Sencillez cisterciense versus exuberancia beneditina. Estética

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Sencillez cisterciense versus
exuberancia beneditina.
Estética moderna en antiguos
monasterios.
Natalia Juan García
Departamento de Historia del Arte
Universidad de Zaragoza
RESUMO
Este trabalho analisa como, apesar de que as arquiteturas cistercienses e beneditinas partem de uma
mesma raiz comum, sua observância e sua arquitetura resultam substancialmente diferentes. Estudase o particular modo de vida das comunidades beneditinas na Espanha com o fim de comprovar
como sua religiosidade afetou a forma e distribuição arquitetônica de seus mosteiros. Refere-se na
problemática das casas reformadas e/ou construídas durante a Idade Moderna, enfatizando que foram
erguidos, somente, dois conjuntos monásticos de nova planta em todo o país. Sem embargo, tanto
os mosteiros reformados como os levantados ex novo incluíram em seus projetos construtivos celas
para cada monge em substituição de um dormitório comum tal como havia recomendado São Bento
na origem. A documentação consultada permite determinar que os monges beneditinos espanhóis
dos séculos XVII e XVIII, viveram em celas individuais que foram compartimentadas em diferentes
ambientes: dormitório, sala de estar, sala de estudo e inclusive sala de visita para receber hóspedes.
Esses espaços foram decorados de maneira esplendorosa, com um rico mobiliário e pertences de luxo,
uma prática que contradizia o voto de pobreza da Regra que professavam. Se bem que a possessão
de objetos exclusivos afastava-lhes da simplicidade monástica que deveriam seguir, os aproximavam
da moda e da estética do momento. A moderna ideia de individualidade e de intimidade gerada por
cada monge em decorar sua cela particular resultou a construção de um espaço próprio sobre o qual
refletir nesse estudo.
PALAVRAS-CHAVE
observância, arquitetura, forma, distribuição, decoração, estética, luxo, esplendor
UBILETRAS
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ABSTRACT
This paper examines how, despite the Benedictine and Cistercian architectures were based on a same common
root, both their religious observance and architecture are different . The particular way of life of the Benedictine
communities in Spain is studied to see how their religiosity affected the architectural form and distribution of
their monasteries. It affects the problem of those refurbished and / or newly constructed monasteries during
the modern era , emphasizing that only two monastic ensembles were built fromm scratch throughout the
whole country. However, both those reformed as well as the constructed ex novo projects included in the
original plans and projects cells for each monk replacing the common dormitory , as San Benito recommended
originally. The consulted documentation determines that the Spanish Benedictine monks of the seventeenth
and eighteenth centuries lived in individual cells that were partitioned in different ambiences: bedroom ,
living room , study room and even a visiting room for guests. These spaces were decorated in lavish fashion,
with rich furnishings and luxury goods, a practice which contravened the vow of poverty from the Rule
they professed. While the possession of exclusive items distanced them from the monastic simplicity they
should be following, by doing so they approached the fashion and aesthetics of the moment. The modern idea
of ​​individuality and intimacy generated by each monk by means of the decoration of their particular cell
involved the construction of a space of their own, about which this study aims to ponder.
KEYWORDS
Observance, architecture, form, distribution, decoration, aesthetic, luxury, splendor
RESUMEN
Este trabajo analiza cómo, a pesar de que la arquitectura cisterciense y la benedictina parten de una
misma raíz común, su observanciay su arquitectura resultan sustancialemente diferentes. Se estudia
el particular modo de vida de las comunidades benedictinas en España con el fin de comprobar cómo
su religiosidad afectó a la forma y distribución arquitectónica de sus monasterios. Se incide en la
problemática de las casas reformadas y/o construidas durante la Edad Moderna, subrayando que tan
sólo se erigieron de nueva planta dos conjuntos monásticos en todo el país. Sin embargo, tanto los
monasterios reformados como los levantados ex novo incluyeron en sus proyectos constructivos celdas
para cada monje en sustitución un dormitorio común, tal y como había recomendado San Benito
en origen. La documentación consultada permite determinar que los monjes benedictinos españoles
de los siglos XVII y XVIII, vivieron en celdas individuales que estuvieron compartimentadas en
diferentes ambientes: alcoba, cuarto de estar, sala de estudio e incluso sala de visita para recibir
huéspedes. Estos espacios fueron decorados de manera fastuosa, con un rico mobiliario y lujosos
enseres, una práctica que contravenía el voto de pobreza de la Regla que profesaban. Si bien la
posesión de objetos exclusivos les alejaba de la sencillez monacal que debían seguir, les acercaba a la
moda y a la estética del momento. La moderna idea de individualidad y de intimidad generada por
cada monje al decorar su celda particular supuso la construcción de un espacio propio sobre el que se
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reflexionar en este estudio.
PALABRAS CLAVE
observancia, arquitectura, forma, distribución, decoración, estética, lujo, esplendor
INTRODUCCIÓN
Una de las principales virtudes monacales es la sencillez. Ésta todavía es más acusada en órdenes
religiosas como la cisterciense. La sencillez rige todos los aspectos de la vida cotidiana de los
llamados monjes blancos. Su máxima es despojarse de todo lo superfluo y superficial para poder
llegar a la profundidad de la vida monástica a través de lo verdaderamente necesario. Este distintivo
se manifiesta no sólo en el modo de vida sino que repercute también en su arte y su arquitectura. La
arquitectura cisterciense se caracteriza -independientemente del periodo histórico y el estilo artístico
en el que se ubique su construcción- por su sobriedad y austeridad lo que se adecúa a la perfección
con la observancia del modo de vida de sus monjes.
Cada orden monástica tiene un determinado ideal de vida que se refleja en su arquitectura. Esta
circunstancia puede verse muy claramente comparando el caso de la orden cisterciense y la orden
benedictina. Ambas órdenes religiosas aún teniendo una misma raíz (pues ambas parten de la
Regla de San Benito) poseen concepciones espaciales diferentes en sus monasterios, algo que es
especialmente perceptible en determinadas dependencias monacales, tal y como vamos a analizar en
este trabajo.
LA ARQUITECTURA CISTERCIENSE: CUANDO LA BELLEZA RADICA EN LA
SENCILLEZ
El nacimiento del cister como una nueva orden religiosa surgió en 910. En aquel año Benito de
Aniano reformó la orden benedictina en el monasterio de Cluny cuyos nuevos ideales se expandieron
por toda Europa (BOUTON 1958-1968; CALI 1972; HERRERA 1984-1995; KINDER 1998;
KNOWLES 1969 LECLERCQ 1980; LEKAI 1957; MAHN 1982 e OURSEL 1978). Los
monasterios que siguieron los preceptos cluniacenses formaron un verdadero imperio monástico
de prioratos autónomos (llegaron a ser casi 2000) los cuales estaban sometidos al gobierno común
del abad de Cluny. A finales del siglo XI y principios del siglo XII, Cluny comenzó a perder su
influencia espiritual a favor del enriquecimiento de las abadías. Como consecuencia de esta situación
empezaron a nacer nuevas órdenes inspiradas en un idealismo de pobreza y austeridad como la orden
premontratense, la cartuja, la camaldula o el cister que surgió contrario a la riqueza y esplendor de
los monjes negros de Cluny. La orden cisterciense fue fundada por Roberto de Molestes en 1098 y
conducida por San Bernardo de Claraval (1091-1153). Ambos apostaron por el ideal de pobreza y
sobriedad en el modo de vida, así como la humildad y vuelta a la liturgia original que había ideado
UBILETRAS
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San Benito en el origen de la orden.
