Folleto premiados secundaria

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Desde el Instituto Español Vicente Cañada Blanch queremos
agradecer el gran eco que ha tenido nuestro Certamen literario. Por
primera vez, en esta edición número XV, hemos abierto a todos los
centros de titularidad del Estado español la posibilidad de participar en el
concurso literario y, de este modo, ha pasado de tener una repercusión
limitada, a ver cómo desde los puntos más alejados de nuestro entorno
educativo, llegaban textos de una calidad literaria muy reseñable.
Nuestro centro se enriquece con nuevas voces y nuevos acentos, en este
interés común por promocionar y difundir nuestra lengua y nuestra
cultura.
El viernes día 13 de mayo, María Isabel Martínez, directora del IE
Vicente Cañada Blanch , Sonia Álvarez, Begoña González, Pilar
Montero, Antonio R. Bellotti, Carlos Rodríguez y Dulce Mª Quesada,
miembros del departamento de Lengua Castellana y Literatura, y Concha
Julián, asesora de la Consejería de Educación de Reino Unido, fallan el
Certamen literario estableciendo como ganador en la categoría A el
cuento Aladino de Arnau Toledano. Se concede un accésit al poema Solo
cenizas de Sofía de la Cruz y se señalan como finalistas las obras Si supieras
de Marko Milanovic, En el laboratorio de Laura Porras y Era de noche de
Paloma Tejero.
Los premios en la categoría B han volado hacia Colombia. El
primer premio ha sido para Naomi Contreras con el cuento El silencio de
la sirena y se ha concedido un accésit a Tras el cristal de Julia Tapia,
alumnas de bachillerato del CEEE Reyes Católicos de Bogotá. No ha
sido fácil elegir entre obras que tenían una gran altura literaria. Son
finalistas La mujer de rojo de Paulo Martínez, Epílogo de Beatriz GarcíaAlmenta, Poema histórico de Pablo Grundman y Odio trimestral de Sara Roll.
El Instituto Español Vicente Cañada Blanch agradece a todos
los estudiantes su participación, al tiempo que felicita a los
seleccionados y da la enhorabuena a los premiados. Esperamos que el
XVI Certamen literario tenga tanto nivel creativo como el que
acabamos de fallar.
Si supieras
Si supieras,
Cómo mi corazón se llena de amor por ti.
si tan sólo pudieras ver
cómo me llenas de esperanzas y sueños.
Eres la dueña de mi corazón.
Hasta al anochecer,
sólo al pensar en ti,
al sentir tu luz amorosa,
Camino sobre el aire
Y siento que nunca tocaré el suelo.
Si supieras
Si tan sólo pudieras adivinar
que llevas la llave de mi felicidad,
Y mi alma siempre te busca.
Si tan sólo pudieras sentir,
cómo tu presencia
tiene el poder de curar
todas mis heridas.
Me ayudaste a superar
el dolor del ayer,
Y me demostraste
que el pasado ya no puede
interponerse en el camino
de lograr mis sueños
Si supieras.
Si tan sólo pudieras darte cuenta
de la forma en la que me has demostrado
que es mejor dar
que tomar.
Y haga lo que haga,
es por tu bien.
Estoy dispuesto a darte todo de mí,
y esperar nada a cambio.
Pero, ¡cuánto te deseo!
Si solo supieras
Marko Milanovic
Era de noche
Era de noche y lo único que iluminaba la calle era la luz de la luna.
Ella no paraba de girarse para mirar a su espalda. Tenía la extraña
sensación de que la estaban siguiendo.
Mientras caminaba, su cara, que hasta ese momento no había
reflejado nada más que frío, se iba transformando en una mueca de
terror. Avanzaba acelerando el paso por momentos, deseando haber
salido antes de la oficina.
En ese momento se escuchó un disparo. Solo uno. Corrió como no
había corrido en su vida, pero se quedó petrificada cuando un coche
dobló la esquina yendo en su dirección. Se dio la vuelta
apresuradamente y corrió en dirección contraria.
Sabía que nunca iría más rápido que un coche, pero aun así siguió
corriendo. Recorría las calles en busca de un lugar donde refugiarse.
Siguió avanzando hasta que se encontró a si misma en un callejón
sin salida.
Cuando se dio la vuelta dispuesta a seguir huyendo, el coche la
esperaba detrás de ella. Buscó en su bolso mientras iba
retrocediendo lentamente. Sacó su teléfono móvil intentando
desesperadamente que el temblor de sus manos cesara para poder
marcar el número de emergencias.
El sonido de un segundo disparo hizo eco en el pequeño callejón
acompañado del ruido de un cuerpo cayendo, sin vida, al frío suelo.
Paloma Tejero
En el laboratorio
En el laboratorio astronómico donde trabajábamos nos
habíamos prometido hacer todo lo posible para evitar una
catástrofe.
Todo empezó con un avistamiento. Uno de nuestros
científicos había notado algo raro. Era una especie de nube que se
movía a gran velocidad. En principio todos creíamos que era una
tormenta cósmica algo que en unos cuantos días desaparecería.
