Roberto Munizaga Aguirre ALGUNOS GRANDES TEMAS DE LA FILOSOFIA EDUCACIONAL DE DON VALENTIN LETELIER Santiago de Chile Roberto Munizaga Aguirre ALGUNOS GRANDES TEMAS DE LA FILOSOFIA EDUCACIONAL DE DON VALENTIN LETELIER Santiago de Chile Discurso pronunciado en 1a velada solemne de la Facultad de Filosofía 3' Educación, el 30 de Noviembre de 1942, en el Salón de Honor de la Universidad de Chile, con motivo de su primer centenario. Señor Rector, señor Decano, señoras, señores: La Facultad de Filosofía y Educación se siente comprometida, más que cualquiera otra de la Universidad de Chile, a reactualizar las grandes ideas y animar la figura cordial de quien fuera, en la mejor acepción del vocablo, un filósofo, un maestro y un efectivo luchador en la larga batalla por nuestra cultura. La Facultad de Filosofía sabe, por lo demás, que tiene una peculiarísima deuda de gratitud con D. Valentín Letelier: el Instituto Pedagógico •—una de sus escuelas más prestigiadas en el Continente— es resultado de sus afanes. Más, todavía: No se limitó a sugerirlo, sino que cooperó a su conservación y estuvo atento a su periódica defensa. Porque el Instituto Pedagógico no es algo anodino en la evolución de nuestro espíritu: Pertenece a ese bloque de grandes conquistas legislativas de fines del siglo pasado que constituyen una cima en la historia de la cultura liberal de la República. Por eso, actualizar sus ideas es, para nosotros, recuperar el sentido de labores que, en fuerza de practicarse, pudieran haberse hecho mecánicas y pronunciar su nombre, acogernos a un signo de protección eficaz. — 5 E s una singular concidencia, no siempre a d v e r t i d a , que dos hombres recios — c o m p l e t a m e n t e hombres— se encuentren vinculados a dos iniciativas de primera magnitud en la evolución de nuestra vida intelectual: D. Domingo F. Sarmiento, a la fundación de la primera Escuela N o r m a l de la América del Sur y D. Valentín Letelier, a la creación del primer I n s t i t u t o para la formación de profesores de segunda enseñanza —ambos, beneméritos en la historia de la educación nacional. Se hace hoy m u y difícil para nosotros tener una representación a d e c u a d a de lo que fué, d u r a n t e el pasado siglo, la batalla por la cultura en las diferentes naciones de América del Sur. A u n q u e estamos cronológicamente próximos, ideológicamente ya nos e n c o n t r a m o s m u y lejos. E s necesario construirse artificialmente otra alma, revisando viejas e s t a m p a s o compulsando d o c u m e n t o s históricos (sesiones de parlamentos, artículos de prensa, etc.). A poco que lo hagamos nos sentimos, por una parte, regresar a la naturaleza p u r a — u n m u n d o rural en el que se opera el libre despliegue de los instintos— y, por otra, al embrión de las ciudades, con un aire intelectual de E d a d Media —doctores de la Universidad de San Felipe sometidos a imprevistos accesos de ferocidad teológica— y persistiendo, desde el fondo de los años, «un olor m u y español a a u t o de fe». E n semejante escenario se iban a librar las más descomunales batallas entre la tradición y el espíritu nuevo. U n a tarde, en el P a r l a m e n t o de su patria, exasperado por las risas de sus contradictores, S a r m i e n t o estalló en una 6 — de sus genialidades: «Pido a los taquígrafos que hagan constar esta hilaridad en el acta». Lo pedía, a fin de que la posteridad se diese c u e n t a con qué clase de b á r b a r o s t u v o que luchar Sarmiento. E n t r e nosotros, m u c h o más tarde, b a s t a con releer los artículos publicados en algunos diarios donde, a su florete de caballero se oponían el garrote y las m a ñ a s del rústico — b a s t a revisar las páginas de «La lucha por la C u l t u r a » — p a r a a d v e r t i r con qué clase de b á r b a r o s t u v o que luchar Letelier. Al luchador por la cultura, al filósofo y al m a e s t r o —en indisoluble u n i d a d — rinde h o m e n a j e la F a c u l t a d de Filosofía en esta o p o r t u n i d a d de centenario. Y, como la mejor m a n e r a de h o n r a r a los grandes muertos, es señalar aquéllas de sus ideas que c o n t i n ú a n vivientes en torno a nosotros, voy a t r a z a r — a grandes rasgos— un inventario de lo que ha m u e r t o y de lo que a ú n permanece vivo en el pensamiento educacional de Letelier. LA NECESIDAD DE LA FILOSOFÍA Un primer tema, que vuelve con insistencia b a j o la pluma de Letelier, es la necesidad de un organismo de ideas, de una filosofía, para operar con fruto ante la realidad, sea como maestro, como gobernante o como político. E n efecto, cuando se describe la realidad de la vida hispanoamericana se insiste a menudo en que ella se cumple a través de dos estilos de conducta, igualmente ajenos a la reflexión y que, por lo tanto, expresan una igual incapacidad para enseñorearnos propiamente de nuestro destino: O bien estereotipada en los cauces seculares del hábito —inmovilizada en torno a una red de tradiciones y costumbres, según la comprobación portaliana de lo que significa «el peso de la noche»— o bien, rompiendo impetuosamente toda regulación, en explosión instintiva, caprichosa y discontinua, según la medida fluctuante del antojo, el deseo o «la gana», en todo caso, un tipo de conducta no calculada —irresponsable— que importa, en verdad, dejarse conducir a la deriva. La desarticulación, el desencuadernamiento en los actos son notas frecuentemente observadas, tanto más visibles por8 — que, en virtud de condiciones especiales de nuestra sociabilidad, los mismos individuos tienen que operar simultáneamente en distintos campos de actividades y la trayectoria que después proyecta su acción, no es una línea recta, ni es una línea curva, sino más bien, una incoherencia puntiforme semejante a la que traza el lápiz que se abandona en las manos de un niño. Letelier ya lo apuntaba certeramente en torno a nuestra inconsecuencia política: «Bajo el ejemplo de estos influjos y de estos tipos, se van formando generaciones de liberales a medias, liberales en la calle, pero no en la casa; liberales en unas cuestiones, pero no en otras; liberales en la crisis del primer semestre, pero no en la del segundo; liberales entre liberales, pero no entre conservadores»... No son muy comunes entre nosotros los que, colocados frente a la responsabilidad de una tarea, eluden esas condiciones inferiores de la acción y se alzan hasta la altura de querer manejar los