Jesús Blanco-Echauri - Servicio de publicaciones de la ULL

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LA OBLIGACIÓN CONTRACTUAL
EN LA FILOSOFÍA POLÍTICA DE ESPINOSA
Jesus Blanco-Echauri
Aunque se ignora, con demasiada frecuencia, la aportación del iusnaturalismo
holandés a la teoría hobbesiana de la obligación política, sus fundamentos jurídicos
son bien conocidos. Me limitaré a recordar tan sólo el dictum latino que recoge la
segunda de las leyes naturales enunciadas en el capítulo II de la primera obra política
de Thomas Hobbes: Pactis standum esse, es decir, «hay que cumplir los pactos» o
mantener la fe dada1. La virtualidad de algunas expresiones, por breves que puedan
ser, reside en su capacidad para ponernos de inmediato sobre la pista de la problemática que a uno le interesa dilucidar, sin necesidad de relatar al lector lo que conoce
sobradamente. No me propongo, además, ocuparme de Hobbes, por muy alargada
que sea su sombra2. Mi propósito es bien distinto. Las páginas que siguen tienen por
objeto estudiar la difícil cuestión de la obligación contractual en la filosofía política
de Espinosa desde la singular perspectiva que proporciona el conocimiento del dispositivo jurídico articulado por el jurista holandés Hugo Grocio (parcialmente retrabajado
por Hobbes), que representa su interlocutor más directo.
I
Sobre la cuestión de la obligación contractual, la posición de Grocio no presenta
apenas dificultades: la segunda ley natural prescribe, taxativamente, la obligación de
mantener todas las promesas. Es lo que se denomina, tradicionalmente, «consensualismo integral»: todas las convenciones obligan, y esta obligación tiene por único fundamento el consentimiento de las partes3. Como se ha advertido, para la mayor parte
1
La edición más completa de la primera obra política de Hobbes es la siguiente: De Cive: The
Latin Version, a critical edition by Howard Warrender, Oxford, Clarendon Press, 1983 (The
Clarendon Edition of the Philosophical Works of Thomas Hobbes, vol. II). Para las referencias
a El ciudadano, reenviamos a la versión bilingüe de J. Rodríguez Feo, que recoge el texto de la
edición latina de Warrender (Madrid, C.S.I.C. & Editorial Debate, 1993).
2
Unicamente recordaré al lector algunos aspectos de su posición, con objeto de facilitarle la
comprensión de «la transición» conceptual de Grocio a Espinosa, pero sin consagrarle un tramo completo de la exposición.
3
Cf. Augé, G., «Le contrat et l’évolution du consensualisme chez Grotius», Archives de
philosophie du droit, XIII (1968), pp. 99-114.
Laguna, Revista de Filosofía, nº 7 (2000), pp. 111-133
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de los filósofos modernos «existe sobre todo un deber moral en mantener nuestras
promesas, en cumplir efectivamente lo que hemos consentido», de tal suerte que, en
las teorías del contrato social, representa «la fuente principal de la obligación»4. Contrariamente al Derecho romano, en donde el consentimiento nunca es suficiente para
generar una obligación (excepto en cuatro tipos de contratos, denominados precisamente «consensuales»), para Grocio todos los contratos —por principio— son consensuales.
La cuestión, por tanto, reside en determinar, exactamente, qué es una promesa. El
capítulo XI del libro segundo del De Iure Belli ac Pacis, consagrado enteramente a las
promesas, nos proporciona la respuesta5. En sus parágrafos II, III y IV, el jurista de
Delft distingue tres modos de testimoniar una resolución voluntaria, concerniente al
futuro, en favor de otro6, con respecto a las cosas que se encuentran en poder del
promitente7 o que puedan estarlo en algún tiempo8: 1. El primero consiste en declarar
el propósito de hacer, en un futuro, una determinada cosa. Pero una simple declaración de intención no compromete en nada a su autor, que puede revocarla si, con el
tanscurso del tiempo, modifica su opinión: una afirmación «desnuda» no comporta,
por sí sóla, ninguna obligación, porque no se trata todavía de una promesa9. 2. A esta
primera declaración, empero, puede sumarse una segunda pollicitatio, en virtud de la
cual el promitente reafirma su intención de perseverar en su propósito, ratificando la
resolución precedente. Esta nueva declaración, aunque no otorga derecho a otro, es de
obligado cumplimiento, porque la ley natural prohibe engañar al prójimo: pero se trata
de una obligación puramente moral, sin sanción humana posible10. 3. Para que la promesa sea perfecta, es decir, susceptible de crear una obligación jurídica, es necesario
que una tercera declaración se añada a las dos precedentes: aquella en virtud de la cual
4
Villey, M., «Métamorphoses de l’obligation», en Critique de la pensée juridique moderne
(douze autres essais), París, Dalloz, 1976, p. 210.
5
Nuestras referencias reenvían a la nueva reimpresión de la editio maior del texto de Grocio,
publicada en 1939 (Leiden, E.J. Brill), que contiene un valioso apéndice con nuevas anotaciones (pp. 921-1074). Remitímos, por consiguiente, a la siguiente edición: Hugo Grotius, De iure
belli ac pacis, libri tres, in quibus ius naturae et gentium item iuris publici praecipua explicantur,
ed. preparada por B.J.A. de Kanter - van Hettinga Tromp, con nuevas anotaciones de R. Feenstra
y C.E. Persenaire, Aalen, Scientia Verlag, 1993.
6
De Iure Belli ac Pacis, libro II, capítulo XI, apartado I, parágrafo 6. En abreviatura: IBP, II,
XI, I, 6.
7
IBP, II, XI, VIII, 1.
8
IBP, II, XI, VIII, 2. En este caso, obviamente, se trata de una promesa que tiene por condición
que la cosa se encuentre realmente en poder del promitente.
9
IBP, II, XI, II.
10
IBP, II, XI, III.
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el promitente confiere a otro, en favor del cual se ha comprometido voluntariamente
con anterioridad, el derecho de exigir el efecto de su palabra. Es éste, entonces, quien
posee el derecho subjetivo que le ha sido transmitido, de tal suerte que el Derecho
natural objetivo, «propiamente llamado»11, obliga al promitente, en el sentido estrictamente jurídico, a respetar el derecho de la otra parte contratante y, en consecuencia, a
cumplir (bajo la amenaza de la correspondiente sanción penal) su promesa12.
La justificación esgrimida por el jurista holandés es tan esclarecedora como representativa de su modo de pensar, porque aduce que la segunda ley natural no representa, en cierto modo, más que un caso particular de la primera, aquella que prescribe
la obligación de respetar el bien ajeno: si la voluntad (suficientemente manifestada)
del titular es la única condición requerida —apunta Grocio— para que la propiedad de
una cosa pueda ser transferida a otra persona, ¿por qué no se podría, igualmente,
transferir a otro el derecho, bien de exigir que —en adelante— se le transfiera la
propiedad de una cosa (que, con todo, es un derecho menor que el propio dominium),
bien de exigir que —en un futuro— se haga algo en su favor (puesto que poseemos el
mismo derecho sobre nuestras acciones que sobre nuestros bienes)?13. La lógica que
preside la argumentación grociana es muy clara: de un modo general, quien posee una
cosa en plena propiedad, puede alienarla; pero, una vez alienada, ya no la posee, sino
que pertenece a otra persona, de tal suerte que la primera ley natural (que tiene por
objeto la tutela del dominium y de la potestas) prescribe a su antiguo titular respetar el
nuevo derecho de propiedad14. Y, como ya sabemos, para que la alienación sea válida,
únicamente se requiere que el propietario de la cosa haya querido verdaderamente dar
aquello que poseía, expresando claramente su voluntad15.
Sin embargo, una promesa perfecta, cuyo efecto —argumenta Grocio— es parecido al de la enajenación de la propiedad, conduce a la alienación, bien de alguna cosa,
bien de una parte de nuestra libertad: a lo primero pertenecen las promesas de dar
11
El Derecho natural objetivo, «propiamente llamado», se expresa —según Grocio— en tres
leyes naturales, que prescriben, respectivamente, respetar el bien ajeno (es decir, la propiedad
y el poder), cumplir las promesas y reparar los daños causados culpablemente (IBP, Proleg., n.
8). La segunda de estas reglas de acción obligatoria, que impone mantener las promesas, es la
que aquí nos interesa examinar. Para un análisis exhaustivo de la teoría de los derechos naturales en Huigh de Groot, cf. J. Blanco-Echauri, «Un iusnaturalismo irónicamente perverso (Genealogía e historia de una metamorfósis: I. Ius sive facultas)», en J. Blanco-Echauri (ed.),
Espinosa: Ética e Política, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela,
1999, pp. 315-351.
12
IBP, II, XI, IV, 1.
13
IBP, II, XI, I, 3.
