NUEVA SOCIEDAD Número 42 Mayo - Junio p70-86

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NUEVA SOCIEDAD NRO.103 SEPTIEMBRE- OCTUBRE 1989, PP. 4-9
Argentina: el carro del Estado navega
sobre un volcán
Valle, Dolores
Dolores Valle: Periodista argentina. Fue jefe de la sección internacional de la revista El Periodista, de Buenos Aires, y secretaria de redacción de la revista Número,
en Caracas.
El aparato del Estado, que en los años 40 y 50 sirvió para que Juan Domingo Perón
lanzara un vasto proyecto de desarrollo industrial capitalista en la Argentina, está
siendo desmantelado ahora por el único hombre que puede reclamar el título de
heredero político del general: el actual presidente Carlos Saúl Menem.
Se ha cumplido, así, la paradoja de que el dogma liberal que recitaron todos los ministros de Economía de los gobiernos militares (y buena parte de los que sirvieron
a presidentes civiles) termine siendo ejecutado por un líder populista, respresentante de las tendencias más conservadoras y nacionalistas del peronismo.
Que Menem cumpla con lo que los liberales tantas veces prometieron y no hicieron, se debe menos a su firmeza de propósitos que a la evolución de un proceso
económico en el que el Estado ha completado, por fin, su metamorfosis.
No sólo para desocupados
Los liberales han venido desplegando durante décadas el argumento de que el tamaño del sector público es la fuente de casi todos los males en la Argentina. Aluden - con razón a su ineficiencia y al hecho, crecientemente comprobable, de que su
acción conspira, finalmente, contra los intereses populares. Según este discurso, tal
situación es, sobre todo, el resultado de una política de excesiva absorción de esa
fuerza laboral que no encuentra inserción en el mercado, con lo que el empleo público vendría a cumplir encubiertamente el rol de un seguro contra la desocupación.
Lo que se omite decir es que el peso de éste y otros factores no es siquiera comparable con el efecto depredador que ha ejercido sobre el Estado un sector privado
parasitario, que sacó de él subsidios, créditos baratos, exenciones impositivas y
contratos leoninos. Un reciente estudio de la Fundación de Investigaciones Econó-
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micas Latinoamericanas (FIEL) revela que, en la Argentina, el 70% del subsidio público se destina a las 50 empresas más poderosas del país.
Conscientes de que aquella formidable fuente de recursos está irremesiblemente
agotada, los representantes del poder económico coinciden, ahora, en que ha llegado el momento de desmembrar al desfalleciente «monstruo» y subastar sus piezas
útiles.
Lo más significativo de todo esto es que la tarea no le ha sido confiada a los hombres del partido gobernante ni a tecnócratas de prestigio. Los intermediarios han
sido definitivamente descartados, sólo los agentes directos del poder económico
más concentrado conducen un proceso que debe culminar con la reubicación del
país en la nueva división internacional del trabajo. La constatación del hecho ha
llevado al humor popular a acuñar una frase amargamente ingeniosa: «La Argentina es un país atendido por sus propios dueños».
La revelación de las nuevas reglas de juego se produjo, espectacularmente, el 31 de
mayo de 1989, cuando, sobre las cenizas todavía humeantes de la mayor explosión
social registrada en las últimas dos décadas, el índice de la Bolsa de Buenos Aires
dio un vigoroso salto adelante. La causa del milagro fue la designación, anunciada
la noche anterior, del ministro de Economía de Menem: Miguel Roig, quien acababa de jubilarse como vicepresidente ejecutivo de Bunge y Born, el único emporio
multinacional de origen argentino, en cuyas oficinas se gestó el plan económico
adoptado por el gobierno peronista.
El infortunio sometió a Menem a una temprana prueba de determinación, que superó sin pestañear. Como se sabe, Roig murió seis días después de haber asumido
el cargo. Saltando por encima de las presiones de su propio partido (donde se hablaba de la necesidad de «peronizar» el ministerio de Economía) y de las advertencias sobre el riesgo político de insistir con hombres vinculados a los grandes grupos empresarios, Menem designó de inmediato al vicepresidente en ejercicio de
Bunge y Born, Néstor Rapanelli. Dio así la primera señal clara de que no habría de
recurrir, en adelante, a eufemismos ni circunloquios sobre la verdadera naturaleza
del proceso en marcha.
