concentrado
todo el poder romano?» (61.4); ὡσ εἰ τούτους συλλάβοιεν ἱλασόμενοι τὴν πρὸσ αὐτοὺσ
ὀργὴν τοῦ Καίσαρος, «pensando que deteniéndoles apaciguarían la cólera de César contra
ellos» (61.7); κρατεῖν Καίσαρος τοῖσ καλοῖσ καὶ δικαίοις, «estoy por encima de César en
honor y justicia» (64.8); γὰρ ἦν καταφανὴσ μισοκαισαρ, «Se sabía que odiaba a César»
(65.11); Λεύκιος Καῖσαρ, οἰκεῖος μὲν ὤν Καίσαρος ἐκείνου, «Lucio César, pariente del gran
César....» (66.1); «ἐμοι γὰρ» εἶπεν «εἰ σᾠζεσθαι χάριτι Καίσαρος ἐβοθλόμην», «Sí, decía
que quería ser salvado por la bondad de César» (66.2).
26
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 589-606, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.324
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603
4. Conclusiones
El primer objetivo que perseguíamos al acercarnos a la obra de teatro
Catón, un republicano contra César, de Fernando Savater, lamentablemente
poco difundida y, como consecuencia de ello, muy desconocida, era el análisis de las continuas alusiones y referencias implícitas que en ella hacen los
diferentes personajes a la figura de Julio César. Dicho objetivo ha quedado
ampliamente superado por la enorme cantidad de reminiscencias clásicas, sobre todo de Plutarco, que hemos encontrado magistralmente adaptadas por el
autor para plantear una reflexión sobre política y filosofía, haciendo de este
modo efectiva su afirmación de que es necesario emplear a los clásicos para
dinamizar nuestra vida27.
Destaca, sobre todo, el excelente trabajo del autor a la hora de intervenir
en el texto clásico para perfilar a los personajes de su obra. En primer lugar,
establece un esquema en el que agrupa a esos personajes por parejas con
una contraposición entre sus miembros, y de esta forma mantiene, aunque
con nueva fórmula, el esquema de las «vidas paralelas» de Plutarco: CatónEstatilio, Apolónides-Demetrio, Favonio-Trebonio, Marco Octavio-Lucio César, Servilia-mujer anónima. Además, cada uno de estos personajes conserva
los rasgos más peculiares de las figuras históricas a las que representan, el
protagonista, Catón, su fiel discípulo, Estatilio, los filósofos Apolónides y Demetrio, los amigos Favonio y Trebonio, los militares Marco Octavio y Lucio
César o las dos mujeres Servilia, hermana de Catón, y la madre de Estatilio,
mujer sin identificar, pero a la que quizá se pueda relacionar con la esposa
de Pompeyo. Por otro lado, en esta recreación literaria el autor da muestras
de una gran habilidad a la hora de asignar adecuadamente nuevos papeles a
cada uno de estos personajes de forma que, sin perder su identidad histórica
y dentro de ese esquema que acabo de describir, asumen el nuevo cometido
de ir planteando y abordando diferentes cuestiones, problemas, soluciones y
valores siempre vigentes, así el entusiasmo juvenil de Estatilio se opone a la
prudencia, el realismo y el pragmatismo del anciano Catón, juventud frente
a madurez; Apolónides y Demetrio personifican dos concepciones filosóficas,
la estoica y la peripatética, a partir de cuyos principios, y en su condición de
filósofo, el autor aborda diferentes cuestiones dando muestras de una profunda
erudición; Favonio y Trebonio representan dos caras de la amistad, la fidelidad y la traición; Marco Octavio y Lucio César encarnan a dos militares con
diferentes concepciones a la hora de actuar políticamente, uno beligerante y
el otro más pacifista y negociador; Servilia y la mujer anónima, los dos tipos
de figura femenina posibles en el momento, la madre y esposa, y la mujer
que gusta de participar de la vida social. De esta forma Savater, a través de
27
Cf. http://impreso.milenio.com/node/.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 589-606, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.324
604
MATILDE CONDE SALAZAR
sus personajes, transmite su propio pensamiento, reflexiona sobre la libertad
y expone sus ideas sobre política acompañadas de una buena base filosófica.
Junto a estos personajes, aunque no aparezca en la obra encarnado en
un papel dramático, se deja sentir la presencia de César con la fuerza de un
verdadero antagonista que personifica todos los defectos de la tiranía frente a
las virtudes de la república. Por boca de los otros personajes se va haciendo
una descripción de los rasgos que han caracterizado a este insigne romano y
que lo han convertido en una de las mayores referencias de todos los tiempos,
como queda plasmado en diversas manifestaciones literarias y artísticas (escultura, pintura, cine). En este caso creemos que Savater ha querido recoger esa
tradición que ha ido forjando la figura legendaria de César y que se extiende
mucho más allá de la pura inspiración clásica.
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Savater, Fernando (2007-11-07) entrevista en Milenio, Impreso Cultura (http://www.milenio.
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Fecha de recepción: 9 de abril de 2010
Fecha de aceptación: 2 de noviembre de 2010
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 589-606, ISSN: 0034-849X, doi: 103989/revliteratura.2012.02.324
RESEÑAS DE LIBROS
Revista de Literatura, 2012, enero-junio, vol. LXXIII, n.o 148,
págs. 607-670, ISSN: 0034-849X
GÓMEZ REDONDO, Fernando. Historia
de la prosa medieval castellana. 4 vols.
Madrid: Cátedra, (1998, 1999, 2002 y
2007), 4503 pp.
No resulta demasiado ortodoxo escribir
en 2012 la reseña de una obra que empezó a ser publicada en 1998 y que quedó
ultimada en 2007. Pero las obras excepcionales piden respuestas excepcionales y, en
el caso que nos ocupa, han sido necesarios
años de lectura, o mejor dicho, de uso intensísimo, casi cotidiano, para poder tener
(aunque tampoco estoy seguro de haberla
alcanzado) una capacidad de comprensión
que esté mínimamente a la altura de la
obra reseñada. Cuatro volúmenes inmensos,
cuatro millares y medio de páginas y una
cantidad absolutamente torrencial de información, buena parte de ella muy original,
a veces radicalmente nueva, son difíciles
de sintetizar y de valorar en las pocas páginas que le están permitidas a una reseña. Más aún cuando todo ese edificio gigantesco se asienta sobre cimientos
insólitos, que proponen una mirada diferente, desde la novedosa atalaya de la teoría
de la literatura, y no desde la historiografía
convencional, del corpus completo de nuestra prosa medieval. Mejor dicho, de la prosa que llega hasta el reinado de Enrique
IV, ya que la que se escribió en los tiempos de los Reyes Católicos merecerá los
honores de otros dos gigantescos volúmenes autónomos, de aparición inminente.
Para comprender los alcances de una
obra de esta envergadura es obligado tener en cuenta, en primer lugar, que a su
autor se deben también títulos como El
lenguaje literario, Crítica literaria del siglo XX, Artes poéticas medievales, Manual
de Crítica Literaria contemporánea (omito las fechas de publicación porque varios
de estos títulos han tenido reimpresiones y
reediciones aumentadas), que lo adscriben
a un modo de entender la literatura que
trasciende las habituales historiografías
cronológicamente lineales y se distingue
por la atención a cuestiones de género,
retórica, estilo, soportes, autoría, transmisión, recepción, ficción, verosimilitud, diseño de narradores y de personajes, escuela, tradición, influencias, tecnologías de la
escritura, de la memoria, de la traducción...
Etcétera.
Es decir, que el autor maneja, y con
pericia que no precisa de mayor encomio,
un instrumental que nunca antes había sido
utilizado de manera sistemática, en el campo de la medievalística hispánica, dentro de
una obra de alcance general. Ha habido
que esperar, de hecho, hasta 2012, para
que la reciente Historia de la literatura
española 1 Entre oralidad y escritura. La
Edad Media, de María Jesús Lacarra y
Juan Manuel Cacho Blecua, haya vuelto a
poner en primer plano los métodos, enfoques y recursos que ofrece el pensamiento
teórico literario para que podamos leer otra
obra felicísima, deudora en algunos planteamientos de la de Gómez Redondo, pero
muy diferente de ella en cuanto a su organización interna.
En efecto, el libro de Lacarra y Cacho
Blecua es un ensayo interpretativo, un tratado de ritmo trasversal y una suma de catas muy articuladas pero selectivas que
identifican los núcleos ideológicos que, a la
luz de los textos literarios, podemos identificar como emblemáticos de la mentalidad
medieval. Comparte con la obra de Gómez
Redondo el enfoque teórico y el uso de un
610
RESEÑAS DE LIBROS
formidable instrumental metapoético. Pero
en lo relativo a su diseño, se trata de dos
obras radicalmente distintas, porque la de
Gómez Redondo es, también, una auténtica
historia, una historiografía en el sentido tradicional, sin complejos, compacta, contundente, que sigue un orden cronológico
inexorable y que tiene unos afanes imperiosos de exhaustividad. No hace falta más que
repasar el índice, con sus miles de
entradillas prolijamente numeradas y arracimadas en categorías de época, género,
autor, obra, hasta de rasgo de (meta)poética
a veces, para que podamos apreciar que la
preocupación primera del autor ha sido la
de reunir, acotar, sistematizar, ordenar,
jerarquizar, diseccionar hasta el extremo el
corpus completo de la prosa castellana medieval, para luego aplicar sobre esa base los
métodos de análisis que son propios de la
teoría literaria. Échese un vistazo al insólito Apéndice II, de «Cuadros de relaciones
genéricas», que ocupa casi veinte páginas,
para apreciar el lugar central que da el autor a la teoría de los géneros y a su sintaxis
evolutiva dentro de su obra.
Pero además, y para hacer más honor
a su título explícito de historia e implícito
de historiografía, esta obra puede leerse
también como libro de pura y dura historia. Y no solo en los capítulos, inmensos,
dedicados a la cronística medieval, que dan
cuenta de todas las fiestas de coronación,
intrigas palaciegas, elencos de hijos bastardos y conflictos sucesorios imaginables,
sino hasta en la página más recóndita, en
la que nunca faltará la contextualización
histórica rigurosa, en ocasiones hasta prolija. El Apéndice III, de «Tablas genealógicas» de reinos, dinastías y linajes, habla
por sí solo de los escrúpulos historicistas
del autor: hasta las casas de Lara, Haro,
Ayala, Álvarez de Toledo, Santa María,
Mendoza, Estúñiga/Zúñiga, Pimentel y
Manrique van embutidas en los correspondientes árboles genealógicos, en despliegue
que para sí quisieran muchos tratados de
historia.
El resultado, que tiene algo de épica de
fundación y de minuciosa orfebrería de
detalle, resulta abrumador. La lista de autores y de títulos es inagotable, cuajada de
referencias algunas ilustres y otras ignotas,
acompañadas todas de descripciones utilísimas, fichas de fuentes manuscritas y luego de ediciones, de glosas metapoéticas
que vienen siempre muy a cuento, de detalle de estudios críticos. Los Índices, General (de autores, obras, géneros, voces,
conceptos, etc.), Onomástico de críticos y
de Bibliotecas y manuscritos suman trescientas cuarenta páginas.
Hay además una detalladísima Guía de
Lectura, de ochenta páginas, que pasa revista, evalúa y aclara las líneas discursivas
esenciales de cada uno de los capítulos de
la obra. Gómez Redondo no se ha limitado, pues, a identificar y a desplegar razonadamente ante nosotros las marcas de
conciencia autorial que se hallaban sembradas en las mil y una prosas medievales que
ha ido desgranando: ha aplicado el método sobre su propia obra y ha glosado y
aclarado, igual que hiciera Juan de la Cruz
con sus versos, sus sentidos, intenciones y
penumbras. En fin, que la expresión «lo
nunca visto» quizás no haya cobrado nunca una dimensión tan ejemplar, en el terreno al menos de nuestros estudios literarios hispánicos, como ante esta obra, que
si en ambiciones, calidades e influencia es
equiparable a los grandes tratados de
Menéndez Pelayo o de Menéndez Pidal, en
refinamiento filológico y editorial los supera.
Las Primeras adiciones de junio de
2006, que tienen ochenta páginas, y la Fe
de Erratas conclusiva son prueba adicional
de la honradez intelectual del autor, y sobre todo, de su obsesión por mantener una
versión actualizada de una obra entre cuyo
primer y último volumen discurrieron nueve años. Se aprecia, por cierto, una clara
evolución de método y hasta de estilo entre el volumen de 1998, más sintético y
contenido, y el de 2007, más suelto y
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excursivo en sus argumentaciones. El autor ha ido creciendo al mismo tiempo que
su obra y modificando su relación con ella.
Una valoración sección por sección o
capítulo por capítulo resultaría imposible.
Personalmente he encontrado absolutamente sensacionales los capítulos dedicados a
las crónicas medievales y a su complejísimo trasfondo histórico, y también los
dedicados a las ficciones caballerescas y
sentimentales. Aunque puede que lo más
notorio de la obra sea que da noticia (a
veces primera) y que sitúa en el mapa de
nuestra filología una gran cantidad de
obras y de opúsculos de registros variadísimos y de autores en ocasiones muy desconocidos, que para mí y para muchos
habrá sido la primera vez que llegaban siquiera a nuestro conocimiento.
Otra aportación esencial: la minucia con
que el autor desentraña no pocos ovillos
enredadísimos de fuentes, ramas, manuscritos, copias, versiones, refundiciones, plagios, o llama la atención acerca de sus
concordancias, discrepancias y especificidades, o da detalles y evalúa críticamente
sus contenidos.
Y un mérito más, que yo aprecio de
manera muy singular: el interés que siente
por los modos en que la transmisión oral
y la transmisión escrita han condicionado,
con sus alianzas y conflictos, los géneros
y los textos a los que atiende. Epígrafes
como los de «La prosa rítmica y la versificación clerical», «El fablar comunal de
la prosa», «Las fazañas: las formas de vida
populares» y muchos que vienen después
calan en nuestros primeros textos literarios
desde la orilla de una oralidad que tuvo
dimensiones y reflejos mucho más complejos y variados de lo que nos era posible
imaginar, y que reciben en estas páginas
no poca luz.
Identificar más hallazgos, singularizar
más méritos, sería redundante. Un caso
práctico, muy puntual pero también muy
representativo, puede valer más que mil
epítetos y glosas. La Vida de San Isidoro
611
del Arcipreste de Talavera es obra que a
mí personalmente me parece interesantísima, desde el punto de vista de la impregnación desde el folclore (adapta varios
cuentos y leyendas tradicionales que estoy
en estos momentos estudiando) y desde el
punto de vista también de la reflexión
metapoética, pues hace una serie de consideraciones acerca de los conceptos de escritura, de transmisión literaria, de relación
con las fuentes, de traducción, que tengo
entre los más interesantes y originales que
nos ha legado nuestra Edad Media. Pues
bien, esta Vida isidoriana, que no es nada
breve, y que debemos a un autor del carisma del Arcipreste de Talavera, resulta
invisible en los índices de dos tratados
recientes y esenciales de nuestra literatura
medieval: en las Claves hagiográficas de
la literatura española (del Cantar de mio
Cid a Cervantes) (2008) de Ángel Gómez
Moreno, en las que hubiera podido figurar
por su condición de vida de santo; y en la
ya mencionada Entre oralidad y escritura.
La Edad Media (2012) de María Jesús
Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua, en
la que habría podido estar por las reflexiones metapoéticas que elabora, muy en la
cuerda de otras que interesan y comentan
ampliamente estos dos críticos. ¿De qué
hilo tirar entonces, en busca de información sobre obra tan huérfana de atención
y sobre su complejo ovillo de fuentes?
Pues, obviamente, de la Historia de la
prosa medieval castellana de Fernando
Gómez Redondo, en cuyas páginas 21592160 se encontrarán datos iluminadores
acerca de sus fuentes latinas y en cuyas
páginas 2709-2713 se encontrarán análisis
adicionales, sutiles y atinados, sobre la
versión del Arcipreste de Talavera.
En fin, que nos hallamos ante una obra
verdaderamente mayor de nuestros estudios
literarios, de esas que, por su envergadura
y mérito, aparecen de década en década; y
que tenemos la suerte de que sea, todavía
y en cierta medida, una obra en curso y
abierta: conociendo la afición a los apén-
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dices, adendas, actualizaciones y continuaciones del autor, seguros de que cuatro mil
quinientas páginas son un número que en
él no hace mella ni impresión, y advertidos de que su edad no es ya juvenil, pero
tampoco senecta, no será impropio esperar
el día en que esta Historia de la prosa
medieval española retorne a nosotros con,
aunque a los demás nos parezca imposible,
muchas más páginas, hallazgos y virtudes.
JOSÉ MANUEL PEDROSA
LACARRA, María Jesús y Juan Manuel
CACHO BLECUA. Historia de la literatura española. 1. Entre oralidad y escritura. La Edad Media. Barcelona:
Crítica, 2012, 792 pp.
La publicación en 2102 de este libro
confirma un giro en los estudios de medievalística hispánica que había conocido otro
hito fundamental entre los años 1998 y
2007 en los que vieron la luz los cuatro
monumentales volúmenes de la Historia de
la prosa medieval castellana de Fernando
Gómez Redondo.
De repente, y coincidiendo con el cambio de siglo, irrumpen en el panorama académico español dos grandes enciclopediasmanuales de literatura medieval muy
diferentes entre sí en sus alcances y en sus
métodos, pero que pivotan sobre dos ejes
compartidos, los de las reflexiones teóricas
y metapoéticas, atentas sobre todo a las
cuestiones de los géneros y de la dicotomía oralidad/escritura. Ello insufla en estos dos títulos ambiciones y resultados
extraordinariamente innovadores, y en
nuestro campo de conocimiento unos aires
nuevos que son muy de agradecer. Las dos
obras desbordan, muy sobradamente, los
límites, a los que estábamos tan habituados, de la simple historiografía literaria, y
se interrogan sobre cuestiones de poética
por un lado más abstractas (siempre lo es
la discusión sobre géneros, recursos, retóricas) y por otro lado más concretas, ya
que la obsesión de ambas es explicar el
texto literario a la luz precisa de las circunstancias históricas y de las prácticas
culturales de la época.
Ambos acercamientos no hubieran sido
posibles sin el formidable aporte preparatorio, desde 1985, de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval, que ha renovado en profundidad los estudios sobre la
disciplina y señalado mil nuevos nombres,
obras y vías de investigación que las obras
de Lacarra/Cacho Blecua y Gómez Redondo (quienes estuvieron involucrados desde
sus inicios en los trabajos de aquella Asociación) han tenido el mérito de sintetizar
(y también de ampliar y desarrollar) de
manera admirable.
Entre oralidad y escritura. La Edad
Media es un libro que desde su título hace
una declaración trasparente de sus intenciones y propone un itinerario metapoético,
transversal, más sintáctico que léxico y
más sintético que analítico. No es un repertorio, ni una historiografía, ni una enciclopedia: es un ensayo o tratado que
rehúye el orden estrictamente cronológico,
que salta en zigzag, cuando lo ve justificado, de un género, un enfoque, una categoría a otros, que contempla el texto literario como texto (o como palimp-texto)
cultural sobre todo, no como secuencia
unilineal de eventos.
Los títulos de sus grandes epígrafes,
heterogéneos aparentemente, aunque enhebrados por una coherencia estricta que discurre por su fondo, dan una idea aproximada de sus núcleos principales de
reflexión: «De los textos perdidos a la
creación del canon», «Cristianos, moros y
judíos: entre huellas literarias», «La difusión de la literatura en la Edad Media»,
«Literatura, fiestas y espectáculos», «La
educación letrada», «La construcción de la
figura del autor», «La poesía narrativa:
entre héroes y santos», «La creación de la
prosa literaria: de Alfonso X a don Juan
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Manuel», «La corte como ámbito de creación y difusión de corrientes poéticas»,
«Pervivencias y nuevos públicos en la prosa del otoño de la Edad Media», «La
alteridad del teatro medieval». Ningún hilo
cronológico explícito, ningún asidero de
género al que agarrarse. Por el momento.
A estos grandes apartados sigue una selección de «Textos de apoyo» que se fija en
«El mundo de la iglesia», «La configuración de la tierra: hombres, animales y piedras», «España: encrucijadas culturales»,
«El entorno literario: educación y estudio»,
«El entorno literario: creación, interpretación y difusión», «El ámbito cortesano:
comportamientos, representaciones, nobleza y caballería», «La pasión amorosa y la
mujer».
Un índice, este, que podría parecer un
collage por el que pastasen indiscriminadamente categorías churras y categorías
merinas, y por el que podría perderse, acaso, el lector menos avezado, o el estudiante
que aspire por el momento solo a iniciarse. Pero es difícil que un extravío así pudiera producirse, por razones varias: porque de cada sección grande del libro salen
subcategorizaciones más concretas; porque
el lector puede tirar en el momento que
quiera del utilísimo «Índice de nombres»
que le ahorrará despistes; y, sobre todo,
porque el tratado está escrito en un estilo
claro, pedagógico, natural, podría decirse
que familiar en el sentido afable que se
daba al término hace unos cuantos siglos,
que tiende puentes muy bien señalizados
entre unas orillas y otras, aunque se encuentren en páginas distantes. De hecho,
este volumen de proporciones algo intimidadoras pero de páginas muy bien engrasadas logra ser al mismo tiempo un ensayo muy argumentado y sesudo de poética
de la literatura (mejor dicho, de la cultura) medieval, que satisfará las expectativas
del especialista más acérrimo, y un manual
claro y luminoso para cualquier estudiante
universitario que quiera introducirse en este
mundo por caminos no rectilíneos, a veces
613
no muy previsibles, pero que enlazan ideas
y textos por sendas sutil y maduramente
trazadas.
Los «Textos de apoyo» son, en esa línea, no ya un complemento meramente escolar, sino una oportunidad para que los
medievalistas más expertos retornen e incluso descubran en algún caso textos clave para
entender la mentalidad de la época. La selección, siendo muy representativa, es también muy original, y a mí me ha desvelado
joyas muy poco convencionales, de las que
no tenía siquiera noticia, de nuestro patrimonio literario medieval.
Mentalidad es, quizás, la palabra que
mejor define, por su apertura y ductilidad
precisamente, lo que persigue interpretar
este libro, al que le haría justicia la etiqueta, por ejemplo, de ensayo sobre las mentalidades literarias en la España medieval.
Por esa aspiración, por la organización de
sus núcleos internos, por su atención a los
aspectos contextuales y rituales de las producciones literarias medievales, me ha recordado en algunos momentos los grandes
ensayos (El carnaval, La estación del
amor, El estío festivo) de don Julio Caro
Baroja, que no son ni historiografías ni
antropologías, sino más bien ensayos o tratados de historia de las mentalidades. La
demoradísima atención que prestan María
Jesús Lacarra y Juan Manuel Cacho Blecua
a los aspectos internos y técnicos del discurso literario (el papel del autor y del
complejo concepto de autoría, de su formación y escuela, de sus soportes y tecnologías, la adscripción de género, etc.)
enriquecen el libro con la dimensión añadida de ambicioso manual de teoría literaria. Dentro de ese espectro, la elección del
lema Entre oralidad y escritura constituye
una apuesta arriesgada en una España en
que el concepto de oralidad ha sido muy
minusvalorado por el mundo académico en
relación con el de escritura, en que cualquiera ha podido lucir el título de medievalista sin haberse interesado nunca por
comprender los mecanismos poéticos de la
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voz ni haber leído ninguna bibliografía
oralística específica, y en que los estudios
de folclore no tienen todavía un lugar propio en los programas universitarios ni en
los manuales académicos convencionales.
Carencias y contradicciones contra las que
se rebela, con todo vigor y desde su propio título, este libro, que, también por eso,
marcará un punto de inflexión en el devenir de nuestros estudios literarios.
El riesgo que conlleva esa insumisión
está, en cualquier caso, bien garantizado
por la obra y por los intereses previos de
los dos autores, quienes han brillado especialmente en el estudio de los cuentos y
leyendas orales medievales y de sus reescrituras y desarrollos en la época y el
medio en que se abrazaban ya la voz y la
imprenta, y que pueden ser considerados
como folcloristas en el sentido más legítimo de la palabra, puesto que se mueven
como peces en el agua por catálogos de
tipos y de motivos y por colecciones y
bibliografías, a veces muy ignotas, de puro
y duro folclore.
El espíritu ensayístico, sintético, del libro, justifica que no todo el repertorio literario medieval, con su enorme dispersión
de títulos, haya quedado reflejado ni comentado en él. Tampoco hay, en su nada
desdeñable bibliografía, un detalle exhaustivo de todo lo mucho y bueno que ha
aportado, sobre todo en las últimas décadas, la disciplina. Todo ha sido objeto de
una selección, por lo general muy justificada, puesta al servicio de sus conceptos
nucleares y de sus grandes líneas argumentativas. Labor, esta de depuración, siempre
arriesgada, que despertará quizá alguna
crítica de que los autores desvisten algunos santos para vestir a otros, pero que ha
sido fruto de una ponderación a todas luces muy rigurosa y reflexiva. No siempre
el manual más útil es el que más bibliografía acumula, sino el que mejor la selecciona, jerarquiza y argumenta.
Los autores explican y a veces desentrañan con admirable fluidez, sobre todo en
el territorio de la prosa, en el que firman
páginas magistrales, textos, conceptos, corrientes literarias nada fáciles. Identifican
con tino y modestia, aunque no les hincan
el diente a todos, nudos gordianos, instalados sobre todo en los tiempos de orígenes y en los géneros en verso, que nadie
ha sido hasta ahora capaz de desatar de
manera convincente. Dedican páginas clarificadoras a las literaturas fronterizas con
las de los moros y los judíos, pero quizás
no se interesan tanto por las literaturas
catalana y galaico-portuguesa como la Historia de la literatura española en la que
se enmarca su libro podría hacer esperar.
Entre los autores que mencionan están
Llull o Martorell, pero no Turmeda; y
Martin Codax está citado muy de pasada,
mientras que Pero Meogo se halla ausente. Quienes andábamos esperando que alguien nos diera resuelto el enrevesado
acertijo de las relaciones entre las jarchas
mozárabes y las líricas hebrea, árabe,
galaico-portuguesa, castellana y catalanoprovenzal, tendremos que esperar a mejores tiempos, y posiblemente también a
mejores vidas. Los grandes cancioneros
letrados del XV y del XVI (Baena, General, etc.) se hallan muchísimas veces citados, pero las composiciones en estilo tradicional del Cancionero musical de
Palacio reciben escasa atención, y la lírica tradicional de los maravillosos repertorios catalanes que fueron estudiados por
Romeu Figueras, o los cancioneros polifónicos castellanos del XVI, reflejos legítimos de la tradición tardo-medieval, no
asoman por ningún lado. Breves lagunas,
en fin, más apreciables en la siempre difícil y sutil trama de lo lírico, dentro de una
enciclopedia que es, en prácticamente todo,
extraordinariamente rigurosa y consistente.
La Historia de la literatura española
que dirige José-Carlos Mainer para la benemérita editorial Crítica no podía empezar,
pues, con mejor pie, ni con propuestas más
novedosas en sus objetivos y métodos, ni
con frutos más depurados y maduros. Ni
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RESEÑAS DE LIBROS
en edición más elegante (se agradece mucho el tipo de letra grande y aireado). Con
este título se abre una hermenéutica nueva, más madura y más moderna, en nuestra medievalística. Si el resto de los volúmenes se ajustan a los mismos esquemas
y alcanzan las mismas calidades, las etiquetas de historia y de literatura se les quedarán muy cortas, y nuestra cultura dispondrá por fin de una gran enciclopedia
razonada y argumentada de sus textos literarios y del mundo plural, complejo y
conflictivo que reflejan.
JOSÉ MANUEL PEDROSA
PEYREBONNE, Nathalie y Pauline RENOUX-CARON (eds). Le milieu naturel en Espagne et en Italie. Savoirs et
représentations (XVe-XVIIe siècles). Paris:
Presses Sorbonne Nouvelle, 2011, 335
pp.
Actas de un coloquio celebrado en la
Sorbonne en marzo de 2009, este hermoso
volumen ofrece textos de 18 investigadores que exploran el motivo del «medio
natural» en la España de los siglos xv (1
estudio), xvi (8 estudios) y xvii (4 estudios), con tres trabajos globales sobre el
Siglo de Oro español y dos que, desbordando del marco cronológico fijado en el
título, se dedican a la Italia del Quattrocento y siglos posteriores.
En una densísima «Introduction» (pp.
7-17), François D ELPECH sitúa la
problemática general en el marco del paso
del universo medieval hacia el moderno
universo «globalizado»: «la question de la
représentation des milieux naturels est bien
[...] au cœur des problématiques intellectuelles, artistiques et même politiques de
cette période charnière au cours de laquelle
[...] s’opère le clivage entre l’héritage des
savoirs et des images de l’Antiquité et du
Moyen Âge et l’avènement massif, tantôt
615
lent et progressif, tantôt accéléré, voire
brutal, d’une vision du monde que la
science, l’expérience, la technique rendront
bientôt radicalement incompatible avec les
anciens cadres mentaux».
Define luego las dos actitudes fundamentales adoptadas frente a una mutación
tan decisiva: el hacer como si dichos cambios no afectaran realmente al vigente sistema de representaciones (en el sentido
francés de représentations), o el hacer con
o sea, renunciar a la transparencia, asumir
la perplejidad y cierto perspectivismo lleno
de circunspección. Dos orientaciones, que
implican varios comportamientos de escritura y diversos protocolos de representación y conducen a ordenar el conjunto de
las contribuciones en cuatro partes: «I.
Nouveautés scientifiques, pratiques culturelles et représentations littéraires», «II.
Milieu naturel et faits d’écriture», «III. Le
milieu naturel, nouveau sujet symbolique»
y «IV. Représentations religieuses des espaces naturels».
Nos será imposible dar aquí cuenta
detallada de la casi veintena de artículos
que componen un conjunto particularmente rico y de un nivel globalmente muy
satisfactorio. Dejaré pues en forzosa penumbra, por su estatuto marginal (temática o cronológicamente) o más bien informativo, las ponencias siguientes: la de José
Ramón Marcaida («Ciencia, Barroco y la
polifonía de las cosas», pp. 21-34), que
se centra en los objetos o cosas más que
en el medio natural; la de Véronique
Abbruzzetti (pp. 211-218), por tratar del
Helicón transalpino de Petrarca en su Invectiva de 1359; la de María Luisa Lobato (pp. 121-128), cuyos laberintos teatrales pertenecen en realidad al campo de la
arquitectura; la poco convincente, por su
simbolismo forzado, de Cécile BertinElizabeth (pp. 139-155), quien, además,
tuerce artificialmente el sentido del adjetivo natural, en su articulación con el mundo urbano de las novelas picarescas,
«romans de villes»; la de Fernando Copello
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(pp. 105-120), con su presentación del tratado que Gregorio de los Ríos dedica a la
Agricultura de [los] jardines (1592), a la
jardinería como arte de desnaturalizar, por
decirlo así, el medio natural; la de Nathalie
Peyrebonne (pp. 49-58), también compendio de un Tratado de la nieve y del uso
de ella (1569) redactado por Francisco
Franco; la de Rica Amran (pp. 281-294),
que nos ofrece unos documentos descriptivos sobre el terremoto de Girona de 1427
y unas «lluvias de estrellas» (los cometas)
de la segunda mitad del siglo xv, y sus
variadas interpretaciones por judíos, judaizantes y cristianos; o, finalmente, la de
Françoise Crémoux (pp. 263-279), donde
se evocan los medios naturales propios de
los relatos de milagros en las colecciones
manuscritas del monasterio de Guadalupe,
medios naturales que aparecen más bien
como fuentes aisladas y repentinas de peligro, en una dramaturgia que pone de realce la confrontación entre orden natural y
voluntad divina; en definitiva, el medio
natural se ve reinscrito en una lógica más
simbólica que informativa o documental.
Lo que nos permite entrar ya de lleno
en la problemática específica de nuestro
libro con el estudio de François Delpech:
«La fable de l’hybride: Antonio de Torquemada et l’homme marin» (pp. 75-101).
Caso fascinante, el del hombre marino, que
explora Antonio de Torquemada según dos
perspectivas, a la vez divergentes y convergentes, en dos de sus obras: la más
notable miscelánea erudita del Renacimiento ibérico (el Jardín de flores curiosas,
elaborado hacia 1567-1568) y una novela
de caballerías (Historia del invencible caballero don Olivante de Laura, 1564).
