la ley de matrimonio civil de 1859. David Guerrero Flores.

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Amores y contratos:
la Ley del matrimonio civil de 1859
David Guerrero Flores
Investigador del INEHRM
Las Leyes de Reforma representaron el intento más decidido de los liberales para instituir
una sociedad regulada por el Estado de Derecho. De la cuna a la sepultura, la Iglesia
católica había controlado la mayoría de los ritos, celebraciones y formalidades de la
población en México. Nacimientos, matrimonios, defunciones, convalecencias y auxilios
humanitarios habían tenido como único sustento la administración material y económica de
las instituciones religiosas.
En la medida que las Leyes de Reforma volvieron tangible la separación entre los negocios
y potestades de la Iglesia y el Estado, resultó indispensable la creación de un aparato
jurídico e institucional que atendiera los asuntos de la población, pero ya no en calidad de
creyentes o feligreses, sino como individuos sujetos a los códigos civiles, con derechos y
obligaciones.
Antes de la Ley del Registro Civil no se publicaron leyes sobre el matrimonio, porque se
consideraba que era un acto sujeto al derecho canónico y a la potestad de la Iglesia. La
intervención del Estado mexicano en el matrimonio comenzó con la expedición de la Ley
Orgánica del Registro Civil del 27 de enero de 1856, seguida de la Ley del Matrimonio
Civil del 23 de julio de 1859 y de la nueva Ley Orgánica del Registro Civil fechada el 28
de julio del mismo año. La ley en la materia explicaba que por la independencia declarada
de los negocios civiles del Estado respecto a los que competen al orden eclesiástico, cesaba
la delegación que el poder soberano había hecho en el pasado, para que el matrimonio
surtiera sus efectos civiles con la sola intervención de la Iglesia católica.
Ahora el Estado definía al matrimonio como un “contrato civil” que se contraía lícita y
válidamente ante la autoridad. Para ello bastaría que los contrayentes, una vez cubiertas las
formalidades, se presentasen ante el registro civil para expresar libremente su voluntad de
unirse en matrimonio. Verificado el asentimiento, la autoridad daba lectura a los artículos
1°, 2°, 3° y 4° de la ley en la materia, además de enunciar la célebre epístola de Melchor
Ocampo, donde se expresaba que el matrimonio civil era: “el único medio moral de fundar
la familia, de conservar la especie y de suplir las imperfecciones del individuo que no
puede bastarse así mismo para llegar a la perfección del género humano.” Más aún,
declaraba en tono romántico la sacralidad de los cónyuges y definía por separado las
cualidades de los esposos:
Que el hombre cuyas dotes sexuales son principalmente el valor y la fuerza, debe dar, y
dará a la mujer, protección, alimento y dirección, tratándola siempre como a la parte más
delicada, sensible y fina de sí mismo, y con la magnanimidad y benevolencia generosa que
el fuerte debe al débil, esencialmente cuando este débil se entrega a él, y cuando por la
sociedad se le ha confiado. Que la mujer, cuyas principales dotes son la abnegación, la
belleza, la compasión, la perspicacia y la ternura, debe dar y dará al marido obediencia,
agrado, asistencia, consuelo y consejo, tratándolo siempre con la veneración que se debe a
la persona que nos apoya y defiende, y con la delicadeza de quien no quiere exasperar la
parte brusca, irritable y dura de sí mismo.
En lo anterior queda de relieve la declaración de superioridad física, moral y económica de
los varones, respecto a la sumisión, debilidad y obediencia de las mujeres, lo cual se explica
por la caracterización de género predominante en la época de la Reforma, donde al hombre
le correspondía la provisión de recursos económicos, la representación pública y legal de la
familia, así como el mando en el sentido más amplio, mientras que a la mujer tocaba el
arreglo de los asuntos domésticos, la crianza y educación de los hijos, tanto como la
atención y esmero por agradar y aconsejar al marido. Siglo y medio después, la desigualdad
implícita en la distinción de los papeles de género conduciría a la reformulación de este
exhorto.
La epístola de Ocampo también indicaba que los cónyuges se tendrían respeto, fidelidad,
confianza y ternura, esforzándose por brindar lo que uno esperaba del otro al unirse en
matrimonio. La prudencia debía caracterizar la relación, evitando las injurias y el maltrato
físico, así como la deshonra que tales actos traerían consigo. No menos importante era la
preparación para cuidar y educar a los hijos, sirviendo de ejemplo ético, moral y de
conducta, de modo que los lazos de afecto y deferencia mutua propiciarían, “la felicidad ó
desventura de los hijos”. Más aún, porque la correcta educación de los vástagos conduciría
necesariamente a la formación de “buenos y cumplidos ciudadanos”.
La ley introdujo la distinción entre el sacramento del matrimonio que se realizaba conforme
al derecho canónico, y el “contrato” que debía realizarse en el Registro Civil. En la
práctica, la gente común asumió que al contraer matrimonio se casaba dos veces, la primera
ante la Iglesia, con todo el ceremonial y los significados derivados de la liturgia, que daban
realce y solemnidad al acto. En contraste, el matrimonio civil se hallaba desprovisto de
colorido y se asumía como un trámite, donde lo más emotivo era la enunciación de la
epístola de Melchor Ocampo.
