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Los límites de la libertad de información
CARMEN DEL RIEGO
Presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid
El Escorial
10-07-2013
Dice el artículo 1889 del Código Civil, que trata de la gestión de los negocios ajenos,
que el gestor oficioso debe desempeñar su encargo con toda la diligencia de un buen
padre de familia. La información es un bien ajeno al periodista, cuya gestión se le
encarga para que sus dueños, los ciudadanos, tengan garantizado el derecho a la
información que consagra como derecho fundamental la Constitución de 1978 en su
artículo 20 1 d, cuando reconoce y protege el derecho de los españoles “a comunicar o
recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Para completar
el silogismo al que nos llevan estas dos iniciales premisas, los periodistas debemos
cuidar la información, y gestionarla, como si lo hiciera un buen padre de familia.
Poco habría que añadir al planteamiento que tendría ese buen padre de familia sobre qué
hacer con la información, cómo tratarla, hasta dónde nos puede o nos debe llevar y
cuándo el buen padre de familia debe decir hasta aquí, que ese es el límite de la
información, porque ir más allá afectaría negativamente a la familia, es decir, a la
comunidad, no desde el punto de vista de un padre protector que no quiere que sus
vástagos no se enteren de cosas negativas para no disgustarlos, sino porque la
información vulnera algún derecho más importante, en ese determinado momento, de
algún miembro de la familia, o la información, ponderada, vale menos que el interés de
la familia en su conjunto. En palabras de Ignacio Sánchez Cámara, “no todo puede ser
dicho en toda circunstancia”.
Sé que esta afirmación puede provocar discrepancias entre los que se declaran máximos
defensores de la libertad de expresión o de información y no admiten más que la
libertad absoluta y sin límites y además dicen a los ciudadanos que eso es posible, y que
la información debe estar por encima de todos. Decía Theodore Roosevelt que “el
periodista de investigación es a menudo indispensable para el bienestar de la sociedad,
pero solo si se sabe cuándo dejar de investigar”. Yo no llego a tanto, pero el derecho a la
información, el ejercicio del periodismo tiene que estar sujeto a límites; lo contrario es
una afirmación falsa o por lo menos engañosa para los ciudadanos, a los que hay que
hacerles comprender que el derecho a la información, la libertad de información, no son
una libertad o un bien absoluto, tienen límites, como los tienen todas las libertades y
derechos. Los límites que entran en juego cuando esa libertad, ese derecho, choca con
otras libertades, otros derechos. Los más conocidos, los más tratados por la doctrina y la
jurisprudencia son el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia
imagen. Victoria Camps, con su claridad analítica lo decía de una forma muy sencilla:
“La libertad de expresión y el derecho a informar y ser informado debe tener unos
límites. Límites –añadía– que no son otros que los que tiene la libertad sin más, cuando
debe convivir con otras libertades”.
No es algo nuevo, ni exclusivo de nuestro país. El Convenio Europeo para la Protección
de los Derechos Humanos y de las Libertades Públicas, de 1950, contiene normas
limitadoras. En el artículo 10.2 dispone, en relación con la libertad de expresión y de
información, que “el ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y
responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones, restricciones
o sanciones previstas por la ley”, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad
democrática, para “la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública,
la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la
protección de la reputación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de
informaciones confidenciales o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder
judicial”. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de Nueva York (1966)
admite también la posibilidad de restricciones, siempre que sean expresamente fijadas
por la ley y necesarias para, dice el artículo 19.2:
a) Asegurar el respeto a los derechos o reputación de los demás
b) La protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral
públicas
Parece demasiado amplio el elenco de las cautelas que se quieren imponer a la
información, pero hay que darle la razón a Ignacio Sánchez Cámara cuando decía que la
libertad de expresión, como todas las libertades, no es absoluta, y “permanece el
problema de determinar sus límites legales legítimos”, porque, como ya comentábamos
antes, “no todo puede ser dicho en toda circunstancia” y añade a su reflexión que “si se
tiene conciencia de que con la información se va a producir un daño evidente, hay que
evitar el daño. Si solo es posible así con la omisión de la información, formular
alternativas o proceder a no informar.
Sé que sería más fácil para mí, en estos momentos, proclamar que la libertad de
información no admite límites, que la información está por encima de todo. Y quedaría
muy bien, por lo menos entre los periodistas, pero no estaría diciendo la verdad. La
libertad de información debe tener límites para que sea eso, información libre. ¿Qué
límites? Eso es más discutible. Los menos posibles, creo yo, si el periodista se
comportara como un buen padre de familia, o simplemente como un buen periodista,
ese del que decía Kapuscinski que “para ejercer el periodismo ante todo hay que ser
buenos seres humanos” y decía de forma categórica que las malas personas no pueden
ser buenos periodistas” porque “si se es una buena persona se puede intentar
comprender a los demás, sus intenciones, sus dificultades, sus tragedias”.