Hay, por una parte, una presentación del
origen del linaje gallego de los Mariños,
que descenderían de un Tritón («hombre o
pescado») violador de una mujer, en un
encuentro fecundo y fundador, sin magia
ni intervención demoníaca, y sin nacimiento monstruoso. Y hay, por otra parte, la
transposición novelesca de esta tradición en
el Olivante, con recuperación de la dimensión caballeresca de la leyenda medieval de
los Mariños: la historia de la generación
del «espantable Bufalón», monstruo híbrido nacido de la copulación entre una francesa naufragada y un hombre marino. Tradición reelaborada (los Mariños) y ficción
inventada (Bufalón) llegan a ser, para Torquemada, dos modos de reactivación subversiva de una antigua fábula genealógica
regional. Más allá del caso particular del
examen de los seres intermediarios entre
Naturaleza salvaje y mundo humano y de
la renovación de la temática de los monstruos ficcionales, se ofrece una ilustración
significativa de las dos modalidades de la
representación de la relación del hombre
con el medio natural en el siglo xvi: por
un lado, un esfuerzo de racionalización y
de ordenación de los mirabilia en una perspectiva (pre)científica; por otro, una propensión hacia lo insólito, lo inexplicable,
lo maravilloso (las maravillas de las novelas).
De ahí dos regímenes de escritura
opuestos, dos «actitudes» divergentes que
podrán, no pocas veces, converger en un
mismo autor o una misma obra. De ello
nos habla, a su modo, Florence Dumora,
cuando analiza dos «Libros» del mismo
Jardín de flores curiosas de Torquemada:
el Libro 5 consagrado a la región del Septentrión y el Libro 2 dedicado al agua,
fluvial y marítima. Su lectura revela, en
efecto, la presencia de tres elementos estrechamente relacionados: la exposición de
conocimientos modernos, su compatibilidad
con lo sagrado y su permeabilidad frente
a un imaginario heredado en gran parte de
la Edad Media (pp. 59-74). Y de ello también nos habla, a su manera Christine
Marguet (pp. 35-48), en su estudio de la
cosmología y de las cosmografía en El
peregrino en su patria de Lope de Vega y
en Los trabajos de Persiles y Sigismunda
de Cervantes: «la escritura del medio natural sigue dos cauces, presentes en las dos
novelas. Por una parte, nace de un diálo-
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RESEÑAS DE LIBROS
go entre poesía o literatura, y filosofía,
teología y mito [...]. Por otra parte, la organiza como una superficie que se extiende bajo los pies de los viajeros o los esquifes que utilizan. [...] Por diferentes que
sean estos dos acercamientos, tienen en
común una percepción mediatizada. El
objeto de la novela no parece ser el de
representar una naturaleza observada, experimentada directamente, sino concebida a
través del prisma de distintos saberes, y no
sólo con la mediación de la imitatio». Y
concluye Marguet sobre las dos novelas:
«son el canto del cisne, para la literatura
española áurea, de una forma de escribir
el mundo, tributaria del ideal humanístico
de difusión del saber, de incorporación del
saber a la ficción. Una concepción que sin
duda queda distante de una orientación
didáctico-moral que, de acuerdo con el
espíritu de la Contrarreforma, tiende a
imponerse».
Precisamente, en esta última orientación
se inscriben las ponencias pertenecientes a
uno de los ejes que informan este volumen,
o sea la atención dedicada al locus eremus,
al yermo y a sus religiosos moradores, entre los que destaca la figura señera de san
Jerónimo. Él es el protagonista del poema
de Adrián de Prado estudiado por Pauline
Renoux-Caron («Locus horridus, locus
orandi...», pp. 240-257): Canción del
gloriosísimo Cardenal..., donde se describe
la fragosidad del desierto que habitaba, las
facciones del santo y el riguroso modo de
su penitencia (1616). A las tres partes indicadas por su título corresponden en esta
canción a la italiana 1) la descripción de un
desierto interpretado por la estudiosa como
espacio simbólico de la penitencia; 2) la
descripción asimismo del cuerpo de san Jerónimo, en la que naturaleza y hombre
intercambian en prodigiosa asimilación sus
señas de identidad; y 3) el combate espiritual del penitente en el marco de un locus
horridus vuelto espacio de una conversión,
de una metanoïa. Quizá sea opinable la proyección forzada sobre el paisaje eremítico
617
del simbolismo del bestiario como figura del
pecado y del vicio; quizá, también, se pueda definir el combate del santo como una
lucha contra el mismo Dios más bien que
contra sí mismo. Sea como fuere, el poema
de Adrián de Prado se ve reinscrito con toda
razón en una estrecha red de relaciones
iconográficas, de las que, en este volumen,
nos hablan asimismo Gloria Bossé-Truche y
Pierre Civil.
Aquella recorre el itinerario de la figura del monte (o peña o peñasco) en la literatura emblemática del Siglo de Oro (pp.
219-235) en tres de sus plasmaciones: el
monte y la idea de virtud, el monte como
espacio de penitencia y el monte y la excelencia del estatuto eclesiástico. Mientras
que este («La peinture en images: récit et
peinture dans l’Espagne du XVIIe siècle»,
pp. 313-330) explora el tema de ideal religioso de los Padres del yermo y las imágenes correlativas del desierto penitencial,
con especial enfoque sobre un famoso cuadro de Velázquez: San Antonio abad y san
Pablo ermitaño. En esta pintura, a veces
titulada Paisaje con san Antonio y san
Pablo, el marco natural se ofrece tanto
como visión espiritual como visión física
del universo, en una dialéctica entre lo
visible y lo invisible del mundo como
constante de la pintura religiosa. Y no solo
de la pintura, podríamos añadir, con Suzy
Beramis («Nature, la belle endormie de
Jean de la Croix», pp. 295-311), que concluye su análisis del jardín en el Cántico
espiritual con estas palabras: «La nature
aime à se cacher. Elle se montre ici dans
le paysage de la pastorale, que viennent
recouvrir, d’une façon qui sollicite en nous
le sens de l’invisible, les eaux du déluge».
El yermo, nos decía también Pierre
Civil, no lo ve Velázquez como un desierto absoluto o un locus horridus, sino como
un territorio fronterizo en los confines de
los espacios conocidos, en los márgenes de
la experiencia humana de lo divino. No así
pasa en la poesía garcilasiana en la que
asistimos a veces a la transformación del
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RESEÑAS DE LIBROS
locus amoenus en locus horridus. Es lo
que comprueba Florence Maldepuech-Toucheron («Séparation et accident. Pour une
réévaluation de la Nature chez Garcilaso»,
pp. 201-210) en las églogas de Garcilaso,
lugar, según la estudiosa, del triunfo de lo
arbitrario, con la degradación, a consecuencia de los accidentes de fortuna, de la naturaleza pastoral en un in-mundo sometido
a la caducidad temporal. Perdida ya la feliz anestesia de la Arcadia natural, es preciso encontrar un nuevo acuerdo entre el
hombre y la naturaleza: lejos de ser un
poeta de la armonía, Garcilaso constata el
fracaso del mito órfico y propone, en una
perspectiva más bien prometeica, el nacimiento de una nueva armonía, no ya dada
sino fruto de una poiesis.
A conclusiones radicalmente diferentes
llega Antonio Gargano en su admirable
ensayo sobre las «Formas y significados
del locus amoenus en la Égloga [I] de
Garcilaso» (pp. 185-200). Centrando su
examen en cuatro estrofas evocadoras del
lugar ameno, dos de ellas en boca de
Salicio (estr. 8 y 16) y las otras dos en
boca de Nemoroso (estr. 18 y 29), el crítico, con la impecabilidad e implacabilidad
de sus acostumbradas demostraciones
garcilasianas, define el negativo extrañamiento del pasado por parte del amante
abandonado por Galatea frente a la confirmación del pasado propia del pastor enamorado de Elisa. Pero tanto la negatividad
de Salicio como la positividad de Nemoroso se reúnen en la misma definitiva renuncia a la posibilidad «de que el fantasma del deseo se encarne en un objeto»; y
uno y otro nos muestran los dos caminos
de la modernidad: el hombre moderno, o
bien decidirá, cual Salicio, jugárselo todo
en la realidad immanente, o bien apostará,
a lo Nemoroso, por una realidad transcendente, ya parcialmente laicizada.
Un concepto de modernidad no ajeno,
aunque en un sentido diferente, del trabajo
firmado por Corinne Lucas-Fiorato: «Mer en
tempête entre images et textes italiens: du
signe à la chose» (pp. 157-181). Gracias a
una perspectiva verdaderamente interdisciplinar —poesía y pintura se entrecruzan
muy provechosamente—, viene trazado brillantemente el itinerario del motivo de los
furores marítimos desde la Antigüedad (Homero, Virgilio, la Biblia) hasta el final del
Quinientos, pasando por Iacopo Passaventi
(siglo xiv), Giraldi Cinzio (Ecatommiti,
1565), Leonardo de Vinci, el Ariosto, Paolo
Lomazzo (Trattado dell’arte della pintura,
1584), para llegar a Giorgio Vasari (Vite,
1568), evocador éste de la tradición visual
que nace con Giotto y conduce a Ambrogio
Lorenzetti y Iacopo Palma: desde el mar
invisible o ausente de los relatos ejemplares de la literatura hagiográfica hasta el lento surgimiento del mar airado como centro
del interés de la representación, en el paso
de la «pintura de historia» a la «pintura de
géneros», contemplamos «une lente
évolution de l’histoire qui conduit de la
dévotion religieuse à la contemplation
esthétique. Et à la sacralisation de l’objet
d’art» (p. 175).
Una última observación: la edición de
estas Actas, aunque generalmente cuidada,
sufre un notable número de erratas y, en
dos casos, de una presentación deficiente
de los textos citados, lo que dificulta realmente la comprensión de los estudios
concernidos (ver la disposición de los cuatro pasajes de la Égloga de Garcilaso en
Gargano, pp. 188-189; y también la transcripción muy defectuosa del poema de
Adrián de Prado, pp. 258-262).
MARC VITSE
RYJIK, Veronika. Lope de Vega en la invención de España: el drama histórico
y la formación de la conciencia nacional. Londres: Tamesis, 2011, 250 pp.
El teatro histórico de Lope de Vega
viene recibiendo de los críticos una aten-
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RESEÑAS DE LIBROS
ción que, por desgracia, soslaya la cuestión
clave de la relación entre estas obras y el
proto nacionalismo, es decir, de relación
entre el teatro lopesco y la conciencia nacional, problema que estudia Veronika
Ryjik en el volumen que nos ocupa.
Desde las primeras páginas de la impresionante monografía, Ryjik confronta el tema
despejando las objeciones que podrían surgir en la mente de un lector avisado. Así,
Ryjik define cuidadosamente los términos
que usa, explicando su contexto histórico y
crítico, y demostrando en todo momento
dominar una bibliografía tan amplia y compleja como la que abarca el tema del nacionalismo. De hecho, estas dos características
generales atraviesan el libro: en primer lugar, la estructura retórica del volumen está
siempre muy cuidadosamente construida; en
segundo lugar, Ryjik maneja una ingente
bibliografía en varios idiomas, que logra
integrar de modo que tanta erudición no resulte farragosa.
Estas características aparecen destacadamente en la Introducción, pantalla teórica
que incita al diálogo con un lector que tendrá ideas preconcebidas sobre si existía o no
«conciencia nacional» española en época de
Lope, o incluso sobre si esta misma pregunta
resulta anacrónica. La Introducción repasa el
estado de la cuestión sobre el nacionalismo,
contrastando los argumentos «modernistas»
de Gellner, Hobsbawm o Anderson con otros
que consideran que es posible hablar de naciones (o protonaciones o paleonaciones)
antes del siglo XIX. Estos últimos aceptan
que el protonacionalismo del Siglo de Oro
era diferente del decimonónico, fundamentalmente porque los mitos nacionales (el
mito neogótico, en el caso español) y, por
tanto, la conciencia nacional, no estaban difundidos por la sociedad, como es propio del
nacionalismo contemporáneo, y sí tan solo
entre una élite. Apoyándose en estos últimos
argumentos, Ryjik aplica las teorías de la escuela histórica etnosimbolista representada,
entre otros, por Anthony Smith. Estas teorías enfatizan el papel de las comunidades
619
étnicas premodernas, con sus mitos, símbolos y tradiciones, en la formación de las
naciones modernas. La comunidad étnica
básica (ethnie según la terminología de
Smith) que les sirve de unidad posee una
serie de características definitorias: gentilicio,
mito de origen comúnuna memoria histórica compartida, elementos diferenciadores de
cultura común —lengua, religión—, asociación a un territorio determinado y sentimiento de solidaridad que mantiene unidos a
grandes sectores de la población. Ryjik tiene en cuenta estas características en su estudio, en el que además aprovecha la reciente noción de que la conciencia nacional es
un elemento en desarrollo, un «proceso de
comunicación de contenidos culturales
—mitos, símbolos, memorias, tradiciones,
etc.— mediante el cual se consigue la construcción de unos intereses comunes en el
imaginario colectivo» (14). Al realzar el
papel de la difusión de la cultura nacional
(la conciencia nacional es un «proceso de
comunicación»), la autora resalta la importancia de su corpus, el teatro áureo, como
elemento de formación nacional, que desempeñaría en el Siglo de Oro un papel similar
al que Anderson aplicó a la novela decimonónica.
Tras esta introducción conceptual, Ryjik
entra en el análisis de los textos dividiendo
sus argumentos en varios capítulos. En primer lugar («Lope de Vega y la construcción
de una idea nacional en sus dramas historiales»), estudia el tan trillado tema de las alteraciones históricas y anacronismos de comedias. En lugar de criticar estas intervenciones
como ingenuidades del escritor, Ryjik investiga cómo Lope reinventaba conscientemente la historia para crear una determinada
imagen de lo español. Así, enfatiza el papel
de la historiografía en la creación de una
identidad nacional, y explica cómo éste fue
precisamente el caso de la literatura
historiográfica del Siglo de Oro, especialmente con la recuperación del mito
neogótico a partir de la historiografía de los
Reyes Católicos. El énfasis del capítulo está
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RESEÑAS DE LIBROS
en las comedias históricas lopescas, que florecieron precisamente desde comienzos del
siglo XVI debido a razones políticas (las
dudas sobre la política internacional de la
Monarquía), de carrera literaria (las pretensiones lopescas de llegar a ser cronista real)
y de censura (contestar a los críticos del teatro con un tema serio). En este contexto,
Ryjik analiza cómo las imprecisiones históricas que Lope incluyó en sus comedias
pueden ser analizadas como elementos que
contribuían a reescribir la historia desde el
punto de vista del presente, para adaptarla a
la imagen nacional tal y como se percibía en
época de Lope. Ryjik se centra en los mitos
fundacionales de España tal y como aparecen en El último godo y El primer rey de
Castilla. En la primera de estas obras Lope
dibuja unas figuras femeninas de modo totalmente ahistórico, pero que revela cómo el
Fénix construyó una imagen apropiada de
los visigodos como protoespañoles heroicos,
por una parte, pero decadentes, por otra, y
necesitados de una renovación que culminaría en la nueva España. De modo semejante, en El primer rey de Castilla Lope introduce cambios en la realidad histórica para
construir la conciencia nacional presente,
alteraciones que desacreditan el reino leonés
del que se independizó la Castilla, reino en
que se basa la construcción de la conciencia nacional del siglo XVII.
Una vez clarificada la cuestión de las
alteraciones históricas, el capítulo II («‘Heroico Fernando, Isabel divina’: los Reyes
Católicos y la comunidad imaginada») estudia la intersección de monarquía y religión
en las comedias históricas del Fénix, mientras que, alejándose del panorama regio, el
capítulo III («¿Nobles o villanos?: el ideal
nacional y la conciencia de clase») se dedica al tratamiento de las estructuras sociales,
para demostrar cómo el Fénix contribuyó a
la creación de una conciencia nacional al
crear una comunidad virtual y escénica de
villanos y nobles mediante un tratamiento
ambiguo de las relaciones sociales, tratamiento que tendía a presentar a estas clases,
separadas en la realidad histórica, como unidas en las tablas del corral. Por último, los
personajes extranjeros son el foco de atención del capítulo IV («En busca del ‘otro’:
el imperio y la conciencia nacional»), sobre
el papel de la política internacional en el
teatro lopesco, prestando especial atención a
la cuestión del elemento definidor que supone el «otro» (el extranjero) ante el cual se
propone, por contraste, el ideal español. En
este capítulo Ryjik estudia el caso de las
comedias sobre soldados españoles, mostrando cómo las características que el Fénix atribuye al español (hombría y valor en los
hombres, honestidad en las mujeres) se construyen por oposición a los extranjeros (cobardes y de mujeres deshonestamente atraídas por los españoles), por una parte, y
como herencia de la oposición entre cristianos y moros durante la Reconquista, por
otra.
En suma, Lope de Vega en la invención
de España es un libro erudito y bien construido, que captura la atención del lector con
un tema que consigue hacer fascinante. Los
defectos que se pueden señalar en el volumen son mínimos. A nivel lingüístico, se
encuentran ocasionalmente algunas construcciones poco elegantes ( «periodo temprano
de la modernidad», «época temprana moderna»), así como ciertos anglicismos («junto
con»), lunares que no consiguen afear la
perspicuidad del volumen. A nivel de contenido, preocupa la fe con que la autora cita
a Kamen, autor irregular, voluntariamente
polémico hasta extremos que le llevan a
contradecirse a sí mismo, y en todo caso
muy lejano de representar el consenso de la
historiografía sobre el Siglo de Oro hispánico. Sin embargo, esta preferencia no debe
hacernos olvidar que la bibliografía de Lope
de Vega en la invención de España es enorme, actualizada y bien asimilada. Otros pequeños errores son construcciones tipo la
frase «donna angelicale» (por angelicata), u
omisiones como el considerar que la fuente
central de la comedia lopesca Arauco domado es la epopeya de Ercilla, y no la de Pe-
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dro de Oña. Se trata siempre de pequeñas
máculas, entre las cuales destaca la problemática del corpus, clave para los lopistas.
Ryjik estudia las comedias históricas
lopescas, pero por supuesto no puede analizarlas todas en detalle, por lo que, aunque
maneja muchísimas, toma decisiones que
podrían afectar a su conclusión final. Por
ejemplo, al tratar la cuestión de la unión de
realeza y religión elige obras sobre los Reyes Católicos, en las que esta yuxtaposición
sería de esperar, pero no comedias sobre
reyes más conflictivos, como el rey don
Pedro. Además, al elegir solamente comedias
sobre temática española la autora asume otro
sesgo que podría dejar de lado cuestiones de
sumo interés. ¿No incluiría Lope, como otros
autores de la tradición historiográfica española, al Imperio Romano o al RomanoGermánico como hitos en la formación de
España? ¿No proporcionarían obras como La
imperial de Otón o cualquier otra comedia
histórica situada fuera de las fronteras hispánicas interesantes perspectivas sobre la
idea que el Fénix tenía de lo español? Sin
embargo, cualquier lector sensato se dará
cuenta de que estas objeciones al corpus de
Lope de Vega en la invención de España
son, más que reproches razonables, peticiones imposibles: en el caso de Lope la materia a estudiar es tan ingente que no se puede esperar que nadie lleve a cabo un trabajo
exhaustivo, y cualquier monografía debe
además delimitar su propio corpus con el fin
de alcanzar la profundidad esperada. De
hecho, Ryjik domina un número de obras
lopescas mucho mayor que el de la inmensa mayoría de los estudiosos.
Es decir, Lope de Vega en la invención
de España es un libro ameno y riguroso, que
consigue implicar al lector de modo excepcional, proponiendo un proyecto apasionante que Ryjik lleva a cabo con una mano
segura y erudita, pero que siempre procura
buscar la respuesta del lector. Es una obra
útil e imprescindible para los especialistas en
Siglo de Oro en general, un estudio definitivo para los lopistas, e incluso una obra de
621
esencial consulta para todos aquellos interesados en cuestiones de nacionalismo y literatura, o hasta de nacionalismo a secas. En
suma, Lope de Vega en la invención de España es una obra como pocas, una monografía que cualquier especialista desearía haber
escrito, y sin duda haber leído.
ANTONIO SÁNCHEZ JIMÉNEZ
MOLL, Jaime. Problemas bibliográficos del
libro del Siglo de Oro. Madrid: Arco/
Libros, 2011, 318 pp.
Resulta un verdadero honor reseñar una
publicación del jubilado catedrático de Bibliografía de la Universidad Complutense de
Madrid don Jaime Moll, y es un profundo
placer, además, hacerlo de un libro que
aglutina clásicos trabajos que versan sobre
cuestiones interesantes, «eruditas y curiosas»
sobre los Problemas bibliográficos del libro
del Siglo de Oro, que ha visto la luz en 2011
de la mano de la editorial Arco/Libros y de
su colección «Instrumenta Bibliologica», dirigida por Julián Martín Abad.
Los trabajos previos a la publicación de
Problemas bibliográficos del libro del Siglo
de Oro que trataban cuestiones relacionadas
no configuraban volúmenes globales, a excepción de algunos como El libro español
antiguo. Análisis de su estructura, de José
Simón Díaz (Madrid: Ollero & Ramos,
2000), pero sí han visto la luz numerosos
artículos, entre los que hemos de citar, sin
lugar a dudas, los del profesor Jaime Moll.
El volumen de que tratamos está compuesto por diecinueve artículos agrupados, a
modo de epígrafes o capítulos, en tres bloques
fundamentales: «Cuestiones generales», «De
teatro» y «De autores y obras», que analizaremos seguidamente con mayor detenimiento.
Excepto dos de ellos, inéditos, el resto ya han
sido publicados en distintas revistas científicas entre 1974 y 2006 por Jaime Moll, aunque el libro que los reúne establece correccio-
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RESEÑAS DE LIBROS
nes en algunos de ellos, como indica el autor
en notas a pie de página.
El primero de los tres bloques en los que
se estructura el libro es el titulado «Cuestiones generales» (pp. 9-174). Es el de mayor
extensión, y contiene ocho artículos, incluyendo uno de los dos inéditos a los que nos
referíamos con anterioridad. Moll se centra
en establecer las principales características
del libro del Siglo de Oro, en definir las
partes que lo componen, en analizar los rasgos de la industria libresca española de la
época y en describir las peculiaridades de las
figuras que intervenían en el proceso de
edición: autor, editor e impresor, fundamentalmente.
Moll caracteriza, en el primero de los
artículos, el proceso general de impresión de
obras en los siglos XVI y XVII, prestando
especial atención a la composición tipográfica (donde se definen los principales útiles
e instrumentos que se empleaban) y al vocabulario del oficio. El investigador narra
este proceso como si contara una historia, lo
que hace verdaderamente interesante y amena su lectura, sin impedir que el trabajo se
sirva de un detallismo exquisito.
En otros trabajos que agrupa en este primer bloque, el autor explica los procesos de
impresión y edición y analiza las figuras que
intervienen en ellos. Así, Moll discierne
acerca del concepto de edición, en general,
y de las nociones de «primera edición», «antología» o «partes de comedias», en particular; sintetiza las relaciones que pueden establecerse entre literatura y sociedad, y explica
las principales características de impresores
y libreros. Por otro lado, también abarca la
realidad de la producción editorial española, los procedimientos que permiten solucionar sus limitaciones y su proyección al mercado europeo.
El último de los artículos que conforman
el primer bloque de Problemas bibliográficos del libro del Siglo de Oro es un trabajo
inédito, incluido entre las páginas 167 y 173
e intitulado «Antoni Sanahuja: librero, editor e impresor valenciano», que describe la
figura de este polifacético personaje atendiendo a su contribución a la historia de la
imprenta y de la edición española.
«De teatro» (pp. 175-260) es el título del
segundo apartado de esta obra, que está dedicado a recorrer algunos interesantes y particulares casos vinculados con la dramaturgia
de los siglos XVI y XVII. Así, los cinco
artículos que se insertan analizan magistralmente la suspensión de la concesión de licencias para la impresión de comedias haciendo hincapié en algunos de los
mecanismos ideados por los autores, como
Lope de Vega, para lograr la publicación de
sus textos, entre los que podemos citar alegar la petición de licencias en otros reinos
en los que la prohibición no había sido aplicada, como Aragón.
Inédito es el artículo «El librero e impresor Manuel de Sande en la edición teatral
sevillana» (pp. 193-217), que analiza la figura de este impresor y las piezas que dio a
la estampa, especialmente a través de la información inferida de la lectura de las portadas. Dos índices ponen el punto final al
trabajo: uno con las comedias impresas por
Manuel de Sande y otro que las clasifica en
función de los autores de comedias que las
llevaron a la escena.
Se incluyen, además, estudios más específicos y relacionados con los dos comediógrafos más celebrados del siglo XVII: Lope
de Vega (advirtiendo cuál fue el proceso que
se siguió para editar las comedias del Fénix
en los volúmenes de partes) y Calderón de la
Barca (describiendo las distintas versiones y
reediciones de sus impresos en el setecientos).
El tercer y último bloque de este libro trata «De autores y obras» (pp. 261-318), y, en
seis artículos breves, Jaime Moll diserta sobre ciertas especificidades que afectan al proceso editorial y bibliográfico de algunos de
nuestros clásicos. Resulta verdaderamente interesante el artículo de «Breves consideraciones heterodoxas sobre las primeras ediciones
de la Celestina» (pp. 263-268), donde nuestro investigador hace ver algunas dificultades
textuales presentes en las primeras ediciones
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(de los años 1499 a 1502) de la celebrada
obra de Fernando de Rojas, siendo especialmente relevantes las cuestiones abordadas en
relación con la primera de ellas.
En otro trabajo, Moll describe las cuatro
ediciones de 1554 del clásico Lazarillo (las
impresas en Medina del Campo, Burgos,
Alcalá y Amberes), analizando algunas variantes y confirmando su hipótesis de que
todas proceden de un testimonio anterior,
siendo la más cercana a la original la de
Medina del Campo.
«Escritores y editores en el Madrid de
los Austrias» (pp. 307-318) es una disertación global, anteriormente publicada en
1998, que sirve como colofón de la obra y
que estudia las librerías y su espíritu comercial, amén de acercarse a las inversiones que
los libreros efectuaban en ediciones, las cuales variaban en función de la magnitud de
sus negocio. Además, este trabajo recuerda
al lector el proceso laboral de los editores y
las expresiones por las que, en las portadas,
eran identificados: «a costa de» o «véndese
en». Por último, Moll habla de las principales librerías del Madrid de la época, describiéndolas, situándolas espacialmente y enumerando las obras impresas por ellas, con
sus respectivas fechas.
En definitiva, en más de trescientas páginas y a través de casi una veintena de artículos, Jaime Moll analiza aspectos generales y específicos que, desde la bibliografía,
coadyuvan al mejor conocimiento del medio
de transmisión escrita por excelencia en el
Siglo de Oro: el libro. La experiencia demostrada por el autor de estos Problemas
bibliográficos del libro del Siglo de Oro
mediante el trabajo y la prepublicación, durante más de treinta años, de la mayoría de
los artículos insertos en el volumen le permite agrupar sus investigaciones en una interesante, productiva y magistral obra global
sobre el particular que seguirán los estudiosos y curiosos de una posteridad aún libre
de letra impresa.
ISMAEL LÓPEZ MARTÍN
623
FERRI, J. M. & J. C. ROVIRA (eds.). Parnaso de dos mundos. De literatura española e hispanoamericana en el Siglo de
Oro. Madrid-Frankfurt am Main: Iberoamericana-Vervuert, 2010, 577 pp.
Parnaso de dos mundos es una colección
de trabajos de diferente mano acerca de la
literatura de los siglos XVI y XVII, atendiendo éstos al nuevo contexto cultural, político, social y económico que había ido tejiendo el Descubrimiento. Se ha estudiado la
obra de escritores americanos; o de origen
español que habían desarrollado su actividad
literaria en América; o al contrario: de quienes, habiendo venido al mundo en el nuevo
continente, se habían aficionado a la literatura en España. Todos ellos compartieron
una nueva realidad que ya tenía poco que
ver con la existente antes de 1492.
Frente al debate historiográfico que ha
tendido a situar en los extremos de dos posiciones —una que veía en la literatura hispanoamericana un mero apéndice de la española; y otra que se empecinaba en hacerla
descender de la cultura criolla—, la obra de
que trato aquí propone una lectura en que
comparecen diferentes tradiciones y elementos culturales sin llegar a ser excluyentes los
unos de los otros.
Paso a continuación a resumir el contenido del libro. Giuseppe Bellini y Aurelio
González demuestran la vitalidad del romancero y su capacidad para adaptarse a los
nuevos territorios, hecho de que ya habían
informado los primeros cronistas, Bernal
Díaz del Castillo y Pedro Cieza de León
principalmente. Guillermo Serés ha estudiado La Araucana partiendo de la idea de que
Ercilla quiso, emulando a Virgilio, defender
el argumento político de que los grandes
acontecimientos de la Humanidad se desarrollan sin que la voluntad del hombre pueda
impedirlo. Teodosio Fernández ha realizado
una lectura inteligente de la obra de Sor
Juana Neptuno alegórico, océano de colores,
simulacro político, creada a instancias de la
Iglesia Metropolitana de México para cele-
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brar con un arco de triunfo la entrada solemne del nuevo virrey, que tuvo lugar el 30 de
noviembre de 1680. El estudioso polemiza
con Octavio Paz, quien, en su clásico ensayo sobre la monja novohispana, había interpretado que, bajo el Neptuno, se hallaba una
suerte de contenido secreto. Si el Neptuno es
una obra destinada al público en general,
otras creaciones de Sor Juana, estudiadas por
Javier de Navascués, fueron pensadas para
solaz de selectos grupos cortesanos. Á. L.
Prieto de Paula trata de aquellos poemas de
Aldana que presentan a un tiempo temática
amorosa, estructura dialogística y alguna
forma de unión / disensión de contrarios
vinculada a ella. José Carlos Rovira ha rescatado la obra del curioso médico afincado
en Santo Domingo Fernando Díez de Leiva,
que publicó unos sorprendentes Antiaxiomas... en Madrid a finales del XVII. La obra
de éste, aunque no despunta por su valor
estético, sirve, sin embargo, para contextualizar la literatura y la cultura en Santo
Domingo. La presencia de Góngora en
América ha sido analizada con destreza por
Joaquín Roses. En sentido recíproco, América también estuvo presente en la poesía
sevillana del XVII, tema que ha estudiado
escrupulosamente F. J. Escobar Borrego. De
la Grandeza mexicana, Joaquín Roses ofrece una novedosa lectura apoyada en la idea
de que estamos ante un poema descriptivo,
tal como habían señalado los críticos anteriores al siglo XX. Trinidad Barrera, por su
parte, se ha ocupado del estudio de la presencia de mitos clásicos en otra de las obras
clave de Balbuena: Siglo de Oro en las selvas de Erífile. L. Beltrán, en un valioso trabajo, revisa algunos presupuestos fundacionales del relato pastoril, y propone la
interpretación de los libros de pastores en el
seno de la estética del idilio. J. J. Martínez
ofrece al lector un completo panorama de los
tópicos petrarquistas a partir del ejemplo de
la obra de Agustín de Salazar y Torres. En
cuanto al teatro español del Siglo de Oro, J.
M. Ferri se ha ocupado de la Trilogía de los
Pizarros, y Ulpiano Lada de Los empeños de
una casa de Sor Juana. En el primer caso
se analiza la presencia de dicho linaje, y su
finalidad dramática, así como la intención
del mercedario a la hora de componer la
obra. En el trabajo de U. Lada se propone
un análisis interno, por un lado, y externo,
por otro, de la obra. Los dos capítulos de
contenido iconológico son obra de R.
Mataix, quien aborda la construcción y fijación de un paradigma a base de imágenes
simbólicas del Nuevo Mundo; y de M.
Langa, que estudia la representación iconológica de la mujer en el Siglo de Oro español e hispanoamericano. R. Pellicer, por su
parte, aborda un estudio de los lugares imaginarios del Nuevo Mundo que la literatura
española del Siglo de Oro frecuentó, como
los mitos de Ofir o el Dorado. Eva Valero
analiza la presencia de don Quijote entre los
personajes de una mascarada mexicana celebrada en 1621, cuyo fin era principalmente lúdico. Y cierran el libro dos trabajos de
M. López-Baralt dedicados al estudio de las
crónicas de Guaman Poma de Ayala (Nueva coronica i buen gobierno), y del Inca
Garcilaso (Comentarios reales).
En su conjunto, los estudios reunidos en
este libro dan cuenta al lector de las relaciones culturales y literarias entre América y
España durante los siglos XVI y XVII, momento en que la síntesis de elementos precolombinos, criollos y europeos que se dio
en el Nuevo Mundo, hizo las veces de caldo de cultivo de una nueva literatura con
nervio propio.
HELENA ESTABLIER PÉREZ
ARELLANO, Ignacio. Los rostros del poder
en el Siglo de Oro: ingenio y espectáculo. Sevilla: Renacimiento, 2011, 311 pp.
La relación entre el poder político y la
literatura en sus diversos géneros (poesía,
novela y teatro) ha atraído desde hace siglos
la atención de historiadores, filólogos y filó-
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RESEÑAS DE LIBROS
sofos. Por lo que se refiere a nuestro Siglo
de Oro contamos con estudios pioneros en el
análisis de la visión que la literatura proporciona del poder (José María Díez Borque,
Richard Young) o en el uso que el poder
pretendió hacer de la literatura, sobre todo en
el teatro, el género de masas (José Antonio
Maravall). En los últimos años un grupo de
importantes universidades europeas (Navarra,
Oxford, La Sorbona y Münster) han creado
un grupo de investigación dedicado exclusivamente a este tema, que han organizado
simposios y que han publicado varios tomos
con magníficos trabajos críticos.
