MilMesetas 1-9-13 - Carlos Eduardo Maldonado

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Publicado en: http://www.revistamilmesetas.com/letra-y-musica-delas-visiones
Letra y música de las
visiones
Escrito por Carlos Eduardo Maldonadoen 1 septiembre 2013
0:01 am / sin opiniones Categorías: Ensayo, Recomendamos, SLIDE
Hildegard von Bingen
CARLOS EDUARDO MALDONADO |
Todo aquel que escribe, compone, pinta o esculpe, por ejemplo,
sabe que la creación surge de algo así como una intuición —para
algunos incluso de una voz interior—, una visión totalizante que
luego hay que ir componiendo analítica, gradual, procesalmente, sin
dejar de lado una suerte de improvisación en el camino que va
emergiendo sencillamente. Independientemente de nosotros. La
creación va siendo guiada por esa intuición, a la que todo lo demás
le es subsidiario. El formalismo, necesario siempre, es un parásito
de la intuición. Necesario como la E. coli (Escherichia coli) que vive
en nuestros intestinos y sin la cual no viviríamos.
Hay casos conspicuos, pocos, pero documentados, de visionarios
que fueron, como sucede en el caso de la creación de Hildegard
von Bingen, objeto mismo de la fuerza o el poder creador. Porque la
inteligencia es exactamente eso: una fuerza, y como toda fuerza,
brutal, ciega, indómita. (Como el sexo, también, por ejemplo). Hay
quienes son dominados por la inteligencia, y entonces terminan,
brillantes, en algún socavón social o cultural. Y hay quienes, por
alguna razón, logran dominar a esa fuerza que es la inteligencia, y
logran, supuestas muchas otras eventualidades, realizar una obra
notable de impacto.
La fuerza de la inteligencia, esa fuerza que puede conducir hasta la
locura, y más allá de ella, en ocasiones contadas, hasta la
genialidad. Como una emergencia, como un acontecimiento.
Karl Jaspers ha estudiado a esos locos genios maravillosos que son
Strindberg, Van Gogh, Swedenborg y Hölderlin. Más allá del ideal
romántico de “genio y locura”. Y ha mostrado cómo la locura ha sido
un nutriente en la creación. Para no hacer referencia a ese breve
estudio hermoso de Aristóteles mismo sobre la melancolía. O como
ese otro caso, ya bastante popular, que es John Forbes Nash, de
quien su decano dijera en una ocasión: “Si le hubiera hecho caso al
hecho de que John estaba loco, nos hubiéramos perdido un premio
Nobel”. Y tantos otros casos semejantes.
En fin, nadie que no sea normal, se dice, no puede crear. Pues la
creación es una experiencia que sucede lejos del equilibrio.
La antropología misma, en un momento dado, se ha asumido como
esa ciencia que busca lo extraño y ajeno, también, en ocasiones, a
través de experiencias límites (productos psicotrópicos, naturales y
artificiales). Artaud y los trabajos sobre Carlos Castaneda, el
Maestro Don Juan, y esa obra monumental de Frazer que es La
rama dorada. Y los trabajos, numerosos y profundos, de Mircea
Eliade exactamente ahí: en el filo del caos. Y en otro espacio, esas
experiencias igualmente místicas y visionarias de Avicena y de
Suhrawardi, el filósofo persa contemporáneo de la abadesa
alemana Hildegard von Bingen.
En efecto, Hildegard von Bingen merece un lugar propio en este
espacio. Nacida en 1098, es hija directa del período gótico —ese
que nace y ancla en l’Ile de France (París) —; el gótico, el
descubrimiento de la luz en el medioevo (mucho antes de Newton, y
de la electricidad). Después del románico, ese arte de moles y
masas.
Hija de un hogar próspero, es internada en un convento a los ocho
años para convertirse más tarde en monja. Monja y abadesa, y al
cabo, santa. Pero (relativamente) mucho tiempo antes, a los tres
años, ya tenía las primeras visiones. “Una luz tal, que mi alma
tembló, pero debido a mi niñez —habría de confesar mucho tiempo
después, siendo ya adulta—, nada pude proferir acerca de esto”.
