Evolución del modelo representativo: de Rousseau a Habermas Quae sint, quae fuerit, quae mox Ventura trahantur (Geórgicas, IV, 392) La naturaleza de las sociedades, por lo común bastante alejadas de las imprevisiones teóricas de sus académicos, y la naturaleza de los hechos, infaliblemente ajustados a la relación de sus causas, parecen confabularse hoy para dejar bien parados a unos y en la más absoluta evidencia a otros, en especial a aquellos que pensaban que la filosofía no hablaba de nada que tuviera lugar en este el mundo o que pudiera suceder en un futuro. Si algo han venido a confirmar los años transcurridos en el presente siglo no es lo errado de algunos diagnósticos lanzados ya en la segunda mitad del siglo XX, sino la incapacidad o mejor aún, la imposibilidad intrínseca del los destinatarios de estas “iluminaciones”, es decir, el ciudadano de a pie, para comprender de forma adecuada la encrucijada en la que se encuentra. No parece que sea sólo una cuestión de falta de conciencia ante la raíz del problema y las injusticias que hoy se padecen, como una aceleración en el devenir de los acontecimientos que hace imposible toda respuesta eficaz y consensuada. Sin duda el cuerpo político ha aumentado su masa y su inercia, y era más que probable que a raíz de ello aumentaría su aceleración. Es decir, que por un lado el proceso histórico se ha acelerado y se acelera (a pesar de las manifestaciones en contra de los hoy ya reconvertidos oráculos del quietismo) y por otro, las consecuencias han sido previstas de forma un tanto milagrosa por quienes no parecían más dispuestos a ello: los filósofos, ese gremio tan alejado de los juicios políticos como de las proposiciones de la ciencia natural. El presente ensayo pretende demostrar cómo la violación sistemática de algunos presupuestos de la convivencia social y la triple crisis que se vislumbra en el horizonte diario (legitimación, representación y motivación) nos han llevado, ni más ni menos, que al punto exacto en el que nos encontramos hoy. Desde esta perspectiva, la reacción por parte del Estado y de la ciudadanía ante los trágicos momentos vividos estos últimos años, lejos de ser un extrañamiento del orden imperante, son una prueba, una manifestación de un dinamismo oculto. Quien ausculta el pulso de un paciente no sólo pretende hallar un síntoma de la existencia del órgano, sino la pauta de su función. 1 I. Antecedentes Una anécdota sobre Thomas Carlyle, el brillante polemista inglés, cuenta que en medio de un acalorado debate sobre el poder de la palabra y la revolución, éste fue interrumpido por un comerciante alarmado ante el ímpetu de su palabrería. “¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!”. La respuesta del autor del Culto a los Héroes fue: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera.” Esta historia no dice mucho acerca del conservadurismo reaccionario del inglés, pero prueba su comprensión de la historia más allá de su incomprensión del presente. Carlyle pensaba que la democracia era el caos dotado de urnas. A efectos del tema que nos ocupa, parece necesario rescatar del pasado algunas ideas fundamentales. Por un lado las aportaciones al campo de la teoría política y la ciencia social que han llevado a la identificación de la política con el Estado y su poder. Un proceso que arranca a principios del siglo XVI con Maquiavelo y el concepto de “razón de estado” (un nuevo ordini estatal), es decir, el reconocimiento de sí mismo por parte del estado como un cuerpo que persigue ciertos fines y que se encuentra sometido a determinadas leyes que pueden ser comprendidas y dominadas por los hombres, y cómo a partir de ello obtiene aquél las normas de su obrar político, dando un salto definitivo desde la fuerza de la razón a la razón de la fuerza, de la palabra a la dominación. La política moderna sigue estando en gran parte determinada por una mezcla inhomogénea de realismo maquiaveliano, necesidad, autonomía y leyes. Las limitaciones a esta acción regidora y beligerante del estado fueron un siguiente paso, esta vez una conquista del conservadurismo liberal anglosajón desde del siglo XVII. Resulta significativo que el liberalismo sea la ideología que desde un principio reconoce al individuo como objeto de derecho y dignidad particulares, apoyando el constitucionalismo, antes de que este derecho sea asumido básicamente como el derecho a la libertad en una economía de mercado. El conservadurismo, al menos tal como lo entendían Scruton y Burke, pretendía revalorizar el largo proceso que lleva a la formación y el acomodamiento de las sociedades frente a cualquier