Ignacio Arellano, coordinador del proyecto, ha venido publicando esclarecedores
ensayos sobre «los rostros del poder» en la
literatura áurea española. Algunos de estos
trabajos los ha reunido ahora en este volumen que se edita en Sevilla; concretamente
ocho artículos y dos apéndices que abarcan
algunos de los aspectos más significativos de
la literatura española del Siglo de Oro, y van
desde la obra de
Quevedo (teatro, poesía, tratados políticos) hasta el teatro de Calderón y Bances
Candamo, pasando por textos de Tirso, Mira
de Amescua y Rojas Zorrilla, con una incursión en fiestas hagiográficas francesas en
honor a la canonización de San Ignacio de
Loyola y San Francisco Javier.
El primero de los ensayos de que se
compone el libro lo dedica el autor a «La
máquina del poder en el teatro de Tirso de
Molina» (pp. 17-55). Como muy bien afirma Arellano, en sus obras el fraile
mercedario describe un modelo ideal de
monarca alejado del tirano, pues no puede
usar arbitrariamente del poder, ya que debe
someterse a la justicia y a la razón. El crítico destaca la idea tirsiana, que aparece ampliamente analizada en los textos políticos de
la época, de que el rey ha de imitar a Dios,
tal y como afirma el fraile en La romera de
Santiago o en El amor y el amistad. El estudio de Arellano revisa con precisión temas
tan importantes como el poder ilegítimo, el
derecho a la rebelión o el de la privanza.
625
El segundo ensayo lo dedica al tema del
poder y la privanza en las obras de Mira de
Amescua (pp. 57-82). Fue Raymond
MacCurdy el primero en estudiar el tema del
privado en la obra de este dramaturgo.
Arellano comienza su análisis con una afirmación válida para toda la obra dramática de
este autor: «lo que define a Mira de
Amescua es su visión eminentemente moral
de los problemas» (p. 57), visión que, por
supuesto, aplica también al tema del poder
y de los privados. El carácter moral de estas obras tiene como consecuencia que en
sus obras se presente el retrato del gobernante perfecto: justiciero y misericordioso, fuerte y temible y paternal protector de los
vasallos (p. 60). Arellano refleja también los
rasgos que, según Mira, debe tener el privado: servidor del monarca y máxima amistad
y lealtad. Una peculiaridad en el tratamiento del tema de la privanza por parte de Mira
es el de la aparición en sus textos de parejas de validos: uno en ascenso, otro en caída. De esta manera la Fortuna se convierte
en la verdadera protagonista de las comedias
(p. 73).
Los dos siguientes estudios se centran en
las ideas sobre el poder político de don
Francisco de Quevedo. El primero de
ellos aborda el concepto del poder político
y sus límites en la obra de Quevedo (pp. 83111): obstáculos objetivos externos por un
lado; límites u obstáculos éticos por otro.
Arellano analiza las principales ideas de
Quevedo sobre el monarca y establece una
clara distinción entre ciertos textos políticos
como Política de Dios frente a otros históricos como Grandes anales de quince días;
es decir, obras teóricas frente obras «prácticas».
El segundo trabajo dedicado a la obra de
Quevedo se centra en su comedia Cómo ha
de ser el privado (pp. 113-141), obra que
Arellano describe como «una de las piezas
más significativas de Quevedo y de las relaciones complejas que establece el poeta
con las circunstancias de su tiempo y los
poderosos a los que sirve o contra quienes
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RESEÑAS DE LIBROS
protesta» (p. 138). Arellano, que ha llevado
a cabo la mejor edición de la obra hasta el
presente, junto a Celsa C. García Valdés,
considera esta comedia como una obra de
circunstancias, como «pieza de propaganda
política», escrita con el objetivo de presentar al conde duque de Olivares como el valido perfecto. Después de desechar algunas
ideas de críticos anteriores que han querido
ver en la comedia críticas al rey (crueldad,
afeminamiento, homoerotismo y donjuanismo), analiza con cierta profundidad las principales características que el autor atribuye
a Valisero (perfecto anagrama de Olivares)
y que lo conforman como el perfecto ministro: vigilancia, sinceridad, desinterés, instrumento del monarca, esclavo del trabajo. La
obra, como muy bien señala Arellano proporciona la configuración de un modelo de
rey perfecto y de su perfecto valido. La
importancia del texto radica, no sólo en la
parte teórica, sino en el hecho de que se
enmarca dentro de la realidad histórica de
los primeros años del gobierno de Felipe IV
y del conde duque de Olivares.
Los dos siguientes trabajos abordan el
tema del poder en los textos dramáticos de
Calderón, al que Arellano considera como
«seguramente el dramaturgo del Siglo de
Oro que con mayor riqueza y profundidad
se ha enfrentado a los difusos límites de la
autoridad y la reputación y a los vastos y
cenagosos territorios de la ambición y el
poder» (p. 166). El primero de los dos estudios, «Poder, autoridad y desautorización
en el teatro de Calderón» (pp. 143-169),
presenta un panorama amplio de estos temas,
empezando con las relaciones fracasadas y
difíciles entre padres e hijos ejemplificadas
en Basilio y Segismundo de La vida es sueño. A continuación, presenta un «galería de
tiranos», en la que incluye en primer lugar
La gran Cenobia, obra en la que se defiende el tiranicidio, y en la que Arellano destaca dos temas: Fortuna; arte de gobernar y
resultado del ejercicio del poder. Después,
estudia desde esta perspectiva La cisma de
Ingalaterra, texto en los que se critica se-
veramente a Enrique VIII y a su ministro
Volseo. En este punto me parece muy pertinente la afirmación de Arellano de que en
estas dos obras se critica a los corruptores
del sistema y no al sistema en sí, al igual
que sucede en otros escritores de la época,
como Quevedo o Tirso de Molina (p. 163).
El último de los dos trabajos dedicados
a Calderón se centra en el uso de ciertos
emblemas en los dramas de poder y ambición en los dramas de don Pedro (pp. 171194). Recoge en su estudio aquellos emblemas más importantes, como el del águila
bicéfala o el sol. Mención aparte merecen
otras imágenes o mitos asociados al poder;
como el de Atlante que fue utilizado para
designar tanto a los reyes como a los privados. También la importancia de la Fortuna
o la del mar proceloso, utilizados para el
caso de los privados, que se hallaban sujetos a sus vaivenes. Por último, cierra el estudio un análisis del emblema moral del
caballo, que podía ser símbolo de la prudencia (caballo bien regido), o de la ceguera
pasional, intelectual y moral (caballo desbocado).
El siguiente estudio se centra en el tema
de autoridad y poder en la comedia de Francisco Rojas Zorrilla, autor poco visitado por
la crítica (pp. 195-217). Arellano destaca
cómo Rojas utiliza el tema de la autoridad
y el poder en dos áreas: la doméstica y la
pública o política. La primera de ellas aborda el tema del padre que impone a su hija
un matrimonio no deseado, mientras que la
segunda se ubica en el ámbito de la corte,
sobre todo en la figura del rey y del privado. Pero Arellano hace una observación que
diluye la separación entre estas dos áreas, ya
que en Rojas hay una «constante inclinación
hacia el ámbito de lo personal y privado, aun
en el caso de referirse a personajes públicos
como reyes o gobernantes en general» (p.
202).
El último capítulo analiza el tema del
poder en el teatro de Francisco Bances
Candamo (pp. 219-240). Se trata de uno de
los capítulos más interesantes del volumen,
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pues estudia la obra de uno de los dramaturgos menos conocidos de nuestro teatro
áureo, quizás por su cronología (reinado de
Carlos II). Arellano pone de manifiesto que
nos encontramos ante unas obras que han
sido escritas para el rey y la corte, de las que
destaca dos elementos fundamentales: exaltan y alaban a los reyes y a su estirpe; reflexionan sobre la misión pedagógica del
dramaturgo del rey. A continuación, el estudioso destaca el hecho de que en estas
obras se aprecia una doctrina general sobre
el monarca y el ars gubernandi (p. 220).
Finaliza este breve, pero esclarecedor estudio, resaltando la cualidad ejemplar del teatro de Bances, «al presentar a su rey figuras
dignas de imitación», pero siempre dentro de
«la devoción y respeto por el poder y la figura real que marca en su conjunto la obra
de Bances Candamo» (p. 238).
Cierran el volumen dos apéndices: el
primero de ellos lo dedica al estudio del
tema del poder y de la gloria en unas fiestas hagiográficas francesas en honor a San
Ignacio de Loyola y a San Francisco Javier;
el segundo, a la autoridad literaria en el Siglo de Oro, con especial atención a los conceptos de ingenio y emulación.
En conclusión, nos encontramos ante una
colección de artículos que presentan un magnífico panorama de conjunto de uno de los
temas fundamentales de nuestra literatura
áurea: la visión del poder y del poderoso. A
través de las obras y autores analizados, Ignacio Arellano, sin duda uno de los mejores conocedores de la literatura y cultura del
Siglo de Oro, nos ofrece una detallado análisis de la imagen del rey y del privado en
la sociedad española del Siglo XVII. El análisis de temas tan importantes como el origen del poder real, los límites de ese poder,
la figura del privado y su relación con el
monarca, así como la inestabilidad a la que
se hallaba sometido se lleva a cabo desde la
óptica de autores tan importantes como:
Tirso de Molina, Francisco de Quevedo o
Calderón de la Barca. Pero no se olvida de
otros dos dramaturgos (Rojas Zorrillas y
627
Bances Candamo), quizás no tan importantes, pero que aportan visiones complementarias a la de los anteriormente citados. Se
trata de una aportación imprescindible para
todos aquellos que nos interesamos por el
tema del poder y la literatura en el siglo
XVII español.
VICTORIANO RONCERO LÓPEZ
LARA ALBEROLA, Eva. Hechiceras y brujas en la literatura española de los Siglos de Oro. Valencia: Universitat de
València, 2010, 370 pp.
Hasta hace relativamente poco, la figura
insigne de Julio Caro Baroja se alzaba como
la única referencia obligada en los estudios
sobre brujería en España. Sin embargo, el
testigo del maestro parece, por fin, haber
sido recogido fundamentalmente por dos
investigadoras que, recientemente, han mostrado una prolífica capacidad de trabajo en
este campo. Por un lado, la Dra. Mª Jesús
Zamora, cuya producción en la primera década de este siglo alcanzó las sesenta publicaciones, y donde más de la mitad de su
obra está dedicada a la magia; por otro, la
Dra. Eva Lara Alberola, quien cuenta ya con
una interesante producción entre la que cabía destacar, hasta ahora, su «Hechiceras y
brujas: algunos encantos cervantinos» que le
valió el XVIII Premio de Estudios Cervantinos, otorgado por la Sociedad Cervantina
de Madrid, en 2005, cuando iniciaba su andadura investigadora. Fue el primer destello,
en realidad, de una prometedora trayectoria
que, si en los últimos años se ha visto confirmada por su cada vez mayor presencia en
las revistas de investigación literaria, ahora
recibe su espaldarazo con la aparición de la
obra que fue, en su origen, la tesis que le
valió su Premio Extraordinario de Doctorado y que, con más retraso del deseado por
sus lectores, ha visto por fin la luz.
La espera, sin embargo, ha valido la pena
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RESEÑAS DE LIBROS
a la vista del resultado final. Hechiceras y
brujas en la literatura española de los Siglos de Oro reúne un exhaustivo análisis
sobre la hechicería y la brujería en la literatura áurea española que la sitúa como obra
de obligada referencia no ya para los especialistas en literatura mágica, sino para todo
interesado en la literatura del Siglo de Oro
al poner, por fin, a las brujas y hechiceras
en el lugar que merecen dentro de la literatura de los siglos XVI-XVII.
El volumen se divide claramente en tres
grandes secciones. La primera abarca desde
su introducción hasta el capítulo 3 inclusive
(pp. 13-96), el estudio propiamente dicho de
la hechicera y la bruja en el Siglo de Oro
(capítulos 4 y 5, pp. 96-340), y la razonablemente brevísima conclusión (pp. 341342), todo sustentado en un imponente aparato bibliográfico del que da fe el apartado
dedicado al mismo (pp. 343-367) y las más
de un millar de notas al pie.
La primera parte se abre con una Introducción donde se ofrece una panorámica de
la hechicería y brujería literarias en el Siglo
de Oro, planteando además cuestiones varias
en torno a las mujeres objeto de estudio
apoyándose en un análisis del estado de la
cuestión que repasa la bibliografía fundamental existente al respecto. Le siguen los
tres capítulos con que se inicia la obra, y que
sirven como base para que el lector pueda
afrontar el estudio del aspecto central del
trabajo.
El primero, «Magas, hechiceras, brujas»,
se abre con un importante estudio lexicográfico de los elementos clave del estudio, las
artes y sus actantes —magia y maga, hechicería y hechicera, brujería y bruja—, que,
contrastado con las opiniones de diversos
expertos folcloristas, antropólogos e historiadores, permite establecer uno de los parámetros fundamentales del trabajo, como es
la distinción entre magas, hechiceras, brujas,
lo cual permitirá afrontar la lectura con una
precisión terminológica de la que carecen
otros trabajos que le precedieron.
En el segundo capítulo, «Gestación, ad-
venimiento, crecimiento y transformación»,
la autora ofrece un repaso a la brujería y
hechicería en el mundo clásico tanto desde
una perspectiva histórica como literaria,
mostrando una gran variedad de testimonios
escritos. Tras ello, se centra en el momento
de la aparición de la bruja, íntimamente relacionada con el cristianismo, ya que no
puede existir sin la aparición de esta religión
al ser su componente esencial la presencia
de Satán, el demonio propio de la fe cristiana. La condena del cristianismo hacia las
culturas clásicas, paganas, derivó en la
demonización de las prácticas relacionadas
con sus dioses, considerados como demonios. En un repaso exhaustivo de las principales fuentes medievales cristianas, que abarca desde la Patrística a las bulas papales
pasando por el fundamental Canon Episcopi,
la autora desarrolla un periplo que permite
al lector no solo entender qué eran magia y
brujería para la iglesia, sino también cómo,
poco a poco, se fue gestando el caldo de
cultivo ideológico que acabaría estallando
finalmente en la aparición del Malleus Maleficarum a finales del siglo XV y, desde entonces, el período más cruento de la caza de
brujas que asolaría Europa. Todo ello queda redondeado con un análisis de los arquetipos y un repaso a las características fundamentales de hechicera y bruja, que,
junto con nuevas aportaciones de antropólogos e historiadores, completan un retrato
completísimo de estas mujeres.
El capítulo tercero, «Panorama hechiceresco-brujeril de la España de los Siglos de
Oro», supone el primer acercamiento al Siglo de Oro, por lo que puede hablarse de
capítulo puente, la transición natural entre la
antigüedad y el medievo al período que interesa al estudio. Se logra esto mediante una
hábil combinación que aúna un rápido repaso a documentación legal que incluye fuentes medievales junto con el resumen de algunos destacados procesos por brujería de
los siglos XVI-XVII, logrando contextualizar
totalmente el foco de estudio.
La ingente cantidad de datos suministra-
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RESEÑAS DE LIBROS
da hasta aquí permite afrontar con garantías
la lectura del resto de la obra. Y es que el
capítulo 4, «La hechicera y la bruja en la
literatura española de los Siglos de Oro» (pp.
96-320), ratifica la función introductoria de
los capítulos precedentes en cuanto se aprecia su tamaño. Sirviendo de conexión con el
capítulo previo, este se abre con un rápido
repaso a la presencia de brujas y hechiceras
en la literatura medieval. Quiero advertir
aquí la interesante maniobra realizada, pues
hasta ahora se había visto a hechiceras y
brujas desde perspectivas antropológicas e
históricas fundamentalmente pero, de acuerdo con el cariz que adoptará este apartado,
esta vez se las presenta por fin como elemento literario. La autora no solo procede a
analizar exhaustivamente un amplísimo número de referencias a estas mujeres en la
literatura áurea, sino que presenta una clasificación de cuatro grupos principales: hechiceras celestinescas, burlescas, étnicas y mediterráneas, quedando finalmente un quinto
grupo conformado por los híbridos, en quienes se encuentran simultáneamente rasgos
propios de diversos tipos de hechiceras. Se
trata, en realidad, de un capítulo que no solo
es importante por su riqueza documental,
sino por el logro que supone el hallar dicha
categorización que, además de facilitar la
lectura y comprensión del material que se
presenta, constituye una absoluta novedad en
este tipo de estudios y que los investigadores posteriores deberán tener en cuenta,
como merece la claridad y orden con que
clasifica a los distintos tipos de actantes
mágicos.
La importancia de esta categorización
queda clara no solo por su novedad sino
también por su utilidad, como queda patente en el último apartado del capítulo «La
filiación diabólica», donde dicha clasificación permite analizar de manera clara y precisa la relación de los distintos tipos de hechiceras con el diablo y, así mismo, indicar
las diferencias con las brujas, incluyendo su
congregación en grupos que se reunían en
los aquelarres, frente a la individualidad de
629
la hechicera. Todo ello queda complementado por un simpático e interesante apartado dedicado a rituales y materiales. Se trata, literalmente, de un listado de las pócimas,
filtros y otros encantamientos de los que da
testimonio la literatura del Siglo de Oro, que
hará las delicias de los más curiosos.
El último capítulo, «El papel de la hechicería y la brujería en la literatura española
de los Siglos de Oro: funcionalidad y evolución», sirve como colofón a todo lo establecido a lo largo del capítulo precedente,
con quien mantiene un vínculo evidente y
deja aún más a las claras el carácter
introductorio de aquellos tres primeros capítulos que abrían este volumen. Aquí se halla un valioso análisis de las funciones que
cumplen estas mujeres como personajes literarios y, mediante una revisión de los textos, la autora muestra por qué hechiceras y
brujas se convirtieron en personajes literarios
y expone el diferente peso de la magia en
las obras dependiendo del género de las
mismas, lo cual se nos antoja un imponente
hallazgo al encontar una relación entre el
«censo» de brujas y hechiceras en los diversos textos —pues tal es lo que se ofrece, al
mostrar el número de actantes mágicas en
los diversos textos estudiados— atendiendo
a la naturaleza de los mismos, pues, de
acuerdo con el género de la obra, se utilizaba mayoritariamente un tipo de hechicera u
otro.
Finalmente, al igual que sucedía con la
introducción, la autora dedica un par de páginas a la conclusión, un mero formalismo
habida cuenta la claridad expositiva desarrollada a lo largo de todo el trabajo, resumiendo escuetamente todo lo expuesto en el trabajo y remitiendo principalmente a las
cuestiones que se planteaban en la introducción y demostrando cómo todas y cada una
de ellas ha obtenido respuesta.
Este magnífico volumen, en fin, constituye el resultado de una laboriosidad encomiable, una obra de referencia obligada para
todo especialista o mero curioso en la materia. Los logros del trabajo indican su ver-
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RESEÑAS DE LIBROS
dadera envergadura: la diferenciación
terminológica entre magas, brujas y hechiceras, aspecto aparentemente menor en contraste con el resto de objetivos que se plantea
el trabajo, indica la meticulosidad con que
se enfoca el trabajo como principio fundamental, exigencia de la que carecieron algunos predecesores. La clasificación de los
diversos tipos de hechiceras y su asociación
a géneros literarios concretos es toda una
novedad, así como la interpretación de algunas obras desde una perspectiva mágica, que
permite ofrecer nuevos enfoques sobre las
mismas, siendo de especial relevancia el
enfoque literario, apoyado en la historia, la
antropología, pero que evidentemente muestra que el mundo literario percibió a las brujas de un modo distinto de como las ha
mostrado la historia.
El trabajo de la Dra. Lara no se queda,
en realidad, en el marco de lo literario, sino
que se sumerge en la psicología de un pueblo, de un público que disfrutaba en la literatura de aquello que temía en la realidad:
la misma repulsión y atracción fatídica que
siempre ha despertado lo oculto, lo siniestro, y, por ende, hechiceras y brujas. Es aquí
donde se contempla —para alivio de los más
temerosos— que este volumen no es un libro de ocultismo, pues carece de toda repulsión; su atractivo, por el contrario, está más
que justificado.
ALFONSO BOIX JOVANÍ
JOVIO, Paulo. Diálogo de las empresas militares y amorosas. Edición crítica, introducción y notas de Jesús Gómez. Madrid: Ediciones Polifemo, 2011, 319 pp.
Paolo Giovio (adaptado al castellano
como Paulo Jovio) compuso en 1551 (solo
un año antes de fallecer en Florencia) un
diálogo en italiano titulado Dialogo
dell’imprese militari e amorose, que acabaría imprimiéndose en Roma en 1555. La
obra debió de gozar de una buena acogida: se publican dos ediciones en Venecia
en 1556 (una editada por Ruscelli; otra revisada por Domenici) y otra tercera en
Lyon en 1559. Además, la edición de
Ruscelli se reimprime en Milán (1559) y
después en Venecia (1560). Por su parte, la
edición lionesa vuelve a la imprenta en
1574. Junto a estas ediciones impresas, se
ha conservado una copia manuscrita fragmentaria.
El texto de Giovio suscitó interés fuera
del entorno sociocultural italiano, ya que se
difundió por Europa y se tradujo al español
(1558), al francés (1561) y al inglés (1585).
La temprana traducción española (y, en cierto modo, podría decirse lo mismo de la francesa) era resultado del influjo que la cultura
italiana ejercía sobre la española, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo
XV, tras la conquista de Nápoles por parte de
Alfonso el Magnánimo de Aragón. Por otra
parte, tanto el original italiano como la traducción española se enmarcan en un periodo convulso conocido como el de las guerras italianas (1494-1559) en que intervienen
algunas potencias europeas (Francia y España, sobre todo) y los estados italianos.
Alonso de Ulloa, traductor del diálogo de
Giovio al español, tomó parte como soldado en esas contiendas italianas donde tal vez
coincidió con otro soldado-escritor familiarizado asimismo con la literatura italiana:
Jerónimo de Urrea. No cabe duda de que el
extremeño Alonso de Ulloa era un destacado exponente de ese encuentro de culturas:
autor de una biografía de Carlos V en italiano (Vitta et fatti dell’invitissimo imperatore Carlo quinto et historie universali del
mondo de suoi tempi) que se cierra con un
listado de los autores italianos y españoles
più illustri; colabora con hombres de letras
italianos, como el editor veneciano Gabriel
Giolito de Ferrari; o elabora los primeros
vocabularios italiano-español (1553). Cuando en 1558 se publica en Venecia el Diálogo de las empresas militares y amorosas de
Paulo Jovio, su traductor (Ulloa) pasa por
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una etapa especialmente delicada: pierde la
confianza del embajador español en Venecia
(Juan Hurtado de Mendoza), tras ser acusado de espionaje, y en ese mismo año el Santo Oficio, a propósito de la publicación de
algunas de sus obras, somete a Alonso de
Ulloa a un interrogatorio.
La traducción de Ulloa habría de entenderse, por tanto, dentro de ese contexto propicio a la recepción de los modelos artísticos italianos que, en el ámbito de las letras,
se manifestaba en los poetas (Santillana o
Garcilaso), en los escritores y autores teatrales (Torres Naharro o las compañías teatrales inspiradas en los patrones de la
commedia dell’arte) o en los prosistas (la
Arcadia de Sannazaro fue traducida al castellano precisamente por Jerónimo de Urrea
en 1549). También el género dialógico de la
primera mitad del siglo XVI había tomado
como referencia las producciones de los escritores italianos: un ejemplo sobresaliente
de ello es la traducción que de El Cortesano de Baldassare Castiglione lleva a cabo
Boscán en 1534. En este sentido es interesante observar (y Jesús Gómez lo señala con
notable acierto, en el capítulo dedicado a
examinar la tarea de Ulloa, pp. 89-108) las
diferencias entre los hábitos traductológicos
de Boscán (seducido por la libertad interpretativa) y los de Ulloa (más sujeto a la disciplina literal del texto italiano).
Si prestamos atención al conjunto de la
obra completa de Jovio, el Dialogo dell’imprese militari e amorose destaca por ser un
texto de madurez (compuesto cuando el autor probablemente superaba los 60 años), por
estar escrito en italiano (la mayor parte de
su producción está en latín) y por su contenido (la dedicación de Jovio —y el motivo
principal de su escritura — es la historia).
No obstante, ha de reconocerse que la presencia del historiador se advierte en diversos pasajes a lo largo del diálogo: cuando se
alude a diversos episodios bélicos, cuando se
describen los usos cortesanos de la aristocracia italiana (y europea), o cuando se da
cuenta de la evolución de las formas milita-
631
res protagonizadas por una milicia cada vez
más profesionalizada y más avezada tecnológicamente (el desarrollo de la artillería
suponía, en gran medida, el arrinconamiento de la caballería).
El Dialogo dell’imprese militari e amorose es el primer ejercicio de codificación de
la empresa como género híbrido que combina representación iconográfica (cuerpo o
imagen) y comentario (ánima o texto escrito). Sin duda, uno de los pasajes de más
repercusión de la obra es aquel en que Jovio
enumera cinco condiciones que ha de cumplir una (buena) empresa (p. 140), condiciones que se aplicarán como piedra de toque
a todas las empresas que explica. La obra se
convierte de este modo en un corpus de
empresas, que se van comentando y analizando a lo largo del diálogo.
La estructura del diálogo responde a una
comunicación entre dos interlocutores (Jovio
y Domeniqui) en que apenas hay referencias
al contexto en que se dialoga («en estas
grandes calores de agosto», p. 133). El modo
dialógico elegido por Jovio (como advierte
Jesús Gómez, pp. 16-19) se ajusta a una alternancia entre la voz del maestro (que responde al propio Jovio) y la del discípulo
(Domeniqui, que remite al traductor al italiano de las obras históricas escritas por el
propio Jovio en latín). En gran medida la
progresión discursiva se acomoda a esa sucesión de preguntas que formula el discípulo y que quedan convenientemente respondidas por el maestro.
A pesar de que la sucesión del esquema
pregunta-respuesta confiere al diálogo un
aspecto de mera acumulación textual, se reconocen ciertas pautas organizativas: se
agrupan las empresas según el linaje a que
correspondan; predominan las militares y
escasean las amorosas; el análisis de las
empresas dedicadas a artistas ocupa la parte
final del diálogo; son contadas las empresas
cuyos protagonistas son mujeres; conforme
progresa el diálogo se reconoce un incremento del protagonismo de Jovio (al que se
le encargó la elaboración de varias empre-
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RESEÑAS DE LIBROS
sas). En gran medida este recuento de unidades temáticas nos permite descubrir que el
verdadero ámbito de aplicación de este género literario-visual (el de las empresas) es
la vida cortesana. El conjunto de empresas,
analizadas pormenorizadamente, representa
un modelo idealizado de sociedad cortesana,
alterado únicamente por las aspiraciones
personales de los integrantes de esa aristocracia. Para el estamento nobiliario (y, en
cierto sentido, también para los artistas ilustres próximos a la vida palaciega) el cuerpo
y el alma de las empresas constituyen un
signo de distinción: la marca de caballerocortesano.
La presente edición del Diálogo de las
empresas militares y amorosas en la versión
de Ulloa ocupa un vacío en los estudios de
la literatura áurea, ya que la obra no había
vuelto a publicarse desde 1561-1562 (segunda edición de la traducción castellana que
publicó Roville en Lyon). Esta edición crítica ha de favorecer, sin duda, el fortalecimiento de los estudios sobre los géneros icono-literarios, especialmente el de las
empresas, como manifestación de los ideales caballerescos de la sociedad cortesana
renacentista (claramente identificada con la
realidad italiana de la primera mitad del siglo XV) que hunde sus raíces en la tradición
medieval. Una buena prueba de esta conexión entre Renacimiento y Medievo se
comprueba en la afinidad textual (y visual)
que se establece entre las empresas (representativas de la aspiración individual y aristocrática del cortesano) y los bestiarios medievales (que reflejan un modo colectivo y
anónimo de comprender el mundo).
Catedrático de Literatura española en la
Universidad Autónoma de Madrid, Jesús
Gómez ha planteado una edición rigurosa y
sugerente. En las 127 páginas que conforman la introducción, el editor guía (como si
del maestro Giovio —o Jovio — se tratara)
al lector por un camino que está cuidadosamente pergeñado para que se aborde por
etapas: se presenta la obra editada; posteriormente se presta atención a la forma dialógica
elegida por el autor (y aquí el editor, reconocido especialista en el diálogo
renacentista, se muestra comedido); se aborda el análisis del género icono-literario de
las empresas; se alude al contexto socio-histórico en que se compone, edita y traduce el
texto (las guerras de Italia y las aspiraciones personales de los cortesanos); se examina la labor de Ulloa como traductor; se da
cuenta de los testimonios de la versión española que se conservan; finalmente, se justifica cuál es el criterio adoptado para la
presentación crítica del texto.
Aparte de la introducción y del texto
oportunamente anotado, la edición presenta
reproducciones a color cuidadosamente presentadas, entre las que destacan las ilustraciones (de empresas) de la copia manuscrita
que se conserva y el cuadro de Carpaccio
(«Joven caballero en una paisaje»), verdadero compendio visual del contenido del diálogo. La edición se cierra con una selecta
bibliografía muy actualizada (en que se distinguen las fuentes primarias y los estudios)
y con dos índices: uno de empresas con grabados y otro, alfabético, en que se recogen
las almas (los motes) de cada una de las
empresas.
Mención especial merece, sin duda, el
rigor de la presentación del cuerpo central de
la edición, esto es, el texto crítico y las notas. El texto crítico (que incluye los grabados de las empresas a que se alude en el
diálogo, ausentes en la edición de 1558, pero
presentes en la edición de Roville de 15611562, y con buen criterio recogidas por Jesús Gómez en esta edición) combina respeto filológico y deferencia hacia el lector. Las
notas desempeñan funciones complementarias: se anotan las variantes textuales, se
ofrecen explicaciones referidas a personajes
o episodios históricos citados, se comentan
las citas literarias (explícitas o encubiertas)
diseminadas en el texto, se aclaran pasajes
que pudieran resultar oscuras... Sin lugar a
dudas, uno de los logros más sobresalientes
de la edición reside en su coherencia que
permite una comunicación clara, sin ruidos,
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RESEÑAS DE LIBROS
entre las tres partes primordiales del ejercicio filológico: texto, notas e introducción.
SANTIAGO U. SÁNCHEZ
MATAS CABALLERO, Juan; MICÓ, José
María y PONCE CÁRDENAS, Jesús
(dirs.). El duque de Lerma. Poder y literatura en el Siglo de Oro. Madrid: Centro de Estudios Europa Hispánica, 2011.
415 pp.
Existen numerosos estudios sobre la relación entre artes y poder en la cultura barroca. No obstante, el tema es tan rico y con
tantos matices que, además de los análisis
generales, ha de hacerse un acercamiento a
aspectos y periodos concretos que vayan
completando un mapa completo y detallado
del fenómeno. A esta labor viene a sumarse
el conjunto de trabajos que ahora reseñamos,
centrados en la figura y el periodo de la
privanza de Francisco Gómez de Sandoval
y Rojas, duque de Lerma, mucho menos
conocida y atendida que la del conde duque
de Olivares, pero mucho más intensa e interesante en relación con la literatura, como
demuestran las contribuciones reunidas en
este volumen cuya cuidada presentación
material es ya todo un lujo, pues incluye
múltiples reproducciones a color, de gran
calidad, necesarias para ir ilustrando los
puntos del contenido.
Se abre el libro con una serie de siete
capítulos dedicados al poema gongorino
Panegírico al duque de Lerma, como era de
esperar en una obra con tal título y de la
condición de consumados gongoristas de sus
responsables. Este poema, de los menos
atendidos del ingenio cordobés por su carácter inconcluso y por el prejuicio contra la
llamada «poesía de circunstancias», es analizado desde seis perspectivas, confluyentes
en parte y en parte divergentes.
Mercedes Blanco propone su lectura
como un poema heroico y, situándolo en
633
esta tradición, señala la orginalidad de
Góngora al sustituir lo maravilloso de los
hechos por la maravilla del lenguaje y los
conceptos, que despiertan la admiratio. Señala la autora, además, la novedad del uso
del marbete genérico «panegírico» para un
poema en verso, novedad que procede de la
asimilación del modelo del poeta alejandrino
Claudiano. En este autor tardorromano,
Góngora encontraría la fórmula perfecta para
encarar una obra de largo aliento, «un poema heroico de planta a la vez retórica y
narrativa» (p, 28), una solución estética para
el problema que se le planteaba de tratar con
la grandeza propia de lo heroico a personajes contemporáneos suyos y de los lectores.