Desafortunadamente no fue así. Recibimos una llamada de la NASA
en la que se confirmaba que no era una tormenta como creíamos
sino todo lo contrario. Era un meteorito del tamaño de la luna. La
sangre se nos heló en las venas. Nuestros cuerpos se fundieron con
las sillas. No podíamos movernos, esta no era la noticia que
esperábamos oír y para colmo de males nos hicieron responsables
del seguimiento y destrucción de este meteorito.
Todos sabíamos a ciencia cierta la enorme responsabilidad que
esto representaba. Prácticamente estaba en nuestras manos la
supervivencia de la raza humana. El tiempo era nuestro peor
enemigo. Teníamos que ser metódicos, disciplinados y certeros, no
había lugar para errores ya que ello conllevaría a la desaparición de
toda forma de vida en el planeta, incluida la nuestra. Científicamente
hablando, teníamos a nuestro favor una posición geográfica
excelente desde nuestro laboratorio y con la ayuda de la NASA
podríamos hacer blanco. Era prácticamente una misión imposible
por el tamaño del meteorito. Debíamos actuar rápido y bien,
cualquier error en los cálculos podía ser catastrófico. No teníamos
mucho tiempo, así pues debíamos llegar a una conclusión; utilizar el
arma más poderosa que existiese en la Tierra.
Sabíamos que si la humanidad o al menos aquellos que se
creían dueños de nuestros destinos no actuaban juntos, estaríamos
perdidos. Teníamos que convencer a las grandes potencias de la
importancia de trabajar lo más rápido posible y sobre todo, y lo más
complicado, ceder parte de sus armas atómicas para beneficio de la
humanidad. Esto era muy difícil pues cada uno desconfiaba del otro
y así era imposible. Reunimos a los presidentes de las grandes
potencias mundiales y les hicimos ver el peligro que este
descubrimiento suponía. Para sorpresa nuestra ellos actuaron de
forma coherente y pusieron sin reparo alguno todo lo que de ellos
dependía para acabar con ese peligro que suponía el meteorito para
nuestro planeta.
Jamás en mi vida había visto tanta voluntad política para hacer
algo positivo por la humanidad, tal vez la idea de desaparecer les
aterrorizaba, en el fondo son humanos, pensaba yo. Todo estaba
preparado, no se podía fallar. Nuestra única arma estaba lista. No
había plan B. El más mínimo error daría al traste con toda la
humanidad. Miraba a mi alrededor, veía a todos los que
participábamos en este proyecto, parecíamos hechos de acero. No
había nervios, la concentración era el denominador común. Allí
adentro, las dieciséis cabezas nucleares donadas por las grandes
potencias, preparadas para ser lanzadas. Tardaron en interceptar el
meteorito casi tres meses.
Si todo salía bien a las 16:00 horas GMT fueron lanzadas y con
ellas la salvación de la humanidad. No había vuelta atrás. La espera
fue dura, angustiosa, ochenta y cuatro días que se transformaron
en siglos. En el mundo surgió un gran cambio, cesaron las guerras,
surgió un Dios verdadero y único, La Esperanza y a ella se
aferraba la humanidad entera. Lo más tormentoso para todos fue lo
que se denominó la hora cero. Esa despiadada cuenta atrás, los
últimos veinte segundos se llevaban la vida y con ella la ilusión de la
supervivencia. Suicidios, infartos fueron desgraciadamente parte de
las consecuencias de esta espera para una parte de la humanidad. El
resultado de toda esta gesta tuvo éxito. Las dieciséis cabezas
nucleares acabaron con esta gran amenaza.
Sin embargo este tiempo de serenidad y paz llegó a su fin. Una
vez finalizado el peligro la humanidad no escarmentó y pasados
unos meses volvimos a lo mismo. Ese Dios único se dividió y con él
la humanidad. Las guerras y los intereses económicos se pasearon a
sus anchas por nuestro planeta dejándonos como en un principio.
Laura Porras Arbeláez
Aladino
En el profundo Oriente se encontraba Magnostad, el país de
los magos. No era demasiado extenso porque lo ocupaba casi todo
su capital, de un blanco reluciente y llamada como el mismo país. En
Magnostad solo podían residir durante largo tiempo los magos. Allí
se encontraba la academia de magia con más prestigio de todas las
que había oído hablar en las conversaciones en torno al fuego, en las
frías y estrelladas noches del desierto. Cientos de magos acudían
para aprender más sobre las fuentes del conocimiento, de ese poder
que poseían unos pocos y que, incluso, algunos utilizaban
egoístamente. La ciudad estaba repleta de artilugios capaces de
realizar lo inimaginable, que proporcionaban un caudal de agua
interminable para los cultivos, que presentaban bellas luces
nocturnas que emanaban de flores que se abrían con la puesta de sol
y un perfume de jazmín en el ambiente que proporcionaba un
estado general de paz y sosiego para sus habitantes. Toda la magia
tenía su origen en esa misteriosa energía, desconocida para la
mayoría. La gente no sabía cuál era el lugar o espacio de donde
emanaba. Corrían rumores de un olvidado distrito de la ciudad cuya
ubicación era subterránea y que podía ser la respuesta a muchos de
los enigmas que asaltaban la inquieta cabeza de nuestro joven
aprendiz.
