RIACHUELO Dos orillas, una ciudad

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RIACHUELO Dos orillas, una ciudad
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Riachuelo Dos orillas, una ciudad
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Riachuelo Dos orillas, una ciudad
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Idea y contenidos Diego Valenzuela
Producción general Sociopúblico
ÍNDICE
Textos Diego Valenzuela y Ana Soffietto
Edición Ignacio Camdessus
Diseño Estudio ZkySky
Fotos Xavier Martín (pp. 30, 34-5, 36, 41, 44, 46, 49, 52-3, 55, 56,
59, 61, 62-3, 64-5, 66-7, 68, 70, 73, 74, 80-1, 82-3, 84, 87,
88-9, 94, 100, 104, 105 abajo, 124, 126, 128, 130, 132, 134,
136, 138, 141, 142-3, 144, 146 y 148)
Ariel García (pp. 50-1)
Paula Pons (pp. 105 arriba, 106, 110 y 112)
Pichu Velarde (pp. 101, 106, 108 y 114)
Archivo fotográfico Abel Alexander
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Agradecemos a Fundación por la Boca, Margarita Ragno,
Roberto Hugo Naone de Palma (historia “Riachuelo
navegable”) y al Museo Criollo de los Corrales (historia
“Reseros”) por las fotos que prestaron para este libro.
Las obras que se reproducen en la introducción
son las siguientes:
Eugenio Daneri, El puente, Museo Nacional de Bellas
Artes, (p. 13)
Pio Collivadino, Riachuelo, Museo Nacional de Bellas
Artes (p. 14)
Prilidiano Pueyrredón, Costa del Río de la Plata, Museo
Nacional de Bellas Artes (p. 20)
Pio Collivadino, Puente Victorino de la Plaza, Museo de
Arte Hispanoamericano Isaac Fernández Blanco (p. 21)
Valenzuela, Diego
Riachuelo: Dos orillas, una ciudad. – 1.a ed. – Ciudad Autónoma
de Buenos Aires: Secretaría de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires,
2015. 148 pp. ; 21 x 17 cm.
ISBN 978-987-98095-7-0
1. Gobernabilidad. 2. Administración metropolitana. I. Título
CDD 320.8
Prefacio
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Dos orillas, una ciudad por Diego Valenzuela
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Primera parte El río del trabajo, la industria y el progreso
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El Coloso Potencia del trabajo y del arte
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Los boteros Unir las márgenes a fuerza de remo
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Puente transbordador Encuentro de orillas y jurisdicciones
69
Reseros Traer el campo a la ciudad
81
Segunda parte Vida comunitaria y barrial, vida metropolitana
93
El mural Un espacio recuperado donde los vecinos se reflejan
107
Riachuelo navegable Fluir desde el pasado hasta el futuro
117
Escuela granja La educación trasciende límites
129
Bomberos La unión contra el fuego
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PREFACIO
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El Riachuelo es una de las marcas geográficas que caracteriza
a la megaciudad de Buenos Aires. Es parte fundamental de la identidad
del sur metropolitano y signo presente de una fuerte interacción entre las
personas en sus dos orillas.
La historia del Riachuelo habla de un pasado pujante; de la mano del
puerto y la actividad industrial, la zona era el epicentro de la vida social y
económica de Buenos Aires. Fue siempre más una zona de encuentro social
que la frontera jurisdiccional entre la ciudad y la provincia de Buenos Aires.
El Riachuelo fue cuna de la revolución industrial nacional, escenario
de una de las escuelas pictóricas más reconocidas del arte argentino y sede
del intenso ir y venir de nacionalidades y culturas a fines del XIX y principios del XX. Un lugar vibrante, cargado de historias.
Si el pasado del Riachuelo fue tan rico, el futuro puede volver a serlo. El
Riachuelo no está condenado a ser noticia por la contaminación. Somos lo
que hacemos para cambiar lo que somos.
La causa Mendoza fue un gran paso adelante. Instó a los poderes ejecutivos de las tres jurisdicciones a trabajar mancomunadamente para solucionar un tema que desborda los límites jurisdiccionales. La Autoridad de
Cuenca Matanza Riachuelo es un ejemplo de lo que se puede lograr cuando los distritos dejan de pensar en los colores políticos y trabajan juntos.
Pero todavía resta mucho por hacer. Revertir el deterioro de décadas
del área no es sencillo. Sin embargo, en los últimos años la tendencia cambió. El Riachuelo está mejor.
Conocer el Riachuelo, recordar su pasado próspero y reflexionar sobre
su situación actual son condiciones necesarias para considerarlo propio,
se viva en la cuenca o no. El Riachuelo es de todos los ciudadanos metropolitanos. Indagar en su problemática es apropiárselo; apropiárselo es
quererlo; quererlo es preocuparse por él: por su recuperación y su reinserción positiva en la vida metropolitana.
Esta publicación es nuestra pequeña contribución a un gran objetivo:
el de recuperar al Riachuelo como zona valorada para los ciudadanos de
esta gran metrópolis que es Buenos Aires.
Emilio Monzó
Ministro de Gobierno, Ciudad Autónoma de Buenos Aires
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por Diego Valenzuela
Boca del Riachuelo.
Equipo de fotógrafos
de la Dirección General
de Obras Hidráulicas, MOP,
1938. Colección Dirección
de Construcciones Portuarias
y Vías Navegables
Historiador y Subsecretario AMBA, Ministerio de Gobierno, CABA
dos orillas, una ciudad
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El Riachuelo es un río breve,
afluente de un gran río,
el Río de la Plata.
Una vez que pasa la ciudad
de Buenos Aires, y sin mediar
accidente geográfico,
toma el nombre de Matanza.
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Costumbres y un paisaje común,
desafíos medioambientales, una rica historia de producción y trabajo,
obras de ingeniería que marcan una
época y artistas que supieron plasmar una identidad. Todo esto late
en el Riachuelo. Acercarnos a él,
conocerlo, debatir sus problemas,
apropiarnos de su historia y hacernos cargo de sus desafíos presentes nos
permitirá reincorporar esta zona fundamental del área metropolitana de
Buenos Aires a nuestras vidas, y con ellas a la vida de la megaciudad.
El Riachuelo es un río breve, afluente de un gran río, el Río de la Plata.
Una vez que pasa la ciudad de Buenos Aires, y sin mediar accidente geográfico, toma el nombre de Matanza, que no está claro si refiere a las matanzas
de españoles, de aborígenes o de ganado. Son 15 kilómetros de longitud
desde su desembocadura hasta el Puente de la Noria, trayecto que une a la
Ciudad con cuatro municipios de la provincia de Buenos Aires.
“Sin el Riachuelo probablemente no habríamos existido”, apuntó Daniel Balmaceda cuando presentamos la muestra de fotos Riachuelo: Dos
orillas, una ciudad en Fundación Proa, cuyas fotos se reproducen en este
libro. El primero que navegó el Riachuelo fue Pedro de Mendoza, quien
fundó aquel primer asentamiento en algún lugar entre parque Lezama y
Pompeya. Entonces se lo llamó Río Pequeño, pero Juan de Garay lo renombró en 1580 como Riachuelo de los Navíos, e instaló la ciudad a cierta
distancia. Algunos escritos de la época llaman al Riachuelo “Río de Buenos Ayres”, como si el curso de agua caracterizara a la ciudad. En 1599 fue
necesario levantar un fuerte pequeño, con dos cañones, para defenderse
de los ataques de piratas.
Una historia de Indias describe al Riachuelo como “un río pequeño que
entra en el río grande”. Las costas de la ciudad no eran las adecuadas para el
desembarco, lo que dio a este riacho la posibilidad de convertirse en puerto. Era un abrigo natural para los navíos. La pendiente suave hacía que sus
aguas se movieran poco, e incluso que en verano el río casi desapareciera.
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La desembocadura original del
Riachuelo no estaba donde se
encuentra hoy, sino más cerca
del centro de la ciudad actual.
Hacia 1600 se instalaron algunas chacras en ambas márgenes, sobre todo en Barracas
al Sur, y en la zona comenzaron
a acopiarse cueros y frutas. En
1617 Melchor Maciel, quien luego sería conocido por el arroyo y
por el barrio, se instaló en Barracas al Sur. Plantó allí un viñedo, el primero de Argentina. En 1635 el capitán Antonio Rocha recibió la tierra que
hoy lleva su nombre (“Vuelta de...”). Entonces el cruce de una orilla a otra
era rudimentario. Donde hoy se levanta el puente Pueyrredón se ataba un
bote con sogas de cada lado para ir y volver.
En 1708 se instalaron los primeros habitantes en pequeñas casas
muy sencillas, y comenzó a crecer la actividad. La ciudad de entonces
apenas era pueblo, y el Riachuelo parecía distante de la aldea colonial.
Sin embargo, con el contrabando y el comercio la zona empezó a suscitar
más atención.
Bartolomé Burgos vio la importancia de aprovechar el paso y consiguió
concretar su idea de cobrar por cruzar. El paso de Burgos estaba en el actual puente Alsina. Un vecino llamado Gálvez afincado allí, en una barraca,
solicitó construir un puente. El Cabildo lo autorizó en 1779, pero el puente
se completó en 1791. No duraría mucho, aunque su fama llega hasta hoy:
durante las invasiones inglesas los criollos lo demolieron para dificultarle
a los atacantes el cruce del Riachuelo.
Pero hubo que esperar al siglo XIX para que la zona comenzara a tallar en la economía local. En 1810 cuatro integrantes de la primera junta —Saavedra, Azcuénaga, Moreno y Matheu— inauguraron a orillas del
Riachuelo el saladero de unos ingleses. Hacia las décadas de 1830 y 1840 el
puerto empezó a generar cierta prosperidad, lo que provocó el interés de
los viajeros y la llegada de inmigrantes. De entonces son las primeras descripciones visuales y literarias de la zona. Pero el barrio incipiente todavía
estaba separado del tejido urbano.