14
IBP, II, VI, I, 1.
15
IBP, II, VI, I, 1; II, VI, I, 2.
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(promissa dandi); a lo segundo, las de hacer (promissa faciendi)16. ¿Qué es, entonces,
una promesa perfecta? Si se trata de la promesa de dar alguna cosa, es una alienación
diferida de propiedad. De ahí que esté sometida a las mismas reglas que gobiernan la
enajenación del derecho de propiedad en general. Y, si se trata de la promesa de hacer
alguna cosa, es una alienación parcial de libertad. Pero, ¿qué es lo que esto significa?
Resulta sencillo comprenderlo. En origen, es decir, naturalmente, los hombres son
propietarios absolutos de la dirección de sus propias acciones17: son, por retomar una
expresión clásica, procedente del Derecho romano (asignándole —es verdad— una
significación completamente distinta a la que, en rigor, le atribuyen los romanistas18),
personas sui iuris. Pero, como la propiedad de este derecho es plena y, por consiguiente, alienable, están facultados para conferir a otro el poder de gobernarse a sí mismos,
del que disponen con anterioridad a toda convención humana; en este caso, quien
voluntariamente abandona su derecho en favor de un tercero, pierde su libertad y, en
consecuencia, está obligado a obedecer a su dominus (que adquiere, de este modo, la
condición de propietario del derecho de gobernar sus acciones): pasa a ser, empleando
de nuevo una fórmula procedente de la tradición jurídica romana, una persona alieni
iuris19. Este derecho —a imágen y semejanza del dominium— puede ser transferido,
16
IBP, II, XI, IV, 1.
Por naturaleza los hombres son propietarios de su persona en un doble concepto: de sus
acciones, porque son naturalmente libres, y de su propio cuerpo (vida e integridad corporal).
Pero mientras el derecho de propiedad de la dirección de sus propias acciones es pleno y, por
consiguiente, alienable, el derecho de propiedad de su persona física no es pleno y, por consiguiente, resulta manifiestamente inalienable (en rigor, aunque Grocio no lo dice jamás explícitamente, los hombres sólo son usufructuarios de su propio cuerpo, porque no puede privarse a
Dios de sus facultades...«sobre-naturales»: se ignora, con demasiada frecuencia, que una parte
importante de la obra del jurista holandés está consagrada a cuestiones de teología). Sobre la
genealogía y constitución de los derechos naturales en Grocio, véase el artículo anteriormente
citado de J. Blanco-Echauri.
18
Es bien conocido que, en el Derecho romano clásico, las personas sui iuris debían reunir una
triple condición: ser ciudadanos de Roma, hombres libres y padres de familia.
19
Aunque hemos respetado escrupulosamente en este estudio el léxico latino de Grocio, las
expresiones sui iuris y alieni iuris son nuestras. Ciertamente, el autor no hace uso propiamente
de ellas, pero se corresponden con la interpretación que aquí hacemos del dispositivo que
articula para dar cuenta del origen de toda obligación contractual que pueda ser desplegada en
el ámbito de las relaciones interhumanas de carácter privado o, si se prefiere, en la esfera de las
relaciones jurídicas civiles (aunque no sólo en ellas, porque puede extenderse también a la
constitución convencional de la soberanía, por más que no contituya el propósito de su trabajo:
sí, por supuesto, del de Hobbes). Existe, además, un segundo «orden de razones»: la pareja
conceptual sui iuris/alterius iuris la esgrime Espinosa, como veremos, en el Tractatus politicus
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como el de cualquier cosa, según las modalidades más diversas, porque el abanico de
posibilidades es extremadamente amplio: no en vano comprende, desde la condición
de «siervo-esclavo»20 o servitus perfecta, si la libertad ha sido alienada completamente y sin reservas de ninguna clase21, hasta la «servidumbre» en su sentido más amplio,
cuando el derecho ha sido transferido «bajo ciertas condiciones», «para ciertas cosas», «durante un tiempo», ...22.
Sin embargo, la promesa de hacer algo es, simplemente, la forma más limitada de
alienación de la libertad, en la medida en que el promitente confiere a otro el derecho
de prescribirle, no todo lo que quiera, indiscriminadamente y sin restricción alguna
(ni siquiera todo lo que quiera, en el interior de ciertos límites), sino una sola acción
perfectamente determinada en cuanto a su contenido. De ahí que la segunda ley natural oblige jurídicamente al promitente a mantener su promesa y, en consecuencia, a
respetar un derecho que ya no es de su propiedad, sino que pertenece ahora a un nuevo
titular, en favor del cual lo ha abandonado voluntariamente.
para pulverizar internamente las categorías jurídico-políticas concebidas por Grocio, que Hobbes
retrabajará por su parte en el Leviathan.
20
Traducimos este tipo de «siervo perfecto» como «esclavo-siervo» y no simplemente como
«esclavo», porque la servidumbre perfecta constituye —sin duda— el resultado de una relación jurídica contractual, que establece obligaciones recíprocas entre el señor y su siervo «perfecto», quien le ha transferido íntegramente y sin reservas todo su poder (potestas), es decir, la
propiedad de gobernar todas y cada de sus acciones, sin excepciones. Este «esclavo-siervo» no
se trata de un «simple» esclavo: la relación de esclavitud, en rigor, es una relación de dominación puramente física que no constituye en ningún caso el resultado de una relación jurídica
entre las partes (aunque pueda llegar a instituirse con posterioridad), ni produce por consiguiente ninguna obligación contractual. Pero tampoco se trata de un «siervo» tout court, porque el «siervo imperfecto» se encuentra voluntariamente reducido a una condición de servidumbre como resultado de la transferencia fragmentaria y/o parcial de alguna o algunas de las
acciones que son de su propiedad.
21
Quien dispone de un derecho de propiedad sobre todas y cada una de las acciones del siervoesclavo, no posee sin embargo derecho alguno sobre la propiedad de su persona física (IBP, II,
V, XXVIII), puesto que —según el Derecho natural— son dos cosas completamente diferentes.
El siervo-esclavo aliena íntegramente su libertad, pero no la disposición de su cuerpo (que es
inalienable): si su vida o integridad corporal es amenazada, está facultado para emprender la
fuga, porque está en su derecho (IBP, II, V, XXIX, 2).
22
IBP, II, V, XXX. Para un estudio específico sobre esta problemática de la servidumbre contractual, riquísima durante todo el siglo XVII y agudamente cuestionada por J.J. Rousseau en
su Contrat Social, cf. J. Blanco-Echauri, «Esse alieni iuris. Génese e constituição do discurso
da servidão na filosofia política moderna», Philosophica, Revista del Centro de Filosofía de la
Universidad de Lisboa (en prensa).
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Voluntariamente, sí. Esa es la única condición requerida: que el promitente haya
querido verdaderamente dárselo, manifestándo externamente su voluntad, de palabra
o por escrito23. Lo que implica, en particular, que el promitente no haya sido maliciosamente engañado sobre algún elemento de hecho (siempre que no se trate de alguna
circunstancia de dominio público, que nadie debería ignorar), cuyo conocimiento le
habría disuadido de contraer el compromiso adquirido; porque, si se ha comprometido como resultado de una maniobra fraudulenta de la otra parte contratante (que,
como contraprestación, p.e., le ha prometido algo que sabía, con toda certeza, que no
se encontraría en condiciones de realizar), la promesa es nula a todos los efectos,
porque el consentimiento del promitente, víctima de un dolo, estaba subordinado a
una condición que no podía ser satisfecha24. Si el promitente ya había cumplido con su
parte, con anterioridad al descubrimiento del engaño, el defraudador, por supuesto,
debe restituir a su legítimo propietario aquello que injustamente le ha sustraído; pero,
además, está obligado, por la tercera ley natural, a la correspondiente reparación de
daños, como consecuencia de su conducta dolosa. Cuando el dolo, por el contrario, no
ha sido verdaderamente la causa determinante del compromiso, porque éste habría
sido igualmente adquirido por el promitente, aunque en condiciones —de haber conocido la verdad— más ventajosas para él, la promesa es válida y, en consecuencia, la
segunda ley natural le obliga a cumplirla, aunque posee el derecho de exigir al defraudador la correspondiente indemnización por los daños que, con su actitud, le haya
ocasionado25. Inversamente, cuando no es el dolo, sino un simple error del promitente,
la causa determinante del compromiso adquirido, la promesa es nula a todos los efectos, pero la otra parte no está obligada a reparar un daño del que —a todas luces— no
es responsable26; con todo, si el promitente ha cumplido lo convenido, antes de descubrir su error, debe ser compensado por el otro contratante, sin que represente una
merma para sus propios derechos. Por último, cuando el error existe, pero no es la
causa determinante del compromiso, la promesa es válida, porque «no falta el verdadero consentimiento»27. En relación con las condiciones de validez de las promesas, la
conclusión, por consiguiente, es muy clara: una promesa es jurídicamente válida si, y
sólo si, descansa en el consentimiento de las partes; e, inversamente, es nula, de pleno
derecho, cuando el dolo o el error minan la voluntad de alguna de las partes. Una
doble conclusión, finalmente, se impone: del mismo modo que la voluntad es condición necesaria y suficiente de toda transferencia de derecho, la transferencia voluntaria de derecho es condición necesaria y suficiente de toda obligación contractual.