Jesús Ponce Cárdenas, además de la influencia de Claudiano, plantea en su trabajo
el modo en el que Góngora se inspira en el
conjunto de la poesía encomiástica clásica
para mostrar la inclusión del poema gongorino en un género asentado desde la antigüedad. Para ello se centra en la revisión de los
esquemas del basilikòs lógos (codificados
por Menandro el rétor) y su aplicación al
Panegírico, donde hace destacar cuatro rasgos anticuarios del simbolismo político: las
imágenes astronómicas, la inserción del elemento maravilloso, el binomio paz-guerra, y
los paralelismos míticos, con la alegorización
como medio, concurrente con la pintura, de
legitimación político-moral.
Antonio Carreira se detiene en las fuentes históricas a las que pudo acudir Góngora
para la redacción de su poema. Señala la
importancia de las genealogías de la época
a la hora de hablar del héroe poemático,
aunque Carreira propone que Góngora acudió «a algún anticuario local que tuviese
bien fichadas las genealogías de los principales linajes de aquel tiempo» (p. 111). El
autor va recorriendo los sucesos del poema
poniéndolos en paralelo con noticias y documentos históricos contemporáneos, y a la
luz de estas fuentes concluye que «Góngora
maneja materiales poco seguros, los selecciona, incluso los expurga, y el resto los amplía o reduce según le conviene» (p. 122).
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RESEÑAS DE LIBROS
Matas Caballero también se refiere en su
trabajo a la forja del poema, pero esta vez
tomando a Góngora como fuente de sí mismo. A la vista del corpus de sonetos de elogio, coincidentes en fecha (1603-1617) y
finalidad con el Panégirico, Matas va señalando las confluencias estilísticas con el poema dedicado al duque en lo que respecta al
uso de cultismos léxicos, cultismos
sintácticos, sintagmas o expresiones similares, perífrasis y metáforas, en un cuidado e
iluminador análisis estilístico.
Laura Dolfi, también desde un punto de
vista estilístico, destaca los elementos propios del estilo sublime que adornan el Panegírico, en especial las imágenes cosmológicas y los exempla mitológicos, que están
al servicio de la sublimación de la figura del
duque y de los demás personajes. La autora
insiste en que estos mecanismos de lo sublime otorgan luminosidad brillante al poema,
al que califica de «diurno»; luminosidad que
debe interpretarse como reflejo simbólico de
la «claridad» (fama) que acompaña a los
personajes ilustres del Panegírico.
José Manuel Martos y José María Micó,
en un trabajo conjunto, analizan con minuciosidad las implicaciones que tiene el uso
de la octava real en el poema gongorino, una
estrofa «apta para la combinación de lo lírico con lo narrativo e idónea para trazar la
dimensión mítica de personajes nobles» (p.
190). Aducen la influencia de El rapto de
Proserpina de Claudiano traducido en octavas por Francisco Faría (1608), y se detienen en particular en la articulación del poema como narración y su relación con la
articulación de la octava, lo que les lleva a
afirmar que la dispositio textual presenta tal
trabazón que el poema aparece no como una
sucesión de episodios desvinculados sino
como una historia trabada y cohesionada,
«una arquitectura narrativa diseñada con
suma precisión» (p. 203).
Este bloque incluye, además, un trabajo
de Antonio Pérez Lasheras que analiza con
detenimiento la cumbre de la poesía burlesca de Góngora que se estaba fraguando en
la época del Panegírico: la Fábula de
Píramo y Tisbe. En consecuencia, esta serie
de seis trabajos centrados en el Panegírico
constituye la visión más reciente y completa de la cuestión.
En otro orden de cosas, Mª Dolores
Martos estudia las relaciones entre literatura
y pintura y de ambas con el poder, en el
marco del sistema de mecenazgo y de la
política de autoglorificación de Lerma. Para
ello se centra en dos retratos del valido realizados por Pantoja de la Cruz y Rubens,
donde el personaje es representado con los
atributos reales. La concomitancia entre estos retratos y algunos pasajes del poema
gongorino, si no responden a una influencia
directa, reflejan al menos la respuesta a un
mismo motivo: la glorificación del personaje y los ideales que representa.
A continuación sigue una serie de estudios que tienen como eje central la fiesta
como medio para mostrar el esplendor del
poder y para su legitimación. Sagrario López
Poza señala la estrecha relación de Lerma
con la literatura emblemática, pues se le
dedicaron diversos libros de emblemas, para
a continuación centrarse en el uso de la
emblemática efimera usada en las fiestas y
representaciones como instrumento de propaganda. Por ejemplo, la empresa usada en
las bodas de Felipe III en Valencia: «debajo de la sombra de tus alas», tiene una lectura política por la que el duque establece
una jerarquía de poder en la que él es protegido del rey sol.
Francis Cerdan se fija en una fiesta religiosa, las celebraciones en Lerma en 1617
con motivo de la dedicación de la Colegiata. El sermón que en la ocasión predicó un
joven y todavía no muy conocido Paravicino
es sometido en su trabajo a un detenido análisis que demustra la habilidad del predicador para tocar las implicaciones religiosas y
teológicas del poder.
A estas mismas fiestas en Lerma se refiere el trabajo de María Luisa Lobato, que
estudia la pieza El Caballero del Sol de
Vélez de Guevara, representada en la oca-
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RESEÑAS DE LIBROS
sión en un escenario natural, un jardín-huerta, cuidado por el duque, lo que permite
efectos novedosos. La descripción pormenorizada del escenario y del desarrollo de la
obra, a partir de las fuentes contemporáneas,
constituye un inapreciable documento para
conocer cómo era en realidad el teatro áureo.
Araceli Guillaume-Alonso dedica su
atención a los festejos taurinos, sobre los que
hay escasa investigación en comparación con
otros espectáculos. Tanto Lerma como
Olivares prestaron atención y fomentaron las
fiestas taurinas. El primero las incluyó en su
estrategia festiva para entretener al rey a la
vez que daba muestras públicas de su valimiento. El artículo repasa varios festejos taurinos, descritos por los contemporáneos a
partir de la instalación de la corte en Valladolid (1601). Lerma, como impulsor de una
nueva cultura de corte, fue quizá también el
impulsor de una nueva tauromaquia transformada en espectáculo.
Acabado el bloque dedicado a la fiesta,
Isabel Colón describe con minuciosidad a
partir de las cartas y escritos autobiográficos
de Luisa de Carvajal, las relaciones familiares, cuestiones de honor y religión, y el entramado de intereses y afectos de un grupo
de mujeres nobles en torno a la corte, lo que
la autora denomina «una intrincada red de
relaciones femeninas» (p. 327).
Carlos Primo Cano hace un análisis estilístico del primer soneto que Góngora dedica al conde de Lemos, a la vez yerno y sobrino de Lerma y gran mecenas de las letras.
Destaca sobre todo en este trabajo la interpretación del nivel simbólico con relación a
la situación histórica del personaje.
Por último, Germán Vega lleva a cabo
una descripción detenida de las consecuencias que tuvo para el arte teatral el traslado
de la corte a Valladolid. De 1601 a 1606 se
asistió en la capital castellana a un despliegue intenso de celebraciones cortesanas cargadas de teatralidad, de la que no se libraron iglesias y conventos. Más allá de la
descripción de obras y compañías el autor
apunta a la contribución que ello tuvo para
635
la creación del teatro nacional y a la implantación del modelo de la comedia nueva, que
siempre se ha estudiado con relación a Madrid, Valencia y Sevilla, y al nacimiento del
teatro como género para leer.
El volumen se cierra con una edición del
Panegírico que fija el texto del poema, pero
sin acompañamiento de aparato crítico, y
con un completo y útil índice onomástico.
Se trata, en definitiva, de una obra que constituye ya una obligada referencia en los estudios histórico-literarios del periodo del
valimiento de Lerma por la calidad de sus
aportaciones y la amplitud y diversidad de
sus enfoques.
ÁNGEL LUIS LUJÁN
CERVANTES, Miguel de. Novelas ejemplares. La gitanilla. Rinconete y Cortadillo,
ed. C. Mata Induráin. Madrid: Editex,
2010, 230 pp.
La publicación de la edición de las Novelas ejemplares por J. García López (2001)
parecía cerrar las acometidas editoriales a
este excelente conjunto de prosas. Sin embargo, el presente trabajo realizado por Carlos Mata Induráin, miembro y secretario del
Grupo de Investigación Siglo de Oro
(GRISO) de la Universidad de Navarra, demuestra que no es así. Esta estimable edición
se enmarca dentro de la colección «El Caldero de Oro», dirigida por Ignacio Arellano,
que recientemente ha comenzado a ofrecer
textos clásicos en ediciones divulgativas y
solventes preparadas por destacados especialistas; hasta el momento han visto la luz El
caballero de Olmedo de Lope, Poesía del
Siglo de Oro. Antología, ambos editados por
I. Arellano; Rimas y leyendas de Bécquer,
ed. de R. Fernández Urtasun; El alcalde de
Zalamea de Calderón, ed. de J. M. Escudero; El lazarillo de Tormes, ed. de J. M. Escudero y M.ª C. Pinillos; y estas dos
novelitas cervantinas.
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RESEÑAS DE LIBROS
Mata Induráin no es, ciertamente, un
advenedizo en las lides cervantinas. Lleva
años estudiando diferentes aspectos de la
vida y obra de Cervantes: desde el Quijote
hasta el Persiles, la relación del ilustre
alcalaíno con Navarra, etc. Ha prestado especial atención a las recreaciones cervantinas
y a la poesía de Cervantes, tradicionalmente denostada pero rescatada y revalorada
desde hace algún tiempo.
En esta ocasión, Mata Induráin ha logrado conjugar dos propósitos distintos, no
siempre fáciles de emparentar: ofrece una
edición de tono divulgativo, sin un gran
aparato de notas y otros elementos que componen una edición crítica (meta que no se
contempla, según se dice en p. 61), asequible por tanto para todo aquel que busque la
fruición en estas novelas; pero sumado al
rigor y el análisis detenido de estos dos textos de Cervantes, que ofrece más que un
primer acercamiento a sus muchos méritos y
vericuetos.
Comienza la introducción con un sintético resumen de la trayectoria vital y literaria de Cervantes: orígenes, formación, etapa
en Italia, episodios militares, cautiverio, viajes al servicio de la Corona, la llamada «década prodigiosa» y muerte. Sigue una breve
presentación de la narrativa cervantina, arte
en el que mostró su gran ingenio: La
Galatea, donde se adentra en el idílico mundo pastoril, también presente en otras parcelas de su prosa; el sin par Don Quijote; y el
Persiles, novela de aventuras a la manera
griega que verá la luz tras la muerte del
autor. En general, ofrece un resumen del
argumento de cada obra y unos sucintos
apuntes sobre su estructura, su estilo y su
recepción. La presentación de las Novelas
ejemplares es algo más extensa y atiende a
las posibles fechas de composición (muy
discutidas); su publicación en 1613; la clasificación en novelas idealistas, realistas e
ideorrealistas; la relación de algunos textos
con el género picaresco y dos puntos clave
establecidos en el prólogo de la colección:
la reivindicación cervantina de haber sido el
primero en novelar en lengua castellana y la
calificación de ejemplares a los textos, que
tanto ha entretenido a la crítica clásica y
moderna. Destaca, como no puede ser de
otra manera, la innovación que Cervantes
realiza siempre en sus obras pues, aun cuando retoma modelos anteriores, los renueva y
se desliga de la tradición para alumbrar pequeñas joyas de la literatura universal.
A continuación, Mata Induráin analiza La
gitanilla y Rinconete y Cortadillo a partir
del siguiente patrón: fuentes y marco genérico, argumento, personajes, lenguaje y estilo, siempre de la mano de la crítica más
destacada. Respecto a la manida quaestio de
Rinconete y Cortadillo y la novela picaresca, sigue la tendencia de considerar que
«Cervantes no escribió ninguna novela picaresca stricto sensu, pero sí obras cercanas a
la picaresca con las que innovó el género
modificando sustancialmente sus rasgos canónicos» (p. 36). Sin duda, fue un género
que interesó (y mucho) a Cervantes, a tenor
de las reflexiones que muestra en otras obras
y de sus experimentos con las características propias del modelo que, a mi juicio, tienen mucho que ver con el Guzmán de
Alfarache de Mateo Alemán, cuya estructura digresivo-moralizante no agradaba a
Cervantes, más partidario de la ficción sin
interrupciones, según se aprecia perfectamente en el Coloquio de los perros. Como bien
apunta Mata Induráin, una faceta en la que
Cervantes se desliga del molde picaresco
habitual es que, en su novela, el pícaro se
mueve acompañado, no ya en solitario. Además, en cuanto a la crítica o sátira social
presente en Rinconete y Cortadillo, escribe:
«Cervantes no necesita hacer explícita su
crítica: simplemente, se limita a presentar
unos personajes y a describir sus hechos, y
de ello se desprende la sátira social» (p. 42).
La bibliografía que reúne es un aspecto
muy apreciable de esta edición, pues aunque
no se trata de un catálogo exhaustivo, sí
presenta un abanico extenso y muy actualizado de las principales aportaciones al entendimiento de aspectos varios de las Nove-
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las ejemplares en general y más específicamente de los dos relatos seleccionados.
El texto ha sido cuidadosamente fijado
de acuerdo con la edición príncipe de Madrid, Juan de la Cuesta, 1613. Se siguen los
criterios empleados por el GRISO en sus
distintas líneas de investigación: modernización de grafías sin alcance fonético, puntuación interpretativa, regularización en el uso
de mayúsculas y minúsculas, etc. Otras ediciones modernas han estado a mano para
consultas puntuales.
La anotación, como avisa el propio editor, «trata de resolver las principales dificultades» al lector y muchas veces «consiste en
una simple explicación del sentido de la
palabra dificultosa o una sencilla paráfrasis
de la frase en cuestión» (p. 61). Dado que
la colección está dirigida a un público no
especializado, las definiciones son del DRAE
y no de otros repertorios antiguos (Covarrubias, Autoridades...). Por la misma razón
advierte que ha preferido pecar por exceso
que por defecto en las notas. En mi opinión,
no hay exceso alguno, porque las notas sobran cuando son superfluas y fuera del contexto de la obra, lo cual no es el caso. Algunas, de hecho, merecen destacarse: por
ejemplo, en la exclamación que un espectador hace tras una canción de Preciosa,
«¡Dios te bendiga la muchacha!» (p. 67),
anota: «el hablante se está dirigiendo a la
abuela de Preciosa; aunque quizá también se
podría entender «la muchacha» como un
vocativo con artículo y editar «Dios te bendiga, la muchacha»» (p. 67, n. 35), opción
también posible. En una intervención,
Monipodio dice «con la mayor popa y
solenidad» (p. 163) en la princeps, que debía ser «soledad», deformación vulgar de
«solemnidad», frente a la opción de solamente comentar esta hipótesis, Mata Induráin
la incluye también en el texto. Únicamente
hay un caso en el que creo que se podría
añadir algo más: sobre el juramento «por la
laguna Estigia» (p. 108) se anota que era «la
que cruzaban las almas de los muertos en la
barca de Caronte» (p. 108, n. 266), muy
637
cierto y pertinente, a lo que habría que añadir que los dioses clásicos (en el texto se
menciona antes a Mercurio y a Júpiter) realizaban sus juramentos por la Estigia porque,
al ser sagrada para ellos, quien incumpliese
tan solemne voto sería castigado. Por ello los
mortales no confiaban en los votos de los
dioses (o semidioses) si no se realizaban por
la Estigia, como se ve en el episodio de
Ulises y Circe (Odisea, X). Así se explica
la referencia, que indica que se trata de un
juramento muy serio (ya lo anota García
López), único fiable al tratar con los dioses
en la Antigüedad.
Tras el texto de las novelas, se presentan unas actividades didácticas destinadas a
servir de orientación y acicate a la comprensión e interpretación de las prosas anteriores: diversas cuestiones que afloran en el
prólogo, la relación de las Novelas ejemplares con los relatos intercalados en el Quijote de 1605 y con las Novelas a Marcia
Leonarda de Lope de Vega; después se centra en distintos aspectos de La gitanilla y
Rinconete y Cortadillo: título, estructura,
tiempo... Antes de cada tanda de ejercicios
copia un fragmento del estudio preliminar de
García López a su edición, a modo de loa
que propicia la reflexión. A raíz del parlamento de Preciosa sobre la poesía incluye
una serie de fragmentos de otras obras
cervantinas en las que se detiene en el mismo tema (Quijote, El licenciado Vidriera,
Persiles y Viaje del Parnaso). Fruto del
constante interés del editor por la lírica de
Cervantes, anima a examinar algunas de sus
poesías. Asimismo, atiende a los ecos posteriores de estas novelas y transcribe pasajes de algunas de estas recreaciones, como
la comedia La gitanilla de Madrid de Antonio de Solís, el romance «Preciosa y el
aire» de García Lorca, la «Balada de la
mujer morena y alegre» de Juan Ramón
Jiménez y una adaptación dramática de
Rinconete y Cortadillo hecha por los hermanos Álvarez Quintero, amén de ofrecer al
curioso lector dos títulos de novela histórica ambientadas en la Sevilla áurea: La Puer-
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RESEÑAS DE LIBROS
ta del Oro, de Néstor Luján, y El comedido
hidalgo, de Juan Eslava Galán. Termina la
sección con unos temas para redactar por
extenso y una selección de recursos útiles en
Internet.
Una nota al margen de los valores de
esta edición concreta: la colección «El Caldero de Oro» suma a las virtudes que llevo
apuntadas un factor positivo adicional, que
es el formato: en el panorama de las colecciones de textos clásicos se agradece la tapa
dura, el elegante diseño de la cubierta y la
cuidada tipografía a un precio asequible,
verdaderamente inesperado.
Ciertamente, es una grata sorpresa encontrar todavía en la actualidad una edición de
dos novelas ejemplares de Cervantes que
aporte aires nuevos a odres viejos, a la ya
extensa nómina de trabajos de esta índole.
Un texto atentamente fijado con abundantes
y sencillas notas explicativas, una selecta
bibliografía, más una completa introducción
y unas meditadas actividades orientadas al
estudio de nivel medio (y más) constituyen
la mejor carta de presentación de esta meritoria labor sobre dos geniales creaciones
cervantinas. En fin, sirvan «de ejemplo y
aviso a los que las leyeren» (p. 190).
ADRIÁN J. SÁEZ
NAVARRO DURÁN, Rosa. Tres personajes satíricos en busca de su autor. Lázaro de Tormes, el atún Lázaro y Caronte
en su diálogo con Pedro Luis Farnesio.
Valladolid: Universidad de ValladolidSecretariado de Publicaciones e Intercambio Editorial, 2011, 157 pp.
Tres personajes, tres textos y tres autores se unen en la nueva propuesta que Rosa
Navarro Durán nos presenta en las sugerentes y rigurosas 157 páginas de Tres personajes satíricos en busca de autor, sexta publicación de la colección «Fastiginia» de la
Universidad de Valladolid. Con este título
tan pirandelliano, la autora —catedrática de
literatura de la Edad de Oro en la Universidad de Barcelona— reúne datos de las investigaciones in progress que, en la última
década, ha llevado a cabo en torno a Alfonso de Valdés, a través de cuyas obras quedan engarzados los principales textos aquí
analizados. Un volumen dirigido a especialistas del Siglo de Oro, pero también, gracias a un estilo ameno y desenvuelto, a un
público amplio que desee adentrarse en cuestiones de autoría, datación y sentido de tres
textos del siglo XVI.
El refrán que encabeza el libro, «dime
con quién andas y te diré quién eres», desvela las claves metodológicas que utiliza la
estudiosa en el presente libro, estructurado
en tres capítulos y flanqueado por un detallado índice, una introducción, un balance y
una nutrida bibliografía final. Siguiendo el
hilo de Ariadna, al que alude en la introducción, Navarro Durán teje una atrayente red
de lecturas, referencias y concordancias que
permiten atribuir la autoría de los textos seleccionados, pues solo conociendo al autor
«podremos llegar a entender realmente su
propósito y ver su vinculación a un contexto; y sin todo ello tampoco es posible interpretar adecuadamente su creación» (p.11).
Las hebras con las que la autora hilvana las
páginas del volumen son tres personajes de
ficción, Lazarillo, el atún Lázaro y Caronte,
que le sirven de guía para enlazar sendas
obras: una sátira de los miembros corruptos
de la Iglesia, La vida de Lazarillo de
Tormes, y de sus fortunas y adversidades, y
dos sátiras políticas, La segunda parte de
Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y
adversidades y el Diálogo entre Caronte y
el ánima de Pedro Luis Farnesio.
En el primer capítulo, dedicado al Lazarillo, Navarro Durán recuerda varios aspectos de su investigación: la separación del
prólogo, el pronombre ella y «vuestra merced», la locución de Lázaro, la falta de argumento, la datación del texto y el contexto
histórico que lo enmarca, los años veinte,
momento álgido del reinado de Carlos V.
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RESEÑAS DE LIBROS
Pese a que el nombre del autor lo anuncia
desde el inicio, Alfonso de Valdés, Navarro
Durán va espigando elementos del texto y va
desgranando huellas de lectura —en este
caso focalizadas en Il Novellino de
Masuccio, el Retrato de la Lozana Andaluza y las Glosas de Hernán Núñez a las Trescientas de Juan de Mena— que convergen
en un epígrafe final, «El perfil del escritor»,
donde expone, en una visión de conjunto,
los datos más significativos sobre la autoría
del texto.
De este importante recorrido, cabe destacar el desfile de amos por los que pasa
Lázaro, siempre ligados al estamento eclesiástico (salvo el vanidoso escudero, que
presume de ser hidalgo viejo y ha nacido en
la Costanilla de Valladolid, barrio judío,
p.31), porque son, en realidad, el objetivo
satírico de una obra perfectamente estructurada. En efecto, poco sabemos del personaje Lázaro, y, sin embargo, mucho se alude
«a un ciego cruel que vive de las oraciones
en las que no cree, a un clérigo avaricioso
que lo mata de hambre, a un fraile pederasta, a un buldero que finge milagros para
lograr dinero de la venta de bulas, a un capellán que lo explota» y a un «confesor
amancebado, el arcipreste de San Salvador»
(p.67-68). Se trata del mismo estamento, el
eclesiástico, que retrata Alfonso de Valdés
en sus Diálogos, a cuyas concordancias con
el Lazarillo ya dedicó Navarro Durán varios
estudios.
Por último, es importante reseñar la enmienda que Navarro Durán propone al mal
leído pasaje «mi madre vino a darme un
negrito muy bonito, el cual yo brincaba y
ayudaba a calentar» (p.53). La estudiosa
corrige brincar —sin coherencia sintáctica
en este contexto— por brizar (‘acunar’),
que, junto a la antigua enmienda ya propuesta por el censor Juan López de Velasco —a
calentar por acallar—, restituye un sentido
más acorde a la escena: Lázaro mece y
aquieta a su hermanito. También son relevantes los datos lexicográficos sobre la horca de cebollas, comida que el clérigo da a
639
Lázaro, pues es una expresión localizada
geográficamente en la provincia de Guadalajara; y el entrecuesto, que no se trata de
un ‘espinazo’, sino de un ‘costillar’, pero
que se define erróneamente en Autoridades
solo a partir del testimonio del Lazarillo
(p.29).
El siguiente capítulo aborda La segunda
parte del Lazarillo (Amberes, 1555), cuyo
único vínculo de unión con la primera parte, según recuerda Navarro Durán, es el
nombre del personaje, el anonimato, la entrada en el Index inquisitorial de 1559 y el
enfoque satírico, pues la obra ya se ha leído como «alegoría crítica contra la corrupción militar y la corte de Carlos V» (p.74).
En este caso también, el procedimiento basado en las huellas de lectura que afloran en
el texto, en las concordancias lingüísticas
con otras obras del autor, y en el contexto
de la escritura, le ha permitido atribuir La
segunda parte a Diego Hurtado de Mendoza.
Los preámbulos del capítulo ayudan al
lector a navegar por la obra, y a entender su
transmisión a través de cuestiones textuales
esenciales. Por ejemplo, el hecho de que el
primer tratado de La segunda parte, el de los
tudescos, se añadiera al último tratado del
Lazarillo en la traducción francesa y en la
edición de Plantin (Amberes, Baltasar Moretus, 1595) explica que se haya visto a Lázaro
como comilón y borracho, desvirtuando así
la perspectiva satírica que perseguía Alfonso de Valdés.
Por otro lado, además del interesante
epígrafe «Las lecturas del escritor», resulta
muy significativo el perfil del autor, retratado en sus cartas y en su nefasta actuación
diplomática en Siena. A través de sus
misivas, de las que Navarro Durán selecciona abundantes pasajes, encontramos a un D.
Hurtado de Mendoza que escribe a Francisco de los Cobos, su protector, contándole
detalles íntimos con una prostituta judía o la
necesidad económica que padece; a Antonio
Perrenot le escribe en relación con los confesores del Emperador, siempre con estilo
coloquial y menciones escatológicas; e, in-
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RESEÑAS DE LIBROS
cluso, en las cartas al Emperador se desprende «falta de diplomacia y carácter violento»
(p.101). Navarro Durán deja ver a un Hurtado de Mendoza quizás poco conocido, que
se refleja a sí mismo soberbio, vanidoso,
incompetente, agresivo y grosero; adjetivos
todos ellos acompañados de representativos
y elocuentes fragmentos epistolares. Baste
como muestra el siguiente: «Yo soy
cavallero y no pienso haver hecho cosa por
donde sea menos; y el Emperador en esta
parte ni es mi superior ni mi señor, sino
cavallero como yo» (p.102).
Más allá del retrato personal, el epistolario permite a Rosa Navarro establecer concordancias lingüísticas con La segunda parte, consciente de que «solo unos usos muy
específicos pueden llegar a ser significativos» (p.108), entre ellos, la expresión «dar
con la carga en el suelo» y el uso italianizante de mí: «el embaxador de Francia y
mí» (p.110). Por último, la autora dedica un
epígrafe a las concordancias entre la Segunda parte y otras obras de Diego Hurtado de
Mendoza: Guerra de Granada, Carta al
bachiller de Arcadia y la obra poética.
El tercer capítulo, dedicado al Diálogo
entre Caronte y el ánima de Pedro Luis
Farnesio, hijo del papa Paulo III, sigue el
mismo esquema y método que los precedentes. El acercamiento a la historial textual
(manuscritos conservados y ediciones modernas), a cuestiones de datación (la autora
fecha el texto en 1547 y no en 1549, arguyendo los sucesos políticos narrados) y a
problemas de autoría (pues se trata de un
texto atribuido, siempre con escepticismo, al
noble granadino del capítulo anterior) da
paso a la propuesta de Navarro Durán, que
atribuye la obra a Jerónimo de Urrea. De
este fiel capitán de Carlos V, la autora también nos ofrece un sugestivo retrato, como
traductor del Orlando furioso de Ariosto y
como escritor del Diálogo de la verdadera
honra militar, de un poema épico escrito en
Italia, El vitorioso Carlos Quinto, que no
llegó a publicarse, y del Clarisel de Flores.
Según postula la estudiosa, el autor del
texto que le ocupa, el hasta ahora anónimo
Diálogo de Caronte, debió tener delante los
dos Diálogos de Alfonso de Valdés, pues
muchas son las ideas, detalles, concordancias
léxicas y huellas de lectura que dejaron
marcados en él. Efectivamente, cada uno de
estos argumentos se atestigua con una amplia selección de expresiones, pasajes y fragmentos dispuestos frente a frente, que el lector interesado podrá cotejar.
Navarro Durán ejemplifica claramente
cómo Urrea, en el Diálogo de la honra militar, reelabora un pasaje entero, en torno a
los papeles del desafío, del Diálogo de Mercurio de Valdés, del que contrasta fragmentos muy significativos. Asimismo, añade
reelaboraciones de los dos Diálogos del escritor conquense y muestra detalles
concordantes entre los —ahora dos— Diálogos de Urrea. Resultan muy significativos
también los datos, palabras, motivos literarios y comparaciones que coinciden en el
Diálogo de Caronte y la traducción del
Orlando furioso: «el raro italianismo espelunca» u «otras palabras poco frecuentes
como cercenados» (p.145).
La triada satírica del presente volumen,
enmarcada en el reinado de Carlos V y enlazada a través de las obras de Alfonso de
Valdés, enriquecerá los estudios sobre nuestro Siglo de Oro, gracias a la aportación de
nuevas fechas, autorías y sentido a tres textos del siglo XVI. La propuesta de Rosa
Navarro Durán no dejará indiferente a los
lectores que quieran conocer más datos sobre el Lazarillo, de Alfonso de Valdés, La
segunda parte del Lazarillo, de Diego Hurtado de Mendoza, o el Diálogo de Caronte,
de Jerónimo de Urrea.
DIANA BERRUEZO SÁNCHEZ
TIRSO DE MOLINA (Fray Gabriel Téllez).
Obras completas. Primera parte de Comedias, I. Palabras y plumas. El pretendiente al revés. El árbol del mejor fru-
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
RESEÑAS DE LIBROS
to, ed. del GRISO dir. I. Arellano, Madrid
/ Frankfurt, Iberoamericana / Vervuert,
2011. Biblioteca Áurea Hispánica, 68.
Iberoamericana, 582 pp.
Según se explica en el prefacio, después
de unos fructíferos años de colaboración
entre el Grupo de Investigación Siglo de Oro
(GRISO) de la Universidad de Navarra y la
revista Estudios de la Orden de la Merced,
el Instituto de Estudios Tirsianos que coordina el proyecto de edición de las Obras
completas de Tirso de Molina, seguirá publicando sus trabajos en la Biblioteca Áurea
Hispánica, colección esencial para el lector
interesado en el Siglo de Oro. Este volumen
inicia la nueva andadura con la publicación
de las tres primeras comedias incluidas en la
Primera parte de comedias de Tirso de
Molina, edición dirigida por Ignacio
Arellano.
La decisión de editar comedias en partes adocenadas, tal como aparecieron en su
día, ha sido seguida por diferentes proyectos editoriales (Lope, Moreto, Rojas Zorrilla,
Calderón en la Biblioteca Castro), ya que
plantea una serie de ventajas: coherencia
organizativa de la publicación, estudio de los
motivos para reunir estos textos en el siglo
XVII, etc.
En este sentido, Arellano realiza al inicio algunas observaciones generales a los
problemas de transmisión de esta parte, a
partir de estudios ya existentes, enriquecidos
con los resultados de esta edición. Después,
se incluyen los preliminares de esta parte al
cuidado de Carola Sbriziolo, para dejar paso
a los textos del Mercedario. Cada estudio
introductorio sigue un esquema diferente,
con algunos elementos imprescindibles como
la estructura dramática y la sinopsis métrica, completado por el análisis de diferentes
aspectos de cada comedia, según el criterio
de su responsable.
El editor de Palabras y plumas es José
Enrique López Martínez, de la Universidad
Autónoma de Barcelona. En unas escasas
veinte páginas, después de presentar el resu-
641
men de la acción escénica, acomete el análisis de los antecedentes y las fuentes de la
comedia, en continuo diálogo con la crítica:
las significativas diferencias con una de las
novelas del Decamerón que pudieron servir
de inspiración a Tirso llevan a plantear una
influencia mediada por la adaptación anterior
de Lope, El halcón de Federico, pues algunos elementos lopescos permanecen. Un
motivo boccacciano que pervive es el sacrificio amoroso, que entronca (con cambios)
con El amante liberal de Cervantes, «el principal antecedente dentro del contexto literario hispánico a una de las estructuras
argumentales de más importancia en la comedia» (p. 50). Prosigue estudiando la relación con Obras son amores, de Lope, donde se subraya la falta de generosidad del rey
con su dama y se presenta el modelo principal para la relación de la justa caballeresca, más integrada en Tirso; y, finalmente, el
sustrato histórico en el que destaca la figura
de don Íñigo de Ávalos como referente para
el galán. Junto al argumento, Tirso desarrolla varios temas literarios y morales: la enseñanza contenida en el refrán (liviandad de
las palabras sin actos), motivo que se ramifica con la vanidad cortesana de Próspero y,
opuestamente, la liberalidad y el silencio de
don Iñigo; además de los conflictos derivados del decoro social y el énfasis en la gratitud dentro de la trama amorosa, con un
énfasis especial en su simbolismo comercial
y monetario.
En el siempre espinoso terreno de la
datación, López Martínez plantea como fecha probable el período 1617-1623, debido
a las noticias sobre representaciones en palacio llevadas a cabo por Sánchez, y a los
vínculos con Obras son amores. Dentro de
su completa nota textual, localiza y explica
un detalle curioso: un cuadernillo de la
princeps (signatura D), fue nuevamente impreso en relación con la otra emisión, lo que
causa un par de erratas que no repercuten en
la fijación textual, y plantea algunas cuestiones sobre la génesis de la Primera parte. Por
otro lado, la historia textual demuestra que
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RESEÑAS DE LIBROS
la obra debió de circular en algún momento
con el título de El pretendiente con palabras
y plumas. Esta comedia palatina no había
visto la luz en este proyecto del IET, pero
había merecido una tesis doctoral de M.