Aladino era un niño de unos catorce años de edad cuando
abandonó su país para ir a estudiar a la academia de Magnostad. Al
llegar al puesto fronterizo, tuvo que pasar una dura prueba para
contrastar su aptitud como futuro estudiante. Dos hombres de gran
tamaño le golpearon su cuerpo con grandes lanzas mientras él
soportaba el embate. Los largos cetros a modo de lanzas
diferenciaban los jóvenes con facultades de los que no las tenían,
produciendo intensos dolores a los insensatos y un ligero alivio a los
preparados. Sin ningún problema, Aladino superó la prueba. Desde
su más tierna infancia había tomado conciencia de ser un niño
peculiar, distinto a los demás, equipado de extraños poderes, en
ocasiones caprichosos. Como aquella vez en la que subió a su
hermano mayor en un instante, solo con pensarlo, a la joroba del
camello de su tío. El problema era que no sabía utilizar
correctamente sus instintos, y por esa razón no podía aplazar más la
ocasión de comprender la naturaleza de su propia magia.
Cuando entró en la ciudad, protegida con una gran e
imperceptible barrera, se quedó sorprendido de la cantidad de
objetos mágicos que convivían con sus habitantes. La gente podía
volar gracias a sus bastones de encina, y pájaros de colores hablaban
y llevaban correos y mensajes de un lugar a otro. En cualquier
rincón se hallaba una pequeña fuente de donde brotaba un agua
cristalina y llenaba el ambiente de un agradable frescor, aromatizado
por plantas que no había visto nunca antes. No en vano, Aladino se
había criado entre cabras y tiendas del desierto, envuelto de
empinadas dunas y sometido a las brasas del sol de Arabia. De
hecho, Aladino tenía una buena razón para utilizar con buen
provecho su magia, que era ayudar a su pueblo para que no pasara
sed.
El primer día de estancia en la ciudad pasó rápidamente; y en
la misma escuela le indicaron dónde podía encontrar alojamiento
para dormir. Al día siguiente, regresó a la academia y allí le hicieron
otra prueba para conocer cuál era su nivel de conocimientos
mágicos. Al principio le colocaron en el grupo inferior, aunque él
tenía mucha capacidad pero esta no podría madurar sin un
entrenamiento adecuado. Dormiría en las habitaciones de los más
pequeños, también los de corazón más puro.
Los primeros días fueron duros. Los profesores de los
principiantes decían que antes de aprender magia deberían entrenar
su cuerpo para hacerse más fuertes. Los días se basaban en
entrenamientos muy severos, hubo algunos que no pudiendo
continuar y tuvieron que abandonar. Aladino, con su coraje, a pesar
de su inexperiencia, decidió no rendirse y luchar para ayudar a su
pueblo. Pronto, su propio instinto, su voz interior, le repetía una y
otra vez que el futuro de los suyos y el aprendizaje de la magia
estaban unidos para descubrir qué verdad escondía el olvidado y
recóndito distrito subterráneo.
Era una noche fría y estrellada cuando Aladino salió en busca
del distrito subterráneo. Se dice que la intriga de un joven no tiene
fronteras. Superó la guardia nocturna y se sumergió en un inmenso
laberinto de túneles. La media noche se avecinaba cuando tropezó
con un pozo profundo que parecía no tener fin. En el fondo se
podían distinguir pequeñas lucecitas de colores como si fuesen
estrellas.
Cogió su bastón mágico y lo utilizó para descender hacia la
constelación de colores. Allí había un árbol enorme con unas raíces
tan grandes como las dunas del desierto. Un lago rodeaba al árbol
como si tratara de arroparlo. En una pequeña piedra había
encriptado un mensaje con unos signos que sus ojos nunca habían
visto. Utilizó sus recursos mágicos para descifrar el mensaje. Quedó
estupefacto con lo que estaba viendo. Ni más ni menos que el árbol
de la vida! Con una ramita, crecerá una plantita y con una rama, un
bosque entero.
Lo primero que se le pasó por la cabeza fue usar este árbol
mágico para ayudar a su pueblo. Con un gran esfuerzo arrancó una
rama de diez palmos y arrastrándola regresó hacia su tierra natal
donde con regocijo le estaban esperando todos sus familiares y
amigos.
Arnau Toledano Rubí
OBRA GANADORA CATEGORÍA A
Solo cenizas
Pregúntame que es la soledad,
y te responderé que es el gozo indeseado de una vida.
Pregúntame que es la compañía y yo, en mi tosca ironía,
te diré que es la pretensión más improbable de la humanidad.
Porque amar es irremediablemente odiar,
en una contradictoria forma de confusión vital.
Y odiar es al mismo tiempo amar, desdiciéndote en tu propio
desorden,
en el caos de tu precipitada existencia.
Arrebátame el anhelo del amor, o despójame de la ansiada soledad,
pero concédeme al menos el don de la ironía.