23
IBP, II, XI, XI.
IBP, II, XI, VI, 2.
25
IBP, II, XI, VI, 3.
26
IBP, II, XI, VI, 2.
27
IBP, II, XI, VI, 3.
24
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Esta problemática, retrabajada parcialmente, es asumida íntegramente por
Hobbes28: también para él un contrato es una transferencia mutua de derechos. Las
únicas reservas que realiza se refieren, en rigor, a la realización efectiva de la condición de validez de la convención definida por Grocio. Por un lado, todo compromiso
que ponga nuestra existencia en peligro es nulo: se trata de un error (recuérdese que
también para Hobbes, como para Grocio, el derecho de propiedad de la persona física
es inalienable). Por otra parte, cuando abandonamos un derecho, es siempre necesariamente para recibir una contraprestación; si, por consiguiente, tenemos razones para
pensar que la otra parte no tiene la intención de cumplir su promesa, el compromiso es
nulo; sin embargo, éste es casi siempre el caso en el estado de naturaleza. Pero, incluso en el estado de guerra de todos contra todos (en que consiste, por definición, el
espacio del conflicto), si la otra parte cumpliese con lo pactado, estaríamos absolutamente obligados por el compromiso adquirido. Por ejemplo, si prometemos a un ladrón —que nos amenaza de muerte— algo para salvarnos, y nos deja efectivamente
en libertad, estamos obligados a respetar nuestra palabra, aunque nos pudiéramos encontrar en condiciones de no observar lo pactado29. Nada nos impide, según Hobbes,
remitir la dirección de nuestras acciones a quien nos garantice la disposición de nuestro cuerpo. De ahí que, en el estado de naturaleza, cuando un hombre es completamente dueño de la vida de otro (cuando lo ha vencido, por ejemplo) y no ejerce el
derecho que posee de darle muerte, puede someterlo de dos modos muy diferentes. O
bien hace de él su esclavo (slave en el texto inglés30, sin equivalente en el texto latino31), encadenándolo o encarcelándole: pero no se trata, propiamente, de una relación
jurídica, porque el esclavo, como el del Ius gentium de Grocio, permanece en guerra
contra su amo, sin obligación alguna para con él, estando facultado para emprender la
28
Cf. Leviathan, cap. 14 y ss. Con relación a esta obra, hacemos uso de la bien conocida
edición de Molesworth; a saber: The English Works of Thomas Hobbes of Malmesbury, now
first collected and edited by Sir William Molesworth. London, John Bohn, 1839-1845. 2nd
reprint Aalen, Scientia Verlag, 1961-1966, 11 vols. (= EW). Thomae Hobbes Malmesburiensis
Opera Philosophica quae Latine scripsit omnia in unum corpus nunc primum collecta studio et
labore Gulielmi Molesworth. Londini, Apud Joannem Bohn, 1839-1845. 2nd reprint Aalen,
Scientia Verlag, 1961-1966, 5 vols. (= OL). Aquí reenviamos preferentemente a OL para las
referencias al texto latino del Leviathan, consignando las páginas correspondientes de la trad.
cast. de C. Mellizo, que sólo atiende a la versión inglesa (Madrid, Alianza Editorial, 1989).
29
Este ejemplo aparece reiteradamente en las obras de Hobbes (El ciudadano, cap. II, 16, pp.
27-28). Para el Leviathan, cf. OL, III, I, 14; CM, pp. 117-118. Que para Hobbes los pactos
suscritos con miedo sean válidos en el estado de naturaleza se comprende muy bien: ¿cómo, en
caso contrario, podría fundamentar su teoría de la obligación jurídico-política?
30
EW, II, II, 20; CM, pp. 165-172.
31
OL, III, II, 20; CM, pp. 165-172.
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fuga en tanto que pueda hacerlo32. O bien el vencedor otorga la libertad corporal al
vencido y hace de él su siervo (servant en inglés, pero servus en latín33), imponiéndole
una convención: negocia, contra la alienación total de la libertad jurídica del desgraciado, el derecho que disponía de darle muerte o de dejarlo morir. Con todo, el amo,
dejando con vida a su víctima y liberándola de sus cadenas, no se ha comprometido
verdaderamente a nada: conserva todos los derechos que poseía anteriormente, incluido el de matar o encadenar a su siervo más tarde; pero éste, entonces, podrá resistírsele,
porque estará facultado para ello. Y el derecho del amo se extiende en teoría sobre
todos los descendientes del siervo34, porque los niños están sometidos por un cuasicontrato, desde su nacimiento, a la autoridad absoluta de los padres, que se ocupan de
su alimentación y sustento35. Convención plenamente legítima, en la medida en que
no existe nada más voluntario que una decisión motivada por el miedo a la muerte, un
miedo —por lo demás— que no es injusto porque nada puede serlo en el estado de
naturaleza. Que tales sean las cláusulas del contrato es lo que se deduce de la naturaleza humana: cualquiera que se encuentre en peligro de muerte quiere necesariamente
escapar de él, a no importa qué precio, y cualquiera que se encuentre en posición de
fuerza, quiere obtener el máximo provecho de ella, »...pues siendo la conservación de
la vida —escribe Hobbes— el fin que un hombre busca cuando se somete a otro, todo
hombre debe prometer obediencia a aquél en cuyo poder está salvarlo o destruirlo»36.
II
A partir de aquí puede comprenderse en detalle la argumentación de Espinosa en
sus dos tratados políticos37. En el Tractatus Theologico-politicus (TTP), todo convenio
32
OL, III, II, 20; CM, pp. 165-172.
Mientras en latín la palabra servus designa tanto al «esclavo» como al «siervo» (por eso, en el
caso de Grocio, preferímos referírnos al «esclavo-siervo» —no simplemente al «esclavo»— para
mentar al «siervo perfecto», que constituye siempre el resultado de una relación jurídica entre
las partes, a diferencia del estado de esclavitud, en el que no existe ningún compromiso entre el
esclavo y su amo), la lengua inglesa permite a Hobbes emplear servant y slave para designar,
respectivamente, al «siervo» (con independencia de su grado de «perfección», para expresarlo
en la terminología del jurista holandés) y al «esclavo».
34
OL, II, II, 20; CM, pp. 165-172.
35
OL, III, II, 20; CM, pp. 165-172.
36
«Servati enim semper dominus est servator; quia finis, propter quem alteri alteris se subjiciunt,
conservatio est» (OL, III, II, 20; CM, 167).
37
Para las referencias a los textos de Espinosa manejamos el código generalizado a partir de su
uso en Studia Spinozana. Cuando resulta preciso (como sucede, en general, con las obras políticas y, en particular, con el TTP), indicamos también el volúmen, las páginas y las líneas de la
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requiere ser concluido bajo ciertas condiciones, cuyo concurso resulta imprescindible
para garantizar su eficacia y, en consecuencia, la producción de los efectos jurídicos
que está destinado a satisfacer: ¿de qué modo debe ser estipulado este pacto para que
sea válido y duradero?38. Esta es la cuestión a la que Espinosa presta en adelante una
mayor atención: las condiciones susceptibles de asegurar su cumplimiento efectivo. Y,
en la medida en que todo convenio descansa, necesariamente, sobre una promesa, se
comprende que el análisis de las condiciones de validez del pacto se traduzca, necesariamente, en una discusión a fondo sobre la problemática de la obligación contractual
que, organizada y puesta a punto por Grocio, Hobbes había asumido y retrabajado
parcialmente. De ahí que Espinosa, siguiendo muy de cerca las articulaciones de este
dispositivo teórico, se proponga esclarecer la singularidad de su posición —en este
tema— con relación a sus ilustres contemporáneos, de los que se distancia radicalmente: haciendo uso del lenguaje jurídico-político de su tiempo, acomete la tarea de
determinar hasta qué punto están verdaderamente obligados los contratantes por sus
promesas, a fin de que pueda comprenderse, con posterioridad, su conclusión general
sobre las condiciones de validez del pacto social formulado en el TTP. La cuestión, en
suma, que le interesa dilucidar es la siguiente: ¿en qué condiciones están obligados los
promitentes a mantener su palabra y, por consiguiente, a observar los pactos? Y su
argumentación —como se ha advertido39— comporta dos tiempos.
2.1.
