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Roberto Munizaga Aguirre
ALGUNOS
GRANDES TEMAS
DE LA
FILOSOFIA
EDUCACIONAL
DE DON
VALENTIN LETELIER
Santiago
de
Chile
Roberto Munizaga Aguirre
ALGUNOS
GRANDES TEMAS
DE LA
FILOSOFIA EDUCACIONAL
DE DON
VALENTIN LETELIER
Santiago
de
Chile
Discurso pronunciado en 1a velada
solemne de la Facultad de Filosofía
3' Educación, el 30 de Noviembre de
1942, en el Salón de Honor de la
Universidad de Chile, con motivo
de su primer centenario.
Señor Rector, señor Decano, señoras, señores:
La Facultad de Filosofía y Educación se siente comprometida, más que cualquiera otra de la Universidad
de Chile, a reactualizar las grandes ideas y animar la
figura cordial de quien fuera, en la mejor acepción del
vocablo, un filósofo, un maestro y un efectivo luchador
en la larga batalla por nuestra cultura. La Facultad de
Filosofía sabe, por lo demás, que tiene una peculiarísima
deuda de gratitud con D. Valentín Letelier: el Instituto
Pedagógico •—una de sus escuelas más prestigiadas en
el Continente— es resultado de sus afanes. Más, todavía: No se limitó a sugerirlo, sino que cooperó a su conservación y estuvo atento a su periódica defensa. Porque
el Instituto Pedagógico no es algo anodino en la evolución de nuestro espíritu: Pertenece a ese bloque de grandes conquistas legislativas de fines del siglo pasado que
constituyen una cima en la historia de la cultura liberal
de la República. Por eso, actualizar sus ideas es, para
nosotros, recuperar el sentido de labores que, en fuerza
de practicarse, pudieran haberse hecho mecánicas y
pronunciar su nombre, acogernos a un signo de protección eficaz.
— 5
E s una singular concidencia, no siempre a d v e r t i d a ,
que dos hombres recios — c o m p l e t a m e n t e hombres— se
encuentren vinculados a dos iniciativas de primera magnitud en la evolución de nuestra vida intelectual: D. Domingo F. Sarmiento, a la fundación de la primera Escuela
N o r m a l de la América del Sur y D. Valentín Letelier,
a la creación del primer I n s t i t u t o para la formación de
profesores de segunda enseñanza —ambos, beneméritos
en la historia de la educación nacional.
Se hace hoy m u y difícil para nosotros tener una representación a d e c u a d a de lo que fué, d u r a n t e el pasado
siglo, la batalla por la cultura en las diferentes naciones
de América del Sur. A u n q u e estamos cronológicamente
próximos, ideológicamente ya nos e n c o n t r a m o s m u y lejos.
E s necesario construirse artificialmente otra alma, revisando viejas e s t a m p a s o compulsando d o c u m e n t o s históricos (sesiones de parlamentos, artículos de prensa,
etc.). A poco que lo hagamos nos sentimos, por una parte,
regresar a la naturaleza p u r a — u n m u n d o rural en el
que se opera el libre despliegue de los instintos— y, por
otra, al embrión de las ciudades, con un aire intelectual
de E d a d Media —doctores de la Universidad de San
Felipe sometidos a imprevistos accesos de ferocidad teológica— y persistiendo, desde el fondo de los años, «un
olor m u y español a a u t o de fe».
E n semejante escenario se iban a librar las más descomunales batallas entre la tradición y el espíritu nuevo.
U n a tarde, en el P a r l a m e n t o de su patria, exasperado por
las risas de sus contradictores, S a r m i e n t o estalló en una
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de sus genialidades: «Pido a los taquígrafos que hagan
constar esta hilaridad en el acta». Lo pedía, a fin de que
la posteridad se diese c u e n t a con qué clase de b á r b a r o s
t u v o que luchar Sarmiento. E n t r e nosotros, m u c h o más
tarde, b a s t a con releer los artículos publicados en algunos diarios donde, a su florete de caballero se oponían
el garrote y las m a ñ a s del rústico — b a s t a revisar las
páginas de «La lucha por la C u l t u r a » — p a r a a d v e r t i r
con qué clase de b á r b a r o s t u v o que luchar Letelier.
Al luchador por la cultura, al filósofo y al m a e s t r o
—en indisoluble u n i d a d — rinde h o m e n a j e la F a c u l t a d
de Filosofía en esta o p o r t u n i d a d de centenario. Y, como
la mejor m a n e r a de h o n r a r a los grandes muertos, es
señalar aquéllas de sus ideas que c o n t i n ú a n vivientes
en torno a nosotros, voy a t r a z a r — a grandes rasgos—
un inventario de lo que ha m u e r t o y de lo que a ú n
permanece vivo en el pensamiento educacional de Letelier.
LA
NECESIDAD DE LA
FILOSOFÍA
Un primer tema, que vuelve con insistencia b a j o la
pluma de Letelier, es la necesidad de un organismo de
ideas, de una filosofía, para operar con fruto ante la
realidad, sea como maestro, como gobernante o como
político.
E n efecto, cuando se describe la realidad de la vida
hispanoamericana se insiste a menudo en que ella se
cumple a través de dos estilos de conducta, igualmente
ajenos a la reflexión y que, por lo tanto, expresan una
igual incapacidad para enseñorearnos propiamente de
nuestro destino: O bien estereotipada en los cauces seculares del hábito —inmovilizada en torno a una red de
tradiciones y costumbres, según la comprobación portaliana de lo que significa «el peso de la noche»— o bien,
rompiendo impetuosamente toda regulación, en explosión
instintiva, caprichosa y discontinua, según la medida
fluctuante del antojo, el deseo o «la gana», en todo caso,
un tipo de conducta no calculada —irresponsable— que
importa, en verdad, dejarse conducir a la deriva. La
desarticulación, el desencuadernamiento en los actos son
notas frecuentemente observadas, tanto más visibles por8 —
que, en virtud de condiciones especiales de nuestra sociabilidad, los mismos individuos tienen que operar
simultáneamente en distintos campos de actividades y
la trayectoria que después proyecta su acción, no es una
línea recta, ni es una línea curva, sino más bien, una
incoherencia puntiforme semejante a la que traza el lápiz
que se abandona en las manos de un niño. Letelier ya lo
apuntaba certeramente en torno a nuestra inconsecuencia
política: «Bajo el ejemplo de estos influjos y de estos
tipos, se van formando generaciones de liberales a medias, liberales en la calle, pero no en la casa; liberales
en unas cuestiones, pero no en otras; liberales en la crisis
del primer semestre, pero no en la del segundo; liberales
entre liberales, pero no entre conservadores»...
