SOLEMNIDAD DE SAN BENITO Homilía del P. Abad Josep M. Soler 11 de julio de 2010 Col 3, 12-17; Mt 19, 27-29 San Benito, queridos hermanos y hermanas, se tomó en serio estas palabras del evangelio que nos ha proclamado el diácono: El que por mí deja casas, familia y propiedades, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna. Esta invitación de Jesús no implica sólo un dejar material. Conlleva un desprendimiento interior que no se hace sin un trabajo espiritual. San Benito lo dejó todo y tomó "por guía el Evangelio" (cf. RB Prólogo, 21). Con este guía, primero se trabajó él mismo en soledad, después vivió la palabra evangélica en comunidad centrado en la carta magna del amor fraterno. Este proceso, guiado por el Espíritu, le llevó a identificarse con Cristo siervo del Padre y de la humanidad y, al término de su vida, a participar de la gloria eterna de Jesucristo. Esta es precisamente la razón de nuestra alegría y de nuestra fiesta de hoy. San Benito lo dejó todo para entrar en su interioridad personal y trabajarse para evangelizar su corazón, su voluntad, su relación con los demás, su comprensión intelectual. Con este trabajo fue creciendo maduramente como persona y ayudó a hacerlo a los demás: primero a sus discípulos del monasterio y después a muchos otros de muchas generaciones a través de su Regla. Una Regla que él con humildad califica de "mínima" porque dice que la ha redactado "como un comienzo" (cf. RB 73, 8). Y, ciertamente, es un "comienzo", pero es un comienzo lleno de dinamismo espiritual que conduce al conocimiento de uno mismo, al amor de los demás y a ir descubriendo a Dios. Conocerse a sí mismo como "uno en cuerpo y alma" y conocer la verdad que Dios ha impreso en nosotros lleva a establecer un diálogo interior rico con uno mismo y con el Dios creador que nos ha llamado a la existencia. La situación inquieta y frágil del ser humano encuentra en esta relación sincera y leal con el Dios que nos revela Jesucristo un vigor portador de vida y de creatividad (cf. Benedicto XVI, "Caritas in veritate", 76). Un vigor portador de transformación de la propia existencia. Precisamente, el fragmento de la carta a los Colosenses que hemos escuchado nos decía los puntos principales en los que se desarrolla este dinamismo interior: la búsqueda de un corazón pacificado, la capacidad de amar desinteresadamente y de procurar la reconciliación con los demás, la fuerza para afrontar las dificultades, todo sostenido por la oración, es lo que vivió san Benito y lo que nos es propuesto hoy a los monjes y a todos los cristianos. En el desarrollo espiritual, encontraremos nuestra realización como personas. Los hay que tienden a pensar que sólo interesa el progreso material, que solo esto puede llegar a hacer feliz a la persona. Pero la vida misma nos muestra que no es así, que nunca quedamos satisfechos de todo, que siempre aspiramos a más. También los hay que confunden la felicidad con el bienestar emotivo, y es la vida la que en un momento u otro se encarga de hacer tambalear esta persuasión. Efectivamente, "una sociedad del bienestar, materialmente desarrollada, que oprime "la dimensión espiritual” -el alma-“ no favorece un auténtico desarrollo personal. San Benito, formado en la escuela del Evangelio de Jesús, nos muestra que la profundidad humana no se encuentra en el bienestar material ni puramente a nivel psicológico o emotivo, nos dice que hay otra dimensión más profunda aunque se percibe en la apertura al Dios que es Amor. Él y todos "los santos lo han sabido sondear", esta dimensión (cf. ibídem). Y la reflexión orante de los teólogos nos lo ha expuesto como patrimonio de la sabiduría de la Iglesia. El crecimiento interior, lo deja bien claro el Evangelio -y lo encontramos también, como no podía ser de otra manera, en la Regla de san Benito-, está muy unido a la relación con los demás. No basta con querer vivir la relación vertical con Dios; el auténtico diálogo con Dios pasa por el otro. De ahí que toda la tradición cristiana haya insistido en el amor mutuo. Hasta formular esa afirmación de los primeros monjes y que san Benito hace suya de alguna manera: has visto al hermano, has visto a Dios (cf. RB 53, 15.07). Aunque el ideal sea difícil, no podemos renunciar a trabajar para que se vaya haciendo realidad en nuestras comunidades, sean monásticas o religiosas, sean parroquiales o de otros tipos de asociaciones cristianas, como las cofradías. Podemos decir muy bien, pues, que la persona humana no es una realidad estática sino dinámica. Pero con una particularidad, que no es el ser humano quien se puede cambiar él mismo en profundidad en su dinamismo espiritual, sino la iniciativa gratuita de Dios que sale a nuestro encuentro y, en Jesucristo por medio de la acción del Espíritu Santo, nos da su gracia para que podamos llegar a las metas más altas de nuestra realización personal. El cumplimiento pleno del proyecto de Dios sobre la persona humana lo vemos realizado en Jesucristo. En él encontramos el objetivo hacia el cual somos llamados a caminar en la fe y por medio del amor. San Benito es, para nosotros, un modelo atractivo y un maestro que, por medio de la Regla, nos indica el camino que lleva hacia este objetivo. Un camino, una vivencia espiritual, abierta a todos los cristianos tanto si son monjes como no. La solemnidad de hoy nos hace ver los frutos. Unos frutos que, en su dimensión social, han dado origen a la construcción de Europa, de la cual san Benito ha sido llamado "Padre" y "Patrón". Efectivamente, Europa tiene un alma arraigada en la tradición cristiana y cultivada en buena parte en los entornos de los monasterios benedictinos que en un momento u otro de la historia han sido fermento espiritual, humano y cultural para la Iglesia y para la sociedad. Siempre como fruto del amor a los demás y los dones que Dios ha puesto. Esto ha ocurrido también en nuestro país. Los hijos y las hijas de san Benito, hemos acompañado el nacimiento de Cataluña y su crecimiento, hemos compartido, unas veces con más acierto y otros no tanto, sus momentos de esplendor y sus momentos dolorosos, como las situaciones históricas que ponían en peligro su cultura y su identidad. Lo hemos hecho tanto los monjes benedictinos de hábito negro como los monjes cistercienses de hábito blanco, unos y otros discípulos de la Regla benedictina. Por eso, ahora, en este momento delicado e importante que vive Cataluña, en el que sus ciudadanos y ciudadanas ayer por la tarde hicieron oír su voz de una forma masiva y clara, también queremos estar al lado de sus aspiraciones legítimas. Nuestra responsabilidad, como monjes, pero también la de los clérigos, los religiosos y las religiosas así como la de los laicos y laicas activos, nos debe llevar a renovar esa "ininterrumpida fidelidad de la Iglesia en Cataluña" de la que hablaba ahora hace 25 años del episcopado catalán en su Documento "Raíces cristianas de Cataluña". En él se hacían eco, de una manera muy válida aún en las circunstancias actuales, de nuestra identidad como pueblo a la luz del magisterio del Papa Juan Pablo II. La eucaristía, sin embargo, no nos permite quedarnos en horizontes cerrados. Bien arraigados en nuestra tierra, debemos tener presente la Iglesia y la humanidad extendidas de Oriente a Occidente. Este debe ser el alcance de nuestra oración. Este debe ser el alcance de nuestro amor.