pág. 9 EL NUEVO ANTIDARWINISMO. CUESTIONES

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EL NUEVO ANTIDARWINISMO.
CUESTIONES SOCIOLÓGICAS, EPISTEMOLÓGICAS
Y PEDAGÓGICAS EN EL DISEÑO INTELIGENTE
The New Anti-Darwinism. Sociological, Epistemological
and Pedagogical Questions about Intelligent Design.
Vicente Claramonte Sanz.
Universidad de Valencia.
RESUMEN
El artículo plantea diferentes
cuestiones de índole sociológica, epistemológica y pedagógica acerca del
diseño inteligente, de su plausibilidad
como alternativa a la teoría evolutiva
de Darwin, y de su conveniencia o inconveniencia para ser impartido en la
asignatura de Biología de la escuela
pública. Aborda la materia distinguiendo entre las posiciones del catolicismo
y el protestantismo, e indaga además
la opinión de otros agentes sociales
concernidos al respecto, a partir de
ciertos estudios demoscópicos.
ABSTRACT
This article raises different
questions of sociological, epistemological and pedagogical nature about intelligent design, its plausibility as an alternative to Darwin’s evolutionary theory,
and the convenience or inconvenience
to teach it in Biology classes in public
schools. It approaches the issue making a distinction between the Catholic
and Protestant views about it, and it enquires into the position of other relevant
social agents based on opinion polls.
Palabras clave: pseudociencia, creacionismo científico, ultracreacionismo,
tratamiento equilibrado, Biología Evolutiva
Key words: pseudo-science, creation
science, ultra-creationism, balanced
treatment, Evolutionary Biology
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En breve se conmemorará el bicentenario del nacimiento de Sir Charles
Robert Darwin en Shrewsbury, capital del Condado de Shropshire en Inglaterra,
el 12 de febrero de 1809, y simultáneamente, el centésimo quincuagésimo aniversario de la publicación de su obra más significativa y a la vez polémica. Si bien la
perspectiva de la evolución como eje vertebral en la comprensión de los hechos,
fenómenos y procesos biológicos es ciertamente muy anterior a su nacimiento, la
aportación de Charles Darwin resulta decisiva porque, proporcionando múltiples
evidencias, fue capaz de explicar el mecanismo evolutivo mediante una hipótesis
coherente, verificable y lo suficientemente verosímil como para lograr la anuencia
de la comunidad de biólogos coetáneos respecto de su veracidad como teoría
científica. Así se justifica que, ya en el momento de su óbito, alcanzara el reconocimiento de la sociedad, según atestiguan los sermones proferidos en su memoria
por los canónigos londinenses de la época: «Cuando se hacen a un hombre tales honras fúnebres, se le entierra junto a Newton y a los más grandes hombres
del país, se acogen sus restos mortales con tan grandes elogios y respetos, y
se oye decir a los representantes de la religión oficial que sus pensamientos y
opiniones son inofensivas, y que los hechos observados por él en la naturaleza,
que es el templo de la verdad universal, son hechos sagrados, ese hombre debe
adquirir mucho crédito y autoridad.»1 E igualmente, que en la actualidad todos los
biólogos prestigiosos y competentes de todo el mundo, sin excepción, admitan
el evolucionismo como la teoría que despliega mayor potencia explicativa en la
comprensión de las vicisitudes biológicas atinentes a los seres vivos observados
en la naturaleza, sin olvidar además que ninguna publicación especializada seria
divulga artículos de orientación antievolucionista. Por lo cual, no resulta extraño el
consenso existente entre la comunidad científica contemporánea al respecto de la
célebre máxima acuñada por quien sin duda fue uno de los alumnos aventajados
del naturalista más universal: «Nada en Biología tiene sentido excepto a la luz de
la evolución.»2
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1
Sánchez, 1982; texto publicado originalmente el 15 de mayo de 1882 en Revista de Asturias, vol. VI,
número 9, pp. 137-8.
2
Dobzhansky, 1973.
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I. El contexto histórico de la beligerancia contra la teoría
evolutiva
No obstante lo indicado, hoy por hoy la aceptación del evolucionismo
y sus consecuencias todavía sigue encontrando entre ciertos sectores sociales
una fuerte resistencia, cuya elucidación tal vez requiera comprender, siquiera sucintamente, el contexto histórico en el cual surgió la teoría evolutiva darwinista.
Concretamente, para el fundamentalismo cristiano protestante basado en una interpretación literal del Génesis, el legado de Charles Darwin resulta tan subversivo
porque gracias al mismo disponemos de evidencia científica que muestra cómo
toda forma de vida conocida desciende de un ancestro común, y por tanto, que
también el ser humano se ha desarrollado según los mismos principios evolutivos
operantes en los restantes seres vivos del planeta Tierra. Por ello, la teoría evolutiva constituye el punto de mira del creacionismo integrista, pues, sin recurrir a
una causalidad sobrenatural ad hoc, sino mediante la concatenación de ancestros
comunes y su descendencia con modificación, muestra el itinerario causal conducente a explicar la incardinación previa y la subsiguiente relación de la especie
humana con el resto de los seres vivos integrantes de la biosfera.