No son muy comunes entre nosotros los que, colocados frente a la responsabilidad de una tarea, eluden
esas condiciones inferiores de la acción y se alzan hasta
la altura de querer manejar los acontecimientos, pensándolos, ubicándolos en un sistema general de ideas, a
fin de determinar su sentido y actuar en consecuencia.
Pues bien, D . Valentín Letelier representa, entre nosotros, de una manera monumental, esta voluntad extraña
de vivir desde el punto de vista de la inteligencia, de
hacer un esfuerzo extraordinario para pensar con claridad
y consistencia en torno a algunos de los grandes problemas
de la vida nacional. Y es por esta razón por la que nos
parece justo llamarle filósofo.
Es necesario rectificar algunas concepciones vulgares
respecto al significado de la filosofía y la naturaleza del
filósofo. Muchos piensan que la filosofía es un tipo de
—
9
saber alejado de la realidad ordinaria, sin nexo alguno
con los problemas inmediatos, un saber que requiere
misteriosas y p r o f u n d a s iniciaciones, y el filósofo un
h o m b r e extraño, con algo de ocultista —sutil destilador
d e quintaesencias— en todo caso, un individuo que se
vuelve de espaldas a la vida. Pero, en verdad, la filosofía
no es o t r a cosa sino una reflexión en torno a los contenidos de la experiencia, sobre todo, c u a n d o su curso ordinario se rompe en imprevistos problemas y el filósofo,
en la m e j o r acepción del vocablo, es el que toma conciencia de ellos p a r a filiarlos e identificarlos dentro de un
amplio sistema de relaciones.
L a mejor tradición europea confirma que la filosofía
no es una especulación de lujo, sino un pensamiento
vital y social: Lo más cordial de la filosofía platónica se
e n c u e n t r a en su proyecto de reforma social de «La República» y su e s t u p e n d a construcción metafísica no es,
tal vez, sino un a n d a m i o o telón de fondo para d i b u j a r
el esquema de la ciudad según la justicia.
El problema filosófico de Augusto Comte, en la Europa de principios del siglo pasado, tras el formidable
torbellino de la Revolución Francesa, era e x a c t a m e n t e el
mismo, de m a n e r a que puede establecerse una comparación, que no es arbitraria, entre el f u n d a d o r de la Acad e m i a y el creador del positivismo. En todas partes una
situación de inestabilidad, de caos, de lucha entre las
facciones: roto el orden a n t i g u o no se acierta a e n c o n t r a r
el orden nuevo. Y frente a ello, como soluciones teóricas
—según bien se h a repetido— por una p a r t e la ideología
de extrema izquierda de Condorcet, para quien h a n de
10 —
agotarse t o d a s las posibilidades de reorganización que se
hallan implícitas en el m é t o d o revolucionario, y, por
o t r a parte, el tradicionalismo de extrema derecha de
J o s é de Maistre, p a r a quien h a y que volver literalmente
a r e s t a u r a r el orden antiguo, católico y monárquico, en
t o d a su b r u t a l simplicidad.
La originalidad de Comte, como la de P l a t ó n , consiste en t o m a r conciencia de que se está frente a una
realidad nueva, que y a es imposible invertir el curso del
tiempo, como lo desearía en f o r m a simplista el espíritu
conservador, pero h a y que construir también u n a n u e v a
regulación de la vida. Ahora bien, ¿sobre qué a u t o r i d a d
indiscutible, sobre qué objetividad reconocida por todos,
f u n d a r estas normas? El problema inmediato de Platón,
como el de Comte, es poner término al caos, «restaurar
el orden», vale decir, construir la n u e v a ciudad j u s t a .
P a r a ello había que e n c o n t r a r terreno firme, inatacables
cimientos objetivos, si es posible eternos, substrayéndose
a la irracionalidad de la tradición colectiva y a la arbitrariedad de los impulsos individuales. Sobre la ciudad
de hecho, informe y desarticulada, había que crear la
ciudad de derecho —la ciudad armoniosa— y esto no
era posible sin afincaría platónicamente en un universo
d e ideas metafísicas o c o m t i a n a m e n t e , en la objetividad
d e las leyes inmutables de la naturaleza.
Sabemos que Letelier se h a movido en torno al círculo de las grandes ideas de la filosofía comtiana.
T r a t á n d o s e de un pensador que reflexionaba f r e n t e
a la inédita realidad de los pueblos de Hispano-América,
11
iba a tener un particular interés la posición que él adoptara: ¿Sería una meditación original en torno a nuestras
propias realidades en crecimiento, o bien adoptaría una
organización conceptual europea, para entender, en función de ella, nuestra vida? Claro está que, para el caso
singular de los pueblos de América, no procedía sino la
segunda de esas posibilidades, o mejor dicho, una tercera: la de que, apoderándose del instrumental filosófico
que se había revelado eficaz en Europa, se tratara, mediante él, de elaborar la realidad americana o, lo que es
lo mismo, en la forma de Europa poner un contenido
de América. Precisamente, el valor de la obra de Letelier
nos parece residir —a pesar de lo que se ha dicho en contrario— en que está fuertemente impregnada de este
contenido de Chile. Y aunque las grandes líneas de su
filosofía corresponden a las concepciones positivistas
propias de su época, con el valor universal que ellas
tienen para ser desarrolladas en cualquiera parte, la
verdad es que, como substrato de sus meditaciones, uno
está siempre sintiendo la realidad chilena o americana y
cuando el maestro va disponiendo su magnífica construcción doctrinaria está pensando, inequívocamente, en
apretar y resolver problemas nuestros que lo desconciertan, lo preocupan y lo angustian.
También la América del siglo pasado— que recién
empieza a construirse, rompiendo con la tradición colonial y sin acertar todavía a encontrar su propio orden—
presenta un espectáculo de luchas, inestabilidad, caos y
desgobierno. D. Valentín Letelier tiene que haberse sentido impresionado por semejante tendencia a la anarquía,
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propia de los pueblos hispanoamericanos, cuya historia,
durante la mayor parte del siglo, no es sino la de una
vasta e incomprensible tragedia de sangre: O inmovilizados en regímenes autocráticos que se apoyan en la
tradición y el peso de la costumbre, o sacudidos por una
histeria revolucionaria, han marchado permanentemente
a la deriva. Aun nuestro país, que ha logrado desenvolverse en una relativa situación de orden, parece abrirse,
ahora, al período crítico de los antagonismos, de los
choques y las revoluciones.