La arquitectura cisterciense, desde los primeros monasterios como el de Alcobaça (Portugal) hasta los
más recientes como el monasterio de Nuestra Señora de Novy Dvur (República Checa) reformado
por John Pawson entre 1999 y 2004, ha estado siempre vinculada a la pobreza. Sin embargo, más que
de pobreza habría que hablar de desnudez ya que la filosofía cisterciense no ha hecho nunca (ni en
el siglo XII ni en el XXI) concesiones sobre la calidad de los materiales, la perfección de la ejecución
o la elección de los tipos de construcción sino todo lo contrario. En su sencillez radica su belleza
(AA.VV. 1998; ALTISENT 1998: 44-45; AUBERT 1947; BANGO TORVISO 1990; DALLOZ
1986; DIMIER, 1949; DIMIER 1971; DIMIER 1974; LEROUX-DHUYS 1999 e TOBIN 1995).
El espíritu del cister surgió al querer eliminar toda la ostentación de la que se habían llenados los
templos cluniacenses adoptar la soluciones arquitectónicas más simples y, en la medida de lo posible,
empobrecer todas las formas de arte y arquitectura recomendando la prohibición absoluta de tener
esculturas e incluso pinturas. De hecho, sólo se permitía tener cruces de madera, ya que así lo había
recomendado Bernardo de Claraval. Uno de los textos que mejor recogen la filosofía de San Bernardo
de Claraval son las cartas como Apología a Guillermo (1123-1125), donde se pone en contraposición
la estética del Cister con la de Cluny. La arquitectura monástica es fruto del particular modo de
vida que se desarrolla en su interior. El espíritu determina la forma y, a su vez, la forma se adapta
perfectamente a la función. La función de las dependencias fue variando a lo largo de los siglos. No
es lo mismo un monasterio construido en la Edad Media que uno levantado en Época Moderna.
Esta cuestión se puede comprobar comparando la arquitectura cisterciense con la benedictina, pues
a pesar de que ambas órdenes comparten orígenes, su filosofía de vida es diferente, por lo tanto, la
forma de sus monasterios también lo es (BISHKO 1982 e MATTOSO 1967: 167-187; 1968: 7995: 1973: 637-670; e 1982). Veamos pues que es lo que decía San Benito respecto al modo de vida
para poder comprender mejor la arquitectura y comprobar cómo la exuberancia benedictina se alejó
de la sencillez cisterciense (DIAS 2012: 157-175).
LA ORDEN DE SAN BENITO: ALGUNAS REFLEXIONES SOBRE SU MODO DE
VIDA Y SU ARQUITECTURA
San Benito de Nursia (c. 480-547) fue un monje que en el año 529 fundó el monasterio de
Montecasino en un lugar muy cerca de Roma (BRAUNFELS 1975: 23 y 39-43; COLOMBÁS
1990: 118; GIORGIO 2002: 53; DECARREAUX 1980: 156-160; LAWRENCE 1999: 36;
LEROUX-DHUYS 199914; LINAJE CONDE, 1973: 91-207; MASOLIVIER 1994: 111-129;
MAUR STANDAERT 1980: 13-52; PACAUT 1970: 18-27; e VORAGINE 1982: 200-208). Este
cenobio constituyó el origen de la orden benedictina. La verdadera aportación de San Benito fue
redactar la Regla una compilación de normas basadas en una consigna muy clara, ora et labora. Para
San Benito la vida de un monje se debía desarrollar a partir de tres labores (BRAUNFELS 1975:
41; BROOKE 1974: 59-74; DALMAU 2000: 128-139; e MOULIN 1980: 379-472). La principal
ocupación de los monjes era el Oficio Divino, que tenía diferentes celebraciones distribuidas a lo
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largo del día a partir de las cuales se estructuraba la jornada benedictina. Los religiosos dormían
vestidos para estar preparados para la primera celebración, maitines que comenzaba a las 2:00h.
Luego volvían a la cama para descansar hasta que comenzase laudes con las primeras luces del día.
Terminado el oficio, regresaban de nuevo a su camastro hasta el inicio de prima que se celebraba
cuando salía el sol. Seguidamente, el desayuno y un rato de lectura personal. Posteriormente, se
pasaba a tercia que se celebraba entre las 9:00h y las 9:30 dependiendo del periodo del año. Más tarde,
y después de haber realizado algún trabajo de carácter manual, tenía lugar sexta antes del mediodía,
que era la celebración de mayor solemnidad a la que incluso podían asistir algunos fieles. Después de
comer, se celebraba nona y vísperas al atardecer acto seguido tiempo libre para descansar o dedicar el
tiempo a la lectura. Por último, completas al caer el sol. En contra de lo que puede parecer, este horario
no era demasiado estricto, los monjes dormían ocho horas en invierno y seis, más una siesta de casi
dos horas al mediodía, en verano.
Pero también debían realizar otro tipo de trabajos de carácter manual, tal y como recomendaba el
capítulo 48 de la Regla “los monjes debían ocuparse en ciertos tiempos en el trabajo manual” (Regla
de San Benito, cap. 48, 1 in LINAGE CONDE 1994: 125) porque “la ociosidad es enemiga del
alma” (Ibid.). Para San Benito, el Oficio Divino no podía ocupar toda la dedicación del monje y,
por ello, era necesario organizar la jornada pues no era su intención que los religiosos vivieran en
un estado de consagración absoluta Dios, ya que esta idea era más propia del mundo eremita que
del cenobita. Los trabajos de carácter manual y el Oficio Divino debían combinarlos con la Lectio
Divina, es decir, con horas de lectura, pues “los monjes debían ocuparse a ciertas horas en la lectura
espiritual” (Ibid.) con el fin de que su mente se mantuviese en proporcionado equilibrio. Las horas de
lectura distribuidas a lo largo de la jornada diaria eran individuales pero también durante la comida
en el refectorio se leían las sagradas escrituras y la Regla de San Benito. El capítulo 66, indicaba que
se leyese “muchas veces en comunidad, para que ninguno de los hermanos alegue ignorancia” (Ibid. p.
158). Esta recomendación fue interiorizada por los monjes quienes, a lo largo de los siglos, llegaron a
destacar en esta faceta. Los monasterios benedictinos constituyeron importantes centros de lectura y
de trascripción de documentos. Esta actividad se fue desarrollando en Época Medieval de tal manera
que, con el paso de tiempo y ya en la Edad Moderna, el estudio llegó a ocupar un lugar preeminente
entre los benedictinos. El monje perfecto debía ser capaz de concertar la santidad y la erudición, de
hecho, durante los siglos XVII y XVIII en España hubo monjes benedictinos como Fray Benito
Jerónimo Feijoo o Fray Martín Sarmiento que destacaron por sus estudios y publicaciones.
El desarrollo de las tres tareas que debían seguir los monjes benedictinos (Oficio Divino, trabajo
manual y Lectio Divina) se quedó en la teoría, ya que la aplicación práctica distó mucho de las
recomendaciones ofrecidas por San Benito. Especialmente en el caso del monacato benedictino en
España formado por dos Congregaciones (fig. 1): la Congregación de San Benito de Valladolid y la
Congregación Claustral Tarraconense Caesaragustana. Mientras la España benedictina se conformó
a partir de dos Congregaciones religiosas, los monasterios benedictinos de Portugal se organizaron
en una única Congregación llamada, Congregação de Sao Bento de Portugal (DIAS 2012: 261-264;
MATTOSO 1969 e 1977: 365-408). La Congregación de San Benito de Valladolid estuvo formada
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por los monasterios castellanos, gallegos, asturianos y andaluces (ALDEA VAQUERO; MARÍN
MARTÍNEZ; VIVES GATELL 1973: 210-211; COLOMBÁS 1998: 532-539; Enciclopedia
Espasa Calpe 1912: Tomo 66; MASOLIVIER 1978: 352-355; MASOLIVIER 1994: 187-197;
RODRIGUEZ MARTÍNEZ, 1981: 143; SUAREZ FERNANDEZ 2003: 27; ZARAGOZA
PASCUAL 1973, 1982 1984, 2003: 149-172). Por otro lado, la Congregación Claustral Tarraconense
Caesaragustana estuvo conformada por los monasterios benedictinos de Aragón y Cataluña a los
que en determinados momentos de la historia se añadieron los de Navarra y La Rioja (ALDEA
VAQUERO; MARÍN MARTÍNEZ; VIVES GATELL 1973: 210; Analecta Montserratensia
1928-1964; e Enciclopedia Espasa). Ambas Congregaciones estuvieron formadas por numerosos
monasterios que tenían unas Constituciones, esto es, unos textos legales por los cuales se regían.
