El heredero - La Voz del Interior

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EL HEREDERO
Por Marcelo Casarin
Uno
La muerte de Cortázar en febrero de 1984, aunque esperada por algunos, conmovió
al Consejo Directivo de la Sociedad. La muerte inminente, sabida o presentida,
explicaba la fría resistencia del escritor a los contactos primeros, dirigidos a saber si
aceptaría ser el heredero, el ocupante del lugar que, según muchos suponían,
Borges se aprontaba a dejar.
La de Cortázar era una muerte que complicaba doblemente las cosas: se
perdía un candidato unánime y paralizaba toda gestión, que ya no podía ser discreta
con Borges vivo, con casi 85 años y más de 25 como presidente. El heredero muerto
antes que el maestro era una ironía del destino: el viejo frágil y ciego sobrevivía al
muchachón cuyo rostro no daba cuenta de sus setenta años intensamente vividos.
Además, poco tiempo antes había muerto Manuel Mujica Lainez que, sin ser un
candidato al que todos apoyarían, tenía suficiente influencia para hacer pesar en las
decisiones.
La preocupaciones sucesionistas de la Sociedad parecieron acallarse hasta
que en 1986 −luego de la muerte de Borges−, las cosas se precipitaron: se convocó
a una asamblea extraordinaria y se dispuso dar cumplimiento a los mecanismos
establecidos en los estatutos para los casos en que el sucesor no fuera un candidato
unánime: a) elaborar un padrón de candidatos entre todos aquellos afiliados que
tuvieran entre 45 y 71 años, que no registraran sanciones disciplinarias y que
hubieran publicado, al menos, un libro en los últimos seis años; b) elaborar y exhibir
el padrón de electores, con todos los socios activos con más de dos años de
antigüedad, que no registraran sanciones disciplinarias; c) fijar la fecha para la
asamblea electoral; d) designar entre los socios activos la Junta Electoral, encargada
de garantizar la transparencia del procedimiento; e) designar, a propuesta del
Consejo Directivo, el Gran Jurado que sería el responsable del concurso al que se
someterían los tres candidatos más votados.
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En la asamblea extraordinaria, conducida por el Presidente alterno, Adolfo
Bioy Casares, se estableció como fecha para los comicios el sábado 17 de octubre
de 1986, lo que desató algunas protestas tanto de quienes simpatizaban con esa
fecha, como de parte de los que la consideraban una efeméride deleznable,
obviamente por motivos opuestos. Bioy y el Consejo Directivo rechazaron las
protestas y adujeron razones reglamentarias: el estricto cumplimiento de los plazos
establecidos (120 días, a contar desde la muerte de Borges, el 14 junio) y la
necesidad de garantizar la asistencia de la mayoría de los socios, especialmente del
interior de país.
El 17 de octubre, a las 9 horas, en el auditorio mayor de la Biblioteca Nacional
comenzó la Asamblea Electoral: era un día primaveral, diáfano y luminoso, y no faltó
quien dijera que era un día peronista. El acto se inició con un breve discurso de Bioy,
que instó a los presentes a votar a conciencia para garantizar la mayor jerarquía de
quien fuera a ocupar el lugar del inolvidable Borges: resaltó lacónicamente las
virtudes humanas del escritor y se detuvo un poco más en la estatura de su obra
que, según sus propias palabras, no podía ser valorada aún en toda su dimensión
por sus contemporáneos: “pasarán muchos años antes de que pueda apreciarse
cabalmente su legado”. En las actas de aquella jornada, quedaron registrados los
principales pasajes de su elocución: “Distinguidos colegas de la patria, es un honor
para mí dejar inaugurada esta asamblea que nos permitirá dirimir quién será el
nuevo portador de la Pluma de platino y diamantes, y designar a quien ocupará el
lugar en el que por 25 años estuvo Borges: este encumbrado sitial que heredó de
Leopoldo Marechal, quién sucedió a Ezequiel Martínez Estrada, luego de Ricardo
Rojas, que reemplazó a Leopoldo Lugones. Antes de comenzar el acto propiamente
dicho, los invito a que rindamos el merecido homenaje a ese visionario de ojos
débiles, al poeta, al ensayista, al gran escritor que fue JLB. Me honra decir que fui su
amigo, que estuve muy cerca de él a lo largo de nuestras vidas e incluso en sus
últimos años. Su vida, su existencia generosa dedicada a la creación, nos deja un
corpus que da cuenta, quizá, de unos de los momentos más sublimes de la lengua
española; paradójicamente, la lengua que él llamaba con ironía –pero no sin afecto−
el ‘mero español’. Polemista incansable, sin embargo, no deja lugar para discutir su
valía estética; y para quienes se arrogan la autoridad y señalan con el dedo
acusador sus supuestos desvaríos políticos y los también supuestos coqueteos con
los gobiernos de facto –chilenos o argentinos− permítanme recordarles dos gestos
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memorables de Borges: el primero, aquel poemario que escribió hacia fines de los
años ‘20, y que llamó Ritmos rojos o Himnos rojos, no recuerdo bien, canto y
celebración de la revolución bolchevique; el segundo, con la osadía y el coraje que
sólo la madurez bien plantada puede darle a un hombre digno, se atrevió a señalar,
en medio de la perorata triunfalista de la guerra de Malvinas, que los militares
argentinos no habían oído ni el zumbido de una bala. Para terminar mi elocución,
este breve homenaje a JLB, nada mejor que traer algunas de sus palabras, de una
suerte de biografía ficcional que cierra sus Obras completas: ‘El renombre de que
Borges gozó durante su vida, documentado por el cúmulo de monografías y de
polémicas, no deja de asombrarnos ahora. Nos consta que el primer asombrado fue
él y que siempre temió que lo declararan un impostor o un chapucero o una singular
mezcla de ambos.’ Por último y antes de dar comienzo a la votación, quiero invitar al
estrado a la compañera de los últimos años de la vida de Borges, a la legítima
heredera si ustedes quieren: por favor, señora María Kodama viuda de Borges,
acérquese ya que le haremos entrega de una placa recordatoria que da cuenta de la
gratitud que esta Sociedad guardará por siempre para con su marido.”
La palabras de Bioy dieron lugar a un caluroso aplauso, que acompañó la
marcha de María Kodama hacia el estrado; sin embargo, en el momento en que
subía los tres o cuatro escalones del escenario se oyeron algunos silbidos y
exclamaciones airadas, y comenzó a llegar un murmullo que luego se transformó en
una gritería proveniente de un rincón de la sala: varias personas de pie trataban de
tranquilizar a otra, visiblemente alterada: era Silvina Bullrich quien, quizá ebria, le
destinaba a Kodama una serie de improperios, algunos de los cuales se oyeron
claramente en el recinto: advenediza, rea, chorra, bastarda, fueron algunos de los
epítetos… Kodama y el presidente alterno no alcanzaron a oír claramente lo que la
mujer decía ni los motivos de la gritería, y quizá la atribuyeron al entusiasmo del
público.
Luego de recibir un beso y la placa recordatoria de manos de Bioy, Kodama
saludó a los asistentes con la mano en alto y agradeció, en perfecto español, las
muestras de afecto y el reconocimiento, en su propio nombre y en la memoria de
Jorge Luis Borges que era lo que importaba. Mientras tanto, hacia el fondo de la sala
se advirtió que un grupo de agentes de seguridad se llevaba en andas a la Bullrich
que ya no gritaba: apenas mascullaba una que otra puteada, se reía, lloraba y se
reía.
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Kodama, con el rostro ya recompuesto, con las lágrimas debidamente
enjugadas, descendió del estrado bajo la atenta mirada de Bioy que no pudo
contenerse, tomó el micrófono y dijo a viva voz: “la relación de Borges con Kodama
es una muestra más del exotismo del escritor, o de su amor y curiosidad por la
cultura del lejano oriente; Kodama fue para él la materialización del vitalismo que lo
animaba: una porción de sensualidad y refinamiento del que sólo son capaces
ciertas almas orientales especialmente educadas, convenientemente enseñadas
para la sumisión aparente del cuerpo y el dominio del espíritu. Los cabellos de María
condensan sin duda algunos de los ideales del Imperio del Sol Naciente: el juego de
luces y de sombras del nos que habla tan bellamente Janichiro Tamizaki”.
De inmediato, Bioy dejó el acto en manos de la Junta Electoral, integrada por
Ana María Barrenechea, Rodolfo Alonso y Héctor Libertella; luego, aunque ya había
circulado por las distintas filiales del país, se leyó la lista de socios en condiciones de
ser elegidos: eran 63 los potenciales candidatos; el padrón de electores arrojó 567
socios activos en condiciones de elegir, pero la sala, que tenía 600 butacas, estaba
ocupada apenas en sus dos terceras partes: sin embargo, no faltaba ninguno de los
escritores más renombrados, excepto los exiliados, que podían enviar su voto desde
su lugar de residencia, por telegrama colacionado.
Los comicios se resolvieron rápidamente: cada elector, de a uno por vez,
entraba a un cuarto oscuro y en una ficha especial llenaba el nombre de su
candidato e introducía la ficha en un sobre habilitado; luego, al salir del cuarto,
colocaba el sobre en una urna. Cuando hubieron votado todos los presentes, la
Junta Electoral procedió al recuento manual de los votos, bajo la mirada atenta del
Consejo Directivo: tarea lenta y aburrida que, sin embargo, fue acompañada hasta el
final por la paciente Asamblea: eran apenas las 14 horas cuando el Presidente
alterno, Bioy, procedió a leer los resultados de los comicios: de los 413 votos
efectivamente emitidos (incluidos los sufragios del exterior) 81 fueron para el
santafesino Juan José Saer, 70 para el bonaerense Ricardo Piglia y 65 para el
riojano Daniel Moyano, con lo que quedó formalmente proclamada la terna,
azarosamente federal. Era necesario, y éste era el caso, que los tres favorecidos
lograran, en conjunto, la mayoría absoluta en la suma de votos emitidos para que se
pudiera proceder al paso siguiente: designar al Gran Jurado, constituido por nueve
socios, y responsable de determinar quién sería el sucesor de Borges, por un
sistema evaluación de antecedentes y oposición.
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La conformación del Gran Jurado era una prerrogativa del Consejo Directivo
de la Sociedad. El primer integrante, por estatuto, era el Presidente o el Presidente
alterno, en este caso Adolfo Bioy Casares, quien también presidiría el órgano
evaluador. Luego de varias horas de deliberaciones los otros ocho miembros fueron
designados: Juan Filloy, Ernesto Sábato, Enrique Anderson Imbert, Olga Orozco,
Emilio Sosa López, Luisa Futoransky, Juan José Hernández y José Bianco, titulares;
se designaron también dos miembros suplentes: Noé Jitrik y Marco Denevi.
Los diarios se poco del asunto: Clarín celebraba la elección de estos tres
autores, no tanto por lo que sus obras dejaban ver ya entonces, sino por tratarse de
escritores jóvenes pero maduros que tenían mucho por decir todavía; La Nación no
dijo nada de los ternados pero, en cambio, deslizó la idea de que la Sociedad debía
revisar sus mecanismos de selección y elección, porque, recordaba, los estatutos
eran los que se habían aprobado en época de Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones;
La Gaceta saludó con entusiasmo el hecho de que el interior estuviese bien
representado, pero lamentó que dos de los tres residieran en el extranjero: Saer en
París y Daniel Moyano en Madrid. La Voz del Interior, de Córdoba, y El
independiente, de La Rioja, aprovecharon para hacer sendos homenajes a Daniel
Moyano en sus suplementos culturales: curiosamente, ambos diarios reivindicaron la
propiedad provincial del escritor. Ningún medio se ocupó de entrevistar a los
interesados, a los candidatos, para saber qué efecto había producido sobre ellos la
nominación. Dicho sea de paso, ninguno de los tres estuvo presente en el acto
eleccionario y, paradójicamente, ninguno de los tres candidatos emitió su voto: este
hecho, por su parte, preocupó un tanto al Consejo Directivo porque podía ser un
indicio de la indiferencia de los candidatos y poner en riesgo la sucesión o, por lo
menos, opacar el proceso, o poner en duda la transparencia del procedimiento, o
todo eso.