Puerto e inmigración
El Riachuelo tuvo siempre un rol clave en el destino de Buenos Aires: fue
probablemente el sitio de la primera fundación de la ciudad, su puerto natural, y un área de producción pujante, de los saladeros a los frigoríficos
y las metalúrgicas. El río es para el sur de la ciudad como las venas de un
cuerpo, y no una frontera, aunque la capitalización de Buenos Aires en
1880 lo condenó a separar dos distritos.
Como dice Graciela Silvestri en su valioso libro El color del río, el diálogo fue intenso entre lo portuario, la inmigración, el comercio, la industria,
los artistas, la circulación fluvial, la naturaleza y la vivienda. Elementos físicos como fábricas, puentes, barcos e infraestructura pierden sentido sin
la dimensión social, económica y simbólica que representan.
El primer paisaje de la Boca fue portuario. En 1830 se asentó allí la
industria naviera; crecieron las barracas, relacionadas con el estacionamiento de cueros más que con el comercio de esclavos. En 1869 había 52
astilleros y varaderos en el Riachuelo, con unos 700 empleados. En la iconografía y la fotografía de la época destacan las velas por sobre el barco a
vapor. (Menos relevantes desde 1920, las velas seguirán siendo parte de las
representaciones de la zona, especialmente en la pintura.)
El viajero Xavier Marmier relata en 1850: “...el pequeño puerto de la
Boca es digno de conocerse. Lo he visitado varias veces, y de todas mis excursiones por las afueras de la ciudad, es la que me ha dejado recuerdos
más gratos”. Marmier describe el camino rodeado de llanuras, con carretas y lecheros, una naturaleza salvaje, la presencia de pulperías y ranchos
de peones. Observa el puente de Rosas (el de Barracas) y se distrae en un
agitado puerto, frente al que destaca “el pueblito” de la Boca.
Antes de ser presidente, en 1856, Domingo Faustino Sarmiento también describe en el periódico El Nacional una escena portuaria animada, entre bosques y astilleros, los techos de los saladeros, el ir y venir de
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buques y marineros, y gente que habla “en idiomas que son los de todo el
mundo”. La inmigración aparece como rasgo principal.
Entre las décadas de 1870 y 1880 la zona vivió enormes cambios. En
1871 se rectificó y limpió el río por ley provincial. En 1875 comenzó su dragado para convertirlo en puerto de cabotaje, lo que permitió al finalizar
esa década que entraran al puerto de la Boca barcos de ultramar. Sin embargo, la elección del proyecto portuario de Eduardo Madero, en 1886, privilegió la zona central de la ciudad para emplazar el puerto futuro, en lugar
del canal sur, como había propuesto Luis Huergo.
La Boca fue siempre un barrio de inmigrantes, especialmente italianos de la Liguria. De la mano del puerto, comenzaron a llegar desde 1830;
muchos adquirieron prosperidad con Rosas. En 1875, de 19 maestros que
daban clase en las escuelas de la Boca, 10 eran italianos. En 1895 eran más
los extranjeros que los nacionales: 20.442 sobre 38.164 habitantes. En el
censo de 1904 estaban casi iguales. Las instituciones de la inmigración se
multiplicaron en el barrio, donde también prendieron las ideas políticas
que traían los trabajadores: el primer diputado socialista de América salió
de la Boca, en 1904. Fue Alfredo Palacios.
Hoy probablemente escuchemos tango en la Boca o Pompeya, pero
hace 100 años proliferaban las canzonettas italianas. La inmigración, el
trabajo portuario y fabril, y también el arte barrial, le dieron al lugar un
sello inconfundible. Antonio Bucich, historiador de la Boca, activo entre
1940 y 1970, describió a la zona como una familia, con el Riachuelo como
padre y la inmigración como madre. La vida a uno y otro lado del Riachuelo marca un ir y venir metropolitano, que no respeta la frontera física, el
río, y menos la jurisdiccional, el límite político.
Trabajo y producción
La industria del saladero motorizó la economía del Riachuelo. Fue en su
origen sinónimo de progreso, pero con el advenimiento de la idea higienista pasó a considerarse el origen de varios males. El propio Sarmiento pasó de comparar a los saladeros con las fábricas de Birmingham en
1857, a colaborar con su fin, aunque fueran la industria más poderosa del
El Riachuelo es para el sur
metropolitano como las venas
de un cuerpo, y no una frontera,
aunque la capitalización
de Buenos Aires en 1880
lo condenó a separar dos distritos.
Camino de sirga junto al Riachuelo. Un conjunto
de barcos son arrastrados río arriba. Christiano Junior,
ca. 1875. Archivo General de la Nación
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momento. Es que las aguas del Riachuelo se teñían de rojo durante el
período de matanzas. El golpe de gracia se lo dieron las epidemias que
azotaron a Buenos Aires entre fines de la década de 1860 y comienzos de
la década de 1870. El 6 de septiembre de 1871, una ley de la Legislatura
provincial prohibió a los saladeros y graserías en el municipio de Buenos
Aires y en las cercanías del Riachuelo. Sin embargo, muchos siguieron
operando en Barracas al Sur, que funcionaba como partido desde 1852
y elegía sus propias autoridades, muchas de ellas relacionadas con los
empresarios del rubro.
A fines de 1880 llegan a la zona empresas de importancia. Se instalan en
Barracas al Norte y Barracas al Sur, llamado luego Avellaneda, donde estas
empresas causaron furor en la década de 1930. Para entonces el mundo y
el país estaban golpeados por la Gran Depresión, y las ideas keynesianas
llamaron a la intervención del Estado para ejecutar obras que solucionaran la crisis. Esto potenció la idea, que se mantuvo tras el golpe de 1943,
de impulsar al Riachuelo como canal industrial. Dos años después, el le-
gendario 17 de octubre de 1945, ante los puentes bloqueados para impedir
el paso a la Plaza de Mayo, los trabajadores cruzarían el Riachuelo a nado
para manifestarse y pedir la libertad de Juan Domingo Perón.
La concentración de fábricas es una oportunidad para el trabajo. Las
personas van y vienen, de una orilla a otra. El trabajador duerme de un
lado y se emplea en otro. Los transbordadores cruzaban a la masa de gente
que se movía por la misma y única ciudad para ganarse su sustento diario.
Pero la concentración también puede originar problemas de sanidad.
Las empresas que se asentaron a orillas del Riachuelo debían tratar el agua
que usaban en su proceso productivo antes de devolverla al río. La mayoría no lo hacía; preferían pagar multas y seguir produciendo a purificar el
agua. El problema es histórico. En 1946 se creó una comisión para atender
la higiene urbana en la zona, con representantes de Nación y Provincia.
El Riachuelo fue la principal área industrial de Buenos Aires en las primeras décadas del siglo XX. Fue el escenario de la revolución industrial en
Argentina. El puerto, la mano de obra disponible, las facilidades técnicas,
permitieron el gran desarrollo fabril de la zona. Los frigoríficos se instalaron en el primer tramo del río; luego, una vez finalizado como canal, las
metalúrgicas más importantes de la época se radicaron en el segundo tramo, junto a industrias eléctricas, fábricas de cemento y de maquinaria. La
mitad de los establecimientos líderes de la industria metalmecánica se situaban en el Riachuelo.
Los frigoríficos eran empresas descomunales. La Negra, del influyente
grupo Tornquist, llegó a tener 57.000 metros cuadrados de terreno, 32 cámaras frigoríficas y empleaba a 1484 obreros. Hoy, una calle de Avellaneda
recuerda a este gigante, que fue para tanta gente su medio de vida.
Hitos de ingeniería
El campo en la ciudad
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Como en pocos lugares de Buenos Aires, en el Riachuelo se
unen el campo y la ciudad. Primero fueron los saladeros, luego
los frigoríficos, a los que se sumarían graserías, chancherías,
fábricas de velas, curtiembres,
silos y molinos. Durante décadas los reseros cruzaban de un
lado a otro llevando ganado.
El primer saladero argentino se fundó en la zona del Río de la Plata
luego de la Revolución de Mayo. Pertenecía a dos comerciantes ingleses,
Robert Staples y John McNeill. La actividad estuvo en auge durante la
época de Rosas, quien además de gobernar era empresario del rubro. Sin
embargo, el récord de faena de animales en Buenos Aires sucedió luego
del rosismo, en 1868/69.
Los saladeros evolucionarían como frigoríficos. El enorme La Blanca,
un edificio de 270 metros lineales, mezclaba lo rudimentario del negocio
con lo moderno. Junto a La Negra, Anglo y Wilson definieron el período
que va de 1880 a 1930. En ellos se mezclaba el capital local y el extranjero.
La Blanca y La Negra estaban del lado de provincia, en Avellaneda; Anglo
en Dock Sud, y el Argentino (Wilson) en puente Alsina. La importancia de
los frigoríficos hizo que se dragara el Riachuelo para ganar profundidad y
que los buques de ultramar pudieran acceder directamente a ellos.
Los puentes son belleza técnica
al servicio de la vida metropolitana. Sin ellos el paisaje del Riachuelo no sería el mismo. Su función es unir, son símbolos del ida
y vuelta de la zona, interpelan la
idea de límite. Como el Riachuelo era vía navegable, los puentes
debían ser móviles o levadizos.
Pero además de instrumento de
cruce, se constituyeron en un lugar en sí mismos, en íconos del sur.
Tempranamente el Riachuelo se cruzaba con vados, que luego tuvieron puentes, los de Gálvez, Burgos. El de Gálvez data de fines del siglo
XVIII, era de madera, con dos cabeceras de mampostería con algunos ornamentos. Allí se construyó el puente Pueyrredón viejo, que reemplazó
en 1869 a otro de madera, conocido como Restaurador de las Leyes. En
1859 se construyó un puente de arcos en el paso de Burgos, que reemplazaba al de 1855 que se había llevado la creciente. Pero duraron poco. La
inundaciones de 1884 arrastraron a ambos.