Lo anterior refleja, desde luego, una situación jurídica ideal. No obstante, en el ámbito
cotidiano los enlaces matrimoniales ocurrían bajo las circunstancias más diversas y
peculiares. En primer lugar, la escasez de oficinas del Registro civil propició que hasta la
década de 1890 los matrimonios civiles resultaran escasos y más urbanos que rurales.
Además, entre las clases populares que constituían el 90 por ciento de la población total, se
mantuvo la práctica del ayuntamiento simple o concubinato del hombre y la mujer, con la
sola mediación del consentimiento y la fuerza de la costumbre. En las rancherías serranas
con fuerte tendencia a la endogamia, eran frecuentes los casamientos entre parientes
consanguíneos. A su vez, los pueblos y las comunidades étnicas conservaron las tradiciones
relativas al noviazgo, el pedido de la novia y los ritos referentes a la aceptación o rechazo
del matrimonio, que involucraban a las familias de los contrayentes y al vecindario entero,
de manera que el individualismo quedaba subsumido en el orden de la familia extensa y en
el espíritu de cuerpo de las comunidades pueblerinas y de barrio. Mención especial
requieren los acuerdos de familia, por medio de los cuales se convenían matrimonios a fin
de garantizar la preservación y aumento de la riqueza, de la propiedad territorial y la
honorabilidad de los apellidos. Por otra parte nos encontramos con la “venta” o “entrega”
de las hijas solteras, a cambio de dinero, ganado, agua de riego o tierras de labranza, tan
común en el sureste de México. Además, resultaba habitual el rapto de la joven o de la
novia, cuando ella o los padres se resistían al cortejo; en ese caso el varón optaba por
robarla, y una vez consumada la unión retornaba con la mujer para reconciliarse con los
padres y convenir el matrimonio. Ni qué decir de los matrimonios que terminaban en
fracaso por desidia, desencanto o infidelidad.
Pese a todo, en el siglo XIX se ratificó el principio del matrimonio civil como un contrato
cuyos requisitos y efectos estaban determinados bajo la exclusiva competencia de las
autoridades civiles. El desarrollo posterior de los códigos relativos al matrimonio tendió a
suavizar el predominio de los varones en favor de las mujeres, así como a reconocer otras
formas de establecer vínculos similares.
Los Códigos Civiles del Distrito Federal de 1870 y 1884, así como la Ley de Relaciones
Familiares de 1917 y los códigos civiles de 1928, 1953, 1974 y 2000, expresan en sus
definiciones del matrimonio una evolución gradual que tiende a igualar los derechos de los
esposos, así como el reconocimiento de los hijos dentro y fuera del matrimonio. De igual
manera destaca el surgimiento de formas alternativas al matrimonio, como el concubinato y
las sociedades de convivencia, reconocidas como formas paralelas y válidas para establecer
una familia, con derechos y obligaciones reguladas por la ley.
El desarrollo material de la sociedad mexicana, el feminismo, la perspectiva de género, la
irrupción de la juventud como protagonista esencial del mundo cultural y político, amén de
la reflexión en el terreno de la jurisprudencia y de las ciencias sociales, se tradujo en el
debilitamiento del concepto decimonónico del matrimonio, que en forma gradual perdió su
carácter indisoluble, su definición de contrato civil y hasta la primacía de sus fines
esenciales de procreación y cuidado de los hijos.
Entre 2006 y 2007 se aprobaron puntos de acuerdo en las Cámaras de Diputados y
Senadores para ordenar la supresión de la epístola de Melchor Ocampo durante la
celebración del matrimonio civil. El gobierno del estado de Veracruz convocó entonces a
un concurso para elaborar la nueva carta matrimonial veracruzana. El texto ganador de
Graciela Berlín Mendoza, define así el concepto de matrimonio civil en nuestros días:
El matrimonio consiste en la unión de mutuo acuerdo, exclusiva y duradera, que establece
derechos y deberes entre la mujer y el hombre. Es una relación que surge del amor y se
consolida en el compromiso mutuo, cuyos elementos indispensables son el respeto y la
tolerancia.
[...]
Colaboren como pareja en la creación de una sociedad en la que el hombre y la mujer
convivan en armonía. Sean defensores de los principios de igualdad, equidad y justicia.
Recuerden que el ejercicio de los derechos sociales y culturales, económicos y
patrimoniales representa el principio del respeto y la relación armoniosa entre los seres
humanos.
De ser el caso, sean ustedes madre y padre que guíen a sus hijos con el ejemplo de su amor,
transmitiendo valores en forma tierna y respetuosa.
Sean conscientes de que la cooperación en las actividades cotidianas, así como en la
educación de las hijas y los hijos, es responsabilidad de ambos.
En lugar del concepto de contrato civil sujeto al arbitrio de la autoridad política, el
matrimonio comenzó a visualizarse desde el último cuarto del siglo XX, a la manera de un
acto derivado de la voluntad entre dos personas que deciden unir sus vidas de manera
temporal, con libertad para planificar su futuro, a la vez que para proteger su patrimonio y
prodigarse el cuidado, la ternura y las atenciones propicias para el disfrute de la felicidad en
común. Desde luego que debe existir un marco legal de referencia, pero los fines del
matrimonio y los acuerdos entre los cónyuges tienden ahora a decidirse en privado.
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