Sin embargo, a pesar de todo este aparato legislativo los monasterios benedictinos españoles fueron
bastante independientes los unos de los otros. Esta circunstancia, esto es, la individualidad con la
que vivieron, se manifiestó no sólo en el modo de vida, sino también en la arquitectura, tal y como
exponemos a continuación.
Fig. 1
Mapa de la España benedictina formada por dos
congregaciones: la Congregación de San Benito de
Valladolid y la Congregación Claustral Tarraconense
Caesaragustana
LOS MONASTERIOS BENEDICTINOS EN ESPAÑA: UNA APROXIMACIÓN A SU
ARQUITECTURA
La benedictina, a diferencia de otras órdenes religiosas que manifiestan una cierta unidad en sus
planes arquitectónicos, presenta a lo largo de su dilatada historia variadas planimetrías y diferentes
diseños en sus fábricas. San Benito determinó el espíritu y las normas generales de la vida cotidiana
que una comunidad monástica debía seguir, al tiempo que codificó una serie de actividades que
regían la vida de los monjes. Sin embargo, en ningún momento indicó nada respecto de la forma
o distribución concreta que debían tener dichos conjuntos monásticos. Lo afirma rotundamente
Wolfgang Braunfels cuando señala que “en la Regla de San Benito no se habla de arquitectura”
(BRAUNFELS 1975: 41) pero está claro que lo contenido en sus capítulos influyó en la construcción
de las casas de la orden.
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La Regla estableció unas directrices sobre las actividades que debían realizar los monjes en su
cotidianeidad y, de allí, surgieron las estancias que necesitaban para desarrollar su modo de vida en
toda su plenitud. San Benito señaló que en el interior del monasterio el religioso tenía que encontrar
todo lo necesario para desarrollar su vida, con el fin de que no fuese necesario que los monjes
tuviesen que salir de los límites del recinto monástico. La Regla no ordena sino que presupone
unas dependencias. San Benito no señala explícitamente que se construya una enfermería sino que
determina las tareas que hacen los monjes en ella (“para los hermanos enfermos haya un local aparte
atendido por un servidor temeroso de Dios, diligente y solícito” Cap. XXXVI). Tampoco obliga a que
las casas tengan una hospedería, pero los novicios eran admitidos en esta estancia y era allí donde
debían pasar unos días (“por lo tanto, si el que persevera llamando, y parece soportar con paciencia,
durante cuatro o cinco días, las injurias que se le hacen y la dilación de su ingreso y persiste en su
petición permítasele entrar y esté en la hospedería unos pocos días” Cap. LVIII). San Benito no dice
nada de cómo debe ser la cocina, la despensa o la huerta porque da por hecho que en las casas ya
existen, o tienen que existir, estas estancias (“si alguno mientras hace algún trabajo en la cocina, en la
despensa, en un servicio, en la panadería, en la huerta o en otro oficio, o en cualquier otro lugar falta
algo rompe o pierde alguna cosa o en cualquier lugar comete alguna falta y no se presenta enseguida
ante el abad y la comunidad para satisfacer y manifestar espontáneamente su falta sino que esta es
conocida por conducto de otro sométalo a un castigo más riguroso” Cap. XLVI). Tampoco expresó
claramente que los monasterios tuvieran que tener una sala capitular sino que en el capítulo III de su
Regla señaló que “siempre que en el monasterio haya que tratar asuntos de importancia, convoque el
abad a toda la comunidad” en una habitación.
En definitiva, fueron las propias comunidades las que, a partir de las actividades que debían realizar,
es decir, a partir de la función desarrollaron la forma y la distribución de sus casas. Así: “la regla (...)
dibuja lo más importante, esto es, un sistema de vida que luego se articulará arquitectónicamente
del modo más adecuado” según las necesidades de sus moradores (NAVASCUES PALACIO 2000:
12). A partir de las indicaciones que dio el propio San Benito en su Regla se fue desarrollando, a lo
largo del tiempo, un esquema de monasterio benedictino que fue elaborado por los propios monjes
quienes de manera anónima contribuyeron a su evolución. Sin embargo, nunca se forjó un modelo
único. De hecho, aún siguiendo unas pautas lógicas derivadas de la necesidad de adecuar la forma
y la distribución de los conjuntos monásticos al específico modo de vida de los monjes, durante la
Edad Media, no existieron dos monasterios benedictinos iguales. Hemos de tener en cuenta que la
concreta distribución de las dependencias de cada conjunto también dependía de su ubicación (la
topografía y la orografía del terreno, el clima, la altitud, la presencia de fuentes de agua...etc), las
rentas con las que contaban los religiosos para construir las edificaciones, la congregación a la que
pertenecían, la cualificación de los técnicos que las ejecutaron, y por supuesto, la época y los lugares
concretos en los que fueron levantados dichas fábricas, circunstancias todas ellas que hicieron que
cada casa siguiera sus propias directrices.
Así lo vemos en el caso español, ámbito geográfico en el que se centra este trabajo, en el que ninguna
de las dos Congregaciones benedictinas existentes -la de San Benito de Valladolid y la Claustral
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Tarraconense- establecieron normas específicas sobre arquitectura. Además, sus monasterios no
estaban vinculados entre sí, ya que no existían estrechos lazos que pudieran relacionar una casa con
otra, más allá de su pertenencia a la Congregación que conllevaba la inspección por parte de unos
monjes visitadores y la reunión de los abades en el Capítulo General de la Congregación -ambas
realizadas cada tres años- así como el sometimiento a unas Constituciones comunes, tal y como
antes hemos señalado. Esta independencia en la observancia benedictina tuvo su repercusión en la
arquitectura. Así, en España, en la Edad Media no hay un ejemplo arquitectónico tipológico que
sirviera de modelo a seguir para todos los demás, aunque hay algunos especialistas que aseguran
que la belleza de los capiteles del claustro del monasterio de Santo Domingo de Silos oculta el
verdadero interés que tiene la estructura arquitectónica, y se refieren a esta idea con las siguientes
palabras: “la fama e importancia de la escultura silense han hecho que las dependencias claustrales
de este monasterio hayan pasado prácticamente desapercibidas” siendo que se trata de “la primera
manifestación hispana conservada de lo que es el proyecto de un claustro de organización topográfica
típicamente benedictina” (BANGO TORVISO 2003: 49).
Fig. 2
Monasterio de Santo Domingo de Silos (Burgos,
España).
