02-11 Domingo 5 - Año B Job 7.1-7 // I Cor.9.16-23 // Mc.1.29-39 Aquellas matas que son trepadoras o enredaderas, necesitan el apoyo de un alambre, estaca o palo para poder elevarse del suelo y crecer hacia arriba, hacia el sol. Para esto se les brotan pequeños tentáculos que les permiten agarrarse y así treparse para arriba. Todo va bien mientras se adhieran al alambre o al palo. Pero si por alguna razón, - por ejemplo, por el viento, - la parte superior del gancho, recién brotada, pierde su contacto con el alambre o palo, se quedará meciendo en la brisa, buscando un nuevo punto a qué agarrarse. Mientras tanto no puede subir más para arriba, sino al contrario, tiende a perder altura e inclinarse a la tierra, atraído por la fuerza de la gravedad. Si queda así, terminará arrastrándose por el suelo, pisado por los transeúntes. Pero si logra agarrarse de nuevo al palo o alambre, continuará su crecimiento hacia arriba. – Jesús Ora: por tener Hambre de Dios Ésta es la experiencia de nosotros todos en nuestro esfuerzo por acercarnos a Dios. Continuamente sentimos la ‘fuerza de gravedad’ de las cosas y preocupaciones de este mundo que nos envuelven y ocupan, con gran peligro de que perdamos el agarre, y volvamos a caer para abajo. Jesús mismo ha sentido este peligro. Cuando “en una barca se retiró aparte, a un lugar solitario, la gente, al saberlo, se fueron detrás de él a pie. Al desembarcar, vio el gentío, sintió compasión de ellos, y curó a sus enfermos” (Mt.14.13-14). Así, continuamente se veía asediado por las masas populares que se le echaban encima para que los atendiera y los curara de sus enfermedades y dolencias: “Toda la gente trataba de tocarlo, porque de él salía una fuerza que los sanaba a todos” (vea Lc.6.19-19). Así también el Evangelio de hoy: “curaba a muchos enfermos de diversos males, y expulsó muchos demonios”. Por esto es tan significativo que este mismo Evangelio nos lo presenta como con una hambre visceral por buscar el rostro de su Padre en la oración: “De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, se levantó, salió y fue a un lugar solitario para orar”. Es un hambre tan feroz por el Padre, que huye y se esconde hasta de sus discípulos más íntimos: aún ellos, en ciertos momentos, le resultan impedimento y estorbo en su búsqueda del Padre. Por ejemplo, después de la multiplicación de los panes “forzó a sus discípulos a subirse inmediatamente a la barca e ir por delante, mientras él despedía a la gente; después se fue al monte para orar, él aparte: hasta muy tarde estaba allí solo” (Mt.14.22-23). ¡Con qué afán habrá exclamado con el Salmista: “Dice de ti mi corazón: ‘Busca su rostro’! Sí, tu rostro estoy buscando, Señor, ¡no me escondas tu rostro!” (Ps.27.8). Bien es verdad que, según la Escritura, la oración de nosotros, los Cristianos, es ante todo oración comunitaria, según vemos en aquella perla de oración en que Jesús nos enseñó a decir: “Padre nuestro (¡no dice: ‘Padre mío’!),… danos hoy nuestro pan, …perdónanos, …. no nos dejes caer,… líbranos del Maligno”: siempre en plural: ‘nos’. - Pero esto no quita que también la oración privada es necesaria. Por esto Jesús nos enseña: “Cuando vayas a orar, entra en tu cuarto privado, cierra la puerta detrás de ti, y ora a tu Padre que está allí en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te lo recompensará” (Mt. 6.6). Pues la experiencia del propio Jesús era como una moneda de dos caras: durante el día se desvivía por la gente: enseñando, curando, aconsejando, consolando, - mientras cada noche sentía una urgencia irresistible de volver a ‘enchufarse’, o ‘cargarse’ con aquella corriente poderosa de energía divina que era su contacto con el Padre. Orar, más que Recibir, es “Acostumbrarse” a Dios San Lucas nos dice que Jesús enseñó el Padre-Nuestro a sus discípulos precisamente cuando éstos lo habían estado observando durante su oración: “Estando él orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de ellos le dijo: Maestro, enséñanos a orar, como Juan lo enseñó a sus discípulos” (11.1). En respuesta a este ruego Jesús, en las siete peticiones de esta oración, nos permite vislumbrar cuáles son los grandes temas o preocupaciones que, para él, constituyen el contenido principal de su propia oración personal y, por tanto, han de serlo para nosotros