Las consecuencias de On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life en materia
de Ciencia, Religión y Filosofía, no se hicieron esperar tras publicarse su primera
edición en 1859. Por lo referente a sus repercusiones en la cosmovisión y en la
concepción de ciencia, habiéndose publicado en una época cuya comunidad científica aplicaba una metodología basada en los principios matemáticos, las leyes
físicas y el determinismo, la obra de Darwin introdujo las nociones de probabilidad,
azar y singularidad, además de otros conceptos básicos específicamente propios
de la Biología. Desde el punto de vista estrictamente filosófico, la divulgación de su
teoría confirmó la tendencia de la Modernidad, proclive a achicar el espacio epistemológico otrora característico y exclusivo de la Filosofía, pues ésta perdió en favor
de la Biología la autoridad cognitiva culturalmente relevante para establecer los
criterios demarcativos bajo los cuales resulta científicamente admisible definir al
ser humano, indicando a partir de entonces esta última a la Antropología Filosófica
cuál debe ser su principal objeto de estudio.
Pero para la Religión la onda expansiva fue todavía más devastadora si
cabe, pues desencadenó de inmediato en la sociedad, especialmente entre ciertos sectores de su elite intelectual, un cataclismo ideológico sin precedentes en
la historia del pensamiento religioso occidental. La conmoción fue particularmente
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impactante en Teología, cuyos peritos jamás antes habían visto tan directamente
cuestionados sus principios dogmáticos. Auspiciados por los sectores más poderosos y a la vez conservadores del estamento clerical, teólogos de Alemania,
España, Francia e Inglaterra, respondieron con furibunda virulencia a la teoría
evolutiva con toda suerte de panfletos, libelos y libros, proclamas, sermones e
invectivas, hasta terminar orquestándose contra Darwin y sus partidarios una
campaña de desprestigio que no escatimó en emplear la burla, la difamación, el
vilipendio ni el insulto directo.
Fruto de esta atmósfera social adversa al pensamiento evolucionista,
apenas un año después de publicarse El origen de las especies, acaecieron dos
hechos que ilustran la magnitud de su impacto. El primero, célebre ya en los libros
de Historia por su potencial anecdótico como símbolo del debate entre ciencia
y religión, se produjo en una memorable sesión de la British Association for the
Advancement of Science, celebrada en la Universidad de Oxford el 30 de junio de
1860, y en la cual polemizaron desabridamente Samuel Wilberforce, arzobispo de
la misma ciudad conocido por su fina e incisiva retórica, y Thomas Henry Huxley,
zoólogo que recibió el sobrenombre de “bulldog de Darwin”, por convertirse en el
principal adalid de su teoría evolutiva ante la oposición religiosa más acérrima.
Algunas de las intervenciones en dicho debate son ya legendarias, como la respuesta dada por Huxley cuando Wilberforce le preguntó si descendía del mono
por vía paterna o materna: «Si tuviese que escoger, preferiría descender de un
humilde mono y no de un hombre que emplea sus conocimientos y su elocuencia
en tergiversar las teorías de quienes han consumido sus vidas en la búsqueda
de la verdad»3. O bien, al responder a Wilberforce sobre si le hubiera resultado
indiferente tener por abuelo a un mono: «En tal caso, estaría al mismo nivel que
su señoría»4. El segundo, carente del mismo gracejo pero históricamente más
sustancial, ocurrió en el sínodo diocesano celebrado ese mismo año en Colonia,
donde se declaró contraventora de la fe y las sagradas escrituras toda tesis según
la cual el ser humano surgió de un previo estadio natural y no de un acto divino
de creación, preconcibiendo así una doctrina oficial de la Iglesia Católica contra la
evolución, ratificada por Su Santidad el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1864 en
su encíclica Quanta cura.
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3
Citado en Pelayo, 2001: 139, y también varias ocasiones en Gould, 1993: capítulo 26.
4
Para un análisis extenso y crítico de este encuentro entre Wilberforce y Huxley, véase Gould, 1993:
351-65.
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Resulta comprensible así el surgimiento del precedente histórico de la
hodierna “ciencia de la creación” o “creacionismo científico”, del cual el diseño inteligente constituye su más novedoso vástago. Pues, dadas las circunstancias, los
líderes jerárquicos e intelectuales del cristianismo consideraron urgente patrocinar
instituciones científicas con impronta religiosa, destinadas a divulgar un discurso
beligerante con las doctrinas, como el evolucionismo, reputadas de erróneas y
subversivas, y por su parte los científicos católicos se concitaron también para
contribuir a refutarlas. Por mor del activismo de ambos sectores sociales, pronto
se fundaron en diversos países europeos las primeras sociedades científicas de
inspiración religiosa. Entre ellas, desde 1875 destacó la Société Scientifique des
Bruxelles, cuyo objeto social era instruir un colectivo cristiano de científicos y clérigos militante contra el racionalismo y el ateísmo con las armas de la “verdadera”
ciencia. A través de su órgano de expresión, Revue des Questions Scientifiques,
entre 1888 y 1900 organizó congresos internacionales de científicos católicos con
vehementes debates sobre evolución.