acción intrusiva, sea ideológica, económica o política; el orden establecido es la cristalización de los hábitos de la socialización, y como tal posee un valor que está más allá de la redistribución o la justicia social, puesto que sus conquistas redundarán en beneficio de todos y son un patrimonio que la sociedad tiene el deber de preservar. El ámbito de influencia de las ideologías no puede verse separado de la formación de los primeros estados nacionales y la emancipación del poder estatal del poder de la 2 Iglesia, y en particular del influjo de la crítica ilustrada a los valores de la tradición y de la fe. Surgen como un primer bloque de teorías que presuponen la existencia de la vida social y de un cierto orden de valores y derechos que diferencian al hombre civilizado del hombre natural. Diremos que en su conjunto ofrecen una visión funcional del Estado y de la sociedad. Es decir, pretenden dar respuestas del tipo: “El estado surge de tal y tal estamento”, “Su legitimidad se funda en esto y aquello”, “El ser social se diferencia del ser natural en esto y lo otro”, etc. Un segundo bloque de teorías, en el que no nos detendremos en absoluto, ofrecen una visión crítica del Estado y de la sociedad. Su única respuesta es del tipo “La forma en que se ha desarrollado la sociedad y las relaciones entre los individuos no es la forma en que debería desarrollarse la sociedad”. No pretenden sólo dejar constancia de la existencia del ser político y de que éste posee una razón propia, sino que buscan su ulterior transformación y emancipación en aras de algún ideal de mejora del hombre y de la sociedad en su conjunto. Dentro del primer grupo, hay dos ideas que son de capital importancia. La primera se debe a John Locke (1632-1704) y se conoce como la doctrina del consentimiento tácito. Afirma que por el mero hecho de encontrarse en los dominios de un gobierno, todo individuo que tenga alguna posesión o usufructo dentro de su territorio, inclusive sólo por el hecho de transitar a través de él, otorga a aquél su consentimiento tácito. De forma que aunque los ciudadanos no hayan sido consultados explícitamente sobre un tema cualquiera, como por ejemplo, la propia existencia del Estado o la acciones que éste lleva a cabo, se supone que dan su consentimiento implícito al encontrarse en su ámbito de influencia. La existencia de este derecho positivo es el marco de la legitimidad de todo estado soberano. No es posible imaginar una forma de gobierno en que todas sus decisiones deban ser sometidas a un plebiscito diario, pero no es menos importante destacar que para que la palabra consentimiento tenga algún sentido debería se posible demostrar que en algún momento esa persona comprendía efectivamente lo que implicaba su aceptación y estaba de acuerdo en hacerla efectiva. La segunda idea fundamental es la de voluntad general y supone un avance en la compresión del funcionamiento del cuerpo político. El autor que más se preocupó por sus implicaciones, como es bien sabido, fue Jean-Jacques Rousseau. La democracia directa defendida por el ginebrino asumía que el pueblo debería ser el depositario permanente de la soberanía, en contra de la doctrina liberal de la delegación de poderes y del sistema representativo. Su concepción de la voluntad general impide que ésta pueda ser delegada, la voluntad general debe por sí sola dirigir las fuerzas del estado situándose por encima de las voluntades e intereses particulares, “no siendo la soberanía sino el ejercicio de la voluntad general, no puede enajenarse 3 nunca, y el soberano, que no es sino un ser colectivo, no puede ser representado más que por sí mismo: el poder puede ser transmitido pero no la voluntad”. Esta voluntad no es la suma de las voluntades particulares, que se identifica con la voluntad de todos, sino la del cuerpo social o soberano en su conjunto que sólo procura el bien común y por tanto, no puede equivocarse. Ésta, al estar dirigida al interés de todos, garantiza que el individuo no sufrirá ninguna merma o enajenación al estar sometido a ella, puesto que fuera de la voluntad general sólo existen conflictos e intereses particulares. La subordinación del individuo a la voluntad general se confirma dentro de un pacto o contrato social por el que éste se prorroga de la ejecución y administración de la justicia, cediendo parte de sus derechos a un Estado que administra las leyes y hace efectivo su cumplimiento. II. Hechos El terrorismo y la desigualdad son dos de los principales retos a los que se enfrentan las sociedades modernas. El conflicto que plantea el primero supone un problema de difícil