Con el agua al cuello
La incógnita en torno a la viabilidad del severo plan de ajuste reside, sobre todo, en
cuánto deterioro adicional será capaz de resistir el maltrecho tejido social argenti-
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no. Menem cuenta, a su favor, con un formidable caudal de popularidad (gestado,
precisamente, en los sectores más sumergidos), lo que, sumado a la generalizada
desesperación y a la fe ciega en cualquier cambio, le abre un ancho espacio de maniobra.
Pero frente al carisma del presidente, se alzan los testimonios dramáticos de la realidad. Los indicadores económicos reflejan el desproporcionado costo que la crisis
y el programa liberal-conservador imponen a los trabajadores argentinos. En julio
de 1989, la inflación trepó al 197%, mientras los aumentos salariales oscilaron entre
el 110 y el 160%. En el mismo mes se incrementaron las tarifas de gas, electricidad
y teléfonos en 700%, lo que obliga a un trabajador medio a destinar la mitad de su
salario al pago de los servicios públicos. Es cierto que el vendaval de la hiperinflación comenzó a amainar ya en agosto de 1989, pero la brutal transferencia de recursos que se ejecutó bajo su influjo ya ha sido consumada y no se revertirán sus efectos en el porvenir cercano. La tendencia histórica reciente confirma, además, ese
rumbo: el nivel de participación de los asalariados en la renta nacional era de 43%
en 1974, descendió a 27% en 1988 y no superará el 20% en 1989.
Los potenciales focos de un estallido social se ubican en las periferias de los grandes centros urbanos, sobre todo en el cinturón industrial de la ciudad de Buenos
Aires, bastión electoral del peronismo, antiguo reducto de un proletariado en expansión y actual muestrario de la miseria argentina. Allí vive, en estos momentos,
un tercio de la población del país, en condiciones que el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) acaba de describir con escalofriante precisión: el 36,7%
de los hogares y el 44,3% de las personas que habitan en el Gran Buenos Aires no
cuentan con ingresos suficientes para satisfacer sus necesidades básicas. De ellos, el
33% son niños menores de 10 años.
No se trata, en rigor, de una extensión de las llamadas «villas miseria» que en los
años 50 se multiplicaban al ritmo de la migración interna. Los nuevos pobres son,
en su mayoría, trabajadores urbanos recientemente expulsados del circuito de consumo. Según las cifras del INDEC, el 69% de la población sin recursos del Gran
Buenos Aires no pertenece a la categoría de «pobres estructurales», sino que ha llegado a esa situación por un fuerte descenso de su capacidad adquisitiva. Lo que no
es sorprendente, si se considera que los salarios reales de julio 1989 fueron equivalentes al 45% de los que regían en diciembre de 1988, y que la demanda laboral
cayó en 62% durante el primer semestre del año.
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El rostro crispado de la miseria comienza a asomarse, además, en las noticias policiales, con novedosos y preocupantes rasgos. Prolifera, desde hace algún tiempo,
un nuevo tipo de cuatrerismo. Aunque cueste creerlo, en el país del trigo y las vacas, la gente roba caballos para faenarlos e incorporarlos a su dieta. Hace poco, un
pura sangre corrió esa suerte a manos de un grupo de muchachos que lo degollaron con trozos de vidrio. Y no resulta menos inquietante enterarse de que en una
provincia del norte, los habitantes de un pueblo hicieron descarrilar un tren para
robar sacos de azúcar.
El gobierno de Menem no ignora ni desdeña los signos de deterioro social que heredó y que la actual política económica no puede sino agravar. El plan de ajuste
está acompañado de un programa de ayuda a los sectores más sumergidos, que debió haber contado con el aporte financiero inicial de las grandes empresas privadas. Estas se resistieron, sin embargo, a materializar las contribuciones prometidas
y el gobierno tuvo que recurrir a las exhaustas arcas fiscales para poner apresuradamente en marcha un bono alimentario, que actuara como paliativo ante el hambre. «Si esperamos el aporte empresario, el país va a volar en pedazos» reflexionó,
amargamente, el ministro de Acción Social, Julio Corzo.