La tónica general de las casas benedictinas medievales en España denota una falta de unidad en la
arquitectura que se mantuvo en la Edad Moderna. Esta situación se debe a una razón fundamental
que tiene que ver con el modo de vida y la organización interna de los monasterios. Los monjes
tenían una estructura de funcionamiento basada en la división de rentas particulares dentro de la
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comunidad distinguiendo entre la mensa abacial y la conventual, organización que se seguían no
sólo en los monasterios benedictinos españoles sino también en los portugueses (MATTOSO 1982:
149). El abad era quien distribuía los beneficios entre todos los monjes dependiendo de las funciones
que desempeñaba cada uno de ellos dentro del monasterio. Estos ingresos les servían para sufragar
sus propios gastos individuales. De esta manera, los benedictinos no poseían rentas corporativas
comunitarias (como ocurre en otras órdenes religiosas) sino que sus monjes percibían beneficios
particulares por desempeñar sus cargos en el monasterio. Esta distribución fue implantada durante
la Edad Media y se mantuvo a lo largo de la Edad Moderna. Un ejemplo de esta circunstancia es el
que ofrece el monasterio de San Juan de la Peña, conjunto benedictino que ha sido estudiado en su
parte medieval desde el punto de vista histórico por la Dra. Ana Isabel Lapeña (LAPEÑA PAUL
1989: 260). Durante la Edad Moderna, la vida en comunidad en este monasterio, y en concreto la
administración económica y la responsabilidad abacial de esta comunidad, seguía similares parámetros
( JUAN GARCÍA 2007:. 65-78, 119-124 y 144-164.
Los benedictinos no cambiaron nunca su sistema administrativo, esto es, nunca cedieron el disfrute
de sus rentas particulares en favor del bien común. Esta organización y gestión económica de las
comunidades tuvo como consecuencia un singular fenómeno en la arquitectura que explica la
tendencia generalizada a seguir habitando en viejos monasterios en lugar de levantar nuevos conjuntos
monásticos, los cuales hubieran tenido que sufragarse necesariamente con los ingresos individuales a
los que nunca estuvieron dispuestos a renunciar. Lo explica claramente Colombás cuando dice que
“la conservación de edificios tan espléndidos como el monasterio de Ripoll, el claustro de Sant Cugat
del Vallés y otros monumentos” benedictinos, se debe fundamentalmente “a la división de las rentas
monásticas” de manera individual entre todos los miembros de la comunidad (COLOMBÁS 1998:
522).
Fig. 3.
Vista del monasterio de Ripoll
(Girona, España).
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De esta manera, los cenobios medievales “no fueron substituidos por otros más conformes a los gustos
artísticos modernos, como sucedió casi generalmente en los monasterios reformados. Distribuidas las
rentas entre sus miembros, ¿qué comunidad claustral tendría la valentía de renovar radicalmente sus
edificios?” confirmándose así que la mayoría de las fundaciones benedictinas prefirieron seguir con
sus antiguas fábricas medievales (COLOMBÁS 1998: 522). Por ello, la actividad constructiva que se
desarrolló durante la Edad Moderna en la orden benedictina en España, en las dos Congregaciones,
consistió fundamentalmente en la ejecución de obras de ampliación y de reformas puntuales en
algunas de sus dependencias. Los benedictinos españoles prefirieron adoptar soluciones alternativas
como ir modificando puntualmente las diferentes estancias conforme era necesario, antes que
tener que emplear capital particular en construir nuevos y costosos conjuntos arquitectónicos algo
que ocurrió tanto en el seno de la Congregación de San Benito de Valladolid como en el de la
Congregación Claustral, según constatan numerosos ejemplos en ambos casos.
Fig. 4
Vista del monasterio de Yuso (La
Rioja, España).
Debido a estas causas tan apenas existen conjuntos construidos totalmente de nueva planta en España
en las centurias a las que nos referimos. En el siglo XVI, solamente se levantó el monasterio de Yuso
en San Millán de la Cogolla, perteneciente a la Congregación de San Benito de Valladolid. En los
siglos XVII y XVIII los únicos conjuntos benedictinos que se plantearon como construcción ex novo
fueron: el monasterio de Montserrat de Madrid perteneciente a la Congregación de San Benito de
Valladolid (1647) y el monasterio de San Juan de la Peña de la Congregación Claustral Tarraconense
Cesaragustana (1675). Lamentablemente, en ninguno de estos dos últimos conjuntos citados se llegó
a concluir el proyecto original y sus fábricas quedaron inacabadas, en ambos casos, por falta de
recursos económicos. Los dos monasterios tenían planes arquitectónicos totalmente distintos. La
falta de vinculación y relación de las casas de la orden benedictina entre sí y la inexistencia de pautas
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generales dictadas por las instancias superiores devino en una ausencia de unidad en lo constructivo y
una falta de modelos claros a seguir en el diseño de las casas tanto en las obras de reformas puntuales
como en las llevadas a cabo para levantar conjuntos de nueva planta. En cualquier caso existe un
rasgo característico de la arquitectura monástica en la Edad Moderna que es la construcción de
celdas individuales, donde la observancia benedictina se alejó absolutamente de la sencillez de los
orígenes y de la siguió la orden cisterciense.
Fig. 5
Vista de la fachada de la iglesia
del monasterio de Montserrat de
Madrid (Madrid, España).
LOS MONASTERIOS BENEDICTINOS EN LA EDAD MODERNA. LA CONSIGNA
DE SU ARQUITECTURA
Desde la implantación de la Regla de San Benito en la península, los monasterios que se construyeron
tuvieron dormitorios comunes para sus monjes (MATTOSO 1976): 5-19). Los monjes estaban
obligados a concentrarse en un único dormitorio, tal y como había recomendado San Benito en el
capítulo 22 de su Regla señalando que, en la medida de lo “posible, duerman todos en un mismo local”
(COLOMBÁS 1993: cap. 22). Este dormitorio era el lugar donde pernoctaban todos los monjes de la
comunidad. De planta rectangular, podía llegar a tener dimensiones considerables ya que con el paso
del tiempo las comunidades benedictinas que se fueron fundando admitían un número de miembros
muy elevado. La utilización de una única dependencia como dormitorio común fue sistemática en
los monasterios benedictinos durante toda la Edad Media. Sin embargo, al llegar a la Edad Moderna,
el dormitorio se vio sustituida por otro tipo de práctica. Conforme la observancia benedictina fue
evolucionando los monasterios también fueron modificando su estructura arquitectónica, algo que
se desarrolló especialmente, como decimos, durante la Época Moderna. En efecto, la construcción
de celdas monacales proliferó especialmente a partir del siglo XV, momento en el que dentro de la
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observancia benedictina, se vivió un periodo de gran relajación en las costumbres que derivó en que
los monasterios se convirtieran en algo más que en lugares de retiro. Las dependencias monacales se
fueron adaptando a las nuevas ordenanzas en materia religiosa de tal manera que, a lo largo de este
tiempo, los monjes se preocuparon de acomodar lo mejor posible la forma de sus casas a la función
esto es, a las actividades que se desarrollaban en su interior.
Así, los monasterios benedictinos de Época Moderna desecharon la idea de los grandes dormitorios
comunes propios de época medieval, en favor de la edificación de habitaciones individuales para
cada uno de los religiosos que conformaba la comunidad. El proceso de cambio en el que los monjes
pasaron de dormir en una única habitación compartida a disfrutar de habitaciones individuales se
inició en la primera mitad del siglo XV en el pontificado del Papa Martín V (1417-1431) quien
fomentó la construcción de celdas al promover la individualidad y la espiritualidad interna de los
monjes para lo cual se requería un espacio adecuado en el que poder desarrollar estas actividades.