Antes y después de conocidos los resultados, algunas voces empezaron a
sacudir el tranquilo ambiente intelectual rioplatense y los rumores no tardaron en
circular: se hablaba del carácter restrictivo, cerradamente corporativo de la
Sociedad, destinada a mantener una suerte de statu quo cultural: las vinculaciones
de algunos escritores con las editoriales, la aparición en los medios y la figuración en
los suplementos culturales de los principales diarios; en cambio, algunos defendían
el costado social, gremial y mutual de la organización, lo que no dejaba de ser
blanco de mofa de algunos: Germán García, por caso, aprovechaba cada asamblea
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para hacer saber que si mantenía su afiliación a la Sociedad era porque le permitía
acceder a servicios odontológicos y, de vez en cuando, pasarse unos días en La
Casa del Escritor en Cruz Chica, hermosa localidad de las sierras de Córdoba. Y
durante la última Asamblea Germán García también tuvo algo que decir: “Yo soy
psicoanalista, además, y con unos pocos pesos que me descuentan de mis
derechos de autor tengo algunos beneficios mutuales… pero en verdad, esto me
parece una boludez insigne: quién se puede imaginar a escritores como Roberto Arlt,
Macedonio o Juan L. o tantos otros, participando como nosotros en un festival de
estupideces como éste: ¡escritores a escribir! Y déjense de joder con esta elección
de miss o mister pluma…”
Otra de las voces que se hizo oír, no frente a los micrófonos, pero sí en los
pasillos, en los pequeños grupos que aguardaban los resultados de la elección, el
discurso crítico, polémico, la argumentación siempre brillante de Liliana Heker: “no
es necesario que esperemos el resultado de la elección, sostenía: les apuesto lo que
quieran que en esa terna no aparecerá ni una sola hermana de Shakespeare…” “Y
eso no es nada”, gritó en algún momento la Futoransky: “sostengo que debemos
llevar adelante una doble reivindicación de género: no habrá mujeres en esa terna, y
menos habrá poetas: ni hombre, ni mujer, ni nada; parece que el mundo de la
literatura estuviera reducido a la mera narración… y eso no es todo: de paso,
seguramente, no se privarán de segregar a los judíos…” Alguien que pasaba por
ahí, no muy conocido en Buenos Aires (posiblemente Pedro Adrián Rivero), le dijo:
“tranquila Luisa, tenemos una sociedad misógina y antisemita, pero seguramente
tampoco habrá negros en la terna, sencillamente porque tienen prohibido el ingreso
a la Sociedad… y tampoco trolos ni lesbianas, o sí porque a esos nos se les nota
tanto la condición de raros…” Futoransky apenas se despeinó para gritarle un seco
“¡Pelotudo!” Heker retomó la palabra y dijo: “Debemos admitir que los grandes, los
más grandes escritores de todos los tiempos han sido (y siguen siendo) hombres:
Homero, Sófocles, Virgilio, Dante, Cervantes… no hay una sola mina de esa época
que pueda compararse a ellos… y entre nosotros, veamos nuestros orígenes:
Echeverría, Sarmiento, Hernández, Lugones, Martínez Estrada, Arlt, Macedonio,
Borges… frente a ellos languidecen la Gorriti, la Storni, las Ocampo…” Y ahí la
Futoransky dio media vuelta y se alejó gritando: “Prosaicos, misóginos, homófobos…
¡fachos!”
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Entonces la Heker engranó y se puso a explicar: “No por considerarme una
hermana de Shakespeare voy a rendirme a un feminismo imbécil; pero tampoco
cederé a esa postura machista que pretende confinar a la mujeres a la cocina y al
fregadero, bajo el elegante velo de una escritura diferente. Ya les hice saber a los
estimados miembros del Consejo Directivo, cuando cocinaban –pues ellos sí que
saben parar la olla− la candidatura unánime de Cortázar. Y no es que no tuviera sus
méritos; soy, he sido siempre, la primera en reconocer sus méritos… pero no me
faltan tetas para hacerle frente al grandulote de turno: lo que me indigna son los
procedimientos corporativos y facciosos a los que es tan proclive nuestra
Sociedad… o dejan que juguemos libremente el juego de la democracia, y que el
heredero sea verdaderamente el elegido de la mayoría, o la Sociedad y sus
honorables miembros se pueden ir, con todo respeto por esas abnegadas
progenitoras, a la mismísima concha de sus madres. Yo, y estoy segura que más de
uno aquí, no voy a permitir que se enseñoree el dedismo, la práctica autoritaria más
deleznable de nuestras instituciones; esa que permite que algunos saquen provecho
de la distracción o del desinterés de la mayoría. Se los digo desde mi metro 52, NO
PASARÁN y si no pregúntenle a Cortázar, que cometió la torpeza de contestar mi
desafío, mi llamado a discutir ideas, con un tonito cariñoso y zalamero… ¡minga!”
Otras voces se hicieron oír, dentro y fuera del recinto. El cordobés Félix
Gabriel Flores, por ejemplo, despotricaba por no haber sido ternado, lo que según él
mostraba a las claras las caprichosas redes que se tejen al interior de la Sociedad y
las injusticias que se cometen a partir de un sistema de selección de dudosa
transparencia, que no hace más que hacerle el juego al mercado y a la industria
cultural que, además, en este país sólo funciona en Buenos Aires. Andrés Rivera, en
cambio, fue más lacónico: “piérdanse la herencia por el culo; a quién puede
interesarle ese pajerismo pequeño burgués”.
En los días siguientes llegaron algunas cartas, con tonos diversos. Una de
Augusto Roa Bastos, por ejemplo: “Compatriotas, déjenme llamarles así a ustedes
que supieron hacerme sentir como tal durante mis largos años de exilio, cuando
Paraguay era una tierra inhóspita y desoladora, verdadera cárcel. Felicito a la
Sociedad, y por su intermedio a los tres autores que conforman la terna: todos ellos
meritorios hombres de letras, eximios escritores y comprometidos luchadores de su
tiempo. Un saludo muy especial a Daniel Moyano, cuya obra he seguido muy de
cerca desde sus inicios, y puedo decirles con toda la objetividad que es dable poseer
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a un hombre que admira a otro: Moyanito ha sabido crear un universo ficcional, cuyo
mérito más relevante es esa dimensión que llamé realismo profundo, en el que el
narrador procede por excavación, creando atmósferas como las de Kafka, Chejov o
Pavese. Y quienes no hayan leído su obra, bastaría con que se acerquen a un texto
reciente que tuvimos la oportunidad de premiar en el Concurso de cuentos Juan
Rulfo; me refiero, claro está, a ‘El halcón verde y la flauta maravillosa’. Ese texto da
cuenta cabal de lo que es una escritura superlativa. Un fuerte abrazo a mis amigos
de siempre.”
La Junta Electoral convalidó el resultado de los comicios y procedió a
oficializar la terna finalista. Hubo algún comentario quejoso del tesorero, Carlos
Gorostiza, quien recordó que las arcas de la Sociedad estaban bastantes vacías,
que había dos residentes en Europa y que por estatuto se les debían proveer los
pasajes. “Lo siento, dijo Bioy, así son las cosas, esos dos colegas no pudieron elegir
libremente dónde vivir: uno se fue con Onganía y el otro con Videla; son exiliados,
aunque las circunstancias de la partida de cada uno puedan ser diferentes, es
nuestra obligación aceptar que son argentinos, miembros de la Sociedad y
candidatos a presidirla”. Alguien pensó también que no sería fácil para Saer y para
Moyano, en el caso de resultar electos, mantener sus residencias europeas y, muy
probablemente, deberían volver a radicarse en el país. “No es asunto nuestro” dijo
Bioy y anunció que el Gran Jurado se reuniría con los candidatos el siguiente viernes
22 de noviembre, en La Casa del Escritor, en Cruz Chica, La Cumbre, provincia de
Córdoba y se mantendría sesionando hasta proclamar el nuevo Presidente.
Según los reglamentos, el concurso constaba de dos partes: el análisis de los
antecedentes y la prueba de oposición. La compulsa de antecedentes se realizaba
mediante la presentación, por parte de un miembro del Gran Jurado, asignado por
sorteo, de cada uno de los candidatos: se trataba, no de la mera lectura de los
méritos de cada escritor, sino de una argumentación por parte de ese miembro del
GJ, debidamente preparada, para convencer acerca de la valía del candidato; luego,
la oposición consistía en la exposición, por parte de cada candidato, de un tema
referido a cuestiones de literatura o escritura, el mismo para todos, sorteado 24
horas antes.
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Dos
De acuerdo a lo previsto, todos los implicados en el concurso fueron llegando
durante la mañana del viernes 22 de noviembre a Cruz Chica. La Casa del Escritor
es una vieja casona de quince habitaciones, una amplia sala de reuniones, comedor
y cocina muy generosos, y un hermoso parque arbolado que rodea el inmueble; en
definitiva, un lugar muy adecuado para este tipo de acontecimientos que requería de
tranquilidad y aislamiento: durante el tiempo que durara el concurso, no podría haber
en la casa otras personas que los miembros del jurado, los candidatos y el personal
de servicio; no tendría acceso la prensa ni el público en general durante el proceso;
tampoco estaba permitido que alguien se moviera de la casa, tal como lo prescribía
el reglamento.
El Gran Jurado se constituyó ese mismo viernes, a las 14 horas, con la
presencia de todos los miembros titulares: Juan Filloy, Ernesto Sábato, Enrique
Anderson Imbert, Olga Orozco, Emilio Sosa López, Luisa Futoransky, Juan José
Hernández y José Bianco; estaban también los candidatos: Moyano, Piglia y Saer,
contentos y distendidos, y curiosos por saber lo que les tocaría vivir en las próximas
horas. Conversaban entre ellos con cierta ironía y resignación: se preguntaban por
qué habían aceptado llegar hasta allí, pero ya estaban en medio del asunto y se
prometían lealtad y buen humor. Inmediatamente se procedió al sorteo del tema de
exposición. Cada uno de los miembros del GJ había formulado una pregunta, o una
proposición, y cada una de ellas fue introducida en un sobre idéntico, sin ninguna
inscripción ni identificación exterior; el conjunto de sobres se colocó dentro de una
urna y, luego de sacudirla con energía para que los sobres se mezclaran
convenientemente, el Presidente Alterno, Bioy, extrajo uno con los ojos cerrados y
se lo entregó a Luisa Futoransky, quien lo abrió y leyó la proposición: “Explique por
qué Borges excluyó de sus Obras completas el libro de ensayos El idioma de los
argentinos, tal como lo hizo con Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza.” La
sonrisa de Bioy y algunas miradas cruzadas entre los miembros del Gran Jurado,
parecían indicar que la proposición sorteada era la del Director alterno. Eran casi las
15 y se asentaba en actas que al día siguiente, a la misma hora, se receptarían las
oposiciones: los candidatos quedaban liberados hasta entonces y podían dedicarse,
sin salir de la casa, a preparar sus respuestas, con la única ayuda de sus saberes e
imaginaciones y con la biblioteca de la casa como única fuente de información.
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Los candidatos dejaron el recinto y se sentaron un momento en la galería que
daba al patio para fumar y conversar un poco.
−Mierda de proposición −dijo Moyano−. No tengo ni la menor idea de qué
tratan esos libros.
−Yo tampoco −dijo Saer.
−No importa, muchachos −replicó Piglia−. La pregunta es por qué los excluyó
de sus Obras completas; además, si quieren hojearlos, están en la biblioteca: están
todos los libros del viejo.
−A esta hora en La Rioja, como aquí en Córdoba, yo dormía la siesta, y eso
haré: después veré cómo resuelvo el acertijo −dijo Moyano.
−En Serodino y en Santa Fe, yo también dormía la siesta, y haré lo propio, y
ojalá que cuando me despierte sepa cómo encarar este asunto.
−En Adrogué se dormía la siesta, pero cuando me mudé a La Plata y después
a Buenos Aires, perdí esa costumbre; yo me quedo por aquí, mirando el parque y
pensando en la exposición, y después me voy a la biblioteca.
En el recinto, se procedía a un nuevo sorteo: en una bolsita de tela se
colocaron ocho papelitos bien doblados en cuatro; en tres de ellos estaba el nombre
de un candidato y los restantes cinco, en blanco. Cada uno de los miembros del GJ
−menos Bioy, a quien no le correspondía por ser Presidente alterno de la Sociedad−
retiró un papelito y el resultado fue que José Bianco presentaría a Saer; Ernesto
Sábato, a Piglia; y Juan José Hernández, a Moyano. Inmediatamente se procedió al
sorteo del orden de presentaciones de los candidatos, que quedó del siguiente
modo: 1º Sábato a Piglia, 2º Bianco a Saer y 3º Hernández a Moyano; las
argumentaciones comenzarían el día siguiente a las 9 de la mañana; cada miembro
del Gran Jurado recibió en ese acto una carpeta de antecedentes de cada uno de
los candidatos. Por último, se sorteó el orden de las oposiciones que se receptarían
desde las 15 horas así: 1º Saer, 2º Piglia y 3º Moyano. Los miembros del GJ fueron
dejando lentamente el recinto, comentando que se ponía interesante la compulsa.
−A mí me angustia un poco tener que ser parte de esto −dijo Sábato−, y tener
que decidir quién es el mejor de tres como si se tratara de una justa deportiva.
−No jodás, Ernesto −dijo Filloy−, esto es un divertimento: otra cosa es
administrar justicia y decidir sobre la vida y el destino de la gente.
−Espero poder mostrarme objetivo y que no se note lo que yo adoro a este
muchacho que me tocó presentar −dijo Hernández.
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−Yo pondré todo para que mi candidato sea el elegido −dijo Bianco.
Después el grupo se dispersó: unos se retiraron a los cuartos, otros se
quedaron charlando en la galería y alguno se fue a caminar por el parque.