Uno de los temas que preocupan a Letelier es, justamente, el de encontrar las bases para la estabilidad de la
república —instaurar un orden permanente que sea
justo— pero ello no es posible si no se produce una convergencia universal de los espíritus hacia la comunión
de una misma verdad. El tema lo obsesiona de tal modo,
que podría reiterársele a través de múltiples citaciones
extraídas de sus obras: «Nosotros, los chilenos de 1880,
los hombres del siglo X I X » , necesitamos basar la enseñanza en un principio común «porque la exigencia fundamental de nuestra sociabilidad, despedazada por todo
linaje de disidencias, es la de unificar y uniformar el
sistema general de los conocimientos humanos; la de
implantar en todos nuestros institutos de instrucción,
así sean primarios, secundarios o superiores, una organización didáctica y enciclopédica completa, gradual, armónica y sobre todo, homogénea». Por eso es por lo que
—y en esto sigue las grandes líneas de la filosofía positivista— no pudiendo admitir la imagen religiosa del hombre y del Universo, comprobándose ineficaces las concep— 13
ciones metafísicas que en E u r o p a sólo han e n g e n d r a d o
discordias, el nuevo orden de América —de esta América
t a n necesitada de clavarse en cimientos firmes— t e n d r á
que f u n d a r s e en la a u t o r i d a d objetiva y positiva de la
ciencia.
E s sugestivo que la «Filosofía de la Educación» com e n z a r a a escribirse en la cárcel, c u a n d o Letelier se
e n c o n t r a b a prisionero de la Revolución. Yo le a t r i b u y o
a esto el valor de un símbolo: T r a s el caos revolucionario,
la vida nacional tiene que ser reorganizada sobre bases
justas que provoquen la homogeneidad mental —la convergencia de los espíritus— y p a r a ello, la educación es
el más poderoso instrumento. Pero — y por primera vez
se p l a n t e a entre nosotros el problema en su perspectiva
total, sin retroceder a n t e ninguna de sus implicaciones,
esto es, substrayéndolo a los tanteos empíricos de políticos y aficionados— Letelier comienza a f i r m a n d o q u e
no puede abordarse con f r u t o uno solo de los aspectos del
problema educacional si no se le examina en función d e
u n a doctrina coherente respecto al hombre y al Universo, es decir, una filosofía.
Sociedad, filosofía y educación aparecen, así, íntimamente unidas en el pensamiento del maestro.
H e aquí un t e m a de Letelier que conserva p l e n a m e n t e
su a c t u a l i d a d : P a r a el hombre que se ubica frente a la
vida, y, sobre todo, para aquéllos a quienes el destino
coloca en situaciones de responsabilidad nacional, la
única a c t i t u d decente es «pensar la vida» o, lo que es lo
mismo, superar el detalle empírico en que los hechos se
14 —
desparraman mediante la coherencia de una doctrina.
Letelier nos hubiera advertido que h a y que perder el
miedo a «ver» realmente las cosas. Porque las cosas n o
se ven, cuando se las considera desencuadernadas, sueltas, sin conexión con lo demás, y sólo adquieren su sentido cuando se las ubica en un plano general de referencias.
Naturalmente, las ideas básicas de la filosofía positivista —que fueron las de Letelier— se encuentran hoy
día ampliamente superadas y nosotros mismos estamos
m u y lejos de subscribir sus afirmaciones. Pero ello no
i m p o r t a : cada época interpreta la realidad en función de
un sistema de ideas que son eternamente provisorias y
que le sirven de instrumentos para seguir caminando
como el bastón en las manos de un ciego. En una página
de su Etica, Aristóteles ha escrito magníficamente: «Hagamos de nuestras vidas como flechas que tienen un
blanco». Pero, la verdad es que no podemos apuntar
si no nos detenemos en una cierta posición transitoria
que es una filosofía. N o importa que las posiciones en
que nos hayamos detenido sean equivocadas: lo valedero
es tener posiciones, disparar hacia una meta, es decir,
atribuirle a la realidad un sentido y resolver, en función
de él, los problemas con que el tiempo nos desafía. Letelier tomó una clara posición y disparó reiteradamente sus
dardos.
¡En la incoherencia de la vida chilena y americana
—en nuestra resistencia a pensar y darle sentido a los
actos— la actitud de Letelier tiene, señores, el valor de
una lección permanente!
— 1S
L A EDUCACIÓN CONSIDERADA COMO UNA FUNCIÓN SOCIAL
Un segundo tema del pensamiento de Letelier es su
convicción de que lo educativo es un fenómeno eminentemente social.
Sobre esta cuestión se ha producido hoy día, entre
los doctos, un consenso unánime: la educación es una
función social, al mismo título que las políticas, jurídicas o económicas y su misión consiste en renovar la vida
de la comunidad por la transmisión de un cierto tipo
de cultura, vale decir, ella se muestra como la función
sexual de la comunidad.
Letelier insiste en que la educación refleja, la que se
confunde con la acción del medio social, es un dato primero, anterior a la obra sistemática de la escuela, cuya
instrucción viene a ser, en buenas cuentas, un derivado
o substituto de la incidental. Me parece que es de gran
importancia el énfasis que Letelier coloca, desde el primer momento, para destacar el significado de la educación refleja: se advierte allí su visión de sociólogo. Porque
entre nosotros, siguiendo la fe educacionista de la Ilustración, existía el peligro de superestimar las posibilidades de la escuela en la reconstrucción de la vida colectiva.
16 —
¿No pensaba Camilo Henríquez que, tan pronto como se
abriera el Instituto Nacional, los araucanos vendrían,
sedientos de instrucción, a matricularse en sus aulas?
Recientemente se ha insistido en las limitaciones de la
educación intencional y se nos ha dicho que «la escuela,
como institución normal de un país, depende mucho
más del aire en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros»
(1). Pero, semejante comprobación realista —que algunos subrayan con la ingenua devoción que se concede a
las últimas ideas— ya se encuentra practicada por Letelier en sus observaciones acerca de la educación informal. En verdad, él se da cuenta que la reforma de los
individuos por medio de la escuela es ineficaz si no hay
también una reforma del ambiente por medio del Estado.