Estas ideas se potenciaron a partir de dos movimientos culturales. Por un lado, la Devotio Moderna
propugnó el retorno del cumplimiento de la observancia perdida y de la espiritualidad monacal de
antaño. Así, este movimiento se caracterizó principalmente por fomentar su apego a la tradición y
el deseo de cumplir puntualmente con la observancia benedictina en la que era imprescindible el
cumplimiento estricto de las tres actividades propias del monje de San Benito, es decir, el trabajo, la
recitación del Oficio Divino en común y la lectura espiritual. Por otro lado, el Humanismo Renacentista
abogó por la admiración hacia la cultura clásica y el gusto por los valores humanos. Este corriente
influyó poderosamente en el monacato benedictino. Hasta entonces la mayoría de los monjes, estaban
poco interesados por la cultura, pero, gracias al Humanismo Renacentista la mentalidad cambió y
los religiosos pudieron demostrar que eran al mismo tiempo santos y sabios. Esto no les impidió
mantener su fe, es más, se decía que el estudio aumentaba su religiosidad, eso sí, el estudio que
defendían era el del Evangelio.
Según los ideales que propugnaban estos dos movimientos (me refiero a los de individualidad,
espiritualidad interna, recogimiento, lectura, oración mental...) los religiosos debían tener lugares
donde poder estar solos, practicar la oración mental y estudiar, una condición que la habitación
privada, esto es, la celda monacal cumplía perfectamente. Las recomendaciones que ofrecían
la Devotio Moderna y el Humanismo Renacentista en cuanto a la necesidad de la reforma de los
monasterios fueron debatidas en el Concilio de Constanza (1414-1418), el Papa Martín V, elegido
en este Concilio aceptó de forma favorable las peticiones de reforma y las súplicas solicitando
alivio en la observancia que le pidieron los monasterios, así, por medio de una bula que concedía el
privilegio de poder edificar celdas en el dormitorio para que cada monje tuviese un espacio individual
en el que se favoreciese su estudio. Años después, esta disposición fue de nuevo reafirmada en el
Concilio de Basilea (1431-1449) donde también se defendió la importancia de la oración mental y de
la espiritualidad interna (LECLERCQ 1966). La mejor manera de conseguir estas premisas era que
el monje tuviera su propio espacio individual. Gracias a las discusiones mantenidas en Constanza
y Basilea se fue creando una mentalidad favorable a ir sustituyendo el dormitorio común por la
construcción de celdas individuales en las que el monje podía leer, escribir, meditar y examinar su
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conciencia con total tranquilidad.
Esta disposición afectó, sin duda alguna, a la distribución de los monasterios que, muy pronto
comenzaron a adaptarse a esta nueva moda. Podemos decir, sin temor a pensar que estamos
exagerando, que la celda individual se convirtió en un elemento clave de la observancia benedictina
en todos aquellos monasterios construidos o reformados en la Edad Moderna no sólo de España
sino que este fenómeno también se difundió a otros países. En efecto, encontramos casos similares
en Italia, donde uno de los primeros que acogió esta disposición fue el monasterio benedictino de
Santa Justina de Padua, cuyo dormitorio se dividió “en celdas a lo largo de un corredor, que se hizo
característico, y que de ordinario acabó con la construcción de un segundo claustro”(COLOMBÁS
1996: 145). Precisamente, tal y como se recoge en un capítulo celebrado en el monasterio de Padua
en la llamada “Declaratorium Regule” se estableció que “conforme a la costumbre moderna, por
razones de honestidad y para que los hermanos puedan ejercitarse en la oración y en otros ejercicios
individuales” el dormitorio debía compartimentarse “en diversas celdas, y asignamos una a cada
hermano, de modo que cada cual duerma en la suya” ”(COLOMBÁS 1996: 160). Otro monasterio
benedictino italiano, que también asumió la construcción de unidades de habitación individualizada
como algo absolutamente necesario para conseguir una buena observancia religiosa dentro del recinto
monástico, fue la abadía de Praglia construida en 1469. En España, el primer caso en el que se llevó
a cabo esta medida fue el monasterio de San Benito de Valladolid perteneciente a la Congregación
del mismo nombre en el que mediante una bula de Martín V fechada en Roma el 11 de marzo de
1426 no solo se permitía, sino que se animaba al prior de Valladolid a dividir el dormitorio común
en celdas individuales. Este permiso fue recogido en las Constituciones de 1500 de esta misma
Congregación donde también se autorizó que se hiciesen celdas individuales. Así, en el capítulo
32 se dejó bien claro que no sólo en el monasterio de San Benito de Valladolid sino que en todos
los monasterios de esta Congregación se construyeran celdas individuales para los monjes. Se creía
que la construcción de habitaciones individuales sería algo muy útil para “el reposo de los monges
y porque más fácilmente” podrían “vaccar a la lección, meditación y oración” por esto se fomentó
construir “cellas para los monges” (ZARAGOZA PASCUAL 1976: 406).
Fig. 6
Vista del claustro del monasterio de San Benito de
Valladolid (Valladolid, España).
UBILETRAS
93
En España, no hay ninguna duda de que el pionero en cuanto a la construcción de celdas se refiere
fue el monasterio de San Benito de Valladolid al que posteriormente le siguieron, más tarde, otros
conjuntos benedictinos de su Congregación que fueron reformados en estas centurias como el de
San Millán de la Cogolla en La Rioja, el monasterio de Santo Domingo de Silos en Burgos, el
monasterio de San Zoilo de Carrión en Palencia, que junto con el monasterio de Montserrat de
Madrid, construido de nueva planta en 1647, también quisieron sumarse a la moda de la construcción
de habitaciones monacales.
Fig. 7
Vista del monasterio de Carrión de los Condes (Palencia, España).
En territorio de la otra congregación española, la llamada Congregación Claustral Tarraconense
Cesaragustana, también se construyó un nuevo conjunto monástico a partir de 1675, el de San
Juan de la Peña en Huesca en cuyo proyecto de nueva planta se contempló la construcción de
habitaciones individuales. La construcción de celdas fue una solución que proliferó prácticamente
en todos los monasterios benedictinos en los que se acometían reformas constructivas en esta época
y mucho más en los que se levantaron de nueva planta. Se convirtió en un elemento clave de la
observancia monástica. Se trataba de construcciones que tenían varios pisos, puesto que contaban
con un sótano, un jardín, un leñero y un desván en la parte superior. La distribución interior estaba
compuesta por varias plantas que a su vez tenían una compartimentación de diferentes espacios.
Afortunadamente, contamos con una descripción breve pero muy explícita en datos de cómo eran.
Todo el entrecomillado que sigue a continuación, hasta que no se indique lo contrario, proviene de
esta misma referencia documental (AMMBJ (Archivo del Monasterio de Monjas Benitas de Jaca),
Recopilación de documentos originales (cartas) 1508- 1777. Documento del 29 de diciembre de
1686). Esta descripción fue realizada en 1686 por un arquitecto llamado Francisco Artiga que en
relación a las celdas del monasterio barroco de San Juan de la Peña: “en cuanto a lo que contiene
cada una, digo tiene primero y segundo alto o suelo artificial y en el primero después de un pequeño
patio, una proporcionada pieza y otra más adentro no tan grande con chimenea para fuego y alcoba
para dormir, todo sobre un sótano para tener agua desde dicho suelo se baxa a un bien proporcionado
jardín y un pedacillo de corral para leña, en el segundo alto o suelo hay las mismas dos piezas y en
ella dos alcobas la una para un huésped y una chimenea para fuego y sobre este fuego ai desvanes y
falsas de su tamaño, cuias medidas se puede sacar con el pitipie de mi planta”.
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Fig. 8
Vista del monasterio de San Juan de la Peña (Huesca,
España).