Esa noche, durante la cena, el GJ en pleno estaba reunido en torno a una
mesa bien servida, bien regada… todos estaban sonrientes y hablaban
simultáneamente en grupos de dos o tres, casi a los gritos, solapando
conversaciones: Emilio estaba flanqueado por Olga y Luisa y hablaba sin parar con
su modo pausado y elegantemente afectado; el tema es Baudelaire y la función
crítica de la poesía, su mayor invención; las mujeres lo atendían respetuosamente,
pero Luisa, de vez en cuando, miraba hacia otra parte como si la conversación le
aburriera un poco; en cambio, Olga parecía no perderse ni un gesto del poeta que
sin transición comenzó a recitar los primeros versos de un poema con los ojillos
entrecerrados, como ayudando a la modulación de la voz: La nature est un temple
oú de vivants piliers… entonces se produjo un instante de silencio en el que
espontáneamente se sumó al recitado Juan José desde un extremo de la mesa; y a
su lado José también se sumó al recitado; varias voces se agregaron al decir del
emblemático soneto… sólo Adolfo, Enrique y Juan se mantenían al margen de eso
que se convirtió en un coro: los dos primeros porque estaban muy concentrados
departiendo acerca de las diferencias entre la mujer norteamericana y la argentina;
el último, parecía haberse quedado al margen del recitado y con su voz ronca profirió
un “qué dicen” y, como los demás seguían, solapó: “la maga caga mal.”
En el otro extremo del salón, alejados del GJ por reglamento, Juan José,
Ricardo y Daniel estaban sentados en torno a una mesita redonda, a suficiente
distancia como para no oír nada de lo que hablan los otros; sin embargo, cuando se
elevaron las voces del coro, “Baudelaire”, dijo Moyano; “Correspondances”, completó
Piglia; “se desquiciaron los viejos” dijo Saer…
Luego Moyano dijo que extrañaba a Irma y a los chicos, y que no soportaba
estar encerrado ahí: le gustaría escaparse a La Cumbre para hablarles por teléfono
a Madrid…
−Estás loco −dijo Piglia−, si te pescan nos echan a los tres.
−Tranquilo, metele Moyanito −dijo Saer−, nosotros te cubrimos.
−Te encubrimos, querrás decir −corrigió Piglia−, cómo va a hacer para que no
lo descubran.
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−Ya lo pensé: cuando todos se van a dormir, me escapo por la ventana de
nuestro cuarto… ya sé que hay cinco horas de diferencia, pero a Irma le va alegrar lo
mismo que le llame… y ustedes ¿no tienen a quién llamarle? −Piglia no dice nada.
−Yo no, pero no estaría mal que nos escapemos los tres y vayamos a conocer
algún burdel de La Cumbre, ¿qué les parece? −propuso Saer.
−Ni en pedo −dijo Piglia−, ahí sí que nos agarran y nos meten en cana.
−Bueno, amigos −dijo Saer−, no habiendo nada más interesante que hacer
aquí, y sin mucamas a la vista, me tomo este vinito y me voy a dormir… vos
Moyanito, contá con nuestra complicidad, como le gustaría decir a Ricardo… ah, un
detallito, ya que será la primera noche que dormimos juntos, tengo dos noticias para
darles: una buena y una mala…
−Decinos la mala −dijo Moyano.
−Tengo flatulencias nocturnas.
−Sonamos −dijo Piglia−, ¿y la buena?
−Son puro ruido −dijo Saer y se escapó a la galería a fumar un cigarrillo más.
Mientras tanto, en la otra mesa, a instancias de Juan Filloy se había desatado
una payada de palíndromos que duró cerca de quince entusiastas minutos. Pero
cuando el magistrado cordobés quedó solo en la contienda y a los demás se les
acabó el repertorio, de a poco, casi disimuladamente, se fueron levantando de la
mesa y apuntando hacia la sala de fumar; y sólo permaneció a su lado Anderson
Imbert que lo azuzaba para que diga otro, le preguntaba cuántos sabía y dónde los
había aprendido; y él respondía que como saber de memoria, unos doscientos; pero
que tenía unos diez mil, la mayoría de su propia invención.
Tres
Al día siguiente, luego del desayuno, a las nueve en punto, comenzó el acto de
presentación de los candidatos. En primer lugar, Bioy tomó la palabra: “Respetables
miembros del Gran Jurado, estimados colegas, queridos amigos, apenas unas
palabras para recordarles las reglas de la contienda: cada uno de los tres
argumentadores a su turno presentará al candidato asignado; nadie podrá hablar ni
interrumpir hasta que termine la presentación; luego habrá un espacio para las
preguntas, una vez finalizadas las cuales se procederá a escuchar la segunda
argumentación y así sucesivamente. Luego de presentados los tres candidatos, cosa
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que esperamos que ocurra hacia el mediodía, almorzaremos y tendremos un
tiempito para descansar. Después, a las 15 en punto, receptaremos las ponencias
de los candidatos, también en el orden previsto, pero sin lugar para preguntas. Por
último, entonces sí, se procederá a la votación y, Dios mediante, tendremos al nuevo
Presidente de nuestra Sociedad. Damos lugar, entonces, a la primera presentación:
Ricardo Piglia, por Ernesto Sábato:”
−Antes de hablar, quisiera decir algo −comenzó diciendo−, aunque acepté ser
miembro del Gran Jurado, no estoy muy cómodo en esta función; ustedes saben
muy bien que ya rechacé la invitación a ser miembro de la Academia de Argentina
de Letras, por no estar de acuerdo con sus políticas de policía gramatical; saben
también que acepté como un deber de la patria ser presidente de la CONADEP, y
pude, junto a quienes me acompañaron en esa tarea, vislumbrar los minuciosos
detalles de los horrores cometidos por la última dictadura militar… Me honra ser
miembro de esta Sociedad y, por respeto a mis colegas aquí presentes y a los
candidatos que esperan afuera, seguiré con mi función sin una queja, pero quiero
que sepan que todo este mecanismo me mortifica un poco…
−Ernesto, por favor −interrumpió Bioy−, el tiempo apremia: limítese a la
presentación del candidato que le fue asignado.
−De acuerdo −dijo Sábato−. Ricardo Piglia nació en Adrogué, Buenos Aires,
en 1940. Estudió Historia en la Universidad de La Plata (como yo: muy buena
institución). Dirigió la Serie Negra (como Borges El Séptimo Sello), famosa colección
que difundió a Hammett, Chandler, Goodis y Mc Koy; coordinó grupos de
investigación en literatura argentina y escribió ensayos sobre Arlt, Borges, Sarmiento
y Macedonio Fernández, que están dispersos en diversas publicaciones nacionales
y extranjeras. De su obra publicada merece nombrarse por lo menos: La invasión
(relatos, 1967, mención Casa de las Américas), Nombre falso (relatos, 1975),
Respiración artificial (novela, 1980) y muy recientemente Crítica y ficción (entrevistas
y ensayos sobre poética narrativa, 1986). Sobre su formación íntima, aquel o
aquellos hechos que lo marcaron en su infancia o juventud y que signaron su destino
de escritor, se sabe que entró en la literatura cuando tenía 16 años y que desde
1957 escribe un diario personal, que frecuenta todavía, y que escribe para saber lo
que es escribir. Además ha señalado que la ausencia casi total de literatura que
hubo en su infancia fue lo que lo hizo escritor, aunque en su casa se decía que su
abuelo paterno escribía bien; pero el encuentro decisivo fue con un tal Steve Rattlif,
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un inglés que en realidad no era inglés, sino norteamericano, que vivía en Mar del
Plata y que conoció jugando al ajedrez. Rattlif le hizo conocer la obra de Faulkner y
a Ezequiel Martínez Estrada en persona. Y fue quien leyó sus primeros relatos y
todas sus cosas hasta que murió de cirrosis alcohólica. Me detendré ahora,
honorables miembros del GJ, señor Presidente, en la que debe considerarse su obra
mayor, la que sin duda le asegurará un lugar definitivo en la literatura argentina; me
refiero, claro está, a Respiración artificial, de 1980. La crítica ha señalado que en
Respiración artificial historia, política y novela constituyen un triángulo sostenido por
diversos modos y grados de ficcionalizar lo real y de falsificar, traficar, robar o
interpretar los documentos; y que Piglia reconstruye la historia política argentina
como un policial negro, y la historia de la política literaria como un policial de enigma.
Sin embargo, Respiración artificial es, en el sentido freudiano, una novela fallida; es
decir, eso que efectivamente se hace cuando se ha “querido” hacer otra cosa. No es
que Piglia no tuviera conciencia cabal de la naturaleza cuanto menos híbrida de su
texto, sino que de alguna manera la dimensión crítica o ensayística de éste traiciona
–fuerza los límites de la legibilidad como un acto fallido– su índole narrativa. Esto es
lo que ha señalado recientemente un crítico: “…seguramente, a medida que se
congele su valor novelesco, irá adquiriendo una importancia sobre todo ensayística,
histórica y testimonial con relación a los temas tratados y a sus hipótesis políticas y
literarias.” Para otro, en cambio, la representatividad generacional, política y moral
de Respiración artificial pasará a un segundo plano y para los lectores del futuro
sólo quedará la novela, que, por otra parte, tiene como algunos de sus principales
méritos la reflexión y “la confrontación de ideas, que durante largo tiempo estuvieron
desterradas de la academia narrativa, e inventa, para una época en la que en
Argentina estaba prohibido argumentar, la novela-ensayo”. Otro crítico, por su parte,
señala: “En 1972 apareció un trabajo [de Ricardo Piglia]: ‘Clase media: cuerpo y
destino. Una lectura de La traición de Rita Hayworth’ (Manuel Puig). Creíamos que
había nacido un crítico; nos equivocamos había aparecido un novelista.” Es
evidente, entonces, que la escritura de Piglia va de la narración al ensayo, cuyo
resultado es un procedimiento de hibridación para el que Piglia ha inventado un
personaje que lo representa: Renzi, en quien delega las observaciones más
inteligentes, más agudas, más polémicas; es quien puede decir que Lugones “es
uno de los grandes escritores cómicos de la literatura argentina”. En la sigla del
nombre de la novela (Respiración artificial = RA = República Argentina) se condensa
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el procedimiento alegórico: ese libro habla de la patria y de sus avatares en épocas
difíciles, pero al mismo tiempo, por boca de Renzi, traza las líneas de una historia
sumaria de la literatura argentina, en la que Borges es el mejor escritor del siglo XIX;
con Arlt empieza y termina la literatura moderna argentina; y Mujica Láinez es una
cruza tilinga entre Hugo Wast y Enrique Larreta. En Respiración... el lapsus
consciente –un oxímoron– de su construcción corresponde a la adscripción de Piglia
a una tradición que él mismo define en Crítica y ficción: “La serie argentina del libro
extraño que une el ensayo, el panfleto, la ficción, la teoría, el relato de viajes, la
autobiografía. Libros que son como lugares de condensación de elementos literarios,
políticos, filosóficos, esotéricos.” Esa tradición, inaugurada por el Facundo, le
permite a Piglia inscribir su propia obra dentro de la metacrítica, es decir la inclusión
de la critica (literaria, cultural, etc.) dentro del discurso ficcional como una
postulación estética…
Me detengo ahora unos instantes para comentar los
dichos de otro crítico, que no nombraré para no darle prensa. Se trata, sin duda, de
un malediciente o mal concebido, que atribuye estas palabras a otro mal
intencionado, y que dice que “Respiración artificial es una de las peores novelas de
su generación gracias, en parte, a esta sordidez profesional, que en él deriva del
temor infantil de que no lo comparen y de que sí lo comparen con Roberto Arlt.” Y
Agrega: “Este doble temor hace que su escritura alcance una aridez y una esterilidad
resquebrajada de tanto corregirse a sí mismo para quedar atractivo”. Y, como si este
entramado de infundios fuera poco, el aludido crítico se despacha diciendo que el
maestro de Piglia soy yo.
La voz de Sábato se quebró un poco y, ante el silencio interesado del Gran
Jurado, se sacó los lentes, se compuso los ojos húmedos, carraspeó y retomó su
exposición.
–Para concluir, me resta apenas mencionar los proyectos que se encuentra
desarrollando este joven aunque ya consagrado escritor; tiene entre manos tres
libros: una novela sobre un Buenos Aires reduplicado y secreto en el que circulan
relatos que le dan una consistencia misteriosa; también trabaja en otra novela,
escrita a partir de un hecho real, una crónica policial que tuvo como escenarios
Buenos Aires y Montevideo en 1965, que comenzó a escribir por aquella época y
abandonó: es su primera novela policial y dará que hablar; por último, escribe su
libro ensayístico más ambicioso: un libro sobre la lectura del que prefiere no
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adelantar detalles. Muchas gracias… quedo a disposición del GJ para cualquier
pregunta que deseen hacerme.
Se hizo un instante de silencio en la sala. Los integrantes del jurado se
miraban y nadie daba signos de tener nada que preguntar, nada que agregar, hasta
que Filloy levantó la mano y, luego de un gesto de aprobación del Presidente
alterno, inquirió:
−No sé que les parecerá a mis colegas, pero leyendo la listita de libros que ha
publicado este muchacho hasta el momento, me parece que estamos frente a un
caso notable de constipación creativa…
−Doctor −replicó Sábato− usted conocerá la fórmula del viejo Freud: todos las
mujeres son frígidas, pero todos los hombres somos impotentes, y cada uno debe
vérselas con su neurosis. ¿O es que estamos juzgando la cantidad? Doctor, usted
sabe que la historia de la literatura está llena de ejemplos, y permítame citarle sólo
dos: Rimbaud y Rulfo.
−Sí, sí, y Alejandro Dumas y Balzac. Mire Sábato, aunque hay excepciones, y
no creo que estemos frente a un caso así, tanto la constipación como la diarrea son
alteraciones fisiológicas que no dicen nada de la calidad de los excrementos. Lo que
no veo en este caso es que se cumpla la infalible receta: nulla die sine…
−Por favor, colegas −intervino Bioy−, recuerden que no se trata de dialogar
sobre asuntos particulares, sino de debatir sobre el candidato.