acontecimientos, pensándolos, ubicándolos en un sistema general de ideas, a fin de determinar su sentido y actuar en consecuencia. Pues bien, D . Valentín Letelier representa, entre nosotros, de una manera monumental, esta voluntad extraña de vivir desde el punto de vista de la inteligencia, de hacer un esfuerzo extraordinario para pensar con claridad y consistencia en torno a algunos de los grandes problemas de la vida nacional. Y es por esta razón por la que nos parece justo llamarle filósofo. Es necesario rectificar algunas concepciones vulgares respecto al significado de la filosofía y la naturaleza del filósofo. Muchos piensan que la filosofía es un tipo de — 9 saber alejado de la realidad ordinaria, sin nexo alguno con los problemas inmediatos, un saber que requiere misteriosas y p r o f u n d a s iniciaciones, y el filósofo un h o m b r e extraño, con algo de ocultista —sutil destilador d e quintaesencias— en todo caso, un individuo que se vuelve de espaldas a la vida. Pero, en verdad, la filosofía no es o t r a cosa sino una reflexión en torno a los contenidos de la experiencia, sobre todo, c u a n d o su curso ordinario se rompe en imprevistos problemas y el filósofo, en la m e j o r acepción del vocablo, es el que toma conciencia de ellos p a r a filiarlos e identificarlos dentro de un amplio sistema de relaciones. L a mejor tradición europea confirma que la filosofía no es una especulación de lujo, sino un pensamiento vital y social: Lo más cordial de la filosofía platónica se e n c u e n t r a en su proyecto de reforma social de «La República» y su e s t u p e n d a construcción metafísica no es, tal vez, sino un a n d a m i o o telón de fondo para d i b u j a r el esquema de la ciudad según la justicia. El problema filosófico de Augusto Comte, en la Europa de principios del siglo pasado, tras el formidable torbellino de la Revolución Francesa, era e x a c t a m e n t e el mismo, de m a n e r a que puede establecerse una comparación, que no es arbitraria, entre el f u n d a d o r de la Acad e m i a y el creador del positivismo. En todas partes una situación de inestabilidad, de caos, de lucha entre las facciones: roto el orden a n t i g u o no se acierta a e n c o n t r a r el orden nuevo. Y frente a ello, como soluciones teóricas —según bien se h a repetido— por una p a r t e la ideología de extrema izquierda de Condorcet, para quien h a n de 10 — agotarse t o d a s las posibilidades de reorganización que se hallan implícitas en el m é t o d o revolucionario, y, por o t r a parte, el tradicionalismo de extrema derecha de J o s é de Maistre, p a r a quien h a y que volver literalmente a r e s t a u r a r el orden antiguo, católico y monárquico, en t o d a su b r u t a l simplicidad. La originalidad de Comte, como la de P l a t ó n , consiste en t o m a r conciencia de que se está frente a una realidad nueva, que y a es imposible invertir el curso del tiempo, como lo desearía en f o r m a simplista el espíritu conservador, pero h a y que construir también u n a n u e v a regulación de la vida. Ahora bien, ¿sobre qué a u t o r i d a d indiscutible, sobre qué objetividad reconocida por todos, f u n d a r estas normas? El problema inmediato de Platón, como el de Comte, es poner término al caos, «restaurar el orden», vale decir, construir la n u e v a ciudad j u s t a . P a r a ello había que e n c o n t r a r terreno firme, inatacables cimientos objetivos, si es posible eternos, substrayéndose a la irracionalidad de la tradición colectiva y a la arbitrariedad de los impulsos individuales. Sobre la ciudad de hecho, informe y desarticulada, había que crear la ciudad de derecho —la ciudad armoniosa— y esto no era posible sin afincaría platónicamente en un universo d e ideas metafísicas o c o m t i a n a m e n t e , en la objetividad d e las leyes inmutables de la naturaleza. Sabemos que Letelier se h a movido en torno al círculo de las grandes ideas de la filosofía comtiana. T r a t á n d o s e de un pensador que reflexionaba f r e n t e a la inédita realidad de los pueblos de Hispano-América, 11 iba a tener un particular interés la posición que él adoptara: ¿Sería una meditación original en torno a nuestras propias realidades en crecimiento, o bien adoptaría una organización conceptual europea, para entender, en función de ella, nuestra vida? Claro está que, para el caso singular de los pueblos de América, no procedía sino la segunda de esas posibilidades, o mejor dicho, una tercera: la de que, apoderándose del instrumental filosófico que se había revelado eficaz en Europa, se tratara, mediante él, de elaborar la realidad americana o, lo que es lo mismo, en la forma de Europa poner un contenido de América. Precisamente, el valor de la obra de Letelier nos parece residir —a pesar de lo que se ha dicho en contrario— en que está fuertemente impregnada de este contenido de Chile. Y aunque las grandes líneas de su filosofía corresponden a las concepciones positivistas propias de su época, con el valor universal que ellas tienen para ser desarrolladas en cualquiera parte, la verdad es que, como substrato de sus meditaciones, uno está siempre sintiendo la realidad chilena o americana y cuando el maestro va disponiendo su magnífica construcción doctrinaria está pensando, inequívocamente, en apretar y resolver problemas nuestros que lo desconciertan, lo preocupan y lo angustian. También la América del siglo pasado— que recién empieza a construirse, rompiendo con la tradición colonial y sin acertar todavía a encontrar su propio orden— presenta un espectáculo de luchas, inestabilidad, caos y desgobierno. D. Valentín Letelier tiene que haberse sentido impresionado por semejante tendencia a la anarquía, 12 — propia de los pueblos hispanoamericanos, cuya historia, durante la mayor parte del siglo, no es sino la de una vasta e incomprensible tragedia de sangre: O inmovilizados en regímenes autocráticos que se apoyan en la tradición y el peso de la costumbre, o sacudidos por una histeria revolucionaria, han marchado permanentemente a la deriva. Aun nuestro país, que ha logrado desenvolverse en una relativa situación de orden, parece abrirse, ahora, al período crítico de los antagonismos, de los choques y las revoluciones. Uno de los temas que preocupan a Letelier es, justamente, el de encontrar las bases para la estabilidad de la república —instaurar un orden permanente que sea justo— pero ello no es posible si no se produce una convergencia