XXX Concurso de Cuentos “Villa de Mazarrón” - Antonio Segado del Olmo 2014 SIN PALABRAS JOSÉ IGNACIO SENDÓN GARCÍA ACCÉSIT El 11 de Julio de 2014, el jurado del Concurso de Cuentos Villa de Mazarrón - Antonio Segado del Olmo, compuesto por Carmen Amoraga, Ignacio Martín Lerma, Mari Ángeles Rodríguez Alonso, Manuel Enrique Mira Sánchez y José María López Ballesta, otorgaron el Accésit de la trigésima edición al cuento titulado Sin palabras, de José Ignacio Sendón García. José Ignacio Sendón García, nació en Alicante en 1959. Cursa los estudios de Química en Alicante y obtiene la licenciatura en la Universidad de Santiago de Compostela. Aprueba las oposiciones como profesor de Bachillerato en la especialidad de Física y Química y ejerce en varios Institutos de la Comunidad Autónoma de Gallicia y en la actualidad trabaja en el Instituto Jorge Juan de Alicante. En el año 1997 presenta el cuento “Ángel” al concurso literario organizado por la cadena de hoteles NH, resultando finalista. En el mes de enero de 2013 publica (mediante el sistema de autoedición) el libro “Historias que llegaron con la lluvia”, colección de relatos escritos entre julio de1980 y diciembre de 2013. Entre los años 2007 y 2013 mantiene los blogs: “Lo que quisiera contarte”, “Qué he hecho yo para merecer esto” e “Historias que llegaron con la lluvia”. En 2013 reúne todos los escritos de los tres blogs en uno único de nombre “Lo que quisiera contarte” (http://nachosendon.es/blog). A partir de esa fecha escribe con regularidad artículos de opinión y relatos para ese blog. SIN PALABRAS Ricardo es un niño callado. No estoy diciendo que hable poco. Estoy diciendo que no habla. Y tampoco es que sea autista o padezca alguna dolencia que le impida emitir sonidos. Es que no le gusta hablar. De hecho, él considera que sus compañeros sí que deben estar enfermos porque cuando algún profesor les dice que se callen, ellos no consiguen hacerlo. A Ricardo, callarse le parece la cosa más sencilla del mundo. No es como dejar de respirar. Si dejas de respirar, te mueres. En cambio, si dejas de hablar no te pasa nada. Bueno, sí, que escuchas mejor a la vida. A Ricardo, la vida le habla y él le habla a la vida. Claro que los demás no escuchan nada de lo que Ricardo dice. Por eso dicen que no habla. Bueno, por eso y porque a ellos no tiene nada que decirles. Y no es porque no los quiera, que no está muy seguro, sino porque no los entiende. Porque a sus padres, que sí que les quiere, tampoco les habla. Ahí sí queda claro que no habla a las personas porque no las entiende. Por ejemplo, él quiere mucho a su padre, pero no entiende que llegue a casa, se siente en el sofá y le pregunte a la mamá de Ricardo que cuándo estará la cena. No entiende que la mamá de Ricardo llegue de trabajar más tarde que su marido y se ponga a hacer la cena, mientras él se sienta en el sofá a ver la tele. Pero tampoco sabe qué debería preguntar para que se lo expliquen porque Ricardo piensa que esas cosas no haría falta preguntarlas, que están muy claras. Quizá sea su padre el que no entiende la vida. O al menos, no como Ricardo. A veces, Ricardo le pregunta a la vida y esta le da la razón. No se preocupe si esto no le acaba de quedar claro. Yo también me he preguntado muchas veces como serán las conversaciones que Ricardo tiene con la vida y no he llegado a aclararme del todo. Como yo no acabo de hablar con la vida, me imagino que debe ser como tener un pensamiento profundo y notar que de esa misma profundidad llega un pensamiento de vuelta. No sé si me explico. Yo me lo imagino así, pero usted es muy libre de imaginárselo como quiera. Para Ricardo, que tiene esas conversaciones tan profundas, o así me las imagino yo, hablar es como cuando se apaga la televisión pero se queda con el pilotito encendido. Es decir, un gasto de energía inútil. Desde muy pequeño comprendió que hablar no hacía que la gente se entendiera. Servía, sí, para pedir cosas, para dar avisos y cosas así, pero ¿para entenderse? Para eso no. Por ejemplo, su mamá decía que había tenido un día muy duro en el trabajo y su padre, repantingado en el sofá, le pedía que le trajera una cerveza. Estaba claro que su padre no la había entendido. Pero había algo que le extrañaba aún más. Parecía que su madre tampoco se había