Porque ironía es la sutil verdad del alma astuta,
como la franqueza es la tosquedad sincera del incauto.
Primavera y verano, otoño e irremediablemente invierno,
el incesante fluir en el transcurrir de la vida.
La perplejidad ante un comienzo, la inercia hacia el ocaso,
el ineludible conformismo ante la decadencia.
Todo es sinónimo de esta cruda realidad,
a menudo disfrazada en una superficial sátira.
La rigurosidad hacia el inevitable crepúsculo,
o la relatividad de nuestras ilusorias decisiones.
Porque claro se me antoja oscuro en la penumbra,
y oscuro me parece claro en las tinieblas.
Sabiduría es sosiego ante la vida,
ignorancia, la precipitada huida hacia la muerte.
Es mejor ser conocedor de tu destino,
que caminar con paso ciego hacia el vacío.
Pues no hay más polvo que un temor irracional ante el ocaso,
y no hay más esperanza que cenizas.
Sofía de la Cruz Pérez
ACCÉSIT CATEGORÍA A
Epílogo
La historia que voy a narrar ocurre hace cientos de años, no en
la época de caballeros, damas y castillos, pero no muy lejos de ella.
El sol brillaba convirtiendo los campos en vastos mantos dorados
cubiertos por el cielo azul; un perfecto equilibrio de dos mitades
homogéneas pintadas a brocha gorda con colores veraniegos. El aire
era cálido, y poniendo sonido a nuestra escena había una orquesta
compuesta por cantares de mil especies de insectos acompañados
con el suave roce de las espigas de trigo y otros cereales. El olor a
sur, a campos de castilla inducía a un agradable estado de
somnolencia estival, a una necesidad de calma, de silencio y quietud.
Pero esta historia no trata de una inocente siesta bajo la
sombra de un olivo, trata del mayor atrevimiento temporal que ha
llegado a mis oídos, y que me gustaría remarcar.
Recortados en el horizonte, un contrapunto en movimiento,
dos figuras avanzan. Una alargada y plateada, la otra, redondeada y
ocre. Puede que aún no les reconozcan, pero si a la primera le
atribuyo el adjetivo de hidalgo y pese a la aparente poca elegancia de
la segunda hablo de ella como la de un fiel y leal escudero ya les
debe sonar más sobre quien va a tratar.
Eso es, por nuestro camino avanzan las famosísimas
creaciones de Cervantes, Don Quijote y Sancho, españoles que sin
saberlo viajaron por la inmensidad del mundo sobre un flaco rocín
y un simple burro. En su camino, cuenta Cervantes, una vez hubo
en la que se encontraron con una comitiva formada por frailes, una
dama vizcaína con sus criadas y su escudero. Pero en ese momento,
los observadores ojos de Don Quijote no vieron a unos viajeros
recorriendo los caminos, sino a una dama en apuros, secuestrada por
unos encantadores. Como su código caballeresco le indicaba,
nuestro hidalgo se abalanzo con furia contra el escudero, golpeando
a su contrincante con fuerza cargada de honor en un choque de
espadas que derribó del asno al pobre guardián de la dama. Tras
ciertos imprevistos con la recopilación de la información por parte
del pobre autor, se nos cuenta como ese enfrentamiento acabó con
la espalda del escudero vizcaíno en el suelo mientras un
embravecido Don Quijote prometía separarla de la cabeza de un
golpe si no se rendía ante él.
El aire, hasta ese momento cálido y agradable, se volvió
entonces aplastante. La banda sonora natural acalló su música para
contemplar la escena y dio paso a las desesperadas plegarias de la
compañía que en vano trataban de impedir tal vilez. El terror y la
sangre, que manaban a borbotones de su nariz y orejas, habían
surtido un efecto paralizante en el vizcaíno, cuyos ojos eran su único
medio para pedir clemencia. En ellos ponía toda su esperanza, sin
darse cuenta de la etérea cortina de demencia que cubría los ojos de
la figura que ante él se alzaba, y que transformaban todo lo que con
ellos veía, impidiendo que el mensaje en forma de mirada del
derrotado le fuese transmitido.
Fue entonces, cuando el tiempo se deshizo, ningún calculo
einsteniano podría explicarlo, simplemente la tinta dejo de fluir a
través de la afilada pluma, que quedó seca como un riachuelo de
poco caudal tras semanas de sequía. Allí quedaron suspendidas las
miradas de los contrincantes, sin que nadie se ocupase de ellas, de
encontrarles un fin
Nunca se supo si la pequeña chispa de
esperanza que aportaba el único ápice de luz entre el oscuro terror
de la mirada del caído consiguió prender fuego y acabar con el
manto de locura que frenaba al exterior de entrar con pureza en los
ojos del Quijote. Nuestros lectores corazones, espectadores en la
lucha, tuvieron que contentarse con abandonar, seguir el camino y
conocer otras aventuras del caballero, que por su condición de
chifladas y entretenidas probablemente hiciesen olvidar a la mayoría
que una vida había quedado pendida en el vacío, y que lleva más de
cuatrocientos años a la espera de juicio sentencial.