En 1914 se abrió al público el emblemático puente transbordador Nicolás Avellaneda. Lo construyó el Ferrocarril del Sud, con una superestructura metálica comprada en Inglaterra. Pronto se transformó en un
hito de la conexión entre las márgenes del Riachuelo, y también en una
referencia para pintores y artistas. El puente transbordador apoya una
pata en Ciudad, otra en Provincia y por jurisdicción pertenece a Nación;
es símbolo de unión, de distritos y competencias que convergen. Hoy está
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próximo a reinaugurarse, pero durante la década de 1990 se salvó del desguace por la defensa tenaz que de él hicieron los vecinos de ambas orillas.
Río arriba se construyeron otros dos transbordadores, hoy inexistentes: el Sáenz Peña y el Urquiza, que usaban los obreros de los frigoríficos La
Blanca y La Negra, de Avellaneda. Testimonios de la vida metropolitana de la
zona, los puentes simbolizan la historia social de ambas orillas del Riachuelo.
La plenitud del transbordador Avellaneda termina a fines de la década
de 1940, cuando se inaugura el nuevo puente Avellaneda y se construyen
otros dos, Alsina y La Noria, fundamentales para unir la zona, y también
para caracterizarla visualmente con su estilo neocolonial.
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Los puentes son belleza técnica al servicio
de la vida metropolitana. Sin ellos el paisaje
del Riachuelo no sería el mismo. Su función
es unir, son símbolos del ida y vuelta de la zona,
interpelan la idea de límite.
Los puentes servían a un propósito funcional. Pero su peso, su impronta, excedía por mucho a la ingeniería. Los pintores del Riachuelo los retrataron, en particular al transbordador Avellaneda. Los que habían llegado
como inmigrantes o los hijos pobres de la Boca, algunos formados en París
y admiradores del Barrio Latino, encontraron en ellos una marca de identidad, un paisaje singular, único en Buenos Aires. Inmortalizado en cientos de
pinturas y fotografías, el transbordador es uno de los ocho puentes de hierro
de este tipo que quedan en pie en el mundo, y el único en América.
El puente transbordador lleva en sí la historia del trabajo en el sur metropolitano: por él pasaron multitudes en camino a los frigoríficos, los astilleros, el puerto, las fábricas. Recuperar su mecanismo y ponerlo una vez
más en marcha es una feliz idea. Un homenaje a esta mole de hierro que
es una postal tan potente como el Obelisco, y 22 años más antiguo. Con la
reinauguración volverá a unir ambas costas del Riachuelo.
Construcción del
puente transbordador
Nicolás Avellaneda.
Fotógrafos del
Ferrocarril del Sud,
1913. Archivo General
de la Nación
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Identidad y cultura
La pintura es la expresión artística que mejor retrató la zona, y así colaboró en construir su identidad. Carlos Pellegrini, padre del presidente, era ingeniero y llegó a estas tierras a trabajar, pero pintaba por gusto y necesidad. Sus vistas del Riachuelo muestran el paisaje natural de
la zona más rural que urbano. Una de sus litografías refleja el llamado
Puerto de los Tachos, que es la actual Vuelta de Rocha. Son imágenes de
1831, publicadas 10 años después. Un paisaje que pronto cambiaría.
Décadas después, con Benito Quinquela Martín, la identidad del Riachuelo se consolidó. Quinquela había sido adoptado por un carbonero,
y usando carbón para dibujar, su vocación se hizo evidente. Su maestro,
Alfredo Lazzari, lo llevaba a Isla Maciel junto al resto de sus alumnos.
Lazzari había llegado de Italia en 1897 y fue pionero en el arte de la zona.
Vivía en Barracas, luego se mudó a Lanús, pero su trabajo se centraría en
la Boca y en Isla Maciel. Una vida propia del sur metropolitano.
Lazzari cruzaba a Quinquela a Isla Maciel para que ganara perspectiva. Isla Maciel, en Avellaneda, supo tener una magia especial. A principios de siglo era un lugar de recreo como el Tigre, donde la bohemia se
inspiraba, y donde las clases populares hacían picnics y se divertían al
aire libre. Quinquela demandaba río, lo necesitaba para su obra. Decía
que era pintor de Caras y caretas para que lo dejaran subir a los barcos
a pintar. Años después, hasta se compró una lancha para navegar el Riachuelo y seguir pintando.
Quinquela logró llevar a la práctica muchos de sus proyectos entre
1936 y 1959. Recién entonces se reconocería como singular lo que antes
era el sentido común del lugar: las casas de chapa y madera, que caracterizan al barrio y lo hacen universal. La Boca e Isla Maciel, el mismo paisaje urbano y social, sublimadas por el pintor. De esa época data también
Caminito, un descampado en una curva perdida que el pintor imaginó
como teatro a cielo abierto, hoy referencia ineludible de la zona.
El sur metropolitano
Los arbitrarios límites políticos marcan dos orillas separadas, como si olvidaran que la cuenca del Riachuelo es uno de los lugares más unidos de la
metrópolis de Buenos Aires. El Riachuelo tiene una identidad común, indiferente a la distinción entre Capital y Provincia. En el pasado, el presente,
y también en el futuro, las cientos de miles de familias que van y vienen de
una orilla a la otra, por trabajo, educación, o cualquier otro motivo, no sienten estar cruzando una frontera. Viven un mismo paisaje, el mismo río, los
mismos puentes; la zona se rige por la interacción y el intercambio vital.
El curso del Riachuelo fue prenda de unión, protagonista histórico y
escenario de profundas transformaciones sociales y productivas. Conocer su historia, vasta, vital y rica, es un paso imprescindible para considerarlo propio, puro presente y potencial. El Riachuelo concentra buena
parte de la historia de la megaciudad que es Buenos Aires. Saneado y proyectado a futuro, puede volver a ser el escenario de grandes y pequeñas
historias metropolitanas. •
25
Vista de la usina de la Compañía Alemana Transatlántica
de Electricidad en Dock Sud (frente al sur).
Autor no identificado, ca. 1915.
Colección Cuarterolo
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Primera parte
El río del trabajo, la industria y el progreso
27
El Riachuelo fue siempre más una zona de encuentro
social que la frontera jurisdiccional entre la ciudad
y la provincia de Buenos Aires.
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La Boca. calle
Necochea. Equipo
de fotógrafos de la
Dirección General de
Obras Hidráulicas,
MOP, 1938. Colección
Dirección de
Construcciones
Portuarias y Vías
Navegables
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Si el pasado del Riachuelo fue tan rico, el futuro puede volver a serlo. El Riachuelo no está
condenado a ser noticia por la contaminación. Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.
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• Barcos en el Riachuelo.
Fotografía Witcomb, ca. 1880.
Colección Cuarterolo
• Vista de la Boca
y los muelles sobre el Riachuelo.
Autor no identificado, ca. 1900.
Archivo General de la Nación
• El vapor Italia
en el muelle de la Boca.
Samuel Boote, ca. 1885.
Archivo General de la Nación
La historia del Riachuelo
habla de un pasado
pujante, fruto de la
actividad industrial
y portuaria y del trabajo
de gente llegada
de todas partes del país
y del mundo.
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Las personas van y vienen, de una orilla a otra.
El trabajador duerme de un lado y se emplea
en otro. Los transbordadores cruzaban
a la masa de gente que se movía por la misma
y única ciudad para ganarse el sustento diario.
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• Changadores
cargando cajones
de tomates.
Autor no
identificado,
ca. 1920.
Colección
Cuarterolo
Los arbitrarios límites políticos marcan
dos orillas separadas, como si olvidaran
que la cuenca del Riachuelo es uno
de los lugares más unidos de la
metrópolis de Buenos Aires. El Riachuelo
tiene una identidad común, indiferente
a la distinción entre Capital y Provincia.
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El Riachuelo fue cuna de la revolución industrial nacional.
39
Vista de un astillero. Autor no identificado, agosto de 1918. Colección Cuarterolo
40
Barco en el muelle sobre
el Riachuelo. Al fondo,
el transbordador Nicolás
Avellaneda. Gastón Bourquin,
ca. 1930. Museo de la Ciudad
El puente transbordador apoya una pata en Ciudad, otra en
Provincia y por jurisdicción pertenece a Nación; es símbolo
de unión, de distritos y competencias que convergen.
Como el Riachuelo era vía navegable, los puentes
debían ser móviles o levadizos. En 1871 se rectificó
y limpió el río por ley provincial. En 1875 comenzó
su dragado para convertirlo en puerto de cabotaje,
lo que permitió al finalizar esa década que entraran
al puerto de la Boca barcos de ultramar.
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• Puente transbordador
Capitán General Justo
José de Urquiza. Dirección
General de Obras
Hidráulicas, MOP, 1916.
Dirección Nacional
de Vías Navegables
• Puente Barracas.
Autor no identificado,
ca. 1915.
Colección Museo
Nacional Ferroviario
• Puente del Ferrocarril
del Sur. Equipo de
fotógrafos del Ferrocarril
del Sur, ca. 1920.
Museo Nacional
Ferroviario
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EL COLOSO
Potencia del trabajo
y del arte
• Fábrica de dulces Noel,
Barracas. Caras y Caretas
ca. 1910. Archivo General
de la Nación
De niño, Alejandro Marmo vio una y otra vez a su padre, un
inmigrante venido de Italia, trabajar el hierro. Debe haber encontrado
tanto sentido y tanta potencia en ese gesto que la imagen fraguó su identidad como artista. Algo de eso se movilizó en su interior a mediados de la
década de 1990, cuando el cambio de régimen económico empujó a muchas fábricas al cierre. Entonces el sur metropolitano, que supo ser industria con ritmo de montaje perenne, se vació, entró en crisis.