entendido a sí misma, porque contra toda lógica, se levantaba del sofá e iba a la nevera a por la cerveza para su padre. El sofá estaba a la misma distancia de la nevera para los dos. La cerveza era para su padre. Su madre estaba reventada, pero era ella la que se levantaba del sofá y le traía la cerveza a su padre. Y le pasaba lo mismo con todas las personas que había conocido. Y no solo las que conocía personalmente. A veces se sentaba a ver la tele y no comprendía nada de lo que decían. Por ejemplo, al presidente del gobierno le preguntaban por las alarmantes cifras del paro y este se ponía a hablar de fútbol. Bueno, no es que de verdad hablara de fútbol, pero para lo que decía, igual hubiera dado que hablara del partido del domingo. Pero si le preguntaban a un futbolista era como si estuviera hablando de... Bueno, era como si no hablara de nada. Así es que Ricardo prefería mirar a la gente para descubrir lo que pensaban por la manera que tenían de moverse y gesticular. Había observado que cuando su madre le ponía el plato en la mesa, lo hacía con una sonrisa y le acariciaba la cabeza. Le daba el pan en la mano y le miraba a los ojos de una manera que Ricardo sabía que le estaba diciendo que le quería. Y entonces Ricardo la miraba de la misma manera. Y estaba claro que su mamá le entendía porque muchas veces se levantaba de su silla para darle un beso sin que Ricardo lo hubiera pedido. O sí se lo había pedido, pero no, desde luego, con palabras. Ricardo sabía que su mamá le entendía bastante bien. Por eso ella nunca se quejaba de que no hablara. En cambio, cuando su padre le pedía una cerveza, ella se levantaba del sofá en dos tiempos. Primero separaba la parte derecha de su cuerpo del asiento y luego la izquierda. Como si estuviera esperando una contraorden. Y mientras duraba la maniobra no dejaba de mirar a la tele. Y cuando volvía con la cerveza, no sonreía, ni miraba a su marido, ni se la daba en la mano. Seguía mirando la tele, se sentaba y dejaba la botella en la mesita que había delante del sofá. Alguna vez él le hacía ver que no le había traído un vaso y ella le miraba con una cara que hacía que su marido acabara diciendo que la cerveza sabe mucho mejor bebida directamente de la botella. El caso es que el hecho de que Ricardo no hablara, no le hacía especialmente popular entre sus compañeros, ni entre sus profesores. Estos estaban avisados y se abstenían de dirigirse a él, pero les costaba mucho acostumbrarse a un alumno que nunca decía nada. Ni para bien, ni para mal. Así que Ricardo se pasaba los recreos solo, sentado a la sombra de un álamo en el patio. Lo cierto es que él no molestaba a nadie y nadie le molestaba a él. Era un acuerdo tácito que a todos convenía. Pero todo cambió cuando llegó Rosa. El tutor del grupo de Ricardo la presentó un viernes al poco de empezar la clase de Matemáticas, una de las que más gustaba a Ricardo. Acababa de mudarse desde una ciudad del norte y Ricardo observó que era un poco bajita para su edad, pero que parecía muy desenvuelta y nada tímida. Le rogó a la vida que no la sentaran a su lado. Ricardo se sentaba solo en parte porque quería y en parte porque sus compañeros no querían sentarse con él. Nadie quiere estar con alguien que no tiene nada que decir. O que no parece tener nada que decir. El problema es que solo había dos huecos en el aula y uno de ellos estaba en la mesa contigua a la de Ricardo. Rosa miró en aquella dirección, pero el tutor, previendo problemas, le indicó que se sentara con Marta que también estaba sola, pero no porque quisiera, sino porque ningún profesor quería que estuviera acompañada. El tutor y el profesor de Matemáticas se miraron y se entendieron. Mejor sentar a Rosa con una charlatana que con alguien que no le daría ni los buenos días. Pero si Ricardo pensó que no tendría que relacionarse con Rosa estaba muy equivocado. En el primer recreo después de la clase de Matemáticas, ella se lo encontró sentado bajo su álamo y se sentó a su lado. Quizá decir que se lo encontró resulte algo impreciso. Rosa había recorrido el instituto entero buscándolo. Así resultaba bastante natural que lo encontrara. Pero Ricardo no lo sabía y maldijo a la casualidad. No tenía ganas de tener que explicar a Rosa que él no hablaba. No sabía cómo