Los autores son terribles, todo el mundo lo sabe, tienen la
facilidad y la confianza para escribir los derechos y libertades de
todas sus creaciones, como si no ganasen ellas, pese a su condición
de incorpóreas, realidad y libertad al ser creadas. Por posteriores
historias sabemos que el Quijote salió ileso de la pelea, que no hubo
un vuelco de trescientos sesenta grados en la situación; el vizcaíno
no sacó fuerzas de flaqueza, no transformó el miedo en un salto que
le posicionase de nuevo dispuesto a pelear. Lo último que sabemos
de él fue su mirada, sus músculos oculares sobrecargados de tensión,
sus capilares palpitantes por la agolpación en ellos de sangre,
buscando escapatoria.
Yo por mi parte me aferro con las uñas a la escarpada pared
que me permite creer, confiar en que mi invención del epílogo
sucediese tal como la narro a continuación, porque escondida en mí
tengo la esperanza de que cuando el camino de la historia se bifurcó
y la senda quedó bloqueada por una encrucijada de ramas, dando la
impresión de imposibilidad al margen del autor, la historia no
delimitada por la negra tinta impresa en una hoja tomase la decisión
de abrirse camino entre el follaje y reafirmase su autonomía.
Y es que entonces, cuando toda perspectiva de piedad parecía
alejarse a galope por el camino de polvo seco y el creyente vizcaíno
suplicaba a Dios que le perdonase sus pecados, nuestro buen
Sancho, que había sido herido en la lucha decidió que aquello era
suficiente. Su espíritu cuerdo le dio un latigazo en los rincones de la
inconsciencia y se acercó a la dama con gesto de bondad en el
semblante: No tenga miedo vuestra merced, yo tampoco creo en la
necesidad de la acción a punto de realizarse, debe usted mirar los
adentros de ese viejo aventurero y se dará cuenta de que no existe
allí más que insania.
Don Quijote, sordo y ciego ante lo que estaba pasando a sus
espaldas, oyó de repente el grito de la Dama, y vio como ella, con
una sonrisa franca se acercaba a él agradeciéndole haberla rescatado
del malévolo encantamiento, del que llevaba presa un incalculable
tiempo. Posteriormente, con un bravo trabajo de actriz y prodigiosas
artimañas, le convenció de que gracias a una estancia mucho tiempo
atrás junto a un famoso hechicero, había aprendido a mantener bajo
control los poderes de brujería cuando estos no ejercían su efecto
sobre ella, y que gracias a que él la había liberado, ahora podría
enfrentarse a aquellos infames.
Así fue como tras una reverencia, amo y escudero
prosiguieron su camino hacia el atardecer, dejando a su espalda
tranquilidad resoplada desde los pulmones doloridos por la presión
de la comitiva; el cantar de mil insectos acompañados por el roce de
las espigas de trigo y otros cereales que formaban una vasta
alfombra dorada, y un cielo bajo los efectos las aventuras pintadas
con un estallido de color crepuscular.
Beatriz García-Almenta García
La mujer de rojo
Un sol opaco expande un tenue brillo uniforme a todos los
rincones de esta monótona ciudad, sin ánimos de iluminarla todavía.
Las oscuras nubes rompen a llorar gotas azules. De uno de los
edificios con más carencia de encanto de la zona pero con forma
moderna a las 8:30 de la madrugada sale la mujer, la mujer de rojo.
La mujer de rojo va de rojo. Su vestido de pliegues verticales, sus
grandes ojos oscuros y su diadema roja realzan su ternura y afabilidad
pero disimulan sus kilos de más. Las agujas del reloj avanzan 30 grados
mientras la mujer de rojo camina con su vestido rojo 300 metros por la
transitada avenida que cruza la ciudad de norte a sur, donde los coches
circulan a 35km/h por el carril de coches, los autobuses a 20km/h por
el carril de taxi-bus, las bicis a 15 km/h por el carril de bicis y las
personas a 5 km/h por la acera. Tres calles más allá, a la estación de
metro la mujer de rojo llegará.
La mujer de rojo baja con su vestido rojo y su moño rojo por las
8 escaleras que separan el vestíbulo de la avenida donde la M blanca
está pintada sobre el rombo rojo sostenido por un poste metálico de 2
metros. Una vez en el vestíbulo, la mujer de rojo se decide a girar a la
izquierda y coger el ascensor con voz femenina que nos indica que va
hacia el andén lateral de la línea roja dirección este.
La mujer de rojo, junto con su conjunto rojo, se encuentra en el
andén de la línea roja. En los paneles superiores que cruzan los
andenes de punta a punta está inscrito el nombre de la estación en
blanco mientras que todo el resto es de color rojo. Colgando de las
paredes hay unos asientos donde la gente espera sentada, los demás lo
hacen de pie. Cada uno en lo suyo. En la estación de la línea roja hay
una cantidad considerable de personas, unas personas de rojo.
Las personas de rojo no se miran, la mujer de rojo no las mira.