Tudela López en la Universidad de Navarra,
defendida en el año 2002, que López
Martínez conoce y emplea con aprovechamiento. Su texto base es la Primera parte,
que coteja y enmienda con los testimonios
posteriores, sin autoridad textual para constituir variantes, indicándolo en nota. Como
coda, se incluye el esquema métrico. Las
notas al texto son sintéticas pero jugosas,
aunque tal vez se podría haber añadido alguna: así, el v. 636 («Al toro imitan robador
de Europa») me parece claro eco del comienzo de las Soledades de Góngora (v. 2).
El pretendiente al revés, segunda comedia del volumen, está cuidada por Eva Galar
Irurre. La amplia introducción procede del
estudio preliminar de su tesis doctoral
(2005), que ha sido revisado y reducido por
Arellano, el coordinador de la colección. El
primer punto revisa el tratamiento crítico del
género palatino, apuntes que contribuyen al
estudio de la comedia anterior, para examinar a continuación el estatuto genérico de El
pretendiente a partir de su argumento, su
grado de comicidad y tragicidad, la combinación de elementos reales y ficticios, etc.
Acto seguido, presenta la estructura dramática dividida en cuadros de acción, y analiza los temas principales: el matrimonio clandestino de Sirena y Carlos, y la conflictiva
unión de los duques, a través de los que
Tirso recuerda «que el matrimonio ha de ser,
ante todo, libre, para poder celebrarse en
público, basarse en el amor y, una vez celebrado, tanto el marido como la esposa deben guardarse fidelidad y respetar el sagrado vínculo que les une» (p. 204); el mal
gobernante que antepone sus desordenados
deseos a sus deberes de monarca frente a los
campesinos que se comportan noblemente,
en la estética del mundo al revés y en la
estela de los «dramas de comendador»; y
unido al anterior, el tópico menosprecio de
corte y alabanza de aldea, heredero del
beatus ille; el tratamiento cómico del peligro que plantea el duque, que impide una
lectura trágica de la comedia.
El estudio de los personajes es un apartado apreciable: divididos entre la alta nobleza y los campesinos, los primeros presentan
caracteres individuales, mientras los segundos se unifican formando casi un personaje
colectivo con función de contrapunto; hay
una oposición entre la pareja amable formada por Carlos y Sirena, y la antipática que
encarnan los duques; la risa no procede de
un único personaje, sino que nace de los
labradores y cortesanos, en una generalización del agente cómico similar al estudiado
por Arellano para la comedia de capa y espada. Tras un breve repaso de la lengua de
la comedia, Galar Irurre ofrece unas notas
sobre la escenografía, que requiere los habituales accesorios de la Comedia, y la libertad para que los actores reconstruyan los
movimientos y gestos sobre unas sucintas
indicaciones.
A partir de la noticia de que El pretendiente fue representado por Cristóbal Ortiz
y considerando otros criterios, puede datarse
entre 1615 o poco antes, y marzo de 1625.
Por fin, informa y comenta los testimonios
empleados, como su antecesor en el volumen. El texto base procede de las Doce comedias nuevas, y tampoco hay aparato de
variantes. Se incluye la sinopsis métrica.
La tercera y última pieza de este primer
tomo es El árbol del mejor fruto, comedia
religiosa. Arellano, su editor, estudia la leyenda del árbol de la cruz, que da título a
la obra «pero ni mucho menos toda la materia dramatizada», y que «Tirso maneja de
manera muy simplificada y mezclada» (p.
391). El estudio de este componente
argumental ya había sido abordado con mayor detenimiento por Arellano en su introducción a El árbol de mejor fruto, auto
sacramental de Calderón (Pamplona / Kassel,
Universidad de Navarra / Reichenberger,
2009; núm 65 de la colección de Autos
Sacramentales completos), y en un artículo
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RESEÑAS DE LIBROS
anterior («El árbol del mejor fruto de Calderón y la leyenda del árbol de la cruz.
Contexto
y
adaptación»,
Anuario
Calderoniano, 1, 2008). Realiza un completo
y sintético rastreo de las múltiples versiones
de la tradición del lignum crucis, que
pervive en innúmeros textos de diversa procedencia con abundante contaminación. Hay
varios paralelos significativos: pecado y redención, Adán y Cristo, los dos árboles...
presentes en el laberinto que recorre y resume Arellano. También ofrece unas breves
pero jugosas notas sobre el tema del árbol
de la cruz en el teatro áureo, desde los autos de Valdivielso hasta los de Calderón y
su comedia La sibila del oriente.
Añade un examen sobre la historia del
emperador Constantino y la invención de la
santa cruz por santa Elena, partiendo de la
introducción a la edición de La lepra de
Constantino de Galván y Arana (Pamplona
/ Kassel, Universidad de Navarra / Reichenberger, 2008; núm. 60), que dramatiza el
tema. Con todos estos elementos «teje Tirso
una trama libre, que en los dos primeros
actos no tiene muy en cuenta los elementos
citados, a pesar del título de la obra» (p.
405), pues constituyen el núcleo de la tercera jornada. Siguen unas glosas a la comedia organizadas según la estructura en secuencias o cuadros de acción: a juicio de
Arellano, el problema de la secuencia del
tormento a los judíos y sus confesiones no
radica en «la violencia antipática y su cruel
antisemitismo», que responde a ciertas convenciones auriseculares, sino «su asimilación
en conducta y función a la del gracioso, en
una asociación que vulnera el decoro dramático» (p. 415).
En el estudio textual, el editor expone los
materiales textuales empleados (manuscritos
e impresos), y comenta las ediciones modernas (Cotarelo, de los Ríos, Palomo, Palomo
y Prieto), sin valor ecdótico; analiza los problemas de la edición príncipe (PR) que pueden subsanarse con el apoyo del manuscrito
M1, igualmente estudiada junto con los otros
dos testimonios manuscritos. En especial,
643
logra así restaurar el lenguaje rústico de
Mingo, seguramente regularizado por el cajista en PR, y también corregido en ediciones posteriores. Esta comedia es la única que
presenta un aparato textual final (tras el resumen métrico y el texto de la obra), con las
variantes de los manuscritos y las de PR, sin
considerar, por lo ya dicho, las ediciones
modernas. Muy estimable resulta este análisis textual, que considera solamente aquellos
testimonios de interés y descarta toda la
basura textual, ofreciendo un apartado
ecdótico que, dentro de sus coordenadas, es
de sencilla lectura.
En conclusión: esta primera entrega de la
Primera parte de comedias del maestro
Tirso de Molina supone un importante paso
hacia el mejor conocimiento de su obra. Una
vez reconstruida con rigor, puede comenzar
a deconstruirse, parafraseando a Ruano de la
Haza. Las ediciones críticas ahora presentadas ofrecen un texto cuidadosamente fijado
y anotado, enriquecido con los pertinentes
estudios preliminares, en una tarea bien unificada. Así pues, se erigen sin duda en referencias inexcusables para todo aquel que
desee acercarse con garantías a las comedias
de Tirso de Molina. Este aperitivo no hace
sino acrecentar el apetito en espera de la
publicación del resto de comedias de esta
parte.
ADRIÁN J. SÁEZ
PEREZ MAGALLON, Jesús. Calderón. Icono cultural e identitario del conservadurismo político. Madrid:, Cátedra, 2010,
372 pp.
Éste es el hasta ahora último libro de
Jesús Pérez Magallón, catedrático de la Universidad de McGill, cuyo extenso trabajo
como editor y especialista del teatro y del
pensamiento literario de los siglos XVII y
XVIII es bien conocido y justamente reconocido. De hecho, desde que se publicara el
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RESEÑAS DE LIBROS
libro que hoy nos ocupa, Jesús Pérez
Magallón ya ha editado dos obras más de
Calderón : La dama duende (Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas [687], 2011, 319 p.)
y El médico de su honra, (Madrid, Cátedra,
Letras Hispánicas [702], 2012, 412 p.) El
que aquí nos ocupa es un trabajo de 347
páginas (372 incluyendo la bibliografía) dedicado a un asunto especialmente original.
Porque no es éste un libro sobre Calderón,
sino un libro dedicado a desenmarañar la
recepción de Calderón y sus evoluciones,
matices y significados a través de los siglos,
desde la muerte del autor, hasta la todavía
reciente dictadura franquista.
El libro consta de una muy importante
introducción, de 9 capítulos y de una extensa bibliografía de 23 páginas. En la introducción, el profesor Pérez Magallón establece
con detalle la problemática y el marco teórico de su libro a través de tres puntos esenciales: un análisis de lo que cabe entender
por barroco y de las implicaciones políticas
de lo que es una construcción intelectual
dieciochesca, un esbozo de cómo se reacciona en España a la imagen que esta construcción ideológica del barroco le devuelve, y
por fin, el modo en que Calderón se convierte en el autor que mejor se presta a una respuesta nacional a lo que es justamente percibido como una agresión por parte del
extranjero.
Las páginas dedicadas al barroco son
especialmente densas y determinantes para la
comprensión del conjunto de la obra. El profesor Pérez Magallón aborda la cuestión del
barroco a partir de su gran conocimiento de
la bibliografía pero, sobre todo, desde la
perspectiva del historiador de las ideas. Establece así que el barroco no es una «unidad homogénea y cerrada (sea por medio de
criterios estilísticos o por medio de visiones
culturalistas)» (p. 15) y que se caracteriza
por «una pluralidad discursiva» (Ibid.). Lo
importante no va a ser pues acuñar una nueva definición estática del barroco, sino analizar la pluralidad de discursos que lo configuran y sus implicaciones. Así pues, a la
pregunta «¿por qué la ilustración, recordando las palabras de Kelley, forma parte constituyente genealógicamente hablando de la
modernidad en tanto que el barroco queda al
margen, en las afueras, aceptándose como
máximo que algunos pensadores, científicos
o artistas escaparon de su tiempo y ámbito
cultural para incorporarse a la corriente de
la modernidad?» (p. 25), el autor puede contestar: «barroco, o goticismo, han sido asociados por los agentes culturales de la Europa del norte en el proceso de consolidar
en el campo de la cultura su hegemonía
político-económica mediante el gran relato
de la modernidad, una representación simbólica nueva, al mundo cultural del sur católico y retrasado (o sea, bárbaro y supersticioso, anti-racional, absolutista y despótico); por
el contrario, la modernidad —encarnada por
la ilustración, a la que fluyen como naturalmente Bacon, Descartes, Galileo, Hobbes,
etc.— son fenómenos «naturalmente» del
norte que erigen la racionalidad, el
experimentalismo y, por último, la libertad
—mitificada y reinventada retrospectivamente— en sus pilares clave.» (p. 26). Lo que
importa es pues poner de manifiesto el sentido del barroco como construcción
discursiva a posteriori (siglo XVIII) de un
periodo pasado elaborada por una serie de
naciones o estados (la Europa central y del
norte) que luchan por asegurar su hegemonía. Lo barroco, aplicado a España y entendido como su carácter propio, es pues negativo, un arma usada para terminar de
desprestigiar a una nación cuya decadencia
política arranca a mediados del siglo XVII.
Ante estos ataques dialécticos que vienen
del exterior, los españoles, que han terminado por tomar conciencia de su decadencia
política y cultural, reaccionan vigorosamente esgrimiendo ante la acusación de barbarie el arma afilada del esplendor de su pasado immediato. Así se acuña la noción de
Siglo de Oro para reivindicar un apogeo
cultural reciente en el que se buscan los
contornos de una identidad nacional que hay
que reconstruir. Asistimos pues al enfrenta-
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RESEÑAS DE LIBROS
miento de identidades nacionales en movimiento, buscando las unas reforzar su reciente posición dominante mediante la destrucción de los cimientos de la hegemonía del
enemigo caído, y buscando la otra redefinir
su identidad a partir justamente de lo que
había constituido durante siglos su grandeza. En este proceso, la manera en que se
recibe la obra de Calderón de la Barca a
partir del siglo XVIII es especialmente significativa. En el momento en el que en Europa se impone el clasicismo y la constitución de cánones literarios, en una España
preocupada por remontar, el debate en torno a Calderón llevará a su iconización y a
su apropriación por parte de lo que el autor
llama «la ortodoxia conservadora». Como
escribe el profesor Pérez Magallón: «Iconizar, por otra parte, es concepto que nos parece inseparable del proceso de constitución
de las nacionalidades y las identidades nacionales» (p. 56), y Calderón será una pieza
maestra en esta construcción dialéctica de
cierta identidad nacional. La demostración se
dilata a lo largo de nuevo capítulos muy
detallados, en los que se aborda el principio
de este proceso, iniciado justo después de la
muerte del dramaturgo por Manuel Guerra y
Francisco Bances Candamo, hasta el uso que
de Calderón hizo la España franquista, pasando por los amplios debates dieciochescos
a lo largo de los cuales cobró forma la
iconización de Calderón, y por supuesto,
pasando por el siglo XIX y la decisiva intervención de Menéndez Pelayo en configurar un modelo conservador de identidad nacional plenamente encarnado en la figura de
Calderón. Desde luego, el movimiento no es
lineal, y los intelectuales de tendencia más
liberal se acercan por momentos a Calderón,
buscan recuperarlo, y el ejemplo más conocido y aún no muy lejano en el tiempo es
el esfuerzo que en este sentido realizó la
generación del 27 en general, y autores
como Angel Valbuena Prat, José Bergamín
y el propio Federico García Lorca con su
proyecto de la Barraca. Pero lo que el profesor Pérez Magallón demuestra es que es-
645
tos intentos nunca cuajaron realmente, que
el dramaturgo no dejó nunca de ser el estandarte de los valores de la ortodoxia católica
y el libro se cierra de hecho con la utilización que de la figura de Calderón hizo el
franquismo.
Estas son, a grandes rasgos, la problemática y la extensión cronológica del libro del
profesor Pérez Magallón. Su lectura es muy
enriquecedora por el detalle de la argumentación y la abundancia de los autores que
aborda. Con una erudición importante y una
pluma certera, el autor nos guía por este
camino de la constitución ambigua y
polivalente de un icono como arma política.
Pero, más allá del grandísimo interés científico del libro, hay que resaltar especialmente su compromiso político. En efecto, desentrañar paciente y puntualmente el uso que
de Calderón ha hecho el conservadurismo
político tiene el immenso valor de subrayar
la estrechísima y natural relación que existe
y ha existido siempre entre literatura y política. En una época en la que el compromiso político está desprestigiado, en que los
autores no quieren ser tildados de comprometidos porque literatura comprometida parece confundirse con una literatura
«utilitaria» y que no merece ser tenida por
arte, es esencial recordar que toda literatura
conlleva un proyecto político más o menos
consciente, y que también tiene una gran
dimensión política la lectura, la recepción y
el uso que de un texto se puede hacer. El
crítico literario, como lector e intérprete,
debe también asumir esa dimensión política
y el profesor Pérez Magallón, por la naturaleza misma de su trabajo y por sus resultados asume plenamente la proyección política del trabajo del investigador. En primer
lugar, porque echar luz sobre los mecanismos de constitución del icono conservador
en que se ha convertido a Calderón permite
reposicionarlo en un lugar ideológicamente
neutro o apaciguado y abre por tanto la
puerta a nuevas lecturas e interpretaciones,
y, en este aspecto, podríamos decir que el
profesor Pérez Magallón es un digno conti-
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RESEÑAS DE LIBROS
nuador de la labor que en su día empezaran
Angel Valbuena Prat y el propio José
Bergamín. En segundo lugar, porque poner
de manifiesto la carga política de tal lectura
o de tal construcción intelectual, y por ende,
de toda construcción intelectual, permite que
el lector tome conciencia de ello y pueda
adoptar una saludable distancia crítica con
respecto a sus lecturas. En último lugar,
porque la tarea del investigador y del científico es, justamente, por su trabajo metodológicamente irreprochable, modelar las conciencias y contribuir a la constitución de una
sociedad realmente ilustrada. No conozco
tarea más política, más noblemente política,
que ésta.
MARINA MESTRE ZARAGOZÁ
FERNÁNDEZ SAN EMETERIO, Gerardo.
Melchor Fernández de León: la sombra
de un dramaturgo. Datos sobre vida y
obra. Frankfurt am Main-Madrid: Universidad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 2011, 275 pp. Biblioteca Áurea
Hispánica, 69.
Gerardo Fernández San Emeterio, doctor
en Filología Hispánica y profesor de las
Escuelas Municipales de Música de Madrid,
nos ofrece una detallada biobibliografía, en
la estela del clásico Catálogo de Cayetano
Alberto de la Barrera, del dramaturgo
Melchor Fernández de León amparado por
tres grandes premisas: «Fernández de León
parece haber escrito siempre para la corte»
(25) aunque «los datos que tenemos parecen
indicar la popularidad del conjunto de su
obra tanto en la lectura como en la escena»
(137) de los siglos XVII y XVIII, «dentro
de los dramaturgos de su generación parece
haber ocupado un puesto importante» (26) y,
por último, su habilidad como comediógrafo a la hora de componer «logra más musicalidad y lirismo que otros en sus versos»
(26). La versatilidad del escritor parece ha-
ber elegido el perfil del que habrá de ser su
crítico, biógrafo y editor en tiempos modernos, pues el camino del propio Fernández
San Emeterio estaba llevándole, aun sin que
él lo supiera, a Fernández (quién sabe si la
coincidencia en el apellido conlleva también
la pertenencia a un mismo árbol genealógico) de León, dramaturgo, poeta ocasional
y escritor de zarzuelas o fiestas cortesanas
adscrito al reinado de Carlos II. La formación de Fernández San Emeterio, a caballo
entre su pasión por la zarzuela y el gusto por
la literatura (poesía y teatro) del siglo XVII,
parece la idónea para estudiar en profundidad tanto sus «fiestas de la zarzuela»
(Endimión y Diana, La conquista de las
Malucas, El veneno en la guirnalda y la
triaca en la fuente, Venir el Amor al mundo y labrar flechas contra sí, Ícaro y Dédalo y El primer templo de Amor) como
otros textos dramáticos del autor: comedias
cínicas o de figurón (El sordo y el montañés y La vida del gran tacaño), autos sacramentales (El divino Aquiles y quizá otros en
colaboración) y teatro breve (loas, bailes y
entremeses).
Es la Biblioteca Áurea Hispánica de Iberoamericana-Vervuert, que cuenta en su
catálogo con otros estudios y –sobre todo–
ediciones de características similares a este,
la encargada en esta ocasión de ofrecernos
un análisis pormenorizado de la producción
del responsable de que «se evolucion[e] de
la obra teatral con música «incidental» al
«libreto»» (82), dramaturgo apreciado por
igual en la corte y por «ese monstruo novelero / del vulgo» –en palabras del propio
Melchor de León– especialmente dotado
para el divertimento y el disparate cómico.
El volumen cuenta con un detenido examen de las piezas de León (que no tiene
nada que ver con el maestro Manuel de
León Marchante que los estudiosos del teatro breve no desconocen, como muy bien se
señala en la introducción de carácter biográfico, a pesar de haber sido confundidos en
más de una ocasión por la crítica más eminente de finales del siglo XIX y principios
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del XX) dividido en tres partes: la primera
dedicada a la figura de «»Uno de los más
excelentes ingenios de esta corte»: Melchor
Fernández de León», la segunda –la más
extensa e interesante del libro– a «La obra
de Melchor Fernández de León» y la tercera, tan breve como la primera, a la «Valoración y recepción crítica de la obra de Fernández de León». La principal aportación de
Fernández San Emeterio está contenida en el
análisis de las obras de este posible antepasado suyo —que comparte con él tanto el
patronímico como la dedicación al teatro
musical—, que se encuentra enmarcada por
los dos breves apartados que se ocupan de
su biografía (breve por la falta de datos) y
de la recepción crítica (breve por haber ido
desgranando ya, al hilo de las comedias de
Melchor de León, los principales acercamientos a su obra).
La atención del estudioso se detiene en
hacer un comentario de las obras teatrales
una por una, dividiendo su corpus por géneros: fiestas o zarzuelas cortesanas, comedias sin música o comedias cínicas, autos
sacramentales, teatro breve y otras obras atribuidas. Es de destacar el buen ojo que tiene
al escribir las notas dedicadas a las comedias sin música, las dos piezas que más han
interesado a la crítica anterior, en las que
Fernández San Emeterio sabe apreciar tanto
los estilemas característicos del escritor
como algunos de los aspectos que debieron
de incidir en su posterior éxito popular durante el siglo XVIII: comicidad, recurrencia
a escenas a oscuras, finales sin boda («pues
es de autor la comedia / que no gusta de
casarlos»), uso limitado pero efectista de la
tramoya, etc. dan buena muestra de ello. Son
estos los textos de Fernández de León que
más comentarios elogiosos han recogido por
parte de eruditos literarios como Alberto
Lista, Juan Eugenio de Hartzenbusch, Ramón de Mesonero Romanos o Emilio
Cotarelo y Mori y no nos extraña a la vista
de la buena fortuna de su incursión en la
comedia de figurón con El sordo y el montañés, en la que aborda uno de los géneros
647
teatrales más interesantes de finales del siglo XVII en la estela de Francisco de Rojas
Zorrilla, o de la reescritura dramática de la
narrativa picaresca de Quevedo que hace en
La vida del gran tacaño.
Algo más superficiales, aunque no por
ello menos interesantes, nos parecen los comentarios críticos que suscita el teatro musical de Melchor de León, seis fiestas cortesanas ligadas a los divertimentos palaciegos
—quizá con algo de «pedagogía de reyes»
de por medio— de la corte de Carlos II.
Acierta Fernández San Emeterio al comentar con detenimiento no solo el contenido de
las piezas sino también las circunstancias en
las que se estrenaron así como su trasmisión,
tanto por escrito (sea manuscrita, sea impresa) como en los escenarios de los siglos
XVII y XVIII, y algunas cuestiones —cuando son de interés— fuentísticas e intertextuales. De menor calado es el análisis de la
música que acompaña las zarzuelas, aspecto
que se echa en falta en el volumen si tenemos en cuenta que la formación del crítico
es la idónea para que el examen completo y
comparado de ambos aspectos pudiera dar
frutos muy provechosos para los ámbitos de
la Filología y de la Musicología. Con todo,
el fin último de la monografía no es tanto
ese como el fijar los datos que se conocen
de la vida y obra de Fernández de León y
limpiar «la sombra de un dramaturgo» como
este de imprecisiones y errores que el peso
de la autoridad y la tradición empezaban a
convertir en lugar común en todos los estudios que se acercan a él.
La presencia y el rápido repaso, en último lugar, de esas otras obras menores o de
autoría dudosa dentro de este «corpus mínimo» (141) parece suficiente para ayudar a
entender mejor no solo el trabajo de nuestro escritor sino también una época que, según los datos aquí rescatados para la «vida
y obra» de Fernández de León, nos obliga
«a replantear[nos] la evolución dentro de la
incipiente zarzuela a partir de los orígenes
calderonianos» de los géneros del teatro
musical y pensar en «una etapa intermedia»
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RESEÑAS DE LIBROS
(139) en la que no estaban tan distantes los
gustos impuestos por los monarcas de los
reinados de Carlos II y Felipe V, respectivamente, como críticos de la talla de José
López Calo tienden a enfatizar.
Finalmente, las fichas del volumen tratan
sin excepción la recepción que las piezas han
tenido por parte de los escasos acercamientos
críticos que ha merecido el autor de la fiesta de la zarzuela Endimión y Diana, «la más
antigua de las obras de Fernández de León
que conservamos» (51), con lo que la brevedad en las últimas obras analizadas (las
concernientes a los autos sacramentales, piezas cortas o comedias de autoría incierta) es
indicio también de la menor atención que
reciben —y han recibido— con respecto de
las zarzuelas que constituyen el núcleo dramático de Melchor de León. El último apartado del estudio ya se encarga de dejar bien
claro, por una parte, que «la crítica decimonónica, y con ello el inicio de los estudios
sobre nuestro teatro del XVII, pasaron sobre
Fernández de León sin demostrar apenas
interés» (137) y, por otra parte, que «muy
escasa sigue siendo la bibliografía» (139)
que se ocupa de él.
El volumen se cierra con una edición
interpretativa de dos de los textos más representativos de nuestro poeta dramático. En el
primero de los apéndices se recoge el texto
del ejemplar más antiguo del Endimión y
Diana, «fiesta que se representó a sus Majestades en el Real Sitio del Pardo», primera zarzuela que hoy conservamos de Fernández de León, limpio de notas extensas o
largos aparatos críticos que pudiesen entorpecer la lectura a un simple interesado por
el tema pero con la rigurosidad que una obra
como esta necesita, teniendo en cuenta además la dificultad que entraña dar forma crítica al texto de una zarzuela sin editar parejamente la música que lo acompañó durante
las representaciones. El segundo de los apéndices recupera el vejamen que Melchor de
León pronunció en la Academia que presidía y que, en forma de alegoría, resulta ser
un esbozo de poética del dramaturgo.
Es encomiable la labor de archivo que ha
realizado Gerardo Fernández San Emeterio
con esta monografía y más aún su arrojo a
la hora de rescatar un ingenio prácticamente desconocido como Melchor Fernández de
León que, sin embargo, llevaba mucho tiempo orbitando alrededor de los nombres de
Pedro Calderón de la Barca y de Francisco
de Rojas Zorrilla. Su estudio, en la línea de
los catálogos de principios del siglo XX (no
en vano recoge dentro de la bibliografía un
primer apartado dedicado a los manuscritos
y fuentes antiguas del teatro de Melchor de
León citados a lo largo del estudio), ayudará a resituar algunas ideas y algunas atribuciones hasta ahora erradas y allanará el camino para futuros estudios del teatro de la
época de los Novatores, olvidada tan a menudo por estar en la encrucijada que lleva
del Barroco al Neoclasicismo. Es lástima,
con todo, descubrir algunas erratas y despistes fácilmente subsanables en una revisión
del texto que merman en algo el valor del
conjunto. Estamos seguros, aun así, de que
el libro de Gerardo Fernández San Emeterio
será un eslabón más a tener en cuenta para
todos los estudiosos que en el futuro se quieran acercar al teatro musical del siglo XVII
posterior a las zarzuelas de Calderón de la
Barca.
GUILLERMO GÓMEZ SÁNCHEZ-FERRER
AZARA, José Nicolás de. Epistolario (17841804). Edición a cargo de María Dolores Gimeno Puyol. Zaragoza: Editorial
Castalia/ Institución «Fernando El Católico», 2010, 1441 pp.
El hábil diplomático y funcionario regalista José Nicolás de Azara (Barbuñales 1730París 1804), quien fuera ministro plenipotenciario de la corte española ante la Santa Sede
desde 1784 hasta su muerte, viene a ocupar,
a partir de este estudio que María Dolores
Gimeno Puyol ha consagrado a su epistolario,
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
RESEÑAS DE LIBROS
su lugar entre las figuras significativas de la
Ilustración española. Y lo es por dos motivos, ya sea en su faceta de hombre público,
reformador y comprometido con las causas
de la monarquía absolutista, ya sea en su
faceta de hombre de letras, pues su correspondencia nos permite ver su dominio de la
prosa y del género epistolar. Dos preguntas
entonces se imponen entonces: ¿qué conocimientos podemos considerar significativos en
el libro de Gimeno Puyol? y ¿cuáles son las
razones que la llevarían a publicar unas cartas que, dentro de la concepción que impera
en el Antiguo Régimen, se catalogarían tanto de epistulas ad familiares, como del tipo
oficial, propias del cargo y función que poseía Azara?
La labor ingente de divulgación y de edición que acomete la editora Gimeno Puyol
corresponde a esa necesidad de valorar al ser
humano en tanto conciencia individual, así
como conocer su punto de vista sobre la sociedad y los intríngulis del poder, lo cual nos
permite, como quería el positivismo
decimonónico, trascender no solo la posibilidad de escrutar la biografía personal (léase la
privacidad), sino también la esfera de lo que
se instaura a partir del siglo XIX como el
ámbito de lo privado. Una edición de la producción epistolar de Azara merece celebrarse
en el ámbito de la crítica dieciochista. Para el
lector moderno, la carta debe entenderse como
una forma de sociabilidad que, dentro de lejanía y de distancia, procura que las personas
mantengan su comunicación y trato en los
asuntos personales y negocios públicos. El
siglo XVIII europeo está repleto de ejemplos
de una correspondencia abiertamente asumida y valorada en el contexto de la cortesía y
de las reglas de civilidad, de la misma manera que otras formas narrativas en primera
persona (memorias, cartas, colecciones de
cartas) van aquilatando su valor e invaden,
como ya se ha demostrado, el terreno de la
comunicación literaria.
En el caso del epistolario de Azara, llama la atención que Gimeno Puyol no se
contentara únicamente en editar las cartas
649
que escribió el prolífico diplomático en un
periodo determinado (738 cartas, fechadas la
primera en Roma el 11 de febrero de 1784
a Juan Bautista Muñoz, mientras que la última, del 21 de enero de 1804 escrita en
París a un criado suyo, se presenta incompleta), sino también en reproducir, como un
amplio apéndice, las cartas —un total de
737— que él recibió en ese mismo periodo
comprendido entre 1784 y noviembre de
1803. Ligado desde octubre de 1765 al servicio diplomático en Roma, Azara es confirmado en mayo de 1784 como encargado de
negocios ante la Santa Sede; Gimeno Puyol
recoge esta fecha como término ab quo. Su
estancia en Roma solamente se ve interrumpida por la invasión napoleónica y lo vemos
en París, recién relevado de su segunda
embajada por esas tierras; esa sería la fecha
ad quem. El mundo diplomático de las relaciones del poder es visto entre bastidores y
en la escena por quien se ve actor y espectador de ese teatro que se desarrolla públicamente; tiene razón Gimeno Puyol en dedicarle todo un apartado con el título de «El
político» (xxxi-xlii); el discreto y hábil diplomático se perfila aquí en «su tarea de
funcionario celoso y fiel servidor de los
postulados del Estado absolutista borbónico»
(xxxiv) y, en este sentido, proporciona su
punto de vista a la enmarañada y compleja
corte papal desde los ojos de un regalista
convencido (xxxvii) y envía sus opiniones
sobre acontecimientos de gran actualidad y
repercusión internacional, como pueden ser
la Revolución francesa (xli) o todo lo que
compete a un diplomático que debe leer con
ojos atentos la escena local y mundial.
Un aspecto más quisiera destacar: la oposición negotium/otium, de gran prosapia clásica, moldea la figura de Azara, pues él no
permitirá en la medida de lo posible que su
cargo diplomático le reste tiempo para sus
demandas cognoscitivas y su enriquecimiento personal. En el apartado «El humanista y
el hombre de letras» (xlii-lxvi), Gimeno Puyol
va sopesando los atributos literarios de Azara,
sus gustos de bibliófilo y las labores eruditas
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aparecen para mostrarnos el talante de un ilustrado de cepa, cuyas lecturas, clásicas y contemporáneas, hablan por añadidura de ese
manejo de la prosa epistolar que nos sorprende y estimula. Así, no solamente está suscrito a la Enciclopedia, sino que mantiene correspondencia con el respetado editor Bodoni
de Parma, a quien brinda además sus consejos editoriales (xlvii). Para Gimeno Puyol,
Azara es un erudito que hace de las letras «un
ejercicio de ocio útil que le proporciona fama
personal y placer estético» (li); su concepción
del buen gusto, muy a la italiana, se decanta
por el cultivo de las clásicos para impulsar
cualquier renovación del conocimiento y, en
materia del lenguaje, la claridad y la sencillez
(lii), tal y como ya lo había esgrimido Gregorio Mayans.
Como testigo privilegiado, Azara nos
permite, a los que nos dedicamos a la literatura del periodo de entresiglos, mirar este
periodo que desemboca en «La quiebra del
Antiguo Régimen», a la que Gimeno Puyol
le dedica un apartado con una narración
atenta y amena; es más, lo pone como un
«clarividente y sensato» (lxiii) testigo de
excepción. Al fragor de las repercusiones
que la Revolución francesa producen bajo el
poder del terror que se instaura y la invasión
de Italia por parte de las fuerzas del Directorio francés, Azara debe utilizar todas sus
dotes de diplomático (lxvii); su correspondencia da cuenta de sus habilidades diplomáticas para luego partir hacia el París del
Directorio en el que, de nuevo, es testigo
excepcional de esos acontecimientos en lo
que describe como el «grand tourbillon du
monde» (lxxxiv). Podemos encontrar en su
correspondencia detalles sobre la vida cultural y política de esas dos ciudades en las que
vivió, Roma y París, respectivamente, al
tiempo que se nos dibuja esa perspectiva del
hombre que quiere retirarse, a partir de 1802,
de la ajetreada vida pública, como ya se dibuja desde la Antigüedad en la figura de otro
gran político que escribió sus cartas, me refiero a Cicerón, quien desea aprovechar el
ocio del retiro (c).