solución para los gobiernos occidentales, pero las reacciones que han tenido lugar estos últimos años pueden servir de guía para entender el funcionamiento de los grandes estados y cuál es el orden interno al que obedecen. Como modelo simplificado, y cada vez más próximo a la realidad efectiva, hablaremos de un único Estado, un único cuerpo político, una única sociedad y un terrorismo globalizado que actuará como agente. El concepto de agente enlaza evidentemente con la noción de intención. Llamamos acción a la actualización de un estado por medio de un agente y sólo si dicha actualización se produce de forma consciente, voluntaria y no coaccionada. En este marco, presentamos como primera tesis las reacciones frente al terrorismo que tuvieron lugar tras las elecciones legislativas del 14 de marzo de 2004 en España y la consecuente interpretación por parte de un cuerpo político, de iure, representante de los intereses del Estado. Algunas de las proposiciones planteadas de forma explícita o implícita durante esos días pueden resumirse más o menos en las siguientes: 1. El terrorismo obra con arreglo a fines y está en contra del bien común. Es decir, procura torcer la voluntad general. La primera parte de este juicio se justifica en el hecho de que el Estado define acciones concretas para oponerse a la plaga terrorista, lo cual supone que ésta, a pesar de su barbarie, obedece a una cierta lógica de los hechos. Es 4 bastante evidente y revelador que a nadie se le haya ocurrido hasta la fecha atentar indiscriminadamente en un desierto o inmolarse en el medio del océano. 2. El soberano (en el sentido rousseauniano de un cierto “ser colectivo”) es el depositario de la voluntad general que consiste en una suma o “cálculo de votos”. En contra de esto se podría argumentar que Rousseau entiende que la voluntad general sólo actúa cuando el pueblo está reunido y para ello no deben existir facciones dentro de la sociedad, cada ciudadano debe opinar según sus propias consideraciones. Esto sólo es posible en un modelo de estado como el de la polis griega o los pequeños estados medievales, donde las diferencias podían ser zanjas en el ámbito de una plaza pública. No tendremos en cuenta esta consideración, puesto que en otra parte de su obra afirma claramente que “del cálculo de votos se saca la declaración de la volunta general”, y continúa, “cuando la opinión contraria vence a la mía, eso no demuestra más que yo me había equivocado, y que lo que yo consideraba como voluntad general no lo era”. 3. El bien común se identifica con la voluntad general. Quien deseche esta proposición deberá afirmar, o que el bien común se establece según un mandato divino, o bien que está determinado según la autonomía de una razón legisladora. Es evidente que en los hechos el bien común coincide con la voluntad general, lo que no significa en absoluto que este bien común sea el bien, ni que en cuanto a la forma de determinar este bien común pueda ser alcanzado independientemente de los principios de una “comunidad ideal de diálogo”. 4. La soberanía del pueblo es inalienable y se manifiesta de forma única en el ejercicio del voto. Donde está el representado, cesa el representante. Este es un presupuesto básico de la convivencia democrática. Rousseau lo expresa de manera elocuente: “Desde el instante en que el pueblo está legítimamente reunido en cuerpo soberano, cesa toda jurisdicción del gobierno, se suspende el poder ejecutivo, y la persona del último ciudadano es tan sagrada e inviolable como la del primer magistrado”. 5. Los representantes no obran con arreglo a fines personales, porque no poseen ni voluntad ni poder propio, son convocados para ejercer la voluntad general durante un corto período de tiempo. Lejos de ser una declaración de lo que el cuerpo político asume, es una declaración de hecho, de cómo el cuerpo político ha sido en efecto investido. 5 6. El resultado de las elecciones, aunque legítimo, está condicionado por el terrorismo y, como tal, no representa la voluntad general o la representa de una forma “distorsionada”. Una idea que fue bastante divulgada por los medios de forma indiscriminada y permanece en el ambiente de las discusiones políticas. La conclusión que se sigue es que es imposible (lógicamente imposible) afirmar que el terrorismo persigue un fin y que este fin consiste en doblegar la voluntad general. La voluntad general jamás se doblega, simplemente, porque nunca se enajena. Por lo tanto, es contradictorio afirmar 1 y 6 y pretender al mismo tiempo que se está diciendo algo con sentido. III. Crisis El segundo aspecto que es necesario destacar está