Hace más de cincuenta años, en discurso pronunciado en
este mismo recinto, Letelier decía: «Para el sociólogo y
para el filósofo, bajo el respecto moral, gobernar es educar, y todo buen sistema de política es un verdadero
sistema de educación; así como todo sistema general de
educación es un verdadero sistema político. Es, por lo
tanto, doctrina esencialmente materialista, indigna de
todo repúblico de espíritu superior, la de que el Estado
no debe curarse más que del cuerpo y del orden material
de la sociedad. ¡No, señores! Las tradiciones invariables
de la política chilena, no menos que los dictados de la
sana filosofía, nos enseñan que el Estado tiene también
cura de almas y de corazones, como quiera que su misión
(1) Ortega y Gasset: Misión de la
2
Universidad.
— 17
más elevada no es la de atender a la conservación del
orden actual o material, sino la de atender el desenvolvimiento del orden eterno o moral».
Se advierte aquí la sagaz conexión que Letelier establece entre vida social, educación y política.
Pues bien, su convicción de que la educación es una
función social y las escuelas herramientas para la construcción de una mentalidad colectiva, es una idea plenamente actual que debemos subscribir vigorosamente.
18 —
LAS
RELACIONES KNTRE LA
EDUCACIÓN
GENERAL Y LA
ESPECIAL
Otro de los grandes temas centrales en la filosofía de
Letelier —y uno ampliamente controvertido hasta nuestros días— es el de la relación entre la educación general
y la educación especial.
La idea central de Letelier es que la educación completa de un hombre se realiza a través de dos grandes
momentos: uno, el de la educación general (que comprende la primaria y la secundaria) y otro, el de la e d u '
cación especial o profesional, es decir, ahonda en una
tradición respetable en la historia de la enseñanza, según
la cual, la educación amplia del hombre ha de realizarse
antes que la formación especializada del técnico.
El haber elaborado magistralmente, con una verdadera
nitidez clásica, la filosofía de estas dos enseñanzas, ha
servido para que se le acuse de favorecer la educación
de tipo intelectual y despreciar la económica, es decir,
para que se le condene, sin mayor forma de proceso,
como reo de un delito que hoy denuncian con fruición
los indoctos: el intelectualismo. No insistiremos en lo
que tiene de ambiguo este vocablo que hoy tan pródi— 19
garriente se adjudica: intelectualismo. Si con él quiere
mentarse la labor unilateralmente instructivista de transmitir conocimientos, mal podría formularse este reproche a quien en muchas de sus páginas hace suya la reflexión de Montaigne de que «a una cabeza bien repleta
prefiere una cabeza bien formada» y que, en el estudio
de la ciencia subraya como más importante, antes que
aprender una fronda inacabable de datos, adquirir el
espíritu científico. No siempre se comprende lo que quiere
afirmarse cuando en nombre de la nueva educación se
adelanta la crítica de intelectualismo. Ha de ser una aventura extraña para tales censores —que a veces quieren
poner una nota de menor valía en las labores del pensamiento— ser notificados de que la nueva educación, en
los más egregios de sus representantes, no hace otra
cosa sino reivindicar la primacía de lo intelectual. Si la
filosofía de John Dewey —al cual tanto se parece Letelier en alguno de sus aspectos— lleva el nombre de instrumentalismo es porque los productos de la mente se
consideran como herramientas para la reorganización de
la vida, es decir, toda la ideología de este incomparable
filósofo de la democracia es una profesión de fe en las
posibilidades de la inteligencia. Que entre nosotros, tan
necesitados de clarificar una mentalidad cada vez más
caótica, se generalice irreflexivamente este reproche de
intelectualismo, podría ser una actitud peligrosa, si no
se señala bien lo que quiere afirmarse. ¿Y qué podría
salvarnos, frente a la crisis actual del mundo, sino el
cultivo de la inteligencia •—de una inteligencia más afinada, sin duda, para la comprensión de la realidad— pero,
20 —
en todo caso, la inteligencia? ¿ 0 deberíamos aconsejar a
nuestros jóvenes abandonarse al instintivismo tan propio de los países hispanoamericanos? La afirmación anterior conduce, cada vez más, a ir favoreciendo en nuestro
país ese «culto de la incompetencia» que, como ya lo
advertía Letelier, se perfecciona entre nosotros, con el
«culto de la audacia y la charlatanería».
La noción de una educación general —sobre todo en
su especie de educación secundaria— ha comenzado a
ser criticada en nombre de esa idea tan ambigua de la
preparación para la vida que trata de determinarse mejor
con el nombre, igualmente ambiguo, de educación económica. No hay duda que nuestra realidad escolar acusa
hechos graves que invitan a la reflexión: De 100 alumnos
que ingresan al primer año de Humanidades, sólo 10
alcanzan el sexto. ¿No significa esto que el liceo debe
transformarse, para preparar más adecuadamente al grupo considerable de los que no siguen carreras liberales?
Quienes así razonan no advierten otro hecho igualmente
grave: De 176.000 niños que ingresan al primer año de
la escuela primaria, sólo 9.000 alcanzan el sexto. ¿Qué
concluir, entonces? La lógica de la tendencia economista
—y muchos no están lejos de ahí— aconseja la profesionalización de los niños desde los primeros años de la
escuela primaria y la identificación de la enseñanza secundaria con las diversas escuelas profesionales de grado
medio.
Frente a semejante posibilidad, la posición de Letelier
— 21
es categóricamente humanista en el mejor sentido del
vocablo.
Una metáfora corriente, empleada sobre todo en la
vida económica, reduce al hombre a un simple «par de
brazos». (Brazos para la industria, para la agricultura,
etc.) Pero el hombre —también los niños del pueblo,
según la enseñanza de Pestalozzi— son una unidad
indestructible de cabeza, corazón y mano. . . Digan los
industriales, los comerciantes, los agricultores, cuanto
quieran decir, en torno al tema de la preparación para
la vida —entiéndase vida económica— que estarán hablando su propio lenguaje y defendiendo sus propios
intereses. . . Pero el lenguaje de los maestros tiene que
ser otro: defender la esencia humana en el niño y en el
joven, t a n t o tiempo como las necesidades de la vida lo
permitan. De manera que la posición humanista de
Letelier —y no la economista— es la única que puede
honorablemente sostener un maestro que no quiera ponerse en contradicción con la ética de su magisterio.