La primera planta constituía la habitación del monje propiamente dicha a la cual se entraba a
través de un reducido vestíbulo. El espacio de la primera planta estaba compartimentado a su vez
en dos partes: la primera, la que tiene el nº 1, era una estancia donde el monje podía pasar ratos de
distracción leyendo, meditando y reflexionando, tratada a modo de “sala de estar” según Artiga, no
sería de reducidas dimensiones sino que más bien se trataba de “una proporcionada pieza”. Esta zona
denominada “de estar” estaba decorada con una alacena y un escritorio, es decir, mesa y silla, donde
el monje podía escribir, leer, estudiar e investigar, mientras que la otra, la que tiene el nº 2, albergaba
diferentes funciones siendo la principal la de lugar para dormir, así la segunda parte de este primer
piso de la celda que como dice Artiga estaba “más adentro” es decir, se accedía a ella a través de la
“zona de estar” y no era “tan grande” en proporciones sino que se trataba de un espacio más recogido.
En esta estancia había una “chimenea para fuego” y es aquí donde se encontraba la “alcoba para
dormir” en cuyo interior se disponía la cama que, posiblemente, tal y como recoge la documentación
debían estar “bien adornadas con mantas, sábanas, almohadas y lo demás necesario”.
Fig. 9
Esquema de una de las celdas del monasterio de San
Juan de la Peña (Huesca, España).
UBILETRAS
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Del primer piso de la celda monacal se accedía a un segundo piso por medio de una escalera formada
por “48 escalas” que servían “para subir a los quartos baxar a los sotanos y jardines”. De este segundo
piso se accedía al desván, que aparece en el dibujo con el nº 4, de la celda que se encontraba justo
debajo del tejado. Debajo del primer piso se encontraba el sótano, que aparece en el dibujo con el nº
5, donde se guardaban los útiles del jardín con el nº 6. En una parte del jardín se adecentó un espacio
que servía como leñero con el nº 7 en donde los monjes guardaban su reserva de leña para pasar los
meses de los fríos inviernos.
EL INTERIOR DE LAS CELDAS: LUJO BENEDICTINO ALEJADO DE LA
SENCILLEZ CISTERCIENSE
Al hablar de la celda no debemos pensar en un espacio reducido y angosto, sino todo lo contrario.
Se trataba de una amplia estancia una especie de “microcosmos individual dentro de un espacio
comunitario” (ARCINIEGA GARCÍA 2001: 49). Era una construcción de grandes dimensiones
e incluso a veces de varios pisos en altura, es más, en algunos casos “cada monje tenía su celda
de piso bajo y principal, con habitaciones bastantes para una familia” (Revista El Pilar 1900:5).
Las dimensiones que alcanzaron las celdas en los siglos XVII y XVIII no tenían nada que ver con
el propósito con el que nacieron, lo que provocó que se desvirtuara la esencia de la observancia
benedictina. Un elocuente documento afirma que “si no se hubiera permitido ampliar tanto las
celdas, que más parecen ya casas que aposentos de religiosos”, no se hubieran cometido tantos excesos
en el interior de estas habitaciones (Carta circular de Fray Francisco de Berganza del 20 de junio de
1729, Archivo Histórico Nacional de Madrid A.H.N.M., Clero, Lib. 5110, ff. 26v-34r publicada in
ZARAGOZA PASCUAL 1984: 324). El amplio desarrollo arquitectónico de la celda permitió una
compartimentación interior en distintos ambientes: alcoba, cuarto de estar, estudio e incluso sala de
visita para recibir huéspedes. Todos estos ambientes se decoraron de manera diferente pero con un
claro denominador común: el lujo. En efecto, los monjes benedictinos de la España de los siglos XVII
y XVII se olvidaron la pobreza y sencillez monacal en favor del esplendor que brilló en el interior
de celdas donde encontramos ricos enseres como cajitas de rapé, relojes, tapices, alfombras, colchas,
escritorios, muebles de escaparate, ricas papeleras, bastones con puños de plata y cubiertos de mesa
también de plata. Se olvidaron gradualmente de la austeridad de otras épocas desobedecieron lo que
señalaba la Regla de San Benito que dictaba el despojamiento de todo lo que perteneciera a la vida
secular anterior del monje.
Gracias a la documentación conservada podemos reconstruir cómo eran las celdas habitadas por
los benedictinos españoles de los siglos XVII y XVIII. En concreto, hemos estudiado determinadas
cartas redactadas por monjes visitadores quienes se dedicaban a recorrer diferentes casas para
comprobar el cumplimiento de la observancia benedictina en cada una de las comunidades. Su tarea
fundamental era garantizar que se seguía la Regla de San Benito y los preceptos que en ella se fijaban
en todas las casas de la provincia. Cuando los monjes visitadores estaban de visita en los diferentes
monasterios redactaban informes que ponían en conocimiento de los Generales de la Congregación.
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Si encontraban alguna costumbre reprochable debían dejar constancia escrita para informar de lo
sucedido. Estos escritos se denominaron cartas circulares o cartas acordadas cuyo contenido denuncia
conductas alejadas de la norma benedictina, aunque aquí nos interesa profundizar aquellas que se
refieren al olvido de la sencillez monacal en favor del lujo.
Se conservan un gran número de cartas que hemos estudiado atentamente para localizar referencias al
abandono de la pobreza que se había detectado en el interior de los monasterios. Así lo ha expresado
García Colombás “la atmósfera que se respiraba en los monasterios, no era favorable al cultivo de
la virtud, de la oración” ni de la observancia benedictina. La crítica más recurrente hacía referencia
a la ausencia de austeridad lo que nos permite determinar que efectivamente se puede habar de
exuberancia benedictina frente a la sencillez cisterciense. Los benedictinos españoles de los siglos
XVII y XVIII olvidaron el voto de pobreza del que “apenas tiene señal de su primer instituto, como
se ve en los cuantiosos depósitos de algunos, en los adornos superfluos de muchísimos, en las alhajas y
servicios de plata” (GARCÍA COLOMBÁS). Los generales de la orden no se cansaban de exhortar
a los monjes a que “vayan al encuentro de la pobreza” (Constitutiones 1662, reimpresión 1737: 81)
que era, al fin y al cabo, una de las premisas que más predicó San Benito y de la que más se alejaron
los monjes benedictinos españoles de estos siglos, al ser frecuente la petición de “remediar los excesos
en punto de pobreza” (Carta circular de Fray Melchor Morales del 11 de julio de 1713 A.H.N.M.,
Clero, Legajo 1358 s.f. publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 294). La presencia de objetos
y muebles en las celdas es abundante en la documentación analizada. Los monjes visitadores hicieron
alusión al “aseo aseglarado de las camas” (Ibidem, p. 292) refiriéndose a los muebles de descanso y a
los textiles con que se decoraban los aposentos. El adjetivo aseglarado se refiere a lo secular, es decir,
a lo mundano, lo temporal, lo terrenal, lo laico, lo civil, lo profano que contrasta con su condición de
monjes regulares y con todo aquello con lo que el monje se supone que había renunciado al profesar
revelando un rechazo a la moderna idea de privacidad e intimidad, ligada al confort. Además, las
cartas de los monjes visitadores recomendaban que era necesario ir “quitando las colgaduras” (Ibidem,
p. 292) que hubiese en las celdas. Por colgaduras se entiende las telas con las que se entoldaban
las camas, esto es, el “paño o conjunto de paños de cualquier tipo, con los que se cuelgan, tienden,
empalian, entoldan o tapizan las paredes y vanos de una habitación. También, el conjunto de
cortinajes de una cama”, voz “colgadura” (RODRÍGUEZ BERNIS 2006: 115). Las camas de los
monjes serían ciertamente suntuosas al estar compuestas de los siguientes elementos “cielo, cenefas,
cortina de cabecera, telliza o colcha y rodapié” (LÓPEZ CASTÁN 2004: 136). Algunos estudiosos
entienden el término colgadura en un sentido más amplio y lo hacen extensivo a todo el conjunto de
piezas textiles que ornaban y completaban la habitación: desde la alfombra que pisaban pasando por
las telas dispuestas sobre los muebles, las sargas y los tapices de pared, las colgaduras de la cama, los
cortinajes para vanos de iluminación y/o embocaduras de vanos de acceso como los de las puertas que
separaban un ambiente de otro. Estas piezas textiles revestían las superficies de la celda dotándola de
calidez y suntuosidad, al tiempo que permitían la opción de ir transformando la habitación según los
rigores o dulzuras de las estaciones hicieran más conveniente utilizar lana, damasco, terciopelo o, por
el contrario, telas como el tafetán.