Muchos trabajadores cayeron en el desempleo. Otros se resistieron a dejar las fábricas y formaron cooperativas para autogestionar la producción.
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Ninguno, tampoco los que conservaron sus trabajos, imaginó que un
artista iría a proponerles que también hicieran arte. Lo primero que sintieron en Siam, ex Coventri, Cooperativa de los Constituyentes y otras
cuando escucharon la invitación de Marmo fue miedo a lo desconocido, al
ridículo. Ellos, que una vez expulsados del sistema volvieron a sus puestos
de trabajo porque saben que pueden cruzar hasta un río aunque les levanten los puentes en la cara, como sucedió el 17 de octubre de 1945. Ellos, que
aquel día fueron a la Plaza de Mayo a gritar que la política también era cosa
suya. No, el arte no era para ellos, pensaron.
••• • •••
48
Un trabajador duerme adentro de un descamisado inmenso. La noche es cerrada y apenas se respira el aire del Riachuelo en la ribera de Avellaneda,
entre el viejo y el nuevo puente Pueyrredón. Descansa porque sabe que allí
hay refugio. Los últimos meses fueron arduos para todos los trabajadores
artistas. Construyen su propio homenaje. La fecha de inauguración está demasiado cerca, eso lo sabían desde el comienzo. El esfuerzo tenía que ser
descomunal, pero construir la escultura del Coloso, en un punto donde Avellaneda y la ciudad de Buenos Aires se unen por la naturaleza y la ingeniería,
es un horizonte de dicha y reconocimiento. Un recuerdo permanente de un
instante puntual, pero decisivo y lleno de repercusiones. Un emblema de un
proceso constante: la identidad de los trabajadores, su participación en la
vida social, económica y política del país. Esa noche era una de las últimas
y como todos los días restantes hasta terminar, trabajaron sin parar, en turnos, apoyándose unos en otros.
El Coloso de Avellaneda se emplazó el 7 de mayo de 2013 como parte del
proyecto Arte en las Fábricas, que Alejandro Marmo coordina desde la década de 1990 para promover la integración a través del arte. Construido con
material de rezago industrial de fábricas desmanteladas del Conurbano, es
un homenaje a la esperanza del trabajador, su fuerza colectiva, su lucha.
Aquel hombre gigante que lleva el rostro de Evita en sus manos está plantado en el espacio público como lugar ganado.
Con un pie a punto de entrar al agua, mira la orilla de enfrente. Es una
imagen que atraviesa el tiempo. Que evoca un momento de progreso, cuando un sur próspero y metalúrgico dibujaba una economía pujante y nuevos
sujetos políticos, los migrantes internos, se sumaron a la vida pública. Un gigante que demuestra que la historia colectiva de aquel 17 de octubre de 1945
no es solo una encadenación de recuerdos, sino memoria que se encarna en
quienes lo sienten, incluso sin haberlo vivido, más allá de banderías.
Es metáfora de la lucha contra la adversidad. Una inscripción en el cuerpo de hierro del Coloso no solo recuerda el 45 sino también la crisis de 2001,
el Cordobazo y las luchas obreras de 1982. El Coloso es símbolo de la potencia del trabajo. Todo esto empuja al Coloso de una orilla a otra, ambas parte
de la misma ciudad. •
El Coloso es una imagen
que atraviesa el tiempo.
Que evoca un momento
de progreso, cuando
un sur próspero
y metalúrgico dibujaba
una economía pujante
y nuevos sujetos
políticos, los migrantes
internos, se sumaron
a la vida pública.
LOS BOTEROS
Unir las márgenes a fuerza de remo
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Son casi las cinco de la tarde y el sol arde. Sin embargo, en la costanera del Riachuelo corre el viento que acompaña el agua, un viento cargado, pero extrañamente fresco, como si algo en el aire quisiera reafirmar
que se trata de un río y no del vertedero de basura que muchos creyeron
que era. Sobre la costa de Isla Maciel, Carlos Mansilla espera en su bote
que los chicos y chicas salgan del colegio en la Boca. De un minuto a otro, el
silencio de la tarde se alborota con risas, gritos y juegos. También hay personas que vuelven de trabajar. Una señora que cruza todos los días tiene
miedo de caerse al agua; no sabe nadar. Otro chico del barrio de San Telmo
quiere cruzar porque lo invitaron a comer un asado en la Isla. Entonces
Carlos va a buscarlos. Dos pesos los grandes, uno los estudiantes, gratis los
niños. El viaje dura menos de cinco minutos, pero hasta hace no mucho
podía llevar hasta quince. Los remos se trababan. Era la mugre que flotaba
en el agua, que ahora casi no hay.
Carlos Mansilla tiene 65 años y es botero desde los 24. Heredó la profesión y el bote del padre, que era usado y se llama Don Conrado. Su hijo Silvio, tercera generación botera, lo reemplazará cerca de las seis de la tarde.
Además de ellos, apenas otros tres quedan en el oficio. Desde que Vialidad
Nacional refaccionó el nuevo puente Nicolás Avellaneda —homónimo del
viejo transbordador— con luces, seguridad, techos —entre otras cosas— la
cantidad de viajeros en bote menguó y muchos de los boteros comenzaron a trabajar en el puente. Hacía 25 años que estaba destruido y cuando
a mediados de la década de 2000 un nuevo proyecto se propuso repararlo,
en la zona nadie lo creyó: muchos otros, antes, lo habían prometido, y sin
embargo ahí estaba, peligroso y roto.
Pero el trabajo de los boteros hacía mucho que ya no era lo que antaño,
cuando los botes iban y venían, hasta seis o siete por vez, de un lado a otro,
mientras las colas de pasajeros se extendían en cada orilla, la Boca y Maciel. Eran tantas las personas que trabajan por allí que incluso cuando los
puentes se utilizaban, los botes no perdían viajeros. Hoy, en cambio, la hora
pico encuentra rápido a dos boteros en el agua, que llevan unos 12 pasajeros,
pero no pasa mucho para que vuelvan a cruzar solo de a un par de personas
por bote. Silvio dice que él y muchos de los demás podían vivir solo de esto.
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Inundaciones en Nueva Pompeya.
Autor no identificado, mayo de
1912. Archivo General de la Nación
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Ahora tienen otros trabajos porque el bote deja muy poco. Sin embargo, se
quedan. A Silvio, por ejemplo, no se le cruza por la cabeza abandonar. Si acá
tanto él como su padre conocieron a sus mujeres. Si acá corrían carreras entre sí o se hacían a un lado para que el próximo viaje le tocara al que le gustaba la chica linda que esperaba cruzar. Si acá vino toda la familia para hacerse
las fotos de la fiesta de quince, o los casamientos arriba del bote.
Carlos Sacaro, botero desde hace 35 años, dice que es una terapia, que
después de trabajar todo el día, rema y a su casa llega diferente, relajado. A él
lo inició la madre de un amigo botero, cuando antes de tomárselo como un
trabajo se sumaba como acompañante porque lo disfrutaba.
—Carlos, vos sos el único al que le doy el bote. ¿Lo vas a trabajar? —dijo
la señora y Carlos, aunque todavía no era un experto en remar parado y las
primeras veces terminara con los dedos llenos de moretones por no coordinar muy bien los remos, se hizo botero.
Ahora los que más usan los botes son los vecinos de la Isla que prefieren
cruzar en minutos en vez de recorrer todo el puente, y charlar con el botero
amigo de todos los días. Isla Maciel ya no es el paraíso que recuerda Carlos
Sacaro, mientras señala la costa justo en el lugar donde estaba el frigorífico
Anglo y ahora está el patio de una terminal portuaria. O cuando explica que
pasando el puente había un taller naval tras otro y los barcos, más grandes
que el único que esta tarde ancla por ahí, salían hacia el Río de la Plata. Más
arriba, el cartel de una fábrica de ropa de trabajo, Zanchetti, apenas deja leer
el nombre del lugar que una vez vistió a los cuantiosos obreros de la zona.
Son casi las siete de la tarde y el sol es un punto rojizo que desaparecerá en instantes. A Silvio y Carlos les queda solo una hora en el río. Nadie hace cola para cruzar. Quizás corran alguna carrera o solo se sienten
a esperar a los últimos pasajeros mientras escuchan el débil sonido del
Riachuelo sin barcos. •
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A los boteros no se les cruza
por la cabeza abandonar.
Si acá conocieron a sus mujeres.
Si acá corrían carreras entre sí
o se hacían a un lado para que
el próximo viaje le tocara
al que le gustaba la chica linda
que esperaba cruzar. Si acá vino
toda la familia para hacerse
las fotos de la fiesta de quince,
o los casamientos arriba del bote.
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PUENTE TRANSBORDADOR
Encuentro de orillas y jurisdicciones
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Un verde infinito: eso dice Lito Discioscia que vio cuando subió
por primera vez en 1942 al puente transbordador Nicolás Avellaneda y
miró Isla Maciel desde las alturas. Eran las verduras, tantas que había, y
que Lito solía ir a comprar hasta allí con sus hermanos mayores. Cruzar
el Riachuelo era cosa de todos los días. Su mamá trabajaba en el frigorífico
Anglo, de los más grandes del mundo. Entraba bien temprano, cerca de las
cinco de la mañana, y salía a primera hora de la tarde, con las manos cortajeadas por las latas de carne para mandar a Inglaterra y Estados Unidos
que había armado durante todo el día. Era la segunda guerra mundial y los
barcos de la empresa inglesa Blue Star cargaban alimento sin descanso.
Vista panorámica del frigorífico La Negra a orillas del Riachuelo.
Autor no identificado, ca. 1920. Archivo General de la Nación
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A sus 8 o 9 años, Lito también comenzó a trabajar en el carro de un amigo que hacía el reparto de panadería en Maciel, pero pronto se metió de
aprendiz en un taller de tapicería y no tardaría mucho en poner el propio.