Cada uno, en su propio mundo aislado pero organizado y donde las
cosas son ordinarias, entra apartándose en el vagón para sentarse en
los asientos rojos del metro rojo que llega a la estación roja de la línea
roja llena de gente de rojo en su mundo de rojo que no se miran entre
sí.
La mujer de rojo es una de ellas. Está cómoda con su sonrisa
interior reflejada en sus labios pintados de rojo, sentada en un asiento
rojo frente a 4 personas de rojo. Ella no las mira, ellas no la miran.
El tren rojo se mueve de lado a lado y en cada estación roja
suben y bajan personas y personas de rojo en una nube de ruido y
alboroto. La mujer de rojo, en el túnel de la tercera estación, a 2
kilómetros del río que separa la ciudad al Oeste y donde cuatro líneas
de metro y dos de trenes se juntan, mira al frente y se ve en el reflejo
de la ventana abriendo sus ojos perpleja. Repentinamente se decide a
abandonar el vagón de rojo.
La mujer de rojo sube las escaleras mecánicas vertiginosamente
del andén rojo con paneles rojos de la línea roja, después de mirar a las
personas de rojo, su conjunto de rojo, el vagón de rojo, los asientos de
rojo y la estación de rojo de la línea roja; gira a la derecha por donde
nadie de las personas de rojo había girado nunca. Entra en la línea que
no es de rojo.
La mujer de rojo ya no está en su mundo de rojo. El andén es
igual al anterior, pero es azul; la línea es azul, la estación es azul, los
asientos, los vagones y los paneles son de color azul y sobre todo, las
personas van de color azul. Las personas de azul no se miran entre
ellas, todo es normal, cada uno en lo suyo.
Las personas de azul, extrañadas, miran a la mujer de rojo; la
mujer de rojo, advenediza, mira a las personas de azul.
La mujer de rojo, en el andén central de azul, sube desorientada
en el primer metro azul que llega por las vías. Intimidada por las
miradas baja la cabeza y se hace menuda en el vagón, de asientos
azules con una oleada de gente de azul mirándola, con dirección a la
montaña.
La mujer de rojo en el mundo azul, diferente, excluida,
achantada, menuda y acobardada, dobla sus rodillas recostándose
sobre la pared. La mujer de rojo cada vez más cerca del suelo y sin
apartar la mirada de él, se acurruca.
La mujer de rojo rompe a llorar lágrimas azules.
Paulo Martínez
Poema histórico
Un comienzo una vez érase.
Éranse grandes prominencias de hielo,
Una bandada emprendiendo vuelo.
Inimaginables paisajes y animales indescriptibles.
Sedentarismo, cultivos, caza.
Una humana raza.
Éranse antes de Cristo dos mil seiscientos años, el Antiguo Egipto,
Por otros lares nacían bosques de eucalipto.
Siglos quince al dieciocho, Renacimiento y Barroco,
Una demografía incontrolable en una Edad Media si no me
equivoco.
Una peste negra. Éranse industrias, revoluciones paulatinas.
Una guerra por poder.
Niños trabajando en minas, imagina pueblos arder.
Éranse modificaciones fronterizas,
Una demografía más incontrolable, civilizaciones hechas trizas.
Érase un híper-consumismo, en el mismo instante un bautismo.
Mediados del siglo actual, otra peste desnatural.
Finales del siglo érase, las clases altas muy despiertas
Y las medias y bajas muy muertas.
Érase el siglo veintidós, tizne y polvo.
Érase un comienzo fortuito, érase un final inaudito.
Pablo Grundman
Odio trimestral
Odio. Odio, odio y más odio. El odio se reproducía en sus vísceras
a la velocidad de una infección. No, a la velocidad de un virus tan letal
que cada segundo marcado por el reloj de cuco le acercaba aun más a su
muerte.
Muerte por la ira, muerte por la rabia, muerte por la desesperación,
por la frustración del tiempo perdido. Tantos años de precauciones
evitando la sal, el estrés, el sueño, las malas posturas. Tantos años de
engullir suplementos para el cuerpo y ahora morir de un sentimiento.
Odio.
Observar la vida a través de binoculares sobre sus ya antepuestos
cristales de botella, nunca le pareció negativo, pues no parecía
permanente, era una actividad de los domingos.
Oh bellos domingos cuando las familias esperanzadas están en
misa y las indiferentemente condenadas se van de monte. Hermosos eran
esos domingos callados, dedicados a juntar pares de vidrios para alterar
su humana mirada en búsqueda de plumas, vuelos y cantos celestiales.
¿Qué seguía después del domingo? Ah, claro los lunes. Lunes para
catalogar, para recordar, para suspirar. Lunes para ansiar la llegada del
martes, martes de redactar los hallazgos del lunes. Martes para disfrutar
miércoles y jueves de lectura propia, para refrescar la memoria del
domingo. ¿O era la del martes? Sábado para organizar las búsquedas.
Aunque podría tratarse de hallazgos. Domingos para disfrutar el silencio
y el único día dedicado a sus aves.
Oh aves tan preciosas, ya quisiera él dedicar todos los días de vida
a ellas.