Llama la atención en su «Estudio preliminar» el que Gimeno Puyol se dedique a
ponderar el valor de la correspondencia en
un apartado que tiene como título el siguiente: «Fórmulas de intimidad y de sociabilidad» (ci-cxix). Es necesario, para aprehender la función social de los géneros en el
marco de una formación estético-literaria,
tomar en cuenta que estamos en un momento
de transición de lo literario y que su función
se transformará en el paso del Antiguo Régimen hacia el nuevo con un estatuto diferente; las redes intelectuales en la que participa Azara, en tanto diplomático y hombre
de letras, permiten comprender ese desarrollo de las formas de sociabilidad, producto
de la nueva época que se dibuja y el desarrollo del género epistolar tendrá la función
de mantener ese círculo de amistades y de
poder, con el secretismo y la discreción que
la carta le permite a Azara para dos cosas:
los asuntos propios de su delegación diplomática y el comentario a sus amigos/superiores que se guarda bajo el resguardo/discreción de una correspondencia personal u
oficial. La figura de Azara se dibuja en estos contornos que se desperdigan a lo largo
de su correspondencia (cxix); así, nos ofrece detalles de sus gustos alimenticios, de su
mobiliario y ajuar, de los usos cotidianos y
códigos de etiqueta en la corte, de las modas vestimentarias, de las costumbres, de
usos amorosos, de sus ideas personales acerca de la amistad, la muerte, etc. La sensibilidad de Azara invita a identificarse con su
ideario y su punto de vista personal, allí en
donde emerge el detalle anecdótico, la crítica mordaz y socarrona, la observación científica o la curiosidad erudita.
Todo lo anterior nos conduce a precisar
el significado que se desvela al editar unas
cartas oficiales en el ejercicio del cargo, y
otras que son privadas —las menos por cierto a su círculo restringido de amigos— y se
decantan, más bien, por mostrarnos esa óptica de lo que la tradición grecolatina denominaba como ad familiares. Bajo los cánones genéricos del Antiguo Régimen hoy
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parecería un asunto de especialistas y de lecturas para historiador literario; sin embargo
Gimeno Puyol sabe ponderar su valor en el
apartado consagrado a la «Poética y retórica de las cartas» (cxlvii-clxxviii), en el que
se dibujan dos grandes parcelas como hemos
estamos analizando: cartas oficiales y cartas
privadas (cxlvii). Pero tal tipología desde el
punto de vista de su circulación no da cuenta
de la variedad temática, su función y extensión: desde las cartas de recomendación hasta los billetes en donde se exponen cosas del
día a día; ni tampoco permiten distinguir las
formalidades del código epistolar con sus
inicios y cierres textuales, así como las formas de tratamiento y la perspectiva del destinatario en el tratamiento del asunto, pues
habría que diferenciar, en el caso de las
mismas cartas oficiales, niveles de
confidencialidad y de tratamiento, pues no es
lo mismo dirigirse a sus superiores, el conde Aranda o Godoy, que a otros miembros
y dignatarios españoles como el cardenal
Lorenzana, o al propio sumo pontífice, el
papa Pío VI.
Meticuloso y apasionado trabajo el de
Gimeno Puyol, quien pone el acceso del lector a ese teatro de la escritura y al fresco de
una época que José Nicolás de Azara escruta en tanto espectador y actor excepcional.
Enriquece también el acervo bibliográfico de
lo epistolar español, de manera que la correspondencia de Azara ya debe situarse
entre aquellos grandes cultivadores del género en el siglo XVIII: Mayans, Isla,
Campomanes, Jovellanos, entre otros. Por
último, quisiera solamente agregar que, en
esta edición, la antóloga da muestras de la
vigencia de la varietas y de la máxima áurea
del «deleitar aprovechando», cuyos valores
son todavía perceptibles hasta muy entrado
el siglo XIX, desde el momento en que edita todas las cartas de este periodo de la vida
de Azara (1784-1804), el de su madurez y
ejercicio pleno de sus dotes como diplomático y «hombre de mundo».
JORGE CHEN SHAM
651
ARREGUI, Juan P. Los arbitrios de la ilusión: los teatros del siglo XIX. Madrid:
Publicaciones de la Asociación de Directores de Escena de España, 2010, 887 pp.
Serie: Teoría y Práctica del Teatro, 32.
Para calibrar el verdadero alcance y significación del volumen que el investigador
y profesor, Juan P. Arregui publica con la
Asociación de Directores de Escena debemos
reparar, en un primer momento, en el epígrafe que acompaña al título del estudio en
la página de respeto. Leemos allí que nos
encontramos ante portam de «un recorrido
por la configuración del espacio a la italiana en España hasta el siglo XIX» y creemos
que esta descripción se aproxima más a la
aportación fundamental de una obra que
transciende en mucho lo que el título de
primera cubierta parece anunciar y que está
llamada a ser una referencia obligada no sólo
en el campo relativamente reducido de los
estudios sobre la historia del espacio
escénico en nuestro país sino también sobre
cualquier estudio riguroso sobre la práctica
teatral en España durante las tres centurias
que recorre el autor.
Porque ante la ausencia de una perspectiva historiográfica de base y la necesidad de
un panorama diacrónico acerca de las evoluciones del lugar teatral y del propio espacio escénico en España, Arregui dedica la
primera parte de su trabajo, La histéresis del
morfotipo: conformación del artefacto teatral moderno y de sus facultades performativas, a realizar un impresionante y exhaustivo análisis de la implantación y desarrollo
del espacio a la italiana en nuestro país y de
la radical influencia de esta operación en el
devenir de la realidad teatral con el nacimiento de las fórmulas del ilusionismo mimético. Y si bien el grueso del estudio se
centra en el componente escenográfico y
escenotécnico como elementos constituyentes del drama y la dimensión significante del
lugar teatral, del espacio liminar y del propio espacio escénico, Arregui no deja de
incardinar estas operaciones con los
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RESEÑAS DE LIBROS
parámetros sociohistóricos en los que la activad escénica se halla engastada tanto en su
génesis (representación) como en su consumo (fruición), en la línea de los últimos
avances en el estudio de la performance
como operación compleja de transmisión de
una obra artística, en este caso teatral, de
investigadores como Zumthor o Finnegan.
Efectivamente, la primera parte del trabajo aborda tres siglos de evolución escénica
en España: desde la «invención» e implantación del teatro all´italiana a lo largo del
XVII, sus transformaciones y expansión durante el siglo XVIII y la naturaleza de este
patrón ya en el teatro decimonónico. Resulta extremadamente clarificador el relato de
la implantación y desarrollo en el Setecientos de un morfo-tecnotipo teatral, extraño a
los usos de las tradiciones autóctonas —posteriormente nos referiremos a los procesos
de aculturación e hibridación de los tipos
previos, especialmente el corral de comedias—, al tenor de la importación de géneros foráneos (especialmente musicales) y la
revolución consecuente en la infraestructura
práctica que estos requerían. Estas transformaciones desembocaron en la explotación
del maravilloso mecánico y en el papel fundamental que adquiririó el arco de embocadura, ya que no sólo enmarcaba el imaginario escénico y ocultaba los artificios de la
carpintería teatral sino que se constituyó
como limen entre el área del auditorio y la
del evento dramático. El desvanecimiento de
la interpenetración física de estos dos últimos (en realidad, la ilusoria delimitación del
espacio de la ficción ya que permanece orgánica y simbólicamente ligado al conjunto
del edificio teatral) es un hecho fundamental y revolucionario en la historia del drama
sobre el que muchos estudios transitan despreocupadamente, ignorando su radical influencia en la evolución de los géneros dramáticos y la concepción social de la práctica
escénica.
Ya en el siglo XVIII, estos avances configuraron un canon arquitectónico al servicio de las constantes exigencias técnicas y
al juicio del público, configurado ahora
como nuevo agente activo. Paulatinamente,
el asentamiento de este tipo teatral en toda
Europa y la circulación internacional de repertorios conlleva la difusión de los materiales escénicos y de los medios técnicos apropiados, con la estandarización de éstos y el
asentamiento de parámeros de replicabilidad.
Esta visión sinóptica de la implantación del
espacio teatral a la italiana está sustentada en
el minucioso rastreo y análisis de una
miríada de preceptivas y tratados, con los
que Arregui ilumina los diversos procesos de
aculturación e hibridación de los espacios
teatrales en España, acercándonos a la práctica cotidiana del hecho teatral con una
apabullante profusión de testimonios y materiales, fruto de la heterogeneidad de las
fuentes —nacionales y extranjeras—consultadas, muchas de ellas inéditas.
La segunda parte del libro Fisonomía y
fisiología del teatro en el siglo XIX viene a
reparar la escasa atención prestada a las condiciones materiales y a la puesta en escena
del teatro decimonónico, observado habitualmente sólo por sus grandes hitos aunque sea
éste el período en el que se normalice definitivamente el espacio a la italiana y se
asienten los procesos que permitieron la instalación del teatro público comercial en el
tejido del libre mercado. El debate ahora no
se centra en la adecuación de las formas
autóctonas a una estructura arquitectónica
referencial sino en las tensiones entre la
concepción italiana y la cada vez más decisiva influencia de la disposición francesa, al
tiempo que, sin sufrir grandes modificaciones de base, se van incorporando sucesivos
progresos instrumentales y adelantos tecnológicos. Son sumamente interesantes las páginas dedicadas al aprovechamiento de los
dramaturgos y compositores de estos nuevos
recursos, explicando así la deriva
argumental, los procesos de estandarización
o renovación genérica, la codificación y conceptualización de una serie de motivos y
fórmulas literarios que, en no pocas ocasiones, han sido estudiados ignorando esta in-
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eludible contextualización. Sin lugar a dudas,
uno de los muchos grandes méritos de este
volumen es que va a forzar una reconsideración de la producción dramática decimonónica que transcienda la mera visión logocéntrica y atienda a la influencia de la práctica
teatral en un repertorio esmeradamente ilusionista, donde la mímesis es llevada al límite de sus posibilidades, atendiendo a la
demanda de un público cada vez más heterogéneo y disperso. La injerencia de factores empresariales y sociales en el drama
decimonónico, unida a la revolución definitiva de la implantación de la luz de gas y
más tarde de la electricidad, asientan las
conquistas del realismo teatral decimonónico.
El amplio aparato de láminas y una abundante bibliografía, absolutamente actualizada, cierran el libro.
En definitiva, nos encontramos ante un
volumen que viene a ocupar un vacío inexcusable en la investigación teatral en nuestro país, acometido desde una formación rigurosa e interdisciplinar, que, sin duda,
llevará a la reconsideración de diversos aspectos sustanciales en la historia de la práctica escénica en España.
ALBERTO CONEJERO LÓPEZ
FERNÁN CABALLERO. Obras escogidas.
Edición de Mercedes Comellas. Clásicos
andaluces. Sevilla: Fundación José Manuel Lara, 2010, 620 pp.
La colección «Clásicos andaluces», dedicada al «rescate... del patrimonio literario de
Andalucía» ha publicado recientemente esta
selección de obras de Fernán Caballero, editadas por la profesora de la Universidad de
Sevilla Mercedes Comellas. La edición incluye la novela mayor de Fernán Caballero,
La gaviota, con la que se dio a conocer y
la que generalmente se considera como la
más importante de sus contribuciones al establecimiento del realismo en la narrativa
653
española; las novelas breves Una en otra y
Un servilón y un liberalito, o tres almas de
Dios, y un cuento, La hija del sol. En tanto
que de La gaviota existen ediciones críticas,
de las otras obras no las había hasta ahora,
lo cual añade no poca importancia a estas
Obras escogidas. Importancia que acrecientan los Apéndices: prólogos, prefacios, «advertencias preliminares» o introducciones a
varias obras de Fernán Caballero, y una muy
acertada selección (ocho) de cartas de la
autora, incansable corresponsal, cuyo epistolario es uno de los más ricos de la literatura
española por su volumen, amén de interesantísimo por la frescura con que Fernán Caballero revela en las cartas sus preocupaciones
en cuanto escritora, lo mismo que las personales. Esta selección de textos representa
muy acertadamente la variada producción
literaria de Fernán Caballero, sus propósitos
literarios y su persona.
Mención muy aparte merece la introducción, de más de 160 páginas. Allí la editora
estudia a fondo la obra de Fernán Caballero, la cual conoce sin duda mejor que ningún otro estudioso de la narrativa decimonónica española; ese conocimiento, junto con
una evidente compenetración con la escritora pero también con la mujer que ocultaba
el pseudónimo Fernán Caballero empapan
cuanto escribe Comellas, añadiéndole profundidad a la interpretación. La primera parte de la introducción se propone explicar la
poética de Fernán Caballero, es decir, qué
indujo a Cecilia Böhl a escribir, primero, y
a publicar luego, bajo el pseudónimo Fernán
Caballero, novela tras novela. El logro más
certero de esta introducción es el colocar,
mejor que hasta ahora se había conseguido,
a la autora dentro del contexto cultural en
que se produce su obra, el cual no se limita
a la literatura española contemporánea, sino
que comprende la alemana, en cuyos ideales la había educado su padre, el erudito
Juan Nicolás Böhl de Faber, y también la
francesa, que conocía bien (fue el francés la
única lengua en la que por mucho tiempo se
sintió segura Cecilia Böhl escribiendo).
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RESEÑAS DE LIBROS
Porque fue una escritora muy leída —y
hasta traducida— en su momento, digamos,
entre 1850 y 1870 (y también muy criticada por su conservadurismo), se siguió publicando a Fernán Caballero pasado ese período, un poco por inercia, cuando ya el gran
público había dejado de leerla, pues no cabe
duda que la reputación de gran novelista que
continuaba acompañándola no podía competir con la de los grandes realistas españoles.
Fernán Caballero se encuentra pues relegada a un espacio en cierto modo marginal en
la literatura española, donde se la considera
de segundo orden en relación a Galdós, Clarín o Pardo Bazán, pero se la sigue respetando como precursora. Es precisamente ese
papel fundacional de la obra de Fernán Caballero el que el estupendo estudio introductorio de Comellas consigue iluminar de la
manera más completa y rigurosa hasta ahora conseguida. La crítica demuestra un conocimiento profundo del desarrollo del romanticismo alemán, imprescindible por más
que nunca empleado con tamaño acierto,
para entender la formación intelectual y el
marco ideológico desde el que Cecilia Böhl
se dedicó a enfocar la pintura de la sociedad en que vivía, entendida como el objeto
natural de la novela, género de antigua prosapia pero que todavía en aquellos momentos luchaba por afirmarse.
Fernán Caballero quería escribir roman
de moeurs, como subtitulaba sus novelas su
admirado Balzac, mas, según ha demostrado Montesinos, las «costumbres» —traducción al castellano de la palabra moeurs— no
resultan en la pintura de Fernán Caballero
exactamente lo mismo que las moeurs según
Balzac, en la medida en que les falta en esta
versión cierto grado de profundidad o de
sutileza que resulta en poner su pintura constantemente en peligro de caer en el mero
costumbrismo. Fernán Caballero, como observa Comellas, «Valoraba mucho aquellas
facultades narrativas [las desplegadas en La
comédie humaine balzaciana] e intentó llevar a fórmula propia la ‘habilidad para producir efectos’ y la naturalidad de los diálo-
gos, instalando todo aquello en una intención
idealista de herencia más germánica que
francesa» (p. LXXIII). Creía Cecilia Böhl,
educada por su padre en la admiración de las
raíces populares de la cultura, que «en la raíz
folclórica estaba la base última de lo poético, [y]también [que] allí se debía buscar la
religiosidad más profunda de la que se nutría la moral del pueblo, las reglas primigenias de la comunidad imprimidas allí por la
naturaleza y por Dios. Fernán Caballero creyó encontrar en aquellas secretas enseñanzas
folclóricas, en los cuentos y en los refranes,
en la poesía popular, la identidad de lo español con la que combatir los vicios
exógenos que la cultura capitalista... estaba
[n] difundiendo. Y por ello intentaría trasladar la habilidad pedagógica de los géneros
folclóricos, en los que la comunidad había
guarnecido sus reglas originales, a una especie tan ajena a la tradición oral como la
novela, que estaba asumiendo en su tiempo
la misión de enseñar a la comunidad las reglas para una nueva edad». (p. LXXIII). El
realismo con el que muy pronto se identificaría el género ascendiente, iba, sin embargo, a vindicar en buena medida —en cuanto que aspiraba sinceramente a la objetividad
y la verdad en su pintura de las costumbres— el propósito de Cecilia Böhl: «Cuando el primer manifiesto de la escuela [realista] [identifique] realismo con sinceridad y
pintura verdadera, o cuando un año más tarde [1856] Jules Assézat... elija frente a la
fantasía lo real, visible y existente, dictaminando que hay que imitar la naturaleza, no
harán sino llevar más allá, despojándolos de
sus raíces idealistas, el romanticismo objetivo y el Realidealismus con los que la
poetización de la verdad de Fernán Caballero tiene tan importante relación» (pp.
LXXVI-LXXVII). Fue ella quien, antes que
ningún otro novelista español, se empeñó en
imitar la naturaleza, bien que disfrazándola
un poco. Es por ello que sigue siendo necesario estudiar su obra, como tan bien lo demuestra Comellas.
La segunda parte de la introducción pasa
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primero revista —con la misma lucidez y
profundidad de juicio desplegadas en la primera parte— a la obra de Fernán Caballero
en general, deteniéndose en los orígenes de
su actividad literaria y su lanzamiento en el
mercado editorial; trata de las novelas primero, y después, con más detenimiento —
decisión utilísima, en cuanto que han recibido menos atención crítica— de los cuadros
de costumbre, las relaciones y el material
folclórico. «Los últimos años» y «Complejidad de la trayectoria editorial» cierran esta
revisión de la obra de la novelista. Pasa a
continuación Comellas a estudiar a fondo
cada una de las narraciones que incluye en
su edición, y, finalmente, presenta las cartas
y prólogos que forman el Apéndice.
La edición misma es impecable. La editora basa su edición de cada una de las narraciones incluidas en el texto que debe considerarse definitivo: el de la segunda edición
de Obras completas de Fernán Caballero por
la imprenta de Francisco de Paula Mellado
(1861-1863), pero incluye las variantes de
los textos de esas mismas obras en sus apariciones anteriores a la mencionada (en el
folletín o sección literaria del periódico El
Heraldo en los casos de La gaviota y de
Una en otra; en otras publicaciones periódicas Un servilón y un liberalito y La hija
del sol —esta última en dos revistas) y en
la primera edición de Obras completas de
Mellado (1856-1860) —como la segunda,
revisada por la autora. En el texto de cada
una de las narraciones, las notas entre corchetes remiten al lector a las Variantes, que
recogen las tres o cuatro versiones anteriores. La edición de La gaviota incluye un
documento muy importante, el «Juicio crítico» de Eugenio de Ochoa, aparecido unas
semanas después de concluida la publicación
de la novela en 1849. Al pie de página van
las notas de Fernán a esas narraciones,
acompañadas por las de la editora, muy pertinentes y atinadas, las cuales aclaran referencias históricas y literarias, términos anticuados o dialectales, y, en fin, cuanto
requiere una explicación para el lector con-
655
temporáneo. Los prólogos y cartas incluidos
en el Apéndice aparecen también anotados
rigurosamente. Ortografía y puntuación han
sido modernizadas, y también han sido eliminadas algunas arbitrariedades lingüísticas
obra de Cecilia Böhl —cuyo manejo del
castellano fue por largo tiempo inseguro—
y también de algunos de sus traductores y
correctores, pero, muy juiciosamente, se respetan «el uso de las mayúsculas empleadas
con la intención manifiesta de imprimir
mayor fuerza o autoridad a un término en un
contexto determinado [así como] los errores
comunes que reflejan los errores culturales
de la autora (villorro por villorrio, ventríloco
por ventrílocuo» (p. CLXVIII).
Echo de menos una nota biográfica, pues
aun y cuando Comellas hace frecuentes alusiones a la vida de Fernán Caballero, una
breve sinopsis de ésta habría ayudado al lector que la desconoce. Igualmente, y dado el
carácter definitivo de esta magnífica edición,
paréceme que la bibliografía no debería haberse limitado, al menos respecto a las narraciones incluidas, a las ediciones de obras
completas y las modernas de novelas individuales, sino haber incluido las demás, así
como traducciones. (Esto, sin embargo, puede haber sido decisión de la editorial.) Finalmente, algunas erratas —he notado al
menos dos en cuanto a fechas— sorprenden
por lo cuidada de la impresión. Nada de lo
cual resta mérito alguno a lo conseguido por
Comellas.
JULIO RODRÍGUEZ-LUIS
LABANYI, Jo. Género y modernización en
la novela realista española. Trad.
Jacqueline Cruz. Madrid: Cátedra, 2011,
546 pp.
Por fin llega en traducción el estudio de
Jo Labanyi sobre la novela realista española. Género y modernización en la novela
realista española combina, dice la autora en
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
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la introducción, los intereses de los historiadores y de los críticos literarios, pues examina «cómo los textos canónicos de los escritores considerados los principales
exponentes de la ‘novela nacional’ por los
críticos de la Restauración contribuyen a los
debates de la época sobre la transición de la
nación a la modernidad» (14). La introducción discute textos importantes sobre la formación del Estado-nación: Eric Hobsbawm,
Benedict Anderson, Stuart Hall, y Gabriel
Tarde. La autora nota que, para la traducción
al español, no ha tomado en cuenta los estudios críticos y teóricos que se han publicado desde la primera edición de la obra (en
inglés en 1999). Aún así, este libro debe
seguir siendo una referencia para cualquier
estudioso interesado en los estudios de género y en la novela realista.
La introducción problematiza el rol de
las novelas de la modernidad en la construcción del estado nación: al ser críticas de la
modernización política, económica y social,
y del proceso homogeneizador del Estadonación, permitían crear un foro para el debate crítico (17). El debate sobre la nación
se fundamentaba en una dicotomía de inclusión y exclusión de los sujetos, así, lo que
se incluía como materia novelable en los
textos, cuya función era «escribir la nación,»
era «de importancia capital» (29). La autora
afirma: «los personajes se hallan inmersos en
el tejido social de tal manera que su comportamiento plantea cuestiones sociales; sus
problemas son los problemas de la nación»
(18).
La tesis del libro está formulada en la
página 24: «Mi tesis es que el hecho de que
la novela realista esté tan interesada en las
mujeres se debe a la incómoda relación de
éstas con el concepto de nacionalidad, pero
el énfasis se halla precisamente en su relación problemática con la esfera pública»
(24). Los novelistas eran también oradores
o periodistas que alimentaban el debate sobre la nación, formaban parte del Ateneo, la
RAE, las Academias de Ciencias Morales y
Políticas o la Sociedad Española de Higiene
y el mundo editorial. Así, la novela realista
era un intento de cartografiar la nación (45).
Género y modernización está dividido en
tres partes. La primera, «Redefiniendo las
esferas pública y privada,» tiene dos capítulos que elaboran el marco teórico. El primero, «Teoría política liberal: la libertad y el
mercado,» problematiza la división entre
esfera pública y esfera privada, y su impacto en la población femenina. Para la autora,
la distinción entre privado y público era más
compleja que una separación entre hogar y
mundo exterior. Habermas divide la esfera
pública en dos: la literaria y la política.
Ambas participan en la formación de una
opinión pública, pero sólo la primera incluye a las mujeres. El libro sugiere que en las
novelas realistas se percibe que la «cuestión
femenina» (la pertenencia de las mujeres a
la sociedad civil) tiene que entenderse junto
a la «cuestión social» (la pertenencia de las
clases bajas a esta misma sociedad) (60). El
contrato matrimonial se equiparaba al contrato de trabajo y era el marco legal de subordinación de las mujeres. Labanyi explica
por qué el adulterio femenino (la ruptura del
contrato matrimonial) suponía una amenaza
social: correspondía a un conflicto entre interés personal y bien de la familia, y era
signo del abandono de una base ética para
la sociedad, dado que partiría de la pérdida
del amor de la mujer por su familia.
El segundo capítulo, «La construcción de
«lo social»: reforma y regulación,» analiza
la invasión de la intimidad doméstica por el
Estado y la esfera pública (54). Labanyi
explica que el problema de la época era integrar ideológicamente a los obreros y a las
mujeres sin «concederles la plena ciudadanía» (76). Expone las teorías krausistas, su
aportación a la cuestión de la reforma social
y su insistencia en el modelo de moralización por la familia, en el cual la mujer desempeñaba un trabajo social puesto que «los
cuerpos sociales eran «familias» y las familias eran «sociedades» (86). Las reformas
estaban basadas en una política familiarista
y una disciplina: la higiene. Apoyándose en
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
RESEÑAS DE LIBROS
las teorías foucaultianas de mecanismos de
control de las sociedades, la autora explica
que el deseo de documentar la realidad (de
los novelistas, políticos y reformadores sociales) no era tanto para poner de relieve los
problemas sociales existentes (adulterio,
prostitución, violencia conyugal) sino signo
de preocupación por su existencia misma. La
aparición de una nueva profesión, la de
«médicos higienistas,» y de una nueva disciplina, la medicina social, eran síntomas de
una necesidad de limpiar el cuerpo social,
tanto física como metafóricamente.
La segunda parte titulada «La novela
urbana: el adulterio y la economía de intercambio» tiene cuatro capítulos. El capítulo
tres, «Cartografiando la ciudad: La familia
de León Roch (1879), La desheredada
(18881) y Lo prohibido (1884-1885) de
Galdós,» trata los temas del adulterio y de
la prostitución, «dos actividades que llevan
a las mujeres del hogar a la esfera pública
de las relaciones de intercambio» (119). El
análisis de La familia de León Roch explica
que los comportamientos domésticos reflejaban los comportamientos de los individuos
en una escala nacional (las relaciones familiares se describen en términos económicos
y la experiencia del espacio está visto como
una serie de invasiones). La desheredada
plantea la disolución de lo privado y lo público, y acentúa la relación entre el discurso de la higiene y el discurso de reforma
social. La autora argumenta que la novela
trata los derechos de propiedad a varios niveles; unos de ellos al ser el personaje una
prostituta que reivindica «su derecho a disponer de la propiedad de su propia persona
...[e] ingresar en el mercado» (148). El análisis de Lo prohibido descubre cuál era el
significado cultural del adulterio en el siglo
XIX. La autora explica la especificidad de
los personajes femeninos de esta novela,
que, al participar en actividades filantrópicas,
en las finanzas y en la lectura de libros considerados masculinos (como Spencer), se
masculinizaban.
El capítulo cuatro, «El exceso y el pro-
657
blema de los límites: Tormento (1884) y La
de Bringas (1884) de Galdós,» argumenta
que el adulterio y la prostitución de Rosalía
«representan las dos caras del proceso
modernizador liberal —la ampliación del
control del Estado y el desarrollo de la economía de intercambio —que difuminan la
distinción entre lo público y lo privado»
(175). El capítulo analiza la idea del consumo excesivo, de exhibición visual, y la existencia de «sobras» en la sociedad capitalista, poniendo su interpretación en relación
con las teorías marxistas y benjaminianas.
«El consumo de los recursos naturales:
Fortunata y Jacinta (1886-87) de Galdós» es
el quinto capítulo y parte del argumento de
Georg Simmel según el cual la modernidad,
al estar mediatizada por el dinero, se define
por el relativismo. La autora estudia la inclusión de las mujeres en la economía nacional a través de los cambios en el comercio, del adulterio y de la prostitución, así
como los hombres como consumidores de
placeres de la ciudad. Presta atención al consumo de los burgueses de los recursos de las
clases bajas (comparando la esterilidad de las
clases medias con la fertilidad de las bajas)
y la labor de los reformadores y filántropos
por imponer su autoridad en el pueblo, para
demostrar cómo la sociedad burguesa utiliza a las clases bajas como recursos humanos (233).
El sexto capítulo «La patologización de
la economía corporal: La Regenta (1884-85)
de Leopoldo Alas» se enfoca en los deseos
contradictorios de los personajes porque permiten analizar el proceso de modernización
de la sociedad. La inspección panóptica de
la ciudad en el primer capítulo muestra que
«la ciudad moderna es un constructor mental porque existe como objeto de regulación
social» (262). Labanyi insiste en que el discurso médico se basaba en la teoría económica y en la biológica: la higiene era una
rama de la economía política. Regular la
economía corporal de Ana es la tarea de los
demás personajes. La autora concluye: «convierten su cuerpo en locus de discusión y
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lucha entre filosofía divergentes: la de la
economía política liberal (Mesía); la de la
medicina (Benítez), cercana a la de las ciencias naturales (Frígilis); y la de una Iglesia
que compite con los reguladores laicos por
el control, apropiándose de sus discursos
(Magistral)» (269).
La tercera parte del volumen, «La novela rural: patrimonio y patriarcado,» consta de
tres capítulos. El séptimo, «Legitimación y
modernización del caciquismo: Pepita Jiménez (1874) de Valera,» explica la relevancia
de estudiar la figura del cacique en la España decimonónica, pues «empezó a verse
como la causa principal de los problemas de
la nación» (328). El caciquismo, basado en
un sistema de favores personales, hacía que
el electorado rural se despolitizara e impedía que se desarrollara una esfera pública
crítica (329). En una época de revueltas
campesinas contra la propiedad privada, un
texto como Pepita Jiménez «se anticipa al
objetivo de la Restauración de hacer coincidir la influencia política y la propiedad de
la tierra, como reacción ante la amenaza de
revolución social desencadenada por la Comuna de París y la República federal española» (333). El matrimonio de Luis y Pepita es la base para la reforma moral colectiva:
Luis abandona el sacerdocio y deposita en
el matrimonio una misión civilizadora laica
en un contexto rural.
El capítulo ocho se titula «Patriarcado sin
Estado: Peñas arriba (1895) de Pereda.»
Pereda rechazaba la modernidad urbana y el
estado central, y defendía el desarrollo de
una autonomía local privada —la familia. El
trabajo histórico del capítulo es sobresaliente y explica los debates acerca de la descentralización y las reivindicaciones regionalistas. Pereda enseña que el campo se
moderniza gracias a la ciudad (Madrid) para
convertirse en autosuficiente, pero aboga por
una nación integrada: «con el auge de los
nacionalismos periféricos, en la década de
1890 el separatismo era descrito habitualmente como el «divorcio» de una parte de
la nación del resto; de ahí que en su novela
Pereda proponga una regeneración local basada en el matrimonio entre el centro y la
periferia» (379). La novela regional crea, por
tanto, una conciencia nacional de lo local
(380).
El capítulo nueve, «La problematización
de lo natural: Los Pazos de Ulloa (1886) y
La madre naturaleza (1887) de Pardo
Bazán,» analiza la cuestión de la distinción
entre «lo natural» y lo «antinatural» de los
comportamientos» (409). La visión crítica de
Pardo Bazán «del naturalismo se basa, no
tanto en una defensa católica del libre albedrío ... como en su objeción al uso de argumentos biológicos para ‘naturalizar’ la subordinación de las mujeres» (410) Para
Labanyi, estas novelas de Pardo Bazán reflejan cómo los hombres educados en centros urbanos proyectaban sus creencias, obsesiones y temores en la naturaleza para
«legitimar conceptos ‘normalizadores’ de
una feminidad ‘natural’» (411). Los discursos sobre «lo natural» (por parte de la medicina, de la Iglesia y de la política) se usaban para regular la actitud de las mujeres.
Pardo Bazán insiste en que es un constructo
cultural «y que tanto la cultura como la naturaleza son definidas por los hombres»
(459).
La traducción de Jacqueline Cruz es generalmente correcta, aunque algunas veces se
ciñe tanto al original que redunda en flagrantes anglicismos que dificultan la lectura.
La investigación y el aparato bibliográfico del libro de Jo Labanyi son de una solidez indudable. Las referencias son exhaustivas y guían al lector en la construcción de
los conceptos así como en las explicaciones
históricas, imprescindibles para entender las
implicaciones sociales, políticas y culturales
de las obras analizadas. Es un libro que, si
por estar escrito en inglés no formaba parte
de la biblioteca del especialista en literatura
española, ahora tiene su espacio reservado en
el estante: ya no existe ninguna excusa.
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
AURELIE VIALETTE
RESEÑAS DE LIBROS
PACO, Mariano de. El teatro de los hermanos Álvarez Quintero. Murcia: Editum
Teatro (Servicio de Publicaciones de la
Universidad de Murcia), 2010. 246 pp.
Este libro parte de una convicción personal de su autor, expuesta ya en la Introducción: el interés que hoy puede tener un
estudio como el que se nos plantea, «un
análisis detenido y sin prejuicios de la obra
de los hermanos Álvarez Quintero, creadores que durante casi cinco décadas gozaron
del favor de críticos y público y poblaron los
escenarios españoles con más de doscientos
textos y permanecen ahora en una especie de
«purgatorio»» (21); y de un propósito no
menos explícito: «componer una visión de
conjunto de sus vidas, de sus ideas y de sus
obras» (21-22). Tarea más difícil de lo que
pudiera pensarse: algunos autores dramáticos, pese al éxito que merecieron en su tiempo, han caído en tal olvido y descrédito que
únicamente parecen interesar ya a algunos
pocos especialistas, y sólo en contadas ocasiones son tratados con la imparcialidad y el
rigor científico que merecen, independientemente del lugar que deba otorgárseles en el
canon literario actual.