Lo que nos ocurre es que los excesos de unos, sigo queriendo creer que de los menos,
hacen necesarios más límites a los periodistas, para garantizar a los ciudadanos su
derecho. Es un pensamiento que se está extendiendo demasiado entre los propios
ciudadanos, que son los beneficiarios de esa información. Cuando los propios
ciudadanos piden que se pongan límites a los periodistas, algo estamos haciendo mal,
los periodistas, no los ciudadanos. Los periodistas, que somos los únicos culpables del
mal periodismo, que es el que rechazan los ciudadanos y al que efectivamente, yo estoy
de acuerdo, hay que poner límites.
Nosotros, los periodistas, los que nos creemos este oficio, tenemos clara una cosa. O
nos autorregulamos o nos regulan; y todos sabemos que, si legislan para regular nuestra
actividad, las normas serán más restrictivas que si nos autorregulamos, si dejamos de
creernos dioses y empezamos a comportarnos de manera responsable.
Se ha visto claramente con el caso de las escuchas telefónicas que utilizaron como
práctica habitual los periodistas del News of the World, el dominical británico del grupo
de Murdoch, que tuvo que cerrar en 2011 cuando se conocieron sus prácticas, que no
conocían límites a lo que ellos consideraban su derecho a informar y que no era más que
sobrepasar todos los límites para obtener información. En muchos casos, la mayoría de
los conocidos, lo que se pretendía no era que los ciudadanos estuvieran mejor
informados, sino vender más información.
El caso de las escuchas del periódico del grupo de Murdoch dio lugar a una comisión,
que terminó con un informe, el informe Leveson, por el nombre del juez que la presidió,
cuyo resumen ejecutivo publica la Asociación de la Prensa de Madrid (APM) en el
número de Cuadernos de Periodistas que acaba de salir. El juez Leveson propone que el
Reino Unido se dote de una ley para crear un órgano supervisor independiente que
garantice la autorregulación de los medios. Propuesta impensable en el Reino Unido, y
que ha encontrado mucha contestación, entre los periodistas, los medios de
comunicación e incluso entre los políticos de los dos grandes partidos, conservadores y
laboristas. Pero es una propuesta aceptada o solicitada por muchos, lo que choca en el
Reino Unido, el país que no tiene una Constitución escrita y que, sin embargo, está
dispuesto a legislar de forma restrictiva para hacer frente a los excesos de los medios.
El Comité de Quejas de la Prensa del Reino Unido (Press Complaints Comission) se
quejaba de esta posibilidad de regular por ley a la prensa: “Por culpa de las actividades
criminales a cargo de un editor –decía el PPC–, toda la industria se enfrenta hoy a la
amenaza de acabar bajo la autoridad de un reglamento estatutario”. Hay que decir que
aunque Murdoch fue el campeón de estas prácticas, no fue el único, como quedó de
manifiesto en la comisión. Y hay que subrayar también que el PPC falló en su cometido
de velar por las buenas prácticas de la prensa británica, más cuando había habido avisos
de intromisiones inaceptables en las vidas privadas de ciudadanos británicos –sean
actores o príncipes–, y el PPC prefirió mirar hacia otro lado para favorecer no se sabe
muy bien qué derecho de qué ciudadanos a tener no se sabe tampoco muy bien qué
información.
Cuando se explica de qué se habla cuando se habla de los excesos de News of The
World, la opinión de muchos ciudadanos cambia. El rotativo británico pagó para que se
pincharan los teléfonos de miles de personas: políticos, artistas, hasta de miembros de la
familia real. Pero llegó al máximo de lo indecente cuando pinchó el teléfono y accedió
al buzón de voz de una adolescente que había desaparecido. Traspasó todos los límites,
no solo de la ética, sino de la decencia, y de lo criminal, al borrar mensajes para poder
seguir recibiendo información nueva, algo que llevó a la policía y, más importante aún,
a la familia a pensar que la chica estaba viva. ¿Justifica algo esta práctica?
Coincidiremos todos en que no. Espero que todos coincidamos que no, porque lo
contrario me haría dejar de creer en la raza humana. En estos casos, lo inaceptable,
poner límites a la libertad de información, se convierte en necesario. Pero ¿y en otros?
Pinchar el teléfono del actor Hugh Grant o el de la actriz Sienna Miller, perseguirles a
todos los sitios en busca de información, ¿es legítimo o también debe tener esa práctica
habitual de hacer determinado estilo de periodismo unos límites?