Aun siendo cierto que el rechazo enconado contra las tesis de Darwin
constituyó una reacción inicial que paulatinamente remitió en favor de planteamientos teológicos partidarios de aceptar cierto tipo de evolucionismo limitado, las
posturas más conservadoras continuaron predominando durante décadas. Pues,
si bien un reducido número de clérigos y científicos creyentes pronto defendió
que el cuerpo humano podía ser fruto de la evolución, habiéndose limitado Dios
a infundir un alma inmortal en una especie antecesora, e incluso tras dejar meridianamente claro que excluían tanto cualquier interpretación mero materialista del
origen de la vida y del ser humano, como toda explicación transformista interespecífica apoyada en una causalidad de índole exclusivamente natural, su postura
recibió la condena oficial y sus partidarios fueron conminados a la palinodia.
La influencia superestructural producida por la explicación bíblica de la
creación propia del Génesis y fomentada incluso mediante este indicado patrocinio
de fundaciones científicas de propensión religiosa, pronto extendió en la cultura
occidental un pensamiento especulativo difusor de ciertos principios inatacablemente dogmáticos, los cuales propiciaron el estancamiento secular del progreso
en el conocimiento científico y contribuyeron en Biología a generalizar un conocimiento confuso e impreciso de los organismos vivos, falto de descripción, clasificación y cálculo. Dichos dogmas pueden sintetizarse básicamente en tres núcleos
de cuestiones. La aceptación generalizada de la cosmogonía y cosmología descritas en las Sagradas Escrituras como axiomas irrefutables; el fijismo definitivo
de las especies animales y vegetales, cuya transformación tras la creación divina
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resultaba inadmisible; y, por último, la brevísima edad del planeta Tierra, fechada
en 1650 por James Usher, Doctor por la Universidad de Cambridge, Arzobispo de
Armahg y primado de Irlanda, quien, tras ciertos cálculos basados en la lectura del
Antiguo Testamento, concluyó en su obra Annalis Veteris et Novi Testamenti que
el universo fue creado por Dios ex nihilo a las 9 de la mañana del domingo 23 de
octubre del año 4004 a. C.
Este proceso, descrito hasta ahora en órbita europea y católica, por descontado tuvo su desarrollo paralelo en el ámbito estadounidense y protestante,
cuyos sectores más integristas no podían sino reaccionar de manera beligerante
también contra el evolucionismo. A tal efecto, principalmente tras la primera Guerra Mundial, patrocinaron un movimiento social cuyo objetivo era, por un lado,
menoscabar y desprestigiar la teoría evolutiva darwinista, y por otro, divulgar el
conjunto de creencias derivadas de la aceptación de una lectura textual de la
creación bíblica, en particular mediante publicaciones escritas, audiovisuales y
en la actualidad virtuales, destinadas a revestir ambos cometidos con un aura
de cientificidad prestigiosa y contrastada. El paso siguiente de este movimiento
religioso fue estabilizar institucionalmente su influencia social, constituyendo una
serie de entidades dotadas con personalidad jurídica distinta, pero claramente coordinadas en sus objetivos y acciones, destinadas a fomentar, subvencionar y
publicar aquellas investigaciones que defenestraran al evolucionismo darwinista,
como teoría preferida por la comunidad científica para explicar el origen de la Tierra, la vida y el hombre, y lo sustituyeran por el creacionismo bíblico. Entre estas
entidades destacan cuatro, por ser ampliamente conocidas dentro y fuera de los
Estados Unidos debido a su militante activismo religioso de inspiración protestante
fundamentalista, a saber; el Instituto Discovery, el Instituto para la Investigación de
la Creación, la Sociedad para la Investigación de la Creación y el Centro Jurídico
Thomas Moore.
II. Asimetría de católicos y protestantes ante el diseño inteligente
Aun cuando su posición no sea absolutamente unánime, lo cierto es que
el pensamiento católico actual, a la hora de aceptar el diseño inteligente como
teoría científica rigurosa y su enseñanza académica como alternativa plausible
al evolucionismo, no parece guardar muchas similitudes con las citadas posturas
defendidas en Norteamérica por el protestantismo evangélico ultraortodoxo y habitualmente conocido como “fundamentalismo cristiano”. De alguna forma, el caso
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Tammy Kitzmiller et al vs. Dover Area School District, sustanciado entre enero y
diciembre de 2005 ante un Tribunal de Distrito de Pensilvania, contribuyó a que los
distintos actores sociales concernidos por la cuestión tomaran partido.