Le iba bien: hasta llegó a tener como cliente a Benito Quinquela Martín,
para quien hizo la tapicería del Teatro de la Ribera.
Más allá también estaban los frigoríficos La Blanca y La Negra, donde otros puentes unían la capital con la provincia. Al igual que en el Nicolás Avellaneda, a través de ellos los carros tirados por caballos llevaban y
traían insumos para la producción; por ellos también cruzaban los vecinos
y trabajadores de una orilla y otra.
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••• • •••
A Víctor Teodori le gustaba mirar por la ventana del conventillo donde recién se había mudado, en Isla Maciel. Era 1949 y tenía 9 años. Desde su
balcón podía ver a la Vuelta de Rocha abrirse paso, con su curvatura ajena
al trazado en cuadrícula del resto de la ciudad. Ahí estaba el puerto, atestado de barcos, y el puente Nicolás Avellaneda, dos patas altísimas plantadas a cada margen del río. Vecino era el que vivía en la casa de al lado, pero
también el que lo hacía en la orilla de enfrente.
Víctor empezó a trabajar como lechero con un carro a caballo. Al revés
que Lito, cruzaba de Maciel a la Boca. El oficio, sin embargo, no le duraría
mucho. Pronto ingresaría como aprendiz en un taller naval. En aquel momento, explica Víctor, todo lo que uno quería era aprender un oficio y la
Isla Maciel lo permitía: era un emporio de trabajo. Al Anglo y las decenas
de talleres navales a ambas márgenes del Riachuelo se sumaban los astilleros. Durante la segunda guerra mundial, Argentina era el único país de
América Latina que construía y reparaba submarinos. Al mediodía, una
fonda al lado de otra servían el almuerzo a los trabajadores de la isla. Por
la noche, hasta de la Boca se cruzaban para los bailes. Capital y provincia
eran un mismo territorio, una mera distinción administrativa.
••• • •••
Gabriel Lorenzo recuerda muy bien cuando se quedó sin trabajo a mediados de la década de 1990. Vivía en San Telmo y cruzaba el Riachuelo todos
los días para trabajar en el taller naval Marino. Había comenzado a los 17
años: necesitaba plata para terminar el secundario. Quería ser perito mercantil. Entonces don Juan Marino le dio una oportunidad. En esa época, el
taller trabajaba todos los días, durante todo el día. Gabriel empezó como
cadete y terminó a cargo de las licitaciones de la empresa. Ahí, dice, creció
y se formó. Por eso, aunque hacía meses que no cobraba, no quiso dejar la
empresa hasta que cerró. Trabajadores con 25 años de antigüedad en el
oficio se quedaron en la calle.
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Ahí estaba el puerto,
atestado de barcos,
y el puente Nicolás
Avellaneda, dos patas
altísimas plantadas
a cada margen del río.
Vecino era el que vivía
en la casa de al lado,
pero también el que
lo hacía en la orilla
de enfrente.
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El país perdió muy rápido competitividad y la producción naval de
lo que alguna vez supo ser cuna de la revolución industrial de Argentina
comenzó a desmantelarse. Se abrieron las importaciones; Víctor recuerda cómo todos dejaron de producir equipos: ya no era rentable frente a
los nuevos productos que ingresaban al país. Sin aparato productivo, los
puentes se fueron cerrando. El único de aquella época que quedó en pie
fue el viejo transbordador Nicolás Avellaneda, aunque clausurado desde
1960. Gabriel nunca llegó a cruzarlo.
Hoy Gabriel es director ejecutivo de la Fundación por la Boca, un grupo
de vecinos, empresarios y artistas de la ciudad de Buenos Aires que quieren
recuperar la cuenca Matanza-Riachuelo y el desarrollo cultural, económico
y social del barrio. Desde hace años que la fundación busca poner el viejo
puente transbordador otra vez en funcionamiento. Es el único en su tipo
que aún existe en América y uno de los ocho que hay en el mundo. Dicen que
en 2015 volverá a estar en marcha: obreros a uno y otro lado del agua refuerzan los cimientos para devolverle a esa estructura de hierro el orgullo que
una vez tuvo como símbolo de un sur potente, sin límites.
Los puentes servían a un propósito funcional. Pero
su peso, su impronta, excede por mucho a la ingeniería.
Inmortalizado en cientos de pinturas y fotografías,
el transbordador Avellaneda es uno de los ocho puentes
de este tipo que quedan en pie en el mundo.
Gabriel imagina que el viejo puente Nicolás Avellaneda, una vez recuperado, puede ser como la torre Eiffel de París. De noche, miles de pequeñas
luces acompañarán el recorrido y sus colores cambiarán según la época del
año. Después del Obelisco, dice Lorenzo, el puente transbordador, inmortalizado por Quinquela Martín, es la postal más vendida de nuestro país. Es
que en la imagen de ese puente resuena la identidad de una ciudad única,
real, y del río que la atraviesa: un lugar común, de encuentro. •
Vista del puente
transbordador Nicolás
Avellaneda. Equipo
de fotógrafos del
Ferrocarril del Sur,
ca. 1914. Museo
Nacional Ferroviario
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Puente transbordador Nicolás Avellaneda durante un cruce.
Autor no identificado, ca. 1915. Colección Cuarterolo
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Reseros
Traer el campo
a la ciudad
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En la esquina de Lisandro de
la Torre y Avenida de los Corrales
pasan colectivos en todas las direcciones. Pero no hay olor a esmog. Lo que se siente, allí, es olor
a estiércol, humedad, ganado y caballos. Es la entrada al mercado de
hacienda, en Mataderos, donde se
vende y compra la mitad del ganado
que abastece al área metropolitana
de Buenos Aires. Pintado de rosa
como la casa de gobierno, es un edificio imponente que alguna vez albergó casi una ciudad entera en su
interior: había una escuela, correo,
comisaría, una salita de salud, fondas. Si otros barrios tienen su centro cívico en torno a la plaza principal,
acá el origen es un matadero.
Sentado en el bar Oviedo, en una de las esquinas justo enfrente del
mercado, Jorge Pereyra se dice gaucho resero de cuarta generación. Es
miembro de la Federación Gaucha Porteña.
Y donde está el bar Oviedo, tan viejo como el barrio, paraban los reseros una vez dejada la hacienda en manos de los rematadores. No era solo
un bar, ahí también podían proveerse de cualquier cosa que necesitaran
para los viajes. Pero sobre todo, era el lugar donde a toda hora se escuchaban las payadas entre gauchos que improvisaban y se batían a duelo con
sus guitarras.
Ahora durante los fines de semana se llena de familias que se acercan
al barrio para visitar la feria tradicional que se monta en la explanada de
entrada al mercado, o para disfrutar de las danzas que los gauchos todavía
bailan en plena calle con sus mujeres. Allí se puede ver el repiqueteo de
los hombres contra el piso, y la gracia con que las damas hacen bailar sus
pañuelos, casi como si fueran una extensión de ellas mismas.
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Y donde está el bar Oviedo, tan viejo
como el barrio, paraban los reseros.
No era solo un bar, ahí también podían
proveerse de cualquier cosa que
necesitaran para los viajes. Pero sobre
todo, era el lugar donde a toda hora se
escuchaban las payadas entre gauchos
que se batían a duelo con sus guitarras.
Pereyra dice que en realidad él nunca fue un resero como sus antepasados, le costó encontrar su lugar en la familia. Su hermano mayor, que
asumió la tradición con gusto, era el preferido del padre.
Los reseros repetían el viaje una y otra vez.
Muchas veces pernoctaban en algún ombú
de Ciudad o Provincia, donde hacían asados y
tocaban la guitarra. La zona todavía era agreste,
el campo todavía no se había replegado
tras el avance de la línea de edificaciones.
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Su bisabuelo fue el primero. Venía desde Mercedes a caballo con la hacienda que luego se haría carne para consumo en el matadero público,
que por aquel entonces no estaba aún en su ubicación actual sino que se
iba desplazando a medida que la ciudad, cada vez más poblada, crecía. Su
primera ubicación fue en la Plaza de Mayo. Recién al abuelo y al padre de
Jorge les tocaría trabajar en Mataderos con la inauguración del mercado de hacienda a comienzos del siglo XX, el primero municipal. Pero con
la llegada del ferrocarril, los reseros serían desplazados poco a poco. El
trayecto que harían ahora los Pereyra sería otro, hacia el sur. Esta vez el
punto de largada era el mercado y desde ahí partían camino a Avellaneda,
uno adelante y otro atrás de la hacienda para evitar que se mezclara con
otras. Cruzaban el Riachuelo a caballo y el ganado atravesaba el agua hasta el otro lado, donde estaban los frigoríficos Swift y La Negra. Ahí mismo
se lo faenaba, procesaba y era montado en buques que partían al norte.
Los reseros repetían el viaje una y otra vez. Muchas veces pernoctaban en algún ombú de Ciudad o Provincia, donde hacían asados y tocaban
la guitarra. La zona todavía era agreste, el campo todavía no se había replegado tras el avance de la línea de edificaciones.
Ya sea en el medio del campo o adentro mismo del mercado, la carne y la
música era lo que daba vida al sur. Una vez, dice la historia de los Pereyra, un
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hombre que solo cargaba una valija y una guitarra irrumpió en un arreo en
los pasillos del mercado. La hacienda que conducían los reseros era de novillos negros que, dicen, son los más bravos y de los que hay que desconfiar.
—¿Qué está haciendo? ¡Lo va a matar uno de estos novillos! —le gritaron cuando lo vieron andando como si estuviera en una plaza.
El hombre respondió que venía de Pergamino a buscar trabajo pero
que no tenía para pagarse un hotel. Entonces los reseros le despejaron un
rincón para que se armara un catre con cueros que estaban por ahí. Dicen
que estuvo cuatro meses viviendo en el mercado, tocando la guitarra en
cada comida. Dicen que era Atahualpa Yupanqui.