En un primer tiempo, reduce las promesas perfectas de Grocio a una simple declaración de intención, en la que no existe ninguna obligación. ¿Por qué? Porque existe una ley universal de la naturaleza humana, que no deja margen alguno de indeterminación, en virtud de la cual nadie desdeña lo que considera bueno, si no es por la
esperanza de un bien mayor o por el miedo de un mal mayor, ni —recíproca e
inversamente— acepta mal alguno, si no es para evitar un mal mayor o por la esperanza de un bien mayor40. Esto es: si, única y exclusivamente, en la esperanza de un bien
mayor o por el miedo a un mayor daño, se renuncia a algo que se juzga bueno; del
edición de Carl Gebhardt. Reenviamos, por consiguiente, a Spinoza. Opera. Im Auftrag der
Heidelberger Akademie der Wissenschaften herausgegeben von Carl Gebhardt. Heidelberg,
Carl Winters, 1972 (Unveränderter Nachdruck der Ausgabe von 1925), IV vols. Opera V.
Supplementa, Heidelberg, Carl Winters, 1987. Con respecto a las traducciones, citamos siempre las de Atilano Domínguez, publicadas por Alianza Editorial.
38
Tractatus Theologico-politicus, capítulo XVI; Spinoza. Opera, tomo 3º, p. 191, líneas 33-34;
trad. A. Domínguez, pág. 335. En abreviatura: TTP 16; SO 3, p. 191, l. 33-34; AD, p. 335.
39
Matheron, A., «Spinoza et la problematique juridique de Grotius», en Anthropologie et politique
au XVIIe siècle (Etudes sur Spinoza), París, J. Vrin, 1986, pp. 81-101.
40
TTP 16; SO 3, p. 191-192, l. 34-2; AD, p. 335.
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mismo modo, sólamente por el miedo a un mal todavía peor o en la esperanza de un
bien mayor, se tolera aquello que se juzga malo. Lo que quiere decir —en suma— que
cada individuo elegirá, entre dos bienes, el que considera mayor y, entre dos males, el
que le parece menor41. No obstante, no se trata de que las cosas sean necesariamente
como cada uno las juzga: lo que aquí importa —enfatiza expresamente Espinosa— es
la percepción de quien, en la observancia de esta ley universal, de inexcusable cumplimiento, toma la decisión correspondiente, con independencia de que el juicio sobre el
bien o el mal que cada uno considere para sí, respectivamente, como mayor o menor,
sea más o menos exitoso, correspondiéndose o no con la realidad de las cosas42. De
esta ley, tan fírmemente inscrita en la naturaleza humana, «que hay que situarla entre
las verdades eternas, que nadie puede ignorar» («ut inter aeternas veritates sit ponenda,
quas nemo ignorare potest»)43, se siguen, inexorablemente, dos importantes consecuencias, directamente relacionadas con la controvertida cuestión de la obligación que las
promesas comportan, que permiten a Espinosa combatir simultáneamente a Grocio y
Hobbes, refutando —en un doble aspecto— sus posiciones: la de ambos, en relación
con la ineludible obligación de mantener la palabra empeñada y observar los pactos; la
del primero, en lo que se refiere a los derechos que asisten al promitente cuando ha
cometido un error o ha sido víctima de un dolo. «Ahora bien, de esta ley —escribe
Espinosa— se sigue necesariamente que nadie prometerá sin dolo ceder el derecho
que tiene a todo, y que nadie en absoluto será fiel a sus promesas, sino por el miedo a
un mal mayor o por la esperanza de un bien mayor»44.
Primera consecuencia de la ley natural: nadie prometerá, más que dolosamente,
renunciar al derecho que posee sobre todas las cosas (C1); segunda consecuencia de la
ley natural: nadie cumplirá sus promesas, excepto por el miedo a un mal mayor o por
la esperanza de un bien mayor (C2). A primera vista, este pasaje puede presentar,
ciertamente, algunas dificultades, pero no existe la menor duda de la significación
conferida a estas dos consecuencias de la ley natural anteriormente enunciada. En
primer lugar, el enunciado «nadie prometerá sin dolo ceder el derecho que tiene a
todo» (neminem absque dolo promissurum, se jure, quod in omnia habet, cessurum),
quiere decir, precisamente, que no es posible prometer, si no con dolo, el abandono
del derecho que se tiene a todo. En otras palabras: nadie prometerá, más que
dolosamente, renunciar al derecho que posee sobre todas las cosas (C1). La ley natural nos determina, necesariamente, a no renunciar a una cosa, que estimamos buena
para nosotros, excepto por el miedo de un mal mayor o por la esperanza de un bien
41
TTP 16; SO 3, p. 192, l. 2-4; AD, p. 335.
«Digo expresamente: aquello que le parece mayor o menor al que elige, no que las cosas sean
necesariamente tal como él las juzga» (TTP 16; SO 3, p. 192, l. 4-5; AD, p. 335).
43
TTP 16; SO 3, p. 192, l. 7-6; AD, pp. 335-336.
44
TTP 16; SO 3, p. 192, l. 7-10; AD, p. 336.
42
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mayor; por tanto, como consecuencia de esta determinación, en virtud de la cual nadie
abandonará su derecho, salvo por el miedo o por la esperanza, nadie prometerá, más
que dolosamente, renunciar al derecho que posee sobre todas las cosas.
No obstante, su adecuada comprensión parece haber requerido una determinación más precisa de la significación conceptual asignada en este contexto al lexema
dolus, porque de otro modo no podría explicarse la incorporación, con posterioridad a
la publicación del TTP, de un nuevo texto complementario en la nota marginal 32: «En
el Estado civil, donde un derecho común determina lo que es bueno y lo que es malo,
es correcto dividir el dolo en bueno y malo. Pero en el estado natural, donde cada uno
es su propio juez y tiene el derecho supremo de prescribirse leyes a sí mismo e interpretarlas, e incluso de abrogarlas, según lo condere más útil, no cabe siquiera concebir
que alguien obre con malas artes»45. Esto es: la distinción entre un dolus bonus y un
dolus malus es propia, única y exclusivamente, del estado civil, donde el derecho
común determina lo que es bueno y lo que es malo, es decir, aquello que es lícito,
porque está permitido, y aquello que no lo es, porque no está autorizado. Pero esta
distinción conceptual no puede ser establecida en el contexto relacional característico
del estado de naturaleza, que constituye la hipótesis de partida de TTP 16, en cuyo
primer párrafo advierte explícitamente Espinosa que, por necesidades del análisis, el
estudio de los Fundamenta Respublicae se realizará abstracción hecha de las instituciones políticas cuya génesis precisamente se trata de explicar, esto es, como si el
Estado y la religión no existésen46. De ahí que, en el estado natural, en el que resulta
absoluta y estrictamente ininteligible el concepto mismo de «dolo malo», no sea ni tan
siquiera posible pensar que los individuos actúen con malas artes.
Parece necesario abrir aquí un breve paréntesis para clarificar esta cuestión de
técnica jurídica. Pues, en efecto, la distinción entre ambas clases de dolo («malo» y
«bueno»), tomada en préstamo del Derecho romano, e introducida en la Adn 32 con
objeto de clarificar de un modo preciso la verdadera significación conceptual del
lexema dolus en el pasaje que estamos examinando, requiere una explicación complementaria. Una de las acepciones que, sobre el dolo, proporciona la R.A.E. nos pone
sobre la pista: «En los actos jurídicos, voluntad maliciosa de engañar a otro o de
incumplir la obligación contraída»47. En el Derecho romano, el dolo es concebido, en
términos generales, como el engaño, el fraude, o la simulación maliciosa de una parte
que, induciendo a la otra a consentir, implica la infracción voluntaria y deliberada de
la obligación contractual. Considerado, junto a «la intimidación» (metus), como uno
de los delitos pretorios fundamentales, es incorporado a partir del período tardo-republicano al sistema de acciones penales que sancionan las conductas ilícitas que lesio-
45
TTP 16, Adn 32; SO 3, p. 263, l. 11-17; AD, p. 336.
TTP 16; SO 3, p. 189, l. 8-11; AD, p. 331.
47
Diccionario de la lengua española, Madrid, Real Academia Española, 199221, p. 545.