UBILETRAS
97
En la documentación benedictina de esta época tenemos referencia de una mención que alude
despectivamente a “afeminados aseos de colchas profanas, cobertores de Inglaterra” (Carta circular
de Fray Melchor Morales del 11 de julio de 1713 A.H.N.M., Clero, Legajo 1358 s.f. publicada
en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 292). Las colchas eran edredones de adorno y el calificativo
de profanas subraya el posible decorativismo y variedad de motivos que tendrían las telas. Los
denominados cobertores de Inglaterra hacen referencia al paño o cubierta con el que se cubría la
cama y sugiere la idea de lujo concebido como comodidad y apariencia. El hecho de que se aluda a
su lugar de procedencia, Inglaterra, denota que los monjes, si bien no tenían acceso directo si que
al menos poseían determinados contactos que les permitieron adquirir textiles de importación de
origen británico de gran calidad.
Además de textiles, las habitaciones de los monjes tenían un rico mobiliario, a tenor de las referencias
de algunas cartas, que señalaban que “las celdas de algunos parecen escaparates” (Carta circular de
Fray Benito Uría y Valdés del 6 de julio de 1777 A.U.P.S., Fondo San Vicente, Leg. 141, Libro de
visitas, s.f publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 391). Por escaparate se refiere a un tipo de
mueble con puertas y costados de vidrio donde se guardaba, exponía y exhibía curiosos objetos que
fascinaban a las visitas. Los escaparates se utilizaban en las casas nobles para mostrar los objetos más
preciados y valiosos de su poseedor. Los monjes también les daban este uso al mueble que le servía
para mostrar orgullosos su contenido, que les permitía vanagloriándose de su procedencia, de su
elevado rango y de su fino gusto.
No hay que olvidar que el religioso benedictino, a su llegada al monasterio llevaba consigo una
suerte de ajuar familiar del cual no sólo no se despojaba al profesar sino que, con el paso de tiempo,
acrecentaba sobremanera. Esta costumbre contravenía la pobreza y austeridad que debían observar.
De hecho, el monje debía considerar como familia a la comunidad en la que había ingresado, y una
vez que profesaba en la orden tenía que desprenderse de todo aquello que hubiese pertenecido a su
anterior vida secular. Sin embargo, era difícil olvidarse del pasado y la mayoría desobedecía lo que
preconizaba la Regla de San Benito en cuanto al despojo de posesiones materiales.
Otro de los muebles que decoraba la celda monacal era el escritorio el cual, dada la vocación de
estudio de los internos acentuada en estas centurias, era una pieza fundamental en su vida cotidiana.
Los monjes, además de emplearlo para estudiar, también le otorgaban un uso de escritorio en el
sentido más literal del término, ya que en él redactaban las cartas sobre cuya proliferación tanto
se quejaban los dirigentes de la orden. Fray Benito Pañeres se hacía eco de la arraigada costumbre
monacal de los monjes de escribir cartas a amigos y conocidos indicando lo siguiente: “debo advertir
a los Padres Visitadores de orden de la Congregación, celen con la mayor vigilancia el remedio al
introducido abuso de la frecuencia de cartas en que el mismo malogro del tiempo que se pierde se
compra a costa de lo mucho que se gasta” (Carta circular de Fray Benito Pañeres del 2 de junio de
1717 A.H.N.M., Sección Clero, Legajo 5110, ff. 3v-7r publicada en ZARAGOZA PASCUAL
1984: 301. En esta misma línea también se quejaba Fray Benito de la Torre al pedir “que nadie
escriba cartas de Pascua ni al General ni entre sí, si no es que tengan algún negocio preciso que
comunicarme. Y porque este abuso se ha extendido tanto, que hasta los colegiales artistas -y aún los
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juniores de las casas- ocupan lo más del tiempo en este ejercicio” (Carta circular de Fray Benito de
la Torre del 29 de junio de 1701 A.H.N.M., Clero, Legajo 5871, s.f publicada en ZARAGOZA
PASCUAL 1984: 278-279). El escritorio era una presencia en los monasterios casi histórica. Se
trataba de un mueble que había estado en los conjuntos benedictinos desde prácticamente los
orígenes. Las comunidades medievales ya contaban con una sala común que, con la llegada de la
celda, (al sustituir ésta al dormitorio común) se vio invalidada. Esta circunstancia provocó que el
scriptorium que hasta entonces utilizaban para copiar y transcribir documentos se anulara a favor
del mueble individual. A partir de entonces, las comunidades tuvieron que encargar la ejecución
de estos muebles. Según las cartas de los monjes visitadores, en los monasterios benedictinos de la
Congregación de San Benito de Valladolid se habían localizado en las celdas numerosos “escritorios
bronceados y concheados”, una escueta referencia que, sin embargo, revela una jugosa información:
que estaban suntuosamente decorados (Carta circular de Fray Benito Uría y Valdés del 6 de julio
de 1777 A.U.P.S., Fondo San Vicente, Leg. 141, Libro de visitas, s.f publicada en ZARAGOZA
PASCUAL 1984: 391). El escritorio, también conocido como secrétaire o buró experimentó una
gran evolución a lo largo del siglo XVIII. Según algunos especialistas “la complejidad tipológica
caracterizaba los muebles de escribir” de esta época (LÓPEZ CASTÁN 2004: 137). Al tradicional
escritorio español hay que sumar la variedad de modelos franceses: de puerta abatible (à batant)
con tapa vertical y cajones frontales de “mesa de tambor” o “de cilindro” (à cylindre) y una tercera
tipología derivada del bureau plat francés que consistía en un modelo de mesa plana con cajonera en
el faldón. La riqueza en el mobiliario que había en las celdas monacales de los benedictinos españoles
de los siglos XVII y XVIII no era bien vista por los Generales de la Orden. De hecho, los monjes
visitadores escribieron que no se permitía que en las habitaciones hubiera “ni escritorios preciosos,
ni otra cosa que huela de profanidad” (Carta circular de Fray Melchor Morales del 11 de julio de
1713 A.H.N.M., Clero, Legajo 1358, s.f. publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 294). La
documentación consultada también señala que había quejas por el uso de “papeleras charoladas” en
el interior de las celdas (Carta circular de Fray Benito Uría y Valdés del 6 de julio de 1777 A.U.P.S.,
Fondo San Vicente, Leg. 141, Libro de visitas, s.f publicada en ZARAGOZA PASCUAL: 391). La
papelera -también denominada guardapapeles o cartonnier- era un elemento asociado al escritorio.
Consistía en un mueble compartimentado para contener papeles con el fin de archivarlos y no (como
ocurre en la actualidad) para tirarlos. Su origen proviene de mediados del siglo XVII y, más tarde, a
partir del siglo XVIII, se sofisticó por influencia francesa. La papelera “podía presentarse exenta o
adosado al escritorio, con o sin tablero abatible” y junto con los escritorios fueron los muebles que
introdujeron técnicas decorativas de lujo como es la referencia de charoladas que se refiere a que
estaban lacadas (RODRÍGUEZ BERNIS 2006: 186).