universal de los espíritus hacia la comunión de una misma verdad. El tema lo obsesiona de tal modo, que podría reiterársele a través de múltiples citaciones extraídas de sus obras: «Nosotros, los chilenos de 1880, los hombres del siglo X I X » , necesitamos basar la enseñanza en un principio común «porque la exigencia fundamental de nuestra sociabilidad, despedazada por todo linaje de disidencias, es la de unificar y uniformar el sistema general de los conocimientos humanos; la de implantar en todos nuestros institutos de instrucción, así sean primarios, secundarios o superiores, una organización didáctica y enciclopédica completa, gradual, armónica y sobre todo, homogénea». Por eso es por lo que —y en esto sigue las grandes líneas de la filosofía positivista— no pudiendo admitir la imagen religiosa del hombre y del Universo, comprobándose ineficaces las concep— 13 ciones metafísicas que en E u r o p a sólo han e n g e n d r a d o discordias, el nuevo orden de América —de esta América t a n necesitada de clavarse en cimientos firmes— t e n d r á que f u n d a r s e en la a u t o r i d a d objetiva y positiva de la ciencia. E s sugestivo que la «Filosofía de la Educación» com e n z a r a a escribirse en la cárcel, c u a n d o Letelier se e n c o n t r a b a prisionero de la Revolución. Yo le a t r i b u y o a esto el valor de un símbolo: T r a s el caos revolucionario, la vida nacional tiene que ser reorganizada sobre bases justas que provoquen la homogeneidad mental —la convergencia de los espíritus— y p a r a ello, la educación es el más poderoso instrumento. Pero — y por primera vez se p l a n t e a entre nosotros el problema en su perspectiva total, sin retroceder a n t e ninguna de sus implicaciones, esto es, substrayéndolo a los tanteos empíricos de políticos y aficionados— Letelier comienza a f i r m a n d o q u e no puede abordarse con f r u t o uno solo de los aspectos del problema educacional si no se le examina en función d e u n a doctrina coherente respecto al hombre y al Universo, es decir, una filosofía. Sociedad, filosofía y educación aparecen, así, íntimamente unidas en el pensamiento del maestro. H e aquí un t e m a de Letelier que conserva p l e n a m e n t e su a c t u a l i d a d : P a r a el hombre que se ubica frente a la vida, y, sobre todo, para aquéllos a quienes el destino coloca en situaciones de responsabilidad nacional, la única a c t i t u d decente es «pensar la vida» o, lo que es lo mismo, superar el detalle empírico en que los hechos se 14 — desparraman mediante la coherencia de una doctrina. Letelier nos hubiera advertido que h a y que perder el miedo a «ver» realmente las cosas. Porque las cosas n o se ven, cuando se las considera desencuadernadas, sueltas, sin conexión con lo demás, y sólo adquieren su sentido cuando se las ubica en un plano general de referencias. Naturalmente, las ideas básicas de la filosofía positivista —que fueron las de Letelier— se encuentran hoy día ampliamente superadas y nosotros mismos estamos m u y lejos de subscribir sus afirmaciones. Pero ello no i m p o r t a : cada época interpreta la realidad en función de un sistema de ideas que son eternamente provisorias y que le sirven de instrumentos para seguir caminando como el bastón en las manos de un ciego. En una página de su Etica, Aristóteles ha escrito magníficamente: «Hagamos de nuestras vidas como flechas que tienen un blanco». Pero, la verdad es que no podemos apuntar si no nos detenemos en una cierta posición transitoria que es una filosofía. N o importa que las posiciones en que nos hayamos detenido sean equivocadas: lo valedero es tener posiciones, disparar hacia una meta, es decir, atribuirle a la realidad un sentido y resolver, en función de él, los problemas con que el tiempo nos desafía. Letelier tomó una clara posición y disparó reiteradamente sus dardos. ¡En la incoherencia de la vida chilena y americana —en nuestra resistencia a pensar y darle sentido a los actos— la actitud de Letelier tiene, señores, el valor de una lección permanente! — 1S L A EDUCACIÓN CONSIDERADA COMO UNA FUNCIÓN SOCIAL Un segundo tema del pensamiento de Letelier es su convicción de que lo educativo es un fenómeno eminentemente social. Sobre esta cuestión se ha producido hoy día, entre los doctos, un consenso unánime: la educación es una función social, al mismo título que las políticas, jurídicas o económicas y su misión consiste en renovar la vida de la comunidad por la transmisión de un cierto tipo de cultura, vale decir, ella se muestra como la función sexual de la comunidad. Letelier insiste en que la educación refleja, la que se confunde con la acción del medio social, es un dato primero, anterior a la obra sistemática de la escuela, cuya instrucción viene a ser, en buenas cuentas, un derivado o substituto de la incidental. Me parece que es de gran importancia el énfasis que Letelier coloca, desde el primer momento, para destacar el significado de la educación refleja: se advierte allí su visión de sociólogo. Porque entre nosotros, siguiendo la fe educacionista de la Ilustración, existía el peligro de superestimar las posibilidades de la escuela en la reconstrucción de la vida colectiva. 16 — ¿No pensaba Camilo Henríquez que, tan pronto como se abriera el Instituto Nacional, los araucanos vendrían, sedientos de instrucción, a matricularse en sus aulas? Recientemente se ha insistido en las limitaciones de la educación intencional y se nos ha dicho que «la escuela, como institución normal de un país, depende mucho más del aire en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros» (1). Pero, semejante comprobación realista —que algunos subrayan con la ingenua devoción que se concede a las últimas ideas— ya se encuentra practicada por Letelier en sus observaciones acerca de la educación informal. En verdad, él se da cuenta que la reforma de los individuos por medio de la escuela es ineficaz si no hay también una reforma del ambiente por medio del Estado. Hace más de cincuenta años, en discurso pronunciado en este mismo recinto, Letelier decía: «Para el sociólogo y para el filósofo, bajo el respecto moral, gobernar es educar, y todo buen sistema de política es un verdadero sistema de educación; así como todo sistema general de educación es un verdadero sistema político. Es, por lo tanto, doctrina esencialmente materialista, indigna de todo repúblico de espíritu superior, la de que el Estado no debe curarse más que del cuerpo y del orden material de la sociedad. ¡No, señores! Las tradiciones invariables de la política chilena, no menos que los dictados de la sana filosofía, nos enseñan que el Estado tiene también cura de almas y de corazones, como quiera que su misión (1) Ortega y Gasset: Misión de la 2 Universidad. — 17 más elevada no es la de atender a la conservación del orden actual o material, sino la de atender el desenvolvimiento del orden eterno o moral». Se advierte aquí la sagaz conexión que Letelier establece entre vida social, educación y política. Pues bien, su convicción de que la educación es una función social y las escuelas herramientas para la construcción de una mentalidad colectiva, es una idea plenamente actual que debemos subscribir vigorosamente. 