Yo creo que sí. En principio, debería bastar el Código Civil y el Código Penal para fijar
los límites que deben regir la práctica del periodismo, como ocurre con otras muchas
actividades sociales. En España, como en otros muchos países democráticos, también el
Reino Unido, los medios no están sujetos a ningún control legal específico sobre sus
contenidos y actividades, aparte del derecho penal y el derecho civil. Y no están
sometidos a ningún control, porque Europa considera la libertad de prensa,
afortunadamente, como baluarte de la democracia, y nadie se atreve a plantear que hay
que delimitar las zonas fronterizas por las que caminan muchas veces los periodistas.
¿Qué límites, pues, debe tener la libertad de información? Un buen padre de familia o
una persona con sentido común sería capaz de enumerar la lista de límites que entran
dentro de la lógica: la precisión, la oportunidad de responder, el respeto a la vida
privada, al honor, a la imagen, el acoso, la intromisión en la vida de aquellos ciudadanos
en estado de conmoción o dolor, la discriminación, la protección de los niños y de las
víctimas en situación de abusos sexuales, las fuentes confidenciales y el pago a
criminales o la extracción de información en casos penales son preceptos contemplados
en los códigos éticos que rigen en Europa, también en el español, que vienen del Código
Europeo de Deontología del Periodismo, aprobado por unanimidad en 1993 por la
Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, y del que fue ponente y redactor el
presidente de la Comisión de deontología española, Manuel Núñez Encabo.
Desde el momento en que esos límites están en ese código, se convierten en un deber de
cada periodista, que es a quien incumbe no exceder sus límites, evitando la propagación
de noticias que no se ha preocupado de contrastar con una diligencia razonable y
resulten después lesivas del derecho al honor o a la intimidad personal, cuya falta de
fundamento pudo comprobar si hubiera desplegado esa diligencia que, a tal efecto,
exige el ejercicio serio y responsable del fundamental derecho a comunicar información.
Como guía para la actuación de los periodistas, tenemos las numerosas sentencias del
Tribunal Supremo y, sobre todo, del Tribunal Constitucional con las que se ha ido
elaborando una doctrina que pretende resolver el conflicto entre los derechos a la
libertad de expresión e información y los derechos de la personalidad. Esa doctrina
otorga a la libertad de expresión o de información un carácter preferente sobre los
demás derechos fundamentales, como son el derecho al honor, a la intimidad y a la
propia imagen. Porque si la libertad de expresión se practica legítimamente, ya que no
se utilizan expresiones formalmente injuriosas o vejatorias, el derecho al honor cede
ante ella; o si la libertad de información se ejerce con noticias, no con rumores o con
menosprecio de la verdad, noticias que son de interés público, por su contenido o por
referirse a una persona de relevancia pública, ha de protegerse frente al derecho al
honor. ¿Por qué? Porque estas libertades conforman la dimensión objetiva o
institucional de conformación de la opinión pública. Lo dice el Tribunal Constitucional:
Los derechos del artículo 20.1 de la Constitución tienen una “eficacia o una fuerza
expansiva frente a los demás derechos fundamentales que obliga a una interpretación
restrictiva de los derechos que las limitan”.
Pero antes de aplicar estos límites a la información que los periodistas transmitimos a
los ciudadanos, quiero hablar de un límite previo, que soy consciente que es
controvertido, pero que ya la referencia que he hecho al Tribunal Constitucional la
contiene, y que es el objeto de la información a la que son o no son aplicables esos
límites, cuanto menores sean mejor, no para los periodistas, sino para los ciudadanos.
Hablo de los hechos noticiables que merecen que no se les pongan esos límites, porque
no todos los hechos pueden ser objeto de protección, invocando la libertad de
información. Lo son solo aquellos que tienen transcendencia pública, porque el artículo
20.1d, al que nos estamos refiriendo tiene por objeto, según la sentencia del Tribunal
Constitucional 107/88, “comunicar y recibir información sobre hechos, o tal vez, más
restringidamente, sobre hechos que puedan considerarse noticiables” y la sentencia del
Tribunal Constitucional 171/90 añade que “el efecto legitimador del derecho de
información que se deriva de su valor preferente requiere, por consiguiente, no solo que
la información sea veraz, requisito necesario directamente exigido por la propia
Constitución, pero no suficiente, sino que la información tenga relevancia pública, lo
cual conlleva que la información veraz que carece de ella no merece la especial
protección jurisdiccional”.