Pero los lunes estaban llenos de lectura olvidada ya el martes, por
lo que el día se dedica a organizar el mañana. ¿Qué día era mañana? ¿Era
ese mañana, el día después de hoy o el sábado después del jueves? Pero
si los jueves era día de redacción, claramente el día siguiente sería el
sábado de observaciones.
¡Ah cómo lo tenía este maldito reloj de cuco! ¡Lleno de odio!
¡Maldito canario cuya muerte ha encontrado y a junta de las agujas en las
12 ya no responde!
¿Que mal habría cometido para dar fallecimiento al colibrí? ¿Por
qué tan severa la condena de este papagayo?
¡Ah, pero se ha pasado el tiempo por su culpa, y demasiadas horas
del día semanal de observación se han perdido!
No le quedará más remedio que esperar otra semana exacta para el
próximo viernes de observación. Ah, cuánta tristeza sentía en el corazón.
Sara Roll
El silencio de la sirena
María Paula nos contó el cuento de La sirenita. Nos lo contó a la
mitad del recreo, y todos nos pusimos a su alrededor en círculo, rotándonos
mientras tanto un sándwich de jamón que a alguien le había sobrado. Dijo,
poniendo los brazos en jarras, que era un cuento para grandes, y que los
gallinas no debían escuchar. La boba de Lucía comenzó a gemir, pero no
distrajo a María Paula, quien comenzó a contarnos la historia de una
princesa en el mar.
Me acuerdo porque imagino que la sirenita, rodeada de agua por
todas partes, debe sentirse como yo ahora. Veo los charcos empozados de
agua sucia, el viento húmedo y cortante que me empapa la cara, los
maremotos que el bus, al dar una curva, levanta sobre algún transeúnte
despistado.
Además, tengo un sabor salado en la boca, María Paula dijo que así
sabe el agua de mar. Debo estar llorando, aunque no sé bien por qué. Puede
que sea el sol de media tarde, que me da directo a los ojos, o el olor a
gasolina que me revuelve las tripas. Puede, incluso, que sea la mano
enorme que me está tapando la boca y que me impide gritar. Es difícil de
saber.
María también dijo que la princesa estaba enamorada. De un príncipe
humano me parece, al que vio una vez en la cubierta de un barco. Juana
preguntó qué se sentía enamorarse, y María dijo que es como tener el
estómago lleno de burbujas de gaseosa.
Yo nunca me he enamorado, mamá dice que soy muy pequeña, y yo
quiero crecer rápido para saber qué se siente. Creo que una vez se lo conté
a él, a mi amigo el gigante, que estudia en el edifico de secundaria. Nos
sentamos juntos en la ruta, y yo se lo conté mientras el semáforo estaba en
rojo. Recuerdo que él se rio, se pasó la mano por el pelo, y me contó que
había tenido muchas novias, pero que nunca había querido a nadie. ¿Por
qué eran tus novias entonces? pregunté. No sé contestó Tal vez porque
todavía no había encontrado a la adecuada Hubo un silencio incómodo,
dejamos pasar toda una canción en la emisora sin hablar.
¿Y ya la
encontraste? pregunté al final. Él se volteó a mirarme y se sonrió: Me
parece que sí
Yo no entendí lo que me dijo, pero no me preocupé. A los mayores
nadie los entiende. En ese momento el semáforo se puso en verde, y me
distraje con un payaso cojo que, sentado en el andén, nos saludó poniendo
arriba el pulgar para indicar que todo iba bien.
Y ahora, encerrada en este bus, asustada y sin salida, comprendo que
debí haberlo entendido. Ahora mismo estaría sentada en otra silla, hablando
con el conductor, y buscando al payaso a través de la ventana. Pero ya es
demasiado tarde para soñar. Un dolor intenso me recorre el cuerpo, la mano
me ahoga, no puedo soportarlo más. Grito con todas mis fuerzas, pero
apenas si se oye un berrido, tan parecido al de Lucía. Él me regaña, me dice
que me calle, me golpea un poco hasta que quedo aturdida. Pero no dura:
comienzo a gritar de nuevo cuando veo que la otra mano se me acerca
lentamente.
No hay nada que pueda hacer: nadie me oye. Así le pasó a la
sirenita: queriendo llegar hasta el príncipe, vendió su voz a una bruja a
cambio de un par de piernas. Pero llevaba una maldición consigo: si no
lograba que el príncipe se casara con ella a la tercera noche, se convertiría
en espuma de mar. Lucía se abrazó a la chaqueta de Juana, y se tapó los
oídos mientras María contaba como, a pesar de los esfuerzos de la
protagonista, el príncipe acababa casándose con otra. Entonces, dijo María
Paula poniendo voz de ultratumba, la sirenita supo que esa noche moriría.
Fue ahí cuando Lucía no pudo soportarlo más, rompió a llorar a
gritos, y la profesora tuvo que llevársela para que no armara más escándalo.
Una vez se fue, María Paula nos confió en voz baja que la historia aún no
acababa, y el círculo, ya de por sí apeñuscado, se cerró aún más a su
alrededor.