18 — LAS RELACIONES KNTRE LA EDUCACIÓN GENERAL Y LA ESPECIAL Otro de los grandes temas centrales en la filosofía de Letelier —y uno ampliamente controvertido hasta nuestros días— es el de la relación entre la educación general y la educación especial. La idea central de Letelier es que la educación completa de un hombre se realiza a través de dos grandes momentos: uno, el de la educación general (que comprende la primaria y la secundaria) y otro, el de la e d u ' cación especial o profesional, es decir, ahonda en una tradición respetable en la historia de la enseñanza, según la cual, la educación amplia del hombre ha de realizarse antes que la formación especializada del técnico. El haber elaborado magistralmente, con una verdadera nitidez clásica, la filosofía de estas dos enseñanzas, ha servido para que se le acuse de favorecer la educación de tipo intelectual y despreciar la económica, es decir, para que se le condene, sin mayor forma de proceso, como reo de un delito que hoy denuncian con fruición los indoctos: el intelectualismo. No insistiremos en lo que tiene de ambiguo este vocablo que hoy tan pródi— 19 garriente se adjudica: intelectualismo. Si con él quiere mentarse la labor unilateralmente instructivista de transmitir conocimientos, mal podría formularse este reproche a quien en muchas de sus páginas hace suya la reflexión de Montaigne de que «a una cabeza bien repleta prefiere una cabeza bien formada» y que, en el estudio de la ciencia subraya como más importante, antes que aprender una fronda inacabable de datos, adquirir el espíritu científico. No siempre se comprende lo que quiere afirmarse cuando en nombre de la nueva educación se adelanta la crítica de intelectualismo. Ha de ser una aventura extraña para tales censores —que a veces quieren poner una nota de menor valía en las labores del pensamiento— ser notificados de que la nueva educación, en los más egregios de sus representantes, no hace otra cosa sino reivindicar la primacía de lo intelectual. Si la filosofía de John Dewey —al cual tanto se parece Letelier en alguno de sus aspectos— lleva el nombre de instrumentalismo es porque los productos de la mente se consideran como herramientas para la reorganización de la vida, es decir, toda la ideología de este incomparable filósofo de la democracia es una profesión de fe en las posibilidades de la inteligencia. Que entre nosotros, tan necesitados de clarificar una mentalidad cada vez más caótica, se generalice irreflexivamente este reproche de intelectualismo, podría ser una actitud peligrosa, si no se señala bien lo que quiere afirmarse. ¿Y qué podría salvarnos, frente a la crisis actual del mundo, sino el cultivo de la inteligencia •—de una inteligencia más afinada, sin duda, para la comprensión de la realidad— pero, 20 — en todo caso, la inteligencia? ¿ 0 deberíamos aconsejar a nuestros jóvenes abandonarse al instintivismo tan propio de los países hispanoamericanos? La afirmación anterior conduce, cada vez más, a ir favoreciendo en nuestro país ese «culto de la incompetencia» que, como ya lo advertía Letelier, se perfecciona entre nosotros, con el «culto de la audacia y la charlatanería». La noción de una educación general —sobre todo en su especie de educación secundaria— ha comenzado a ser criticada en nombre de esa idea tan ambigua de la preparación para la vida que trata de determinarse mejor con el nombre, igualmente ambiguo, de educación económica. No hay duda que nuestra realidad escolar acusa hechos graves que invitan a la reflexión: De 100 alumnos que ingresan al primer año de Humanidades, sólo 10 alcanzan el sexto. ¿No significa esto que el liceo debe transformarse, para preparar más adecuadamente al grupo considerable de los que no siguen carreras liberales? Quienes así razonan no advierten otro hecho igualmente grave: De 176.000 niños que ingresan al primer año de la escuela primaria, sólo 9.000 alcanzan el sexto. ¿Qué concluir, entonces? La lógica de la tendencia economista —y muchos no están lejos de ahí— aconseja la profesionalización de los niños desde los primeros años de la escuela primaria y la identificación de la enseñanza secundaria con las diversas escuelas profesionales de grado medio. Frente a semejante posibilidad, la posición de Letelier — 21 es categóricamente humanista en el mejor sentido del vocablo. Una metáfora corriente, empleada sobre todo en la vida económica, reduce al hombre a un simple «par de brazos». (Brazos para la industria, para la agricultura, etc.) Pero el hombre —también los niños del pueblo, según la enseñanza de Pestalozzi— son una unidad indestructible de cabeza, corazón y mano. . . Digan los industriales, los comerciantes, los agricultores, cuanto quieran decir, en torno al tema de la preparación para la vida —entiéndase vida económica— que estarán hablando su propio lenguaje y defendiendo sus propios intereses. . . Pero el lenguaje de los maestros tiene que ser otro: defender la esencia humana en el niño y en el joven, t a n t o tiempo como las necesidades de la vida lo permitan. De manera que la posición humanista de Letelier —y no la economista— es la única que puede honorablemente sostener un maestro que no quiera ponerse en contradicción con la ética de su magisterio. Pienso que el problema que en verdad se planteaba a través de este tema controvertido de las relaciones entre la enseñanza general y la especial era otro, que no ha sido advertido: el problema considerable del significado del humanismo, y en consecuencia, el contenido de las humanidades 22 — Tras la adivinación ele Sarmiento (2) —en su célebre disputa con Bello— D. Valentín Letelier es uno de los primeros