Si la búsqueda de lo recóndito u oculto a los ojos de la ciudadanía está suficientemente
motivada o justificada por el compromiso que el periodista tiene con los ciudadanos, la
información debe estar por encima de todo, sin límites. Pero la información hay veces
que no tiene ese alto cometido social, sino que se limita a alimentar la curiosidad de los
ciudadanos y saciarlos con hechos que no les reportan ningún beneficio y, sin embargo,
perjudica a otros ciudadanos en sus derechos fundamentales. La tarea ética del
periodista es preguntarse en qué medida la curiosidad es el requisito único para dar
cuenta del trabajo del informador. Hay que tener muy claro sobre qué, cuándo y cómo
debemos informar, y no podemos quedarnos con que algo debe hacerse por el hecho de
que la gente lo quiera o diga que tiene que ser así.
La necesidad de trascendencia pública viene dada por el objetivo de la libertad de
expresión, la formación de la opinión pública, requisito básico de toda sociedad
democrática. Si los hechos de los cuales se informa no contribuyen a estructurar la
opinión pública, pueden afectar a las personas en forma de intromisión ilegítima en su
privacidad. Qué hechos son o no de transcendencia pública será la cuestión a determinar
en cada momento, pero de nuevo un poco de sentido común nos dice, al menos, cuándo
una información no es trascedente para conformar esa opinión pública que permita al
ciudadano su participación responsable en la vida pública. En primer lugar, y como
punto básico del que debemos partir, cuando las personas no tienen relevancia pública la
ha de tener el hecho mismo, con independencia de las personas privadas que en él
tomen parte. Para todos hay casos e informaciones evidentes que cumplen estos
requisitos. ¿Cuándo una información es de interés público? Cuando, como hemos dicho,
esa información le sirve al ciudadano para conformar su opinión sobre la cosa pública.
En esos casos, los límites a la información deben ser nulos, solo, si cabe, y cada vez
cabe menos en una sociedad global como la nuestra y en una sociedad de la información
como la actual, la llamada razón de Estado o la seguridad, y poco más. Cuando nos
referimos a personas, estamos hablando de personas con relevancia pública. Aquí nos
pueden entrar dudas sobre cuándo una información que afecta a una persona de
relevancia pública es de interés público y, por lo tanto, debe primar la información sobre
otros derechos de esa persona pública, que como tal está menos protegida en sus
derechos de la personalidad, los que ya hemos comentado que pueden poner límites a la
información: el derecho al honor, a la intimidad y a la propia imagen.
Si son personas privadas, que no han buscado la publicidad de su actuación pero
incidentalmente se han visto implicados en un hecho de trascendencia pública, tienen
derecho a preservar su intimidad, aunque siempre rimará el derecho de los ciudadanos a
ser informados exclusivamente del hecho noticiable. Un ejemplo. La colaboración
ciudadana permite la detención de un terrorista, pongamos por caso. Es una noticia que
todos coincidiremos que es de trascendencia pública, la detención del terrorista y
también, aunque en menor medida, que su detención se debe a que una persona
comunicó a la policía determinados hechos que le parecieron significativos y le hicieron
sospechar. Esa información debe poder publicarse sin ningún límite, salvo que ponga en
peligro a la persona, ese sería un límite, pero lo que no tenemos derecho a publicar, y
piensen las veces que han visto en los periódicos las cosas que les voy a decir, es,
salvados esos riesgos de seguridad, la vida de esa persona, siempre que ella no quiera.
Si es un albañil o un ingeniero, un parado o una persona en activo, si está casado,
separado, viudo o soltero o si vive con una amante, si tiene o no hijos, a qué partido
pertenece. Seamos sinceros: ¿en qué añade algo a la información trascendente que el
ciudadano tiene derecho a saber sobre la detención de un terrorista, gracias a la
colaboración ciudadana de un individuo en el que levantó sospechas su
comportamiento? En nada, lo demás deja de ser información trascendente para
convertirse en curiosidad, morbo y, a veces, incluso llegar al cotilleo.
O, yendo a un caso concreto, el lamentable accidente del lunes, en la provincia de Ávila,
de un autobús, en el que murieron nueve personas. Los ciudadanos, es interés público,
tienen derecho a saber que la culpa fue del conductor, que este mismo reconoció que se
durmió, que dio negativo en la prueba de alcohol. Todo ello, datos trascendentes para
conocer una información de interés público. ¿Tenemos derecho a saber quién ese
conductor? Si está casado o no, si tiene hijos, dónde vive, con quién, a qué se dedica en
su tiempo libre. Pues no, si esos datos no aportan nada a las causas del accidente.
Un ejemplo concreto y real sobre el que se pronunció la Justicia nos permitirá discernir
estos casos. Hubo un accidente de aviación en Bilbao, en 1985, en el que murió la
tripulación y el pasaje. Una información de El País, si bien no imputaba directamente a
un error del piloto la causa del accidente, lo daba a entender y se aventuraba en esa
hipótesis. La sentencia del Tribunal Constitucional, la 171/90, la consideró legítima a
pesar de los planteamientos del diario, con el argumento de que el derecho a la
información no puede reducirse a la comunicación objetiva y aséptica de hechos, sino
que “incluye también la investigación de la causación de hechos, la formulación de
hipótesis posibles en relación con esa causación, la valoración probabilística de estas
hipótesis y la formulación de conjeturas sobre esa posible causación”.