−A mí de este candidato −señaló Futoransky−, por lo que he leído, me
preocupa la ausencia de poesía. Parece que para él sólo existe la narración y el
ensayo…
−No veo el problema −replicó Sábato−; ya lo dijo Aristóteles: no es el uso del
hexámetro lo que hace a Homero poeta y a Empédocles naturalista: es la mímesis.
Quien lea los textos de Piglia encontrará en ellos poesía. Versificadores hay muchos;
poetas, pocos.
−Muy bien señores −dijo Bioy− si no hay nada que agregar, sugiero que
pasemos a la exposición siguiente… Bien, por favor, Juanjo, es su turno.
−Señoras y señores −comenzó Hernández su exposición−, me cabe la
responsabilidad de presentar a uno de los narradores más singulares del panorama
literario argentino actual. Daniel Moyano nació en Buenos Aires en 1930, y a los
cinco años vino a vivir a Córdoba, donde se formó intelectualmente: estudiante
periférico de la Facultad de Filosofía y Letras, se ganó la simpatía de decenas de
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muchachas a las que ayudaba desinteresadamente a hacer sus monografías. De su
padre heredó el oficio de albañil, pero se especializó en plomería. Además tiene una
sólida formación musical: autodidacta, aprendió a tocar viola y violín. En 1960 se
radicó en la ciudad de La Rioja; allí ejerció el periodismo y se desempeñó como
profesor en el Conservatorio Provincial de Música, y como violista en el Cuarteto de
Cuerdas y Orquesta de Cámara de dicha institución. En 1976 se trasladó a España,
donde se pasó varios años trabajando de peón en una multinacional, haciendo el
menos calificado de los trabajos: lijar. Hoy, afortunadamente, ha vuelto escribir con
regularidad y ha comenzado a enseñar literatura en talleres literarios. Recibió varios
premios: Premio Editorial Assandri, por Artistas de variedades, en 1960; Segundo
Premio Municipal "Ricardo Rojas", Buenos Aires, 1966, por La lombriz; Premio del
"Instituto General Electric", Montevideo, 1967, por el relato “El escudo”; Premio del
Fondo Nacional de las Artes, Argentina, 1968, por Una luz muy lejana.”
En ese momento Hernández levantó la vista y advirtió algunas miradas
irónicamente risueñas y agregó:
−Momentito, momentito que ahora vienen los premios más importantes: en
1968 ganó el primer premio del concurso internacional de novela "Primera
Plana/Sudamericana" por la novela El oscuro, con un jurado integrado nada menos
que por Leopoldo Marechal, Augusto Roa Bastos y Gabriel García Márquez. Entre
1970 y 1971 fue becario de la Fundación Guggenheim de Nueva York para escribir
El trino del Diablo. Por último, en 1985 ganó el premio "Juan Rulfo" en París, por
“Relato del halcón verde y la flauta maravillosa”, y con un jurado más que
prestigioso: Augusto Monterroso, Claude Fell, Severo Sarduy, Augusto Roa Bastos,
J. M. Caballero Bonald, Jorge E. Adoum, Miguel Otero Silva y Julio Ramón Ribeyro.
Su obra quizá atesore algunas de las páginas más bellas que se hayan escrito en la
lengua española, podría decir cualquier enciclopedia que reseñe la literatura
hispanoamericana de la segunda mitad del siglo veinte, que también, quizá,
mencionaría dos obras: Artista de variedades (1960, cuentos) y Libro de navíos y
borrascas (1983, novela), sólo por referir los extremos de sus libros publicados hasta
el presente, y para dar un ejemplo de cada uno de los géneros que cultivó con
mayor asiduidad. Lo dio a conocer como autor un texto de Augusto Roa Bastos que
fue prólogo del segundo libro de cuentos, La lombriz (1964); el prólogo tuvo tal
fortuna, que la crítica no se cansó de citarlo y recitarlo; además, le estampó un
rótulo a su escritura: realismo profundo, que aludía a un procedimiento particular de
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este narrador de las provincias que rehuía al regionalismo en sus formas más
epidérmicas y tópicas, diría Roa Bastos. Por estos años, Moyano, que había pasado
su infancia y juventud en Córdoba, eligió como lugar para vivir y para hacer su obra
la ciudad de La Rioja; allí, entre otras cosas, también ejerció su profesión de músico.
Tal vez esperara que volviéndose riojano adoptivo, lo alcanzaran las palabras que él
mismo puso en boca del fundador Ramírez de Velasco, en el acta fundacional de
aquella ciudad: “otro sí digo, que toda persona que bajo este cielo naciere, será
debidamente indemnizada por el rey”, tal como se lee en las primeras páginas de El
trino del diablo (1974, novela).
−Veamos ahora cómo vivían y escribían esos escritores del interior, entre los
que me incluyo −continuó Hernández−. En nuestras provincias teníamos dos
horizontes visibles: por un lado, casi encima de nosotros, un folklorismo mentiroso
que no compartíamos; por otro, una cultura ciudadana que venía de Buenos Aires
vía radial, y con la que no nos identificábamos. Y esto estaba en el aire, en la
cultura. Los locutores de radio tucumanos, riojanos o cordobeses habían optado por
hablar como los porteños; y mal, claro: siempre había una tonadita que se les
escapaba por ahí. En Tucumán, oyendo un locutor sin conocerlo, uno se lo
imaginaba rubio y poderoso, con una dentadura perfecta tipo Kolinos, seguro,
enorme y triunfador. Casi un yanqui, digamos. Después uno se lo encontraba en el
bar de la esquina, con su pinta de negrito recién venido del monte, y daban ganas de
llorar. En esos años, Daniel Moyano y yo nos preguntábamos cómo meter nuestra
propia voz en la literatura nacional sin parecernos a nadie y mantenernos fieles a
nuestras circunstancias. Pero la vida y las vicisitudes políticas le depararon un
destino inesperado: una salida abrupta del país en 1976, y el abandono de su casa
riojana; un barco, la mayor parte de sus pertenencias y su familia, todos rumbo a
Madrid y volver a comenzar. Libro de navíos y borrascas (1983) es la novela que
cuenta una parte de esta historia. Moyano no supo o no quiso sacar ningún rédito de
su condición de exiliado político, a pesar de que ya era un escritor
considerablemente conocido en Argentina. No hizo demasiado por entrar en la
trenzas editoriales peninsulares y se convirtió en un sudaca más, en uno de los
tantos conosurenses que abandonaron el continente por su potencial peligrosidad,
según la óptica de los dictadores de entonces. Durante los primeros cuatro años del
exilio español Moyano no escribió ni una sola línea, y en algunas entrevistas ha
quedado testimonio del doloroso proceso de desarraigo y afasia: “no podía decir ni
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siquiera buenos días”. No es entonces casual que el primer libro escrito en el exilio
(según el propio Moyano, una reescritura de otra novela hija del lopezreguismo y
abandonada en la partida abrupta) ofrezca una re-presentación, alegórica y muy
particular, de un estado de represión y censura que tiene como referente inocultable
a la dictadura argentina instaurada en 1976: El vuelo del tigre (1981). Contar una
historia supone enredarse enteramente con el lenguaje… Esta cita pertenece a la
novela Libro de navíos y borrascas y puede considerarse una de las posibles claves
de lectura de su obra. La crítica ha señalado con insistencia que Moyano –
fundamentalmente en sus primeros libros– retoma anécdotas que vuelve a contar.
Las historias re-citadas pueden pensarse como ejercicios de estilo: volver a contar lo
mismo, ensayar variantes, en esta narrativa define un territorio que se convierte en lo
narrable. Ese asunto, esas historias recurrentes, son en aquel primer momento de la
producción de Moyano, lo digno de ser contado o, quizá, lo posible de ser contado,
pues, como afirma un crítico: “El escritor no posee opciones: escribe lo poco que
puede y puede poco frente a la varia riqueza del mundo...”. Viene al caso mencionar
su última gran novela: Libro de navíos y borrascas, de 1983; esta novela es, por lo
menos, dos libros: uno que cuenta la historia del exilio de Rolando; y otro que habla
acerca de ese libro. El texto comienza así: “Hagamos de cuenta que estamos en un
caserón de piedra, antiguo refugio de pescadores rodeado por los jardines sombríos,
en una noche de invierno europeo. (...) Nos hemos reunido aquí para oír la historia
de un viaje.” A través de la fórmula narrativa, hagamos de cuenta que, queda
establecido ya el desdoblamiento del texto: por una parte la historia de un viaje que
será contado; y por el otro las condiciones de esa narración. Además, en estas
primeras líneas, el empleo de la primera persona del plural funciona como una
construcción inclusiva: el narrador invita a los lectores (oyentes) virtuales a participar
del relato como de una ceremonia. Inmediatamente, apenas en los primeros
párrafos, queda develado un dispositivo narrativo, dejando planteados algunos
interrogantes sobre los que el texto volverá reiteradamente: “Y tomando el clima de
los viejos relatos sobre fantasmas mi burda historia real puede ganar en fantasía y
entrar decentemente en el mundo de la comprensión, contándola como al descuido y
un poco para olvidarme de ella. (...) hasta que lleguen las palabras justas, los tonos
que se esconden.’ Una pregunta sobre lo narrable (¿qué contar?) –“mi burda historia
real”– y sobre la manera de hacerlo (¿cómo contar?) –“contándola como al
descuido” / “hasta que lleguen las palabras justas”–: la organización del relato y su
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dicción. Estas preguntas aparecen en varios segmentos del texto, y funcionan como
vacilaciones del relato, paréntesis de reflexión sobre su propia naturaleza. En fin,
seguramente la historia les dará la razón a los que dicen que Libro de navíos y
borrascas es la gran novela de la posdictadura: el viaje de Rolando es la gran
alegoría del exilio de los sufridos intelectuales conosurenses. Hasta aquí mi
presentación de Moyano. Agregaría, aunque suene poco académico, que Daniel es
una persona extraordinaria: de un corazón enorme y generoso, sensible y honesto.
Nada más, señores.
–Gracias, Juanjo –dijo Bioy y ofreció la palabra a quien tuviere algo que decir.
La tomó Anderson Imbert:
–Hernández, quiero decirle que esas frases finales no han sido afortunadas:
he escuchado atentamente su presentación y creo que ahí la arruinó; y permítame
que le haga al GJ otra observación: muy importantes los premios que ganó Moyano,
sobre todo el Juan Rulfo y antes Primera Plana/ Sudamericana, pero me llama la
atención que en ambos jurados estuviera Augusto Roa Bastos, que antes fue
prologuista de un libro de Moyano. Me parece que al momento de decidir, señores
del Gran Jurado, deben tenerse en cuenta estos detalles.
Al escuchar esto, Emilio Sosa López se puso como loco y le espetó desde el
otro extremo de la mesa:
–No seas caradura Enrique; ni envidioso: vos te has pasado la vida
publicando y ganado concursitos de mala muerte por acomodo, como ya te lo ha
dicho el Quique Revol, que te conoce los chanchullos… no se te ocurra que vamos a
tener en cuenta esa calumnia que acabás de tirar aquí…
–Yo no voy aceptar que me faltés el respeto de ese modo –protestó Anderson
Imbert.
–Señores
–intervino
Bioy–,
debo
recordarles
que
las
preguntas
e
intervenciones deben dirigirse al presentador y tener como finalidad aclarar aspectos
relevantes del candidato. Y en todo caso, Emilio y Enrique, no toleraremos
agresiones de ningún tipo.
–No quiero ser monotemática –agregó Futoransky–, pero en Moyano
también… la poesía ausente…
–Estás equivocada, Luisa –señaló Hernández–. Daniel se inició en la poesía;
recuerdo unos versos: “He muerto sin aprender un idioma / y me cobijan las secretas
raíces y el otoño perpetuo…”
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–Me consta –agregó Sosa López–: comenzó como poeta y fui yo quien le
recomendó que se dedicara a la narrativa…
En ese momento se oyó la voz de A. Imbert que agregó: “Lo hizo para
evitarse un competidor…”, y Emilio se le abalanzó; fue Juan Filloy el que se plantó
en el medio de los dos y evitó lo que podría haber sido un episodio bochornoso: “Soy
juez y árbitro de boxeo jubilado, para lo que gusten mandar”, dijo Filloy y dejó salir
una carcajada.
Bioy amonestó severamente a los contendientes y les dijo que a la próxima
agresión
solicitaría
que
los
separen
del
Gran
Jurado.
“Por
favor,
dijo
inmediatamente, ahora es el turno de la presentación del candidato Juan José Saer,
a cargo de Pepe Bianco.”