Vencer resistencias, superar juicios de
valor hondamente anclados y transmitidos de
estudio en estudio, de monografía a manual,
volver a los orígenes para entender su auténtico contexto, leer y releer sus textos con
nuevos ojos, es un ejercicio tan plausible
como necesario. Y éste es el principal mérito del trabajo, breve en páginas pero profundo en contenidos, que nos ofrece el profesor de Paco, una impecable investigación
científica de primera mano en la que no sólo
vierte su perfecto conocimiento de la obra de
los dramaturgos andaluces, sino también su
amplio dominio sobre autores y tendencias
del teatro español del siglo XX, que le sirve para contextualizar, ampliar y relacionar
su lectura con otros muchos temas y autores de la época. En este sentido, este volumen es la culminación y síntesis de varios
trabajos anteriores, en especial de la edición
659
crítica de El ojito derecho, Amores y amoríos y Malvaloca que realizó para Clásicos
Castalia en 2007, y representa una reinterpretación de la producción teatral quinteriana
desde el máximo rigor científico.
El estudio se divide en dos partes nítidamente diferenciadas, a pesar de que el
índice no se nos presente así: la primera,
compuesta por los cuatro primeros capítulos,
está dedicada a la vida y significación de los
Álvarez Quintero en el contexto sociocultural y teatral de España, tanto en su época
como «de la posguerra hasta hoy», según
anuncia el epígrafe del capítulo final de esta
parte; la segunda se centra en el análisis
pormenorizado de quince títulos representativos de su dramaturgia, que nos acercan a
esa «visión de conjunto» que el autor nos
plantea, como él mismo señala, «en un intento de contribuir a determinar su adecuado lugar, sin encomios indebidos ni descalificaciones apresuradas, en la historia de la
literatura y del teatro español» (22). Cierran
el volumen una completa bibliografía, que
incluye tanto libros y artículos como las críticas de prensa de las obras analizadas con
más detalle, y tres apéndices: un listado
cronológico de sus 223 estrenos, los escasos
títulos que quedaron sin subir a los escenarios, tan sólo cinco, y un relación de 102
obras de las que se conoce traducción a diferentes idiomas, una prueba más de su trascendencia en el panorama teatral de su época, más allá incluso de nuestras fronteras.
El primer capítulo, dedicado a su «vida
y teatro», traza con claridad meridiana su trayectoria vital y profesional, con un bagaje
documental sabiamente administrado: sus orígenes en una familia acomodada, su temprana dedicación al arte dramático y los primeros aplausos, su triunfo definitivo entre 1897
y 1898 con El ojito derecho, La reja y La
buena sombra, piezas con las que abandonan
sus primeros «juguetes cómicos» para dar
paso al entremés, la comedia y el sainete,
géneros en los que se consagrarán como auténticos maestros, especialmente porque,
«aciertan a hacer de su espacio familiar an-
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RESEÑAS DE LIBROS
daluz, con el habla correspondiente, un espacio dramático propio» (32). Un modelo dramático que, sobre la base de la naturalidad
de las situaciones, la popularidad de su tipos,
la gracia del lenguaje, la finura del diálogo
y el final feliz, se fue afianzando, a partir del
estreno de El patio en 1900, en un sinfín de
comedias que los alejaban tanto del género
chico y del teatro por horas como de la grandilocuente retórica del teatro del todavía
triunfante Echegaray. Sus tentativas en otros
géneros, como la zarzuela cómica o el drama (La pena, 1901), confirman la versatilidad de su fórmula, así como su voluntad de
probar diferentes direcciones en busca de
novedades de escaso riesgo. Tal vez aquí se
encuentre la razón de sus muchos triunfos y
el origen de su progresivo olvido conforme
su teatro se fue alejando del espacio y tiempo de su creación. El desgaste de la fórmula
llegó de manera inexorable.
Completan la primera parte del libro tres
breves capítulos que perfilan esa visión panorámica que el autor nos propone. El titulado «Andalucía y andalucismo» nos acerca
al que fue su principal «lugar y tema», «fértil fuente de inspiración» a la vez que uno
de sus principales aciertos como dramaturgos de éxito. Y como señala acertadamente
el profesor de Paco, que su visión de Andalucía no responda a la etiqueta de «trágica»,
como en otros poetas y dramaturgos, no resta valor a su andalucismo, pues su visión
tiene un «doble fundamento, vital y literario» (63), optimista, sí, como lo fueron ellos
mismos, sin duda idealizada, pero no falsa.
Conocían el lado trágico de la realidad de su
tierra, pero no lo quisieron llevar a su teatro, lo cual no significa necesariamente frivolidad ni falseamiento de la realidad.
Los dos últimos capítulos de esta primera parte analizan sucintamente la recepción
del teatro de los Quintero por la crítica de
su tiempo y su progresivo declive hasta la
actualidad, hasta un olvido no exento de
cierto menosprecio contra el que rebela justamente Mariano de Paco. La revisión de las
críticas coetáneas tiene la virtud de demos-
trarnos que, a pesar del éxito casi permanente, no faltaron las controversias desde sus
inicios, ni las posturas adversas, en especial
de quienes se situaron en las corrientes renovadoras de nuestro teatro.
La segunda parte del libro está dedicada, como señalábamos, al análisis detallado
de quince textos del amplio repertorio de los
dramaturgos andaluces, agrupados por géneros: el género chico (El ojito derecho, La
buena sombra), la comedia (El patio, Los
galeotes, Las flores, Las de Caín, Amores y
amoríos, Puebla de las mujeres, Novelera,
Mariquilla Terremoto, Lo que hablan las
mujeres), dramas y poemas dramáticos
(Malvaloca, La calumniada, Madreselva) y
adaptaciones escénicas (Marianela). El repertorio seleccionado ilustra a la perfección,
en un espectro temporal que abarca prácticamente toda su producción (desde El ojito
derecho, 1897, hasta Lo que hablan las
mujeres, 1932), la variedad del teatro de los
Álvarez Quintero y su evolución dentro de
unos límites siempre contenidos y que ellos
mismos, pero también su público, tan fiel
como tiránico en ese sentido, se resistían a
franquear. En su rastreo, Mariano de Paco
no pretende ofrecernos su valoración, más o
menos positiva, acerca de la indudable calidad dramatúrgica de las obras analizadas,
sino un análisis tan riguroso como desapasionado y objetivo, un panorama descriptivo del teatro de los Quintero que invita al
lector a una reconsideración sobre el mismo,
a una relectura que le conduzca a resituarlos
en el lugar que merecen en la historia de
nuestra literatura dramática. En algunos casos, este afán analítico se complementa con
lecturas y reposiciones recientes, no siempre
tan acertadas como hubiera sido de esperar,
como en el caso del montaje de Las de Caín
en 1991 por el Centro Andaluz de Teatro,
con dirección de Miguel Narros (130-32),
frente al mucho más afortunado de Juan
Carlos Pérez de la Fuente en 1993 en el teatro de la Latina (132-34).
Este singular recorrido ofrece al lector el
complemento práctico necesario para redon-
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RESEÑAS DE LIBROS
dear el panorama diseñado en la primera
parte. No se analiza, ni mucho menos, todo
su teatro, tarea casi inabarcable, pero sí algunos de los hitos más significativos del
mismo, con los que el lector dispone de
mimbres necesarios para adentrarse en las
claves del universo dramático de los Álvarez
Quintero y recomponerlo con suficientes elementos de juicio: la versatilidad de sus recursos dramáticos, la pericia en la construcción del diálogo dramático y de las
situaciones, la solidez de la estructura dramática de muchas de sus piezas, la altura de
algunos de sus caracteres, en especial los
femeninos (aunque «nunca cuestionan la
conveniencia del modelo», como señala el
autor a propósito de Amores y amoríos, p.
135), la simplicidad de sus conflictos... No
se eluden los defectos, que se analizan a la
par que las virtudes, como en La buena sombra (104), en Los galeotes (118-19) o a propósito de Amores y amoríos: «la construcción de la comedia es perfecta [...], siempre
dentro de una visión a un tiempo idealizada
y convencional de vidas y sentimientos»
(139). Se destacan sus intentos de modernidad en obras como Novelera (149) o
Mariquilla Terremoto (160), aunque luego,
como sucede en otras obras de los Quintero, tras un primer acto «perfecto», la obra se
desliza «por el camino llano de lo previsto»,
como criticó Díez-Canedo (160); o también
en Madreselva, que se estructura «como teatro dentro de la obra, o mejor, derivado de
ella (187), por más que la «pericia dramática» no evite el «exceso de melodramatismo
y artificio» en unos caracteres previsibles y
delimitados (188-89). Mención especial merece el último apartado dedicado a las adaptaciones de textos ajenos, un aspecto con
frecuencia olvidado, pero tan importante
desde el punto de vista teatral. Se analiza
con detalle la de Marianela (1916), a cuyo
éxito contribuyeron tres factores determinantes: el prestigio de su autor, Benito Pérez
Galdós; la maestría de los adaptadores, los
Quintero; y la magia escénica de su intérprete, Margarita Xirgu.
661
Cierra el volumen una «Palabra final»
del autor, que nos devuelve a su objetivo
primigenio: rescatar del olvido a unos dramaturgos que contribuyeron decisivamente a
configurar una época del teatro español y
que merecen quedar libres de «prejuicios y
lugares comunes» y que su teatro se valore
exclusivamente «por lo que es y por lo que
representó en su momento, no por lo que
creamos que debió haber sido o por motivaciones ajenas a sus propósitos» (209). Este
libro, como asegura en la introducción el
profesor Rogelio Reyes, «marcará un antes
y un después en los estudios sobre ambos
autores» (15). Y nos ayudará a todos a acercarnos con nuevos ojos a su teatro, a conocerlo y valorarlo como se merece.
JUAN AGUILERA SASTRE
CASTELLANO, Philippe (ed.). Dos editores
de Barcelona por América Latina. Fernando y Santiago Salvat Espasa. Epistolario
bilingüe 1912-1914, 1918 y 1923. MadridFrankfurt, Iberoamericana-Vervuert, 2010.
Los epistolarios tienen una importancia
fundamental en la elaboración de un trabajo
de investigación. Mediante su lectura podemos conocer de primera mano hechos y datos de una época en general, además de profundizar en este caso en la historia del
mundo editorial en un momento vital de la
misma como es la consolidación de la figura del editor, a comienzos del siglo XX.
En el volumen Dos editores de Barcelona por América Latina. Fernando y Santiago Salvat Espasa, Philippe Castellano ha
recopilado la correspondencia conservada
entre los hermanos Fernando y Santiago
Salvat Espasa y su familia durante el viaje
que los dos primeros realizaron por América Latina. Ambos realizan la travesía trasatlántica a instancias de su hermano mayor
Pablo, director de la editorial familiar, con
el fin de abrir nuevos mercados en aquellos
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territorios. Una vez que llegan a los distintos países de su ruta (Nueva York, Cuba,
República Dominicana, Puerto Rico, México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, Colombia,
Brasil, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia,
Paraguay, Uruguay, Chile, Argentina),
contactan con los libreros locales con el fin
de que estos se comprometan a la venta de
los libros y Hojas selectas, la revista de la
editorial, que llevan consigo; asimismo, se
les encarga efectuar una localización de intelectuales y científicos que puedan estar
interesados en su catálogo de obras médicas
o que se comprometan a escribir un artículo
para la revista o la enciclopedia. Estos datos nos provén de una información de indudable valor tanto para conocer los engranajes en la distribución editorial del momento,
como para hacernos una idea muy concreta
de la geografía de la lectura en cada territorio visitado.
Fernando y Santiago Salvat Espasa se
enfrentan a dificultades como la poca especialización de los comercios libreros, que
también se dedican a la venta de otros objetos; el condicionamiento absoluto a la demanda del cliente, sin preocuparse por
crear oferta; la carencia de difusión y publicidad y la desidia de unos comerciantes
poco especializados que precisan de un intermediario más inmediato entre ellos y la
oferta de las editoriales. Su análisis y actuaciones en un momento favorable a la
creación de lazos con Hispanoamérica otorga a la editorial Salvat gran parte de la
importancia que tendrá en el panorama
cultural español e hispanoamericano hasta
finales del siglo XX.
Aunque en muchas ocasiones localizar y
trabajar con un fondo epistolar presenta un
nivel de dificultad elevado, Philippe Castellano ha contado con la generosidad de
Montserrat Salvat Pons y Pablo Salvat Vilá,
que han cedido sus fondos del archivo familiar. Es importante señalar que una buena
parte de las cartas están escritas en catalán.
Predominan en esta lengua las dirigidas per-
sonalmente a Pablo, pero también algunas a
comerciantes establecidos en América, que
nos hacen ver la expansión del comercio
catalán y el contacto entre compatriotas. Los
datos puntuales sobre la gente dedicada a su
industria en cada lugar se mezclan con observaciones personales sobre particularidades
locales y, sobre todo, acerca de la vida cultural de la zona, lo que aporta una información complementaria muy valiosa para comprender la labor de estos hermanos en un
contexto más global.
Philippe Castellano realiza una labor encomiable tanto en la selección de cartas
como en la inclusión de otros documentos.
Publica aquellas cartas que, a su juicio, permiten comprender el progresivo conocimiento que los dos hermanos van adquiriendo
sobre el mercado editorial de América Latina y las funciones que debe asumir la editorial familiar como intermediario cultural
entre Europa y aquellos territorios. Asimismo, incorpora notas que facilitan la comprensión de dichas cartas con aclaraciones
concretas sobre personas y lugares, bibliografía específica para un determinado aspecto, asuntos que no quedan suficientemente
especificados en las cartas o bien amplían
información con datos sobre la situación del
mundo editorial. Añade al trabajo un prólogo en el que justifica la selección de cartas,
y aporta el contexto histórico tanto a nivel
general como respecto de la trayectoria de
la editorial, un panorama del viaje en el que
se analizan la situación, dificultades y problemas que se van encontrando ambos hermanos durante su travesía. De esta forma, se
nos ofrece una síntesis de gran utilidad para
comprender el valor de este epistolario, así
como la aportación que supone para el contexto histórico y cultural, que nos es dado
en estas pinceladas. Además, Castellano añade una útil documentación complementaria,
como son las cartas de recomendación otorgadas a Fernando y Santiago para facilitar su
labor en el viaje; las condiciones del mismo
impuestas por su hermano Pablo, director de
la editorial; diversas muestras gráficas de la
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publicidad de las obras en catálogo; los encargos que les realizaron clasificados tanto
por título como por librería, así como un
compendio de las sumas recibidas y los gastos realizados durante el viaje.
Philippe Castellano consigue el objetivo
planteado en las primeras líneas: «comprender cómo estos dos jóvenes «aprendices de
editores» con, respectivamente, 21 y 20 años
de edad, van descubriendo el mercado del
Libro en América Latina con sus componentes materiales y humanos, y también los distintos papeles que, como intermediario cultural entre Europa y América, tendrá que
asumir la editorial familiar afincada en Barcelona, cuyo porvenir dependerá en gran
parte de este inmenso mercado potencial».
Profesor de la Université de Rennes, Castellano ha dedicado su obra al estudio de la
lectura y el mundo editorial de la época
contemporánea en el ámbito hispánico, con
una tesis doctoral sobre la Enciclopedia
Espasa Calpe y diversos trabajos sobre el
tráfico, producción y recepción de libros en
dicho entorno geográfico, siendo este
epistolario un logro más en su labor de investigación en el archivo Salvat.
La información que aporta Dos editores
de Barcelona por América Latina. Fernando y Santiago Salvat Espasa resulta útil por
su perspectiva tanto para historiadores como
para filólogos, así como para cualquier investigador interesado en los estudios culturales, por lo que su consulta supondrá un
valioso aporte al conocimiento del desarrollo del mercado editorial español y las relaciones culturales y literarias entre España e
Hispanoamérica. Este epistolario nos permite ver, además, algo que raramente se recoge con claridad en las monografías sobre el
tema: son iniciativas como la llevada a cabo
por Pablo Salvat las que hacen avanzar el
negocio editorial y lo avanzado de sus planteamientos. La escasez general en la publicación de fuentes de primera mano para el
conocimiento de la historia del mundo editorial realza su valor, a la vez que hace patente, a la vista de los fructíferos resultados
663
obtenidos, la necesidad de recuperar archivos editoriales.
RAQUEL JIMENO
RÍOS CARRATALÁ, Juan Antonio. Hojas
volanderas. Periodistas y escritores en
tiempos de República. Sevilla Renacimiento, 2011, 395 pp.
En este ensayo Juan Antonio Ríos
Carratalá realiza una indagación en publicaciones periódicas y fuentes documentales
poco transitadas para reconstruir las trayectorias de cuatro periodistas que sumar a la
abundante galería de olvidados, raros y curiosos: Mateo Santos, José Luis Salado, Jacinto Miquelarena y León Vidaller, que desarrollaron su labor en torno al período
cultural de la Segunda República. El primero, un anarquista amante del cine y el teatro; el segundo, un periodista moderno de
ejemplar compromiso antifascista a partir de
1936; Miquelarena, un humorista y «elegante
de Bilbao» reconvertido en falangista; y el
último, un emprendedor de las variétés y el
erotismo, a través de su revista ¡Tararí!
Tras una breve introducción, donde se
explica el interés de los personajes secundarios en la trama histórica y literaria, el segundo capítulo está dedicado a Jacinto
Miquelarena (1891-1962), quizá el más conocido de los cuatro, «sportman y viajero»
cuya elegancia irónica y cosmopolita, fascinada por la modernidad, fue rota por la guerra civil. Ríos Carratalá destaca su carácter
de precursor de la prensa deportiva: fundó
la revista Norte deportivo y el diario
Excelsior, y fue director del semanario Campeón. Tras colaborar en Buen Humor y en
las publicaciones de Prensa Española, ABC
lo destina como corresponsal en París y
Londres a partir de 1932.
Ríos Carratalá dedica un sintético capítulo a los libros de viajes de Miquelarena a
Nueva York y a Holanda, de forma análoga
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
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RESEÑAS DE LIBROS
a como yo mismo realicé en mi libro Una
rana viajera: las crónicas y libros de viaje
de Julio Camba, Sevilla, Renacimiento, 2010
(que es citado en la bibliografía), destacando su prosa moderna de irónico flâneur, así
como los temas y el dinamismo de la moderna vida norteamericana, en línea con
otros autores de la época (destaco al respecto
el ensayo de Julio Neira, Historia poética de
Nueva York en la España contemporánea,
Madrid, Cátedra, 2012).
En los años treinta, Miquelarena se integra en la corte literaria de José Antonio
Primo de Rivera. Como es sabido, aporta un
par de versos a la letra del «Cara al sol», y
colabora en el semanario Fe. En la guerra
civil, abandona su ironía para ajustarse al
canon de los textos propagandísticos, y contribuye a la causa franquista con un libro
concebido como ajuste de cuentas y reivindicación de sí mismo: Cómo fui ejecutado en
Madrid, tras sobrevivir en la capital refugiado en la embajada de Argentina. En Salamanca y San Sebastián colabora en Radio
Nacional; firma en Unificación y se emplea
como corresponsal de La Nación de Buenos
Aires y en ABC, siendo poco después habitual de las terceras del diario. En los años
cuarenta, forma parte de la redacción de
Vértice y Tajo y es corresponsal del semanario Cámara en Berlín y Buenos Aires.
Tras publicar sus Cuentos de humor (1939),
en la órbita jardielesca, hace lo propio con
una novelita fallida, Don Adolfo, el libertino (1940).
ABC lo envía como corresponsal de guerra a Berlín. Desde allí envía crónicas entusiastas. De la campaña rusa vuelve a Berlín
en julio de 1941, y poco después regresa a
Madrid, quizá por un enfado de Ramón Serrano Suñer sobre algunas indiscreciones
relacionadas con la División Azul. Será enviado a la Argentina peronista, al servicio de
la agencia EFE y, posteriormente, a Londres,
como corresponsal de ABC y Diario de Barcelona, desde donde envía crónicas a La
Codorniz. A partir de 1960 es corresponsal
del diario monárquico en París. Su periplo
acaba con su suicidio en el metro de París
en agosto de 1962, tras recibir una carta de
Luis Calvo, director de ABC, criticando su
labor. El cáncer diagnosticado en Londres
también pudo contribuir al desenlace. Ríos
Carratalá trata de poner algo de luz sobre
estos episodios controvertidos de su última
etapa.
El tercer capítulo, el más breve, se consagra a León Vidaller, fundador del semanario ¡Tararí! en 1930, dedicado al entretenimiento (teatro, cine, toros, deportes, cabaret
y espectáculos de variedades) y al erotismo.
En un ameno pasaje de sociología de la literatura, se reconstruye el mundo de las
publicaciones frívolas de los años treinta,
con su publicidad de lugares de alterne o
«descorche», sus reportajes de promoción de
diversas artistas y sus fotos de mujeres desnudas como plato fuerte, que modernizan la
añeja Vida Galante con una nueva «ola verde»: Flirt, Chic, Sparta, Miss, etc., así como
el cambio de costumbres que reflejan (presente en los anuncios de libros de temas
sexuales, la pornografía postal o cinematográfica, la farmacopea, las academias de
baile, las agencias de contratación de señoritas, los bailes de resistencia, los nuevos
locales con espectáculos de mujeres desnudas y algunos desenlaces dramáticos de los
que la prensa se hizo eco). Tras su auge en
el período republicano, la revista desaparece con el inicio de la guerra civil.
Los capítulos siguientes son los más interesantes, por su novedad y documentación.
El cuarto está dedicado al anarquista Mateo
Santos (1891-1964), modelo de periodista
comprometido e inconformista en la capital
del pistolerismo y el anarquismo bohemio.
Ríos Carratalá sumerge al lector en las publicaciones del radicalismo republicano barcelonés (hasta ochenta cabeceras) y su retórica exaltada, a la vez que reconstruye la
trayectoria de Santos como colaborador de
El Resumen, El Progreso, La Tarde, Los
Miserables y Germinal. Tras una breve estancia en la cárcel por haber injuriado al
clero e incitar a la sedición, participa en el
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RESEÑAS DE LIBROS
semanario Don Quijote. Allí se anuncia su
folleto El periodismo, la cárcel y la muerte.
Su radicalismo se prolonga en diarios como
Renovación, El Tiempo, La Aurora o el semanario La Raza.
Santos fue redactor jefe de El Cine, director de Popular Film, donde también se
ocupó del teatro, y creador del semanario
Cinefarsa. En sus escritos se manifiesta a
favor de una renovación de ambos medios,
teniendo como modelo al arte popular soviético, y de la necesidad de una industria cinematográfica española. También fue autor
de versiones novelescas de películas mudas,
casi siempre norteamericanas, ilustradas con
numerosos fotogramas. Al mismo tiempo,
escribió novelas cortas para colecciones de
narrativa popular de quiosco, varias de ellas
perdidas hoy, y que muestran las limitaciones del género y del propio autor.
Como documentalista, rueda el cortometraje Córdoba (1934) y, al inicio de la guerra, Reportaje del movimiento revolucionario, estrenado en Barcelona, cuyas imágenes
de iglesias quemadas y de monjas desenterradas fueron aprovechadas por la propaganda franquista. El mismo año realiza Barcelona trabaja para el frente, así como el
perdido Forjando la victoria. Compaginó
estas actividades cinematográficas con sus
colaboraciones en la prensa anarquista de
Barcelona, a favor de un teatro y un cine de
acuerdo a las circunstancias revolucionarias.
Publicó Aguafuertes de la guerra civil, con
dibujos de Ramón Isern, y los folletos Un
ensayo de teatro experimental, a favor del
teatro popular y de masas, para arropar al
Nuevo Teatro del Pueblo, y El cine bajo la
svástica. La influencia fascista en el cinema
internacional. En febrero de 1939 cruza la
frontera y, tras pasar por varios campos de
concentración, se establece en Burdeos. Allí
publica En torno a Cervantes. Su experiencia en los campos de concentración del sur
de Francia la novela en Conquistadores de
arena (1948). En 1947 aparece el álbum
Images de l’Espagne, con ilustraciones de
Badía-Vilató. Su firma aparece en Tiempos
665
Nuevos y L’Espagne Republicaine. En 1948
se establece en México, donde practica la
crítica cinematográfica y taurina, traduce
textos franceses y elabora un Diccionario de
sinónimos de la lengua castellana. Ríos
Carratalá acaba este capítulo recordando,
como contraste, el caso de otro periodista
cinematográfico fusilado al final de la guerra civil, el sevillano Francisco Carrasco de
la Rubia.
El último capítulo está dedicado a José
Luis Salado (1904-1956), periodista vallisoletano que vivió la guerra en primera línea,
manejando la ironía y la denuncia para combatir el fascismo desde la redacción de La
Voz y en publicaciones como La Vanguardia y El Mono Azul. Tras multiplicar su
actividad a favor de la República con todo
tipo de escritos y actos, acabó exiliado en la
URSS, donde trabajó en la Oficina Soviética de Información y en los guiones en castellano de Radio Moscú, fue traductor y redactor en la editorial Progreso y en distintos
semanarios rusos e hispanoamericanos.
A comienzos de los años treinta, Salado
es un moderno publicista de éxito que trabaja con Claudio de la Torre en los estudios
cinematográficos de Joinville-le-Pont al servicio de la Paramount para hacer versiones
en español de los éxitos de Hollywood; escribe en las secciones culturales (literatura,
cine y teatro) de los periódicos madrileños
(Informaciones, Heraldo de Madrid, Nuevo
Mundo, El Imparcial, La Voz) y de revistas
de cine (Proyección, Sparta, Nuevo cinema)
o cómicas, como Buen Humor; realiza entrevistas a literatos de primera línea, algunas en
Unión Radio; es rotulador de películas mudas; crea canciones para Imperio Argentina,
guiones de comedias, adapta a la escena española obras que triunfan en Nueva York y
publica varias novelas breves en colecciones
semanales y una comedia arnichesca, Don
Pablote.
Ríos Carratalá no olvida repasar sus polémicas, a favor de una renovación teatral y
cinematográfica, ni sus colaboraciones en los
guiones de películas como Sierra de Ronda,
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RESEÑAS DE LIBROS
de Florián Rey, Susana tiene un secreto, de
Benito Perojo o María de la O, de Francisco Elías, así como su escritura de diálogos
y canciones para otros filmes. Sus textos
durante la guerra civil son también repasados con atención. Al igual que sucedía en el
caso anterior, el autor del ensayo acaba este
capítulo con el recuerdo y el contraste de
otro periodista con menos suerte que José
Luis Salado, Luis Sirval (1898-1934), asesinado por los militares tras haber obtenido
sobre el terreno información muy comprometedora de la represión en la revolución de
Asturias, cuyo corrupto proceso judicial reconstruye.
Lo mejor de este ensayo es la soltura en
el uso de fuentes documentales, sobre todo
hemerográficas, poco frecuentadas y algunas
de difícil acceso, así como su manera de
entrecruzar con acierto y amenidad biografía, historia, sociología, literatura y otros
medios (como el cine o la radio) en la minuciosa reconstrucción de cuatro trayectorias
periodísticas muy distintas, prácticamente
olvidadas hoy en día, durante los tiempos
convulsos de la primera mitad del siglo XX.
Cuatro trayectorias que, de diversas maneras,
fueron modificadas, cuando no segadas, por
el drama de la guerra civil española.
RAFAEL ALARCÓN SIERRA
HUERTA CALVO, Javier (ed.). Leopoldo
Panero. En lo oscuro. Madrid: Cátedra,
2012, 326 pp.
Hay escritores que desde el comienzo de
su actividad literaria han tenido un pleno
reconocimiento tanto de la crítica como de
sus lectores; en cambio hay otros que han
atravesado fases alternas de atención y sucesiva caída de interés, terminando por sufrir una lenta marginación a la que siguió el
olvido. También es conocido cómo grandes
creadores —valga el ejemplo de Fernando
Pessoa— empezaron a ser descubiertos sólo
después de su muerte. Incluso hay poetas,
injustamente descuidados por sus lectores,
que con el tiempo han encontrado grandes
exegetas de su obra que han permitido su
recuperación llamando la atención de nuevos
lectores y admiradores de su poesía. Es el
caso de Leopoldo Panero, a quien Javier
Huerta Calvo, con un esfuerzo admirable de
estudio y recuperación de la dispersa producción de nuestro autor —muerto en 1962, es
decir, aún en su madurez creador—, ha rescatado e iluminado con exactitud. A Huerta
le debemos —además de sus numerosos artículos y ensayos que analizan con lucidez
aspectos y motivos del quehacer poético de
Panero y hasta recuperan poemas perdidos y
reconstruyen libros pocos conocidos—, sobre todo, la reciente edición monumental de
la Obra Completa, en tres tomos (Astorga,
2007), que recoge y ordena cronológicamente toda la producción poética y en prosa del autor. Trabajo titánico que representa
una piedra miliar en el camino del conocimiento de la experiencia literaria de Panero;
obra imprescindible para cualquier persona
que quiera acercarse al estudio del legado
dejado por el poeta.
A este esfuerzo incansable de exégesis y
divulgación, que Huerta Calvo va realizando desde hace muchos años en torno a la
poesía de nuestro autor, se añade la reciente edición que, a partir de las páginas de su
profunda y articulada «Introducción», como
también en la extensa selección de los poemas incluidos, guía y acompaña al lector en
el descubrimiento, así como en el aprecio y
justa valoración de la poesía del autor astorgano.
El estudio introductorio fija y analiza con
rigor el iter compositivo de la obra de
Panero, que divide en tres etapas, tres decenios de producción: años 30, 40 y 50. Pero
antes, oportunamente, reconstruye la historia
de la recepción del poeta en el panorama
literario español del posguerra, empezando
con la aportación de Francisco Umbral,
quien a comienzos de los años sesenta dedica numerosos artículos a la obra del autor
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
RESEÑAS DE LIBROS
astorgano, considerado como su poeta preferido, en coincidencia con Jorge Guillén,
para el cual Panero era, sin duda, «el mejor» de su época. Pero, con posterioridad, el
autor de Mortal y rosa cambia de opinión y
hasta olvida incluir al poeta en su personal
Diccionario de la literatura. Es un ejemplo,
quizá el más significativo —apunta nuestro
crítico — de la actitud representativa de ciertos intelectuales españoles que negaron y
siguen negando el debido reconocimiento a
algunos escritores valiosos del franquismo.
El estudioso quiere aclarar, a comienzos de
su exégesis, cómo Leopoldo Panero sufrió
una injusta condena por su adhesión a la
causa falangista. No se trata de una defensa
a ultranza de la participación política de
Panero, pero sí una necesaria aclaración y
comprensión de la peculiar situación que
vivió el joven poeta, a punto de ser fusilado por Franco y que se salvó gracias a la
intervención de la madre que buscó el auxilio de la esposa del caudillo y al sucesivo
forzado alistamiento en el ejercito nacionalista. Además, hay que considerar que la
prematura muerte de Panero, acaecida en
1962, no le dio tiempo para «hacer la oportuna reconversión ideológica, o sea su particular «descargo de conciencia» y su
acomodación a las nuevas realidades democráticas del país».
De todos modos, la consagración de
Panero como poeta, ya conocido en el ambiente literario de los años 30, llega —sigue
informando Huerta Calvo — tras la publicación del primer fragmento de su poema La
estancia vacía, publicado en la revista Escorial, órgano de expresión cultural de los
representantes más significativos del llamado «falangismo liberal» que intentaron abrir
un diálogo con los compañeros del otro bando político. Poema decisivo este de La estancia vacía, sobre el cual nuestro crítico
recoge las reseñas más importantes: la de
Gerardo Diego; la del padre Antonio G. de
Lama, que subrayaba la función moderadora
que la poesía de Panero tenía en el panorama de la posguerra, condicionado por la
667
fuerte tensión creada por los opuestos credos políticos y las heridas aún no cicatrizadas de la Guerra Civil. En 1949 Panero publica Escrito a cada instante, que recibió
una gran acogida por parte de la crítica y
también de sus compañeros de generación.
De todo ello informa Huerta Calvo, señalando también la recepción que tuvo en el extranjero, por ejemplo la del hispanista italiano Oreste Macrí, que lo incluyó en su
conocida selección Poesia spagnola del
Novecento (1952), haciendo «una de las lecturas más certeras de la poética intimista y
arraigada de Panero».
Nuestro crítico insiste en trazar un cuadro amplio y sistemático de la recepción de
la obra de Panero, reconstruyendo con detalles la «marejada crítica» que levantó la
publicación de su polémico Canto personal:
una réplica, como es sabido, a los versos
incluidos en el Canto General, en que
Neruda atacaba con acritud a amigos tan
queridos por nuestro poeta como Dámaso
Alonso, Gerardo Diego y José María de
Cossío. La querella que se levantó, en contra y en pro (en este caso por parte del aparato franquista), no ayudó a una justa valoración de la poesía de Panero que, a
consecuencia de este libro, por algunos considerado «extrapoético», sufrió una larga
marginación que duró toda su vida. No obstante, en estos últimos años —apunta Huerta— varios críticos han vuelto a leer el libro con juicios más ponderados, como hace
Guillermo Carnero, que considera Canto
personal «un documento literario de gran envergadura, el testimonio de una persona que
hace balance de las contradicciones y servidumbre de una vida propia mal aceptada».