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nan un interés privado, de carácter patrimonial o personal. No obstante, la actio de
dolo, es decir, la acción penal que perseguía el valor del perjuicio sufrido por quien
había sido víctima de engaño o fraude, experimentó, con el transcurso del tiempo, una
significativa extensión de su campo de aplicación, como consecuencia de la progresiva ampliación (no exenta de una cierta imprecisión en sus límites) del propio concepto
de dolo. Esta temática, relacionada con la significación extensiva del dolus, que caracteriza su evolución conceptual en el Derecho romano, puede rastrearse magníficamente en el Digesta48, la gran antología justinianea de los escritos jurisprudenciales
romanos49, que consagra por entero el título III del libro IV al dolus malus50. La jurisprudencia tardo-republicana operaba, en efecto, con una concepción muy restringida
de dolo, en virtud del criterio establecido por Aquilio Galo, creador de la acción, y
Servio Sulpicio Rufo, quienes limitaban el concepto de dolo a los supuestos en los
que había mediado simulación. Servio definía el dolo —el dolo malo— como «cierta
maquinación para engañar a otro, de simular una cosa y hacer otra»51. La jurisprudencia del Principado, en cambio, sigue la concepción más abierta de Labeón, para quien
el dolo comprende, no sólo la simulación, sino que alcanza también a cualquier perjuicio causado voluntaria y deliberadamente a otro mediante malicia, engaño, o maquinación. Labeón, cuya formulación —según los compiladores— «es la cierta»52,
definía el dolus malus como «toda malicia, engaño o maquinación para valerse de la
ignorancia de otro, engañarle o defraudarle»53. En cualquier caso, la adjetivación del
dolo como «malo» se realiza para diferenciarlo del dolus bonus, irrelevante desde una
perspectiva técnico-jurídica, porque se trata de una simple astucia o picardía permitida por el uso (utilizada contra los enemigos o bandoleros), pero también tolerada en la
48
Manejamos la versión castellana del Digesta (realizada a partir de la edición crítica de T.
Mommsen, revisada por P. Krüger; Berlín, Weidmann, 195416), a la que reenvían nuestras notas: El Digesto de Justiniano, trad. cast. de A. D’Ors, F. Hernández-Tejero, P. Fuenteseca, M.
García Garrido y J. Burillo; 3 tomos, Pamplona, Editorial Aranzadi, 1968. En nuestras referencias respetamos la estructura del texto, compuesto de libros, títulos, capítulos y párrafos, enumerando a continuación, entre paréntesis, el tomo y la página de la traducción española, en la
que se encuentran los fragmentos citados.
49
Sobre la gran compilación jurídica del emperador Justiniano (el Corpus Iuris Civilis), compuesta por un Código de leyes (Codex), una gigantesca antología de iura (Digesta) y un manual
institucional (Institutiones), realizados entre los años 528 y 534, cf. Paricio, J., Historia y fuentes del Derecho romano, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 19922 (1ª ed.,
1988), pp. 199-217.
50
Cf. Digesta, 4, 3, 1-40 (trad. cast., tomo 1, pp. 184-191).
51
Digesta, 4, 3, 1, 2 (trad. cast., tomo 1, p. 184).
52
Digesta, 4, 3, 1, 2 (trad. cast., tomo 1, p. 184).
53
Digesta, 4, 3, 1, 2 (trad. cast., tomo 1, p. 184).
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práctica comercial como forma normal de exaltación de las cualidades de las cosas.
En este sentido, en la célebre compilación justinianea puede leerse: «Pero no se contentó el pretor con decir dolo sino que añadió malo porque los antiguos mencionaban
también dolo bueno, y daban este nombre a la astucia, sobre todo cuando alguien
maquinaba algo contra el enemigo o contra un ladrón»54. En el Derecho romano, con
independencia de su evolución conceptual, el dolo —en suma— fue siempre concebido como un dolus malus, distinguiéndose desde antiguo del dolus bonus, que excedía
los límites del sentido técnico-jurídico atribuído a dicho concepto55. Volvamos ahora,
tras esta pequeña cala en el Derecho romano, a Espinosa.
Una vez examinada la importante distinción conceptual que introduce la nota
marginal 32, estámos en condiciones de reinterpretar, en sus justos términos, la consecuencia C1: nadie prometerá, más que dolosamente, renunciar al derecho que posee
sobre todas las cosas. Esto es: si hacemos una promesa, previendo, en el momento
incluso en que la realizamos, que no tendrémos ningún interés en respetarla, cometemos necesariamente un dolo, porque sabemos, desde el principio, que la misma ley
natural que nos determina a formular la promesa, nos impedirá a fortiori mantenerla.
Pero, por eso mismo, el dolo en cuestión ya no puede, en rigor, ser calificado como
tal; o, si se prefiere, se trata (como advierte Espinosa en la Adn 32) de lo que el
Derecho romano calificaba de dolus bonus, no de dolus malus: astucia normal y perfectamente lícita, que todo el mundo debe esperar y que no puede, en consecuencia,
ser asimilada a una maniobra fraudulenta. Pero, ¿por qué no puede ser identificada
como una estrategia de esta naturaleza? Porque nuestro copromitente también se encuentra determinado por esta lex humanae naturae universalis: sabiendo perfectamente que intentaremos engañarle, no debería ser engañado. Es de dominio público
—podríamos decir— que, en estos casos, la ley natural, quas nemo ignorare potest, no
sólamente no prohibe el dolo, sino que —contrariamente— lo prescribe. Y, para que
se comprenda mejor su posición, Espinosa retoma aquí, en clara réplica a Hobbes
(porque no puede considerarse, en modo alguno, algo puramente fortuito), el problema del ladrón, confiriéndole una solución exactamente inversa a la del filósofo inglés56. Mientras que, para Hobbes, la promesa era jurídicamente válida desde el mo-
54
Digesta, 4, 3, 1, 3 (trad. cast., tomo 1, p. 184).
Sobre los delitos pretorios, como la intimidación y el dolo, cf. Fernández Barreiro, A./Paricio,
J., Fundamentos de Derecho patrimonial romano, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces,
1991, pp. 349-353.
56
«Para que se lo entienda mejor, supongamos que un ladrón me fuerza a prometerle que le
daré mis bienes cuando él quiera. Ahora bien, como mi derecho natural sólo está determinado,
según ya he probado, por mi poder, es cierto que, si yo me puedo librar de este ladrón con
engaños, prometiéndole cuanto él desee, el derecho de naturaleza me permite hacerlo, es decir,
pactar con dolo cuanto él quiera» (TTP 16; SO 3, p. 192, l. 10-16; AD, p. 336).
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mento en que el bandido había liberado a su víctima (porque la ley natural hobbesiana
obliga al agredido —si el asaltante cumple con su parte, perdonándole la vida— a
respetar la promesa que ha consentido bajo amenaza de muerte: recuérdese que los
convenios que se hacen por miedo también son válidos), para Espinosa es nula desde
el principio: porque la víctima no podía albergar el propósito —en ningún momento— de mantener su palabra después de haber recobrado la libertad. La actitud del
bandido, confiando en la buena fe de su víctima, revela no sólo su incompetencia en el
oficio, sino también sus escasos conocimientos de derecho (de Derecho natural).
A diferencia de la anterior, la segunda consecuencia de la ley natural no presenta
ninguna dificultad, comprendiéndose inmediatamente por qué se sigue, de un modo
necesario, de dicha ley que «nadie en absoluto será fiel a sus promesas, sino por el
miedo a un mal mayor o por la esperanza de un bien mayor» (absolute neminem
promissis staturum, nisi ex metu majoris mali vel spe majoris boni). Esto es: nadie
cumplirá sus promesas, excepto por el miedo a un mal mayor o por la esperanza de un
bien mayor (C2). Sabemos que, por mor de la ley natural, nadie desdeña lo que considera bueno, si no es por la esperanza de un bien mayor o por el miedo de un mal
mayor, ni acepta mal alguno, si no es para evitar un mal mayor o por la esperanza de
un bien mayor, de tal suerte que cada individuo elegirá, entre dos bienes, el que le
parece mayor y, entre dos males, el que le parece menor. Y sabemos también que,
desde la prespectiva del inexorable peso de la ley (no, ciertamente, desde la del individuo por ella determinado), en la elección, lo que verdaderamente importa, no es su
correspondencia con la realidad de las cosas, sino exclusivamente la percepción individual de las mismas, es decir, aquello que cada uno considera (acertada o erróneamente: esa no es la cuestión) mejor para él, ora sea el bien mayor, ora el mal menor. En
otras palabras, la ley natural nos obliga a actuar conforme a lo que creemos que constituye nuestro verdadero interés (con independencia de que el juicio sobre el bien o el
mal que cada uno considere para sí, respectivamente, como mayor o menor, sea más o
menos exitoso), del mismo modo que nos obliga a modificar nuestra conducta y, en su
caso, a faltar a nuestra palabra, cuando rectificamos nuestra estimación sobre lo que
verdaderamente nos interesa (abstracción hecha de que la reevaluación sobre nuestro
presunto error inicial sea verdadera o falsa), aunque podamos equivocarnos —una
vez más— sobre lo que es mejor para nosotros. De ahí que, si hemos hecho sinceramente —sin fraude alguno— una promesa, advirtiendo con posterioridad que resultaría desventajoso respetarla, estamos necesariamente determinados a cambiar de opinión y, por consiguiente, a incumplir nuestra promesa. Y, de nuevo aquí, el copromitente se encontraba en condiciones de saber lo que —a buen seguro— podía suceder,
porque se trata de una implicación necesaria de la ley natural, a cuya determinación
tampoco él puede sustraerse: desde el punto de vista jurídico, por tanto, el error —si
existe— es sólamente suyo y, en cierto modo, inexcusable. Desde nuestra perspectiva
individual, Espinosa lo advierte con suma claridad, no es nuestro error inicial lo que
anula el compromiso que habíamos adquirido: el hecho de que podamos o no equivocarnos respecto a lo que es mejor para nosotros, de que nos engañemos o no sobre
nuestro verdadero interés (a diferencia de lo que pensaba Grocio), incluso aunque se
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trate de un interés vital, en el que nuestra propia existencia está en juego (contrariamente a lo que estimaba Hobbes), es una circunstancia —por sí misma— completamente irrelevante57. Durante el tiempo en que nos engañamos, actuamos siempre conforme a nuestra percepción de las cosas, porque la ley natural nos obliga a hacerlo.