también. Por cierto, esto no garantiza que por nuestra oración se nos irán deshaciendo como la nieve ante el sol nuestras penas y problemas personales. Casi podríamos decir: la oración, de por sí, no cambia por nada nuestra situación quizá penosa. Lo que, sí, hace es que nos da vigor para bregar, y también para entregarnos a las manos de aquel Dios que sabemos es puro amor y benevolencia para con nosotros, como dice San Pablo: “Sabemos que Dios está actuando en todas las cosas para el bien de los que lo aman” (Rm.8.28). Entregándonos así a Aquel que es el Absoluto, nos ayuda a relativizar el peso o la importancia de nuestros problemas que, vistos bajo la luz del Eterno, son naderías. La oración perseverante nos pone gradualmente más bajo la luz, la lluvia del Omnipotente, y nos hace vivir en el ‘áurea’ de su presencia luminosa: “así nos acostumbra a vivir a lo divino”, como dice San Ireneo (vea IV, 38, 1). De esta forma, la oración obediente nos saca de la cerrazón de nuestras cuitas, y nos abre horizontes hacia lo que realmente importa. Nuestra experiencia será que nuestra oración, con el tiempo, se irá simplificando, hasta al final reducirse prácticamente a las siete peticiones del Padre-Nuestro. Luego, la oración perseverante cambia más nuestro propio interior, que la situación exterior. Nuestra Oración ¿Cambia los Planes de Dios? En este contexto hay que entender aquella invitación de Jesús: “Si dos o tres de vosotros se ponen de acuerdo para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre: porque donde dos o tres se reúnen en mi Nombre, allí estoy yo” (Mt.18.19-20). A esto cabe anotar dos cosas: (1) No es así que Dios cambie sus planes ya establecidos, cuando nosotros empezamos a pedirle algo, aún “reunidos en el nombre de Jesús”. Sino, como Dios vive en la eternidad donde no hay ni antes ni después, el momento histórico en que yo pido algo a Dios, coincide para Dios con el único momento de su eternidad. Por tanto, el momento de mi petición coincide con el momento eterno en que Dios traza sus planes sobre mí. Por esto, cuando Él atiende a mi oración, concediéndome lo que pido, no es que Él cambie sus planes, sino al trazarlos desde eterno ya toma en consideración la oración que yo haré en su momento. (2) Esto, por tanto, no significa que el Señor ‘a posteriori’ se vaya ajustando a mis preferencias o intereses. Sino más bien, paulatinamente irá amoldando mis intereses y anhelos a su mente y a sus prioridades. De ahí lo que dice San Agustín: “A menudo el hombre desea obtener cierta cosa del Señor, pero no desea al Señor mismo: como si fuese más apetecible el don, que el Dador mismo… Estate seguro que Él te atiende cuando lo buscas a Él, no cuando de Él buscas otra cosa… Por esto, en el día de la tribulación busca a Dios, no otra cosa mediante Dios sino, acuciado por la tribulación, busca a Dios mismo” (In Ps. 76.2-3). En otro lugar añade: “Tu mismo deseo (por Dios) es tu oración: si el deseo es continuo, continua es tu oración… Aunque hagas cualquier otra cosa, pero si deseas el descanso en Dios, no estás interrumpiendo la oración” (In Ps.37.13-14). – Este deseo es fruto de un lento proceso de reorientación de nuestros intereses: es fruto de la influencia oculta y suave del Espíritu del Señor, que va configurandonos a su querer. Así “viene en ayuda de nuestra flaqueza, intercediendo con gemidos sin palabras, y su intercesión a favor de nosotros siempre es según Dios” (vea Rm.8.26-27). – ¿Cómo nos Configuramos a su Querer? En cierta ocasión Jesús se retiró a un lugar tranquilo, para él y sus discípulos recogerse de tanto ajetreo. Pero al desembarcar se topó con las masas populares con sus enfermos y necesitados, y se puso a atenderlos porque “sintió compasión de ellos, pues estaban postrados y abatidos como ovejas sin pastor”. Para atenderlos, escogió doce ayudantes, “a quienes dio poder sobre los espíritus inmundos, y para sanar toda dolencia” (vea Mt.9.35-10.1). Ahora, en la medida que nosotros asumamos esta inquietud de Cristo, nos sintamos afligidos por los sufrimientos de la gente como Él se afligía, veamos a las personas con los ojos misericordiosos de Jesús, en esta medida habremos llegado a ser configurados a su Corazón, y podemos estar seguros que “nuestra petición es según Dios” (Rm.8.27; vea también I Jn.5.14-15). -