La oposición peronista
La política de colocar parches sobre la desgarrada trama de la pobreza suscita, por
otro lado, críticas no del todo veladas en los sectores más progresistas del partido
de gobierno, que esperaban otro destino para el peronismo en el poder. Antonio
Cafiero, gobernador de la Provincia de Buenos Aires y jefe del ala «renovadora»
del Partido Justicialista (que fue derrotada en limpias elecciones internas por Menem en julio de 1988), declaró recientemente a la prensa que «el peronismo nació
para transformar al país, no para hacer asistencialismo».
Cafiero y otros dirigentes «renovadores», como el gobernador de la provincia de
Mendoza, José Octavio Bordón, procuran mantener un difícil equilibrio, evitando
la confrontación directa con el gobierno central, pero dejando en claro que no todo
el partido está comprometido en la cruzada liberal de Menem. Reclaman para sí el
puesto de reserva moral, disponible para un futuro que imaginan conflictivo.
Con un peronismo sumido en el estupor y las pugnas internas, un Partido Radical
que aún no termina de lamer las profundas heridas que le dejó su último paso por
el gobierno, y una izquierda de dimensiones embrionarias, la resistencia al Plan de
Ajuste debería ser naturalmente encabezada por el poderoso aparato sindical que
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Perón fundó hace cuatro décadas. Sin embargo, la «columna vertebral del movimiento justicialista», como lo denominó el propio general, aparece más debilitada
que en cualquier otro momento de su historia.
La pérdida de poder del sindicalismo peronista tradicional tiene una raíz económica, que es el acelerado proceso de desindustrialización en la Argentina (los obreros
fabriles, que fueron su base histórica, representan hoy menos de la cuarta parte de
la población laboral activa) y otra política: la «crisis del verticalismo» (el modelo
autoritario de conducción sostenido, entre otros, por los caciques de los grandes
gremios) que sobrevino tras la muerte de Perón y ante el auge de la corriente «renovadora» en el Partido Justicialista.
La derrota electoral del peronismo en 1983 fue otra pesada piedra en el lastre que
ya arrastraban los gremialistas del viejo cuño. Se los acusó entonces de haber espantado a un electorado que, tras los horrores de la dictadura, buscó refugio en el
discurso ético del radicalismo liderado por Raúl Alfonsín. Este intentó, una vez
instalado en el gobierno, asestar un golpe definitivo a la dirigencia sindical con una
ley que imponía un proceso de democratización en las estructuras gremiales. La estrategia de Alfonsín fracasó estrepitosamente: el proyecto no logró la aprobación
parlamentaria y, tres años después, acosado y debilitado en todos los frentes, el
presidente radical apeló a la desesperada maniobra de entregar el Ministerio de
Trabajo a un conspicuo representante de la denostada «burocracia sindical», Carlos
Alderete. (Lo cual tampoco le sirvió para evitar la sucesión de protestas del movimiento obrero, expresadas en trece paros generales durante su gestión).
La consagración de Menem en las urnas el 14 de mayo de 1989, pareció augurar el
retorno de los buenos viejos tiempos para las cúpulas sindicales. Bastaron, sin embargo, pocas semanas para que tales ilusiones se estrellaran contra la realidad. En
el actual plan económico no hay lugar para un sindicalismo fuerte. La reconversión
productiva, la violenta retracción del mercado interno, la concentración del poder
económico en un reducido grupo de exportadores, requieren una contrapartida en
el campo del trabajo: bajos salarios, un ejército de reserva de la fuerza laboral, precariedad de las relaciones contractuales entre patrones y empleados.
Los sindicalistas del peronismo se enfrentan, así, a una alternativa de hierro entre
el imperativo de cerrar filas en torno a Menem para apuntalar su gestión (lo que
implicaría arriar las viejas banderas reivindicativas) y la necesidad de preservar un
espacio propio que ofrezca un cauce de expresión a los reclamos de sus bases (lo
que conlleva el riesgo de la fractura o el ostracismo político).