que entre nosotros trata de meditar seriamente en torno a estas cuestiones. Lo conducían a ello las implicaciones de la filosofía positivista y, sin advertirlo tal vez, se adelantaba a plantear las bases de un problema que hasta nuestros días permanece intacto: ¿cuál ha de ser el contenido de las humanidades para el hombre de América? «Sin renunciar, en manera alguna al carácter europeo de nuestra cultura —dice— puedo afirmar que en puntos de educación tenemos necesidades especiales, que no nos permiten imitar, simiescamente, los sistemas educacionales del antiguo continente. Si, por ejemplo, la refinada cultura de Europa explica la subsistencia de un plan de estudios generales, cual es el clásico, que atribuye t a n t a importancia al pulimiento de la forma, yo creo que para las embrionarias sociedades de América es preferible otro que, sin descuidar el cultivo de las letras, atienda principalmente a la formación del criterio, al desenvolvimiento de la razón, y a la educación del carácter y de los sentimientos». Si, como hoy día se admite, la esencia del humanismo consiste en «la realización completa del hombre, en función, por una parte, de las condiciones transitorias de tiempo y de lugar en que vive y, por la otra, de la realidad trascendente de su ser», no hay duda que puede plantearse con plena legitimidad este problema, insi(2) Cf. R. Munizaga: En torno a Sarmiento ción, Junio de 1942). (Revista de Educa- — 23 nuado por Sarmiento y elaborado en parte por Letelier, del contenido de las humanidades para el hombre de América. Por lo demás, ninguna idea más removida hoy que ésta del significado del humanismo y la substancia de las humanidades. Desde todos los ángulos trata de capturársela simpáticamente: ¿No hablan los católicos de un humanismo medioeval y los marxistas de un humanismo proletario que tratan de oponer al humanismo burgués del Renacimiento? En verdad, la noción de humanismo es una de esas ideas dinámicas que se expresan en diversas formas históricas sin agotarse nunca plenamente en ninguna, porque su realización es el cumplimiento mismo de la vida del hombre. El humanismo, y, por lo tanto, las humanidades, experimentan metamorfosis que no son otra cosa, sino el resultado del enriquecimiento que se opera en el curso mismo de la existencia del hombre. Si se indicaran, a grandes rasgos, los momentos críticos en esta dilatación del humanismo, habría que señalar, primero, el núcleo literario de las humanidades clásicas del Renacimiento, después, la incorporación del sistema de las ciencias y, por último, en una tentativa que se desenvuelve frente a nuestros ojos, la anexión de las actividades con sentido económico, la inclusión de las ocupaciones útiles, es decir, la humanización de lo técnico. De esta manera se llega a la noción de las «humanidades integrales» en que todos los aspectos de la vida están adecuadamente fundidos para cooperar a la realización completa del hombre. Pero, no se establezca una identificación entre «liceo integral» y «huma24 — nidades integrales», porque no se trata de denominaciones correspondientes a una nomenclatura administrativa, sino de una nueva filosofía y de un nuevo espíritu. (Debe ser, tal vez, a causa de mi educación lógica, pero he de confesaros que tengo tanta dificultad para pensar la idea corriente de «liceo técnico» como la de círculo cuadrado. Se me objetará que la complejidad de lo real no se ajusta siempre a las exclusiones de los géneros lógicos y que existen, por ejemplo, academias de corte y confección, pero yo les solicitaré humildemente que no las confundan con el espíritu de la Academia Platónica ni con los institutos del mismo nombre que surgieron durante el período del Renacimiento!...) Lo que Letelier representa con incomparable maestría en los célebres capítulos en que hace el proceso del sistema clásico de enseñanza no es, pues, sino un momento en esta evolución de la idea del humanismo y de las humanidades, que es, por lo demás, la crítica permanente que cada época va haciendo a su propia idea del hombre. De manera que él no es, como se ha dicho, uno de los responsables de la muerte del humanismo en Chile: muy al contrario, es el afirmador vigoroso de un humanismo de tipo nuevo. Ahora bien, los alegatos actuales para desconocer la existencia de estos dos géneros lógicos, perfectamente bien definidos, de educación general y especial, me parece que corresponden a una nueva crisis de crecimiento en la idea de las humanidades: Siguiendo a la poderosa expansión que se verifica en el régimen de nuestra existencia, ellas se dilatan otra vez para incorporar las acti— 25 vídades útiles como parte normal de su plan de estudios. Pero semejante situación de crecimiento es propicia a que entre ios indoctos se produzcan toda clase de equívocos y ambigüedades respecto al sentido de la educación general, algunos de los cuales hemos experimentado ya en carne propia. La insistencia del economismo en torno al tema de la preparación para la vicia puede hacer que llegue a desnaturalizarse la esencia fundamentalmente general de la educación secundaria. ¡Créense todas las escuelas de tipo especial que sea oportuno, según las necesidades de las regiones, como ya Letelier lo pensaba, y disminúyanse algunos liceos artificiales en beneficio de escuelas industriales o agrícolas de bien determinada fisonomía técnica, pero, sigamos pensando con ideas claras y distintas: no confundamos un género de educación con otro. No se trata, en absoluto, de colocar una nota de menor valía sobre lo técnico: antes bien, démosle una expansión colosal a la educación económica que harto necesitada se halla nuestra juventud de carreras más cortas! De lo que se trata es de determinar la función propia de cada uno de los grandes grupos de asignaturas en el plan de estudios de la educación secundaria y advertir que tan pronto como las ocupaciones útiles se incorporan normalmente a ella se penetren del espíritu de lo secundario, es decir, de lo general, de lo humano, atenúan su ímpetu de profesionalización —se liberalizan— y se ponen al servicio de la más efectiva realización del hombre. En verdad, hay aquí una serie de problemas diversos que se han confundido lamentablemente: Por una parte, 26 — un problema administrativo de clasificación de los colegios por otra, un problema metodológico que se refiere a la manera de impartir la enseñanza (y es aquí donde las ocupaciones útiles aparecen significativa