Durante los domingos y las fiestas patrias, la calle Lisandro de la Torre se llenaba de gente como todavía hoy sucede, pero en aquel momento
era para ver las carreras. Como hinchadas de fútbol, se agolpaban contra
las casas para ver correr a los reseros, que cabalgaban con la mejor de sus
vestimentas: bombacha, chiripá pampa, sombrero negro, poncho, y espuelas y chuchillos de plata y oro. Con los caballos con los que atravesaban la
pampa de Buenos Aires, volaban ahí como si fueran sobre rieles. Cuando
no corrían, jugaban al pato. Los Pereyra tienen cinco campeonatos ganados. Y cuando no competían, bailaban con otros reseros y sus mujeres el
pericón o la chacarera con el conjunto musical que la madre y el padre de
Jorge dirigían. Varias veces fueron en caballo a presentarse en la quinta
presidencial y una vez, en 1953, Pereyra asegura que su padre dijo una poesía criolla —se dicen, no se recitan— que hizo llorar a Juan Domingo Perón.
En 1929 se instaló el frigorífico Lisandro de la Torre junto al mercado
y los gauchos reseros comenzaron a trabajar adentro del edificio. Fue entonces cuando Jorge Pereyra conoció sus pasillos. Tenía 5 años y empezaron a vestirlo con la ropa del padre. Todavía se acuerda de eso porque era
el único entre los chicos de su edad que usaba botas de potro. Una de las
veces que su padre lo llevó al mercado para que lo ayudara no logró conducir al ganado y se ganó una ristra de insultos. Entonces decidió que aprender a bailar el malambo como nadie era mejor opción para conquistar a su
padre. Hoy llega a emocionarse hasta las lágrimas cuando lo baila, tanto
que apenas logra ver sus propios pasos. •
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Segunda parte
Vida comunitaria y barrial, vida metropolitana
Reunión en la sede del gremio
de Marineros y Foguistas.
Equipo de fotógrafos de
Caras y Caretas, 1904.
Archivo General de la Nación
Costumbres y un paisaje común, desafíos medioambientales,
una rica historia de producción y trabajo, obras de ingeniería
que marcan una época y artistas que supieron plasmar
una identidad. Todo esto late en el Riachuelo.
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El curso del Riachuelo fue prenda de unión,
como la educación pública.
Un grupo de
alumnos forma
fila para recibir la
copa de leche en
la escuela Pedro
de Mendoza de la
Boca. Al fondo se
destaca un mural
de Benito Quinquela
Martín. Autor no
identificado, 1920.
Archivo General
de la Nación
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Las familias que van y vienen de una orilla a la otra
no sienten estar cruzando una frontera. Viven un mismo
paisaje, el mismo río, los mismos puentes;
la zona se rige por la interacción y el intercambio vital.
Grupo de
pobladores
de Dock Sud
frente a la capilla.
Autor no
identificado,
ca. 1920.
Colección
Cuarterolo
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Las costas de la ciudad no eran las adecuadas
para el desembarco, lo que dio al Riachuelo
la posibilidad de convertirse en puerto.
Era un abrigo natural para los navíos.
• Lancha de bomberos.
Samuel Rimathé, 1895.
Colección César Gotta
• Gran cantidad de
público asiste a los trabajos
de rescate de un tranvía
caído al Riachuelo. Autor
no identificado,1930.
Archivo Diario La Razón
• Ribera izquierda
del Riachuelo y Pedro de
Mendoza. Christiano Junior,
1877. Colección Fototeca
Benito Panunzi, Biblioteca
Nacional
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EL MURAL
Un espacio recuperado
donde los vecinos se reflejan
Cuando el día está lindo, a Juani le gusta sentarse a desayunar en
los bancos que están a orillas del Riachuelo, en Barracas. Desde allí mira el
mural que el artista Alfredo Segatori estampó en 2013 en la pared de su casa
y todo a lo largo de la cuadra, a metros del puente Pueyrredón. Lo contempla
en silencio, contenta, apenas acompañada por el ligero viento del río que corre detrás suyo. Desayuna ahí porque es como si fuera su patio. Pero sabe que
la mejor vista está del otro lado. Cada vez que cruza a Avellaneda para hacer
las compras, aprovecha y se regala unos minutos para admirar el mural.
La primera vez que Alfredo Segatori le golpeó la puerta, Juani salió enfundada en su delantal y con una cuchilla en la mano. Estaba cortando carne
para hacer empanadas que luego su marido, Peña, vendería en el puesto que
tiene en la esquina. Segatori supo que esa era la imagen que quería pintar.
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El mural de Barracas nació para consagrar
el camino de sirga recuperado, una franja de 35 metros
desde la orilla del río que debe estar liberada.
—¡No me digas que te fuiste de acá y te hiciste famosa!— le decían sus
familiares en Paraguay cuando ella les mandó diarios y revistas con la noticia de la inauguración del mural, que juntó de cada puesto de diarios entre su casa y Constitución.
El mural de Barracas nació para consagrar el camino de sirga recuperado, una franja de 35 metros desde la orilla del río que debe estar liberada.
Hasta hace poco, donde hoy está el mural, en la calle Lavadero, vivían 25
familias en asentamientos precarios, amontonadas, casi colgadas sobre el
Riachuelo. El Gobierno de la Ciudad las relocalizó en 2011 en departamentos de Villa Soldati para mejorar su calidad de vida. Una empresa, además,
usaba ese espacio público como playa de maniobras privadas. Fue desalojada para liberar el camino. Hoy hay un parque con bancos como los que
usan Juani y otros tantos vecinos.
El logro había que celebrarlo. La fecha elegida fue el día del Riachuelo, todos los 8 de julio desde que la Legislatura porteña lo estableció en
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Llegaba de noche con un camión repleto
de materiales que todas las áreas
del Gobierno de la Ciudad ayudaron
a conseguir, y desde las 11 hasta
las 2 de la mañana pintaba.
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conmemoración del fallo de la Corte Suprema de Justicia conocido como
“Mendoza”, que ordenó el saneamiento del río y su cuenca. El homenaje
fue una obra de arte que embelleciera aún más el camino de sirga y consagrara la revalorización de ese espacio público.
Por eso Segatori recibió la propuesta de realizar un mural en homenaje
a Benito Quinquela Martín y al barrio, y él, que desde hace 20 busca con su
arte crear en la calle eso que llama “espejos urbanos”, aceptó. Ahí está, hoy,
el retrato del pintor que inmortalizó el puerto de la Boca y las costumbres
de sus habitantes. A un lado y al otro de Quinquela, barcos y botes, obreros
que trabajan, el viejo puente transbordador Nicolás Avellaneda, y al fondo, los astilleros, los talleres navales, los frigoríficos. El escenario son las
aguas del Riachuelo, que hoy corren a los pies del mural, como si pasado y
presente coexistieran, al menos como ilusión, gracias al arte.
Cuando Segatori llegó al barrio para realizar el mural, apenas conocía
esa zona llena de talleres y viejas barracas abandonadas, construcciones
que dan nombre al barrio y que se usaban para almacenar carnes y cueros.
Llegaba de noche con un camión repleto de materiales que todas las áreas
del Gobierno de la Ciudad ayudaron a conseguir, y desde las 11 hasta las 2
de la mañana pintaba. Su mujer, emponchada porque era pleno invierno,
enfocaba los bocetos con un proyector. Mientras tanto, los vecinos lo miraban tímidos. Nadie se animaba a hablarle.
Hasta que Segatori rompió el hielo y les preguntó a unos chicos que jugaban al fútbol cerca si lo dejaban hacerles un retrato. Ningún vecino, después, se quiso quedar afuera. Ya hay cerca de 50 retratados en un mural que
se extendió todo lo que pudo, hasta cruzar la calle de la vuelta y colmar otra
pared. Con sus 1300 metros cuadrados, “El regreso de Quinquela” se consagró como el mural más grande de Argentina hecho por una sola persona.
Celeste, una chica de 20 años que vive en el barrio más humilde que se
levanta a la izquierda del mural, al fondo, fue una de las primeras en ser
retratada junto a su hijo y su hermana. Al enterarse, su mamá, Gladis, fue
a las corridas donde estaba Segatori.
—¿Están pintando a todos y yo que ando en bici por todos lados no estoy? —se dijo, y logró que la incluyeran.
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Menos el marido de Gladis, la familia entera quedó retratada. Celeste
hasta consiguió aparecer dos veces. Según ellos ahora el barrio está más
lindo. Desde hace pocos años que viven ahí y les gusta: dicen que se respira
un aire mejor al del Centro, fresco, limpio. Hace tiempo ya que las obras de
saneamiento en el Riachuelo comenzaron a dar resultado.
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En la otra esquina del mural está el puesto de comidas de Peña, el marido de Juani. Con ayuda de un chico que lo acompaña, pone y saca una bondiola con huevo frito tras otra. Al mediodía se llena de personas que salen
de sus trabajos para almorzar. Algunos cruzan el puente y vienen desde
Avellaneda. Siempre hay tanta gente que el día que Segatori le quiso sacar
unas fotos para armar su retrato solo pudo tomar su rostro; el puesto apenas se veía. Cada vez que vienen turistas o chicos de excursión del colegio
quieren sacarse una foto con Peña y con todos los vecinos que allí aparecen.
Pero Peña, Juani, Celeste y Gladis son solo algunos de los retratados.
Son muchas las historias que dan vida al barrio hoy y son tan únicas como
las de los personajes que Quinquela caracterizó en sus óleos. •
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RIACHUELO
NAVEGABLE
Fluir desde el pasado hasta el futuro
A mediados de 1920 las pocas mujeres que salían a remar al
Riachuelo lo hacían de vestido largo y capelina. Las hermanas Fumaroni
decidieron que ya era hora de cambiar: desde que sus padres y otras familias de la Boca fundaron el Club de Regatas Almirante Brown, en Isla
Maciel, las chicas fueron de las primeras argentinas en competir como
los hombres. Pero no solo entrenaban como ellos. Para asombro de los jóvenes remeros, cambiaron el vestido por los shorts. Como no había para
ellas, compraban los de hombre en la tienda Gath & Chaves.