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Entre quienes han decidido aceptar este último desafío se encuentra Víctor de Gennaro, el joven secretario general de la Asociación de Trabajadores del Estado, que
propone la construcción de un nuevo modelo sindical: «Hay sectores que creen que
la única alternativa es asumir que no hay margen para la transformación social,
que sólo queda aceptar las pautas de los grandes grupos económicos, asumir la estrategia del sálvese quien pueda, apoyarse en los sectores que, por estar dentro de
los grupos transnacionales, tienen un nivel de vida digno, dejando de lado la discusión de un modelo de transformación profunda. Frente a este proceso y esta definición ideológica, creo que hay que transformar el modelo sindical en cuanto que
la Confederación General del Trabajo tiene que asumir el nuevo rostro de los trabajadores argentinos, expresar también a los que no tienen empleo, a los jubilados, a
los marginados. Nuestras bases no son sólo los que trabajan, sino la comunidad entera y tiene que potenciarse políticamente para quebrar las políticas de la dependencia. El modelo sindical actual tiene que asumir una convocatoria mucho más
amplia, y esto sólo se puede hacer con una democratización a fondo del movimiento obrero y con una apertura a todos los sectores de la comunidad»1.
El valor de la democracia
En su discurso inaugural ante la asamblea legislativa, el 8 de julio de 1989, Menem
dijo que «si la democracia no sirve para hacer más feliz a la gente, no sirve para
nada». La frase expresa un sentimiento mayoritario en la Argentina y establece un
amargo contrapunto con lo que fue el lema electoral de Raúl Alfonsín seis años
atrás: «Con la democracia se come, se educa, se cura, se vive». Finalmente, el tránsito de Alfonsín por el gobierno demostró que una democracia tolerante, abierta y
pluralista no es suficiente para «hacer más feliz» a la sociedad cuando las necesidades básicas de cuatro de cada diez argentinos están insatisfechas.
Los riesgos que acechan a la democracia en este período del gobierno de Menem
no parecen originarse en la misma fuente que, desde la Semana Santa de 1987, acosó a la administración radical con cuartelazos, desplantes y amenazas. El sector ultranacionalista del Ejército, popularmente conocido como «los carapintada», se
cuenta entre los potenciales damnificados por el sorprendente viraje doctrinario de
Menem.
Los coroneles fundamentalistas que publicitaron su adhesión al peronismo se encuentran ahora con que sólo pueden aspirar a un generoso perdón presidencial de
sus anteriores tropelías. La causa de las islas Malvinas - que todos ellos exhiben
1
Reportaje publicado en «Informe de Crisis», 27 de julio de 1989.
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como estandarte acaba de quedar opacada por la reanudación de las relaciones comerciales con Gran Bretaña, un gesto en el que por primera vez, desde la guerra de
1982, se desvincula la cuestión de la soberanía. Por otra parte - y esto es más importante aún - tampoco hay lugar para los ultramontanos «carapintada» en el actual proyecto de sesgo liberal: son demasiado imprevisibles y dañan la imagen exterior argentina en los lugares (Estados Unidos y Europa) donde la diplomacia bonaerense está concentrando todos sus esfuerzos para mejorar el clima de negociación de la deuda y promover las exportaciones.
El sistema democrático se muestra mucho más vulnerable, en cambio, a las presiones de los agentes económicos que en febrero de 1989 lanzaron una gigantesca maniobra especulativa que condujo a la estampida del dólar primero y a la hiperinflación después; con lo que la permanencia de Alfonsín en el gobierno se tornó imposible y resultó necesario proceder a una apresurada transferencia del mando presidencial.
De ese «golpismo de guante blanco», y no de los cuarteles, proviene el verdadero
peligro. Las relaciones entre el gran poder económico y Alfonsín estuvieron marcadas por constantes vaivenes. El presidente radical pasó, una y otra vez, de la confrontación a las concesiones, sin cosechar más que frustración. Menem ha decidido
comprometer a ese poder como aliado. El problema es que puede acabar siendo su
rehén.
Referencias
*Anónimo, INFORME DE CRISIS. 27/07 - 1989;
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad Nº 103 Septiembre- Octubre de 1989, ISSN: 0251-3552, <www.nuso.org>.
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