hacerlo. Suponía que ella acabaría entendiéndolo. Pero no quería hacerle un feo. Le había gustado aquella chica menuda y resuelta y no quería decepcionarla. Al menos, no el primer día. Ya habría tiempo para decepciones. Pero Rosa no se iba a decepcionar. Nada más sentarse a su lado le dijo: –Tú eres Ricardo, ¿verdad? Me ha dicho Marta que no hablas con nadie, ¿es cierto? A mí no me importa. La verdad es que la gente habla demasiado, ¿no te parece? Cómo no te va a parecer. Si no pensaras que la gente habla demasiado hablarías un poco para aportar algo de cháchara. ¿Te parece que yo hablo demasiado? Seguro que sí. Todos me lo dicen, así es que aunque tú no me lo digas, está claro que piensas que hablo demasiado. Pero como no me lo vas a decir, no me daré por aludida. ¿Te parece bien? Hagamos un trato. Si quieres que me calle me lo dices, ¿vale? Y así siguió un buen rato. Ricardo estaba anonadado. No había oído a nadie hablar tanto. Al principio le había gustado Rosa, ahora ya no estaba tan seguro. Es cierto que Rosa hablaba de cosas y no como sus compañeros que solo emitían sonidos. Una vez a Ricardo le cayó en su mesa un papel que recogía la conversación entre dos de sus compañeros. Más o menos decía esto: -Hola, ¿ke ase? -Hola, ¿ke ase? -Aquí -Sí -Hola, ¿ke ase? -Hola, ¿ke ase? -Mola, ¿no? -Mola mazo. -Sí Ricardo entendió menos que de costumbre, pero lo dejo pasar. Al menos Rosa no le había dicho "Hola, ¿ke ase?" ni chorradas por el estilo. Pero cuando tocó el timbre para ir a clase, le dolía un poquito la cabeza. En los días siguientes, Rosa volvió a sentarse con Ricardo en los recreos. Cada día las conversaciones eran diferentes y a Ricardo le fueron pareciendo más y más íntimas. Y empezó a pensar que Rosa, como su mamá, también le entendía. -¿Te he contado que mi padre vendrá la semana que viene a vernos? Sí claro que te lo he contado, ¿cuándo fue? ¿Ayer? ¿El martes? Sí, tienes razón, el martes. Tú ya sabes cómo quiero a mi padre, pero mi madre y él no pueden estar juntos más de cinco minutos sin pelearse. Sí, ya sé que tienes razón. Me tengo que acostumbrar. Es mejor que estén separados. Pero yo le echo de menos. ¿Tú no le echarías de menos? Bueno, puede que tú no porque no te entiendes con él. Tú solo te entiendes con tu madre y conmigo. Y Ricardo asentía. No a Rosa, sino a la vida. Pero Rosa, de alguna manera lo escuchaba, porque tenía razón en todo lo que decía. Al decir ella que había sido ayer cuando le dijo que su padre iba a visitarla, él pensó que no, que había sido el martes. Y sí, él sabía que quería mucho a su padre, pero pensaba que sus padres estaban mejor separados y que Rosa tenía que acostumbrarse. Como poco a poco empezó él a acostumbrarse a Rosa. Comenzó a aceptar que ella era capaz de escucharle. A lo mejor es que también Rosa hablaba con la vida. A Ricardo no le extrañaba, porque pensaba que era capaz de conversar hasta con el álamo que les sombreaba. Pero a Ricardo le gustaba charlar con ella. Es decir, le gustaba aquello que hacían, se le llamara como se le llamara. Pero Ricardo se dio cuenta de que en realidad lo que le gustaba era Rosa. Le gustaba ese cuerpo pequeñito y esa mirada traviesa. Pero Rosa se le adelantó. -Ricardo, me gustas mucho, ¿sabes? Tú eres el único que me comprende.Hablar contigo me hace, no sé, como cosquillas en el corazón. Me paso el día esperando que llegue el recreo para verte. Sueño contigo cada noche. Y es que me duermo pensando en ti, ¿cómo no voy a soñar contigo? Y, por primera vez en su vida, Ricardo sintió que tenía algo que decir. Sintió que, aunque seguro que ella ya lo sabía, necesitaba decirle que a él también le gustaba mucho ella. Que también soñaba con ella y con sus recreos juntos a la sombra del álamo. Ricardo pensó que esas cosas no se dicen para informar, sino porque gusta decirlas y gusta oírlas. A él le gustó mucho oír a Rosa decirle que él le gustaba. Así es que reunió todas sus fuerzas para decirle a Rosa lo que hacía días quería decirle, abrió los labios para hablar y se encontró con los de Rosa posándose suavemente sobre los suyos, dándole el beso más tierno que Ricardo hubiera podido imaginar jamás. Callándole cuando más dispuesto estaba a hablar. Y entonces Ricardo pensó que, nuevamente, Rosa dijo justo lo que él estaba pensando.