En octubre de 2005 Christoph Shoenborn, cardenal austriaco próximo a
Su Santidad el Papa Benedicto XVI, había afirmado en una alocución que «No veo
dificultades para unir la creencia en el Creador con la teoría de la evolución, aunque con el prerrequisito de que se mantengan los límites de la teoría científica». El
martes 8 de noviembre de mismo año, pocas semanas antes de publicarse la sentencia recaída en el citado juicio Kitzmiller, la Santa Sede publicó un comunicado
emitido por el portavoz oficial del Vaticano, el Cardenal Paul Poupard, presidente
del Consejo Pontificio para la Cultura, en el cual se rechazaba abiertamente la
filosofía del diseño inteligente defendida por el fundamentalismo cristiano, y se
apoyaba en cambio la teoría evolutiva de Darwin, afirmando expresamente su
compatibilidad con la Biblia. Y sólo diez días después, el sacerdote jesuita George Coyne, director del Observatorio del Vaticano y desde 1965 asiduo profesor
investigador visitante en el laboratorio astrofísico de la Universidad de Arizona, se
pronunció sobre la polémica relativa a la evolución recién planteada en Estados
Unidos, afirmando, según el diario californiano Nuevo Mundo y en una conferencia
impartida en Florencia, que «El diseño inteligente no es ciencia, aunque pretenda
serlo. Debe transmitirse dentro de la enseñanza de la religión o de la historia cultural, no en el campo de la ciencia», e insistiendo en que es erróneo parangonar
el diseño inteligente con la teoría evolutiva en los programas escolares, porque
equivale a mezclar cosas sin ninguna relación entre sí; en todo caso, «Si uno quiere enseñarlo en las escuelas, el diseño inteligente debería ser enseñado donde
se imparte religión o historia de la cultura, no ciencia». Con estas declaraciones,
George Coyne no hacía sino reiterar una línea de pensamiento que ya había propuesto poco antes, en un artículo publicado el 6 de agosto de ese mismo año en
la revista de divulgación científica The Tablet, titulado “God’s chance creation”, y
en el cual fundamenta con sólidos argumentos su tesis sobre la compatibilidad
entre la teoría de la evolución y la creencia en Dios; y que, además, confirmaría de
nuevo poco después, el 10 de diciembre, con otro artículo publicado en la misma
revista y titulado “Infinite Wonder of the Divine”, el cual contiene un repaso esclarecedor sobre la evidencia científica contraria al diseño inteligente.
Pero eso no es todo. La edición impresa de The New York Times del viernes 20 de enero de 2006 —transcurrido exactamente un mes desde que el Juez
Jones sentenciara en Pensilvania el caso Kitzmiller—, informa cómo L’Osservatore
Romano, periódico oficial del Vaticano, publicó un artículo que considera correcta
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la decisión del juez pensilvano, según la cual el diseño inteligente no debe enseñarse como alternativa científica a la evolución: «Si el modelo propuesto por
Darwin no se considera suficiente, debemos buscar otro, pero desde el punto de
vista metodológico no es correcto desviarse del campo de la ciencia cuando se
pretende hacer ciencia. Eso sólo crea confusión entre el plano científico y los planos que pueden ser filosóficos o religiosos», escribió Fiorenzo Facchini, profesor
de Biología Evolutiva de la Universidad de Bolonia, rechazando al diseño inteligente como teoría científica. En su artículo, Facchini añadió que los científicos
no podían descartar el “diseño superior” divino en la creación, pero agregó que el
pensamiento católico tampoco excluía necesariamente la posibilidad de un diseño
modelado por medio de un proceso evolutivo. En esa misma edición del periódico
The New York Times, puede leerse cómo el Doctor Francisco Ayala, profesor de
Biología de la Universidad de California, ex sacerdote dominico y reciente autor de un interesante libro que profundiza en la dialéctica entre teoría evolutiva
darwinista y diseño inteligente,5 aclara esta postura defendida por el articulista de
L’Osservatore Romano, al subrayar cómo «Facchini señala que no hay necesidad
de ver una contradicción entre las enseñanzas católicas y la evolución», descartando que la teoría evolucionista sea antitética de la creencia en la existencia de
un ser supremo, y de la religión en general. El propio juez Jones, al final de su sentencia en el aludido caso Kitzmiller, indica que los peritos en Biología coincidieron
en diversas ocasiones con este planteamiento: «Durante este juicio, los peritos de
los demandantes en ciencias naturales testificaron reiteradamente que la teoría de
la evolución constituye ciencia rigurosa, que está abrumadoramente aceptada por
la comunidad científica, y que de ninguna manera choca con la existencia de un
creador divino ni la contradice»6. E igualmente comparte esta opinión Kenneth R.
Miller —quien también declaró como perito en el citado juicio y es profesor de Biología en la Universidad de Brown, católico practicante y autor de varios manuales
de ciencia natural ampliamente difundidos en Estados Unidos—, según el cual los
citados Shoenborn, Coyne y Facchini no habían hecho con sus declaraciones sino
confirmar el pensamiento católico tradicional en esta cuestión. En efecto, el 22 de
octubre de 1996, una década antes de esta relativamente reciente polémica, Su
Santidad el Papa Juan Pablo II ya había señalado en un mensaje dirigido a la Academia Pontificia de las Ciencias que la teoría evolutiva en ningún caso puede ser
equiparada a una mera hipótesis, y que las investigaciones científicas, desarro-
5
6
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Léase Ayala, 2007. Al respecto también resulta recomendable Alemañ, 2007.
Página 136 de la sentencia Tammy Kitzmiller et al vs. Dover Area School District, localizable por doquier
en Internet.
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lladas independientemente en las diversas disciplinas, consideran unánimemente
al universo en evolución como una realidad indiscutible, y las diferentes teorías
científicas de impronta evolutiva no hacen sino tratar de ofrecer una explicación
consistente y comprensible de esa realidad.
III. Otros actores sociales ante a la estrategia de “tratamiento
equilibrado”
No es casualidad que Norteamérica sea el principal escenario geográfico
en cuyo seno el fundamentalismo cristiano, sección del protestantismo evangélico
con clara vocación ultraortodoxa, mantiene esta encarnizada polémica contra la
evolución. Pues, entre las contradicciones culturales de Estados Unidos, hallamos
el hecho contrastable de ser, simultánea y paradójicamente, un país vanguardista
en el avance científico y tecnológico, junto a una historia configurada en cambio a
través de una tradición religiosa profunda y cotidianamente vivida entre sus conciudadanos, ya desde su misma formación educativa.