Pero nos obliga también a modificar nuestra conducta cuando nos hemos aprovechado suficientemente del descuido del otro contratante para que nuestra apreciación de
la situación haya cambiado. Por ejemplo, dice Espinosa, replicando por segunda vez a
Hobbes, si hemos prometido, sinceramente, sin engaño alguno, a cambio de cualquier
contraprestación, permanecer veinte días sin comer, romperemos necesaria y legítimamente nuestro ayuno en el preciso instante en que estimemos más dañino que útil
continuar privándonos de ingerir todo alimento58 (lo que ocurrirá, sin duda, con mayor
prontitud en tanto en cuanto quien, imprudentemente, se ha fiado de nuestra palabra
haya puesto más empeño en procurarnos la ventaja que requeríamos; es decir, en la
medida en que el otro contratante sea más diligente que nosotros en el cumplimiento
de la prestación a la que se había comprometido); pero no antes: mientras continuemos considerando que el ayuno es más provechoso que perjudicial, no faltaremos a
nuestra promesa. Contrariamente a Hobbes, para quien este convenio era nulo desde
el comienzo, porque ponía en peligro nuestra vida e integridad corporal (es decir, el
inalienable derecho sobre nuestra persona física), para Espinosa es inicialmente válido y, sólamente cuando hemos cambiado de opinión, la ley natural nos exhonera del
compromiso adquirido.
En los dos supuestos de referencia, por tanto, es el dolo en el que hemos incurrido o el error del que nos hemos beneficiado, quien nos induce a faltar a la palabra
dada y, en consecuencia, a incumplir nuestra promesa. El hecho de que podamos ser
despreciados, o de que corramos el riesgo de ser también engañados, a diferencia de
lo que pensaban Grocio y Hobbes, no interviene aquí para nada: en el momento de
cumplir una promesa sólo cuenta nuestro deseo, cualquiera que sea. En cuanto a nuestro copromitente, contrariamente a lo que pensaba Grocio, no tiene ningún derecho
sobre nosotros: si ha cumplido su promesa, sin asegurarse previamente de cual era
57
«Y esto, repito, me está permitido por el derecho natural, tanto si, al percibir que mi promesa
fue equivocada, me fundo en la razón cierta y verdadera, como en la apariencia de una opinión; porque, tanto si mi percepción es verdadera, como si es falsa, temeré el máximo mal y,
por prescripción de la naturaleza, me esforzaré en evitarlo de cualquier forma» (TTP 16; SO 3,
p. 192, l. 21-25; AD, p. 336).
58
«O supongamos que yo he prometido sin fraude a alguien que no tomaría comida ni alimento
alguno durante veinte días, y que después he visto que mi promesa es estúpida y que no puedo
guardarla sin gravísimo daño para mí. Dado que estoy obligado, por derecho natural, a elegir de
dos males el menor, tengo el máximo derecho a romper mi compromiso y a dar lo dicho por no
dicho» (TTP 16; SO 3, p. 192, l. 16-21; AD, p. 336).
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nuestro verdadero deseo, es ciertamente lamentable para él, pero no puede exigirnos
reparación ni compensación alguna por el error o el dolo del que ha sido víctima.
Porque la ignorancia que ha demostrado al pensar que actuábamos «desinteresadamente» no se trataba simplemente de una ignorancia de hecho, sino también de derecho (de Derecho natural), y ya se sabe que la ignorancia de la ley no excusa de su
cumplimiento.
Hasta aquí el primer tiempo de la argumentación del TTP. Reduciendo las promesas perfectas de Grocio a una simple declaración de intención, en la que no existe
ninguna obligación, Espinosa se distancia radicalmente de la posición de sus ilustres
contemporáneos: la ley natural ya no nos obliga a mantener nuestras promesas, sino
que —por el contrario— nos autoriza a romper unilateralmente los compromisos
que, en un determinado momento, podamos haber adquirido. Y, como toda obligación —en suma— se resuelve, pura y simplemente, en la necesidad que nos determina
a obrar, se comprende muy bien la conclusión general sobre las condiciones de validez del pacto social, que Espinosa enuncia a continuación de un modo singularmente
intempestivo: «Concluimos, pues, que el pacto no puede tener fuerza alguna, sino en
razón de la utilidad, y que, suprimida ésta, se suprime ipso facto el pacto y queda sin
valor. Por tanto, es necio pedir a alguien que nos sea siempre fiel a su promesa, si, al
mismo tiempo, no se procura conseguir que al que rompa el pacto contraído, se le siga
de ahí más daño que utilidad. Esta doctrina debe aplicarse, sobre todo, en el momento
de organizar un Estado»59. Únicamente en función de su utilidad, el pacto adquiere la
fuerza que precisa, de tal suerte que, cuando aquélla se extingue, éste queda privado
de su validez y eficacia y, por consiguiente, resulta inmediatamente abolido. Esto es:
un pacto es válido, únicamente, desde el momento en que resulta útil, prescribiendo en
el preciso instante en que cesa su utilidad (P1). Esta conclusión, como puede apreciarse, incluye dos tesis perfectamente complementarias: en primer lugar, la fuerza del
pacto reside, exclusivamente, en su utilidad (P1a); pero, precisamente por ello, la desaparición de la utilitas implica, de un modo necesario, la inmediata revocación del
pactum (P1b). Lo que se comprende muy bien: solamente cuando el pacto es concebido en razón de su utilidad, éste puede satisfacer las condiciones de validez y eficacia
requeridas; pero, al mismo tiempo, solamente cuando un pacto no puede ser concebido sin el concurso de la utilidad, porque no satisfaría las condiciones de validez y
eficacia requeridas, su revocación debe producirse necesariamente en el preciso momento en que el ya no resulta de ninguna utilidad. Sin embargo, la conclusión (P1)
permite alcanzar una consecuencia capital, implícita en su propio enunciado: el
promitente permanecerá fiel a su palabra únicamente durante el período de tiempo en
que persistan los móviles que le empujaron a empeñarla, pero faltará necesariamente
a ella a partir del instante en el que el cumplimiento de la promesa ya no le reporte, en
59
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TTP 16; SO 3, p. 192 l. 25-30; AD, pp. 336-337.
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su criterio, ninguna utilidad (P2). De este modo, puesto que toda obligación se resuelve en la necesidad que —aquí y ahora— nos determina a obrar, la obligación contractual perdura exactamente el mismo tiempo durante el cual persisten los móviles bajo
cuya influencia consentimos someternos a ella: un tiempo que puede durar tan sólo un
instante infinitesimal. Por eso representa una insensatez, como algunos pretenden,
empecinarse en reclamar a nuestro copromitente que se mantenga, in aeternum, fiel a
su promesa, abstracción hecha de la —más que improbable— persistencia de las razones que en su momento le aconsejaron realizarla, es decir, sin tener en cuenta si todavía piensa que le reporta alguna utilidad; porque, en el momento en que estime que el
pacto ya no le resulta útil, a buen seguro, lo romperá. ¿Se pueden decir las cosas con
mayor claridad? Se comprende, de este modo, la necesidad de redefinir completamente las condiciones de validez del pacto, que no puede descansar sobre el concepto de
obligación contractual articulado por Grocio y Hobbes: ningún contrato fundacional
puede ser operativo al margen de la ley universal de la naturaleza humana. De ahí que,
en orden a la institución de un Estado, deba procurarse organizar las cosas de tal modo
que la ruptura del pacto origine más daño que utilidad, porque únicamente cuando
está fundado sobre la ley natural puede gozar de la aplicabilidad requerida.
2.2.
El segundo tiempo de la argumentación del TTP no presenta ninguna dificultad.