El Tribunal Constitucional tuvo que dictar otra sentencia sobre este mismo caso, el del
accidente de avión de Bilbao, esta vez por las informaciones de Diario 16, que entonces
dirigía Pedro J. Ramírez, y que aventuraba la misma hipótesis, la de que la causa del
accidente había sido un error del piloto. Sin embargo, la sentencia 172/90 no considera
legítima la información. ¿Por qué? Porque el texto contenía expresiones injuriosas o
vejatorias hacia el piloto supuestamente causante del accidente. Decía la sentencia que
afecta a su privacidad consideraciones como que el piloto, hombre casado y con hijos,
“vive con otra mujer, una azafata de Iberia, que se encuentra embarazada”. Tal
afirmación somete a crítica la personalidad del piloto, no como gestor del servicio
público de transporte aéreo, que sí debe ser de interés público, pero no “a entregar a la
curiosidad de la opinión pública aspectos reservados de su vida privada más íntima, que
en absoluto tienen la más mínima conexión en el hecho de la información”. En este
ejemplo, queda claro, pues, el límite que la información tiene siempre, el del interés
público. En ese caso, se permitirá que se vean afectados otros derechos.
Es decir, en el caso de la libertad de información, constituirá una extralimitación no
protegida constitucionalmente la falta de veracidad de unos hechos que no hayan sido
debidamente contrastados o no se hayan comprobado con la diligencia propia de un
periodista, pero también la falta de interés público de la información determinará la
prevalencia del derecho a la intimidad, al honor o la propia imagen, sobre la libertad de
información. Dicho de otro modo, la información veraz que carece de relevancia
pública, no prevalece frente al derecho al honor o a la intimidad, pero la información
veraz y de interés público está por encima de esos derechos, y no se le puede poner
límites, no se le deben poner, porque los ciudadanos tienen derecho a conocer esos
hechos amparados por ese doble paraguas, el de la veracidad y el del interés público.
Esos son los principales límites que deberían regir para los periodistas.
Hay otros casos que por haber sido sustanciados por el Tribunal Constitucional me
refiero a ellos, para evitar cualquier interpretación subjetiva de cualquier caso actual, en
los que podemos entrar en la parte del coloquio, que serán siempre discutibles, porque,
al no haber ningún valor ni ningún derecho absoluto, de lo que se trata es de
jerarquizarlos. Se refiere a la protección del derecho a la intimidad sobre el derecho a la
información en otro caso concreto, la publicación en un periódico mallorquín de
aspectos íntimos de la madre natural de uno de los hijos adoptados por Sara Montiel.
Para las revistas del corazón, y para ese diario, tenía mucho interés, ya que les
garantizaba grandes ventas de ejemplares, pero el Tribunal Constitucional concluyó que
no debía prevalecer el derecho a la información sobre el derecho a la intimidad de esta
mujer porque la información no tenía interés general. Lo dijo claramente, y por eso me
limito a leer un extracto de la sentencia: “La información publicada relativa a las
circunstancias y situación personal de la madre natural del menor no constituye materia
de interés general que contribuya a la formación de la opinión pública, ni se refiere a
hechos relacionados con la actividad pública de la personalidad, ni estaba justificada en
función del interés público del asunto sobre el que se informaba”, que era la adopción
en sí.
La pregunta ahora es, pese a que sea de interés público, que no de interés del público:
¿pueden ponerse límites a la información que reúnan los requisitos que hasta ahora
hemos visto que hacen que prevalezca la información sobre otros derechos, es decir, que
no se pongan límites a la información? Tenemos en la actualidad en discusión un
ejemplo concreto que podría ilustrar los poquísimos casos en los que la información
podría ser limitada. El informe de los expertos encargado por el Ministerio de Justicia
para la próxima elaboración de una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal, lo que será
el Código Procesal Penal, pone límites a la información en el caso del secreto del
sumario. En concreto, el artículo 132 del informe autoriza a los jueces o tribunales a
vetar a los medios noticias sobre investigaciones judiciales, cuando la información
pudiera “comprometer gravemente el derecho a un proceso justo o los derechos
fundamentales de los ciudadanos” y prevé la posibilidad de que el Tribunal ordene al
medio de comunicación que deje de publicar las informaciones del sumario.