–Juan José Saer –comienza la exposición– nació en Serodino, provincia de
Santa Fe, en 1937. Fue profesor en la Universidad Nacional del Litoral, donde
enseñó Historia del cine y Crítica y estética cinematográfica. En 1968 se radicó en
París, y actualmente es profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de
Rennes. Su vasta obra narrativa comprende cuatro libros de cuentos: En la zona
(1960), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), La mayor (1976); y ocho
novelas: Responso (1964), La vuelta completa (1966), Cicatrices (1968), El limonero
real (1974), Nadie nada nunca (1980), El entenado (1983), Glosa (1985) y acaba de
aparecer y de ganar el premio Nadal, La ocasión (1986). Si fuera posible congelar un
instante de la vida de Juan José Saer escritor, seguramente se podría percibir esa
desesperada lucha, esa ostensible pelea por darle una vuelta más a su obra. Sin
duda la historia le reservará un lugar en la literatura con mayúscula: una literatura
argentina escrita lejos del ámbito natural, del otro lado del océano pero desbordada
por una lengua que resuena familiar al río Paraná o al subsidiario Colastiné. Aunque
quizá sea aún demasiado prematuro conjeturar acerca del verdadero valor de la
escritura ficcional de Saer, quien hizo de ella una causa vital; escuchen esto: “Si un
escritor es únicamente escritor cuando escribe, podemos decir que Borges, que en
otros tiempos escribió textos de primer orden, hoy los sobrevive y no es más que un
anciano que hace chistes en los diarios, en tanto que Arlt es estrictamente
contemporáneo de su propia obra, como Kafka, Proust o Dostoievski de las suyas,
hasta tal punto que es imposible separar esa obra del hombre que la escribió”. Lo
que acabo de leerles puede resultarles irreverente, pero creo que es una idea
aplicable a sí mismo: él es estrictamente contemporáneo a su obra. Su dedicación a
21
construir una obra lo pone en evidencia: al espesor poético de sus textos y a su
inclaudicable ascesis narrativa –su modo de ver el mundo, de intentar comprenderlo
un poco mejor en los repliegues del lenguaje ficcional– le agregó un ethos, es decir,
un sentido y un conjunto de valores que escriben gran parte de sus textos (sus
novelas, sus cuentos y sus poemas) y que proclaman otros: sus ensayos.
Precisamente, lo que acabo de leerles es un fragmento de un ensayo aparecido el
año pasado bajo el título “Arlt”. Entonces, señores del jurado, les ruego que tomen
en cuenta que estamos frente al único autor de la terna que, como el maestro
Borges, ha sabido cultivar todos los géneros de la escritura creativa: narración,
poesía (por favor, Futoransky, tome nota de este detalle) y ensayo; en este momento
prepara un volumen que saldrá publicado próximamente bajo sugerente título Una
literatura sin atributos. Su poesía está recogida en ese maravilloso libro que es El
arte de narrar, Luisa. Y ya que la obra narrativa es ampliamente conocida y
reconocida, mi exposición se centrará en rescatar algunos aspectos sobresalientes
de la menos conocida: el ensayo. Los ensayos de Saer, en la mejor tradición
borgeana, dan cuenta de tomas de posición de su autor; además, se trata de textos
que, aparecidos en publicaciones periódicas, han resistido el paso del tiempo y
están destinados a integrarse a su corpus bajo la forma de un libro: adquieren el
derecho de edición de sus mejores piezas. ¿Qué son estos textos que Saer
consiente en publicar? El autor se resiste a llamarlos ensayos porque le parece
demasiado pretencioso; a su vez, rechaza la denominación artículo por las
connotaciones periodísticas que tiene esa palabra. Si bien es cierto que artículo es
una palabra que se asocia al discurso periodístico, también tiene un vínculo fuerte
con el discurso científico-académico, y por ninguna de las dos vertientes la
denominación es adecuada a estos escritos. Ensayo es la palabra que mejor
designa estos textos que rehuyen parcialmente a las convenciones de la cita o las
usan arbitrariamente, y que abren más preguntas de las respuestas que ofrecen: se
muestran como ejercicios de escritura, o de estilo, si se quiere, en una expresión de
las ideas en la que el contenido es inseparable de su formulación verbal. Alejados de
la tradición del gran ensayo argentino (Sarmiento, Martínez Estrada o Mallea), estos
“ensayos de escritor” son el lugar de discusión de poéticas (teorías de la ficción y la
narración) y de políticas (canon, bibliotecas, industria cultural). La búsqueda del
origen de esta tipología textual, ya lo he señalado, conduce entre nosotros,
indefectiblemente, a Borges. Borges “inventó” esta modalidad del ensayo que hizo
22
escuela y escribió algunos de los que más resonancias han producido hasta el
presente: “La supersticiosa ética del lector”, “Los precursores de Kafka”, “El escritor
argentino y la tradición”... Me detengo en este último por la frecuente recitación de la
que ha sido objeto, por el modo en que ha incidido en una discusión fundamental de
la literatura argentina y por la innumerable saga de textos que ha generado. Saer es
autor de dos textos, especialmente, que dialogan con él: “La selva espesa de lo real”
y “Una literatura sin atributos”. Estos escritos son una vuelta de tuerca de aquel
texto y postulan un rechazo a todo nacionalismo y también al colonialismo, y a
cualquier condicionamiento que se interponga a la tarea del creador literario, para el
que la pertenencia a una comunidad nacional, política o regional son meros
accidentes. De paso, Saer también rechaza en estos escritos las exigencias que
impone el mercado internacional: la demanda de aquellos productos que “escasean
en la metrópoli y recuerdan las materias primas y los frutos tropicales que el clima
europeo no puede producir: exuberancia, frescura, fuerza, inocencia, retorno a las
fuentes.” Por otra parte, Saer señala que el planteo del famoso texto de Borges es
incompleto, pues a su entender no se trata solamente de reconocer como propia
toda la cultura occidental sino, además, de comprender el proceso de transformación
‘local’ que cada autor opera sobre esa tradición. Además, en sus ensayos Saer
descubre su biblioteca universal (Beckett, Musil, Kafka, Faulkner, etc.) y, en un
anaquel más selecto y nacional, aparecen de manera recurrente los nombres de Arlt
y Macedonio: son los antepasados indiscutidos y está, omnipresente, la sombra de
Borges, al que Saer ha sabido poner en su lugar, según la fórmula de Lacan: Ir más
allá del padre, a condición de servirse de él. La admiración y el reconocimiento de
sus méritos no le impiden ver sus flaquezas humanas y artísticas. En un texto poco
conocido, “Libros argentinos”, Saer da cuenta de su formación como lector/autor,
repasa minuciosamente su biblioteca histórica y sus preferencias y deja escrita su
ética lectora: “Si buena parte de nuestras lecturas son obligatorias, las que nos
transforman, nos conmueven o simplemente nos gustan, coinciden de pronto con
una zona irreductible de nosotros mismos cuya existencia tal vez ignorábamos y que
la lectura nos revela.” En “La cuestión de la prosa” Saer se opone a la funcionalidad
y economía de la prosa, criterios pragmáticos que conducen, en determinados
campos discursivos, a una aspiración de univocidad de sentido del que escapan
deliberadamente sus narraciones, porque rompen cualquier automatismo de la
lengua e inauguran una dimensión poética que no mengua la dinámica narrativa de
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sus textos; y esto porque están construidos con un tejido retórico sabiamente
regulado: tiempo, espacio, voces y actores pasan bajo la vista del lector y describen
una peripecia verosímil o, mejor, palpitante de vida. Los ensayos, en cambio, no
resignan la búsqueda de esa dimensión poética de la palabra, pero la ponen al
servicio de la argumentación. No exentos de humor y de ironía, estos textos admiten
rachas de narraciones, mini relatos incrustados que alternan con formas aforísticas.
Estos recursos avivan la polémica y le dan brillo especial a la prosa. Si bien en sus
ficciones Saer, como otros escritores, participa de un fenómeno corriente de nuestra
contemporaneidad, cual es el de imbricarse con otras escrituras de género crítico,
ensayístico, que aborda diversos tópicos y que, en definitiva, son toma de posición,
en el enredo ficcional, frente a cuestiones cruciales de la configuración del
imaginario político y social. En Saer esto se da de una manera discreta y sin
ostentación. En cambio, para él los ensayos son el lugar más apropiado para dar
curso al ejercicio de esa palabra pública que interviene en el horizonte cultural de las
responsabilidades
intelectuales.
Frente
a
la
pregunta
implícita
que
Saer
efectivamente se formula al interior de sus ficciones acerca de cómo narrar, y de las
implicaciones poéticas y políticas de sus elecciones, así como de las respuestas
provisorias y parciales que cada novela o relato ofrece, situándolos a prudente
distancia del realismo; al interior de los ensayos, en cambio, traza cánones y
genealogías, tradiciones y contra-tradiciones; explicita una ubicación en el horizonte
de la narrativa argentina contemporánea, relevando los cruces de la literatura con la
historia argentina contemporánea y el pasado reciente: la memoria frente a la última
dictadura y sus devastadores efectos. En estos textos, Saer explicita la función que
le atribuye a la crítica: “[R]enunciar a la crítica es dejarles el campo libre a los
vándalos que, al final del segundo milenio de nuestra era, pretenden reducir el arte a
su valor comercial.” Pero además de esta dimensión ética, Saer no renuncia en
ningún momento a la condición estética de la escritura, tal como lo declara en alguno
de sus textos: “Ya sabemos que la crítica es una forma superior de la lectura, más
abierta, más activa y que, en sus grandes momentos, es capaz de dar páginas
magistrales de literatura.” Define también lo que llama la contradicción narrativa:
alcanzar lo universal, manteniéndose en el riguroso terreno de lo particular, idea
que, según él, se condensa en dos frases de Flaubert: “Madame Bovary soy yo” y
“Hay una madame Bovary por cada pueblito de Francia”. Pero entre todos, el tópico
de la ficción, el desarrollo de una teoría de la ficción, que se conecta siempre con la
24
reflexión acerca de la praxis narrativa, atraviesa de punta a punta sus libros de
ensayos. Saer despliega este tópico en varias dimensiones: el valor de verdad de las
ficciones, los límites de la representación narrativa y también su valor gnoseológico,
el desdén de la novela como género y del realismo como estética: “[L]a ficción no es
una exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento especifico del
mundo, inseparable de lo que se trata”. La ficción, tal como la define, encarna un
oxímoron: se trata de una antropología especulativa, esto significa que lejos del
documento etnográfico o sociológico, revela otra verdad del hombre –quizá menos
rudimentaria, subraya. En definitiva, es indudable que para Saer la escritura no
ficcional, ensayística, es marginal a su trabajo de escritor de ficción. Él mismo
proclama el carácter subsidiario de esta práctica: “No es desde luego obligatorio que
un autor de ficciones escriba textos críticos que, a menudo, a pesar de su tono
objetivo, no reflejan más que sus hábitos, e incluso sus prejuicios disfrazados de
conceptos.” Sin embargo, cuando se leen las narraciones de Saer y cuando se
repasan estos textos no ficcionales se tiene la impresión justificada de que no son
apósitos de su obra; al contrario, el carácter circunstancial de su escritura no impide
al lector atento advertir el íntimo diálogo que buena parte de estos ensayos
legítimamente entabla con los mejores relatos de Saer. Se trata de un diálogo entre
esos textos regidos por la lógica poético-narrativa (novelas, cuentos) y estos otros
que, con una intención diferente, con otro repertorio retórico, no resignan la
dimensión estética de la escritura y la recubren de atributos: valores, ideas y
pasiones que Saer despliega y defiende en este lugar…
En ese momento Bianco, que había desarrollado su exposición casi sin
respirar, advirtió que Olga Orozco tenía calzados sus anteojos oscuros y la cabeza
apoyada en el hombro de Sosa López, también con lentes oscuros, y que se movían
suave y acompasadamente: sin duda dormían.
–No tengo más que agregar –dijo Bianco y fue a ocupar su lugar en la mesa
del Jurado.
Bioy se dirigió a los integrantes del GJ indicándoles que era el momento de
las preguntas, hizo silencio y se produjo una escansión que pareció durar varios
minutos: daba la impresión de que todos habían quedado anonadados con la
brillante argumentación de Pepe Bianco; nadie decía nada. Entonces, Bioy insistió
ofreciendo la palabra a quien quisiera decir algo. Por fin, conteniendo la risa, Juan
Filloy más que decir gritó: “Lo que pasa che Bioy es que estamos cagados de
25
hambre”. Eran las 12,30 y el Presidente alterno indicó que se daba por concluida la
presentación de antecedentes e invitaba a compartir el almuerzo.
Cuatro
El almuerzo transcurrió sin novedades: en la mesa grande, el GJ estaba bastante
aplacado, quizá por el cansancio, quizá por las horas de trabajo de estos dos días.
Pero no solo eso: se advertía una cierta tensión o, tal vez, un poco de ansiedad. Las
conversaciones eran entre dos o tres miembros y en voz baja, casi susurros.
En la otra mesa, los contendientes conversaban más animadamente y no se
advertía en ninguno de ellos el menor signo de preocupación. Al contrario: daba la
impresión de que ni Ricardo ni Daniel ni Juan José estuvieran tan cerca del
momento central del proceso. En los primeros minutos del almuerzo, sólo Daniel hizo
un comentario acerca de la proposición que se aprontaban a presentar. Ricardo se
permitió apenas decir que había leído alguna vez los textos de El idioma de los
argentinos, pero que ahora quizá condicionado por el poco tiempo disponible para
preparar algo más minucioso, se encontró con un libro lleno de fealdades pero, al
mismo tiempo, muy rico para analizar el estado de la cuestión de algunos asuntos y
la posición de Borges en esos años. Juan José, en cambio, no se pronunció acerca
de su proposición y se mostró casi indiferente y apenas hizo un comentario sobre los
canelones, que a su juicio eran excelentes.