Espinosa se limita a recordar, brevemente, la conclusión precedente, situándola en un
contexto mucho más general (aunque, sin duda, particularmente persuasivo: el de la
impotencia de la razón frente el predominio de las pasiones), con objeto de fortalecer
e ilustrar —también desde esta pespectiva—su posición sobre la problemática de la
obligación contractual, anteriormente elaborada en detalle60. Para ello, procediendo
por reductio ad absurdum, esgrime inicialmente una condición (a saber: que los individuos, comportándose según las exigencias de la razón, reconozcan la utilidad del
Estado) que, en el supuesto de que pudiera ser satisfecha, tendría como consecuencia
necesaria que «no habría nadie que no detestara de plano el engaño» (nullus esset, qui
dolos prorsus non detestaretur). A poco que se medite, se observará con toda claridad
que, en el contexto de este pasaje, esta consecuencia no debe ser interpretada en su
sentido más general (o, al menos, no solamente en él), sino en relación con la cuestión
que aquí es objeto de análisis: el incumplimiento de las promesas. Precisamente por
ello, en la hipótesis aducida, en que todos desearían la conservación del Estado, porque reconocerían que representa para ellos el mayor bien, los hombres jamás actuarían dolosamente, de tal suerte que, no sólo observarían los pactos, completamente y
con toda la buena fe, sino que también «guardarían, por encima de todo, la fidelidad»
(fidem..., supra omnia servarent), es decir, serían fieles a su palabra, cumpliendo
60
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TTP 16; SO 3, pp. 192-193, l. 30-4; AD, p. 337.
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rigurosamente sus promesas. Esto es: si todos los hombres pudiesen con facilidad ser
conducidos únicamente por la guía de la razón y, además, conociésen la utilidad y necesidad del Estado, detestarían sin reservas el engaño, de tal suerte que, por el deseo de
este summum bonum, que es la conservación del Estado, todos —ex hypothesi— observarían escrupulosamente los pactos y mantendrían la palabra dada. Mas, lejos de que
todos puedan ser conducidos con facilidad por la sola guía de la razón, cada uno se
deja llevar por su propio placer y, la mayoría de las veces, tiene la mente tan ocupada
por las más diversas pasiones (la avaricia, la envidia, la gloria, la ira, ...), que la razón
se encuentra necesariamente ausente. A la luz de esta perspectiva, Espinosa reencuentra
de nuevo la conclusión final de su argumentación anterior, que resume perfectamente
con estas palabras: «De ahí que, aunque los hombres prometan, con indudables signos
de sinceridad, y se comprometan a ser fieles a su palabra, nadie puede, sin embargo,
estar seguro de la fidelidad de otro, a menos que se añada otra cosa a su promesa; ya
que, por derecho de naturaleza, todo el mundo puede actuar con fraude y nadie está
obligado a observar los pactos, si no es por la esperanza de un bien mayor o por el
miedo de un mayor mal»61. Esto es: como los hombres son arrastrados generalmente
por sus pasiones en direcciones contrarias, por más que prometan, dando pruebas de
la rectitud de sus intenciones, y asuman el compromiso de mantener la palabra dada,
nadie puede estar seguro de la buena fe ajena, «a menos que se añada otra cosa a su
promesa» (nisi promisso aliud accedat), puesto que —por derecho de naturaleza—
cada uno puede actuar dolosamente y nadie está obligado a respetar los pactos, excepto por la esperanza de un bien mayor o por el miedo de un mayor mal. Este texto,
resumiendo perfectamente la tesis central del contractualismo del TTP, concluye (como
lo había hecho inicialmente Grocio, al que sigue muy de cerca Hobbes, particularmente en el De Cive) que, para que una promesa oblige, es necesario que se añada
otra cosa a una simple declaración de intención. La cuestión, entonces, radica en
determinar qué es, exactamente, lo que debe añadirse a una promesa (tal como Espinosa la ha redefinido en el primer tramo de la argumentación del TTP: como una
afirmación «desnuda», que, al menos en el sentido en que Grocio le atribuye, ni compromete moralmente al promitente, ni produce —por supuesto— una obligación jurídica). Y esa cosa, exactamente como piensan Grocio y Hobbes, tiene que ser, ciertamente, una transferencia de derecho. Sin embargo, al lexema ius pueden atribuírsele
diversos sentidos. Y sabemos que Espinosa no atribuye la misma significación que
Grocio y Hobbes a dicho vocablo: dar a alguien el derecho de exigirnos una determinada acción significa conferirle la potencia de obligarnos por el miedo o la esperanza.
Transferir nuestro derecho es transferir nuestra potencia. Ni más, ni menos.
Esto es —en fín— lo que reitera Espinosa en un importante pasaje, extraordinariamente rico en otras implicaciones conceptuales (que no examinaremos aquí en de-
61
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TTP 16; SO 3, p. 193, l. 4-9; AD, p. 337.
128
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talle62), con objeto de circunscribir nuestro análisis a la problemática de la obligación
contractual y, por consiguiente, a la cuestión de las condiciones de validez del pacto
social formulado en el TTP: «Ahora bien, como ya hemos probado que el derecho
natural de cada uno sólo está determinado por su poder, se sigue que, en la medida en
que alguien, por fuerza o espontáneamente, transfiere a otro parte de su poder, le
cederá necesariamente también, y en la misma medida, parte de su derecho»63. Esto
es: de la demostración precedente, en virtud de la cual el derecho natural de cada
individuo solamente está determinado por su potencia, se sigue, inexorablemente, que
cada individuo, de un modo necesario, cede tanto de su propio derecho, en favor de un
tercero, cuanto transfiere, espontáneamente o por fuerza, de su potencia propia. Lo
que se comprende muy bien: desde el momento en que la relación entre ius naturale y
potentia ha sido establecida en términos de identidad, la transferencia de derecho únicamente adquiere inteligibilidad si, y sólo si, es concebida como una transferencia de
potencia. Precisamente porque dicha relación de indentidad elimina toda posibilidad
de pensar el derecho natural de cada individuo más allá de la potencia que posee de un
modo efectivo, la cesión de derecho no puede ser concebida, contrariamente a lo que
piensan algunos de los más ilustres contemporáneos de Espinosa, al margen o independientemente de la transferencia de potencia. Esto quiere decir que, cuando un individuo transfiere su potencia, cede por ello asimismo su derecho: toda transferencia de
potencia es, por definición, una cesión de derecho. Y, recíprocamente, cuando un individuo cede su derecho, transfiere necesariamente su potencia: toda cesión de derecho
es, igualmente por definición, una transferencia de potencia. De ahí que, desde esta
posición teórica, jamás pueda manifestarse, con propiedad, que alguien ha abandonado su derecho, abstracción hecha de la transferencia de su potencia efectiva: no es
posible reconocer un abandono de derecho más que allí donde existe, efectivamente,
una transferencia de potencia.
E inmediatamente, a renglón seguido, Espinosa escribe el siguiente corolario:
«Por consiguiente, tendrá el supremo derecho sobre todos, quien posea el poder supremo, con el que puede obligarlos a todos por la fuerza, o contenerlos por el miedo al
supremo suplicio, que todos temen sin excepción. Y sólo mantendrá ese derecho en
tanto en cuanto conserve ese poder de hacer cuanto quiera; de lo contrario, mandará
en precario, y ninguno que sea más fuerte, estará obligado a obedecerle, si no quiere»64. Y, ciertamente, a la conclusión precedente, que concibe la transferencia de derecho como una transferencia de potencia, le sigue necesariamente este corolario: quien
posee el máximo poder (summa potestas), permitiéndole constreñir a todos por la
62
Omitimos, como decimos, la consideración de otros elementos de gran interés para la reconsideración de la propuesta contractual del TTP.
63
TTP 16; SO 3, p. 193, l. 9-12; AD, pp. 337-338.
64
TTP 16; SO 3, p. 193; l. 12-18; AD, p. 338.
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fuerza, y contenerlos por el miedo a la pena capital, universalmente temida, tiene el
supremo derecho sobre todos. Mas sólo mientras conserve la potencia de hacer cuanto
quiera, mantendrá ese derecho; de otro modo, mandará en precario, y nadie cuya fuerza sea superior, estará obligado —si no quiere— a obedecerle.
En resumen, gracias al notable desplazamiento semántico que realiza del lexema
ius, Espinosa puede redefinir la teoría clásica de la transferencia de derecho,
reinterpretando en el TTP la formulación contractual del De Cive en términos de transferencia de potencia: he ahí sus logros, pero también sus límites. Porque, ¿qué significa, exactamente, una transferencia de potencia?.
III
Espinosa, en el TTP, define —lo hemos visto— la transferencia de derecho como
una transferencia de potencia. Y, sobre esta reinterpretación de la transferencia de
derecho en términos de potencia, construye su teoría del contrato social. Pero, en esta
obra, no dice ni una sola palabra sobre lo que significa, en rigor, una transferencia de
potencia. Sin embargo, en el Tractatus politicus (TP) retoma nuevamente la cuestión.