Pero habrá de ser a los cuarenta y dos años —en el medioevo las
expectativas de vida llegaban a los treinta cinco años, de acuerdo
con estudios de la demografía—, cuando tiene la verdadera visión
de luz, aquella que le ordena escribir cuanto ve, a la que se rehúsa
Hildegard, y por lo cual habrá de sufrir enfermedades y
padecimientos hasta que consiente en acatar las ordenanzas de la
luz. Y así escribe una obra eximia: Scivias, y Liber Divinorum Opera
(“El libro de las obras divinas”), el Liber Vitae Meritorum (“Libro de
los méritos de la vida”), Lingua Ignota y esas joyas musicales, que
son las Armonías celestiales. Responsorios y Antífonas —en
realidad, compuestas por antífonas, responsorios, himnos y
secuencias— hoy disponibles en discos de varias versiones. Para
no mencionar la correspondencia, rica, variada y profunda.
Hildegard, la igual (inter pares) con monstruos como Bernard de
Clairvaux y Hugo de San Víctor, antecesora en mucho de Pedro
Abelardo, corresponsal de poderosos (emperadores y papas), entre
otros.
La obra más interesante desde el punto de vista que aquí nos
interesa es el Scivias —la forma abreviada de Scito vias Domini,
esto es, “Conoce los caminos del Señor”—. Este se compone de 26
visiones, acompañadas por 35 ilustraciones. Cada visión es
presentada primeramente, y luego la autora del libro presenta la
interpretación de cada una de ellas. Notablemente, llama a sus
visiones “luz”, “llama”, incluso “Sabiduría” y “Claridad”. Pero las
interpreta como “Dios”.
Consistente, en verdad: ver el misterio, atribularse con la visión,
pero llamarla… bueno, con el nombre de su cultura. En cualquier
caso, saber que la visión es la fuente de la inspiración y el motivo
mismo de la obra. Literalmente, saberse a sí misma como el medio
para la expresión de la visión misma como obra: poética y musical,
argumentativa y alegórica.
Por su parte, las Sinfonías se componen de 57 canciones, las que
la abadesa misma compuso y compiló, aunque después de su
muerte se compilan en total 75 canciones y poemas. La antífona se
cantaba antes o después de los salmos. Los responsorios, el canto
más antiguo en la iglesia cristiana, es una salmodia que se canta
después de las lecturas en el oficio religioso. En cualquier caso, la
unión de música y palabra se corresponde por completo, en la
estética medieval, con la unión de cuerpo y alma: la música expresa
al espíritu, y la palabra al cuerpo.
Sin embargo, hay que decir que la visión, mejor: en plural, las
visiones de Hildegard hubieron de componerse en un trabajo
denodado y difícil, disciplinado y apasionado a la vez, un trabajo, en
el caso suyo, con la ayuda de varios escribientes y ayudantes y
ayudantas. El trabajo mismo de la escritura y de la composición
musical. Si bien las visiones son gratuitas e inmediatas, la escritura
exige de proceso, cuidado y filigrana. En esta difícil combinación
radica el genio mismo, sin lugar a dudas.
Hildegard nos cuenta cómo y cuándo fue su experiencia visionaria:
“A la edad de cuarenta y dos años y siete meses, vino del cielo
abierto una luz ígnea que se derramó como una llama en todo mi
cerebro, en todo mi corazón y en todo mi pecho. No ardía, sólo era
caliente, del mismo modo que calienta el sol todo aquello sobre lo
que pone sus rayos. Y de pronto comprendí…”.
De hecho, Margarethe von Trotta hizo en 2009 una película
fantástica —como todo lo de Von Trotta—: Vision sobre esa santa,
destacando el papel que como mujer cumplió, anodinamente, en
una época en la que no solamente la mujer no existía aún —la
mujer será inventada o descubierta por el siglo XX, propiamente
dicha—, y en la que el individuo mismo tampoco ha sido inventado
o descubierto en la historia de Occidente —para lo cual, en rigor,
habrá que esperar al Renacimiento—.
En fin, Hildegard von Bingen, la heredera inmediata de Aspasia,
Perictione e Hipatia. Y la primera de todas ellas, en esa memoria
que se hunde hasta “la noche de los tiempos” (Thomas Mann), Merit
Ptah, en el antiguo Egipto.
“En esta visión comprendí los escritos de los profetas, de los
Evangelios y de otros santos y filósofos sin ninguna enseñanza
humana y algo de esto expuse, cuando apenas tenía conocimiento
de las letras, tal y como me enseñó la mujer iletrada. Pero también
compuse cantos y melodías en alabanza a Dios y a los santos sin
enseñanza de ningún hombre, y los cantaba, sin haber estudiado ni
neumas ni canto”, dice la visionaria. Una mujer formada en las
Escrituras y sus tradiciones, logra acceso a la cultura humana, para
bien de los hombres, de su época.
“Soy un ser indocto que no ha recibido enseñanza alguna de temas
exteriores. He sido instruida en el interior de mi alma”, confiesa en
una carta a Bernardo de Claraval.