A los postres, la mesa del GJ estaba más animada, quizá por efecto del vino:
de a uno o de a dos se fueron levantando, algunos con rumbo a los cuartos y otros
hacia la galería y el jardín. Antes, Bioy había propuesto que, en lugar de
reencontrarse a las 15, como estaba previsto, se procediera a dar inicio a la toma de
oposiciones a las 16, para descansar mejor; por ello, si estaban de acuerdo con el
cambio de horario, recomendaba estricta puntualidad. Juan Filloy preguntó qué hora
era en ese momento y alguien le dijo que eran las 14.15. Entonces, medio entre
dientes: “Linda hora para echarse un polvo, si hubiera con quién y yo tuviera con
qué. Qué fulero es ser octogenario”. Olga Orozco le respondió: “no tome esto como
una provocación Don Juan, pero usted se conserva muy bien”. “Sí, efectivamente
usted usó la palabra justa: conserva. El formol me ayuda mucho.”
26
A las 16 en punto, comenzó la recepción de las oposiciones. Todos los miembros del
GJ estaban en su sitio y Bioy les recordó los mecanismos formales: cada candidato
dispondrá a su turno de unos minutos para exponer su respuesta a la proposición: el
GJ escuchará a los tres según el orden asignado y no podrá formular preguntas: una
vez concluidas las exposiciones, y sin que medien comentarios de ningún tipo, se
procederá a la votación.
El primer asignado era Saer. Con mucha displicencia, el santafesino se ubicó
frente al atril desde el que debería exponer; extrajo un papel de su bolsillo y
comenzó a leer un texto manuscrito:
–Respetable jurado, a la pregunta ¿cuál es la razón por la que Borges decidió
no reimprimir El idioma de los argentinos (1928)? ¿Por qué corrió la misma suerte
que Inquisiciones (1925) y El tamaño de mi esperanza (1926), que no fueron
incluidos en las Obras Completas de 1974? No tengo dudas de que responde a una
actitud autocrítica de su creador y con el posible rechazo que le provocan estos
textos cincuenta años después. Presento algunos párrafos del primer ensayo para
justificarla, “Indagación de la palabra”, donde se lee: “La tarea de mi cavilación es
esta: ¿Mediante qué proceso psicológico entendemos una oración?”. Luego toma la
frase “en un lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme” e inicia el
análisis que transcribo: “En: ésta no es palabra entera, es promesa de otras que
seguirán. Indican que las inmediatamente venideras no son lo principal del contexto,
sino la ubicación de lo principal, ya en el tiempo, ya en el espacio.” “Un:
Propiamente, esta palabra dice la unidad calificada por ella. Aquí no. Aquí es
anuncio de una existencia real, pero no mayormente individuada o delimitada.” Así
continúa hasta la palabra “Mancha”, y arremete con un análisis que va de la
lingüística a la gramática, a lo largo de veinte páginas que, supongo, habrán hecho
bostezar a su autor en la relectura. Otro argumento a favor de esta hipótesis me lo
provee el propio Borges, cuando dice en el prólogo de la reedición de Fervor de
Buenos Aires: “No he reescrito este libro. He mitigado sus excesos barrocos, he
limado asperezas, he tachado sensiblerías y vaguedades…” Entonces pienso,
¿cómo llevar a cabo semejante tarea? En “Otra vez la metáfora” predominan
párrafos como éste: “La más lisonjeada equivocación de nuestra poesía es la de
suponer que la invención de ocurrencias y metáforas es tarea fundamental del poeta
y que por ellas debe medirse su valimiento. Desde luego confieso mi culpabilidad en
la difusión de ese error. No quiero dragonear de hijo pródigo; si lo menciono es para
27
advertir que la metáfora es asunto acostumbrado de mi pensar. Ayer he manejado
los argumentos que la privilegian, he sido encantado por ellos; hoy quiero manifestar
su inseguridad, su alma de tal vez y de quién sabe”. Más allá del valor arqueológico
del párrafo, que da cuenta del cambio de posición de Borges con respecto a la
metáfora –y que no es asunto a tratar aquí–, estoy de acuerdo con él, por haber
intentado librarnos a los futuros lectores de tener que leerlo. Para cerrar esta
hipótesis y los argumentos que la sostienen, traigo algunas palabras que le oí decir
al autor de El Aleph. A la pregunta ¿cuándo publicar?, él recordaba el consejo de su
padre, quien sostenía que antes de publicar un libro se debían quemar tres. No sé
cuántos libros quemó Borges antes de publicar Fervor de Buenos Aires, su primer
libro de poesía, pero creo que no es antojadizo pensar que Inquisiciones, El tamaño
de mi esperanza y el volumen que nos ocupa, fueron “quemados” por él; y sobrevivió
Evaristo Carriego (1930), su cuarto libro de ensayos. Si los tres antecedentes
alcanzaron una primera edición, ello se debió, seguramente, a que ese joven de
menos de treinta años era desobediente de los consejos de su padre.
–Nada más, señores –dijo Saer y no alcanzó a alejarse del atril cuando fue
sorprendido por los entusiastas aplausos de Pepe Bianco, quien además no pudo
contener sus exclamaciones de admiración por lo que consideraba una ponencia
excelente. Bioy Casares le llamó la atención severamente y le dijo que en ese
momento del concurso estaba prohibida cualquier exteriorización.
Sale Saer e ingresa Piglia, quien se ubica rápidamente frente al atril, se
dispone a comenzar su exposición y hace un gesto de vacilación… Mira a Bioy y se
le aproxima. Bioy abandona su lugar en la mesa del Gran Jurado. Piglia se le acerca
y le susurra algo al oído. Por un momento la escena parece congelada: Piglia habla
al oído de Bioy y los demás miembros del GJ son espectadores mudos pero atentos,
como si quisieran adivinar lo que dice Piglia. El Presidente alterno, un poco
contrariado, parece asentir y se separa del candidato y le indica que debe comenzar
su exposición.
–Mi proposición –inicia Piglia– se apoya en la idea de que los temas de la
literatura no son tantos, y en la borgeana idea de que cada autor trabaja para un
único libro. Sostengo aquí que Borges se deshizo de El idioma de los argentinos, por
repetido e innecesario. La nota titulada “Ascendencias del tango” fue superada por
“Historia del tango”, que en las Obras completas se ve como parte de Evaristo
Carriego, aunque en realidad fue escrita en 1950. Sirve también en este sentido la
28
trascripción de unas líneas del ensayo “El truco”: “Cuarenta naipes quieren desplazar
la vida. En las manos cruje el mazo nuevo o se traba el viejo; morondangas de
cartón que se animarán, un as de espadas que será omnipotente como don Juan
Manuel, caballitos panzones de donde copió los suyos Velásquez…” El lector atento
recordará el poema homónimo, de Fervor de Buenos Aires: “Cuarenta naipes han
desplazado la vida./ Pintados talismanes de cartón/ nos hacen olvidar nuestros
destinos […]/ Adentro hay un extraño país: / Las aventuras del envido y del quiero, /
la autoridad de las espadas, / como don Juan Manuel omnipotente…” El lector de
atención más aguda no dejará pasar esta coincidencia que puede leerse en Evaristo
Carriego: “Cuarenta naipes quieren desplazar la vida. En las manos cruje el mazo
nuevo o se traba el viejo; morondangas de cartón que se animarán, un as de
espadas que será omnipotente como don Juan Manuel, caballitos panzones de
donde copió los suyos Velásquez…” Esto es todo, señoras y señores –alcanzó a
decir Piglia y nuevamente se oyó un enfático aplauso, esta vez proveniente de las
manos de Ernesto Sábato, quien no dijo palabra pero lo mismo recibió una
amonestación de Bioy.
Apenas se había retirado Piglia, ingresó Moyano y se ubicó risueño frente al
atril:
–Señor presidente, amigas y amigos, colegas todos. Seré breve: Borges no
reimprimió la mayor parte de los textos de El idioma de los argentinos para llamar la
atención sobre ellos; para que casi 60 años más tarde nos estemos preguntando por
la suerte de esos textos. Extraño destino el de los libros: los autores podrán
olvidarlos, o tacharlos como se corrige un verso; a los lectores nos es dado
recordarlos, y leerlos como mensajes de botellas en el mar del tiempo. Borges lo
dejó así escrito: “Nuestra desidia conversa de libros eternos, de libros clásicos. Ojalá
exista un libro eterno, puntual a nuestra gustación y a nuestros caprichos, no menos
inventivo en la mañana populosa que en la noche aislada, orientado a todas las
horas del mundo. Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin
lectura final.” Es muy reciente la muerte de Borges, pero me pregunto si no estará en
la cabeza de los herederos la idea de reeditar esos textos. El tiempo dirá. Muchas
gracias.
Cuando terminó la exposición de Moyano, Bioy clavó los ojos en Hernández
quién estaba aprontándose para aplaudir pero se contuvo. Entonces, Bioy anunció
que era el momento de votar. Habían pasado apenas unos minutos de las 17.
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Afuera del recinto Juan José y Ricardo conversaban animadamente, cuando se
acercó Daniel.
–Cómo te fue –preguntó Piglia.
–No sé, no dijeron ni mu –dijo Moyano.
–Es que Bioy ya los cagó a pedos cuando expusimos nosotros –intervino
Saer–; está prohibido decir cualquier cosa después de las exposiciones… a nosotros
nos aplaudieron nuestros presentadores, pero Bioy les llamó la atención.
–Y ahora qué hacemos –preguntó Moyano.
–Tenemos que esperar el resultado –dijo Piglia.
–Yo prefiero ir a continuar la siesta que dejé a medias –apuntó Saer. Pero
creo que hay que quedarse por aquí cerca hasta que el jurado se expida, ¿no?
Finalmente acordaron en ir al salón de fumar, contiguo al recinto, hablando de
cosas diversas. Juan José y Ricardo encontraron un tablero de ajedrez y se
desafiaron y lo desafiaron a Daniel para que juegue con el vencedor: “Jueguen
tranquilos, muchachos, que eso para mí es un bodrio”. Entonces, Moyano se acercó
a la pequeña biblioteca que había en un rincón y se puso a revisar los libros; en un
rincón dormía Balzac, el gato de Manucho que fue flaco durante la vida del escritor y
ahora era gordo. Enseguida Daniel encontró un título que le llamó la atención; sacó
el libro del estante y musitó: “Romilio, qué maravilla” ; se sentó en un sillón y se puso
a hojear el hallazgo.
A medida que leía sus ojos se iban iluminando como si
estuviera recibiendo revelaciones. Muy pronto, Saer, que aguardaba su turno para
mover, levantó la vista del tablero y advirtió que algo le sucedía a Daniel y le dice:
–Qué te pasa, Moyanito.
–Nada Turco, es que acabo de encontrar un libro que me pone la piel de
gallina… Escuchen esto –dijo y Piglia levantó la vista en señal de obediencia;
Moyano recitó–: “Quédese usted quieto señor Pájaro que no tengo tiempo / para
fotografiarlo. / Quédese usted quieto como Dios manda y los buenos modales. / El
pico en alto, ese instrumento de la maravilla, del pillaje / y de la calumnia. / No
debería usted señor Pájaro ser tan chismoso. Bien sabe usted que todo el vecindario
lo considera como un monarca de las tinieblas / y por eso cuelgan de las ventanas
ramos de hierbas / olorosas / y dibujan sobre mi puerta con sangre y sal leyendas
intraducibles./ ”¿Qué les parece?
–Quién es –preguntó Saer.
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–De quién es eso –dijo el otro.
–Del gran Romilio, de Romilio Ribero –explicó Moyano.
–Parece que no era ningún alfeñique…
–Ningún pelafustán…
–Ningún pastenaca…
–Ningún pelandrún…
–Ningún paparulo.
–No había ni oído hablar de él –dijo Saer.
–Yo tengo alguna noticia –admitió Piglia–, pero no recuerdo haber leído nada
y ese poema me impresiona ¿publicó algo más?
–Sí, un par de libros. El poema que les leí se llama “Retrato de un pájaro” y el
libro, Propiedades de la magia, de 1961; yo tengo Libro de bodas, plantas y
amuletos, de 1965; lo editó Losada, y la tapa está ilustrada por Xul Solar, de quien
fue muy amigo.
–Carajo, cómo se me puede haber pasado este fulano –dijo Piglia.
–¿Y de dónde es? –preguntó Saer.
–Es cordobés, de aquí, de muy cerca, de una localidad vecina: Capilla del
Monte.
–¿Y qué hizo para que lo conozcan? –inquirió Piglia.
–Hizo todo lo imaginable, no para ser conocido, sino para ser “algo”. Si vieran
el lugar en el que nació, se caerían de culo. De este lugar, Capilla de Monte, habrán
oído hablar porque figura entre los lugares turísticos más conocidos de Córdoba: es
uno de los últimos reductos verdes antes del desierto del norte cordobés que termina
en las salinas; y además, su cerro más alto, el Uritorco, tiene fama de ser una
especie de axis mundi, un lugar con valor trascendente, en el que uno puede tomar
contacto con Dios o con los extraterrestres. Una especie de Nasca más berreta pero
más interesante: aquí no hay ni una sola evidencia de ovnis, pero la gente viene y
los ve. Pero esa es una historia muy reciente, de finales de los ’60 y principios de los
’70, cuando a Fabio Zerpa se le ocurrió que nosotros no podíamos ser menos y
necesitábamos nuestro centro energético… es la época del auge de estos asuntos…
¿se acuerdan de El oro de los dioses, El triángulo de las Bermudas, Yo visité
Ganímedes y otros delirios por el estilo? Sin embargo, este lugar tiene algo, no sé
qué. En la poesía de Romilio hay una dimensión mítico-mística, una tensión cósmica
y telúrica muy especial. Dicen que hay mucho de Asturias en sus textos… puede ser.