Pienso que el problema que en verdad se planteaba
a través de este tema controvertido de las relaciones
entre la enseñanza general y la especial era otro, que no
ha sido advertido: el problema considerable del significado del humanismo, y en consecuencia, el contenido
de las humanidades
22 —
Tras la adivinación ele Sarmiento (2) —en su célebre
disputa con Bello— D. Valentín Letelier es uno de los
primeros que entre nosotros trata de meditar seriamente
en torno a estas cuestiones. Lo conducían a ello las implicaciones de la filosofía positivista y, sin advertirlo
tal vez, se adelantaba a plantear las bases de un problema que hasta nuestros días permanece intacto: ¿cuál
ha de ser el contenido de las humanidades para el hombre de América? «Sin renunciar, en manera alguna al
carácter europeo de nuestra cultura —dice— puedo afirmar que en puntos de educación tenemos necesidades
especiales, que no nos permiten imitar, simiescamente,
los sistemas educacionales del antiguo continente. Si,
por ejemplo, la refinada cultura de Europa explica la
subsistencia de un plan de estudios generales, cual es el
clásico, que atribuye t a n t a importancia al pulimiento
de la forma, yo creo que para las embrionarias sociedades de América es preferible otro que, sin descuidar el
cultivo de las letras, atienda principalmente a la formación del criterio, al desenvolvimiento de la razón, y a la
educación del carácter y de los sentimientos».
Si, como hoy día se admite, la esencia del humanismo
consiste en «la realización completa del hombre, en función, por una parte, de las condiciones transitorias de
tiempo y de lugar en que vive y, por la otra, de la realidad trascendente de su ser», no hay duda que puede
plantearse con plena legitimidad este problema, insi(2) Cf. R. Munizaga: En torno a Sarmiento
ción, Junio de 1942).
(Revista de Educa-
— 23
nuado por Sarmiento y elaborado en parte por Letelier,
del contenido de las humanidades para el hombre de
América.
Por lo demás, ninguna idea más removida hoy que
ésta del significado del humanismo y la substancia de
las humanidades. Desde todos los ángulos trata de capturársela simpáticamente: ¿No hablan los católicos de
un humanismo medioeval y los marxistas de un humanismo proletario que tratan de oponer al humanismo
burgués del Renacimiento? En verdad, la noción de humanismo es una de esas ideas dinámicas que se expresan
en diversas formas históricas sin agotarse nunca plenamente en ninguna, porque su realización es el cumplimiento mismo de la vida del hombre. El humanismo, y,
por lo tanto, las humanidades, experimentan metamorfosis que no son otra cosa, sino el resultado del enriquecimiento que se opera en el curso mismo de la existencia
del hombre. Si se indicaran, a grandes rasgos, los momentos críticos en esta dilatación del humanismo, habría
que señalar, primero, el núcleo literario de las humanidades clásicas del Renacimiento, después, la incorporación del sistema de las ciencias y, por último, en una
tentativa que se desenvuelve frente a nuestros ojos, la
anexión de las actividades con sentido económico, la inclusión de las ocupaciones útiles, es decir, la humanización de lo técnico. De esta manera se llega a la noción de
las «humanidades integrales» en que todos los aspectos
de la vida están adecuadamente fundidos para cooperar
a la realización completa del hombre. Pero, no se establezca una identificación entre «liceo integral» y «huma24 —
nidades integrales», porque no se trata de denominaciones
correspondientes a una nomenclatura administrativa, sino
de una nueva filosofía y de un nuevo espíritu. (Debe ser,
tal vez, a causa de mi educación lógica, pero he de confesaros que tengo tanta dificultad para pensar la idea
corriente de «liceo técnico» como la de círculo cuadrado.
Se me objetará que la complejidad de lo real no se ajusta
siempre a las exclusiones de los géneros lógicos y que
existen, por ejemplo, academias de corte y confección,
pero yo les solicitaré humildemente que no las confundan con el espíritu de la Academia Platónica ni con los
institutos del mismo nombre que surgieron durante el
período del Renacimiento!...)
Lo que Letelier representa con incomparable maestría en los célebres capítulos en que hace el proceso del
sistema clásico de enseñanza no es, pues, sino un momento en esta evolución de la idea del humanismo y de
las humanidades, que es, por lo demás, la crítica permanente que cada época va haciendo a su propia idea del
hombre. De manera que él no es, como se ha dicho, uno
de los responsables de la muerte del humanismo en Chile:
muy al contrario, es el afirmador vigoroso de un humanismo de tipo nuevo.
Ahora bien, los alegatos actuales para desconocer
la existencia de estos dos géneros lógicos, perfectamente
bien definidos, de educación general y especial, me parece que corresponden a una nueva crisis de crecimiento
en la idea de las humanidades: Siguiendo a la poderosa
expansión que se verifica en el régimen de nuestra existencia, ellas se dilatan otra vez para incorporar las acti— 25
vídades útiles como parte normal de su plan de estudios.
Pero semejante situación de crecimiento es propicia a
que entre ios indoctos se produzcan toda clase de equívocos y ambigüedades respecto al sentido de la educación general, algunos de los cuales hemos experimentado
ya en carne propia. La insistencia del economismo en
torno al tema de la preparación para la vicia puede hacer
que llegue a desnaturalizarse la esencia fundamentalmente general de la educación secundaria. ¡Créense todas
las escuelas de tipo especial que sea oportuno, según las
necesidades de las regiones, como ya Letelier lo pensaba, y
disminúyanse algunos liceos artificiales en beneficio de
escuelas industriales o agrícolas de bien determinada
fisonomía técnica, pero, sigamos pensando con ideas
claras y distintas: no confundamos un género de educación con otro. No se trata, en absoluto, de colocar una
nota de menor valía sobre lo técnico: antes bien, démosle
una expansión colosal a la educación económica que harto
necesitada se halla nuestra juventud de carreras más
cortas! De lo que se trata es de determinar la función
propia de cada uno de los grandes grupos de asignaturas
en el plan de estudios de la educación secundaria y advertir que tan pronto como las ocupaciones útiles se incorporan normalmente a ella se penetren del espíritu de
lo secundario, es decir, de lo general, de lo humano,
atenúan su ímpetu de profesionalización —se liberalizan—
y se ponen al servicio de la más efectiva realización del
hombre.
En verdad, hay aquí una serie de problemas diversos
que se han confundido lamentablemente: Por una parte,
26 —
un problema administrativo de clasificación de los colegios por otra, un problema metodológico que se refiere
a la manera de impartir la enseñanza (y es aquí donde
las ocupaciones útiles aparecen significativa como base
del aprendizaje) y, por último, un hondo problema de
filosofía de la educación secundaria.