La APM, por encargo de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España
(FAPE) ha elaborado un informe que ha remitido al ministro de Justicia, a petición
suya, tras una serie de debates en el seno de la APM con el ministro y destacados
juristas, en el que los periodistas nos oponemos frontalmente a esta regulación por
considerar que “no puede limitarse el derecho constitucional a la información veraz y de
interés público, sea cual sea la misma” y afirmamos que los medios de comunicación y
los periodistas tienen derecho a dar a conocer al público cualquier información veraz y
de interés de la que tengan conocimiento. Como subraya el jurista Rafael Mendizábal,
exmiembro del Tribunal Constitucional e integrante de la Comisión de Arbitraje, Quejas
y Deontología de la FAPE, “la violación del secreto del sumario es una infracción
atribuible a los funcionarios judiciales que los cometan, pero nunca al periodista que lo
publique”. Considera Mendizábal que el juez tiene el deber de sigilo y el periodista de
no sigilo y añade: “No se puede exigir a ningún medio que deje de publicar lo que
conoce, siempre que haya comprobado bien sus fuentes y no cometa delito”.
El Código Penal de 1995 castiga a las personas que revelan el secreto: abogado,
procurador, juez, miembros del tribunal, ministerio fiscal, secretario judicial o los
particulares que intervengan en el proceso, pero no la divulgación de la información. El
exdecano del Colegio de Abogados Luis Martí Mingarro, también miembro de la
Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología de la FAPE, señala al respecto en nuestro
informe que “tanto si el secreto tiene por objeto hacer posible la investigación y el
acopio de pruebas, como si el secreto se justifica por la protección de la presunción de
inocencia de los encausados, lo reprochable no es que los periodistas difundan las
noticias que reciben al respecto, sino que, en su caso, alguien se las dé incumpliendo los
deberes de sigilo”.
Un destacado miembro del Consejo General del Poder Judicial, partidario de los límites
que proponen los expertos consultados por el Ministerio de Justicia, me comentaba el
otro día que no entendía nuestra posición contraria, dado que era solo para casos límite,
que posiblemente no se aplicaría más de dos o tres veces en toda una generación.
Nuestra posición está clara: creemos que las leyes, el Código Civil y el Código Penal,
como decía al principio de esta conferencia, son suficientes, lo otro, lo de ordenar que se
deje de publicar algo es la demostración de una impotencia, la de evitar que haya
filtraciones, o la de reclamar su responsabilidad a quienes desobedecen su deber de
secreto y filtran partes del sumario, siempre intencionadamente. Lo sabemos los
periodistas y debemos avisar de ello a los lectores. Al no poder actuar contra ellos, o no
querer actuar contra quienes pueden suponer unos enemigos más difíciles: jueces,
abogados, funcionarios judiciales, los expertos, con el apoyo de la carrera judicial, han
decidido ir contra los periodistas, es decir, contra el derecho de los ciudadanos a
conocer esa información, que es veraz y que tiene interés público. Esto siempre se ha
llamado matar al mensajero, que desde el inicio de los tiempos ha sido más fácil que ir
contra el poderoso. Es un ejemplo claro de que, de nuevo, con los condicionantes que
hemos expresado, de veracidad y de interés público, los límites a la información deben
ser mínimos, cuando no inexistentes, porque son casos en los que la prevalencia de la
información, por su interés público, debe ser garantizada.
Estos son límites digamos legales con los que debemos trabajar los periodistas, pero hay
otros límites menos concretos –para mí, son igual de importantes, aunque no pongan en
cuestión ningún derecho fundamental de nadie–, que son los límites que debemos
ponernos a nosotros mismos, los periodistas, en nuestro trabajo y en nuestra práctica
diaria de este oficio. La defensa del periodismo me hace afirmar que “no todo vale” a la
hora de obtener información, aunque no sea información de la transcendencia de la que
hemos hablado hasta ahora. Hay unas reglas de juego, incluso sin que se atropellen
derechos de nadie. Ser periodista conlleva la exigencia de una especial manera de ser,
que no es ser especial, sino una especial manera de comportarse. Unos comportamientos
que con el tiempo se convierten en rasgos definitorios de la actividad profesional. Unos
valores y unas virtudes que definen y dignifican por sí mismo a la profesión. Unos
valores que, asumidos por el colectivo profesional, hacen que resulten reivindicados y
exigibles por los periodistas.