31
Pero les aseguro que en todo caso en su poesía hay muchas cosas que varios años
después incorporó el realismo mágico.
–¿No estarás exagerando un poco? –dijo Piglia.
–Ni un poco.
–No nos estarás macaneando… no será otra de tus invenciones, ¿no? –
desconfía Saer.
–Si conocieran el rancho en el que nació, menos crédito darían a mis
palabras. Si quieren les cuento cómo aprendió a leer...
En ese momento apareció Bioy y sin solemnidad les dijo: “muchachos, hay
triple empate y yo decidí no hacer valer mi voto doble. Mañana a las 13, antes del
asado de cierre, haremos un sorteo y uno de ustedes será consagrado. De ahora
hasta entonces, pueden hacer los que les plazca; pero mañana, quiero a los tres
juntos en la ceremonia.” Entonces, Juan José le dijo a Ricardo que abandonaba la
partida de ajedrez porque quería salir a tomar un poco de aire; Daniel se sumó a la
propuesta sin vacilar; en cambio, Ricardo dijo que prefería quedarse hojeando el
libro de Romilio.
Cuando los compañeros se retiraron, Piglia se buscó un sillón en la sala, tomó
de su bolsillo una libreta y anotó: “Habían resuelto no pagar y mejicanear a todo el
mundo. Por eso Malito decidió cambiar los planes y llamar al Chueco Bazán. Eran
las siete de la mañana del jueves. No le hizo decir al Chueco dónde estaban
escondidos pero lo mandó a una cita con Fontán Reyes en un bar de Carlos
Pellegrini y Lavalle para que lo entretuviera mientras ellos se desplazaban al otro
aguantadero. Dio la orden de salir y de replegarse a la casa de Nando en Barracas.
Y ahí fueron a esperar que se armaran los contactos para pasar al Uruguay…”
Esa noche cenaron y se acostaron temprano, con la promesa de que Daniel
los llevaría a conocer el pueblo y la casa en la que nació Romilio.
Cinco
Al día siguiente, ya liberados del encierro reglamentario, se levantaron,
desayunaron, pidieron un remise y, a instancias de Moyano, los tres candidatos
partieron hacia la localidad vecina, un poco más al norte, Capilla del Monte. Daniel
32
los lleva a la casa natal de Romilio Ribero. Durante el trayecto les cuenta una parte
de la historia del misterioso poeta y pintor.
–Se llamaba Ramón Romilio Rivero; a su madre le decían Selia, por
Seledonia, que era Rivero, con “V”. Hasta los 22 años firmaba como R. Rivero, pero
cuando se decidió a ser un artista, con su sed de trascendencia, intervino sobre su
nombre. Romilio se decidió a ser actor de su propia obra: hacerse una identidad en
su orfandad, en su falta de un origen. Romilio, Romilio, con ese nombre único y
sonoro, lo conocí cuando tenía un poco más de veinte años y era un muchacho lleno
de vida, de una vida vertiginosa y fugaz, como un cometa: luminoso, fulgurante,
veloz y efímero. Así fue su vida: nació en 1933, apenas tres años después que yo y
murió en 1974. La intensidad y el sentido de su existencia estaban cifrados en su
nombre, en la elección de su nombre: él se nombró a sí mismo: renunció al común
Ramón, y se quedó con el singular Romilio; y apartó el Peralta de su padre y se
quedó con el Ribero, con la grafía alterada, de su madre: quizá en ese acto, en la
modificación de su nombre, se vea claramente la decisión de hacer de su vida un
hecho estético. Pero incluso el Ribero se ha perdido en la memoria que unos pocos
guardan de él: es Romilio.
–Claro, como Felisberto, Macedonio, Rubén Darío, Juan L., –apunta Saer–
que gozan del privilegio de ser conocidos por su nombre de pila y no por su apellido:
no solamente porque sus nombres son fácilmente individualizables, sino porque
parecen condensar ciertos prestigios míticos de los personajes que representan.
–Pará Turco, que ya no estás exponiendo para la oposición…
–Tiene razón el Gordo, algo de eso hay… para lo íntimos tenía un
sobrenombre, Tato; pero dicen que cuando le preguntaban cómo te llamás, él
contestaba: me llamo Romilio Ribero, y hacía sonar la b larga estirando los labios,
pero me llaman Romilio.
–No te digo…
–Pero la mayoría recuerda al personaje, no al artista: son muy pocos los que
han leído sus poemas o contemplado sus pinturas y dibujos…
–Y ahora, adónde vamos –pregunta Piglia.
–Primero vamos a ver si encontramos el lugar en el que estaba la tapera, el
ranchito en el que nació Romilio. Y vamos a ver el río y el cerro. Todavía puedo oír la
voz de Romilio cuando me contaba cosas y cuando hablaba del rancho y de la
infancia y decía: “Corría, corre aún el Calabalumba… cerca está el Uritorco y mi
33
madre era, fue una extraña serrana.” Dicen que su cara de indio, sus ojos rasgados
y su pelo negro, grueso, duro y lacio, pero ligeramente ondulado en las puntas, eran
rasgos de su madre, que era descendiente directa de comechingones. Y a él le
gustaba presentarse así, como descendiente de los indios de aquí, pero también
hispánico: decía que la vida biológica le venía de esta tierra, árida y misteriosa,
aborigen; pero que ya nacido, su vida se había moldeado en la lengua y la cultura
española.
–No está nada mal la combinación –observa Piglia.
–Sí, pero al mismo tiempo esto le provocaba también un sentimiento de
terrible desarraigo; oí: “Encuentro que ya nada puede justificar este destierro. / Se
hace noche y día sobre esa tierra de nardos victoriosos / alucinado y hondo país de
amapolas, de pájaros, / con sus muertos que abisman mi memoria / en tan remoto
fuego. // Aún sigo como el pródigo perdido que ha grabado / su nombre en las
arenas / y piensa regresar un día, con sus labios nocturnos / en el viento.” Se llama
“Relato del pródigo”.
–¡Qué maravilla! –se entusiasma Saer– Y vos, Moyanito, tenés una memoria
prodigiosa: cómo podés recordar y recitar tantos versos irregulares.
–Es la música Turco, no los versos; son las notas las que recuerdo, no las
palabras…
–Vamos como para el dique –le dice Moyano al conductor del remise. Durante
un rato permanecen en silencio, dejando atrás la ciudad y encaminándose hacia las
sierras, hacia el este, hacia los cañadones, donde el Calabalumba moja los cerros
gemelos, el Sisiorco y el Uritorco, y desde donde salen cientos de excursiones hacia
el enigmático centro energético. En un momento dado, Daniel le dice al conductor
que se detenga: hay una pequeña chacra delimitada por un alambre pobre y
espinillos bajos. Bajan del vehículo y caminan unos metros.
–Es ahí –dice Moyano.
–Dónde. No veo nada –dice Saer.
–Pará Gordo –le dice Moyano–, el ranchito ya no existe. La taperita de
Romilio fue destruida. Ahí debajo de ese conjuntito de molles, con la puerta mirando
hacia acá, estaba el ranchito. Daba pena mirarlo de pobrecito, pero al mismo tiempo
sobrecogía con su prodigiosa sencillez: era de barro, paja, piedra y del techo le caía
un flequillito rubio…
34
–Eh, Daniel, de quién es eso, sos vos o estás recitando… me parece que el
aire serrano te está afectando un poco…
–No, en serio, se acuerdan de esa historia que escribí, “Cantata para los hijos
de Gracimiano”…
–Sí, terrible –acota Piglia–, las de los padres que van en un carro, dejando a
sus hijos por ahí…
–Bueno, esa historia me la contaron como verídica en La Rioja, pero cuando
cerraba los ojos para poder imaginar cómo era ser tan pobre, se me venía el
recuerdo de la taperita de Romilio, del invierno frío y de apenas unas cabras flacas
para abrigarse y comer.
–Bueno, Moyanito ya se puso demasiado solemne –dice Saer.
–Está bien –dice Moyano–, vamos al pueblo ahora, voy a tratar de encontrar
el boliche que solía frecuentar.
Durante la marcha Moyano continúa con su relato.
–Lo conocí en los primeros años ’50; era parte del paisaje urbano de la
Córdoba de aquellos tiempos. Fueron buenos años esos: uno podía encontrarse por
la calle a Juan Larrea hablando con Manuel de Falla, como se hubiese podido
encontrar al Che Guevara, o a Neruda que también anduvo por Córdoba.
–Ya le nació el provincialismo a Moyanito, dice Saer.
–No me van a creer –replica Moyano–: no sólo que pasó algunas temporadas
en Córdoba, solía parar en Villa del Totoral, sino que escribió un par de poemas, uno
a un algarrobo y otro a las tormentas de de la zona. Pero lo más increíble es que con
eso se ganó el privilegio de figurar en más de una antología como poeta de
Córdoba.
– “Esa cordobesada bochinchera y ladina…” –recita Piglia.
–Bueno, está bien, dejen de joder –dice Moyano, mientras están entrando al
pueblo–. Chofer, llévenos al bar La Automática… ¿lo conoce?
–Claro que lo conocí, pero hace varios años que está cerrado; pero lo pueden
ver de afuera.
–Sí, llévenos –le pide Moyano–. Les voy a contar un par de anécdotas
alucinantes de Romilio, no me van a creer: su tonada era típica del noroeste de
Córdoba. Y con esa tonada y esa cara de aborigen, solía irrumpir en la reuniones de
gente culta y pituca y decía que acababa de llegar del Chaco, de resolver un asunto
de una herencia a su favor: cinco mil hectáreas de monte de quebracho, y que las
35
arrugas de su pantalón se debían al viaje en avión, en el que se había dormitado.
También podía relatar su viaje reciente a París, en el que había estado en tal o cual
lugar y se había encontrado y compartido una larga conversación con algún pintor o
escritor muy famoso; y contaba todo con tanta precisión, con tanto lujo de detalles y
tanta convicción que convencía al auditorio ocasional. Era un mitómano que
construía su propia historia; y de pequeño se fue haciendo de una manera muy
extraña. Manuel Infante cuenta que, cierta vez, llegó a Capilla de Monte y asistió a
los inicios letrados de Romilio: trabajó una buena cantidad de años en un puestito de
periódicos que estaba en la terminal de ómnibus. Por aquella época llegaban unos
pocos diarios al pueblo y no se vendían de manera masiva… Romilio se aprendía de
memoria los titulares y las principales noticias y se paseaba por los hoteles
sindicales voceando esas noticias: fue un modo espectacular de alfabetización y
entrenamiento intelectual y, al mismo tiempo, una especie de iniciación actoral: a las
noticias las memorizaba, las leía y las actuaba. También llevaba algunos ejemplares
del diario que vendía, por lo que conseguía algunas monedas para llevar a su casa
que era tan pobre. Con todo, consiguió terminar el primario y el doctor Fonseca, un
odontólogo de pueblo, lo impulsó a cursar el colegio secundario en La Falda.
Fonseca fue una especie de mecenas que le prestaba dinero, le compraba sus
cuadros y lo ayudó mucho. Como alumno se destacó por sus habilidades literarias y
artísticas, aunque de biología, matemática y física, ni hablar: los profesores hacían la
vista gorda y lo aprobaban en consideración a sus otros talentos… en las clases de
esas materias, ininteligibles para él, se la pasaba mirando por la ventana, pensando
quién sabe en qué. Sobre sus inicios en la pintura, no sé mucho: fue muy amigo del
pintor Ernesto Farina, que era de la zona de Ongamira y que quizá pudo haberlo
iniciado… pero hay algo muy original en su manera de hacer en la pintura, con más
dibujo que color: con algunas obsesiones recurrentes como la serie de las mujeres,
de las brujas, de las hechiceras; también tiene una serie que él llamaba de los soles,
de las lunas y de los abismos, en donde consigue una suerte de minimalismo
figurativo muy metafísico, con criaturas perdidas en la inmensidad, una inmensidad
que recuerda la llanura que rodea Capilla del Monte, y también los grandes
socavones y terrones de Ongamira. Hablando de su pintura y de su poesía se
autodefinía como un traductor de la energía del humus, de la tierra, como el cultor de
una estética en buena medida indigenista, pero también andaluza, hispánica y hasta
portuguesa… Se hablaba de alguna influencia de Spilimbergo, pero también se nota
36
en las líneas, en cierta mujeres, en ciertas imágenes angelicales, que está más
cerca de Soldi que de Spilimbergo o de Berni, por nombrar algunos pintores que
gravitaban en la época. En él hay una gran delicadeza: con sus dibujos y sus
pinturas logra crear climas, atmósferas muy especiales. En su época, su trabajo no
debe haber sido una cosa menor. Él pintaba y dibujaba para sobrevivir… porque no
era muy fácil ser poeta y vivir: dejó apenas dos libros publicados, pero hay una
veintena de colecciones de poemas sobre los que trabajan Susana Sumer, su viuda,
y Aldo Parfeniuk, un loco enamorado de su obra y de su historia que ha convencido
a la editorial Alción de publicar toda su obra. Vaya un gesto altruista, generoso. No
faltan los editores “locos”, y Córdoba ya ha dado al menos uno: Bournichon…
–¿Y quién es ése? –interrumpe Piglia.