como base del aprendizaje) y, por último, un hondo problema de filosofía de la educación secundaria. Nos parece que, en lo que a esto último se refiere, el pensamiento de Letelier continúa siendo válido y que podemos hacer nuestra su definición de la educación secundaria como una enseñanza de tipo general, es decir, destinada a formar una conciencia humana, «que es una estación de término respecto a la educación primaria y una estación de espera respecto a la educación universitaria» y, por cierto, también una estación de enlace, respecto de la enseñanza especial. En cambio, la noción hoy tan generalizada que la identifica con la «educación de la adolescencia»— sin especificar hacia qué meta, general o especial se la conduce— nos parece un punto de vista discutible, producto de abordar los problemas educativos desde un ángulo unilateralmente individualista o psicológico. T a n pronto como utilizamos el método sociológico, reaparece la distinción —que en verdad es ineliminable dentro de las condiciones actuales de la vida— entre la educación general y la educación especial: la teoría de Letelier está, pues, aun hoy, sociológicamente bien fundada. — 27 FILOSOFÍA DE LA ENSEÑANZA UNIVERSITARIA Otro tema capital de Letelier es el que se centra en torno a sus reflexiones sobre la esencia de la Universidad. Letelier insiste, con especial empeño, en que la nota fundamental que determina la enseñanza universitaria es la tarea de adelantar la ciencia. Sin embargo, él se encarga de advertirnos con plena conciencia de la realidad universitaria chilena y suramericana, que «tal es la misión que las Universidades están encargadas de cumplir en todas aquellas naciones donde sus fines no han sido alterados en homenaje vil al industrialismo profesional». Porque, él lo ha comprobado abundantemente dentro de la práctica ordinaria de la vida docente, «nuestra enseñanza universitaria está admirablemente o r ganizada para realizar el doble propósito de formar hombres de profesión e impedir que se formen hombres de ciencia; y buena para difundir las doctrinas que se importan del extranjero, es de todo punto inadecuada para estimular las investigaciones originales, lo cual hace que la enseñanza universitaria tenga que reducirse a la tarea poco honrosa de una repetición puramente mecánica». 28 — No es que desconozca que la Universidad tiene la misión de preparar hacia las profesiones liberales. Es que al jerarquizar sus tareas se resiste a admitir que ellas puedan definirse unilateralmente en función de lo profesional, con menoscabo de la necesidad que tenemos de explorar nuestra realidad inédita. Que no era esto una mera divagación lo prueba el hecho que durante su Rectorado se establecieron, por iniciativa suya, el Servicio de Sismología y el Laboratorio de Psicología Experimental. La crítica europea más reciente vitupera en los productos de las Universidades cierta característica negativa que, con un nombre que ha hecho fortuna, se ha designado como «la barbarie del especialismo». En adelante se insistirá —y con ello no se hace otra cosa sino recuperar una excelente tradición medioeval— en la obligación que las Univerisdades tienen de formar, antes que nada, profesionales cultos. Pues bien, la importancia de semejante función cultural la destacaba claramente Letelier, hace más de cincuenta años, cuando insistía en la necesidad de que las Universidades se interesen por las cuestiones que agitan el espíritu público si no quieren convertirse en «fábricas administrativas de doctores» y no ejercer influencia alguna en la comprensión y conducción de la vida nacional, porque la dejan «abandonada en manos de los diaristas, de los tribunos, de los demagogos, de los oradores, de los políticos». Que tales convicciones dirigían en verdad su con— 29 ducta, lo prueba el hecho, extraordinariamente significativo, de que su obra magna, la «Filosofía de la Educación», no fuera sino una amplificación de las lecciones que sobre el mismo tema dictó por más de veintitrés años en su cátedra de derecho administrativo de la Escuela de Leyes, «lecciones que no se dirigían a formar pedagogos, sino a iniciar en los principios de la ciencia de la educación a estudiantes que tarde o temprano habrían de ejercer mayor o menor influencia en la enseñanza nacional». ¡Véase de qué manera entendía Letelier la responsabilidad de su magisterio universitario en la Escuela de Leyes! En este momento en que la Universidad de Chile se abre a un segundo gran período de su vida, si quisiéramos adoptar una profesión de fe para la obra de reconstrucción interior que se insinúa —formular una nueva declaración de principios— no habríamos de ir a buscarla en la obra de tratadistas extranjeros ni en la visita a otras Universidades lejanas: ¡la encontraríamos íntegra, con plena validez actual, en las páginas de la «Filosofía de la Educación» que don Valentín Letelier escribió justamente hace cincuenta años! 30 — L A S RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA EDUCACION Otro de los grandes temas de Letelier —uno de los que ha tratado con mayor ciencia— es el de las relaciones entre el Estado y la educación. Es sabido que la existencia de una comunidad implica la permanente actuación de dos fuerzas de sentido contrario: por una parte, las de cohesión social, que tratan de incorporarnos al núcleo central de la vida colectiva y, por la otra, las de diferenciación, fuerzas centrífugas que, acentuando las particularidades de individuos, familias o grupos, conducirían, en último término, a una verdadera atomización. Están perdidos los pueblos que carecen de una virilidad cultural o potencia de nacionalización suficientes para acuñar con un pensamiento y sensibilidad comunes a sus nuevas substancias humanas. Esta amenaza de desintegración, que está acechando siempre a todo grupo, es más frecuente en las nacionalidades nuevas. La educación, en el sentido en que Letelier la entiende desde el primer momento, está destinada a formar esta mentalidad colectiva —a crear esta alma común— y las escuelas son, por lo tanto, herramientas para una construcción de la nacionalidad. Los legisla— 31 dores de 1833 ya tuvieron conciencia de ello cuando establecieron que «la educación es atención preferente del Estado» y que debe haber una Superintendencia de Educación Pública para unificar la enseñanza nacional. Pero nadie, como Letelier, ha elaborado entre nosotros la teoría acabada de esta