Nos parece que, en lo que a esto último se refiere, el
pensamiento de Letelier continúa siendo válido y que
podemos hacer nuestra su definición de la educación
secundaria como una enseñanza de tipo general, es decir,
destinada a formar una conciencia humana, «que es una
estación de término respecto a la educación primaria y
una estación de espera respecto a la educación universitaria» y, por cierto, también una estación de enlace,
respecto de la enseñanza especial. En cambio, la noción
hoy tan generalizada que la identifica con la «educación
de la adolescencia»— sin especificar hacia qué meta,
general o especial se la conduce— nos parece un punto
de vista discutible, producto de abordar los problemas
educativos desde un ángulo unilateralmente individualista o psicológico. T a n pronto como utilizamos el método sociológico, reaparece la distinción —que en verdad
es ineliminable dentro de las condiciones actuales de la
vida— entre la educación general y la educación especial:
la teoría de Letelier está, pues, aun hoy, sociológicamente
bien fundada.
— 27
FILOSOFÍA DE LA ENSEÑANZA
UNIVERSITARIA
Otro tema capital de Letelier es el que se centra en
torno a sus reflexiones sobre la esencia de la Universidad.
Letelier insiste, con especial empeño, en que la nota
fundamental que determina la enseñanza universitaria
es la tarea de adelantar la ciencia. Sin embargo, él se
encarga de advertirnos con plena conciencia de la realidad universitaria chilena y suramericana, que «tal es
la misión que las Universidades están encargadas de
cumplir en todas aquellas naciones donde sus fines no
han sido alterados en homenaje vil al industrialismo
profesional». Porque, él lo ha comprobado abundantemente dentro de la práctica ordinaria de la vida docente,
«nuestra enseñanza universitaria está admirablemente o r ganizada para realizar el doble propósito de formar
hombres de profesión e impedir que se formen hombres
de ciencia; y buena para difundir las doctrinas que se
importan del extranjero, es de todo punto inadecuada
para estimular las investigaciones originales, lo cual
hace que la enseñanza universitaria tenga que reducirse
a la tarea poco honrosa de una repetición puramente
mecánica».
28 —
No es que desconozca que la Universidad tiene la
misión de preparar hacia las profesiones liberales. Es
que al jerarquizar sus tareas se resiste a admitir que
ellas puedan definirse unilateralmente en función de
lo profesional, con menoscabo de la necesidad que tenemos de explorar nuestra realidad inédita. Que no era
esto una mera divagación lo prueba el hecho que durante su Rectorado se establecieron, por iniciativa suya,
el Servicio de Sismología y el Laboratorio de Psicología
Experimental.
La crítica europea más reciente vitupera en los productos de las Universidades cierta característica negativa que, con un nombre que ha hecho fortuna, se ha
designado como «la barbarie del especialismo». En adelante se insistirá —y con ello no se hace otra cosa sino
recuperar una excelente tradición medioeval— en la
obligación que las Univerisdades tienen de formar, antes
que nada, profesionales cultos.
Pues bien, la importancia de semejante función cultural la destacaba claramente Letelier, hace más de
cincuenta años, cuando insistía en la necesidad de que
las Universidades se interesen por las cuestiones que agitan el espíritu público si no quieren convertirse en «fábricas administrativas de doctores» y no ejercer influencia alguna en la comprensión y conducción de la vida
nacional, porque la dejan «abandonada en manos de los
diaristas, de los tribunos, de los demagogos, de los oradores, de los políticos».
Que tales convicciones dirigían en verdad su con— 29
ducta, lo prueba el hecho, extraordinariamente significativo, de que su obra magna, la «Filosofía de la Educación», no fuera sino una amplificación de las lecciones
que sobre el mismo tema dictó por más de veintitrés
años en su cátedra de derecho administrativo de la
Escuela de Leyes, «lecciones que no se dirigían a formar
pedagogos, sino a iniciar en los principios de la ciencia
de la educación a estudiantes que tarde o temprano
habrían de ejercer mayor o menor influencia en la enseñanza nacional».
¡Véase de qué manera entendía Letelier la responsabilidad de su magisterio universitario en la Escuela de
Leyes!
En este momento en que la Universidad de Chile se
abre a un segundo gran período de su vida, si quisiéramos
adoptar una profesión de fe para la obra de reconstrucción interior que se insinúa —formular una nueva declaración de principios— no habríamos de ir a buscarla
en la obra de tratadistas extranjeros ni en la visita a
otras Universidades lejanas: ¡la encontraríamos íntegra,
con plena validez actual, en las páginas de la «Filosofía
de la Educación» que don Valentín Letelier escribió
justamente hace cincuenta años!
30 —
L A S RELACIONES ENTRE EL ESTADO Y LA
EDUCACION
Otro de los grandes temas de Letelier —uno de los
que ha tratado con mayor ciencia— es el de las relaciones entre el Estado y la educación.
Es sabido que la existencia de una comunidad implica
la permanente actuación de dos fuerzas de sentido contrario: por una parte, las de cohesión social, que tratan
de incorporarnos al núcleo central de la vida colectiva
y, por la otra, las de diferenciación, fuerzas centrífugas
que, acentuando las particularidades de individuos, familias o grupos, conducirían, en último término, a una
verdadera atomización. Están perdidos los pueblos que
carecen de una virilidad cultural o potencia de nacionalización suficientes para acuñar con un pensamiento y
sensibilidad comunes a sus nuevas substancias humanas.
Esta amenaza de desintegración, que está acechando
siempre a todo grupo, es más frecuente en las nacionalidades nuevas. La educación, en el sentido en que Letelier la entiende desde el primer momento, está destinada
a formar esta mentalidad colectiva —a crear esta alma
común— y las escuelas son, por lo tanto, herramientas
para una construcción de la nacionalidad. Los legisla— 31
dores de 1833 ya tuvieron conciencia de ello cuando establecieron que «la educación es atención preferente del
Estado» y que debe haber una Superintendencia de Educación Pública para unificar la enseñanza nacional. Pero
nadie, como Letelier, ha elaborado entre nosotros la
teoría acabada de esta educación pública.