La pobre sirena, desolada, fue a sentarse junto al mar. Allí
aparecieron sus hermanas, quienes habían obtenido una daga de la bruja a
cambio de su pelo. Si ella mataba al príncipe con esa daga, podría
sobrevivir y regresar al océano. A María Paula se le aguaron los ojos
cuando contó que la sirenita no pudo hacerlo: amaba mucho a aquel
hombre. Prefirió tirarse directamente al agua y morir, convertida en espuma
y remolino de arena.
Cuando el cuento acabó, se hizo el silencio. Juana se mordía el labio,
María se secaba una lágrima: no había nada que decir. Sólo Martín, que no
sabe estarse callado, se atrevió a compartir su opinión: Si la bruja no le
hubiera quitado la voz, se habría salvado. Pudo haberle dicho al príncipe
que lo quería, que se casara con él, y seguramente el final sería distinto No
hubo tiempo de más comentarios: la alarma nos obligó a entrar a clase.
De todas formas, no puedo estar más de acuerdo con Martín: todo
fue culpa del silencio de la sirena. Quizá un par de palabras, explicaciones,
una canción que haga sentir burbujas en el estómago, lo hubieran cambiado
todo.
En el fondo es sólo un cuento, y en realidad no importa, la sirena
volverá a revivir cada vez que alguna María Paula vuelva a contar su
historia. Pero yo no tengo esperanza, he perdido la voz, nadie vendrá a
salvarme. Me queda llorar en silencio, mientras la mano de este gigante que
fue mi amigo se mete por mi falda. Nadie conocerá nunca mi historia,
nunca seré capaz de capaz de contarla. Lloro de rabia y de dolor, pues
nadie podrá jamás romper el silencio de esta sirena.
Naomi Contreras
OBRA GANADORA CATEGORÍA B
Tras el cristal
Uno. En niño llora mientras su madre, desesperada, intenta dormirlo.
Le da un biberón, juguetes, su manta favorita. El pequeño derrama gotas
cada vez más saladas sobre sus mejillas regordetas, que han adquirido un
tono similar al de la alfombra persa que adorna la habitación. Empezaron
riachuelos inocentes, pero ahora se asemejan a dos cataratas tras una
tormenta.
La tristeza invade a la pobre mujer, quien se sienta en el suelo, con
su niño en brazos, a llorar. De repente, hay un silencio sepulcral: el
pequeño se ha dormido.
Dos. Una chica morena vierte leche en el café recién hecho. El humo
sube, moldeando figuras fugaces que se disuelven en aquella noche de
abril. La muchacha se sienta sobre el sillón de cuero gastado, se pone las
gafas de lectura y, dando sorbos ocasionales a líquido amargo, se sumerge
en un libro tan grueso que parece del siglo XIX. Después de un rato, entra
por la puerta un joven fornido de cabellos crespos, y la chica se levanta a
saludarlo tiernamente. Hablan poco, se meten en la habitación principal y
no vuelven a salir hasta el día siguiente.
Tres. El abogado de mediana edad y gran cintura se levanta
perezosamente a apagar la televisión y, como no tiene sueño, empieza a
buscar el control que ha desaparecido repentinamente. Revuelve las
estanterías con desesperación, mira debajo de la cama y dentro de la
nevera, sobre la estantería y en la terraza. De su garganta sale un grito tan
repentino que el gato persa da un salto, abandonando su cómodo puesto del
sofá, y en el lugar aún tibio, aparece el mando del televisor. El abogado, un
tanto agitado de tanto buscar, se echa a reír a carcajadas.
Cuatro. Sigilosamente se desliza por el suelo, sube al sofá color
salmón, desciende nuevamente y avanza presurosa sobre la estrecha
superficie de la estancia. Su aspecto sedoso cede a los susurros de las
sombras que se mezclan con las luces fosforescentes del exterior, y se
transforma sosegadamente, adquiriendo matices a veces escarlata, a veces
cítricos, a veces aceitunados. Silenciosamente encoge, estira, sacude sus
escamas, ajustándose a la dimensión del vástago de sauce situado cerca de
la cristalera y, tras posicionarse, la serpiente se adormece serenamente a la
espera de un nuevo amanecer.
Cinco. Negro.
Sigo acostado en la azotea de la casa de enfrente cuando bajo mis
binoculares y los guardo, satisfecho. Cada cierto tiempo me subo a algún
edificio y observo a las personas que me rodean, tan insignificantes y
atractivos a la vez. Son anónimos y, sin embargo, logro captar un esbozo de
su vida. Sé que esto es probablemente ilegal, pero qué importa, si me ayuda
a crear personajes para mis cuentos, desconectar de mi realidad y creerme
otro individuo por unos momentos, me llena de adrenalina. Espero no lo
tomen a mal, no soy un degenerado, simplemente siento una gran
fascinación por la gente. No daré más explicaciones.
Me levanto, agarro mi mochila y vuelvo a casa. Nadie sabe lo que
hago en la noche, es mejor mantener algunas cosas en secreto.
Julia Tapia
ACCÉSIT CATEGORÍA B
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