educación pública. De hecho, el Estado ha evolucionado, desde un pequeño conjunto de funciones esenciales hasta incorporarse una cantidad de nuevas atribuciones (económicas, asistenciales, educativas) que antes se encontraron en las manos de los grupos privados (familias, gremios, iglesias, etc.). Este aumento en el volumen de sus funciones haría que se agudizara un permanente conflicto: el de las relaciones entre el individuo y el Estado o, lo que es lo mismo, el problema clásico de la libertad (en lo político, económico, educacional, etc.). Filosofías políticas diversas se afirmarán ante él: el anarquismo, el liberalismo o el estatismo. Los grupos substituidos por el Estado iban a cobijarse, entre nosotros, bajo la enseña de un liberalismo con subida tendencia anárquica. Su voz de orden sería defender la «libertad de enseñanza», utilizando una argumentación de tipo económico que identificaba la educación con una simple mercadería, y, en consecuencia, la colocaba enteramente bajo las oscilaciones de la ley de la oferta y la demanda. La educación es una industria y, por lo tanto, «no debe haber más trabas para establecer una escuela que para abrir una tienda». Por lo demás, «la iniciativa particular mejora la enseñanza y funda escuelas dondequiera que se las necesita». 32 — El examen de las relaciones entre el E s t a d o y la enseñanza tenía que dar lugar a una confrontación, que en adelante iba a ser inevitable en E u r o p a y América, entre la filosofía educacional de la Iglesia católica y la filosofía del E s t a d o docente. E n efecto, la doctrina de la Iglesia establece que el E s t a d o puede tener tres actitudes respecto a la enseñanza: 1.° sólo él enseña, esto es, el monopolio, lo cual es absolutamente condenable; 2.° el Estado enseña al mismo tiempo que los particulares, es decir, el régimen de la libre competencia, que se puede legitimar en virtud de las circunstancias, y 3.° el E s t a d o no enseña, se abstiene, a b a n d o n a la función docente. Pues bien, la única actitud normal, legítima del Estado, es «abstenerse de enseñar» porque no es «profesor, ni filósofo, ni padre de familia» debe dejar estas tareas ordinariamente entregadas a la libre iniciativa particular. Según este p u n t o de vista, reiteradamente confirmado por los portavoces de la Iglesia, la educación es, únicamente, una función supletoria del Estado, es decir, sólo le corresponde reemplazar la iniciativa particular donde ésta no es suficiente, pero, en ningún caso puede admitirse que la educación sea lina función propia del Estado. «El es un agente accidental, un substituto provisorio que deberá presentar su renuncia t a n pronto como hayan desaparecido las circunstancias que necesiten su pasajera intervención. O, lo que es lo mismo, la tesis bien conocida: «El Estado docente debe preparar su abdicación» (3). (3) Cf. Gastón Sortais S. J.: Traite de Philosophie, 3 U, pág. 254. — 33 Bien se advierte que semejante doctrina - - t a n lógica y tan justa dentro de la concepción religiosa del hombre y del Universo— tenía que entrar necesariamente en conflicto con una filosofía en que se hace la teoría de la educación pública como herramienta del Estado para construir las condiciones de su propia existencia, como instrumento para llegar a producir, por la comunión en los bienes de una misma doctrina, exenta de reservas y contradicciones, la convergencia universal de los espíritus. Desde luego, Letelier iba a clavar los dientes de su irresistible dialéctica en la argumentación liberal de que la enseñanza pudiera identificarse con la industria. Es falso que aquí operen las leyes económicas: «las escuelas se abren en las más grandes poblaciones donde es mayor la cultura y menor la necesidad, y no en las poblaciones más atrasadas, donde es mayor la necesidad por ser menor la cultura. No son éstas, por lo tanto, empresas industriales sujetas a la ley de la oferta y del pedido. Son empresas morales sujetas a las necesidades de la cultura>. Y si primara, anárquicamente, el sentido particularista de la educación doméstica contra la tendencia asimiladora de la educación pública, conseguiríamos el resultado envidiable de que, a la vuelta de bien pocos años, «no se encontraran en toda la República dos espíritus que pudieran entenderse en cosa alguna». La objeción de que el Estado no es una autoridad doctrinal —es decir, no es filósofo— y, por lo tanto, no puede reivindicar para sí una misión docente, se encontraba previamente refutada en las concepciones positi34 — vistas de Letelier, para quien el Estado, al secularizarse, es decir, al desvincularse de una concepción religiosa del hombre y del mundo, tiene que constituirse necesariamente en Estado filósofo, esto es, pensar las condiciones de su propia existencia e iniciar en su repertorio de convicciones fundamentales a todos los miembros de la comunidad. Por eso es que se encarga él de observarnos: «cuando se habla del Estado docente, no se alude ni a sus gobernantes, ni a sus jueces ni a sus legisladores, ni a sus empleados de aduana o de tesorería: se alude a esa porción de funcionarios, maestros, profesores, miembros de las universidades, directores de la instrucción pública, que viven dedicados a la enseñanza o al estudio de los sistemas educativos», es decir, a quienes, sí, deben ser autoridades doctrinales, más que los industriales o los padres de familia. Todas estas reflexiones 110 se desenvolvían, por cierto, en el plano de lo general y abstracto, como simples especulaciones de lujo, sino que estaban determinadas por un hecho de la vida nacional que constituyó una verdadera crisis de conciencia para nuestros políticos y maestros, en lo que se refiere a plantear el problema de las relaciones entre el Estado y la enseñanza:el decreto del Ministro Cifuentes, que originara la célebre «feria de los exámenes», experiencia definitiva practicada en nuestro país, respecto a lo que, ambiguamente, se continúa designando con el nombre de «libertad de enseñanza». P a r a entender este problema, periódicamente reanimado, las ideas de Letelier continúan siendo válidas. Más a ú n : cuando nuestros hombres de gobierno lo han planteado como verdaderos estadistas, atentos sólo a desentrañar la filosofía que se encuentra implícita en la. Carta Fundamental, tienden a gravitar, inevitablemente, en torno a las ideas de D. Valentín Letelier. Xada tiene de extraño. Letelier ha elaborado entre nosotros, con