Tal vez a consecuencia de dicha amalgama de ingredientes contradictorios, gran parte del pueblo norteamericano presenta dificultades para distinguir
entre la creencia sostenida sin fundamento racional y la basada en la evidencia
empírica, entre el discurso puramente ideológico y el científico. Dificultad esta que,
en última instancia, desdibuja los criterios demarcativos entre ciencia y religión,
condicionando la prolongación del contencioso entre ambas. Dicha coyuntura, unida a la saturación informativa y a la estresante velocidad característica del american way of life, genera una peculiar combinación de facetas científicas y religiosas
que termina predisponiendo el caldo de cultivo idóneo para acoger favorablemente
los discursos característicos de la pseudociencia.
Dada la aludida dificultad para distinguir entre creencia y evidencia, la saturación de información, apenas sometida a una crítica mínimamente sinderética,
mediatiza una sociedad ya de por sí mediática, y culmina en la confusión entre lo
real y lo comunicado, hasta integrar indiscriminadamente los discursos puramente
míticos o fantásticos en el acervo popular del país. Fruto de la confusión imperante
en un contexto social globalizado donde abunda todo menos rigor informativo, un
sinfín de personas bien intencionadas terminan tomando a pie juntillo por hechos,
históricos y realmente acaecidos, aquello que casi siempre sólo es una escenificación de clichés asiduos en las películas de ciencia ficción.
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En Estados Unidos, país cuyos científicos han recibido 74 veces el Premio Nobel en la especialidad de Medicina, 55 en la de Química y 41 en la de
Física, el 42% de la población —unos 125.000.000 de personas— cree que la
versión evangélica del Génesis sobre la creación del universo es consistente con
los hechos históricos realmente acaecidos y debe aceptarse literalmente, mientras que la tesis de que las especies vivas han evolucionado de forma aleatoria
sólo es aceptada por el 26% del censo —unos 67 millones de personas— según
datos procedentes de una encuesta elaborada en agosto de 2006 por The Pew
Research Center for the People & the Press, una de las organizaciones demoscópicas más prestigiosas de EE. UU., y titulada Many Americans Uneasy with Mix
of Religion and Politics. Cifras cuando menos preocupantes, especialmente si se
recuerda que, ante la evidencia que arrojan tales elementos de juicio sobre el estado de la opinión pública, difícilmente un político profesional mostraría un apoyo
abierto e incondicionado hacia teoría alguna, por más que aceptara su veracidad
o la conveniencia de incluirla en el plan académico. En suma, aunque Estados
Unidos cuenta con una amplia tradición de científicos que compaginan su actividad profesional con la divulgación de sus conocimientos e investigaciones, casi
un tercio de su población sostiene una concepción metafísica sobre el origen de la
vida que excluye la evolución darwinista y la comprensión de sus implicaciones.
Por ello, resulta crucial garantizar la salvaguarda de la cientificidad de las
asignaturas impartidas en el sistema público de enseñanza, pues paliar y revertir
el colapso que esta corriente neocreacionista está generando en el desarrollo intelectual de la sociedad, requiere sensibilizar acerca de la importancia de cuidar
el desarrollo social y cultural del ser humano, salvo si se aceptan impasiblemente
las estrategias de manipulación ideológica empleadas por los diferentes grupos
de presión, interesados en dejar la impronta exclusiva de su propia identidad en la
formación académica y personal recibida por las generaciones futuras. Por estos
motivos, presentar un balance favorable a la evolución y contrario al diseño, o dar
pábulo mediático a las exigencias de tratamiento equilibrado, equivale a difundir
información confusa sobre el grado de interiorización real de la actividad científica
en la sociedad global, y subsiguientemente, conlleva menoscabar su importancia.
Los estudios demoscópicos realizados en Estados Unidos últimamente
confirman esta situación, pues una mayoría amplia de encuestados confiere muy
escaso valor al abrumador consenso entre la comunidad científica en favor de
la teoría evolutiva y su cientificidad para explicar el origen de la vida y del ser
humano, además de mostrar una palmaria confusión sobre la credibilidad del di-
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seño inteligente desde el punto de vista científico, con porcentajes curiosamente
coincidentes en ambos casos. En una encuesta realizada por la empresa Gallup
en noviembre de 2004,7 cuando a los encuestados se les ofreció dos opciones
para responder a la pregunta “¿Qué es la teoría de Darwin?”, el 35% respondió
que es una teoría científica lo suficientemente respaldada por la evidencia, pero
otro 35% afirmó que es otra teoría entre tantas e insuficientemente respaldada
por la evidencia, mientras que un 30% no respondió. Cuando se propuso a los
encuestados elegir entre tres alternativas para explicar el origen de la vida y del
ser humano, el 45% prefirió una explicación creacionista y el 38% optó por una
explicación teísta evolutiva, mientras que sólo el 13% eligió una explicación que
no involucraba recurrir a Dios. Ese mismo mes, CBS News Poll preguntó a los
encuestados si se manifestaban favorables o contrarios a sustituir la enseñanza
de teoría evolutiva por la de creacionismo en las escuelas públicas; un 51% de
los encuestados se manifestó en contra, un 37% a favor y un 12% no respondió,
con resultados casi iguales a los obtenidos en 1999 por Gallup al formular idéntica
pregunta. Y al mes siguiente, cuando Newsweek formuló exactamente la misma
pregunta, incluso bajó la aceptabilidad de la teoría evolutiva, pues sólo el 44% de
encuestados rechazaron sustituirla, mientras los partidarios de sustituirla por una
explicación creacionista subieron hasta el 40%, junto a un 16% que no respondió.