Las paredes de las celdas se decoraban con “láminas y finas pinturas” (Carta circular de Fray Benito
Uría y Valdés del 6 de julio de 1777 A.U.P.S., Fondo San Vicente, Leg. 141, Libro de visitas, s.f
publicada ZARAGOZA PASCUAL 1984: 391) a tenor de las referencias escritas por algunos
monjes visitadores en sus cartas, pues “los centros monásticos fueron, en muchos casos, durante
la Edad Moderna, en los territorios periféricos peninsulares, las instituciones que lograron atesorar
UBILETRAS
99
las colecciones pictóricas de mayor calidad” (PAYO HERNANZ 2003: 297-340). Algo que llegó
a escandalizar a los visitadores fue el hecho de haber encontrado que algunos monjes tenían en
sus celdas “relojes de valor excesivo” La presencia de relojes en el contexto de las celdas supuso
la intromisión del tiempo profano en Carta circular de Fray Benito Uría del 6 de julio de 1777
A.H.N.M., Sección Clero, Legajo 5871, s.f publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 391).
el tiempo litúrgico. La posesión de un reloj en la celda distinguía a su propietario y enaltecía a su
poseedor, mucho más teniendo en cuenta que era un objeto que en realidad, no necesitaban ya que el
día a día de los benedictinos estaba establecido por la Regla que organizaba el tiempo en diferentes
oficios religiosos: Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas.
Los informes de los monjes visitadores no sólo aluden a la riqueza de los textiles y del mobiliario
hallado en las celdas de algunos religiosos sino que también hacen referencia al brillo de la plata
que utilizaban en empuñaduras de bastones, pequeñas cajas, servicios de mesa y otras piezas que
nombran con el genérico nombre de “joyas” que tanto gustaban a los benedictinos del XVIII. Así
lo señala una recomendación que prohibía “toda plata en los ajuares particulares del uso del monje,
exceptuando sólo el engaste de alguna reliquia” (Ibidem) y que se dejaran de utilizar “por el amor de
Dios, con la decencia y mayor utilidad de la plata en puños de bastones, en cajas, en cubiertos de
mesa y otros ajuares” (Ibidem). Otra carta prohibía “que los monjes de nuestra Congregación tengan
joyas ni piezas de oro, ni de plata, ni de otro metal precioso, salvo el engaste de alguna reliquia” Carta
circular de Fray Melchor Morales del 11 de julio de 1713 A.H.N.M., Sección Clero, Legajo 1358
publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 294). La normativa tampoco permitía que los monjes
tuvieran “para su uso y servicio dichas alhajas, (…) cajas de plata, ni servicios de mesa del mesmo
metal, ni otras puerilidades semejantes” (Ibidem). De esta manera el mobiliario y ajuar textil de la
celda se completaba con otro tipo de objetos que coleccionaban las comunidades religiosas tal y como
denunciaron los monjes visitadores, “si miramos las personas se ve (con rubor lo presencié algunas
veces) que en una concurrencia de seculares de la primera estofa, quedan estos o escandalizados
o sonrojados, no pudiendo presentar una muestra o una caja de tanto coste y primor como la de
un monje” (Carta circular de Fray Benito Uría del 6 de julio de 1777 A.H.N.M., Sección Clero,
Legajo 5871, s.f publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984: 391). Se trataba de pequeñas cajas
que conformaban el entorno a mano del monje. Hay un tipo que se menciona repetidas veces en
la documentación estudiada, aquella que cumplía la función específica de tabaquera sobre la que
tenemos documentado su uso de manera general entre los benedictinos, ya que “se admitía el uso de
polvo de tabaco o rapé; quien más o quien menos poseía una artística y costosa tabaquera –a menudo
varias- y podía ufanarse de tabaquista-” COLOMBÁS 1998: 552).
En las cartas redactadas por los monjes de la Congregación de San Benito de Valladolid, los
visitadores llegaron a preguntarse de forma retórica:“¿de qué servirá al monje muerto al mundo por
su estado una celda de tres o cuatro o más aposentos con todo género de retretes y otras disposiciones,
para la familia de un seglar muy acomodado?” (Carta circular de Fray Juan Lardito del 25 de junio
de 1705 A.H.N.M., Sección Clero, Legajo 5871, s.f publicada en ZARAGOZA PASCUAL 1984:
286). El monje muerto al mundo, es decir, retirado de la vida regular, pocas alhajas precisa, aunque
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lo que aquí nos interesa destacar es el término retrete sobre el que la documentación se puede estar
refiriendo a sillas y/o pequeñas mesas de retrete. Se trata de una moderna y conveniente tipología
que serviría para la higiene personal. Los retretes conocidos en el XVIII como mesitas de cabecera
de cama porque se ubicaban junto al lecho nocturno tenían un tablero de mármol sobre madera
y un compartimento que abría una pequeña puerta para guardar una bacinilla. Quizá era el único
elemento decorativo de la celda que se ajustaba a una necesidad fisiológica humana y no a razones
puramente estéticas. Con todo no es extraño, por tanto, que los monjes visitadores tras realizar las
pertinentes inspecciones en sus visitas a los diferentes monasterios llegaran a exclamar en forma
de pregunta “¿Son estas celdas de monjes o lonjas de mercaderes?” (Carta circular de Fray Benito
Uría del 6 de julio de 1777 A.H.N.M., Sección Clero, Legajo 5871, s.f publicada en ZARAGOZA
PASCUAL 1984: 391)
CONCLUSIÓN
En definitiva, los monjes benedictinos españoles de los siglos XVII y XVIII no tuvieron las mismas
necesidades que los religiosos del medioevo pues, en la Edad Moderna, la comodidad fue una de
las principales premisas de la vida monástica. Hay que tener en cuenta que muchos de estos monjes
antes de ingresar en el monasterio para seguir -supuestamente- una vida de clausura, obediencia y
pobreza provenían de una elevada extracción social. Su posición social iba acompañada la mayor
parte de las veces de una erudita formación intelectual que habían cultivado a lo largo de los años.
Este conocimiento llevaba emparejado consigo, en algunos casos el gusto por una determinada
estética que les hizo adquirir una cierta preferencia por determinadas texturas, brillantes calidades de
los objetos y costosas piezas de plata. Todos estos elementos que atesoraban y guardaban celosamente
en sus celdas les hacían compartir el gusto con la sociedad de su tiempo convirtiéndoles en fervientes
seguidores de las modas, tendencias y corrientes estéticas de su época de las que supuestamente no
debían ser conocedores.
En fin, estos religiosos vivieron rodeados de un esplendor que se manifestó en la presencia y en la
abundancia de los objetos y muebles. Este panorama no se circunscribió únicamente a los monjes
españoles sino que lo vivieron también otros monjes de la península: los portugueses. Los benedictinos
lusos de esta época hallaron “en el arte barroco su expresión más genuina: imaginación, magnificencia,
fausto, esplendor y llenaron el interior de sus casas de “una auténtica borrachera de barroco, el afán de
aquellos monjes de los siglos XVII y XVIII por ofrecer a Dios y a sí mismos mansiones celestiales”
llegó en Portugal a sus cotas más altas” (COLOMBÁS 1998: 811). La exuberancia de la que se
rodearon los monjes españoles de esta época contrastó notablemente con la austeridad, la sencillez y
la pobreza cisterciense cuya arquitectura hizo hincapié en la simplicidad que no llegaron a practicar
los benedictinos del barroco.
UBILETRAS
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FUENTE E BIBLIOGRAFÍA
FUENTE
AMMBJ (Archivo del Monasterio de Monjas Benitas de Jaca), Recopilación de documentos
originales (cartas) 1508- 1777. Documento del 29 de diciembre de 1686.
BIBLIOGRAFÍA
AA.VV. (1998). Monjes y monasterios. El cister en el Medievo de Castilla y León. Valladolid;
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