–Bueno, ésa es otra historia, es otro personaje de la mitología cordobesa –
agrega Moyano–. No dejen que me aparte de Romilio.
–Y qué editorial es esa, Alción –pregunta Saer.
–Es de Juan Maldonado, que no tuvo mejor idea que reeditar mi novela más
cordobesa: Una luz muy lejana.
–Entonces, ese Maldonado también es un loco –dice Saer
–No hay peor editor que el que tendré –retruca Moyano.
–¿Y eso?
–Bueno, es una frase que acuñé hace un tiempo y, por si no la entienden,
quiere decir que los editores, cuando no son unos reverendos hijos de puta sin
rostro, como las grandes compañías, son al menos un bicho raro que hay que saber
tratar. Cuando empezás a entenderte con uno, lo mejor es no salir a buscar otro. Y
esto en el mejor de los casos: un amigo que conocí en Madrid, pero que es de este
valle, Punilla, como se llama, aún siendo muy joven me señaló que editores y
agentes creen que publicando o representado le están haciendo un favor a los
autores, pobres imbéciles…
–Decimelo a mí, Moyanito –afirma Piglia–, o al Turco: a todos no ha cagado
de aquí a la China...
–Romilio formó pareja tempranamente –continúa Moyano–: hay una tal López
que fue modelo de muchos de sus cuadros y que falleció muy joven de cáncer. Esta
mujer le dejó una marca, un dolor muy grande a Romilio. Después apareció Susana
Sumer, que venía de ser locutora en Radio El Mundo, de Buenos Aires, y se
enamoró de Romilio y terminó siendo la compañera de su vida hasta el fin, y la
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albacea y curadora de su obra. Hicieron una extraña sociedad y juntos construyeron
el personaje Romilio; ella tenía muchos contactos de su paso por la radio y se
encargó de llevar adelante la operación de convertir en alguien a quien su origen le
negaba cualquier excepcionalidad. Hay que ver cómo Romilio construye su obra, su
literatura, su pintura, y su vida, desde una marginalidad extrema que incluye su
homosexualidad, lo que no era poca cosa para aquella época en Córdoba.
–¿Cómo? ¿Era gay?
–Bueno, no creo que sea la palabra más justa, o no sé. A él le gustaba decir
que si alguna vez lo hizo, lo hizo como los pobres, que tienen que resolver sus
necesidades… como los hombres en la campaña y en los pueblos pequeños: hay
que ver. Susana lo acompañaba y cuidaba su imagen de la mejor manera. En una
época habían armado un espectáculo, un dueto, y comenzaron a actuar en “La
margarita deshojada”, un boliche de Córdoba. Leían poesía y dramatizaban algunos
textos, y hacían música. Romilio era también un actor, un performer, un precursor.
Fíjense que por la misma época, en otro boliche, “Elodía”, a pocas cuadras de ahí,
un tal Bonino hacía un espectáculo que revolvía las convenciones de la época.
–¿Bonino? ¿Jorge Bonino? El que estuvo en el Di Tella –dice Piglia.
–Ya sé quien es: yo lo vi en París, allá por los 70 y pico –agrega Saer.
–Claro, otro cordobés para el mundo. Hace tiempo que no sé nada de él. De
ese tipo me gustaría escribir su historia.
–Pero volvamos a Romilio –reclama Piglia–. Me interesa mucho esa
construcción de imagen, esa operación de intervención cultural y autopromoción, si
ustedes quieren.
–Hacia fines de los sesenta, según me contó Glauce Baldovín, habían
montado con Susana Sumer una suerte de empresa cultural: las exposiciones de
Romilio siempre estuvieron gestionadas por Susana; él no hubiera podido hacerlo
solo. Había conseguido acceder a galeristas importantes, y Susana y Glauce
armaban un show: haciéndose las ricachonas italianas, generaban un revuelo
durante el vernisage, siempre ponderando los valores de la obra, y conseguían que
se vendan algunos cuadros; pero esa misma noche, en el bar de la vuelta de la
galería, se gastaban hasta el último centavo. Esta sociedad duró hasta la muerte de
Romilio: cuentan que cuando murió, durante el velorio, al que no asistieron más que
un puñado de personas, Susana y Glauce estaban en copas y actuaban y recitaban
los poemas de Romilio junto al cajón.
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–¡Qué personaje! –dice Piglia–. ¿Pero cómo hizo el tipo para escaparse de
este pueblito?
–Como hacía las cosas él: pura invención. En sus andanzas por Capilla y La
Cumbre, entre la gente rica y acomodada, conoció a una hija de Frondizi; y Romilio
vendió que era un noviazgo, lo que le abrió varias puertas: así se acercó a Gilberto
Molina, que era intendente de Córdoba, y le pidió ayuda y un lugar para vivir en la
ciudad. Molina le consiguió un cargo de maestro y un lugar para vivir en San Vicente,
un barrio tradicional de Córdoba. No duró mucho en este puesto; volvió a ver a
Molina y le dijo: “yo no puedo trabajar, yo soy un artista y no puedo vivir tan lejos del
centro”. Entonces, Molina le consiguió un lugar en el teatro Rivera Indarte, en los
altos, en alguna buhardilla… Hay algunas fotos muy lindas de esa época: una de
Romilio con un traje a cuadros, muy elegante, en los pasillos del teatro; otra de
Susana, también muy elegante en un primer plano y atrás Romilio, en la terraza del
teatro. Pero la estancia ahí duró poco: la prudencia que se debía tener para vivir en
un lugar público no iba con Romilio. Dicen que solía encender las luces del
escenario e improvisaba algo para entretener a sus amigos y divertirse; llegó a hacer
una representación desde los balcones del edifico hacia la calle… y creo que esa fue
su última hazaña ahí.
−Un revirado.
−Un loco lindo. Muy generoso, sobre todo con lo ajeno: podía estar sentado
con vos en un bar y pedirte prestada la bufanda; luego se acercaba a una mesa en
la que había una muchacha que le resultaba simpática y se la regalaba en su
nombre. Una vez le envió al poeta León Benarós un sillón de los palcos del teatro.
Pero sus regalos casi nunca eran bien recibidos: Benarós se avivó y devolvió la silla
al teatro… Yo conocí a Manuel Mujica Láinez, Manucho, quien me regaló un libro
que estaba dedicado a él; se estaba desprendiendo de las cosas de Romilio, porque,
según decía, le daban mala suerte; tenía varios dibujos y pinturas que no sé adónde
habrán ido a parar. La historia del primer encuentro entre Manucho y Romilio es
genial…
−No les parece que deberíamos ir pegando la vuelta −interrumpe Saer.
−¿Qué te pasa Gordo, ya estás nervioso por el sorteo? −replica Piglia.
−Qué sorteo, tengo hambre y tengo miedo de que los viejos nos dejen sin
asado. Seguí la historia Moyanito.
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−Tranquilo Turco, estamos a 20 minutos por la ruta. Manucho me contó la
anécdota de cuando lo mandaron del diario La Nación, del que era crítico de arte,
para hacerle una nota en Córdoba al pintor Francisco Vidal. Fue alrededor de 1960.
Manucho llega a Córdoba a determinada hora y se dispone a dar un paseo por el
centro, haciendo tiempo hasta la hora de la entrevista y camina por la calle General
Paz, hasta que llega al negocio de Silfer, la casa de fotografía “Acosta”; ve un
cuadro que le llama la mucho la atención, ingresa al establecimiento, pregunta por la
pintura y le dicen que es obra de un pintor/poeta, de aquí de Córdoba, que vive a
unas pocas cuadras. Consigue la dirección y sin vacilar se dirige al encuentro de
Romilio que tiene su buhardilla en una diagonal, frente a la escuela Olmos. Manucho
llega y se presenta; Romilio lo recibe, le muestra algunas de sus obras y le dice que,
lamentablemente, uno de sus mejores cuadros acaba de entregárselo a Sir Herbert
Read, un prestigiosísimo critico británico, que estaba de paso por Córdoba y que se
había llevado su obra mayor. Romilio se la describe con lujo de detalle y termina por
encantar y por convencer a Manucho de que estaba frente a un verdadero talento de
poco menos de treinta años. Manucho se entusiasma tanto, cautivado por Romilio,
que decide cambiar la entrevista a Vidal, por una nota al ignoto Ribero. Y así le fue:
aparece el reportaje en La Nación, presentando este nuevo talento sin ahorro de
elogios y con el plus de la anécdota de Read; al día siguiente , desde la embajada
británica, llaman preguntado por el tal Read, porque semejante intelectual no podía
estar en Argentina sin que ellos lo supieran. No lo sabían porque era parte del
macaneo de Romilio… Estas fabulaciones fueron típicas de él, pero Manucho, a
quien casi echan del diario por esa metida de pata, me dijo que desde entonces, a
pesar de que siempre lo quiso ayudar, Romilio le trajo mala suerte. Otra versión dice
que en realidad la presencia de Manucho fue nefasta en la vida de Romilio; y los
más prejuiciosos dicen que la supuesta homosexualidad de Romilio no era ajena a la
responsabilidad de Mujica Láinez.
−Qué historia, Daniel, qué historia. ¡Tenés que escribirla! Qué les parece, ya
que tenemos tiempo, si nos sentamos en esa mesita y nos tomamos un vermú.
−Este Gordo es un angurriento −dice Piglia. Pero aceptan la propuesta, se
sientan en una mesa en la vereda de la calle principal de Capilla del Monte. Mientras
beben y comen aceitunas, Saer dice que estuvo todo el viaje desde Francia
pensando para qué prestarse a esta payasada de la Sociedad; pero admitía que la
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historia de Daniel justificaba el ridículo y que en todo caso era una lástima que
Romilio estuviese muerto porque él sí hubiese sido un excelente candidato.
Seis
Durante el regreso los tres amigos vuelven silenciosos, quizá por la intensidad del
relato o apenas por el cansancio. Al salir de Capilla del Monte, un poco antes de
conectar la ruta que los devolverá a Cruz Chica, se hacen evidentes los dos mundos,
los límites del valle: al sur, una franja húmeda y fértil que estalla contra el cordón de
las sierras, con una vegetación tupida y oscura: son árboles exóticos que fueron
plantados para solaz de las familias ricas de Buenos Aires o de Córdoba, para aliviar
del calor del verano a las casas en las que se estudiaba francés o inglés con
institutrices europeas. De esa gente, de las migajas que dejaron caer de sus
banquetes, se alimentó Romilio con fruición por años: él pertenecía al otro paisaje, el
que se abre hacia el norte: seco, árido y pobre. Al norte se van extinguiendo de a
poco las sierras y la vegetación se vuelve más seca, más pobre y más espinosa.
Junto a las sierras, muere también el tendido del ferrocarril, en Cruz del Eje, una
ciudad que en otras épocas conoció el esplendor de los olivares, y de una industria
incipiente: ahora, cada año tiene menos habitantes, agoniza. Desde allí se abre una
cuña hacia el noroeste del país, y ahí sí que la pobreza, las vinchucas y el
desamparo no tienen límites.
Éste es el territorio que estaba destinado a Romilio, para ser pastorcito de
cabras, recolector de tunas, changarín o, en el mejor de de los casos, jardinero de
las casas de los ricos. Pero su inventiva, su saber hacer algo de la nada, le permitió
prenderse de la cola fulgurante del cometa de la buena vida, y probar algo del valle
fértil de la existencia bella y glamorosa. Ése fue un instante en su vida, un momento
provisorio que supo vivir con una intensidad inusitada hasta consumirse a sí mismo:
vivió apenas un poco más de cuarenta años y murió de excesos y de mal de
Chagas…
En estos pensamientos estaba sumido Moyano, diciéndose que, después de
todo, él no tenía de qué quejarse; que algo de la vida de Romilio había en su propia
vida: él también había sabido construirse una vida aceptablemente bella con escasa
herencia. Entonces advierte que están llegando y que sus dos acompañantes están
dormidos: Piglia en el hombro de Saer y éste apoyado contra la ventanilla del auto.
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Daniel los despierta e ingresan a la Casa del Escritor, alegres y distendidos
como adolescentes. Cuando atraviesan el jardín, advierten que Bioy anda por ahí
como buscando algo, seguramente intranquilo porque se hace la hora del sorteo y
ellos no aparecían. Al fondo hay un quincho con un asador que deja salir el aroma
de las carnes asadas, y alrededor se ven los miembros del Gran Jurado con copas
en sus manos. Ellos se acercan, risueños, mientras les sale al encuentro Emilio
Sosa López, que les pregunta adónde se habían metido y les dice que Bioy estaba,
desde una hora atrás, preguntando por ellos como un loco. “Les fui a mostrar el lugar
dónde nació Romilio”; y a Emilio se le encienden los ojos y alcanza a decir un
“Romilio, ¡qué maravilla…!” cuando a través de un micrófono Bioy pide silencio y
atención para dar comienzo a la ceremonia del sorteo que dejaría proclamado el
heredero de Borges y portador de la pluma de platino y diamantes. ♫
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