Cuando los sondeos especifican el tipo de creacionismo en cuestión, y
formulan las preguntas concretando la alternativa entre teoría evolutiva y diseño
inteligente, la tendencia se confirma, e incluso se pronuncia. Entre marzo y abril
de 2005, el Instituto Survey Research de la Cornell University realizó una encuesta telefónica de ámbito nacional entre 774 adultos mayores de 18 años, para un
estudio encargado por la School of Communication, de la Ohio State University, y
dirigido por el investigador Matthew Nisbet. En dicho estudio demoscópico puede
apreciarse la opinión de los encuestados, por un lado, sobre su grado de acuerdo o desacuerdo con la teoría evolutiva y el diseño inteligente, y por otro, sobre
impartir en la escuela pública únicamente teoría evolutiva o bien impartir teoría
evolutiva y diseño inteligente. Los resultados obtenidos se muestran en las dos
tablas siguientes.
7
Fuente de los sondeos subsiguientemente citados; Nisbet y Nisbet, 2005.
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Tabla 1. Opción: muestre su grado de acuerdo con la teoría evolutiva y el diseño inteligente.
Tabla 2. Opción: impartir en la escuela pública sólo teoría evolutiva o además diseño inteligente.
Resulta evidente que las convicciones religiosas, e incluso políticas, de
los encuestados, ejercen un peso específico decisivo en sus preferencias al optar
por el debate planteado entre evolucionismo y creacionismo, o entre teoría evolutiva y diseño inteligente. La mayoría de encuestados, sobre todo si tienen convicciones religiosas y especialmente si son cristianos evangélicos, no se plantea
el alcance científico de la controversia, ni conoce o valora el prestigio intelectual
atribuido a la teoría evolutiva por la comunidad científica o su rechazo al diseño inteligente. Sencillamente, a partir de los valores religiosos practicados durante toda
una vida y de su fe acérrima en la veracidad de los textos bíblicos y en los discursos encendidos de sus pastores, atribuyen al diseño inteligente una credibilidad
científica que, en realidad, sólo le reconocen sus partidarios, y con ello, confunden
el auténtico trasfondo de la polémica. Sus creencias y prácticas religiosas actúan
como inevitable filtro cognitivo de las noticias pululantes en el entorno informativo
del debate, y probablemente por ello sólo atienden y aceptan aquellos argumentos
favorables al diseño inteligente, por cuanto refuerzan las comprensibles suspicacias que les suscita la teoría evolutiva. Máxime si se recuerda que la controversia
entre evolución y diseño para muchos encuestados, incluso laicos, queda además
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vinculada con sus crecientes reservas sobre el impacto cotidiano de la ciencia en
la vida diaria, especialmente por la ansiedad y el estrés derivados de la celeridad
en el cambio tecnológico, así como con la percepción de una sociedad indefensa
dominada por una elite de tecnócratas expertos en materias decisivas para el desarrollo de la sociedad, y cuya actividad se sustrae a los controles característicos
de las garantías democráticas, e incluso a la mera comprensión de los propios
conciudadanos.
IV. Ciencia, cultura, enseñanza y diseño inteligente
Pese a haber perdido la batalla científica, de hecho la única importante en
esta sede, entidades como el Instituto Discovery, el Instituto para la Investigación de
la Creación, la Sociedad para la Investigación de la Creación y el Centro Jurídico
Thomas Moore, antes ya citadas —aunque también otras—, siguen renuentes a asumir y rectificar sus errores o limitaciones y a tolerar la divergencia. Muy al contrario,
prosiguen librando una batalla ideológica, y sobre todo mediática, contra el retroceso
de la implantación en la sociedad norteamericana de los planteamientos más retrógrados de las creencias defendidas por el protestantismo evangélico, en general, y
contra cualquier crítica al creacionismo bíblico en particular. En Estados Unidos, los
media de masas suelen denominar “guerra de culturas” o “guerra cultural” a esta
confrontación ideológica entre las diversas concepciones de la realidad que conviven en el seno de la sociedad. Y en el contexto de esta guerra cultural librada por
el protestantismo evangélico estadounidense más recalcitrante contra todo discurso
disidente de sus propias creencias, junto a los frentes antiabortivo, antipornográfico
y antisecularizador, no podía faltar en ciencia, especialmente por cuanto respecta a
fundamentar una explicación racional sobre el surgimiento del universo y la vida, el
frente anticientífico, cuyo baluarte más actual sin duda es el diseño inteligente.