••• • •••
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Todos los años, apenas empezaba septiembre el entrenador Higino Marinsales convocaba a sus remeros a mudarse al Nahuel Rowing Club, en
Tigre. Como su familia se había peleado con otros de los fundadores del
Almirante Brown, Alba Fumaroni vivía entre la zona norte del conurbano
bonaerense y la ciudad de Buenos Aires. A las cinco de la mañana, salía
a remar en el río oscuro, apenas iluminado por un farol que cargaban los
timoneles. Recién terminaba con el sol de las siete. Después se duchaba
y tomaba el tren para viajar a la Facultad de Medicina. Una foto de la camada de 1926 muestra a decenas de hombres de saco y corbata y a Alba, la
única mujer. Después de cursar volvía a Tigre con sus hermanos. La esperaban dos horas más de entrenamiento.
Alba ocupaba el lugar del stroker, quien marca el ritmo de la remada.
En las regatas, desde el bote de al lado, Higinio le gritaba:
—¡Ponga cabeza, Fumaroni!
Alba puso cabeza, tesón, disciplina. Llegaría a ser una de las mejores
remeras del país. Siete veces se consagró campeona en regatas argentinas.
En 1940 su foto apareció en todos los diarios locales. La revista El Gráfico
llegó a dedicarle una página entera para resaltar lo que entonces era excepcional: madre, remera y médica.
Hoy, cada uno de sus siete nietos atesora una de las medallas de oro
que ganó. Sus hijos, las de plata y otros reconocimientos. En 1942, Higinio
creó un premio con el nombre de Alba. Ella misma se lo entregó a Alberto
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Antiguo local del Buenos Aires Rowing Club en el Riachuelo.
Christiano Junior, ca.1875. Fotografía Witcomb. Fototeca
Benito Panunzi, Biblioteca Nacional
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Demiddi, múltiple campeón argentino, sudamericano y europeo, y medalla de plata en Munich 1972.
••• • •••
Las hermanas Fumaroni y también los tres hermanos varones aprendieron a nadar y remar en el Riachuelo de principios del siglo XX. Su
padre, Ciro César Fumaroni, era un inmigrante italiano que muy rápido aprendió el oficio de reparar barcos y montó su propio taller. Como
muchos de sus clientes eran barcos pesqueros japoneses, inmensos, le
era mucho más sencillo acercarse en bote a los buques anclados para
reparar lo que hiciera falta. Con ese mismo bote salía la familia entera
los fines de semana.
La cuna del remo es aún hoy motivo de discusión entre los remeros.
El primer club de regatas del país, el Buenos Aires Rowing Club, estaba
en sus orígenes a orillas del Riachuelo, en el límite entre La Boca y Barracas. Sin embargo, su primera regata fue en Tigre. En la ribera también
estaba el Club de Regatas la Marina. Pero la fiebre amarilla de fines del
siglo XIX azotó al sur; el gobierno obligó a desalojar la zona y, dicen, las
instalaciones de los clubes se usaron para atender a los enfermos. Así fue
como apenas pudieron los clubes se mudaron a Tigre y los vecinos de la
Boca empezaron a quedarse sin salida al río. El Club América, en el canal
del Dock Sud, duró poco. En pleno auge económico del Riachuelo el canal era demasiado productivo para dedicarlo a actividades deportivas o
recreativas. Era el sitio perfecto para un muelle. Uno de los frigoríficos
más grandes del mundo, el Anglo, se quedó con el lugar. Desde ahí exportaba la mejor carne de los campos argentinos a Inglaterra. Dicen que
durante la primera guerra mundial, en el Anglo trabajaban entre 8000 y
9000 personas por turno. Fue entonces cuando los vecinos de la zona se
encontraron de cara al río, pero sin lugar para los botes.
Los Fumaroni, los Fonda, los Ragno y otras familias de la Boca compraron un terreno en Isla Maciel, donde estaba el arroyo que da nombre al
barrio. Allí fundaron el Club de Regatas Almirante Brown. Era 1925.
El primer club de regatas del país, el Buenos Aires
Rowing Club, estaba en sus orígenes a orillas del
Riachuelo, en el límite entre La Boca y Barracas.
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Víctor Agapito Teodori se acuerda bien de aquella época. A los 9 años
su papá lo llevó a vivir a Isla Maciel y a los 13 años se hizo socio del club.
Entonces la cuota salía 15 pesos y él la pagaba con los 50 pesos que ganaba
como lechero del barrio. Era caro, mucho más que Independiente, donde
también jugaba, pero en el Almirante Brown se pasaba todo el día. Canchas
de fútbol, vóley, básquet y bochas, duchas con agua caliente, parque para
hacer asados, biblioteca y hasta un salón de baile. Los fines de semana sacaban los botes y remaban hasta puerto Piojo, el balneario del Riachuelo.
Como muchos de sus amigos, ahí conoció a la mujer con la que se casaría.
Sin embargo, a mediados de la década de 1970, el gobierno decidió entubar el arroyo Maciel, y el Almirante Brown se quedó seco. Fue su certificado de defunción. Uno a uno los socios renunciaron. En el predio del club
solo quedó el casero.
••• • •••
Hace seis años, a Víctor lo llamó uno de los viejos socios del Almirante
Brown. Del otro lado del teléfono una voz le explicaba que querían refundar el club. Él, que con sus 75 aún rema de tanto en tanto, pero lejos de ese
río que tiene solo a una cuadra de su casa de la Boca, pensó que era hora.
Hoy Víctor es el capitán del Almirante Brown y dice que no se quiere
morir sin volver a remar con el club. Por eso buscan un terreno con salida al río. Ellos organizaron la primera regata en años por el Riachuelo.
No tenían un centavo para hacerla y hubo que convocar a todo el mundo.
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El Ministerio de Defensa de la Nación puso la comida para los remeros,
los clubes que participaron mandaron la bandera argentina, el Instituto
Brown consiguió bustos del prócer como premio, Boca Juniors pagó cerca de 200 medallas y aportó un camión para el vestuario, el Gobierno de
la Ciudad puso la música, la Armada trajo una banda, Prefectura ayudó y
la Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo prestó un pontón con rampa
para bajar los botes. Más de 120 chicos y chicas de capital y provincia corrieron aquella competencia en el agua.
El último club de remo que quedaba en el Riachuelo era el Avellaneda, pero a partir de 2014 este deporte ya no se practica más allí. Los
remeros del Brown lo cuentan con tristeza. Todos quieren devolverle
al Riachuelo la posibilidad de ser, una vez más, una vía navegable. De a
poco lo están logrando.
••• • •••
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Desde hace 10 años, la Fundación por la Boca organiza una remada por
el Riachuelo con más de 300 remeros. Profesionales y amateurs navegan
por un río que pareció olvidado, un río que es posible recuperar. Margarita Ragno, hija de Alba Fumaroni, recuerda que en las primeras ediciones de la remada era muy difícil avanzar. Al remar se arrastraba un sinfín
de bolsas y desechos. Hoy eso es distinto. Desde el fallo de la Corte Suprema de Justicia que ordena la limpieza del Riachuelo, la preocupación
por la zona recobró impulso y hay un plan de saneamiento en marcha. El
río está mejor.
Cada vez que Margarita Ragno participa en las remadas se cuelga un
cartel con una foto de aquella nota que El Gráfico publicó sobre su madre. Ella dice que rema por el Riachuelo, pero también en homenaje a su
mamá Alba. •
ESCUELA GRANJA
La educación trasciende límites
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Obreros trabajando en la construcción del autódromo
de la ciudad de Buenos Aires. Enrique Herrera, 1951.
Archivo de la Subsecretaría de Informaciones de la
Presidencia de la Nación. Archivo General de la Nación
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Es difícil de imaginar, pero en el autódromo de la ciudad de
Buenos Aires hay una escuela granja. Algunas aulas están construidas
debajo de las gradas. Más allá, los autos vuelan a velocidades imposibles
para las calles exteriores. Otros, en manos de novatos sin registro, apenas
pueden arrancar sin asfixiar los motores. Mientras tanto, a metros de allí,
chicos y chicas de Villa Lugano y Riachuelo, y de Villa Albertina, Sarmiento y Avellaneda, en el conurbano, asisten al jardín y a la escuela primaria.
Allí estudian; allí también alimentan gallinas, vacas, caballos, cuidan una
huerta y crían animales.
Cuando José Ferdinando Francisco Soldati conoció el sur de Buenos
Aires a principios del siglo XX sintió nostalgia. Había ido para cazar pero
se encontró con unas tierras elevadas —las más altas de la ciudad incipiente— que le recordaron su tierra natal, Lugano, Suiza. Así nombró al
barrio que fundó. Solo que Villa Lugano no tardaría en distinguirse: muy
pronto comenzó a crecer, con sus saladeros y mataderos. Desde el otro
lado del Riachuelo, también de tierra adentro, llegaba el ganado. Grandes
industrias se radicaron allí: Lugano fue la cuna de la aviación en Argentina. Donde hoy se levanta el barrio General Savio —más conocido como
Lugano I y II— funcionó el primer aeródromo del país. Allí se formó Jorge
Newbery y se construyeron los primeros aviones nacionales.
Cientos de chicos del sur de la capital y de la provincia
de Buenos Aires estudiaban allí; dependían —dependen—
de la escuela pública para progresar.