De hecho, el Estado ha evolucionado, desde un pequeño conjunto de funciones esenciales hasta incorporarse
una cantidad de nuevas atribuciones (económicas, asistenciales, educativas) que antes se encontraron en las
manos de los grupos privados (familias, gremios, iglesias, etc.). Este aumento en el volumen de sus funciones
haría que se agudizara un permanente conflicto: el de las
relaciones entre el individuo y el Estado o, lo que es lo
mismo, el problema clásico de la libertad (en lo político,
económico, educacional, etc.). Filosofías políticas diversas se afirmarán ante él: el anarquismo, el liberalismo o
el estatismo.
Los grupos substituidos por el Estado iban a cobijarse, entre nosotros, bajo la enseña de un liberalismo con
subida tendencia anárquica. Su voz de orden sería defender la «libertad de enseñanza», utilizando una argumentación de tipo económico que identificaba la educación con una simple mercadería, y, en consecuencia, la
colocaba enteramente bajo las oscilaciones de la ley de
la oferta y la demanda. La educación es una industria
y, por lo tanto, «no debe haber más trabas para establecer una escuela que para abrir una tienda». Por lo demás, «la iniciativa particular mejora la enseñanza y
funda escuelas dondequiera que se las necesita».
32 —
El examen de las relaciones entre el E s t a d o y la enseñanza tenía que dar lugar a una confrontación, que en
adelante iba a ser inevitable en E u r o p a y América, entre
la filosofía educacional de la Iglesia católica y la filosofía
del E s t a d o docente.
E n efecto, la doctrina de la Iglesia establece que
el E s t a d o puede tener tres actitudes respecto a la enseñanza: 1.° sólo él enseña, esto es, el monopolio, lo
cual es absolutamente condenable; 2.° el Estado enseña
al mismo tiempo que los particulares, es decir, el régimen de la libre competencia, que se puede legitimar
en virtud de las circunstancias, y 3.° el E s t a d o no enseña, se abstiene, a b a n d o n a la función docente.
Pues bien, la única actitud normal, legítima del Estado, es «abstenerse de enseñar» porque no es «profesor,
ni filósofo, ni padre de familia»
debe dejar estas tareas
ordinariamente entregadas a la libre iniciativa particular.
Según este p u n t o de vista, reiteradamente confirmado
por los portavoces de la Iglesia, la educación es, únicamente, una función supletoria del Estado, es decir, sólo le
corresponde reemplazar la iniciativa particular donde
ésta no es suficiente, pero, en ningún caso puede admitirse que la educación sea lina función propia del Estado.
«El es un agente accidental, un substituto provisorio que
deberá presentar su renuncia t a n pronto como hayan
desaparecido las circunstancias que necesiten su pasajera
intervención. O, lo que es lo mismo, la tesis bien conocida:
«El Estado docente debe preparar su abdicación» (3).
(3) Cf. Gastón Sortais S. J.: Traite de Philosophie,
3
U, pág. 254.
— 33
Bien se advierte que semejante doctrina - - t a n lógica y
tan justa dentro de la concepción religiosa del hombre y
del Universo— tenía que entrar necesariamente en conflicto con una filosofía en que se hace la teoría de la
educación pública como herramienta del Estado para
construir las condiciones de su propia existencia, como
instrumento para llegar a producir, por la comunión en
los bienes de una misma doctrina, exenta de reservas y
contradicciones, la convergencia universal de los espíritus.
Desde luego, Letelier iba a clavar los dientes de su
irresistible dialéctica en la argumentación liberal de que
la enseñanza pudiera identificarse con la industria. Es
falso que aquí operen las leyes económicas: «las escuelas
se abren en las más grandes poblaciones donde es mayor
la cultura y menor la necesidad, y no en las poblaciones
más atrasadas, donde es mayor la necesidad por ser
menor la cultura. No son éstas, por lo tanto, empresas
industriales sujetas a la ley de la oferta y del pedido.
Son empresas morales sujetas a las necesidades de la
cultura>. Y si primara, anárquicamente, el sentido particularista de la educación doméstica contra la tendencia
asimiladora de la educación pública, conseguiríamos el
resultado envidiable de que, a la vuelta de bien pocos
años, «no se encontraran en toda la República dos espíritus que pudieran entenderse en cosa alguna».
La objeción de que el Estado no es una autoridad
doctrinal —es decir, no es filósofo— y, por lo tanto, no
puede reivindicar para sí una misión docente, se encontraba previamente refutada en las concepciones positi34 —
vistas de Letelier, para quien el Estado, al secularizarse,
es decir, al desvincularse de una concepción religiosa del
hombre y del mundo, tiene que constituirse necesariamente en Estado filósofo, esto es, pensar las condiciones
de su propia existencia e iniciar en su repertorio de convicciones fundamentales a todos los miembros de la comunidad. Por eso es que se encarga él de observarnos:
«cuando se habla del Estado docente, no se alude ni a
sus gobernantes, ni a sus jueces ni a sus legisladores, ni
a sus empleados de aduana o de tesorería: se alude a esa
porción de funcionarios, maestros, profesores, miembros
de las universidades, directores de la instrucción pública,
que viven dedicados a la enseñanza o al estudio de los
sistemas educativos», es decir, a quienes, sí, deben ser
autoridades doctrinales, más que los industriales o los
padres de familia.
Todas estas reflexiones 110 se desenvolvían, por cierto,
en el plano de lo general y abstracto, como simples
especulaciones de lujo, sino que estaban determinadas
por un hecho de la vida nacional que constituyó una
verdadera crisis de conciencia para nuestros políticos y
maestros, en lo que se refiere a plantear el problema de
las relaciones entre el Estado y la enseñanza:el decreto
del Ministro Cifuentes, que originara la célebre «feria
de los exámenes», experiencia definitiva practicada en
nuestro país, respecto a lo que, ambiguamente, se continúa designando con el nombre de «libertad de enseñanza».
P a r a entender este problema, periódicamente reanimado, las ideas de Letelier continúan siendo válidas.
Más a ú n : cuando nuestros hombres de gobierno lo han
planteado como verdaderos estadistas, atentos sólo a
desentrañar la filosofía que se encuentra implícita en la.