Según consta en el Informe Wedge, auténtico ideario oficial del fundamentalismo cristiano y cuyo texto está fácilmente disponible en Internet, el movimiento
para el diseño inteligente pretende, en pleno fragor de esta aludida guerra cultural,
movilizar sectores electorales afines a los valores culturales defendidos por el protestantismo evangélico ultraortodoxo, mediante el convencimiento de amplios segmentos del público a través de campañas propagandísticas. Por ello, los activistas del
movimiento concretan dicha estrategia divulgando publicaciones e interviniendo con
asiduidad en los medios de comunicación, insistiendo en la incertidumbre del evolucionismo, en el carácter teórico y no fáctico de la teoría evolutiva, y sobre todo en que
el diseño inteligente, dadas las carencias de la teoría de Darwin, es una alternativa
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recomendable por su plausibilidad científica. A partir de este discurso reivindican la
necesidad de otorgar un tratamiento equilibrado, en tiempo y recursos docentes, a la
teoría evolutiva y al diseño inteligente.
La cortina de humo de esta estrategia, cuidadosamente elegida para deleitar la conciencia del público norteamericano, proclive en general a los valores inherentes al pluralismo y la tolerancia, se desvela cuando sus partidarios declaran que
la intención de su activismo promotor del diseño inteligente estriba en fomentar el
pensamiento crítico de los estudiantes, pues enseñar la controversia entre la teoría
evolutiva y el diseño inteligente entronca con el legado de la tradición educativa liberal. La trampería de este planteamiento populachero del debate, estriba en ocultar con
subrepción la voluntad de capitalizar el desconocimiento adolecido por la inmensa
mayoría del público, el cual, aun cuando inevitablemente lego en Biología, tanto por
lo relativo al fundamento científico de la teoría evolutiva como por lo referido a diseño
inteligente, sin embargo, suele manifestarse ávido de tomar partido en toda polémica
donde se discutan valores e intereses concernientes a sus creencias. En particular,
al vincularse a cuestiones harto emotivas, como la existencia o inexistencia de Dios,
la creación del universo por un ser sobrenatural y la generación teleológica o, por el
contrario, causalmente materialista de la vida y la especie humana, máxime cuando
tales materias se imparten en los planes de estudio que orientan la formación de sus
hijos y de la juventud en general.
Contra este telón de fondo, cuando el debate alcanza una temperatura emocional lo suficientemente elevada, los partícipes tienden a perder de vista todo criterio
demarcador entre ciencia y política. Y como los principios de mayoría y proporcionalidad disponen de un inveterado prestigio para resolver eficazmente los problemas
sociales en materia política, parecen análogamente aplicables sin mayores inconvenientes en materia de ciencia. Si, por ejemplo, el 55 % de quienes integran una comunidad dada prefiere una cierta opción política A, en una democracia representativa
basada en los principios de mayoría y proporcionalidad, parece lógico que el 55% de
sus gobernantes pertenezcan al partido político A durante el mandato correspondiente. Por tanto, ¿por qué no aplicar idéntica argumentación en ciencia? Es decir si, en
el mismo ejemplo, el 55% de los estadounidenses cree que la cientificidad del diseño
inteligente es plausible,8 ¿por qué no presentarlo en las clases de Biología como
8
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Si considera descabellado este ejemplo, el lector probablemente se sorprendería al cotejarlo con la realidad estadística de la sociedad norteamericana, destacable por su escepticismo ante el hecho de la evolución. En un sondeo realizado en 2004, al pedir que se respondiera “verdadero o falso” a la afirmación
de que “los seres humanos, tal como hoy los conocemos, evolucionaron a partir de especies animales
anteriores”, sólo el 44% de los estadounidenses respondió “verdadero”, frente a un 78% de japoneses,
un 70% de chinos y europeos o un 60% de surcoreanos y malayos. Véase Nisbet, 2006.
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una alternativa científica a la teoría de la evolución, según pretende la propuesta de
“tratamiento equilibrado” reivindicada por el creacionismo científico? O mejor aún,
aplicando un criterio radicalmente modelado con los principios de mayoría y proporcionalidad usuales en democracia, ¿por qué no, continuando con el ejemplo, dedicar
el 55% del tiempo previsto en los planes académicos para la docencia de Biología a
impartir diseño inteligente y el 45% a enseñar teoría evolutiva? Siguiendo esta línea
argumentativa, el activismo fundamentalista cristiano termina clamando porque los
planes de estudios del sistema público de enseñanza, en su opinión, no son elaborados por decisión de parlamentarios elegidos por votación del pueblo norteamericano
mediante procedimientos democráticos, sino, en última instancia, por decisiones de
los tribunales, como sucedió en el juicio Kitzmiller y en toda la jurisprudencia dictada
por el Tribunal Supremo de los Estados Unidos desde finales de los años sesenta del
pasado siglo.