maestría clásica, la teoría del Estado docente y ha d a d o su fórmula, que casi puede considerarse como definitiva, para entender la libertad de enseñanza dentro del control del Estado. No ha mucho, a propósito de la petición que en torno a mayores franquicias para exámenes hiciera u n a Universidad particular, un Ministro de E d u cación trazó las grandes líneas cíe la doctrina que el Gobierno sustenta en lo que se refiere al sentido de la «autonomía universitaria» (4). Algunos diarios atacaron las ideas del Ministro afirmando que lo que allí se planteaba era una peregrina doctrina personal. ¡Lamentable incultura! La verdad es que el Ministro 110 hacía otra cosa sino oficializar como estadista —aplicándola al caso concreto de las Universidades particulares— la teoría de la educación pública que formulara entre nosotros, hace más de cincuenta años, la personalidad a quien hoy rendimos homenaje: D. Valentín Letelier, el más íntegro de nuestros pensadores y uno de los más grandes Rectores de la Universidad de Chile! (4) E! ex Ministro de Educación, señor Oscar Bustos A., en documento que la prensa de Santiago publicó el 5 de Octubre de 1942. 36 — LA PERSONALIDAD DE LETELIER Como ante una vieja cuenta bancaria que suponíamos extinguida, revisamos la obra de Letelier y la encontramos abierta, vigente, multiplicada de sugerencias —conjunto de temas actuales— que el tiempo se ha encargado de incrementar, con rentas imprevistas de verdad. Cuando se hace un balance de lo que está vivo y de lo que ya ha muerto en el pensamiento de Letelier, uno se sorprende al comprobar cuánto queda aún viviendo de su obra. Algo más nos ha quedado también —algo singular y poderoso que necesitamos animar en esta oportunidad de homenaje: la incitación de su personalidad. Porque los hombres se dividen en dos géneros: aquéllos que nos dejan lo mejor de sí mismos en la labor escrita y otros —minoría egregia— que hicieron de su vida la mejor obra maestra y la más permanente lección. Realizaba Letelier este difícil equilibrio entre el hombre de pensamiento y el hombre de acción. Profesor de la Escuela de Leyes, Rector de esta Casa, no fué «universitario» en el sentido peyorativo de la palabra, vale — 37 decir, un temperamento académico para, quien la cátedra no es sino un remanso en que se eluden los violentos remolinos de la vida. Humanista, no lo fué en el sentido de refugiarse en un exquisito mundo estético, sino que se atrevió a mirar la realidad cara a cara. Hombre de leyes, su formación jurídica no hizo de él una de esas mentalidades deductivas, ágiles para moverse en el plano de los principios, en una coherencia lógica puramente formal. Militante de un partido, su familiaridad con acontecimientos y personas no lo hizo olvidar las grandes concepciones que han de orientar la acción política. Filósofo, sus ideas estuvieron cargadas de sentido social. Por eso es por lo que, según bien lo hubiera querido F. R a u h , podemos proclamarlo un maestro de la vida — «porque no se perdía en las elevaciones metafísicas que hacen que el hombre olvide el gusto de la realidad concreta», ni tampoco reptaba ahogándose en el detalle empírico, en una existencia minúscula y desencuadernada de la cual no se sentía dueño sino que aspiraba a construir su propia «fórmula de vida». Porque era un hombre duro, varón de claros principios, sin adquirir por ello la impermeabilidad mineral de los pertinaces, y era plástico, con aptitud para adaptarse al curso variable de la experiencia, sin acogerse por ello a la indeterminación de los individuos amorfos. Era, en una palabra, esto que t a n t o nos cuesta encontrar hoy día: un hombre deñnido, con una clara forma interior, con 1111 estilo propio de pensamiento: una persona. Y un hombre así, adherido a las cosas, no iba a e n s a y a r 38 — consoladoras homilías, a tranquilizarnos con un despliegue de «fraseologías edificantes»: Su lenguaje era nítido y directo: «No chocar con nadie, avenirse a todo, huir del peligro, preferir los desvíos al camino recto, no ofender con profesiones de fe liberal los castos oídos de los ultramontanos, he ahí las máximas políticas y morales en que estamos educando a la juventud. En una palabra, estamos haciendo todo lo posible para convencer a nuestros hijos de que el deber más importante de la vida es engordar». ¿Qué método utilizar, entonces, para vivir, preguntamos nosotros? En verdad, no se puede llegar a la paz por medio de las transacciones cómodas, por la atenuación de las oposiciones reales en un «sincretismo dulzón> —yuxtaponer pedazos de doctrina en un eclecticismo fácil, como quien dice, una «olla podrida» de todas las creencias. ¡Lamentable unanimidad, siempre, ésta que se consigue al precio de eludir la realidad concreta mediante un conjunto de «piadosas generalidades»! El debe haber creído, como F. Rauh, que es necesario confesar su propia fe —tomar conciencia de ella— colocarse valerosamente frente a su creencia, para ahondarla, que. en su propio fondo se encontrará, tal vez, la única raíz común, que puede atenuar las divergencias entre los hombres (5). Señores: D. Valentín Letelier se nos descubre, tanto por su personalidad como por sus ideas, un buen indi(S) F. Rauh: L'expérience morale — 39 cador de soluciones para muchos de los caminos que andamos buscando. No es que en la oportunidad precisa su índice haya faltado para señalarnos la ruta. ¡Somos nosotros quienes no la hemos seguido, a pesar de advertirla, ha sido la discontinuidad de nuestra conducta, la pertinacia ciega, y, además, aquello que el maestro señalaba ya como notas distintivas de las democracias hispanoamericanas: «el culto de la incompetencia, de la audacia y de la charlatanería!» Volvamos, entonces, a la tradición de Letelier, no para repetirlo —que él no lo hubiera admitido— sino para repensarlo y confrontar sus ideas con los problemas que hoy día nos preocupan. Cada generación tiene sus propias batallas, y él combatió denodadamente las suyas. ¡Desde posiciones espirituales diversas, recojamos su lección de claridad —de virilidad— y preparémonos a clavar nuestro signo en la tarea de la próxima reconstrucción! INDICE La lucha por la cultura La necesidad de la 5 filosofía . 8 La educación considerada como una función social. 16 Las relaciones entre la educación general y la especial 19 Filosofía de la enseñanza universitaria 28 Las relaciones entre el Estado y la educación 31 La personalidad de Letelier 37 — 41