Y se pregunta: ¿qué significa, exactamente, una transferencia de potencia?; o, para
formularlo en los términos en los que Grocio podría haberlo hecho, ¿qué significa la
alienación, total o parcial, del derecho de propiedad que poseemos sobre nuestra persona? La respuesta de Grocio ya la conocemos. Sabemos que, para el jurista holandés,
el hombre sui iuris es propietario de su persona en un doble concepto: de su persona
física y de sus propias acciones. Ser propietario de su vida e integridad corporal significa que tiene el derecho de exigir que los demás respeten su cuerpo y no le infringan
daño alguno. Y significa, asimismo, que tiene el derecho de exigir la correspondiente
compensación por todos los daños corporales que le hayan causado. Pero el hombre
sui iuris es también propietario de las dirección de sus propias acciones. Y ser propietario de la dirección de sus propias acciones significa que nadie posee el derecho de
gobernarle y que, en consecuencia, no tiene el la obligación de obedecer a otro hombre. Espinosa reinterpreta por su cuenta la posición de Grocio, pulverizando internamente sus conceptos jurídicos, en los siguientes términos: «Se sigue, además, que
cada individuo depende jurídicamente de otro en tanto en cuanto está bajo la potestad
de éste, y que es jurídicamente autónomo en tanto en cuanto puede repeler, según su
propio criterio, toda fuerza y vengar todo daño a él inferido, y en cuanto, en general,
puede vivir según su propio ingenio»65. Esto es: un hombre sui iuris es propietario de
su cuerpo cuando tiene el poder físico de resistir una agresión física, así como de
65
«Praeterea sequitur, unumquemque tamdiu alterius esse juris, quamdiu sub alterius potestate est,
& eatenus sui juris, quatenus vim omnem repellere, damnumque sibi illatum ex sui animi sententiâ
vindicare, & absolutè, quatenus ex suo ingenio vivere potest» (TP 2/9; SO 3, p. 280; AD, p. 90).
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obligar físicamente a los demás hombres a reparar los daños que le hayan infringido;
pero, además, un hombre sui iuris es propietario de sus propias acciones cuando las
dirige, de hecho, sin tener en cuenta la voluntad ajena, es decir, cuando se gobierna a
sí mismo según su propio juicio. Y, claro está, quien dispone del poder de rechazar
toda violencia, de hacer reparar un daño que le ha sido causado, y de vivir según su
propio juicio y sus propias inclinaciones, no puede ser sino quien conserva plenamente su potencia, de tal suerte que puede decirse que un hombre sólo depende de su
propio derecho, tanto en lo que concierne a su cuerpo, como en lo que se refiere a la
dirección de sus acciones, cuando conserva de un modo efectivo su potencia propia.
En caso contrario, pasará a estar bajo el poder ajeno y devendrá alterius iuris, viéndose privado de su independencia jurídica.
Pero Espinosa precisa mucho más este concepto, proporcionando una verdadera
tipología de las relaciones de dominación. «Tiene a otro bajo su potestad, quien lo
tiene preso o quien le quitó las armas y los medios de defenderse o de escaparse, o
quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal suerte que prefiere
complacerle a él más que a sí mísmo y vivir según su criterio más que según el suyo
propio. Quien tiene a otro bajo su potestad de la primera o la segunda forma, sólo
posee su cuerpo, pero no su alma; en cambio, quien lo tiene de la tercera o la cuarta
forma, ha hecho suyos tanto su alma como su cuerpo, aunque sólo mientras persista el
miedo o la esperanza; pues, tan pronto desaparezca ésta o aquél, el otro sigue siendo
jurídicamente autónomo»66. Como puede obsevarse, Espinosa distingue cuatro clases
de relaciones de dominación. La primera, en la que el modelo de la víctima es el prisionero, es una relación de poder ejercida exclusivamente sobre el cuerpo, que cesa cuando
desaparece la coacción física que la sustenta. La segunda —a simple vista— parece
similar a la precedente, pero se distingue de ella en que tan sólo prohibe al dominado
la agresión, la defensa y la huída, confiriéndole una relativa independencia corporal:
el esclavo, que constituye el modelo de este tipo de dominación, posee una cierta
libertad de movimientos en comparación con el cautivo, aunque ha de obedecer sin
oponer resistencia y está obligado a ejecutar todo aquello que se le ordene. Como en el
caso precedente, el poder es ejercido sobre el cuerpo del dominado, pero no sobre su
alma: la coacción física sobre el cuerpo no conduce a la dominación de los afectos del
dominado: nadie podrá jamás obligar físicamente al dominado a desear su propia servidumbre. Por su parte, tanto la tercera como la cuarta relación de poder, basadas
respectivamente en el miedo y en la esperanza, se ejercen no solamente sobre el cuerpo, sino también sobre el alma. Estas dos relaciones son inversamente simétricas y
complementarias, como lo son los afectos que las producen: el miedo es una tristeza
inconstante siempre acompañado de esperanza e, inversamente, la esperanza es una
alegría inconstante acompañada de miedo. Pero si Espinosa define un poder específi-
66
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TP 2/10; SO 3, p. 280; AD, p. 90.
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camente fundado sobre el miedo y otro sobre la esperanza se debe a que, en cada uno
de los dos supuestos, el miedo o la esperanza constituyen el afecto fundamental y
directo que produce la obediencia que caracteriza a la relación.
Sin embargo, lo importante, para nuestro propósito, no es examinar ahora en
detalle cada uno de estos tipos de relaciones de dominación. Debemos formularnos la
siguiente pregunta: ¿hasta qué punto puede hablarse aquí de la existencia de una verdadera transferencia de potencia? En los dos primeros casos podemos, ciertamente,
vernos privados de la propiedad de nuestro propio cuerpo si somos encarcelados o
desarmados, pero no puede decirse verdaderamente que hayamos transferido nuestra
potencia a un tercero. El poder que éste ejerce sobre nosotros no es consecuencia de
una entrega de nuestra potencia: es él quien la ha tomado porque la suya, sencillamente, sobrepasaba la nuestra. En los otros dos casos, en los que, bien por miedo, bien por
esperanza, obedecemos a un tercero que tiene el poder de dirigir nuestras acciones a
su antojo, existe una transferencia de potencia, pero completamente voluntaria: somos
nosotros quienes decidimos, porque así lo deseamos, poner nuestras fuerzas a disposición de otro. De ahí que no puede decirse verdaderamente que exista tal transferencia:
en rigor, no transferimos nada porque nuestras fuerzas, físicamente hablando, siguen
siendo nuestras, y porque la decisión que las pone a disposición de un tercero, no sólo
es nuestra, sino que ha de ser constantemente reactualizada para que sea efectiva:
somos nosotros mismos quienes tomamos la decisión de obedecer a otro en cada momento, y nada nos obliga irreversiblemente a ello. En realidad, nada pasa verdaderamente —por así decir— de nosotros a aquél a quien obedecemos: no alienamos nuestra potencia más que imaginariamente, aunque sus efectos sean completamente reales.
Bastaría con que dejaramos de creer en sus causas para que tales efectos desapareciesen: desde el momento en que nuestras pasiones cambiaran su curso, recuperaríamos
inmediatamente nuestra propia potencia y, con ella, nuestro derecho.
De este modo, se comprende perfectamente lo que Espinosa opina sobre las promesas. Si para Grocio representaban una modalidad de transferencia de derecho, Espinosa, por el contrario, no tiene ya necesidad más que de unas líneas para aplicarle lo
que acaba de establecer a propósito de la transferencia potencia en general: «La promesa hecha a alguien, por la que uno se comprometió tan sólo de palabra a hacer esto
o aquello que, con todo derecho, podía omitir o al revés, sólo mantiene su valor mientras no cambie la voluntad de quien hizo la promesa. Pues quien tiene el poder de
romper la promesa, no ha cedido realmente su derecho, sino que sólo ha dado su
palabra. Así pues, si quien, por derecho natural, es su propio juez, llega a considerar,
correcta o falsamente (pues equivocarse es humano), que de la promesa hecha se
siguen más perjuicios que ventajas, se convence de que debe romper la promesa y por
derecho natural (por el parágrafo 9 de este capítulo) la romperá»67. Reencuentra, en
67
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TP 2/12; SO 3, p. 280; AD, p. 91.
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definitiva, la misma conclusión a la que ya había llegado en el TTP: la voluntad obliga, sí; pero únicamente durante el tiempo en que continúa siendo nuestra voluntad (ni
un instante más). Aquello que es físicamente inalienable, jamás puede ser irreversiblemente transferido. Impulsando a fondo la lógica del consensualismo, Espinosa llega
virtualmente a transformarla en su contrario, suprimiendo toda obligación que no proceda, inmediatamente, del deseo y del poder.
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