Algo semejante sostiene Carlos Bousoño,
quien valora la frescura expresiva que aún
emana del libro.
Huerta Calvo no ahorra nombres, situaciones y detalles que puedan reconstruir hasta nuestros días el camino de la recepción
crítica del poeta, reseñando con acierto las
aportaciones en orden a una lectura moderna de su poesía. Entre ellas sobresale la de
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RESEÑAS DE LIBROS
Ricardo Guillón, amigo desde la infancia de
Panero, con su libro La juventud de
Leopoldo Panero. Otros críticos que sucesivamente vuelven a leer y apreciar la poesía
de Panero son Antonio Colinas, Andrés
Trapiello, José Paulino Ayuso y, sobre todo
—añadimos nosotros— Javier Huerta Calvo.
Después de este detallado panorama crítico, el libro afronta, tras un breve perfil
biográfico, las varias etapas literarias de la
obra de nuestro autor, que divide en tres
decenios, cuyos respectivos subtítulos («Del
paraíso perdido a los años de la Segunda
República» y «La Guerra Civil», por cuanto concierne la primera parte; «Un largo y
estremecido poema: La estancia vacía», «El
canto de amor», «En la Inglaterra con
Cernuda», «El libro que lo consagra: Escrito a cada instante», «La desgraciada aventura americana», la segunda»; y «En la refriega política», «Tanteos y vacilaciones», la
tercera), reconstruyen, a la par de la vida y
la realidad histórica, los hitos más importantes de la obra de Panero.
Creo que pocas veces el lector del prólogo de una selección poética puede beneficiarse, gracias a las páginas hasta ahora examinadas (p. 92), de una exégesis tan
completa y rigurosa que le permite afrontar
con perfecto conocimiento los textos incluidos en la antología. Pero falta aún decir que
al mensaje y a los temas que forman la arquitectura de la poesía de Panero, la «Introducción» añade una segunda parte donde se
examinan los aspectos formales y la poética
de Panero; una experiencia creadora que,
como ya advirtió Umbral, se sitúa entre la
poesía de la inmediata posguerra, dominada
por un retorno a la lírica garcilasista, y la
protesta violenta del compromiso social. En
efecto, el autobiografismo siempre latente en
la obra de nuestro autor le anima a eliminar
cada exceso retórico para acercarse al lenguaje cotidiano, ideal estilístico ya perseguido por Cernuda. Ahondar en este terreno de
la experiencia íntima del poeta, como segura fuente emotiva de inspiración, es el acierto mayor de la lectura crítica de Huerta, que
subraya la gran modernidad de la experiencia poética de Panero.
Panero se alimenta del vivir cotidiano:
«de las gentes próximas supera sus límites
para ofrecernos una lección de indiscutible
grandeza moral, que encaja a la perfección
dentro de esa espléndida tradición estoica
que jalona la historia poética de España».
Concepto romántico de la poesía entendida
como indagación y desvelamiento de nuestra intimidad, ya preconizado por el propio
poeta en su ensayo titulado «Como luz sorprendida», oportunamente citado por su editor. La inspiración, proclama el poeta, proviene del interior de nosotros y, en
particular, de un lugar tan recóndito «que
apenas reparamos en su presencia cotidiana
y en su tácita compañía; y ambas, en cambio, presencia y alada compañía, se dan súbitamente, bañadas e iluminadas por la gracia, en las pocas palabras verdaderas a las
que se refiere don Antonio Machado en una
rima célebre».
Queda por aclarar el sentido de «lo oscuro» en la poesía de Panero, que, aparentemente, contrasta con la lección de claridad
(y luminosidad) perseguida por el poeta en
su expresión. Oscuridad que de todas maneras existe y persiste en el fondo de su poesía, reflejo de los años trágicos de la guerra
civil, pero sobre todo de su contacto con la
realidad cotidiana y familiar, la muerte precoz de su hermano Juan: la conquista de la
luz, el amor, la gracia y la belleza divina que
provienen de una lucha contra el mal y las
tinieblas que circundan la vida humana. «Y
nos dejaste confiadamente en lo oscuro, / y
nos hiciste creer en Tus enigmas; alentar en
lo íntimo de Tus profecías, // y nos ocultaste para siempre en los más oculto de Tu
espíritu, / y nos hiciste parecidos a la sombra, canta Panero en su «Canción en lo oscuro». Concepto profundamente religioso,
pero de un credo no propiamente ortodoxo
y devocional, y que se afirmará sólo más
tarde, aunque quedará siempre en el poeta un
sentido de aislamiento, de separación de la
presencia de Dios, siempre buscado y nun-
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
RESEÑAS DE LIBROS
ca plenamente encontrado. Esto acerca el
sentimiento religioso de Panero a Unamuno,
como emerge del cotejo de una serie de respectivos versos que Huerta diligentemente
recoge y presenta (págs. 109-110). En fin, la
muerte, imagen trágica, tan familiar en la
poética de Panero, vuelve en sus últimos
poemas titulados «Somos de muerte», pertenecientes al libro inacabado La Verdad en
persona, y que terminan con una pregunta
acompañada de un imperdurable sentimiento de esperanza. Poco después, apunta Huerta Calvo, «la flor de esa esperanza quedó
rota un día veraniego de 1962 cuando esas
«ganas de muerte» se impusieron definitivamente». Inútil decir que el extenso iter poético de Leopoldo Panero, trazado en esta
edición, deriva en un libro fundamental por
la rica documentación inédita que aporta,
tanto textual como crítica.
En conclusión, esta edición confirma la
impresión que tuvimos cuando leímos por
vez primera a Panero hace ya muchos años:
uno de los escasos poetas españoles a los
que inspiró la Naturaleza (la montaña); lo
que aproxima su sensibilidad a los románticos ingleses, que tradujo con excelencia en
muchos casos. No hay, en efecto, un poeta
tan inspirado en este sentido, durante la posguerra, como Panero. Quizá tampoco lo ha
habido después.
GABRIELE MORELLI
AA.VV. Colección Poetas y Poéticas. Palma de Mallorca: Edicions Universitat de
les Illes Balears, 2009-2010.
Compuesta hasta el momento por cinco
títulos, a saber: Conocimiento y comunicación. Textos para una polémica poética en
el medio siglo (1950-1963) (2009), de Juan
José Lanz; Poesía y poética de Carlos Marzal (2009), de Francisco Díaz de Castro;
Elena Martín Vivaldi: una poética elenamente entrañada (2009), de María Pilar
669
Celma Valero; Jesús Munárriz: una poética
de la cordialidad (2009), de Almudena del
Olmo Iturriarte; y Francisco Bejarano: una
poética de la melancolía (2010), también de
Almudena del Olmo Iturriarte, la Colección
Poetas y Poéticas de la Universitat de les
Illes Balears, vinculada al proyecto de investigación «Edición de poéticas y de materiales para el estudio de la recepción de la
poesía española entre 1939 y 2000», auspiciado por el Ministerio de Educación y Ciencia, y contando como investigador principal
al catedrático y poeta Francisco Díaz de
Castro, es una realidad feliz tanto por sus
planteamientos iniciales como por su realización final: los cinco volúmenes publicados
a día de hoy son referencias ineludibles en
el acontecer filológico de la poesía española de la segunda mitad del siglo XX, sirviendo ya como guía para lo que va de este siglo XXI, pues no podemos olvidar que
vienen firmados por expertos críticos en
poesía española actual.
De los cinco publicados podríamos redactar unos cuantos folios por cada volumen,
ya que se trata de libros y no de capítulos o
artículos, si bien este espacio que aquí se nos
brinda lo vamos a dedicar ante todo para celebrar la colección en su conjunto, deseando que continúe la publicación de más estudios, si bien con la actual crisis económica
y los recortes que se están efectuando en los
proyectos de investigación y en los I+D parece que el proyecto se ha «aplazado». Los
poetas elegidos son todos significativos, autores importantes de la segunda mitad del
siglo XX, y cada uno a su modo ofrece una
trayectoria singular y posee una obra con la
suficiente madurez como para ya ser objeto
de estudio, por su trascendencia en el contexto de las letras españolas de las últimas
décadas. La recopilación de material bibliográfico, citas y puesta al día de las referencias críticas sobre estos autores se nos hace
indispensable para afrontar cualquier estudio
posterior no sólo de ellos mismos, sino también de otros autores coetáneos, por las referencias indirectas y volúmenes colectivos
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RESEÑAS DE LIBROS
citados. El cúmulo de información es ciertamente loable, y este tipo de libros, también
hay que decirlo, nunca circulará por los
kindle. Como la mayoría de los estudios se
han realizado en poetas todavía vivos, menos la granadina Elena Martín Vivaldi, y por
no hacer agravio comparativo respecto a
centrarnos en uno u otro volumen, aquí nos
vamos a centrar en el primero de los citados, el que alude a la polémica del medio
siglo. Pero que conste que hablamos de trabajos que se sitúan en la excelencia crítica.
Antes de cualquier otro estudio o panorama de cualquier época, y tratándose de un
proyecto de investigación que se remonta al
final de la Guerra Civil, el volumen escrito
por Juan José Lanz recoge uno de los debates más importantes que sucedió en la entonces España gris de los cincuenta, es decir la
polémica poesía como comunicación frente
a poesía como conocimiento. Este volumen
en concreto se hace de los más atractivos, ya
que no sólo alude a un tema de debate más
allá de autores sino que se erige como un
libro atractivo y especialmente interesante,
siempre desde la óptica del especialista, recogiendo año por año las intervenciones de
los poetas que se implicaron en el proceso,
precedido de un estudio que, como siempre,
resulta aclaratorio por el enfoque, que pone
también luz, y de qué manera, tan brillante,
desde el punto de vista teórico.
Hay que decir que Juan José Lanz, Profesor Titular de Literatura Española de la
Universidad del País Vasco, nos tiene acostumbrados a este tipo de libros, ya que sus
publicaciones siempre se han definido por la
claridad y el rigor. La manera de explicar las
cosas, y cómo se llega a ellas, es lo que le
distingue, y también en este volumen asistimos a una investigación que no se deja ningún fleco por exponer, explicar o enumerar.
Cualquier idea nuestra sobre este volumen
sería un simple parafraseo. Así, Conocimiento
y comunicación. Textos para una polémica
poética en el medio siglo (1950-1963) es un
hábil recorrido por aquella polémica que, no
obstante, ahora empieza a ser conocida, dado
que los manuales de literatura y los estudios
de literatura contemporánea parecía que, hasta
hace bien poco, se acababan en la Guerra
Civil. Como si después del Veintisiete se
hubiera acabado la poesía en España, al menos desde el punto de vista de la elaboración
de manuales. Con este libro se muestra un
capítulo importante del malestar intelectual de
los poetas españoles de la Segunda Generación de Posguerra, un malestar precedido de
un claro afán por hacerse un lugar en la cultura, un espacio propio que se distanciase de
los poetas que habían sobrevivido a la contienda fratricida y que habían optado por
quedarse en España pero que, al margen de
su notoriedad, es innegable que fueron esa
gran generación de poetas que tras la guerra
dio una imagen de normalidad y de calidad
a la poesía, la cual hasta ese momento había
aparecido siempre ensombrecida por la literatura oficial, de la que por cierto muchos
otros de los supervivientes o de la Primera
Generación de Posguerra formaron parte, o
tuvieron que formar parte en algún momento. En fin, sea como fuere estamos hablando
de un libro importante enmarcado en una
colección importante. Y deseamos que continúe este tipo de estudios y labor. Proyectos
como este hacen falta en nuestro panorama
crítico, con este calado y dirección.
JUAN CARLOS ABRIL
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 607-670, ISSN: 0034-849X
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ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
REVISTA
DE
LITERATURA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
INSTITUTO DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
MADRID
ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
Números 147 y 148
Enero-diciembre 2012
Págs.
ESTUDIOS
ALONSO VELOSO, MARÍA JOSÉ: Antecedentes de los epígrafes de la
poesía de Quevedo en la literatura clásica y del Siglo de Oro.
Con una hipótesis sobre su autoría ...........................................
ARELLANO, IGNACIO: Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de
Burguillos .....................................................................................
ARROYO REDONDO, SUSANA: Autorrepresentación en la obra de
Torrente Ballester ........................................................................
BONILLA, RAFAEL: Neoclásica y disidente: la Fábula de Polifemo
de Francisco Nieto Molina .........................................................
DÍAZ NAVARRO, EPICTETO: Subjetividad y espacio en El camino y
Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel Delibes ...............................
EGIDO, AURORA: Rivas y Verdi: Las trampas de la libertad en La
fuerza del sino y La forza del destino .......................... 249-276
EZPELETA AGUILAR, FERMÍN: El jardín de los frailes de Azaña en
la novelística novecentista de internados religiosos .................
GARCÍA JURADO, FRANCISCO: Aulo Gelio y la literatura española
del siglo XVI: autor, texto, comentario y relectura moderna ..
INSAUSTI, GABRIEL: El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de
madre ............................................................................................
MARRERO HENRÍQUEZ, JOSÉ MANUEL: Turistas en el edén: la evolución literaria del paraíso ........................................................
MARTÍNEZ, JOSÉ ENRIQUE: Poesía y pintura en la obra de Leopoldo
Panero ..........................................................................................
93-138
387-400
277-298
207-248
571-586
497-516
31-64
517-540
11-30
541-554
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 671-676, ISSN: 0034-849X
672
ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
Págs.
MARTÍNEZ SARIEGO, MÓNICA MARÍA: La retórica paternalista en
Diario de una maestra de Dolores Medio .................................
OSUNA, INMACULADA: La Academia como recurso articulador:
sonetos y villancicos para dos fiestas religiosas granadinas
(1661 y 1664) ..............................................................................
PRIETO LASA, J. RAMÓN: Zorrilla y la poética del éxito: Sancho
García ...........................................................................................
PROFETI, MARIA GRAZIA: Lope y las relaciones de sucesos ..........
RÁBADE VILLAR, MARÍA DO CEBREIRO: Spleen, tedio y ennui. El valor
indiciario de las emociones en la literatura del siglo XIX ........
RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN, MARÍA JOSÉ: Literatura y política:
la función de la literatura en las primeras décadas del
siglo XIX ......................................................................................
SEBOLD, RUSSELL P.: Tassara: romántico, burlador y ateo ..........
TERRADAS, JOSÉ CARLOS: El Abencerraje como problema heroico:
una lectura según modelos homéricos .......................................
555-570
165-206
447-472
139-164
473-496
401-428
429-446
65-92
NOTAS
CONDE SALAZAR, MATILDE: César y los personajes de Catón, un
republicano contra César, de Fernando Savater. Historia y literatura .........................................................................................
589-606
RESEÑAS
AA.VV.: Colección Poetas y Poéticas, por JUAN CARLOS ABRIL .
ÁLVAREZ BARRIENTOS, JOAQUÍN (ed.): Imposturas literarias españolas, por ARACELI IRAVEDRA ....................................................
ARELLANO, IGNACIO: Los rostros del poder en el Siglo de Oro:
ingenio y espectáculo, por VICTORIANO RONCERO LÓPEZ .........
ARREGUI, JUAN P: Los arbitrios de la ilusión: los teatros del siglo
XIX, por ALBERTO CONEJERO LÓPEZ ..........................................
AZARA, JOSÉ NICOLÁS DE: Epistolario (1784-1804), por JORGE
CHEN SHAM ..................................................................................
BARRIUSO, CARLOS: Los discursos de la modernidad: Nación, imperio y estética en el fin de siglo español (1895-1924), por
DAVID W. BIRD ............................................................................
BRIZUELA, MABEL (ed.). Un espejo que despliega. El teatro de Juan
Mayorga, por MIGUEL CARRERA GARRIDO .................................
CALDERÓN DE LA BARCA, PEDRO: Autos sacramentales. El divino
Jasón. El gran mercado del Mundo. La viña del Señor, por
DAVINIA RODRÍGUEZ ORTEGA ......................................................
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 671-676, ISSN: 0034-849X
669-670
319-322
624-627
651-653
648-651
349-351
368-371
329-332
673
ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
Págs.
CAÑAS MURILLO, JESÚS: La obra poética de José Marchena. Entre la teoría y la práctica, por JOSÉ CHECA BELTRÁN .............
CASTELLANO, PHILIPPE (ed.): Dos editores de Barcelona por América Latina. Fernando y Santiago Salvat Espasa. Epistolario
bilingüe 1912-1914, 1918 y 1923, por RAQUEL JIMENO ...........
CERVANTES, MIGUEL DE: Novelas ejemplares. La gitanilla. Rinconete y Cortadillo, por ADRIÁN J. SÁEZ ......................................
ESPÍN TEMPLADO, Mª PILAR: La escena española en el umbral de
la modernidad. (Estudios sobre el teatro del siglo XIX), por
CARMEN MENÉNDEZ-ONRUBIA ......................................................
ESPINOSA, PEDRO: Poesía, por ABIGAÍL CASTELLANO LÓPEZ ..........
F ERNÁN CABALLERO: Obras escogidas, por JULIO RODRÍGUEZLUIS ..............................................................................................
FERNÁNDEZ SAN EMETERIO, GERARDO: Melchor Fernández de León:
la sombra de un dramaturgo. Datos sobre vida y obra, por
GUILLERMO GÓMEZ SÁNCHEZ-FERRER .........................................
FERRI, J. M. & J. C. ROVIRA (eds.): Parnaso de dos mundos. De
literatura española e hispanoamericana en el Siglo de Oro, por
HELENA ESTABLIER PÉREZ ...........................................................
GARCÍA, MIGUEL ÁNGEL: Un aire oneroso. Ideologías literarias de
la modernidad en España (siglos XIX-XX), por ÁNGEL LUIS
LUJÁN ............................................................................................
GARCÍA DE LA RASILLA, CARMEN: Salvador Dalí’s Literary SelfPortrait: Approaches to a Surrealist Autobiography, por RICARDO DE LA FUENTE BALLESTEROS ..................................................
GARCÍA RUIZ, VÍCTOR: Teatro y fascismo en España. El itinerario
de Felipe Lluch, por EDUARDO PÉREZ-RASILLA .........................
GARRIDO DOMÍNGUEZ, ANTONIO. Narración y ficción. Literatura e
invención de mundos, por MARTA ESPINOSA BERROCAL ...........
GALVÁN GONZÁLEZ, VICTORIA (ed.): Viera al trasluz, por JORGE
CHEN SHAM ..................................................................................
GIMÉNEZ LÓPEZ, ENRIQUE (Estudio introductorio, edición y notas):
Conde de Floridablanca. Cartas desde Roma para la extinción
de los jesuitas. Correspondencia julio 1772-septiembre 1774,
por JUAN HERNÁNDEZ FRANCO ....................................................
GÓMEZ REDONDO, FERNANDO: Historia de la prosa medieval castellana, por JOSÉ MANUEL PEDROSA ..............................................
HERRERO SALGADO, FÉLIX: La Oratoria sagrada en el siglo XVIII.
I. Bibliografía, por JOSÉ DEL CANTO PALLARÉS ........................
HUERTA CALVO, JAVIER (ed.): Leopoldo Panero. En lo oscuro, por
GABRIELE MORELLI ......................................................................
341-342
661-663
635-638
345-347
322-323
653-655
646-648
623-624
351-355
355-357
357-360
304-307
338-341
335-338
609-612
332-335
666-669
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 671-676, ISSN: 0034-849X
674
ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
Págs.
IRAVEDRA, ARACELI: El compromiso después del compromiso. Poesía, democracia y globalización (Poéticas 1980-2005), por JOSÉ
ENRIQUE MARTÍNEZ ......................................................................
JIMÉNEZ PATÓN, B.: Comentarios de erudición («Libro decimosexto»), por ADRIÁN J. SÁEZ .......................................................
JOVIO, PAULO: Diálogo de las empresas militares y amorosas, por
SANTIAGO U. SÁNCHEZ ................................................................
LABANYI, JO: Género y modernización en la novela realista española, por AURELIE VIALETTE .......................................................
LACARRA, MARÍA JESÚS y JUAN MANUEL CACHO BLECUA: Historia
de la literatura española. 1. Entre oralidad y escritura. La
Edad Media, por JOSÉ MANUEL PEDROSA ..................................
LARA ALBEROLA, EVA: Hechiceras y brujas en la literatura española de los Siglos de Oro, por ALFONSO BOIX JOVANÍ ............
LEZAMA LIMA, JOSÉ: Escritos de Estética, por JOSÉ ANTONIO LLERA .
MATAS CABALLERO, JUAN; MICÓ, José María y PONCE CÁRDENAS,
Jesús (dirs.): El duque de Lerma. Poder y literatura en el Siglo de Oro, por ÁNGEL LUIS LUJÁN ..........................................
MOLL, JAIME: Problemas bibliográficos del libro del Siglo de Oro,
por ISMAEL LÓPEZ MARTÍN ..........................................................
MONTAUBAN, JANNINE: La picaresca en la otra margen, por PIERRE
DARNIS ..........................................................................................
NAVARRO DURÁN, ROSA: Tres personajes satíricos en busca de su
autor. Lázaro de Tormes, el atún Lázaro y Caronte en su diálogo con Pedro Luis Farnesio, por DIANA BERRUEZO SÁNCHEZ ...
PACO, MARIANO DE: El teatro de los hermanos Álvarez Quintero,
por JUAN AGUILERA SASTRE ........................................................
PARDO BAZÁN, EMILIA: Obra crítica (1888-1908), por BEATRIZ
FERRÚS ..........................................................................................
PÉREZ MAGALLÓN, JESÚS: Calderón. Icono cultural e identitario del
conservadurismo político, por MARINA MESTRE ZARAGOZA .....
PEYREBONNE, NATHALIE y PAULINE RENOUX-CARON (eds): Le milieu naturel en Espagne et en Italie. Savoirs et représentations
(XVe-XVIIe siècles), por MARC VITSE ............................................
POZUELO YVANCOS, JOSÉ MARÍA (dir.): Historia de la literatura
española. 8. Las ideas literarias (1214-2010), por J OSÉ
DOMÍNGUEZ CAPARRÓS .................................................................
RÍOS CARRATALÁ, JUAN ANTONIO: Hojas volanderas. Periodistas y escritores en tiempos de República, por RAFAEL ALARCÓN SIERRA .
RIVAS CHERIF, CIPRIANO DE: El Teatro Escuela de El Dueso: apuntes para una historia, por VÍCTOR GARCÍA RUIZ ......................
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 671-676, ISSN: 0034-849X
311-313
323-325
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313-316
663-666
360-363
675
ÍNDICE DEL TOMO LXXIV
Págs.
ROJAS ZORRILLA, FRANCISCO DE, ANTONIO COELLO OCHOA y PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA: El jardín de Falerina, por ALBA
URBAN BAÑOS ..............................................................................
ROMERA CASTILLO, JOSÉ: Teatro español entre dos siglos a examen, por ANDRÉS ÁLVAREZ TOURIÑO .........................................
ROMERO TOBAR, LEONARDO (ed.): Literatura y nación. La emergencia de las literaturas nacionales, por DIANA MUELA BERMEJO ..............................................................................................
RYJIK, VERONIKA: Lope de Vega en la invención de España: el drama histórico y la formación de la conciencia nacional, por
ANTONIO SÁNCHEZ JIMÉNEZ .........................................................
S ALINAS , P EDRO : Il contemplato. Mare. Poema. Tema con
variazioni, por JORGE WIESSE REBAGLIATI .................................
SÁNCHEZ HITA, BEATRIZ: Juan Antonio Olavarrieta / José Joaquín
de Clararrosa: Periodista Ilustrado. Aproximación Biográfica
y Estudio del Semanario Crítico de Lima (1791) y del Diario
de Cádiz (1796); SÁNCHEZ HITA, BEATRIZ: José Joaquín de
Clararrosa y su Diario Gaditano (1820-1822). Ilustración, Periodismo y Revolución en el Trienio Liberal, por MARÍA ROMÁN
LÓPEZ ............................................................................................
SPIVAK, GAYATRI CHAKRAVORTY: ¿Pueden hablar los subalternos?,
por NÚRIA CALAFELL SALA .........................................................
TIRSO DE MOLINA (FRAY GABRIEL TÉLLEZ): Obras completas. Primera parte de Comedias, I. Palabras y plumas. El pretendiente al revés. El árbol del mejor fruto, por ADRIÁN J. SÁEZ .....
TORRE, ESTEBAN: Visión de la realidad. Relativismo posmoderno
(Perspectiva teórico-literaria), por MIGUEL ÁNGEL GARRIDO
GALLARDO ....................................................................................
327-329
366-368
316-319
618-621
363-366
342-345
309-311
640-643
301-304
Revista de Literatura, 2012, vol. LXXIV, n.o 148, 671-676, ISSN: 0034-849X
NORMAS PARA LA PRESENTACIÓN
DE ORIGINALES
Los trabajos se enviarán al Centro de Ciencias Humanas y Sociales,
CSIC (Revista de Literatura. Unidad de Apoyo a la Edición de Revistas.
Calle Albasanz, 26-28; 28037 Madrid; teléfono: 91 602 23 16; correo electrónico: [email protected]). Deberán ser originales e
inéditos y no estar aprobados para su publicación en otra revista. La
lengua de la revista es el castellano. Se admitirán artículos en otros idiomas con la aprobación del Consejo de Redacción.
Los originales que se envíen irán precedidos de una hoja en la que
figure el nombre del autor (o autores), su dirección, correo electrónico y
teléfono, así como su titulación académica y el nombre de la institución
a la que pertenece. También se hará constar la fecha de envío a la revista. La dirección de la revista informará al autor sobre la aceptación o
rechazo de su contribución en un plazo máximo de ocho meses.
El texto se presentará en soporte electrónico (formato Word), con
páginas numeradas correlativamente, a 1,5 espacios, en letra Times New
Roman 12 y notas a pie en 10 (también numeradas correlativamente). Los
márgenes laterales y superior e inferior deberán ser de 3 y de 2,5 cms.
respectivamente. No sobrepasará, salvo excepción justificada, las 30 páginas. Deberá aparecer el título en español e inglés y se añadirán dos
resúmenes en ambos idiomas de un máximo, cada uno de ellos, de 150
palabras, además de las correspondientes «palabras clave» en ambos idiomas.
La bibliografía aparecerá al final bajo el epígrafe «Bibliografía citada»
e irá ordenada alfabéticamente por el apellido del autor o autores, de la
siguiente manera:
Artículos de revista:
Lázaro Carreter, Fernando (1988). «Jorgen Guillén, años 20: hacia
Cántico», Revista de Literatura. L, 99, pp. 91-109.
Libros:
Garrido Gallardo, Miguel Ángel (1994). La musa de la retórica. Problemas y métodos de la ciencia de la literatura. Madrid: CSIC.
Contribuciones a libros:
Mainer, José-Carlos (2008). «Giménez Caballero en Revista de las Españas (1926-1936): una campaña literaria», en Jesús Cañas Murillo y José
Luis Bernal Salgado (eds.), Del Siglo de Oro y de la Edad de Plata. Estudios sobre Literatura Española dedicados a Juan Manuel Rozas. Cáceres: Universidad de Extremadura, pp. 263-274.
No se pueden utilizar mayúsculas ni versales en los apellidos y nombres de los autores (salvo la letra inicial). Cuando se citen seguidas varias obras de un mismo autor no se deben utilizar guiones, hay que repetir el nombre del autor tantas veces como obras de él se citen. Las
citas dentro del texto y de las notas a pie irán de la siguiente manera:
(1976: 22) o bien (Romero Tobar, 2008: 77).
En general, irán en cursiva las palabras sueltas en otras lenguas y las
abreviaturas latinas. Los párrafos citados textualmente se reproducirán en
cuerpo menor, sangrados y sin entrecomillar. Las notas se presentarán a
pie de página y el número de nota deberá colocarse antes de la puntuación.
Todos los originales serán revisados por dos evaluadores externos,
cuyas sugerencias, si las hay, se enviarán a los autores para que realicen las modificaciones pertinentes de acuerdo con los criterios de calidad científica. Será el Consejo de Redacción el que emita la decisión final
a la vista de los informes de los evaluadores. El método de evaluación
empleado es «doble ciego», manteniéndose el anonimato tanto del autor
como de los evaluadores.
Las reseñas llevarán como encabezado la referencia completa del libro comentado, con el siguiente orden: Apellidos, Nombre. Título. Nombre del editor, traductor o compilador. Ciudad: Editorial, año, número de
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alineado al margen derecho en mayúsculas. Las reseñas no llevarán notas
a pie de página ni bibliografía al final. Su extensión no sobrepasará, salvo
excepción justificada, las cuatro páginas y el formato será el mismo que
el ya descrito para los artículos.
El Consejo de Redacción decidirá la aceptación o no de los trabajos,
así como el volumen en que se publicarán. Los originales que no se
adapten a estas normas se devolverán al autor para que los modifique.
La publicación de artículos en las revistas del CSIC no da derecho a
remuneración alguna, los derechos de edición son del CSIC y es necesario su permiso para cualquier reproducción. Los originales publicados
en Revista de Literatura son propiedad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, siendo necesario citar la procedencia en cualquier
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Literatura-2012-02_Literatura-2012-02 09/01/2013 9:11 Página 1
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Revista de
Literatura
Revista de
Literatura
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
INSTITUTO
CSIC
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
Literatura
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
304 págs.
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Volumen LXXIV
Nº 148
julio-diciembre 2012
304 págs.
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
N.o 148
julio-diciembre 2012
Madrid (España)
ISSN: 0034-849X
Sumario
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
INSTITUTO
CSIC
http://revistadeliteratura.revistas.csic.es
www.editorial.csic.es
Literatura
Literatura
Revista de Literatura
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
Revista de
Revista de
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
julio-diciembre 2012
Sumario
1
julio-diciembre 2012
INSTITUTO
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Revista de
Literatura
Cubierta Literatura.pmd
N.o 148
Literatura-2012-02_Literatura-2012-02 09/01/2013 9:11 Página 1
Revista de
Nº 148
Volumen LXXIV
ISSN: 0034-849X
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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Literatura-2012-02_Literatura-2012-02 09/01/2013 9:11 Página 1
Volumen LXXIV
304 págs.
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
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julio-diciembre 2012
Sumario
Revista de Literatura
Estudios
Arellano, Ignacio.—Lope y Boccalini: Tres sonetos de Tomé de Burguillos.
Lope and Boccalini: Three sonnets of Tomé de Burguillos.
Rodríguez Sánchez de León, María José.—Literatura y política: la función de la literatura en las primeras décadas del siglo XIX.
Literature and politics: The role of literature in the first decades of the 19th Century.
Sebold, Russell P.—Tassara: romántico, burlador y ateo.
Tassara: romantic, seducer and atheist.
Prieto Lasa, J. Ramón.—Zorrilla y la poética del éxito: Sancho García.
Zorrilla and the poetics of success: Sancho García.
Cebreiro Rábade Villar, María do.—Spleen, tedio y ennui. El valor indiciario de las emociones en la
literatura del siglo XIX.
Spleen, tedio and ennui.The Evidential Value of Emotions in XIX Century Literature.
Ezpeleta Aguilar, Fermín.—El jardín de los frailes de Azaña en la novelística novecentista de internados religiosos.
El jardín de los frailes by Azaña in the narrative of boarding schools.
Insausti, Gabriel.—El teatro de Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
The theater of Manuel Altolaguirre: Amor de madre.
Martínez, José Enrique.—Poesía y pintura en la obra de Leopoldo Panero.
Poetry and painting in the work of Leopoldo Panero.
Martínez Sariego, Mónica María.—La retórica paternalista en Diario de una maestra de Dolores
Medio.
Paternalistic rhetoric in Dolores Medio’s Diario de una maestra.
Díaz Navarro, Epicteto.—Subjetividad y espacio en El camino y Mi idolatrado hijo Sisí, de Miguel
Delibes.
Subjectivity and space in Miguel Delibes’ El Camino and Mi idolatrado hijo Sisí.
Notas
Conde Salazar, Matilde.—César y los personajes de Catón, un republicano contra César, de
Fernando Savater. Historia y literatura.
César and the characters of Fernando Savater’s Catón, un republicano contra César. History and
literature.
Reseñas
Nº 148
Volumen LXXIV | Nº 148 | 2012 | Madrid
Sumario
Volumen LXXIV
Revista de Literatura
304 págs.
CSIC
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Literatura
Revista de Literatura
Nº 148
Literatura
Revista de
INSTITUTO
http://revistadeliteratura.revistas.csic.es
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CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
09/01/2013, 9:20
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Volumen LXXIV
Revista de
DE LENGUA, LITERATURA Y ANTROPOLOGÍA
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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