El Código Deontológico que los periodistas asumimos voluntariamente al hacernos
socios de las asociaciones de la prensa de cada provincia, que a su vez nos da nuestra
pertenencia a la FAPE, de donde emana el código, no solo habla de que el primer
compromiso ético del periodista es el respeto a la verdad, que así lo proclama y
efectivamente coincido en que debe ser la primera regla de oro de un periodista. Casi no
habría ni que decirlo, tendría que darse por hecho. O de cómo el tratamiento informativo
debe tener en cuenta el dolor o la aflicción de las personas involucradas en hecho
noticioso, o que el periodista deberá prestar especial atención al tratamiento de asuntos
que afecten a la infancia y a la juventud. Si hiciéramos autocrítica, nos vendrían a la
cabeza las cientos de veces que nos saltamos estas recomendaciones. También dice el
código ético que el periodista debe asumir el principio de que toda persona es inocente
mientras no se demuestre lo contrario –no voy a hacer ningún comentario sobre las
veces que prácticamente todos los medios de comunicación no respetan esta norma que
está en su código- y que evitará nombrar en sus informaciones a los familiares y amigos
de personas acusadas o condenadas por un delito, salvo que su mención resulte
necesaria para que la información sea completa y equitativa.
De nuevo, fíjense que lo que se subraya es la necesidad de un elemento para que la
información sea entendible y completa, y cuántas veces se llenan las informaciones de
datos superfluos para la noticia, con la única intención de alimentar la curiosidad, de la
que hablábamos antes, cuando no el morbo. También se recomienda no nombrar a las
víctimas de un delito, así como la publicación de material que pueda contribuir a su
identificación, actuando con especial diligencia cuando se trate de delitos contra la
libertad sexual. Evito también los comentarios.
Pero sigamos con el código y los “principios de actuación” que contiene, a ver si les
suenan. “En el desempeño de sus obligaciones profesionales, el periodista deberá
utilizar métodos dignos para obtener la información, lo que excluye los procedimientos
ilícitos”. Es decir, está prohibido robar documentos, por ejemplo. De acuerdo, pero
habla de métodos dignos, no solo ilícitos. Quiero poner encima de la mesa un hecho
cada vez más frecuente en nuestra profesión. Lo hago en forma de pregunta: es lícito,
pero ¿es digno obtener información leyendo los labios de dos personas que están
hablando en lo que en la jerga periodística se llama “un mudo”? Se trata de cuando se
deja entrar a las cámaras de televisión a una reunión que se va a celebrar a puerta
cerrada, sea de un partido, de un Consejo de Ministros, para obtener imágenes; de ahí el
nombre de “mudo”, imágenes, no voz, con las que ilustrar una información que el
periodista de turno de la televisión que sea, porque es una práctica que ya hacen todos.
Deberían elaborar la información haciendo lo que hacen los periodistas en estos casos:
preguntar lo ocurrido dentro de esa reunión, recabar datos, confirmar lo que se les dice
que ha ocurrido y dar la información que sea de interés sobre esa reunión política,
económica o deportiva, que esto no es exclusiva de ningún sector o sección de la
información.
Por cierto, e hilando con lo anterior, con lo del secreto del sumario, a que a nadie se le
ocurriría plantear que se pueda ordenar a un medio que deje de publicar informaciones
acerca de las deliberaciones del Consejo de Ministros sobre un determinado tema. Pues
los ministros juran o prometen guardar secreto sobre las deliberaciones del Consejo de
Ministros, y si estas se filtran, el presidente del Gobierno, o quien sea, buscaría y
tomaría medidas sobre sus ministros, no sobre los periodistas.
Pero vuelvo a lo de los mudos. Es una práctica cada vez más extendida, que además los
periodistas que pertenecen a la televisión defienden por el interés en lo que dicen.
Bueno, digamos que, a mi juicio, ya el hecho de sorprender lo que dicen es más
interesante que el comentario que se capta en la mayoría de las ocasiones, haciendo de
la práctica ya el fin. Es esta una práctica que merecería la reprobación de la Comisión
de Arbitraje Quejas y Deontología.
Por cierto, los periodistas que no trabajamos en las televisiones no tenemos derecho a
entrar esos momentos en las reuniones porque son mudos. ¿No deberíamos poder estar
ahí? Tenemos oídos, aunque no sepamos leer los labios, y es una información que se
nos hurta si es que otros la van a utilizar. ¿Qué diría la Comisión? ¿Y de otra práctica
relacionada con esta? Resulta que ahora las cámaras de televisión tienen un micrófono
de ambiente que no se puede apagar, va incorporado siempre y es capaz de captar
conversaciones, con mala calidad, pero parece que eso ya no es importante. Si captan el
sonido en un mudo, ¿están los periodistas actuando con las buenas maneras que debe
practicar un profesional? Dejo las preguntas encima de la mesa para su reflexión, con un
añadido. La próxima vez que vean en la televisión una escena de esta, de un mudo, por
ejemplo, de una reunión de la dirección del Partido Popular, observen cómo Rajoy, si le
quiere decir algo al que tiene al lado, se tapa la boca para hablar. No es un tic del
presidente del Gobierno; sabe que si no lo hace, le leerán los labios y se sabrá lo que ha
dicho.