Carta Fundamental, tienden a gravitar, inevitablemente,
en torno a las ideas de D. Valentín Letelier. Xada tiene
de extraño. Letelier ha elaborado entre nosotros, con
maestría clásica, la teoría del Estado docente y ha d a d o
su fórmula, que casi puede considerarse como definitiva,
para entender la libertad de enseñanza dentro del control
del Estado. No ha mucho, a propósito de la petición
que en torno a mayores franquicias para exámenes hiciera u n a Universidad particular, un Ministro de E d u cación trazó las grandes líneas cíe la doctrina que el
Gobierno sustenta en lo que se refiere al sentido de la
«autonomía universitaria» (4). Algunos diarios atacaron
las ideas del Ministro afirmando que lo que allí se planteaba era una peregrina doctrina personal. ¡Lamentable
incultura! La verdad es que el Ministro 110 hacía otra
cosa sino oficializar como estadista —aplicándola al
caso concreto de las Universidades particulares— la
teoría de la educación pública que formulara entre nosotros, hace más de cincuenta años, la personalidad a quien
hoy rendimos homenaje: D. Valentín Letelier, el más
íntegro de nuestros pensadores y uno de los más grandes
Rectores de la Universidad de Chile!
(4) E! ex Ministro de Educación, señor Oscar Bustos A., en documento que la prensa de Santiago publicó el 5 de Octubre de 1942.
36 —
LA
PERSONALIDAD
DE
LETELIER
Como ante una vieja cuenta bancaria que suponíamos
extinguida, revisamos la obra de Letelier y la encontramos abierta, vigente, multiplicada de sugerencias —conjunto de temas actuales— que el tiempo se ha encargado
de incrementar, con rentas imprevistas de verdad.
Cuando se hace un balance de lo que está vivo y de lo
que ya ha muerto en el pensamiento de Letelier, uno se
sorprende al comprobar cuánto queda aún viviendo de
su obra.
Algo más nos ha quedado también —algo singular
y poderoso que necesitamos animar en esta oportunidad de homenaje: la incitación de su personalidad. Porque los hombres se dividen en dos géneros: aquéllos que
nos dejan lo mejor de sí mismos en la labor escrita y
otros —minoría egregia— que hicieron de su vida la
mejor obra maestra y la más permanente lección.
Realizaba Letelier este difícil equilibrio entre el hombre de pensamiento y el hombre de acción. Profesor de
la Escuela de Leyes, Rector de esta Casa, no fué «universitario» en el sentido peyorativo de la palabra, vale
— 37
decir, un temperamento académico para, quien la cátedra no es sino un remanso en que se eluden los violentos
remolinos de la vida. Humanista, no lo fué en el sentido
de refugiarse en un exquisito mundo estético, sino que
se atrevió a mirar la realidad cara a cara. Hombre de
leyes, su formación jurídica no hizo de él una de esas
mentalidades deductivas, ágiles para moverse en el
plano de los principios, en una coherencia lógica puramente formal. Militante de un partido, su familiaridad
con acontecimientos y personas no lo hizo olvidar las
grandes concepciones que han de orientar la acción política. Filósofo, sus ideas estuvieron cargadas de sentido
social.
Por eso es por lo que, según bien lo hubiera querido
F. R a u h , podemos proclamarlo un maestro de la vida —
«porque no se perdía en las elevaciones metafísicas que
hacen que el hombre olvide el gusto de la realidad concreta», ni tampoco reptaba ahogándose en el detalle empírico, en una existencia minúscula y desencuadernada
de la cual no se sentía dueño sino que aspiraba a construir
su propia «fórmula de vida». Porque era un hombre
duro, varón de claros principios, sin adquirir por ello la
impermeabilidad mineral de los pertinaces, y era plástico, con aptitud para adaptarse al curso variable de la
experiencia, sin acogerse por ello a la indeterminación de
los individuos amorfos. Era, en una palabra, esto que
t a n t o nos cuesta encontrar hoy día: un hombre deñnido,
con una clara forma interior, con 1111 estilo propio de
pensamiento: una persona.
Y un hombre así, adherido a las cosas, no iba a e n s a y a r
38 —
consoladoras homilías, a tranquilizarnos con un despliegue de «fraseologías edificantes»: Su lenguaje era nítido
y directo: «No chocar con nadie, avenirse a todo, huir
del peligro, preferir los desvíos al camino recto, no ofender con profesiones de fe liberal los castos oídos de los
ultramontanos, he ahí las máximas políticas y morales
en que estamos educando a la juventud. En una palabra,
estamos haciendo todo lo posible para convencer a nuestros hijos de que el deber más importante de la vida es
engordar».
¿Qué método utilizar, entonces, para vivir, preguntamos nosotros? En verdad, no se puede llegar a la paz
por medio de las transacciones cómodas, por la atenuación de las oposiciones reales en un «sincretismo dulzón>
—yuxtaponer pedazos de doctrina en un eclecticismo
fácil, como quien dice, una «olla podrida» de todas las
creencias. ¡Lamentable unanimidad, siempre, ésta que
se consigue al precio de eludir la realidad concreta mediante un conjunto de «piadosas generalidades»! El debe
haber creído, como F. Rauh, que es necesario confesar
su propia fe —tomar conciencia de ella— colocarse valerosamente frente a su creencia, para ahondarla, que.
en su propio fondo se encontrará, tal vez, la única raíz
común, que puede atenuar las divergencias entre los
hombres (5).
Señores: D. Valentín Letelier se nos descubre, tanto
por su personalidad como por sus ideas, un buen indi(S) F. Rauh: L'expérience morale
— 39
cador de soluciones para muchos de los caminos que
andamos buscando. No es que en la oportunidad precisa
su índice haya faltado para señalarnos la ruta. ¡Somos
nosotros quienes no la hemos seguido, a pesar de advertirla, ha sido la discontinuidad de nuestra conducta, la
pertinacia ciega, y, además, aquello que el maestro
señalaba ya como notas distintivas de las democracias
hispanoamericanas: «el culto de la incompetencia, de la
audacia y de la charlatanería!»
Volvamos, entonces, a la tradición de Letelier, no
para repetirlo —que él no lo hubiera admitido— sino
para repensarlo y confrontar sus ideas con los problemas
que hoy día nos preocupan. Cada generación tiene sus
propias batallas, y él combatió denodadamente las suyas.
¡Desde posiciones espirituales diversas, recojamos su
lección de claridad —de virilidad— y preparémonos a
clavar nuestro signo en la tarea de la próxima reconstrucción!
INDICE
La lucha por la cultura
La necesidad de la
5
filosofía
.
8
La educación considerada como una función social.
16
Las relaciones entre la educación general y la especial
19
Filosofía de la enseñanza universitaria
28
Las relaciones entre el Estado y la educación
31
La personalidad de Letelier
37
— 41
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