Pero, al igual que sucede con la dialéctica entre Religión y Filosofía, las
lógicas internas de la Ciencia y la Política son bien diferentes. En este último caso, el
quid del problema estriba en que, para la mentalidad dominante en países con una
arraigada tradición liberal, escuece sobremanera admitir que las prácticas democráticas pueden no siempre servir para resolver toda cuestión. Los principios de mayoría
y proporcionalidad pueden resultar inútiles e inconvenientes, de hecho a menudo lo
son, para discernir entre lo verdadero y lo falso, distinción que en política puede resultar muy subjetiva y difusa, pero en el ámbito científico resulta innegociable, pues
con ella está en juego el rigor epistemológico de la ciencia. Y admitir este hecho, en
nada menoscaba el salubre pulso democrático de una sociedad. Así, un referéndum
entre los miembros de una comunidad puede ser un criterio idóneo para pergeñar la
opinión de sus miembros acerca de la conveniencia o inconveniencia de adoptar una
cierta decisión política; pero resultará absurdo para decidir sobre la conveniencia o
inconveniencia de operar a un paciente aquejado de una enfermedad coronaria. Aun
cuando el 100% de la humanidad vote en contra, en la escala de magnitudes de la
teoría gravitacional newtoniana, dos cuerpos dotados de masa se atraerán siempre
con una fuerza directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente
proporcional al cuadrado de su distancia. Aunque emane de un parlamento democrático, ninguna ley humana evitará que el agua hierva a 100 grados centígrados
dándose la presión neumática de una atmósfera; etcétera, etcétera. Por las mismas
razones, la cientificidad se impone por sí misma para resolver toda disyuntiva excluyente entre un discurso puramente especulativo y otro contrastado por la evidencia
empírica, y la elección entre ambos no puede encomendarse sin más al albur de
la creencia mayoritaria, ni tampoco quedar sujeta a una difusión de las alternativas
proporcional al número de sus epígonos. De ahí se sigue que, en una sociedad libre,
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igualitaria y verdaderamente preocupada por invertir en la investigación de su propio
desarrollo y en la formación científica de futuros investigadores, el poder gubernativo
yerra cuando confiere a la ciencia el tratamiento característico de un programa de discriminación positiva, como si la política estatal sobre actividad científica e investigadora fuese un instrumento justiciero de redistribución ideológica con el cual, adoptando
medidas políticamente inspiradas, debiera organizarse el futuro social, incentivando
determinadas creencias sólo según la representatividad proporcional del colectivo reivindicador.
Desenmascarado el carácter falaz de esta argumentación, habitual entre los
partidarios del diseño inteligente, se aprecia con mayor claridad el mismo sesgo en
la estrategia de “tratamiento equilibrado” propuesta por su activismo. Y ello, pese a
que los informadores no especializados en ciencia, particularmente cuando se trata
de periodistas políticos, sin saberlo ríen las gracias a esta estratagema proselitista, en
el intento disparatado de aplicar una imparcialidad mal entendida. Como si noticiaran
sobre unas elecciones y no sobre ciencia, se esmeran en atribuir la misma credibilidad al diseño inteligente que a la teoría evolutiva, y en conferir el mismo espacio en
sus programas a los defensores de ambas. Si se pretende adoptar prácticas honestas y responsables desde el punto de vista deontológico, y con ello, transmitir exclusivamente información rigurosa, resulta inadmisible esconderse tras una presunta
imparcialidad para equiparar la especulación y la evidencia, pues en ciencia deviene
imposible señalar un punto equidistante entre lo verdadero y lo falso que además sea,
desde la estricta perspectiva de su corrección epistemológica, preferente a lo sólo
verdadero. La verdad nuda siempre será preferible. Por ello, informar desde la óptica
de una supuesta equidistancia o imparcialidad entre la pura especulación y la evidencia apodíctica, en realidad equivale a desinformar, especialmente cuando los argumentos presentados por los partidarios del diseño inteligente contravienen, tanto el
consenso generalizado de la comunidad científica especializada en la materia, como
la copiosa jurisprudencia dictada durante décadas por el Tribunal Supremo sobre la
enseñanza de alternativas al evolucionismo en el sistema público de enseñanza norteamericano. De igual modo, admitir el tratamiento equilibrado entre la teoría evolutiva
y el diseño inteligente, equiparar El origen de las especies y Of Pandas and People
como libros de texto en las clases de Biología, supone homologar la cientificidad de
dos discursos a sabiendas que entrambos uno es puramente especulativo. Por ello,
si los profesionales del periodismo siguen el juego de la estrategia propagandística
prevista en el Informe Wedge, y conscientes de esta situación —o peor aun, inexcusablemente inconscientes de ella— plantean el debate entre evolución y diseño
como la simple polémica entre dos concepciones científicas en disputa, contribuyen
irresponsablemente a fomentar una opinión pública cuya desinformación le induce a
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tolerar el relajamiento de los mínimos de rigor exigible a la praxis de la comunidad
científica, a la veracidad de sus teorías y al futuro efecto formativo derivado de su
aprendizaje por las sucesivas generaciones de estudiantes que recorren el sistema
público de enseñanza. Resulta evidente que una maniobra de esa índole no se apoya
para “fomentar el pensamiento crítico” ni “enseñar la controversia”, meros infundios
tras los cuales se esconden estratégicamente las verdaderas intenciones, sino para
lograr, a través de los votos o la financiación y en los despachos o pasillos, el éxito
cognitivo no alcanzado mediante las ecuaciones, ni en los laboratorios o yacimientos.
Y eso, discúlpeseme la iteración, no es ciencia sino política. Pero política
inadmisible por ser de salón, la cual toda comunidad libre, abierta y preciadora de su
salubridad social e intelectual, probablemente mejor haría en ahorrarse.
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