Las visiones de Von Bingen están llenas de cromatismos, incluyen
olores, unos agradables y otros nauseabundos, y también voces,
cantos y lamentos, según el caso. En sentido estricto, una visión
solo le habla a su época —epocalmente hablando; no
necesariamente en sentido histórico—, y a su vez, la época está
contenida en la visión. Es un ejemplo típico de autorreflexividad
total, referencia de sí misma a sí misma, finalmente, identidad y
tautología. Es irremisiblemente lo sí mismo, nunca lo otro. En
verdad, se trata de la totalidad que es plenitud, que se sabe y se
quiere a sí misma.
Y sin embargo, la visión se define por el misterio. El cual, por
definición no puede ser resuelto. Resuelto ni traducido. De lo
contrario, simple y llanamente ya no sería misterio. Y por esencia
todo misterio es polisémico. El misterio, aquello que aún no ha sido
dicho, aquello que no ha sido resuelto, en fin, aquello mismo que no
ha sido visto, por definición, por los más. Sólo por unos pocos; y
ocasionalmente, por alguno.
Una cosa es fundamental aquí. En las visiones la abadesa “jamás
sufrió la ausencia de éxtasis”. Y sus visiones no son cosa de un
instante fugaz: “Veo estas cosas despierta, tanto de día como de
noche. Y con frecuencia estoy atada por enfermedades y atenazada
por fuertes dolores, hasta tal punto que amenazan con llevarme a la
muerte. Pero hasta ahora Dios me ha sustentado”. Y agrega: “La
luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más
resplandeciente que la nube que lleva el sol…”. “De ningún modo
soy capaz de conocer la forma de esta luz”.
Hildegard se forma al interior de los conventos. Disibodenberg y
Rupertsberg. Jamás recorrerá el mundo, si no es para mudarse de
lugar, o acaso también para predicar en algunas ocasiones. El
espacio pivota en torno a Mainz, aunque pueda extenderse, como
fue efectivamente el caso, hacia el norte, a Colonia, y hacia el sur
hacia lo que hoy es Frankfurt del Meno. Toda su cultura es la
cultura misma de la iglesia de su época, pero su cultura, la de la
Von Bingen, no es poca. Y sin embargo, el motor de su obra y
pensamiento no se funda en su cultura, si bien la supone. Sino, en
la experiencia misma de las visiones, pensamiento imaginativo, si
cabe. Experiencia límite, definitivamente.
Las visiones no son, jamás, actos buscados; no existe propedéutica
ni metodología alguna para o hacia las mismas. Son, sencillamente,
experiencias que acaecen. Como acaecen las cosas grandes y las
inflexiones importantes en la vida. La visión permite visualizar un
espacio que no está en el espacio (mundano, euclidiano), y es
fundamentalmente una experiencia no espacial. Eso: una vivencia.
(Ninguna vivencia es espacial si bien acontece en el mundo). Y el
tiempo de los alumbramientos del alma o el espíritu a sí mismo
tampoco pertenece al tiempo del mundo. Es, si se quiere, el nunc
stans.
¿El nunc stans? El presente es esencialmente un estado cuántico.
Presente puro, y en el presente todas las posibilidades se cumplen
al mismo tiempo. Sólo que en la visión, las posibilidades acaecen al
visionario de un modo que sobrepasa la voluntad o el
entendimiento. Plenitud, cumplimiento. Definitivamente, un acto de
liberación, de realización.
En contraste con las alucinaciones, las visiones dejan huellas; en
los ojos y en el rostro, en el cuerpo y, más importante que todo, en
el mundo mismo. Aquí está la maravilla de una visión —contra una
alucinación—: la visión transforma al sujeto como al mundo mismo,
e implica un comienzo desde cero de la existencia misma. Nadie es
el mismo (o la misma) antes que después de la visión. ¿Las
alucinaciones? Se puede volver a ser la misma persona después,
como es efectivamente el caso. En las alucinaciones, las rupturas
suceden gradualmente, al cabo, en tanto que en las visiones la
transformación es instantánea.
Pero veamos la imagen que acompaña a este texto. Esta, como
varias otras, fue elaborada por indicación de la beata, y siguiendo
siempre sus instrucciones. Pero no deja ser hermosa, como de
hecho, toda la pintura medieval, la ingenuidad (naïveté) de la
escena.