relacionado con la contradicción inherente al moderno estado capitalista, que por un lado debe defender los intereses de la macro-economía y el capital para mantener el estatus y por otro se provee de una ideología de igualdad y solidaridad que es manifiestamente imposible de llevar a la práctica, produciéndose un desacuerdo permanente entre la estructura económica y la superestructura ideológica. Surge así una crisis de legitimación del Estado, debido a la imposibilidad del sistema para resolver esta aporía y dotar de un sentido global a la existencia que racionalice la convivencia entre los hombres, sentido que en algún momento fue el principal objetivo de las religiones monoteístas. Como principal respuesta el Estado debe enfrentar una crisis de motivación de la ciudadanía. Ciudadanía que no se siente representada por un cuerpo político privatizado y que difícilmente ha sabido justificar sus acciones. Como afirma Habermas, aunque no tenemos un acceso directo a las condiciones bajo las cuales una norma moral, es decir, un principio de acción, merece reconocimiento universal, “la validez de los enunciados puede demostrarse por vía discursiva a través del medio de las razones disponibles”. Por supuesto que cuando estas razones incluyen la mentira y la tergiversación, no sólo carece de sentido pretender el respaldo de una validez moral, es también imposible hablar de la más elemental justificación. Por último, la tríada se completa en una crisis de representación que afecta al cuerpo político en su conjunto y de la que en parte ya hemos hablado. Los estamentos legislativos se enfrentan a la dificultad de actuar en consonancia con una sociedad cada vez más escindida e individualizada: por un lado la sociedad es incapaz de sacar adelante una propuesta común y no excluyente frente al conflicto más insignificante, 6 mientras que por otro el cuerpo político, en vez de ser un reflejo de una voluntad colectiva, actúa de forma autónoma y por delante de la sociedad no en un sentido positivo sino restrictivo y preventivo. Según Habermas, sólo existen dos vías de solución: una llevaría a replantear todo sistema capitalista, la otra, a admitir que ni siquiera es necesaria la legitimación de dicho sistema. Para Luhman y los conservadores modernos, conceptos como el de legitimación ya no son necesarios o han sido superados por los acontecimientos y el acomodamiento de las sociedades. La sociedad actual ha dejado de ser estratificada y se define en una multitud de subsistemas relacionados en un sistema global, el cual “ya no puede ni siquiera autorrepresentarse ni dotarse de identidad colectiva, debido a que no hay un centro ordenador, ni una racionalidad de orden superior que se imponga sobre las racionalidades propias de los diversos subsistemas y las integre”. La sociedad se comporta como un organismo vivo que ha sabido metabolizar la crisis y, de la misma forma que los sistemas complejos, es capaz de reducir las fluctuaciones internas (catástrofes) produciendo una forma estable (morfogénesis). Esta es la manera en que la sociedad ha superado el mito y la religión, proveedores de un sentido colectivo y escatológico, fragmentándose en diversos sistemas, cada uno de los cuales tiene su propio sentido, su propia “forma de vida”, su función orgánica. IV. Conclusión Frente al actual estado de cosas nos atrevemos a proponer, de forma tan innecesaria como ordenada, una nueva concepción del problema del mal en el mundo, definiéndolo como la capacidad de generar descontento, de aumentar el desorden y la entropía. Tal vez de aquí pueda extraerse una definición del terrorismo más adecuada a las circunstancias actuales. Posee algunas ventajas sobre definiciones anteriores del mal, que van de Plotino a Santo Tomás y de Leibniz a Freud. Por un lado, recupera la inevitabilidad del mismo, al mismo tiempo que comparte la idea metafísica del mal como privación y la idea moral del mal como pecado, pero a su vez devuelve al hombre al centro del problema y no lo sitúa demasiado a la vera de esa otra parca esperanza de los vivos: la Acción y la Redención. Adrián Icazuriaga Barcelona 17/05/2004 [email protected] 7 BIBLIOGRAFÍA - Discurso sobre el origen y los fundamentes de la desigualdad entre los hombres y otros escritos. Jean-Jaques Rousseau. Ed. Tecnos, Madrid 2002. - El contrato social o Principios del derecho político. Jean-Jaques Rousseau. Ed. Tecnos, Madrid 2000. - Historia de la Ética. Alasdair MacIntyre. Ed. Paidós, Barcelona 1998. - Verdad y Justificación. Jurgen Habermas. Ed. Trotta, Madrid 2002. - Metafísica. F. J. Martínez Martínez. Ed. UNED, Madrid 1991. 8