Sin embargo, la zona conserva el recuerdo de su pasado rural. Miguel Ángel
Leonardi es kinesiólogo, pero esa profesión nunca le gustó tanto como la
de maestro. Aunque mantenía las guardias de sábados y domingos, durante
la semana se dedicaba a enseñar. Era 1980 cuando llegó a la escuela Jorge
Newbery de Villa Lugano como director. Por aquel entonces, una reforma
del sistema educativo había transferido las escuelas primarias nacionales
a las provincias, pero no había transferido los correspondientes recursos
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económicos. Las escuelas que se sumaron a la órbita de la Capital Federal
fueron muchas. Durante la transición la escuela Jorge Newbery quedó relegada. Cientos de chicos del sur de la capital y de la provincia estudiaban
allí; dependían —dependen— de la escuela pública para progresar. Cuando
Leonardi llegó a la escuela se dijo que no podía ser que faltaran vidrios, que
no hubiera luz, que una escuela estuviera en tal estado de abandono.
Parte de la reforma educativa conllevó también un rediseño curricular; si los maestros que no cuadraban en el nuevo currículo querían quedarse, debían tomar horas de clases que tenían poco que ver con sus áreas
de enseñanza. Por las nuevas exigencias Ángel las Heras, que enseñaba
apicultura, pronto se vio al frente de la clase de trabajo manual. Como cuidar abejas y tejer son actividades poco afines, no tardó en quejarse.
La escuela tenía siete hectáreas libres y el director Leonardi siempre
había sido un entusiasta del campo. Apicultor y director lo pensaron casi
al unísono: podían armar una granja en la ciudad. Nelly Burba, maestra de
jardinería por entonces también confinada a trabajos manuales, se sumó
enseguida y propuso una huerta.
A fuerza de donaciones hicieron la granja. Uno de los primeros animales en llegar fue un toro, Pehuén; luego consiguieron pájaros, patos, ovejas.
Un ganso de la escuela llegó a salir campeón en la exhibición que organiza
todos los años la Sociedad Rural en Palermo.
La importancia de una escuela va mucho
más allá de su contenido curricular.
De ahí la granja, el contacto con la naturaleza.
La primera vez que creció una frutilla nadie lo podía creer. Miguel Ángel recuerda como si fuera hoy la excitación candorosa de los chicos. La
misma que registra en ellos cuando nace un pollo o una cabra, o cuando
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los chicos se quedan por horas con los caballos. “Es la equinoterapia que
se usa ahora”, se ríe.
Leonardi piensa que las experiencias positivas que nos marcan de niños y de jóvenes nos hacen mejores personas. La importancia de una escuela va mucho más allá de su contenido curricular. De ahí la granja, el
contacto con la naturaleza.
Hace poco una chica se le acercó en un bar:
—Usted no se acuerda de mí. No sabe el disgusto que le di en Necochea.
Pero Leonardi recordó un viaje de egresados en el que la chica que ahora tenía frente a él saltó por la ventana del hotel que les habían conseguido
casi de prestado para sentarse en el alero de tejas al otro lado. Era la primera vez que veía el mar. Sentada, quieta, miraba. Adentro, el personal del
hotel, Leonardi y los maestros del contingente temblaban porque no sabían si el techo aguantaría. Trataban de convencer a la joven de que dejara
el techo y perdieron de vista al resto de los chicos, quienes sin poder refrenar el entusiasmo ni hacer tiempo a descalzarse, se metieron en el mar. •
Carrera inaugural en el autódromo de la ciudad de Buenos Aires.
Autor no identificado, 9 de marzo de 1952. Archivo General de la Nación
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BOMBEROS
La unión contra el fuego
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• Los bomberos
combaten el incendio
desatado en el buque
Perito Moreno en
Dock Sud. Daniel
Rodríguez, 1984
Colección del autor
Ningún vecino de Dock Sud que
haya visto el cielo rojo de la noche del 28 de junio de 1984 podrá
olvidarlo. En el destacamento del
barrio, los bomberos ordenaban y
decoraban el lugar. Eran cerca de
las ocho de la noche y darían una
fiesta. Entonces escucharon una
explosión y se cortó la luz, cuadra
a cuadra, hasta Avellaneda, hasta
Lanús. Los 10 días siguientes entrarían en la historia del barrio.
Dock Sud significa dársena sur.
Al igual que la Boca sus casas y conventillos son de chapa y madera,
pero sin colores estridentes. Buena
parte de la historia de los bomberos de la zona tiene un fundamento edilicio. El incendio en estas construcciones se vuelve un monstruo indómito
en solo un minuto. Pero lo que sucedió esa noche de junio fue excepcional:
el Perito Moreno, un barco petrolero de YPF con 8000 toneladas de crudo,
voló por los aires. Una y varias veces más a lo largo de los días. Con cada
nueva explosión, el petróleo se expandía sobre el agua del canal y era más
difícil combatirlo. Las llamas llegaban a los 60 metros de altura.
Lucía Segovia decidió que quería ser bombera a los 18 años. Fue la primera mujer en sumarse al cuartel. Todavía recuerda cuando el jefe llamó
a todos y dijo: “Hay una mujer en la institución, así que de acá en más se
acabaron las palabras groseras”. Como muchos de los que estuvieron en
el incendio del Perito Moreno, cuando se acercó al barco Lucía creyó que
estaba en el infierno. Pensó que podía morir. Cerca de 24 cuarteles más
corrieron al lugar. La sudestada que llegó dos o tres días después no hizo
más que agravar las cosas. El agua inundó el barco y más fuego salió a la
superficie, destrozando una autobomba. Muchas personas murieron durante esa noche eterna.
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Horacio Lalosevich es bombero desde los 16 años. Se inscribió cuando
dejó el remo. Fue parte del último equipo ganador del Almirante Brown, un
club histórico que estaba en Isla Maciel hasta que se fundió. Horacio tiene
fascinación por el fuego y sabe que hay que respetarlo, pero también comprenderlo, leer lo que dice. El día del incendio del Perito Moreno tenía los
pies enterrados en el barro del canal de Dock Sud cuando vio que el presidente Alfonsín se acercaba a expresar su apoyo y reconocimiento a los bomberos voluntarios en acción. Después de muchos años de dictadura cívico
militar, hacía muy poco tiempo que había democracia en el país. El gesto es
memoria viva para Horacio y sus compañeros. Memoria viva, y visual: en la
entrada del cuartel de Dock Sud todavía está la proa del Perito Moreno.
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El 20 de mayo de 1985 sonó la sirena del cuartel pero
los bomberos no salieron porque sabían que no había
ningún incendio: estaban de festejo. Habían pasado
a ser los bomberos voluntarios de Dock Sud.
El 20 de mayo los bomberos de Dock Sud festejan la emancipación.
No es que el calendario les adelante cinco días. Celebran el 20 de mayo de
1985. Si las invasiones inglesas, que cruzaron el Riachuelo para intentar
apoderarse de la ciudad, sirvieron para que los criollos tomaran consciencia de su autodeterminación, el incendio del Perito Moreno disparó en los
bomberos de Dock Sud la necesidad de autonomía. Se organizaron y juntaron firmas para dejar de ser un destacamento de Avellaneda. Eso significaba progreso, dice Horacio al recordar. El 20 de mayo de 1985 sonó la
sirena del cuartel pero los bomberos no salieron porque sabían que no había ningún incendio: estaban de festejo. Habían pasado a ser los bomberos
voluntarios de Dock Sud.
Con la independencia vino la responsabilidad de mantener y equipar el
destacamento. Después de aquel día, los bomberos se quedaron sin nada.
O casi. Todo lo que tenían tuvieron que devolverlo al cuartel de Avellaneda. Hasta los cascos. Solo les quedó una autobomba que no hacía mucho
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había donado al barrio la refinería Shell. Entonces salieron a la calle a buscar socios, vender rifas y hasta casquitos de bomberos en las esquinas para
juntar plata. Lucía dirá, un tanto en chiste y otro tanto en serio, que los
incendios de aquella época los apagaban a pulmón.
El equipo de la Boca cruza de orilla cada vez que
en Dock Sud hay un incendio demasiado grande.
Son barrios con arquitecturas similares,
de frentes de chapa y madera, y el mismo fuego,
que salta límites y no repara en jurisdicciones.
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Los bomberos combaten el incendio
desatado en el buque Perito Moreno
en Dock Sud. Daniel Rodríguez,
1984. Colección del autor
Como bomberos rebeldes, no eran muy bien vistos entre muchos de sus
pares de Avellaneda. Fueron los de la Boca, los primeros voluntarios del
país, quienes les prestaron otra autobomba y cada vez que había un incendio
les mandaban refuerzos, hasta que no fue más necesario. A partir de entonces, bomberos a uno y otro lado del Riachuelo trabajan juntos. El equipo de
la Boca cruza de orilla cada vez que en Dock Sud hay un incendio demasiado
grande. Son barrios con arquitecturas similares, de frentes de chapa y madera, y el mismo fuego, que salta límites y no repara en jurisdicciones.
Los bomberos de Dock Sud tienen hoy su propio cuartel y equipos. Muchos objetos llevan los nombres de otros bomberos que dedicaron su vida
a la institución. No quieren olvidar la historia que les tocó vivir. Quizá por
eso, cuando un vecino y amigo vio un reality show donde unos coleccionistas
iban en busca de autos y motos antiguos para reciclarlos, pensó que era una
buena idea llamar para anotarse en el programa. La vieja autobomba que
Shell les donó en los años ochenta estaba paralizada en un viejo galpón porque nunca había plata para arreglarla. Para entonces, era una autobomba de
colección. Un mes y medio después, otra vez la sirena sonaría para festejar.
El programa de televisión entregaba a los bomberos de Dock Sud un camión
a nuevo, listo para cuidar las calles de ese rincón de la ciudad. •
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El Riachuelo es de todos.
Indagar en su problemática
es apropiárselo; apropiárselo es quererlo;
quererlo es preocuparse por él:
por su recuperación y su reinserción positiva
en la vida metropolitana.
Se terminó de imprimir en diciembre de 2014 en Talleres Trama, ciudad de Buenos Aires,
sobre papel gestionado de manera sostenible, conforme a los estándares internacionales FSC©
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