Al interior de un convento, Hildegard recibe sobre su cabeza la
llama de la que habla en su Scivias, y toma nota de lo que la
Sabiduría le ordena, como lo escribe. Una “poderosa” llama de
cinco leguas, pintada en rojo, se extiende desde las alturas hasta la
cabeza de la monja. Su rostro y su mirada se dirigen hacia abajo,
hacia la libreta o cuaderno donde deberá escribir sus visiones. Con
los tonos de las mismas. A su lado, un sacerdote, verosímilmente
su eterno asistente, Volmar, observa con actitud respetuosa.
Aunque bien podría ser su segundo secretario, el monje Gottfried.
Como siempre en la pintura medieval las proporciones no
corresponden a la realidad. Lo que cuenta son los símbolos. Y la
trasmisión de los signos.
La visión, toda visión —cuando es propiamente tal— es una
comprensión unificadora, visión de síntesis, jamás fragmentada ni
fragmentadora. Se trata del todo (¿una totalidad?) que hace su
epifanía de manera global, y se capta por vía no-analítica. Es la
naturaleza misma de las intuiciones y el pensamiento imaginativo,
de las visiones y las iluminaciones (Siddartha Gautama) acceder a
una verdad de una vez, y no de manera segmentada. El todo se
revela como tal, según cada caso. Ver, oír y saber son simultáneos.
Ver, oler y escuchar coexisten al mismo tiempo. Saber y
comprender y ver son una sola y misma cosa.
Que es, por ejemplo, lo que sucede con un poema o la belleza, con
una armonía o un “sueño”, una obra, en fin. ¿Cómo decirlo? Un
proyecto, una entrega, una vida.
Hildegard von Bingen se inscribe en la tradición mística, pero con la
advertencia de que nunca alcanzó el rapto del éxtasis. A diferencia
de Sor Juana Inés de la Cruz, o de Santa Teresa de Jesús, por
mencionar al azar algunos (contra) ejemplos.
Realizó diversos milagros, esto es, curaciones y sanaciones, todos
documentados debidamente. Y ya en vida fue considerada una
santa. Sin embargo, la burocracia romana y del Vaticano impidieron
tal reconocimiento, hasta que Benedicto XVI (alemán también) la
declaró, en 2012, Doctora de la Iglesia. Un reconocimiento justo en
sus proporciones.
Pues Hildegard, poeta, músico, filósofo, místico, científico (en
sentido medieval), predicadora y curadora o sanadadora, llama su
obra, integralmente, como “ciencia especulativa” —una expresión
que para los empiristas y positivistas de hoy en día, siempre tan
indoctos en historia, suena más bien incómodo—.
Al final, Hildegard von Bingen vivió ochenta y un años; falleció en el
año de 1179. Una larga vida para su época, un acontecimiento
verdaderamente atípico. Como excepcional su experiencia misma
de las visiones, en las que lo simbólico y lo alegórico, lo real y lo
fantasioso, lo imaginativo y lo epocal confluyen de manera
armónica. Sí, armónica pero misteriosa.
Hay experiencias deslumbrantes. He aquí algunas de ellas:
Se cuenta que cuando Kant murió, los últimos instantes de su rostro
se iluminaron, y sus últimas palabras, al tener una visión, fueron:
“Es ist gut”. Que puede traducirse tanto como: “Es bueno(a)”, “Está
bien”, o “Eso es bueno”.
Edmund Husserl, el padre de la fenomenología, dura tres días antes
de su muerte totalmente mudo. Pero de repente, en el último
momento, en la compañía de su esposa, Malvina, recobró la voz, su
rostro se iluminó y exclamó: “Ich habe es gesehen. Aber ich kann es
dir nicht sagen. Nein, das kann ich nicht”. Que podría traducirse: “Lo
he visto. Pero no te lo puedo decir. No, no puedo hacerlo”. Y luego
murió.
Y para no mencionar la visión, en rigor, la intuición intelectual, que
tuvo Descartes cuando tuvo la visión de la unificación de toda la
ciencia, producto de una luz enceguecedora, Descartes, poseído
por un genio misterioso. En agradecimiento promete y cumple una
visita a la Virgen de Loreto.
Hay experiencias deslumbrantes. Marcan la cultura y pueden en
ocasiones marcar la historia. (Una cosa no necesariamente se
corresponde con la otra. Este es un tema para otra ocasión. La
cultura funge como el substratum de la historia, y si bien admite
inflexiones de orden experiencial, no por ello rupturas o quiebres de
carácter histórico). La ciencia, el pensamiento, deben poder
tematizarlas y hacerlas comprensibles. Y la primera manera
consiste en elaborar relatos sobre las mismas. Que es una forma de
vivir esas experiencias singulares.
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