Otra práctica hacia la que también hay una postura más laxa es hacia los off the records,
y llamo la atención de la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología sobre ello,
porque solo con buenas prácticas nos haremos respetar.
Y entre esas buenas prácticas, que yo también considero un límite que deben guardar los
periodistas, quiero hacer hincapié en los artículos 18 del Código Deontológico español:
“A fin de no inducir a error o confusión de los usuarios, el periodista está obligado a
realizar una distinción formal y rigurosa entre la información y la publicidad”. ¿Tiene
algo que decir la Comisión de Deontología? Porque quizá no se hayan percatado de que
ya no queda nadie, sobre todo en televisión, pero también en radio, ya no que no haga
publicidad, que eso se empezó hace mucho y no mereció ningún reproche público, sino
que ya no hay ningún periodista de televisión que no anuncie algo en el mismo sillón
desde el que lee las noticias del informativo, al segundo después de dar una noticia,
como si fuera otra más. Y el artículo 19 afirma que el periodista no aceptará, ni directa
ni indirectamente, retribuciones o gratificaciones de terceros, por promover, orientar,
influir o haber publicado informaciones u opiniones de cualquier naturaleza; que no
utilizará nunca, en beneficio propio, dice el artículo 20, las informaciones privilegiadas
de las que haya tenido conocimiento como consecuencia del ejercicio profesional.
Con este repaso, lo que pretendo es llamar la atención sobre los límites que deben regir
la labor del periodista, al margen de los límites o no límites a la información, que han
ocupado la mayor parte de esta conferencia, y lo hago porque me preocupa que una
profesión como la nuestra, con la responsabilidad que asumimos y de la que
sinceramente creo que cada vez somos menos conscientes, por regla general, cada vez
se está deslizando por prácticas menos recomendables, y sobre las que la Comisión de
Arbitraje, Quejas y Deontología debería manifestar su opinión.
Me permito hacer unas recomendaciones o sugerencias a la Comisión, porque me he
encontrado en algunas ocasiones con la impotencia de algunas de las personas afectadas
por algunas informaciones sobre ellas o sobre sus familias y, en otros casos, con la
limitación de algunos de no poder denunciar determinadas prácticas a la Comisión, por
no ser personas directamente afectadas por las informaciones a las que se hace
referencia.
La primera sugerencia es que la Comisión pueda actuar de oficio, y lo haga, si no es con
el contenido de las informaciones, sí con esas prácticas en el ejercicio de la profesión o
esos comportamientos cada vez más extendidos, como es el caso de la publicidad, y que
nos resta credibilidad a todos los periodistas, a todos los medios y a este oficio. Un
oficio que muchos entendemos no como una forma de hacernos famosos u obtener un
lugar en la sociedad, sino como un servicio público a los destinatarios de la información
que manejamos, no porque quien tiene la información tiene el poder, como reza el dicho
y parte de la afirmación del filósofo escocés David Hume de que “quien tiene el saber
tiene el poder”, sino porque los ciudadanos que tienen esa información, a la que tienen
derecho, podrán conformar mejor su opinión sobre lo que sucede en su sociedad y, por
lo tanto, hacer esa sociedad más libre y más democrática, ya que con esa información, si
cumple todos los requisitos que le hemos puesto, incluso con los límites necesarios para
garantizar otros derechos que gozan de la misma protección, serán personas más libres
que tomarán sus decisiones públicas con todos los elementos que necesitan.
Y termino con una pregunta a los miembros de la Comisión: ¿basta con la reconvención
que contiene una resolución de la Comisión de Arbitraje, Quejas y Deontología sobre
una información concreta para salvar a la prensa de los malos usos de sus propios
periodistas? En el caso de la PPC británica, se ha visto que no. Aquí corremos el mismo
riesgo: que la deriva de los medios de comunicación los cuales se deslizan hacia el
espectáculo abandonando cada vez más el mundo informativo acabe, además de con el
prestigio de toda la profesión, con ella misma. Porque insisto en la información con la
que empecé esta conferencia: o nos autorregulamos, o nos regulan; pero, también, o nos
sacamos nosotros los colores, o nos los van a sacar, y entonces nadie podrá defender
que la información debe tener los menos límites posibles en su ejercicio y en beneficio
de sus destinatarios. O somos nosotros responsables de una forma proactiva, o nos
obligarán por ley a serlo. Tenemos que hacer algo para salvarnos de nosotros mismos,
de quienes creen que vale todo y están por encima de todo, y sobre todo de quienes
entienden la información como un negocio y no como un servicio público.
Gracias.
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